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TRES NOVELAS SOBRE LA GUERRA CIVIL DE LOS “MIL DÍAS”

A: Hubert Pöppel1
Gonzalo España2

Augusto Escobar Mesa


Universidad de Antioquia
aescobarm49@hotmail.com

El propósito de este artículo, además de presentar tres novelas históricas


colombianas sobre la guerra civil de los Mil Días –A flor de tierra (1904) de
Saturnino Restrepo, Inés (1908) de Jesús Arenas y El camino en la sombra (1965)
de José Antonio Osorio Lizarazo–, busca mostrar la relación de dos géneros,
ficción e historia, que confluyen en uno, la novela histórica; y observar cómo ésta,
además de aportar al dominio de lo literario, es fuente importante para los
historiadores sociales, de las ideas y mentalidades.

Los escasos setenta años de vida republicana colombiana (1830-1900) se


caracterizan por dos rasgos distintivos: el alegato político y jurídico y el conflicto
violento. Colombia está marcada en relación con el resto de los países de América
Latina por esos dos fenómenos del siglo XIX que imprimen carácter y serán
funestos en su posterior desarrollo como país y sociedad. Primero que todo está la
discusión jurídica –casi por gusto y oficio– que termina en el leguleyismo e impide
la buena marcha institucional observada en siete Constituciones en menos de
sesenta años3, y lo que deriva de esto: la discrepancia, el afán de control del poder y
sus instancias burocráticas, el manejo interesado de la cosa política para beneficio
de clase y de partido, que lleva necesariamente al conflicto por la vía de las armas.
El siglo XIX colombiano se caracteriza precisamente por las continuas guerras
civiles, unas regionales y otras generales: veintinueve en total (Holguín 1908:143).4
Los efectos no pueden ser más que nefastos en costos materiales y vidas humanas,
y las novelas que se seleccionaron en este volumen dan cuenta de ello

A flor de tierra de Saturnino Restrepo y otras historias

A Manuel Quiroga, campesino de cualquier lugar de Colombia y personaje


protagonista de la novela A flor de tierra de Saturnino Restrepo, una vez
comenzada la guerra civil de 1899, y obligado a participar en ella a pesar de su

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“gran miedo y un horror invencible por la guerra” (1904:130), le parece “ver la
imagen viva y corpórea de la guerra en ese fresco monstruoso y fantástico de
llamas trazado sobre el muro de la tierra” (134). Ese cuadro dantesco no era fruto
de “su débil imaginación”, sino de la realidad misma que se impone sin veladura
alguna. No solo “ardían las casas, sembrados, florestas” (134), sino que en todas
partes se observaba un desfile de heridos y de “muertos que pasaban hacinados en
parihuelas improvisadas” y se dejaban “podrir, por incuria y abandono” (130) en
las puertas de los cementerios o extramuros de los pueblos. El suelo de la patria
estaba “sembrado de cadáveres y convertido en una chacra de sangre” (135). En
parte esta podría, desde la literatura, ser la síntesis que historiadores, testigos y
cronistas refrendarán con datos concretos sobre lo que representó la guerra de los
Mil Días en Colombia (octubre 1899-noviembre 1902).

Manuel Quiroga es un personaje de condición humilde que sirve a Saturnino


Restrepo para brindar, en su nouvelle A flor de tierra, una imagen terrible de lo que
implicó para el país su vigésima novena y última guerra civil del siglo XIX. Podría
pensarse que Restrepo, hombre erudito, traductor y conocer del arte y la literatura
europea recordaba, al paso de la guerra, las imágenes monstruosas y fantásticas de
los pintores flamencos el Bosco (El Jardín de las delicias-El infierno) o Pieter
Brughel (El triunfo de la muerte) o las descripciones del infierno de La divina
comedia de Dante. Todo ello se hacía realidad palpable y obligaba a verterlo al
molde literario, quizás para que no se repitiera en el futuro. El punto de partida de
la novela es una casa-hospital improvisada donde se encuentra Manuel, un alférez
que fue herido en uno de los tantos encuentros entre tropas del gobierno y las
guerrillas liberales. Desde su cama de convaleciente es testigo de cómo en menos
de 48 horas el pueblo, al mando de un capitán gobiernista “blasfemo, cruel, inicuo”
(Restrepo 1904:131), es tomado por la guerrilla y vuelto a ocupar por las tropas
oficiales una vez que aquellos la saquean y abandonan. Por haber sido obligado a
insertarse a la guerra y no aceptar su baja después de herido y con un sentimiento
de rechazo a la violencia, Manuel es considerado por su capitán como un hombre
cobarde que merece morir por su actitud, según aquél, de traición a la patria.
Manuel, como muchos otros hombres del campo, estaba allí por una simple
retaliación del enemigo político de su padre. Era simplemente una “víctima
expiatoria” (131). Como en una película, Manuel escucha y ve pasar los actores de
una guerra cruenta en la que la mayoría termina siendo víctima de intereses ajenos,
salvo unos cuantos oficiales de alto rango, casi todos gamonales, comerciantes
ricos y dirigentes políticos. Sin embargo, la guerra como la muerte no discrimina y
a su lado ve morir junto al soldado anónimo el oficial prestante, para acentuar más
su desilusión por una guerra que solo deja tragedia a la vera de los caminos y al

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país entero, porque como dice el narrador de la novela de Osorio Lizarazo: “la
guerra civil se había encendido en todos los confines de la República” (1965:136).

La muerte deseada del protagonista, antes que el energúmeno capitán dé la orden


de rematar el cuerpo más allá de la muerte, anuncia el estado de irracionalidad
alcanzado por el conflicto fratricida y el futuro incierto de la nación. Con esas
actitudes resentidas y conductas bárbaras, el alma de los afectados, la mayoría, deja
un rencor encendido bajo el rescoldo. Es lo que de alguna manera expresa el
narrador de El camino en la sombra –que oculta la voz autorial de que recién ha
padecido otra violencia, la de mediados de los años cincuenta del siglo XX, como
si fuera el ave fénix de la de comienzos del siglo–:

Pero los rencores y los odios que se habían levantado durante la


prolongada contienda, en la cual se habían librado las más sanguinarias
batallas, subsistían en las dos partes beligerantes y a pesar de que en los
tratados de paz quedaba estipulada una total amnistía, todavía durante
algún tiempo, como sigue rodando una bola después de haber tomado
impulso, empujada por la fuerza de inercia, se prolongaron las
persecuciones y las represalias y el ambiente siguió tenso y dramático”
(Osorio 1965:228).

Las tres novelas corroboran y van más allá de lo que los historiadores dirán luego.
No se quedan en el mero dato histórico, en la reescritura o recreación de tal o cual
hecho o acción de unos personajes reconocidos o anónimos, ni defienden una u otra
causa, sino que penetran en el alma de los protagonistas al margen de su condición
de clase, raza, credo o filiación política –incluyendo si se inclina por tal o cual–,
para observar que detrás de sus actos subyace más de una motivación y convicción
con respecto a la guerra. La literatura, mediada por una intención explícita o no de
su gestor y a pesar de ella misma y del mismo autor, casi siempre es multicausal a
la hora de explicar –visto esto desde la crítica–, el motivo de los hechos que narra,
describe o cuenta, y la conducta, actitudes y posturas socio-ideológicas de sus
personajes. Es en este punto que puede decirse que la literatura participa de la
historia en cuanto es producto de su tiempo, testimonio de él, no importando su
grado de realidad o de encubrimiento, simbolización o alegorización. La historia
como la literatura tiene un mismo sujeto, el hombre, y un mismo objeto, el hombre,
desplegado en sus múltiples acciones. Ambas, historia y literatura, le pertenecen,
dependen y le sirven a él, lo expresan a través de sus actos, gustos, representaciones
y modos de ser. La literatura sirve a los historiadores de las ideas, de las
mentalidades, de la vida cotidiana –en su reconstrucción– como recurso y a la vez

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como expresión relativamente veraz y verosímil, en la medida en que da cuenta de
la circulación de discursos (prácticas discursivas e interdiscursivas de naturaleza
social, ideológica y cultural), prácticas lingüísticas (formas dialectales, sociolectos)
y prácticas culturales; por ende, presencializa al hombre y lo afirma como un ser
cultural. Desde esta perspectiva se entiende la afirmación de Gadamer, en Verdad y
método (1991), de la existencia humana como “Dasein histórico”. El hombre está
siempre

orientado hacia la comprensión del mundo que es a la vez aprehendido y


constituido lingüísticamente en el mismo acto. La remisión de toda
experiencia del mundo a su interpretación del mundo es co-originaria con
la posibilidad de su expresión lingüística y, por consiguiente, como toda
lengua, es también histórica (Koselleck 1997:86).

A través de la narrativa colombiana de carácter realista y naturalista desde


mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX –en la que se inscriben
las novelas que seleccionamos en este volumen–, y la neorrealista de la segunda
mitad del siglo XX que tratan el asunto de la Violencia,5 la historia tiene su asidero,
a veces de manera directa porque los escritores no logran sustraerse a su peso y casi
se mimetizan tras el discurso narrativo; en otros casos se da un verdadero
escamoteo de la realidad, ocultándola de tal manera que pareciera haber sido
borrada cuando en realidad lo que se ha hecho es ocultarla mediante ciertos
recursos estilísticos o estéticos como la parodia, la hipérbole, la alegoría, el
esperpento o ciertas formas especulares. En otras palabras, queremos observar en la
presentación de estas tres novelas sobre la guerra civil de los Mil Días que ellas son
novelas históricas en cuanto la frontera entre lo ficcional (fábula, personajes, trama,
clímax, desenlace, estructura espacio-temporal) y la historia (hechos reales o
parodia exacta sin otra alteración o artificio) desaparece en esos textos a medida del
desarrollo del discurso narrativo. Las tres novelas participan tanto de la literatura
como de la historia –como formas culturales que son– según la perspectiva e interés
del crítico. Al respecto sirven las palabras del historiador holandés Huizinga en su
libro El concepto de la historia (1929), cuando afirma que la “la literatura es, lo
mismo que la ciencia, una forma de conocimiento de la cultura que la engendra
[...]. La materia plástica de la literatura ha sido y es en todos los tiempos un mundo
de formas que es, en el fondo, un mundo histórico” (1946:41). Desde la historia
ficcional se puede observar el sustrato histórico tan claro como si fuera historia
misma, y desde esa plantilla histórica observamos el drama humano de seres que
sobreviven en su quehacer diario, así sea a través de la guerra, la enfermedad, el
exilio forzado o la misma labor cotidiana.

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El camino en la sombra de Osorio Lizarazo

En 1963, cuando José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1964) gana el Premio Esso6
de novela con El camino en la sombra (1963),7 ya había escrito diez novelas, dos
libros de cuentos, un libro de crónicas, cinco biografías y dos monografías de tipo
sociológico, es decir, veinte libros y decenas de artículos en revistas y periódicos
nacionales y regionales. Para su momento y en una tradición colombiana en la que
los escritores, por múltiples y adversos motivos, hacían de la literatura un oficio
circunstancial, Osorio Lizarazo muestra una dedicación singular a la literatura por
medio de la ficción, el ensayo y el periodismo.

De las novelas publicadas por Osorio, El camino en la sombra es la única que


aborda como tema central las guerras civiles del siglo XIX, en particular la de los
Mil Días. Vista desde la perspectiva de los hechos históricos que trata, se diría que
la historia de la vida de la familia García –en sus tres generaciones– no es más que
un pretexto para mostrar los efectos aciagos, primero, de la guerra de 1885; luego,
la de 1895 y finalmente, la de los Mil Días8

La de Osorio es una historia en la que ninguno de los protagonistas sobrevive; el


narrador pareciera orientar la idea de que es imposible que haya una segunda
oportunidad para los García y para un sector de la sociedad colombiana mediada
por guerras intestinas desencadenadas con tan inusitada violencia y propiciadas casi
siempre por la dirigencia de los dos partidos políticos tradicionales, liberales y
conservadores, que desde su fundación, a mediados de siglo XIX, no han dejado un
solo momento de confrontarse por asuntos de mando del poder político y
económico, sobre todo de éste, a través de las instituciones del Estado (botín
burocrático y electoral); también por el dominio del limitado sector productivo y
control de las mejores tierras. En 1886, Rafael Núñez hace un inventario de los
últimos dieciocho años y encuentra un panorama desolador para la vida de la
reciente república: trece guerras civiles locales o “trastornos” de la vida pública,
tres trastornos nacionales y dos guerras civiles generales, para un total de
dieciocho, es decir, el país no tuvo un solo año en paz y así lo confirma cuando
sostiene que desde la disolución de la Gran Colombia en 1830, el país sólo “gozó
de paz completa” durante diez años (1845-1849, 1853-1857) y agrega: “en el curso
de nuestra vida política independiente el mantenimiento del orden público ha sido,
pues, la excepción, y la guerra civil la regla general” (1945, IV:45).

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Pero las guerras a las que se refiere tanto la novela de Osorio como las de Arenas y
Restrepo son consecuencia de la pretensión de dominio hegemónico del poder por
parte del partido conservador y el levantamiento insurreccional, algunas veces
sectorizado, del partido liberal que se niega aceptar su exclusión del gobierno –que
considera autoritario–, incluso la represión por no querer someterse a los designios
de los gobernantes conservadores en connivencia con la iglesia católica, principal
baluarte del conservatismo y el mayor aparato ideológico y social del Estado en su
momento que sirve efectivamente para el control de la sociedad colombiana. Basta
leer un fragmento de una pastoral previa a la guerra9 de uno de los jerarcas de la
Iglesia de la época, Fray Ezequiel Moreno, para observar el sentimiento de rechazo
de la mayoría de la Iglesia contra todo lo que significara liberalismo, que casi
siempre se asociaba con protestantismo, socialismo, ateismo, masonería. Dice así el
obispo de Pasto: “se escandalizan los liberales cuando decimos que el liberalismo
es rebelión, que es pecado, que está condenado por la Iglesia y que los liberales son
rebeldes, malos, imitadores de Lucifer [...] El liberalismo persigue a la religión y
causa la ruina y la condenación de las almas” (cit. Martínez 2000:140).

Las tres guerras civiles de las dos última décadas del siglo XIX generan –histórica
y ficcionalmente y coinciden ambos discursos narrativos– resentimientos profundos
entre los grupos en contienda y una secuela –simbolizada en la recién llegada niña
expósita afectada de la contagiosa viruela a casa de la familia del general García–
que deja una marca indeleble y no habrá manera de resarcir ni aun con la muerte.10
Mientras subsista ese afán guerrerista mediado por la ambición ávida de una clase
privilegiada, la peste, cualquiera que sea su representación, no desaparecerá. No
habrá tiempo para la civilidad. Para Álvaro Tirado, la paz ha sido ajena al país. Ni
en la Colonia ni tampoco en la República la hubo. En ambas épocas los momentos
de tranquilidad solo han sido “una representación encubridora de la realidad
violenta de la historia de Colombia” (1976:11). Tirado describe así lo que ha sido la
historia de la sociedad colombiana en los últimos cuatro siglos después del
descubrimiento hasta los albores del siglo XX que fue inaugurado con la peor de
las guerras civiles:

La espada sembró de cruces el suelo colonial a medida que la Conquista


avanzaba liberando al indio de su cultura y de su tierra. La inserción de
América a la “civilización occidental” quedó marcada por la acción
concomitante de la violencia ejercida sobre los indígenas y continuada
sobre ellos, sobre los esclavos negros y sobre la población mestiza a lo
largo del período en el que la paz monacal de la Colonia rindió al
cristianismo millones de conversos, de grado o por la fuerza, a la par que

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el oro, la plata y los productos de la tierra. En el siglo pasado la
República se estableció con guerra y el siglo republicano murió en medio
de una guerra que habría de durar aún dos años y marcar los aspectos
violentos de nuestra historia del siglo XX (11-12).

Desde una lectura exclusivamente histórica de la novela, el relato funciona de


manera cronológica: primero, la guerra de 1885 que fue promovida por los liberales
contra el gobierno conservador que pretendía someter a los liberales a sus propios
designios y marginarlos de las principales actividades públicas y económicas. Los
jefes políticos y militares liberales (estos últimos, líderes de otras contiendas y
partícipes de gobiernos anteriores) y los ricos hacendados de ese partido como don
Antonio García –que alcanza el grado de general con su participación en la guerra y
padre de la familia García, protagonistas de la novela–, deciden levantarse en armas
anteponiendo, sobre todo, sus “ideales” y “sacrificios” porque, como dice el
narrador, “llevaban muy profundamente impresas sus convicciones políticas, a las
cuales se entregaban con una arrebato irrefrenable” (19). Pero es ese mismo ímpetu
incontrolado y el afán de reconocimiento de logros individuales los que, muchas
veces y por encima de los intereses de la colectividad y de los ingentes sacrificios
del campesinado reclutado, hacen fracasar la guerra para los liberales. Así lo hace
notar el narrador de El camino en la sombra:

Los caudillos militares de las provincias desconocían las temperancias


del coraje y muchos de ellos eran guerrilleros vocacionales, empecinados
en su valentía y en la convicción de que solo las armas podrían promover
la fraternidad y la unión nacionales y establecer un régimen permanente
de justicia y libertad. Temían, por su mismo ímpetu, que alguien pudiera
dudar de su decisión y de su temeridad y los esfuerzos que realizaban los
civiles en Bogotá podrían destruirles la oportunidad de lucirse (Osorio
1965:134).

La debacle liberal se explica, además y según el narrador, por “el exceso de


comandantes y la rivalidad de las jerarquías de los jefes alzados, que no
coordinaron jamás sus movimientos ni sus planes” (20). Fue una “contienda
infecunda” que llevó a la inmolación de “millares de soldados” y, en especial, de la
juventud colombiana que “en feroces combates […] perecía bajo el peso de sus
ideales” (20). Pero también se debió, lo señala Aída Martínez, al constreñimiento
de derechos civiles básicos, libertad de sufragio y de prensa para los afectos al
liberalismo y la desesperación ante una larga persecución por parte de los
gobiernos regeneradores de los bienes y derechos de los liberales, en particular de

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sus líderes nacionales y regionales. Todo esto despierta “en la juventud un raro
fervor bélico”; sin embargo, ese “deseo vehemente de lanzarse a la guerra” de la
dirigencia liberal de Bucaramanga, a la cabeza del general Gabriel Vargas Santos y
Pablo Emilio Villar, y otros sectores del país, se debió más a “la inconformidad
que lleva a la desesperación, que [al] análisis sereno de las posibilidades reales de
triunfo” (Martínez 2000:39).

Lo que había sido una pacífica y próspera hacienda, la de don Antonio García,
replica de lo que fue el inmediato pasado en el país en la perspectiva del narrador,
es desde ambos planos, de la historia ficticia (res fictae) como de la historia real
(res factae), un lugar tan afectado por la guerra que las cosechas y el ganado se han
perdido, y confiscados los pocos bienes que quedan en pie y, lo peor de todo, fue
perseguida y vejada su familia, y la de todos los jefes liberales que participaron en
la contienda. Como el resentimiento se incuba como la viruela y sólo al cabo del
tiempo se manifiesta de manera violenta, más pronto de lo esperado, las huestes
liberales, dirigidas por una nueva generación motivada por los mismos ideales de
partido que se transmitían generacionalmente, se levantan en un nuevo intento por
recuperar el poder y rechazar la persecución y escarnio a que se vieron sometidos
durante una década por parte del gobierno regeneracionista conservador (XXX).
Respecto a la distinción de res factae y res fíctae, para Jauss no es posible lograr
una representación de los hechos (res factae) al margen de toda ficcionalización
(res fictae). Se da un anclaje entre los dos de manera que permite su coexistencia y
retroalimentación. Ambas funcionan como la forma y el sentido o el significante y
significado en el habla.11 De ahí su idea, desde la hermenéutica, que “al reconocer
el papel de los res fictae en la constitución del sentido de cualquier experiencia
histórica, el historiador sabe que está forzado a aplicar los recursos de la ficción,
incluso si por un arraigado prejuicio hubiese, durante mucho tiempo, subestimado
su papel en el conocimiento y la descripción” (1997:139).

Contraria a la de 1885, la guerra civil de 1895 fue fugaz pues sólo duró menos de
tres meses (enero a marzo) y terminó, en la opinión del narrador, “con la natural
derrota de los sublevados” (Osorio 1965:114). No fue un levantamiento en todo el
país, sino sectorizado, sobre todo en las provincias de Santander, Boyacá y Tolima.
Y como casi todas las guerras, “pasó como una ráfaga de destrucción sobre el país”
(110) y se caracterizó por “violentos e insignes combates” (idem) y “frenéticas
batallas que distinguieron aquellas guerras” (114). Si la de 1885 fue la de don
Antonio García, la de 1895 fue la de Feliciano, su hijo, que se inició en ella y se
distinguió por ser uno de “los promotores de la revolución” (111) que le valió, por
su combatividad y don de mando, el grado de capitán, repitiendo con ello “las

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hazañas de su padre” (121) y las de anteriores generaciones familiares. Feliciano
recibe así y con fuego “la herencia de la vieja inclinación subversiva” (111).12

Al igual que la anterior guerra, la del 95 desencadena sobre la familia de los


sublevados “inesperadas calamidades” (111): empréstitos forzosos, confiscación de
bienes (de todos los ahorros de la madre de las García), destitución de cargos
públicos (de Raquel García lo “intempestivamente”, 112), “estrechos y pertinaces
interrogatorios” (110) por parte de “sicarios y policías” (111, control de “armas, de
correspondencia o de otros indicios de cooperación” (110) con “sospechosos de
conexión con la revuelta” (111), “toque de queda” nocturno, “restricción de
libertades” (115), la “delación” (119), hasta el sometimiento a “crueles vejaciones”
(141) como ocurrió con la madre del general cundinamarqués Urías Romero como
chantaje para que lo delatara.

Pocos años bastaron para que de nuevo los rumores de otra revolución generaran
“una gran agitación” en la capital de la república. Una “ola de sobresalto y de
incertidumbre conmovía el orden y turbaba la seguridad” (132). El 17 de octubre de
1899 se dieron en Santander, como en otras ocasiones, los primeros
pronunciamientos a favor de la guerra que estimuló se prendieran “las hogueras de
la discordia y se escucharan las admoniciones al combate”. Este llamamiento
levantó “por todo el mapa del país una conciencia de revolución”, y así nadie ni
nada pudo “contener el alzamiento” (134) generalizado. A pesar, lo señala el
narrador, “de las tentativas pacifistas de algunos dirigentes liberales, tanto civiles
como militares” (133) de la capital que buscaban prolongar la frágil concordia y
“contener los excesos represivos del gobierno” que pudiera disuadir a los
“agitadores” (133) y “ambiciosos”, o por lo menos postergar el conflicto, no hubo
caso, ya que los “caudillos y militares de la provincias desconocían las
temperancias del coraje y muchos de ellos eran guerrilleros vocacionales” (134).
Era el honor lo que estaba en juego y la dignidad del partido. Entre otros motivos
adicionales a estos para ir a la guerra estaban los mismos que se dieron luego de las
guerras del 85 y 95; además, había un empecinamiento en mostrar una valentía
personal e, incluso, agrega el narrador asumiendo una postura omnisciente y crítica,
algunos buscaban “la oportunidad de lucirse” (134) que fue precisamente una de las
causas del descalabro del conflicto del 85 (“el exceso de comandantes y la rivalidad
por la jerarquía de los jefes alzados”, 20).13

El golpe de Estado del 31 de julio de 1900 llevado a cabo por una facción del
partido conservador contra la otra gobernante que prometía “tener una política
“más moderada” (155) hacia los liberales,14 en vez de mitigar la guerra la exacerbó

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y la hizo “más enconada y vehemente” (idem) por parte del recién nombrado
ministro de guerra del presidente José Manuel Marroquín, Aristides Fernández,
“señalado por su apasionada intolerancia hacia los adversarios” (155). En la plaza
de Bolívar de Bogota el 16 de marzo de 1902 este ministro declara una “guerra a
muerte” contra los liberales alzados así:

para aplastar la revolución y conseguir la paz definitiva no bastan los


recursos regulares y comunes: el mal supremo reclama remedios
supremos; la dolencia inveterada y tenaz, curación severa y dolorosa; en
vez de paliativos que engañan, de aplazamientos que adormecen, de
transacciones que desprestigian, la represión inexorable, el cautiverio
pronto, la fe ardiente, la voluntad resuelta, la firmeza incontrastable” (cit.
Martínez 2000:210).

Fue tal la represión contra los alzados en armas que la más mínima sospecha de
cualquier familiar o simpatizante de los insurrectos implicaba estigma público y
dura cárcel sin comunicación alguna con el exterior; además, torturas y “severos
castigos públicos para escarmiento de quienes osaran desafiar su poderío” (156).
Como era de esperarse de esta actitud persecutoria, más se “atizaba la discordia y
encendía la fiebre de las represalias” (idem). A esa guerra no sólo se vincularon
jóvenes y viejos guerrilleros sin mucha formación para sostener un conflicto
prolongado, sino también generales y estrategas del partido liberal como los
generales Rafael Uribe Uribe, Benjamín Herrera, Mac-Allister, lo que contribuyó a
dilatar la guerra con la multiplicación de guerrillas defensivas y ofensivas y hacerse
más cuantiosos los costos y la destrucción de la economía, bienes, infraestructura15
y, sobre todo, de vida humanas (Tirado 1976:83-90), constituyéndose en la más
aciaga, por sus fatídicas consecuencias, de todas las habidas. Según la historiadora
Aída Martínez (2000:211), basada en archivos, el estimado calculado en víctimas
es de 80.000 de una población de cuatro millones de habitantes, a lo que se suma la
quiebra del orden moral, social e institucional. José Vicente Concha, dirigente
conservador de la época, manifiesta su descontento en carta dirigida al gobierno en
abril de 1902: “Podemos matar la guerra con la guerra; pero así como el militar que
vence perdiendo su ejército no merece tal nombre, el gobierno victorioso sobre
ruinas no merece vivir. Es hora de (…) extender los brazos para la conciliación y
de extinguir de raíz las revoluciones venideras” (cit. Martínez 2000:211-212).

Proemio a la novela histórica

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Para fundamentar la importancia de la novela histórica tanto para los historiadores
como para la literatura, –y justificar la nominación de novelas históricas a las tres
seleccionadas en este volumen– a continuación se hace una preliminar reflexión
teórica sobre el asunto. Mucho se ha escrito y discutido sobre la “legitimidad” de la
novela histórica desde el surgimiento y desarrollo de este nuevo género a finales
del siglo XVIII, pero son los hermeneutas los que mejor tratan de esclarecer esta
relación productiva. La historia como la ficción acuden a un mismo recurso: narrar.
Con el romanticismo tiene lugar el surgimiento de una forma expresiva que para
unos es algo híbrido, para otros un subgénero y para algunos más un verdadero
género que integra dos disciplinas complementarias. Esto último fue posible
cuando los románticos proclamaron la libertad de uso y combinación de los géneros
que se habían conservado casi puros en la tradición poética de Aristóteles. El
romanticismo se pronuncia a favor de esa disolución ante la sujeción y prescripción
del neoclasicismo. Muy temprano los alemanes H. G. Gerstenberg y Lessing,16
defienden esa postura. Lessing se pregunta: ¿qué es lo que se pretende con la
mezcla de géneros? Para él está bien que se los separe cuando se los estudie en los
libros de texto, “pero cuando un genio con alto designio hace confluir varios
géneros en una sola y misma obra, uno se olvida del libro de texto y mira
simplemente si ha alcanzado su propósito” (cit. Garasa 1971:156). Víctor Hugo
(Michaud 1959:107) va más allá cuando en el prefacio a su drama de 1827
Cromwell sostiene que se le debe aplicar el martillo no sólo a las teorías, sino
también a las poéticas y a los sistemas. Para el poeta y novelista francés no debe
haber reglas ni modelos, únicamente las leyes generales de la naturaleza que giran
alrededor del arte en general, y aquellas particulares que en cada obra derivan de
las condiciones propias de cada individuo creador.

La novela histórica es por naturaleza ficcional, algo “inventado” y, en


consecuencia, no es historia, ni realidad objetiva, y no tiene que suministrar
pruebas; es imaginación y por ende, según Ricœur, “depósito de las tradiciones
orales y escritas” (1999b:135); en cambio la historia y/o la historiografía no puede
ser algo imaginario porque dejaría de ser lo que es, realidad demostrable para la
que los documentos y los archivos son “fuentes de verificación o falsación” (135).
Luego, se establecería la contradicción en la conjunción de ambas. Ficción e
historia se funden en un todo propiciando una nueva forma expresiva: la novela
histórica. La novela histórica es una “contradicción realizada” en el sentido que la
novela en sí no es tan irreal y subjetiva como se piensa, y la historia en sí tampoco
es tan fáctica y objetiva como se desearía; una y otra contienen elementos
imaginados y verdaderos en mayor o menor grado y dimensión cuando operan en
conjunción como género único y autónomo al margen de los dos géneros

11
canónicos. En 1944, en su libro El deslinde, Alfonso Reyes llama a este resultado
“ancilaridad”, porque a veces “puede aparecer en la literatura un fragmento
histórico ancilar; a veces, la historia adapta gala literario-semánticas de tipo
ancilar” (1983:182).17

Teniendo en cuenta criterios de autoridad desde el siglo XIX, el género histórico ha


contado siempre en su configuración con hechos impregnados de ficción, o
supuestos o inventados, por carecer en buena parte y hasta bien entrado el siglo XX
de la documentación precisa que fundamente su total veracidad; y mucho más
cuando se trata de retratos históricos (que es afín psicológicamente de la creación
novelística del personaje), de perfiles biográficos o de la descripción de hechos en
los cuales participan personajes que dieron lugar a esos hechos, o historias basadas
parcialmente en informantes, testigos o interesados de un lado u otro de los hechos
que desean participar de la historia relatada. El historiador francés Maurice
Agulhon llama a esto “lo verdadero y lo falso en lo general del 'acontecer'”
(1997:253-259). Para éste ha habido y hay en la actualidad historiadores que
utilizan “como materia prima tantas mentiras como verdades”. Para no pocos
historiadores de las ideas o de las mentalidades “una afirmación puede contar más
por su contenido mismo, que por su signo algebraico de verdad o error” (253). Lo
afirmado hoy por Agulhon sirve para avalar lo que hace más de medio siglo
Alfonso Reyes señalara: los hechos históricos se soportan en su inmediatez,
coyunturalidad y en su “suceder real y efímero”; al igual que en su mirada
“particular y contingente” (176). En consecuencia, es permanente la reescritura e
interpretación de la historia acorde con la siempre renovada documentación, los
nuevos testimonios, las nuevas tendencias teóricas, metodológicas y relecturas,
acorde al desarrollo de las ideas y de la mentalidad del momento. Recurriendo a
muchos ejemplos de Estudio de la historia de Arnold J. Toynbee, el ensayista
mexicano sostiene que

en los historiadores clásicos muy a las claras, con más disimulo en los
modernos, encontramos el recurso constante a las ficciones para
representar lugares y personajes, con descripciones en que hay reflejos
imaginados, y con retratos en que parece que presta su pluma el
novelista. Los antiguos usaban más liberalmente de tales recursos y en un
grado más; pues llegaban a forjar epístolas, discursos y diálogos para
expresar el ánimo de los capitanes, los sentimientos populares, el estado
de la opinión, en alguna manera breve, simbólica y plenamente expresiva
del acto humano.18 Presta servicios eficaces, evoca atmósferas sociales,
facilita la exégesis de la realidad […]. Los clásicos dan el edificio; los

12
otros, los andamios, entre los cuales no escasean las vigas inútiles (Reyes
1983:84). 19

Casi toda la literatura clásica, incluso muchas de las mejores novelas del siglo XIX
y XX, se construyen con hechos, personajes y acontecimientos históricos, por eso
Reyes puede hablar de una “historicidad latente en la novela” (116), porque expresa
de una manera explícita o tácita un tiempo (época/s), un espacio (lugar/es) y una
circunstancia social (historicidad específica); además, de un tiempo y lenguajes
propios del momento de aparición de la obra. Aún más, no hay ficción que no se
construya con un referente básico en la realidad –no importando la forma o
combinación que asuma ésta–. Alfonso Reyes aprecia, en beneficio de la literatura
de asunto histórico, que ésta acierta “con una verdad humana más profunda que los
inventarios y calendarios históricos” (108). Esto lo lleva a concluir sobre “la
naturaleza universal de la literatura, a la vez que su naturaleza ficticia con respecto
al suceder real” (183). Y a pesar de que la historia humaniza los conocimientos de
las demás disciplinas por ser actos del hombre, la literatura, además, los
universaliza al sujetarlos “al orden humano”; antropomorfiza lo extrahumano. Así,
agrega Reyes, la literatura es “el camino real para la conquista del mundo por el
hombre” (182).

Según Walter Bensant, la literatura contribuye a la historia de dos maneras: la


primera, por la pintura y reconstrucción de hechos históricos, y la segunda, por la
interpretación de las inquietudes y maneras de ser y pensar de una época (cit.
Alfonso Reyes 1983:120). Las novelas aquí seleccionadas, a pesar de estar
construidas sobre historias ficticias en las que participan unos personajes, parte
imaginados, parte reales, el lector puede hacer el seguimiento de los
acontecimientos históricos que tuvieron lugar a finales del siglo XIX; incluso, en
las novelas de Osorio y de Arenas se identifican personajes protagónicos de la
guerra civil y momentos precisos y cruciales que dieron lugar al inicio, auge y fin
de la contienda.20 En cambio la nouvelle de Saturnino Restrepo se sustrae a
cualquier hecho o personaje histórico, mas todos sus referentes son verosímiles:
drama de los combatientes, secuelas de la guerra, ambiciones de los jefes militares,
costos económicos y morales, debacle de las instituciones y del Estado, etc.

A pesar de que dos de estas novelas de comienzos y mitad del siglo XX son de
evidente tendencia realista: A flor de tierra y El camino en la sombra (Inés lo es de
un romanticismo tardío como parodia deslucida de María);21 las tres tienen
entonces deuda, por lo menos en América Latina, con aquella veta del
romanticismo que alienta la mirada de la realidad real, al propiciar este la libertad

13
de los géneros y combinación de los mismos como ocurrirá con la novela histórica.
También se orienta por la libertad en el arte y la necesidad de una literatura
moderna que responda a los anhelos de la nueva sociedad que se gesta y consolida
con la revolución industrial, el advenimiento de la Revolución Francesa y la
Ilustración. Esta necesidad de ampliar el horizonte literario, aceptando las
literaturas extranjeras, así como el regreso a las fuentes de inspiración nacional a
través de los mitos, las leyendas y las historias locales, lleva a una de sus
tendencias al gusto por lo pintoresco, el color local y la motivación por la historia y
lo social, lo cual conducirá, sin equívocos, al realismo, tendencia europea que en
América tendrá una vertiente en el costumbrismo o literatura pre-realista,22 e igual
propensión de los escritores americanos por la historia. Si, como afirma Kadir,
“América es la invención del Renacimiento europeo”, la historia americana es “la
hermenéutica de esa invención” (1984:299).

En la literatura latinoamericana la novela histórica tiene, inicialmente, su asiento en


la narrativa romántica del siglo XIX y luego en la realista de la primera mitad del
siglo XX, observada en buena parte en los escritores de la Revolución Mexicana y
en los dedicados a los temas sociales propios de ese período, es decir, en lo que se
denominó luego la literatura criollista, mundonovista, neorregional y expresionista,
etc. (denominación dada según la óptica asumida por los respectivos críticos), que
centran su temática en la lucha por la tierra o los conflictos sociales derivados de
todo tipo de discriminación (asentamiento y explotación de compañías
multinacionales, intervencionismo extranjero, militarismo, dictaduras, etc.). Vale la
pena anotar que antes de que el romanticismo apareciera en Europa y aportara la
novela histórica, ésta ya se habían forjado experimentos interesantes en Colombia
con dos novelas, El carnero (1636) de Juan Rodríguez Freyle (1566-1642) y El
desierto prodigioso (c1673), de Pedro Solís y Valenzuela (1624-1711),
redescubiertas en 1859 y 1962, respectivamente.23

En su libro Tiempo y narración (1987), Ricœur muestra la íntima relación entre la


historia y la ficción con la tesis de que cualquier historia, aún “la más alejada de la
forma narrativa sigue estando vinculada a la comprensión de la narrativa por un
vínculo de 'derivación'” (1998:I,165); así, el saber histórico procede de la
comprensión narrativa sin que pierda su carácter científico (166). Dicha tesis la
valida Ricœur con dos convicciones: la primera, que no es posible ya “vincular el
carácter narrativo de la historia a la supervivencia de una forma particular de la
historia, la historiografía”, es decir, que no se debe confundir el carácter narrativo
último de la historia con la defensa de la historia narrativa. La segunda convicción
es que “si la historia rompiese todo vínculo con la capacidad básica que tenemos

14
para seguir una historia y con las operaciones cognitivas de la comprensión
narrativa [...], perdería su carácter distintivo en el concierto de las ciencias sociales:
dejaría de ser histórica” (165). Es claro para el pensador francés que la inserción de
la historia en el dominio de la acción y vida humana y su temporalidad
(construcción del tiempo histórico) “ponen en juego la cuestión de la verdad en
historia”, y ésta es inseparable de lo que él llama la “'referencia cruzada' entre la
pretensión de verdad de la historia y de la ficción” (167). Ricœur media con una
propuesta articuladora entre historia y ficción y la precisa con los términos de
convergencia y entrecruzamiento de ambas nociones. Para explicar la primera
acude a la aplicación de la teoría de la recepción, cuyo momento fenomenológico
es el acto de lectura, es decir, la lectura crea un espacio común para los
intercambios entre la historia y la ficción; somos lectores tanto de novelas como de
historias. El entrecruzamiento se da luego del paso de la convergencia y se entiende
ésta como “la estructura fundamental, tanto ontológica como epistemológica,
gracias a la cual la historia y la ficción sólo plasman su respectiva intencionalidad
sirviéndose de la intencionalidad de la otra” (1999a:III,902).

No importa a cuál novela histórica nos refiramos, la del pasado o la del presente, la
literatura latinoamericana –para sólo hablar en particular de ésta– ha servido y
servirá a una tarea mientras la patria una y múltiple de nuestra América siga
enajenada y expuesta como un Prometeo a su desventración y sevicia, y esa tarea,
“gigantesca tarea”, dirá sentenciosamente Carlos Fuentes, es la de “darle voz a los
silencios de nuestra historia, en contestar con la verdad a las mentiras de nuestra
historia, en apropiarnos con palabras nuevas de un antiguo pasado que nos
pertenece e invitarlo a sentarse a la mesa de un presente que sin él sería la del
ayuno” (cit. Kadir 1984: 300). Habiendo leído o no a Bajtín (1982:248-254),
cuando sostiene que la historia es un género discursivo24 como lo es la novela,
Fuentes retoma esta idea cuando dice que “la historia es, finalmente, una operación
del lenguaje: sabemos del pasado y sabremos del presente, lo que de ellos
sobreviva, dicho o escrito. La historia de América Latina parece representada por
un gesticulador del mundo. Adivinamos en las muecas y manotazos del orador una
alharaca de discursos grandilocuentes, proclamas y sermones, votos piadosos,
amenazas veladas, promesas incumplidas y leyes conculcadas. Escuchamos en
vano silencio” (cit. Kadir 1984: 300).

En el libro Introducción a la historia (1992), Marc Bloch se formula la pregunta:


¿para qué sirve la historia?, y años después Pierre Chaunu responde: “¡para vivir,
para ser y para existir!” (1997:11). La contundencia de esta afirmación evita
cualquier equívoco con respecto a la naturaleza vital, humana y humanística de este

15
género y de esta propuesta de lectura de la realidad pasada, presente y aún futura.
Por eso se puede afirmar que ninguna sociedad verdaderamente humana ha podido
sobrevivir sin lo que Chaunu llama la “función historiadora” (12) que supone,
además del dominio de la escritura, del universo mítico de la tradición popular
(función mitográfica), de la sedimentación cultural y de “un mundo ya
desencantado” (idem); es decir, sólo nos apropiamos de una pequeña parcela de la
historia real, lo demás, como valor agregado, lo pone a funcionar el sujeto
indagador (historiador y/o novelador) con su acervo cultural, que es la puesta en
función de la imaginación, de la intuición y de una buena capacidad de relación e
inferencia. Por eso aquí no funcionan conceptos absolutos de nada. Toda lectura de
la vida de los hombres y del universo es ineludiblemente selectiva, susceptible y
necesaria de complemento en el tiempo. Sobre esto agrega Chaunu:

La ambición de la totalidad es noble, pero el sueño de la historia total es


absurdo y anticientífico. La elección es siempre arbitraria y reveladora.
La historia, incluso más que la memoria, elimina para recordar. Sólo se
salva una parte infinitesimal de lo vivido, un esquema, algunas
referencias, conceptos, tendencias, ciertos modelos y la medida teórica
del tiempo (13).

La historia no nace con el universo porque éste no necesita de ella para ser
reconocido; nace con el hombre que requiere urdir ese tejido al saberse temporal y
efímero. Ante la proximidad y el acecho del olvido, el hombre fragua la memoria y
con ella la historia para alejar, aunque sea fugazmente, la sombra de la muerte y,
con ella, el propio vacío de sí como ser histórico. Y de esto da cuenta ejemplar y
modélicamente la literatura, y sólo la literatura, y en particular la poesía y la
novela. Chaunu utiliza una imagen para explicar el eterno presente de la historia
que paradójicamente es hecho del pasado y, a la vez, presente por su constante
actualización y presencialidad cuando la invocamos: “el campo barrido cambió y
no ha cesado de cambiar. La historia, reflejo del presente más que del pasado, tiene
por misión suministrar a nuestra memoria cultura e inteligencia, aquellos alimentos
que ella misma precisa” (idem), y agrega de manera categórica: “el conocimiento
de lo cambiante es el mejor medio para preparar el 'zócalo de lo permanente'. Y es
sobre éste que se construye la historia” (16).

Para cerrar tentativamente esta perspectiva, la novela histórica es, ante todo, género
discursivo y participa en igualdad de condiciones de la mitografía (invención e
imaginación creadora humana) y de la historia (realidad fáctica) que no es otra cosa
que un preguntarse por la múltiple realidad con rasgo humano. La función de la

16
literatura como la de la historia, independientes una de otra o articuladas en un
nuevo género, no tienen otra razón de ser que la pregunta por el ser de la cosa. Así
lo entiende Raymond Weil cuando se formula el por qué de la historia, y para
responder a tal interrogante se remonta al origen y a la evolución natural de los
géneros, es decir, al primer gran género, al literario de las epopeyas. Así da cuenta
Weil de la pregunta formulada:

la epopeya –que por lo demás contaba la historia a su manera– un buen


día habría dado paso a la narración en prosa, y quizás, por relevo de una
forma fotográfica, a la narración de viajes. La poesía didáctica habría
contribuido, la de Hesíodo, al igual que la curiosidad excepcional que
impulsa a las personas, a interrogarse y a preguntar por el otro, a su
extraordinaria facultad de maravillarse, este es el primer sentido de la
'historia': interrogación, pregunta (1997:25).

A través de estas tres novelas históricas caben todas las preguntas sobre lo que fue
la guerra de los Mil Días para la sociedad colombiana, amén de todas las respuestas
que de suyo se enuncian a través de los personajes y los narradores y que podrían
resumirse en unas cuantas citas. Osorio, de origen liberal y a través de su narrador,
la califica de debacle, de “contienda infecunda” (1965:20), de “tiempos… de
matanzas y de odio [en los que] todos tenían la vida en suspenso y sabían que la
muerte acechaba sin cesar” (191); fue una “ardorosa y sanguinaria contienda”
(229). Arenas –de postura política conservadora y como si hubiera padecido la
guerra de manera directa– presenta un narrador que describe el conflicto de manera
casi fotográfica, patética y con obligado retoricismo: es un “pólipo que despierta”
(1908:10) fruto de “los nefandos odios banderizos” y de “pérfidas revueltas” (20);
tanta muerte y destrucción es visión “de nuevos Apocalipsis” (21) y de “lucha
fratricida de donde parecía que hasta el mismo Dios huyese horripilado” (21); “la
muerte se cebó con acritud” (34), todo porque las “malditas guerras no sirven sino
para sembrar males” (91); “los colombianos hemos llenado de miserias y
vergüenzas a la Patria” (109), lo que produce un “sentimiento de asco ante esos
torbellinos devastadores, [y de] escrúpulo ciego ante esos pugilatos de pérfidas
ambiciones y de sombríos anhelos desatados; el odio antes esos baños de sangre
humana para restañar las heridas de la patria enferma y oprobiada; el desdén ante
esas hoscas carnicerías a donde se arrastra al pueblo para convertirlo en pastaje de
los buitres y de los cuervos; el horror ante esa cruzada en que el hombre trata de
poner a flote todo cuanto encierra de más perverso y repugnante dentro de su alma”
(20-21). A diferencia de los anteriores, a Saturnino Restrepo, más que los hechos y
descripciones dramáticas, le interesa mostrar el efecto devastador de la guerra en el

17
espíritu de sus personajes y su imagen de horror. La llama “ambiente salvaje de
fuerzas indómitas y brutas de la guerra” (1904:131); “fresco monstruoso y
fantástico” (134), “formidable cataclismo” (137), “suelo… convertido en una
chacra de sangre” (135), “ambiente lúgubre y helado pobla[do] de palabras de dolor
y reproches y súplicas y acentos de agonía” (138).

No importa si llamamos a estas novelas mezcla de ficción e historia, o historias


noveladas, o ficciones historizadas, o novelas históricas, este esbozo de lectura de
ellas deja la puerta abierta a otras lecturas. Las palabras de Todorov vienen a bien
al respecto de esta discusión cuando sostiene que ningún texto garantiza su verdad,
luego “no hay hechos sino sólo discursos sobre los hechos; por consiguiente, no
hay verdad del mundo, sino sólo interpretaciones del mundo” (1993:120).

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Weil, Raymond. “Nacimiento y muerte de la verdad histórica de la antigua Grecia”, en: Gilbert Gadoffre,
ob. cit., p. 25-35.

1
Académico y amigo, con quien he sostenido un franco y amistoso diálogo sin restricción de ningún orden.
2
Escritor y amigo, autor de este importante proyecto y que está en función de rescatar las novelas de las guerras
civiles del siglo XIX en Colombia. Agradezco el haberme hecho conocer las novelas seleccionadas en este volumen.
3
Siete entre 1830-1886, aproximadamente una cada ocho años.
4
Holguín las llama “calamidades públicas” (1908:143). Hubo 29 en 92 años (1810-1902) contabilizadas así: “nueve
guerras civiles, generales; catorce guerras civiles, locales; dos guerra internacionales, ambas con el Ecuador; tres
golpes de cuarte, incluyendo el de Panamá; y una conspiración fracasada” (idem) (Tirado 1976:12-13, Núñez 1945,
IV:44-45, I-2:213).
5
Esta narrativa de la Violencia tiene tres matices: bipartidista (1949-1970), política y/o guerrillera (1970-1985) y la
del narcotráfico, paramilitarismo y narcoguerrilla (1985-2004).
6
Véase el trabajo descriptivo de Blanca Inés Gómez (Narrativa y crítica en Colombia. Santafé de Bogotá,
Universidad Pedagógica Nacional, 2000) de lo que significó este premio, el primero de una empresa privada en el
país que tuvo relativo prestigio y generó no pocas polémicas con la decisión de los jurados, en algunos casos, al
premiar obras que no tenían el alcance estético esperado. El primer ganador de este concurso fue García Márquez
con La mala hora en 1962; publicación que fue desautorizada por García Márquez porque el editor español decidió
intervenir el texto cambiando decenas de palabras que consideró no castizas y que faltaban a la moral.
7
Sólo en 1965 aparece la publicación, de buena calidad, bajo el sello editorial española Aguilar con un tiraje de
5.350 ejemplares, significativo para una edición colombiana y aún para una latinoamericana.
8
Según Jorge Holguín, testigo de su tiempo, fue “la más terrible, la más sangrienta y la más costosa de las que han
tenido lugar en Suramérica” (1908:148).
9
Pastoral publicada en La Unidad Católica, Pamplona, nº 262 (oct.1897:761).
10
La guerra de Los Mil Días genera vicios inveterados que afectará, en el futuro, el funcionamiento de la vida
institucional y política de la sociedad colombiana (Tirado 1976:11).
11
Y agrega al respecto: “se trata del prejuicio que lleva a creer que los 'res fictae' son separables como el fondo y la
forma, el acontecimiento histórico y el ornamento retórico, como si un elemento pudiera ser desprendido de sus
fuentes en toda su pureza y objetividad, esto es, como si los medios estéticos utilizados a regañadientes por el
historiador científico sólo entraran en juego en un segundo plano, el de la trascripción de los hechos en una
narración” (1997:139-140). Y fue precisamente la reflexión hermenéutica, según Jauss, la que acaba con este

20
prejuicio al tomar conciencia que “los 'res fictae' no constituyen un elemento primario [prescindible o borrable] sino
un resultado, y que los actos que lo conforman y que fundamentan su significación, presuponen formas elementales
de visión y representación” (140).
12
Así describe el narrador dos generaciones que transmiten sus ideales de partido, el liberal: “don Antonio había
sido, en realidad, un heroico soldado, que dio su hacienda y su vida por ideales que consideró legítimos, que dejó a
su familia en graves dificultades por causa de estas convicciones, y su sangre luchadora se prolongaba en Feliciano,
que después de parecer un inepto y un incapaz, había mostrado coraje suficiente para transitar sobre sus huellas”
(Osorio 1965:113).
13
También había en muchos de ellos “la convicción de que sólo las armas podrían promover la fraternidad y la
unión nacionales y establecer un régimen permanente de justicia y libertad” (Osorio 1965:134).
14
Con este intento golpistas se pensó que habría “una breve confianza en la adopción de métodos de clemencia que
podrían conducir a un armisticio que suspendiera la ruina en que se estaba hundiendo el país” (155).
15
Para 1897 la finanzas públicas se habían deteriorado aún más por el manejo gobiernos anteriores, y a esto se le
suma la baja internacional de los precios del café, principal producto de exportación, y se acrecienta el déficit fiscal –
“mal crónico de la economía nacional” (Martínez 2000:29)– al sustituir las monedas de oro como medio de
transacción y pago por papel moneda.
16
Lo hacen bajo la influencia de la tendencia que se llamó Sturm und Drang (Tormenta y deseo), que tuvo lugar en
Alemania desde 1770 a 1780.
17
El concepto de “ancilaridad” proviene de la función de servicio y subordinación frente a la teología que se le
adscribía a la filosofía en la Edad Media (ancilla theologiae). Dicha noción va a ser revisada y renovada por Roberto
Fernández Retamar en su libro Para una teoría de la literatura hispanoamericana (1985), cuando se reivindica
ciertas crónicas de Indias y, posteriormente, algunos testimonios, proclamas y relatos venidos de la tradición oral,
como textos literarios.
18
Por ese carácter humano y libertario, Benedetto Croce llama a la historia “hazaña de la libertad” (La historia como
hazaña de la libertad, 1942) (cit. Reyes 1983:176). Por su estrecha relación de la historia con la literatura, Menéndez
Pelayo habla de “La historia considerada como obra artística” (1942:VII, 3-30).
19
Reyes considera que una historia así es más válida que aquella “científica” que se basa en la mera “acumulación de
documentos paralelos y superpuestos”, y agrega: “no hay mejor documento psicológico sobre Montezuma II y su
asco de la codicia ajena que el discurso que le presta Cortés, donde el emperador exquisito, doliente y refinado,
acaba por desnudarse para demostrar que no es de oro. Si la historia no recibiera el esfuerzo de la literatura –una vez
que pasa de la etapa de la investigación a la etapa de la redacción– nunca lograría ser cosa viva” (1983:84). Por sus
virtudes, “antes poéticas que históricas –sostiene Menéndez Pelayo–, viven y vivirán eternamente a los ojos de la
memoria la peste de Atenas, la oración fúnebre de Pericles y la expedición de Sicilia, en Tucídides; la batalla de Ciro
el joven y su hermano, en Xenophonte […], la llegada de Agrippina a Brindis con las cenizas de Germánico, en
Tácito; la conjuración de los Pazzi y la muerte de Julián de Médicis, en Maquiavelo; la acusación parlamentaria de
Warren Hasting, el terrible procónsul de la India, en Lord Macaulay. Con esa leche ateniense y romana se nutrieron
los cinco o seis historiadores españoles que merecen el nombre de clásicos” (1942:VII,18-19).
20
Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera aparecen reiteradamente por haber sido dos de los generales del partido
liberal más aguerridos y reconocidos por sus dotes intelectuales y don de mando. También aparecen los generales
liberales: Juan Mac Allister, Ramón “el negro” Marín, Agustín y Ramón Neira, Pedro Soler Martínez, Avelino
Rosas, José María Ruiz, Aristóbulo Ibáñez, Cenón Fuigueredo, Cándido Tolosa, Gabriel Vargas Santos, Próspero
Pinzón, Urías Romero y los presidentes conservadores: Rafael Núñez, Manuel Antonio Sanclemente, Rafael Reyes,
José Manuel Marroquín, y el director del partido conservador Aquileo Parra, y el intolerante ministro de Guerra,
Aristides Fernández. Se mencionan combates en distintos lugares del país, particularmente en Santander,
Cundinamarca y Boyacá. La novela de Osorio refiere sitios históricos en los que se libraron batallas: la Humareda en
la que participa el general Ricardo Gaitán Obeso; la capitulación liberal en El Salado, cerca de Ocaña; la famosa
batalla de Palonegro en la que salen triunfante los liberales al mando de Rafael Uribe Uribe; los combates de
Patiobonito y Florida en Santander; Quétame y Fosca en Cundinamarca. La resistencia liberal guerillera en el Tolima
y la provincia de García Rovira; el pacto de Neerlandia; la caída del bastión liberal en Panamá al mando del general
Benjamín Herrera y la firma de entrega de Panamá en el barco norteamericano Wisconsin. También el golpe de
Estado de un sector del conservatismo contra el otro en el poder el 31 de julio de 1900. En la novela de Arenas se
habla de la caída de los conservadores en Santander y del triunfo liberal de la batalla de Palonegro; igual que muchos
pequeños enfrentamientos armados en la región de Caldas y Tolima, escenarios de la novela.

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Aunque la novela centre toda su acción y atención en la guerra civil en la que participa por honor Juan, el
protagonista, hay una historia de amor que sostiene el texto. Juan promete casarse con su amada Inés luego de la
guerra y visitar El Paraíso, hacienda del personaje María de Isaacs, para revivir sus estados de emoción, pero la
guerra se interpone al final con la enfermedad mortal de Inés, truncando los deseos de Juan. Esta parodia de la novela
de Isaacs, es también una alegorización de los efectos funestos de la guerra y sus secuelas a posteriori.
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La llamo así por el carácter fotografista (estatista, contrario a la verdadera fotografía), por la fragmentación y
superposición de cuadros de costumbres y la reproducción mimética de lo observado que niegan la dinamicidad, la
interacción espacio-temporal y la verosimilitud de lo narrado, entre otras cosas, que es propio del realismo.
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El crítico de literatura colonial Héctor Orjuela anota, centrándose en la primera, que si bien algunas obras
coloniales “son importantes anticipos del género narrativo en Hispanoamérica y, en especial, de la novela, ninguna
alcanza la trascendencia de El carnero” (1980:55); es “'un roman à clef' de la sociedad neogranadina” y “verdadera
comedia humana de los años coloniales” (49); afín opinión se observa en Anderson Imbert, para quien Freyle es “el
primer cuentista de la colonia” y El carnero “fuente de la literatura costumbrista e histórica del siglo XIX” y “un
libro originalísimo [porque] nos da, en prosa impávida y sin afeites, pasajes que tienen valor de novela” (1970:123).
Para Óscar Gerardo Ramos es el “libro único de la colonia” y “tesoro singular de la literatura colonial
hispanoamericana” (1973:31), y Camacho Guizado reconoce que es un texto de “posibilidades literarias, de
virtualidades novelísticas” (1982:149). Ya en 1935 el historiador literario Gustavo Otero Muñoz (1937) había
observado en El carnero el rasgo peculiar de novela histórica sin que pudiera clasificarse entre las rigurosamente
históricas ni tampoco novelesca, pues no siempre se ciñe a la verdad; además, califica a Freyle como el más ameno
novelador de la historia colombiana.
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Kadir, basado en la cita de Fuentes y quizá en Bajtín que no menciona, opina que la historia y lo histórico se
originan en hechos que dependen del lenguaje y de las posibilidades del lenguaje para su concreción; “en esa medida
el hecho historiado es poética discursiva, es decir, tropos. Para nuestra civilización y su inexorable dependencia de la
palabra escrita, literatura e historia conjugan y conjuegan en el ámbito de la escritura” (1984:297). La historia y la
novela, aunque pertenecen a distintos dominios de la cultura, comparten en común el lenguaje por ser formas
discursivas. “El novelar y el historiar son equivalencias del tramar, es decir, de decisión poética” (298).

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