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Filosofía, amor y sexo: juntos y, además,

revueltos
¿Cómo las reflexiones de pensadores sobre estos temas nada académicos se entrelazan con
sus vidas?

Para Hannah Arendt, el amor destruye el espacio que nos separa de lo amado.
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Por: Pablo R. Arango y Felipe Cárdenas
 
13 de agosto 2017 , 09:56 p.m.

El amor es un rasgo universal e incomprensible. Desde luego, puede haber gente que
nunca ama o es amada, y eso es terrible. Comparemos las normas morales con las
normas de un club social. Una diferencia esencial es que no reaccionamos de igual modo a
la violación de unas y otras. La persona que no quiera seguir las normas de un club
simplemente no entra en él. Pero la violación de normas morales básicas (como “No se
debe torturar”) causa un repudio mucho más intenso y amplio (o así debería ser). Es como
si a quienes cometen tales atrocidades quisiéramos excluirlos de la humanidad.
Platón sugirió que el amor es la clave para entender las posibilidades de la naturaleza
humana. Pensaba que el mundo que vemos es uno de cosas corruptibles y destinadas a la
muerte, pero, al mismo tiempo, algo en nosotros nos dice que esa no puede ser toda la
historia. Por eso sugirió que somos inmortales. Pero ¿cómo, estando atrapados en el mundo
de las apariencias y el cambio, podemos saber de esa comunidad de almas inmortales? Por
el conocimiento y el amor.
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Lo que tienen en común ambas experiencias, aparte de su carácter perturbador, es que nos
sacan del flujo privado de pensamientos y sensaciones para instalarnos en un mundo donde
hay otros seres. Por eso el desamor y la ignorancia son males terribles: nos dejan solos
con el insoportable flujo de nuestras conciencias, en un mundo donde no hay nadie con
quien hablar. Quien no ha sido amado es, como si dijéramos, un bastardo de la existencia.

Sócrates parece haber sugerido que el mal no es otra cosa que una forma de ignorancia. El
conocimiento y la voluntad van juntos y, por tanto, el malvado solo está engañado: cree
estar haciendo algo bueno para sí mismo cuando, en realidad, está dañando su alma.
Y llegó Platón
Platón heredó de su maestro esta extraña visión, y lidió con ella arduamente hasta que tuvo
que abandonarla. Al parecer, se dio cuenta de que el alma no es la unidad indivisa que
supuso Sócrates. 
A lo largo de un forcejeo de décadas llegó a creer que estamos partidos en tres.
Primero está la parte instintiva, que es la sede de los deseos más universales y
magnéticos de los seres humanos: el sexo, la comida, las borracheras. Esta sección reside
en el bajo vientre y todos sabemos lo duro que es lidiar con ella. La virtud de esta parte es
la templanza, ya que solo refrenando nuestros instintos podremos elevarnos hasta el amor
por lo justo y lo bello; todo lo demás es dicha pagana transitoria y remordimiento. 

Luego está la parte correspondiente a la furia, cuya virtud es la valentía y se ubica en el


pecho. Como en el caso de los apetitos, solo una ira controlada por la virtud puede
encaminarse al bien. Lo demás es odio irracional y destrucción y muerte. Y finalmente está
la parte racional, que Platón compara, en uno de sus tantos mitos, con un cochero.

El amor platónico no es ese deseo por acostarse con alguien famoso, sino la sabiduría para

controlar los apetitos y construir algo bello en común


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Imagine un coche tirado por dos caballos: uno noble y fuerte; el otro, igualmente fuerte
pero depravado e indómito. Imagine que usted debe manejar el coche. Imagine que va por
un camino escarpado sobre el filo de una montaña a cuyos lados está el abismo. A menos
que tenga el cuidado y conocimiento requeridos, lo más probable es que el caballo
sedicioso lo arruine todo. El amor platónico, entonces, no es ese deseo por acostarse con
alguien famoso, sino la sabiduría para controlar los apetitos y construir algo bello y
justo en común.

Un mal soldado señaló que todos estamos muy solos, todos tenemos mucho miedo, todos
estamos muy necesitados de una confirmación externa de que merecemos existir. Esta
orfandad básica está en el origen de nuestras ideas y prácticas en el amor. Pensemos, por
ejemplo, en el sexo. Freud insistió en algo que es evidente pero que no nos gusta aceptar: el
sexo es un campo minado, ya que somos incapaces de hablar de nuestra sexualidad con la
misma calma que hablamos, por ejemplo, de nuestros hábitos alimenticios. Hasta los más
abiertos a ese respecto experimentan la subida de tensión que ocurre en cuanto surge el
tema. Sencillamente, el sexo nos enloquece. 
Tomemos el caso de Kant, un filósofo que en cualquiera de esas listas ridículas de los
mejores de la historia aparecería en los primeros puestos. Este caso confirma la sentencia
del filósofo inglés Eddie Féretro: “Ninguna cantidad de inteligencia te salvará de la
estupidez”. Pues Kant dijo, por ejemplo, que masturbarse era un crimen peor que el
suicidio (aunque Kant no fue muy alto, ¿habrá tenido unos brazos muy cortos?).
El amor según Spinoza
Aunque ciertamente los filósofos han dicho las mismas o peores tonterías que el resto de
nosotros acerca de los genitales y el amor y el sexo, la diferencia está en que, en ocasiones,
podemos encontrar ideas maravillosas en sus obras. Bertrand Russell escribió que, de entre
todos los filósofos occidentales, en cuanto a la ética es Spinoza el más sabio. Quizás por sus
ideas sobre el amor, que más parecen obra de un bolerista arrebatado que de un filósofo
postrado ante la razón.

La primera vez que pasearon en coche por el Central Park de Nueva York, Celia Cruz y
Pedro Knight cantaron a dúo mientras los caballos tiraban en medio de una nevada de
película: “Sufro mucho tu ausencia, no te lo niego. Yo no puedo vivir si a mi lado no
estás”. El bolero cuenta la historia de un enamorado que no puede dormir por el martirio de
no tener a su amante entre sus brazos y solo encuentra consuelo mirando su retrato hasta
que los primeros rayos de luz de la mañana entran por la ventana y lo sorprenden en su
desvelo de amor. Y pinta la escena sobre el telón de la idea que define el amor como la
voluntad del enamorado de unirse a la cosa amada. 

Spinoza responde a esta idea advirtiendo que la unión de los enamorados no puede ser la
esencia del amor, pues incluso cuando el amante está ausente –y a veces precisamente por
su ausencia– se mantiene viva la llama. (Cuentan que el amor que le profesaba Sócrates a
su esposa se debe en gran medida a que el filósofo pasaba día y noche en la ciudad
discutiendo con cualquiera sobre la justicia, el amor y la belleza, para huir de la mano dura
que le esperaba en casa. Una leyenda estúpida, como puede verse, que a Nietzsche le
encantaba repetir –adivinen, a Nietzsche también le fue mal con las mujeres). 

Spinoza, quien labró su intensa vida intelectual sobre las ruinas de su tusa, define el amor
como una alegría provocada por el amado, una alegría que lleva al amante por la vía
del florecimiento personal. Hasta ahí no hay nada que no se pueda encontrar en cualquier
tarjeta de amor vendida en cualquier semáforo por algún pobre rebuscador para no morirse
de hambre. 

Para fortuna nuestra, Spinoza abraza la pobreza como un estímulo de la libertad de


pensamiento, lo que le permite radicalizar el planteamiento: al amante le importa su amado
únicamente como al sediento le importa la piedra de la que brota el agua, pues en nuestra
naturaleza tenemos marcado el deseo de saciar la sed de amor.
La alegría del amor
Un amor que no consiste en la unión de los amantes, sino que alcanza su clímax en el
simple deseo de unirse. Cuando excedemos ese tope, la alegría del amor deja de ser leña
seca que alimenta el fuego y se convierte en pólvora negra que nos desfigura en su
estallido.

Todos hemos comprobado amargamente que no podemos controlar a quien amamos o en


quien despertamos amor, y Spinoza no fue la feliz excepción: Clara María, la hija de su
maestro Francis van den Enden –que dominaba el latín como su padre, además de las
matemáticas, la música, la filosofía y la poesía–, fue el epicentro del estremecimiento que
desencadenó el deseo y el desarreglo de las pasiones de Spinoza. 

Y aunque su filosofía no propone ninguna explicación que descifre el misterio del amor
no correspondido, es claro que el caro collar de perlas que recibió Clara María de un
compañero de estudios de Baruch (que terminaría casándose con ella) fue fundamental para
el filósofo en el momento de buscar respuestas en el fondo de una botella ponzoñosa sobre
la mesa más apartada de una taberna.

El amor es excelso. Y todo lo excelso es tan difícil como raro


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La resolución final de Spinoza zanja la discusión sobre el amor con un corte de hacha
afilada: “El amor es excelso. Y todo lo excelso es tan difícil como raro”.
En nuestro caso, cuando la única respuesta de la botella es el vacío en que retumba
nuestra derrota, alcanzamos a notar que desde la barra se acerca una figura
femenina(o masculina, elijan ustedes, querida lectora, amable lector) que nos borra de un
tajo el recuerdo del sufrimiento que nos arrastró hasta la cantina y, como embrujados por
una ráfaga de júbilo, sellamos con unas monedas el pacto de amor fugaz que
consumaremos de inmediato escaleras arriba, quiera Dios.
El amor, en lo privado
Si aún nos queda algún chispazo de lucidez, podremos comprobar una tesis filosófica justo
después de abrir la puerta y encender la luz de ese templo roñoso de adoración: las
cucarachas aman la cochambre, pero corren a esconderse porque, como Hannah Arendt,
saben que el amor expuesto a la luz pública corre peligro de muerte.

Para Arendt, la exteriorización del amor es ofensiva porque banaliza algo divino,
degradándolo hasta el mundo de las apariencias, los apetitos carnales y los
sentimientos humanos. Y el amor, como hasta el más desdichado de nosotros lo habrá
vivido al quedar paralizado luego del choque electrizante que nos causa el encuentro
fortuito con cualquier desconocido que nos tropezamos por la calle, es un fuego que ningún
sentimiento humano puede resistir. 

Arendt insiste en que el amor es un golpe de relámpago que destruye el espacio que nos
separa de lo que amamos, y que nos concede una lucidez gracias a la cual podemos
conocer al amado y a nosotros mismos hasta niveles de profundidad imposibles para quien
no padece la ventura de ser alcanzado por ese destello fulminante.

En la filosofía contemporánea, se nos ocurre, quien ha vuelto a mostrar todo esto de forma
tremenda y hermosa es Víctor Gaviria. En lugar de leer a Rawls, si se nos permite el
consejo, uno debería ver las películas de Gaviria, es decir, la tragedia de un país sin amor.

PABLO R. ARANGO* Y FELIPE CÁRDENAS**


Manizales

* Profesor de filosofía de la Universidad de Caldas. Ha colaborado en ‘El malpensante’,


‘Soho’, ‘Semana’, Universo Centro y EL TIEMPO. En 2016 publicó ‘Grandes borrachos
colombianos. Vol 1., borrachos grecocaldenses’. Prepara un libro sobre los grandes
filósofos.

** Estudia filosofía en la Universidad de Caldas. Escribe en el ‘blog’ Suicidio a pedalazos.


‘El malpensante’ publicó una crónica suya sobre la vuelta a España que ganó Nairo
Quintana. Prepara un libro sobre ciclismo.

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