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“El poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo”
Foucault empieza hablando en este texto del cambio que se produce en el control de la
sexualidad del siglo XVII al siglo XIX, con el auge definitivo del capitalismo y el
nacimiento de la sociedad victoriana. ¿Hasta qué punto estamos todavía inmersos en esa
estructura de control de la sexualidad? Según lo que dicen autores como Freud, todavía
estamos bastante condicionados por esas coordenadas. La única forma de salir de ese
marco social represivo sería la transgresión de la ley. Pero, ¿por qué se mantiene ese
discurso sobre la represión moderna? Sin duda, dice Foucault, porque es fácil de
mantener. He aquí las razones:
Pero esto hace que nuestra sociedad sea complicada, incluso hipócrita, porque al hablar
de la represión sexual no está hablando propiamente de eso. De ahí que la pregunta de
Foucault no sea ¿por qué estamos reprimidos?, sino ¿por qué decimos de esa forma, con
tanta pasión y con tanto rencor que estamos reprimidos? ¿por qué decimos que el sexo es
negado a la vez que lo mostramos ostensiblemente?
La hipótesis represiva es la que considera que la represión sexual de nuestra sexualidad
es un problema que nos determina, la cual habría de superarse para lograr una liberación.
Pero ante esa hipótesis Foucault señala tres dudas:
- Primera duda: ¿la represión del sexo es en verdad una evidencia histórica? ¿es la
acentuación o quizá la instauración, a partir del s. XVII, de un régimen de
represión sobre el sexo? Esa sería la pregunta histórica.
- Segunda duda: ¿la mecánica del poder en nuestra sociedad pertenece al orden de
la represión? Esa sería la pregunta histórico-teórica.
- Tercera duda: ¿el discurso crítico que se dirige a la represión viene a cerrarle el
paso a un mecanismo de poder que hasta entonces había funcionada sin
discusión o bien forma parte de la misma red histórica que denuncia? ¿Hay una
ruptura histórica entre la edad de la represión y el análisis crítico de la represión?
Esta sería la pregunta histórico-política.
2. La hipótesis represiva
Se supone que en el S.XVII comienza la edad de la represión, pero a la vez que se limita
en muchos sentidos la posibilidad de hablar del sexo, a la vez que ese tema empieza a
controlarse más, aparece también una explosión discursiva en torno al sexo, con todos los
controles o todos los pulimentos en el vocabulario que se quiere. Aparece, digamos,
nuevos discursos sobre el sexo que intentan controlar cómo, dónde, quiénes y de qué
manera se puede hablar de él. Pero para Foucault lo interesante es interpretar el sentido de
esa multiplicación de los discursos sobre el sexo con el ejercicio del poder. Para
ejemplificar esta relación entre poder y discurso Foucault se centra cómo ha evolucionada
la pastoral católica y el sacramento de la penitencia después del Concilio de Trento.
Otro ejemplo de esta conducta estaría en el libro anónimo My secret life, donde un autor
anónimo, especie de libertino, explica pormenorizadamente todas sus experiencias
sexuales. Y no se puede justificar su postura diciendo, como el propio autor afirma, que el
escribía “para su placer”. La satisfacción que siente al escribir es el similar a la que sentía
la pastoral cristiana cuando interpelaba a los creyentes a narrar sus experiencias: se busca,
en ambos casos, una transformación, un cambio, una modificación del deseo. Así pues, el
mecanismo de control no se refería solo a la prohibición, a la represión de ciertas
conductas en el sujeto, sino que iba dirigido también a su producción, a la creación de un
sujeto determinado. El sexo se convierte en algo de lo que se debe hablar, pero no
únicamente para prohibirlo, sino administrarlo: es sexo tiene que ver con el poder
político. ¿De dónde viene esa necesidad de administrar y controlar el sexo? Según
Foucault de la aparición de la población como problema económico y político. Es la
primera vez que se ve la necesidad de un control social de la población y de sus formas de
crecimiento (variable relacionada con la natalidad, la enfermedad, la alimentación, etc.), de
ahí el interés en el sexo como problema nuclear para regular a la población. Y no
solamente es necesario solo que el Estado sepa cómo tiene que regularse la sexualidad,
sino que el propio individuo interiorice esa forma de conducta. Este mismo control aparece
en el sexo de los niños, parece que no se habla de él, pero todas sus formas de organización
están determinadas por un tipo de conducta sexual que se quiere procurar y que el niño que
el niño tiene que interiorizar (ej: colegios del siglo XVIII y Philanthropinum de 1776).
1
FOUCAULT, M. Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber. Siglo XXI, 2016., p. 19.
2
A. De Ligorio, Préceptes sur le siciéme commandement. Extraído de ibid, p. 21.
a la exigencia de hablar, una fábula indispensable para la economía indefinidamente
proliferante del discurso sobre el sexo”3
b) La implantación perversa
Pero, ¿qué objetivo tienen todos esos discursos sobre la sexualidad, todos esos
dispositivos que pretenden hacer la sexualidad inteligible? Eso es lo que va intentar
preguntarse Foucault a lo largo de este capítulo.
Según Foucault, hasta el S.XVIII, tres grandes códigos explícitos regían las prácticas
sexuales: derecho canónico, pastoral cristiana y ley civil. El centro de atención de estos
códigos eran las relaciones matrimoniales, para ellos prácticas como la sodomía no eran,
en cuanto tal, perversiones, sino más bien infracciones. En cierto sentido, el sexo era
solamente un problema jurídico. Las perversiones eran juzgadas no por ser contra la
naturaleza, sino por ser contra la ley. Sin embargo, la aparición de esta proliferación de
discursos en torno al sexo durante el S.XVIII y XIX cambio este marco desde el que se
entendía la sexualidad. Lo primero que se modifica es la centralidad de la relación
matrimonial heterosexual. Esta sigue siendo la norma, pero va desapareciendo del discurso
y, además, no se la persigue como antes, se deja libertad al matrimonio en la medida en
que se entienden que son una representación de la norma. El otro cambio importante es la
cuestión constante que hay sobre la investigación de los otros tipos de sexualidad: la de los
niños, criminales, locos, a las manías, las ensoñaciones, etc. Estas prácticas sexuales son
interpeladas a confesarse. De esta forma, es justo en la proliferación de esos discursos de la
sexualidad cuando se produce una extracción de la sexualidad contranatura como
dimensión específica. Ya la perversión se diferencia de las otras infracciones del anterior
código: adulterio, sexo antes del matrimonio, rapto, etc. El mundo de la perversión ya no
tiene que ver con el mundo del derecho, es más, propiamente se puede decir que es en
este momento cuando surge la categoría de los perversos. Pero, se pregunta Foucault:
“¿Qué significa la aparición de todas esas sexualidades periféricas? ¿El hecho de que
puedan aparecer a plena luz es el signo de que la regla se afloja? ¿O el hecho de que se les
preste tanta atención es prueba de un régimen más severo y de la preocupación de tener
sobre ellas un control exacto?”4 Para Foucault se trata, en cualquier caso, de un ejercicio
del poder, pero no de un poder prohibitivo (“la función del poder que aquí se ejerce no es
de prohibir”5). Ese poder se manifiesta a través de cuatro operaciones:
- No se trata de un que tenga que ver con el control de la ley (con la prohibición
como ya hemos visto), sino más bien con la medicina o la educación. Pero
además su táctica no tiene que ver con la prohibición que supone la creación de
un régimen, de infinidad de líneas de penetración que se montan alrededor del
sujeto de la sexualidad.
3. Scientia sexuales
Pero ese discurso del sexo, realmente, ocultaba la verdad sobre el sexo. Pues ese
discurso sobre el sexo se encontraba desde su propia raíz infectado por una dimensión
moral y la implantación de la norma médica se vería afectado por ese prejuicio. La
consideración indecente de las perversiones es un resultado de esa relación entre axiología
y ciencia. Y de alguna forma, se entendía que esa norma médica era la que decía la verdad
del sexo, es decir, la que determinaba lo que el sexo tenía que ser y cómo tenía que ser, la
que construía una naturaleza a la sexualidad. Foucault señala que han sido dos los grandes
procedimientos que se han usado a lo largo de la historia para construir la verdad del sexo:
- El ars erótica, propio de las sociedades de China, Japón, Roma, la India o las
sociedades musulmanas. En este la verdad se extrae del placer mismo tomado
como práctica y recogido como experiencia. Aquí existe un maestro que
transmite de forma esotérica al saber sobre el sexo al aprendiz como proceso de
iniciación en la sexualidad. El saber se mantiene como secreto, pero no a causa
de considerar la sexualidad como algo infame, sino porque es algo que no se
divulga, algo cuya divulgación le haría perder eficacia. El único que lo divulga
es el maestro a su aprendiz.
Como señala Foucault: “la confesión fue y sigue siendo hoy la matriz general que rige
la producción del discurso verdadero sobre el sexo”. Aunque al principio estaba bastante
relacionada con la penitencia, la confesión fue diseminándose por diferentes espacios,
estableciendo modelos de relación: padres-niños, alumnos-pedagogos, enfermos-
psiquiatras, delincuentes-expertos. Esto hizo que los procedimientos de la confesión
también se multiplicaran: interrogatorios, consultas, relatos autobiográficos, cartas, etc.
Pero la confesión también se abrió a otros dominios, no se trataba solo de relatar el acto,
sino los pensamientos, las obsesiones, las imágenes, los deseos, los tipos de places, etc. De
esta forma se empezaron a archivar los placeres, se clasificaron, se definieron, etc. El
discurso de la sexualidad ya no se articulaba en torno al pecado, sino que había sido
abrazado por la ciencia. Pero, ¿de qué forma hizo pudieron integrarse la ciencia y el
procedimiento de la confesión? Foucault señala cinco mecanismos que hicieron posible esa
unión:
comprobando el compromiso del vasallo hacia su señor, en razón del feudo recibido”. Así pues, la confesión
era una garantía o un juramento interpersonal. Luego el termino se modifica en el siglo XVIII para significar
“Acción de confesar, de reconocer ciertos hechos más o menos penosos de revelar”, transformándose en una
especie de autentificación de uno mismo, de discurso sobre la verdad que somos capaces de formular. Por eso
señala Foucault que “La confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los procedimientos de
individualización por parte del poder”. Ibid, p. 61. [Las definiciones están extraídas del diccionario Le Petit
Robert francés].
el sujeto podría desear esconder, sino decir algo que podría estar escondido para
él mismo y que solamente puede salir a luz por el trabajo conjunto de
interrogado y el interrogador.
- Un método de interpretación: la confesión se presenta siempre incompleta,
pues la verdad no reside en el sujeto confesor. Es necesario, por tanto, que
alguien la recoja y extraiga su verdad. La confesión siempre implica una especie
de desciframiento. El que escucha, por tanto, tiene que construir un discurso en
torno a la verdad. La confesión no es una prueba, sino un signo, y la sexualidad
algo que necesita una interpretación.
- Una medicalización de los efectos de la confesión: la confesión tiene una
función terapéutica. El sexo, como ya se ha indicado antes, ha dejado de tener
que ver con el pecado, habla más bien del cuerpo, de su normalidad o su
patología. De esta forma, se hace necesaria la confesión para generar un
diagnóstico y procurar la curación.
4. El dispositivo de la sexualidad
a) Problema
El problema de esta concepción del poder, según Foucault, es que sería un poder
incapaz de producir nada, se limitaría a trazar límites y dejar al sometido hacer solo lo
que no está prohibido. Así pues, sería un poder cuyo modelo es el de la obediencia. Pero el
poder no se presenta solo de esa forma, enmascara una parte importante de sí mismo. El
secreto es indispensable para el funcionamiento del poder, pues tiene que dejar una cierta
ilusión de libertad: no se me deja hacer esto, pero puedo hacer esto. El poder aparece como
un límite a una libertad previa. Esta idea jurídica de poder surge con el nacimiento de las
monarquías y los estados, que se presentan como instituciones organizan o regulan una
multiplicidad de poderes previos (ligados al dominio de la tierra, a la posesión de armas, a
la servidumbre, al vasallaje) con el fin de regularlos, de ordenarlos. Ese poder aparecía
como un conjunto unitario, identificaba su voluntad con la ley y se manifestaba a través de
la prohibición y la sanción. Pero al tiempo a este poder se unieron otras formas diferentes
de ejercer el poder, formas que no pueden representarse a través del derecho. Estos
mecanismos de poder son los intentan regular la vida de los hombres como cuerpos
vivientes, poderes que no funcionan como el derecho, a través de la ley y el castigo, sino
por técnicas, normalizaciones, control, ejercidos en niveles que rebasan al Estado y sus
aparatos. Estos procedimientos de poder son los que controlan el sexo durante la edad
moderna y procuran, no una prohibición, sino una tecnología de la sexualidad.
b) Método
8
Ibid., p. 88.
9
Ibid., p. 97.
10
Ibid., p. 98.
- El poder no es algo que se tenga o que se adquiera, no hay un foco del poder, no
es algo que se comparta o se deje escapar, sino que se ejerce desde innumerables
puntos, en relaciones móviles.
- El poder viene de abajo, no aparece desde las oposiciones, sino que el mismo la
construye en estratos inferiores. Los pequeños enfrentamientos de este poder a la
base son los que generan las oposiciones hegemónicas.
- Donde hay poder hay resistencia, pero esto no se presenta nunca como algo
externo al poder. El poder, en esencia, no puede existir más que a través de los
puntos de resistencia, presentes en todas las partes dentro de la red de poder. No
existe, pues, una gran resistencia, sino una multiplicidad de ellas (enjambre de
puntos de resistencia, dice Foucault).
11
Ibid., p. 104.
- Regla de la polivalencia de los discursos: el poder y el saber se articulan en los
discursos. Los discursos son pueden ser la vez instrumentos y efectos del poder,
pero también obstáculos o resistencias. Por ejemplo, la difusión de los discursos
sobre la homosexualidad en el s. XIX, provoco la aparición de controles sociales
sobre esta, pero también la aparición de discursos de rechazo que reivindicaban
la naturalidad de dicha práctica. Y a los discursos no hay que preguntarles por
sus ideas implícitas, por la valoración axiológica que defienden, sino por su
productividad táctica (qué efectos recíprocos de poder y saber aseguran) y por su
integración estratégica (qué coyuntura o qué relación de fuerzas vuelve necesaria
su utilización).
c) Campo
La sexualidad es uno de los espacios donde las relaciones de poder son capaces de
construir más instrumentos productivos. Dentro de esta, a partir del S.XVIII, podemos
destacar cuatro conjuntos estratégicos que despliegan en la sexualidad diferentes
dispositivos o estrategias específicas de saber y de poder:
- Pedagogización del sexo del niño: se afirma que los niños se entregan a una
sexualidad abierta, a la vez natural y contranatural, lo que trae consigo peligros
tanto físicos como morales a niveles individuales y colectivos. De forma que se
intenta controlar por medio de los padres, de las madres, de los médicos, de los
profesores, la formación adecuada de esa sexual perversa en su origen. La
imagen de esta estrategia sería el niño masturbador.
¿De qué se trata con tales estrategias? ¿Qué se busca con ellas? No se busca de
prohibir la sexualidad, sino de producirla. No se tiene que entender la sexualidad como
algo previo que es necesario canalizar por medio del poder o como un campo oscuro que
hay falta iluminar o descubrir a partir de un saber. La sexualidad es “un dispositivo
histórico”, un marco de sentido donde se categorizan el cuerpo y sus placeres. ¿Cómo se
desarrolla dicho dispositivo, cómo llegamos a él?
Esta relación entre alianza y sexualidad a través de la familia tiene como consecuencia
que ésta se convierta en un lugar obligatorio de afecto, de amor, por un lado, y por el otro
en el problema del incesto. El problema del incesto es importante porque este, según el
dispositivo de alianza, es lo más prohibido, pero a la vez el dispositivo de sexualidad lo
convierte en una incitación permanente. Por otro parte, en el intento de psicologizar los
vínculos de alianza que se modifican por la aparición del dispositivo de sexualidad, surgen
personajes como: la mujer nerviosa, la esposa frígida, el marido impotente, el marido
sádico, el marido perverso, la madre indiferente, la hija histérica, el hijo homosexual, etc.
Esto surgen, cuando los trastornos del dispositivo de sexualidad, se transfieren al
dispositivo de alianza. Estos problemas hacen necesaria la aparición de expertos (médicos,
pedagogos, psiquiatrías) a los que se les confiesa el sufrimiento sexual con la finalidad de
que puedan revertirlo. De esta forma se abre la familia, se vuelve de cristal, y difunde su
propia sexualidad. Así aparecen, por ejemplo, Charcot y el psicoanálisis. Y así, en cierto
sentido, de ser sostenido el dispositivo de sexualidad por el de la alianza, ahora se invierten
los papeles y el dispositivo de sexualidad el que sostiene al de alianza. Al final, según el
psicoanálisis, en toda actividad sexual se encuentra el objeto incestuoso: la ley de la
familia es la principal prohibición y, en este sentido, se torna configuradora del deseo.
d) Periodización
- Durante el S.XX (no se trata tanto de una ruptura como de una inflexión de la
curva), cuando los mecanismos de represión empiezan a aflojarse, donde de la
prohibición se pasa a la relativa tolerancia, se levantan los tabúes de la
sexualidad infantil, y la condena de los perversos se atenúa y deja de tener que
ver con la ley.
12
Ibid., p. 114.
En cuanto a su aparición, Foucault considera que las técnicas de este control de la
sexualidad son más antiguas, puede encontrarse su origen en las prácticas penitenciales
del cristianismo medieval: la confesión y el ascetismo. Sin embargo, a finales del
S.XVIII nace una tecnología del sexo nueva, que escapa a la institución religiosa, aunque
se sirva en parte de muchos de sus procedimientos o ideas. La medicina, la pedagogía y la
demografía se ocupan de controlar y producir la sexualidad. La pedagogía se ocupa del
control del niño, la medicina del sexo de las mujeres (y en general de las perversiones), y
la demografía del control de la natalidad. Y esto ocurre en parte porque se ve a la
sexualidad como un asunto potencialmente desestabilizar del estado, lo que explica la
necesidad de tenerlo vigilado. Y con eso la tecnología del sexo, aun manteniendo algunos
métodos antiguos, se modifica: ahora no se ocupa del problema de la muerte y del castigo,
al problema de la vida y la enfermedad. Esta mutación hizo posible diversas
transformaciones.
Entre ellas la autonomización del sexo respecto al cuerpo. La medicina del sexo y la
medicina del cuerpo se separan. En esta época, además, se estaba estudiando la
importancia de la herencia y eso provoca que se vea un potencial peligro del sexo en la
transmisión de enfermedades a las generaciones futuras. De ahí el control de la natalidad y
los matrimonios: la necesidad de administrar el sexo y la fecundidad es correlativa con
la aparición de la medicina de las perversiones y los programas de eugenesia. Estas dos
innovaciones se articulan fácilmente por la teoría de la degeneración: “el conjunto
perversión-herencia-degeneración constituyó el sólido núcleo de nuevas tecnologías del
yo”13
Esa extensión del dispositivo de sexualidad también provoco otra cosa, pues la
burguesía tenía que diferenciar su cuerpo del proletariado, tenía que singularizarlo y
significarlo: para ello empezará a prohibir esa sexualidad. Estamos ya en el germen de la
teoría de la represión, que irá extendiéndose a lo largo de todo el dispositivo de
sexualidad para dotarlo con la imagen de una prohibición generalizada: “a partir de
entonces la diferenciación social se afirmará no por la calidad sexual del cuerpo sino por la
intensidad de su represión”15. Esta aparición de la represión hace posible que, finalmente,
toda sexualidad sea posible solo en la medida en que se somete a la ley, quedando excluida
coercitivamente cualquier sexualidad anómala. En este contexto nace el psicoanálisis16,
que intenta explicar esa relación ley-deseo y acabar con los efectos patológicos que esta
puede provocar. Y esto es bastante curioso, porque, por ejemplo, mientras que se empieza
a reprimir el incesto en las clases sociales más bajas (organización jurídica de la
inhabilitación paterna en Francia por las leyes de 1889 y 1898), la burguesía es capaz de a
través del terapeuta de articular su deseo incestuoso. De alguna manera, como señala
Foucault: “los que perdieron el privilegio exclusivo de preocuparse por su sexualidad
gozaron a partir de entonces del privilegio de experimentar más que los demás lo que la
prohíbe y de poseer el método que termite vencer la represión”17.
14
Ibid., p. 136.
15
Ibid., p. 137.
16
Como señala Foucault, la historia del dispositivo de sexualidad puede servir como arqueología del
psicoanálisis, pues esta desempeña dentro de él tres papeles: a) une los dispositivos de alianza y sexualidad,
b) se coloca contra la teoría de la degeneración, y c) funciona como elemento diferenciador en la tecnología
del sexo (como veremos ahora).
17
Ibid., p. 139.
18
Ibid., p. 144.
- Una que entiende al cuerpo como soporte de procesos biológicos que conciernen
a la especie (mortalidad, natalidad, salud, duración de la vida, etc.): biopolítica
de la población.
Sobre estos dos polos se desarrolla la organización del poder sobre la vida. Y con ello,
se inicia la era del biopoder. Además, ambas dimensiones o formas de ejercer el poder se
encuentran en el dispositivo de sexualidad. Pero, además, el biopoder fue indispensable
en el desarrollo del capitalismo, pues este necesita siempre la inserción controlada de
cuerpos en su mecanismo y un ajuste con los fenómenos relativos a la población con los
procesos económicos. Según Foucault “habría que hablar de biopolítica para designar lo
que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y
convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana”19. Esto es
propio de esta época, donde las tecnologías políticas van a empezar a invadir el cuerpo y
sus condiciones de vida. Y justamente, en las luchas contra ese poder, ya no se reivindicó
una vuelta al pasado, un cambio de derechos, sino que lo que se reivindica es la propia
vida, aunque bajo la forma velada del derecho: derecho a la vida, al cuerpo, a la felicidad,
al aborto. Otro de los cambios producidos por el nacimiento del biopoder es que la ley es
sustituida por la norma.
El sexo, como hemos visto, es importante en esta época, porque es capaz desde un
mismo foco afectar a las dos dimensiones en las que se trata al cuerpo. Por un lado, al
control y el adiestramiento del cuerpo individual (micropoder del cuerpo), y por otro al
control de la especie por medio de intervenciones generales (macropoder de la
población): “El sexo es, a un tiempo, acceso a la vida del cuerpo y a la vida de la especie.
Es utilizado como matriz de las disciplinas y principio de las regulaciones”. Y eso se nota,
incluso, desde las cuatro grandes líneas que trató minuciosamente la política del sexo. Por
un lado, la sexualidad infantil y la histerización de mujer intentan regular conductas con
individuales con la mirada puesta en la especie; por otro, la demografía y la patologización
de las perversiones, nos sirven como modelos reguladores aplicables a las disciplinas
individuales de adiestramiento. Estos procedimientos de poder pusieron en juega una
analítica de la sexualidad.
Foucault, termina haciéndose la siguiente pregunta: “¿el sexo no es caso, respecto del
poder, lo “otro”, mientras que es para la sexualidad el foco en torno al cual distribuye ésta
sus efectos (…) ¿El sexo, en realidad, es el punto de anclaje que soporta las
manifestaciones de la “sexualidad”, o bien una idea compleja, históricamente formada en
el interior del dispositivo de sexualidad?” Es esta la pregunta por la posibilidad del sexo
como producto. ¿Existía el sexo antes de la aparición de la sexualidad o bien surge cuando
esta aparece? Y Foucault afirma que el sexo es una idea histórica que surge junto con el
dispositivo de la sexualidad. Además, su creación no es inocente, o al menos encumbre ese
mismo dispositivo, pues invierte las relaciones de poder de la sexualidad que construirían
ese sexo, y nos hace pensar que existe una base, un fondo, una identidad del sexo que es el
que es regulado por dicha sexualidad. De esta forma, la idea de sexo juega a favor de los
intereses de la idea de la sexualidad como prohibición, como represión.
ANEXO TEXTOS
A ese tiempo luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches
monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente
encerrada. Se muda de lugar. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la
seriedad de la función reproductora. En torno al sexo se establece el silencio. La pareja,
legítima y procreadora, impone su ley. Se impone como modelo, hace valer la norma,
detenta la verdad, retiene el derecho de hablar. Tanto en el espacio social como en el
corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda:
la alcoba de los padres. Al resto solo le queda esfumarse; la conveniencia de las actitudes
esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el estéril, si
insiste y se muestra demasiado, vira hacia lo anormal: recibirá este estatuto y deberá pagar
las correspondientes sanciones.
Lo que no apunta a la procreación o está transfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley.
No puede expresarse. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No
sólo no existe sino que no debe existir y se lo hará desaparecer a la menor manifestación –
actos o palabras-. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen de sexo: razón para
prohibírselo, razón para impedirles que hablen de él (…) Así marcharía, con su lógica
renqueante, la hipocresía de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas
concesiones. Si verdaderamente hay que dejar un espacio a las sexualidades ilegítimas, que
se vayan con su escándalo a otra parte: allí donde se las puede reinscribir, si no en los
circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán
esos lugares de la tolerancia: la prostituta, el cliente y el chulo, el psiquiatra y su histérica
parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las
cosas que se contabilizan. Únicamente allí el sexo salvaje tendría derecho a formar de lo
real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos,
cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple
derecho de prohibición, inexistencia y mutismo”. De alguna forma, la confesión se
convierte ahora en un medio para levantar la represión y la verdad se haya en relación con
la puesta en entredicho de lo prohibido. Pero esto mismo, provoca que al final todo el
dispositivo de sexualidad se entiende en términos de represión, olvidándose su genealogía.
“Se debe hablar del sexo, se debe habar públicamente y de un modo que no se atenga a
la división de lo lícito y lo ilícito, incluso si el locutor mantiene para sí esa distinción (y
para mostrarlo están esas solemnes y liminares declaración: “mucho tiempo he dudo en
hacer entrar en este estudio el cuadro nauseabundo”); se debe hablar como de algo que no
se tiene, simplemente, que condenar o tolerar, sino que dirigir, que insertar en sistemas de
utilidad, regular para el mayor bien de todos, hacer funcionar según un óptimo. El sexo no
es cosa que sólo se juzgue, es cosa que se administra. Participa del poder público; exige
procedimientos de gestión; debe ser asumido por los discursos analíticos (…) Policía del
sexo: es decir, no el rigor de una prohibición, sino la necesidad de reglamente el sexo
mediante discursos útiles y públicos”.
“Un obrero agrícola del pueblo de Lapcourt, un tantos simple de espíritu, empleado
según las estaciones por unos o por otro, alimentado aquí o allá por un poco de caridad y
para los peores trabajas, alojado en las granjas o los establos, fue denunciado un día de
1867: al borde de un campo había obtenido algunas caricias de una niña, como ya antes lo
había hecho, como lo había visto hacer, como lo hacían a su alrededor pilluelos del pueblo;
en el lindero del bosque, o en la cuneta de la ruta que lleva a Saint-Nicolás. Fue, pues,
señalado por los padres al alcalde del pueblo, denunciado por el alcalde a los gendarmes,
conducido por los gendarmes al juez, inculpado por éste y sometido a un médico primero,
luego a otros expertos, quienes redactaron un informe y posteriormente lo publicaron. ¿La
importancia de esta historia? Su carácter minúsculo; el hecho de que esa cotidianidad de la
sexualidad aldeana, a partir de un cierto momento hayan podido llegar a ser no sólo objeto
de intolerancia colectiva sino de una acción judicial, de una intervención médica, de un
examen clínico y de toda una elaboración teórica (…) Entre el inglés libertino que se
encarniza en escribir para sí mismo las singularidades de su vida secreta y su
contemporáneo, ese tonto de aldea que daba algunas monedas a las niñas a cambio de
complacencias que las mayores le rehusaban, hay sin duda un lazo profundo: de un
extremo al otro, el sexo se ha convertido, de todos modos, en algo que debe ser dicho, y
dicho exhaustivamente según dispositivos discursivos diversos pero todos, cada uno a su
manera, coactivos. Confidencia sutil o interrogatorio autoritario, refinado o rústico, el sexo
es algo que debe ser dicho”.
“La sodomía era un tipo de actos prohibidos; el autor no era más que un sujeto jurídico.
El homosexual del S.XIX ha llegado a ser un personaje: un pasado, una historia y una
infancia, un carácter, una forma de vida; asimismo una morfología, con una anatomía
discreta y quizás una misteriosa fisiología. Nada de lo que él es in toto escapa a su
sexualidad. Está presente en todo su ser: subyacente en todas sus conductas puesto que
constituye su principio insidioso e indefinidamente activo; inscrita sin pudor en su rostro y
su cuerpo porque consiste en un secreto que siempre se traiciona. Le es consustancial,
menos como un pecado en materia de costumbres que como una naturaleza singular (…)
Del mismo modo constituyen especies todos esos pequeños perversos que los psiquiatras
del siglo XIX entomologizan dándoles extraños nombre de bautismo: existen los
exhibicionistas de Lasègue, los fetichista de Binet, los zoófilos y zooerastas de Kraff-
Ebing, los automonosexualistas de Rohler; existirán los mixoescopófilos, los ginecomastas,
los presbiófilos, los invertidos sexo-estéticos y las mujeres dispareunistas (…) La mecánica
del poder que persigue a toda esa disparidad no pretende suprimirla sino dándole una
realidad analítica, visible y permanente: la hunde en los cuerpos, la desliza bajo las
conductas, la convierte en principio de clasificación y de inteligibilidad, la constituye en
razón de ser y orden natural del desorden. ¿Exclusión de esas mil sexualidades aberrantes?
No. Más bien, especificación, solidificación regional de cada una de ellas. Al diseminarlas,
se trata de sembrarlas en lo real y de incorporarlas al individuo”.
“La sociedad burguesa del siglo XIX, que sin duda es también la nuestra, es una
sociedad de la perversión notoria y patente. Y no de manera hipócrita, pues nada ha sido
más manifiesto y prolijo, más abiertamente tomado a su cargo por los discursos y las
instituciones. Y ello no sólo porque tal sociedad, al querer levantar contra la sexualidad
una barrera demasiado rigorosa o demasiado general, hubiera a pesar suyo dado lugar a un
brote perverso y a una larga patología del instinto sexual. Se trata más bien del tipo de
poder que ha hecho funcionar sobre el cuerpo y el sexo. Tal poder, precisamente, no tiene
ni la forma de la ley ni los efectos de la prohibición. Al contrario, procede por
desmultiplicación de las sexualidades singulares. No fija fronteras a la sexualidad,
prolonga sus diversas formas, persiguiéndolas según líneas de penetración indefinida. No
la excluye, la incluye en el cuerpo como modo de especificación de los individuos; no
intenta esquivarla, atrae sus variedades mediante espirales en las que placer y poder se
refuerzan; no establece barreras, dispone lugares de máxima saturación. La sociedad
moderna es perversa, no a despecho de su puritanismo o como contrapartida de su
hipocresía; es perversa directa y realmente (...) El crecimiento de las perversiones no es un
tema moralizador que habría obsesionado a los espíritus escrupulosos de los victorianos.
Es el producto real de la interferencia de un tipo de poder sobre el cuerpo y sus placeres”.
“La confesión es un ritual de discurso en el cual el sujeto que habla coincide con el
sujeto del enunciado; también es un ritual que se despliega en una relación de poder, pues
no se confiesa sin la presencia, al menos virtual de otro, que no es simplemente el
interlocutor sino la instancia que requiere la confesión, la impone, la valora e interviene
para juzgar, castigar, perdonar, consolar, reconciliar; un ritual donde la verdad se
autentifica gracias al obstáculo y las resistencias que ha tenido que vencer para formularse;
un ritual, finalmente, donde la sola enunciación, procede en el que la articula
modificaciones intrínsecas: lo torna inocente, lo redime, lo purifica, lo descarga de sus
faltas, lo liberta, le promete la salvación (…) Por la estructura de poder que le es
inmanente, el discurso de la confesión no sabría provenir de lo alto, como el ars erotica,
por la voluntad soberana del maestro, sino de abajo, como una palabra obligada, requerida,
que por una coerción imperiosa hace saltar los sellos de la discreción y el olvido. Lo que de
secreto supone tal discurso no está ligado al elevado precio de lo que tiene que decir y al
pequeño número de los que merecen recibir sus beneficios, sino a su oscura familiaridad y
a su general bajeza. Su verdad no está garantizada por la autoridad altanera del magisterio
ni por la tradición, sino por el vínculo, la pertenencia esencial en el discurso entre quien
habla y aquello de lo que se habla y aquello de lo que se habla. En contrapartida, la
instancia de dominación no está del lado del que habla (pues es él el coercionado) sino del
que escucha y calla; no del lado del que sabe y formula una respuesta, sino del que
interroga y pasa por no saber. Por último, este discurso verídico tiene efectos en aquel a
quien le es arranco y no en quien lo recibe”
“La hipótesis de un poder de represión ejercido por nuestra sociedad sobre el sexo por
motivos de economía parece muy exigua si hay que dar razón de toda esa serie de
refuerzos e intensificaciones que en un primer recorrido hace aparecer: proliferación de
discursos, y de discursos cuidadosamente inscritos en exigencias de poder; solidificación
de la diversidad sexual y constitución de los dispositivos capaces no sólo de aislarla, sino
de suscitarla, de constituirla en focos de atención, de discurso y de placeres; producción
obligatoria de confesiones e instauración a partir de ahí de un sistema de saber legítimo y
de una economía de placeres múltiples. Mucho más que un mecanismo negativo de
exclusión o rechazo, se trata del alumbramiento de una red sutil de discursos, de saberes,
de placeres, de poderes; no se trata de un movimiento que se obstinaría en rechazar el sexo
salvaje hacia alguna región oscura e inaccesible, sino, por el contrario, de procesos que lo
diseminan en la superficie de las cosas y los cuerpos, que lo excitan, lo manifiestan y lo
hacen hablar, lo implantan en lo real y lo conminan a decir la verdad (…) más que de una
represión generalmente admitida y de una ignorancia medida con el patrón de lo que
suponemos saber, hay que partir de esos mecanismos positivos, productores de saber,
multiplicadores de discursos, inductores de placer y generadores de poder; hay que partir
de ellos y seguirlos en sus condiciones de aparición y funcionamiento, y buscar cómo se
distribuyen, en relación con ellos, los hechos de prohibición y de ocultamiento que les
están ligados. En suma, se trata de definir las estrategias de poder inmanentes a esta
voluntad de saber. Y, en el caso preciso de la sexualidad, constituir la “economía política”
de la voluntad de saber”.
“Tanto en el tema general de que el poder reprime el sexo como en la idea de la ley
constitutiva del deseo, encontramos la misma supuesta mecánica de poder. Se la define de
un modo extrañamente limitativo. Primer porque se trataría de un poder pobre en recursos,
muy ahorrativo en sus procedimientos, monótono en sus tácticas, incapaz de invención y
condenado a repetirse. Luego, porque sería un poder que solo tendría la fuerza del “no”;
incapaz de producir nada, apto únicamente para trazar límites, sería en esencia una
antienergía; en ello consistiría la paradoja de su eficacia; no poder nada, salvo lograr que
su sometido nada pueda tampoco, excepto lo que le deja hacer. Finalmente, porque se
trataría de un poder cuyo modelo sería esencialmente jurídico, centrado en el solo
enunciado de la ley y el solo funcionamiento de lo prohibido. Todos los modos de
dominación, de sumisión, de sujeción se reducirían en suma al efecto de la obediencia.
¿Por qué se acepta tan fácilmente esta concepción jurídica del poder, y por consiguiente
la elisión de todo lo que podría constituir su eficacia productiva, su riqueza estratégica, su
positividad? ¿Por qué reducir los dispositivos de la dominación al procedimiento único de
la ley de prohibición? Razón general y táctica que parece evidente: el poder es tolerable
sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en
proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos. Para el poder, el secreto
no pertenece al orden del abuso; es indispensable en su funcionamiento. Y no sólo porque
lo impone a quienes somete, sino porque también a éstos les resulta igualmente
indispensable: ¿lo aceptarían acaso, si no viesen en ello un simple límite impuesto a al
deseo, dejando intacta una parte –incluso reducida- de libertad? El poder, como puro límite
trazado a la libertad, es, en nuestra sociedad al menos, la forma general de su
aceptabilidad”.
“Pensar el poder a partir de estos problemas equivale a pensarlo a partir de una forma
histórica muy particular de nuestras sociedades: la monarquía jurídica. Muy particular, y a
pasar de todo transitoria. Pues si muchas de sus formas subsistieron y aún subsisten,
novísimos mecanismos de poder la penetraron poco a poco y son probablemente
irreductibles a la representación del derecho. Esos mecanismos de poder son, en parte al
menos, los que a partir del siglo XVIII tomaron a su cargo la vida de los hombres, a los
hombres como cuerpos vivientes. Y si bien es verdad que lo jurídico ha podido servir para
representar (de manera sin duda no exhaustiva) un poder centrado esencialmente en la
extracción (en sentido jurídico) y la muerte, ahora resulta absolutamente heterogéneo
respecto de los nuevos procedimientos de poder no ya por el derecho sino por la técnica,
no por la ley sino por la normalización, no por el castigo sino por el control, y que se
ejercen en niveles y formas que rebasan el Estado y sus aparatos”.
“En las postrimerías del siglo XVIII, y por razones que habrá que determinar, nació una
tecnología del sexo enteramente nueva; nueva, pues sin ser de verás independiente de la
temática del pecado, escapaba en lo esencial a la institución eclesiástica. Por mediación de
la medicina, la pedagogía y la economía, hizo del sexo no sólo un asunto laico, sino un
asunto del Estado; aún más: un asunto en el cual todo el cuerpo social, y casi cada uno de
sus individuos, era instado a someterse a vigilancia. Y nueva, también, pues se desarrollaba
según tres ejes: el de la pedagogía, cuyo objetivo era la sexualidad específica del niño; el
de la medicina, cuyo objetivo era la fisiología sexual de las mujeres; y el de la demografía
finalmente, cuyo objetivo era la regulación espontánea o controlada de los nacimientos. El
“pecado de juventud”, las “enfermedades de los nervios” y los “fraudes a la procreación”
(como más tarde se llamó a esos funestos secretos) señalaron así los tres dominios
privilegiados de aquella nueva tecnología. Sin duda, en cada uno de esos puntos retomó, no
sin simplificaciones, métodos ya formados por el cristianismo: la sexualidad infantil ya
estaba problematizada en la pedagogía espiritual del cristianismo; la medicina de los
nervios y los vapores, en el siglo XVIII, retomó a su vez el campo de análisis descubierto
ya en el momento en que los fenómenos de posesión abrieron una crisis grave en las
prácticas tan “indiscretas” de la dirección de la conciencia y el examen espiritual; y las
campañas a propósito de la natalidad desplazan bajo otra forma y a otro nivel el control de
las relaciones conyugales, cuyo examen la penitencia cristiana había perseguido con tanta
obstinación. Continuidad visible, pero que no impone una transformación capital: la
tecnología del sexo, a partir de ese momento, empezó a responder a la institución médica, a
la exigencia de normalidad, y más que al problema de la muerte y el castigo eterno, al
problema de la vida y la enfermedad. La “carne” es proyectada sobre el organismo”
“El sexo no fue una parte del cuerpo que la burguesía tuvo que descalificar o anular para
inducir al trabajo a los que dominaba. Fue el elemento de sí misma que la inquietó más que
cualquier otro, que la preocupó, exigió y obtuvo sus cuidados, y que ella cultivó con una
mezcla de espanto, curiosidad, delectación y fiebre. Con él identifico su cuerpo, o al menos
se lo sometió, adjudicándole un poder misterioso e indefinido; bajo su férula puso su vida y
su muerte, volviéndolo responsable de su salud futura; en el invirtió su futuro, suponiendo
que tenía efectos ineluctables sobre la descendencia; le subordinó su alma, pretendiendo
que él constituía su elemento más secreto y determinante. No imaginemos a la burguesía
castrándose simbólicamente para rehusar mejor a los demás el derecho de tener un sexo y
usarlo libremente. Más bien, a partir de mediados del siglo XVIII, hay que verla empeñada
en proveerse de una sexualidad y constituirse a partir de ella un cuerpo específico, un
cuerpo “de clase”, dotado de una salud, una higiene, una descendencia, una raza:
autosexualización de su cuerpo, encarnación del sexo en su propio cuerpo, endogamia del
sexo y el cuerpo. Y esto por diversas razones.
“En el curso del siglo XIX hubo, pues, una generalización del dispositivo de sexualidad
a partir de un foco hegemónico. En última instancia, aunque de un modo y con
instrumentos diferentes, el cuerpo social entero fue dotado de un “cuerpo sexual”.
¿Universalidad de la sexualidad? En este ámbito vemos que se introduce un nuevo
elemento diferenciador. Un poco como la burguesía, a fines del siglo XVIII, había opuesto
a la sangre valiosa de los nobles su propio cuerpo y su sexualidad preciosa, así, a fines del
siglo XIX, buscó redefinir la especificidad de la suya frente a la de los otros, trazar una
línea divisoria que singularizara y protegiera a su cuerpo. Esta línea ya no será la que
instaura la sexualidad, sino una línea que, por el contrario, la intercepta; la diferencia
proviene de la prohibición o, por lo menos, del modo en que se ejerce y del rigor de la
misma. La teoría de la represión, que poco a poco recubrirá todo el dispositivo de la
sexualidad y le dará el sentido de una por prohibición generalizada, tiene aquí su punto de
origen. Está históricamente ligada a la difusión del dispositivo de sexualidad. Por un lado,
va a justificar su extensión autoritaria y coercitiva formulando el principio de que toda
sexualidad debe estar sometida a la ley o, mejor aún, que no sexualidad sino por el efecto
de la ley: no sólo debe uno someter su sexualidad a la ley, sino que únicamente tendrá una
sexualidad si se sujete a la ley (…) A partir de entonces la diferenciación social se afirmará
o por la calidad “sexual” del cuerpo sino por la intensidad de su represión”
“Sobre ese fondo puede comprenderse la importancia adquirida por el sexo como “reto”
del juego político. Se sitúa en el cruce de dos ejes, a lo largo de los cuales se desarrolló
toda a tecnología política de la vida. Por un lado, depende de las disciplinas del cuerpo:
adiestramiento, intensificación y distribución de las fuerzas, ajuste y economía de las
energías. Por el otro lado, participa de la regulación de las poblaciones, en razón de todos
los efectos globales que induce. Se inserta simultáneamente en ambos registros; da lugar a
vigilancias infinitesimales, a controles de todos los instantes, a reorganizaciones espaciales
de una meticulosidad extrema, a exámenes médicos o psicológicos indefinidos, a todo un
micropoder sobre el cuerpo; pero también da lugar a medidas masivas, a estimaciones
estadísticas, a intervenciones que apuntan al cuerpo social por entero, o a grupos tomados
en su conjunto. El sexo es, a un tiempo, acceso a la vida del cuerpo y a la vida de la
especie. Es utilizado como matriz de las disciplinas y principio de las regulaciones. Por
ello, en el siglo XIX, la sexualidad es perseguida hasta en el más ínfimo detalle de las
existencias; es acorralada en las conductas, perseguido en los sueños; se la sospecha en las
menores locuras, se la persigue hasta los primeros años de la infancia; pasa a ser la clave
de la individualidad, y a la vez también lo que permite analizarla y torna posible
adiestrarla. Pero también se convierte en tema de operaciones políticas, de intervenciones
económicas (mediante incitaciones o frenos a la procreación), de campañas ideológicas de
moralización o de responsabilización: se la convierte en índice de fuerza de una sociedad,
revelando así tanto su energía política como su vigor biológico. De uno a otro polo de esta
tecnología del sexo se escalonan toda una serie de tácticas diversas que en proporciones
variadas combinan el objetivo de las disciplinas del cuerpo y el de la regulación de las
poblaciones
De ahí la importancia de las cuatro grandes líneas de ataque a lo largo de las cuales
avanzó la política del sexo desde hace dos siglos. Cada una fue una manera de componer
las técnicas disciplinarias con los procedimientos reguladores. Las dos primeras se
apoyaron en exigencias de regulación –en toda una temática de la especie, de la
descendencia, de la salud colectiva- para obtener efectos en el campo de la disciplina; la
sexualización del niño se llevó a cabo con la forma de una campaña por la salud de la raza
(la sexualidad precoz, desde el siglo XVIII hasta finales del XIX, fue presentada como una
amenaza epidémica capaz de comprometer no sólo la futura salud de los adultos sino
también el porvenir de la sociedad y de la especie entera); la histerización de las mujeres,
que exigió una medicalización minuciosa de su cuerpo y su sexo, se llevó a cabo en
nombre de la responsabilidad que les correspondía respecto de la salud de sus hijos, de la
solidez de la institución familiar y de la salud de la sociedad. En cuanto al control de los
nacimientos y la psiquatrización de las perversiones, actuó la relación inversa: aquí la
intervención era de naturaleza regularizadora, pero debía apoyarse en la exigencia de
disciplinas y adiestramientos individuales. De una manera general, en la unión del
“cuerpo” y la “población”, el sexo se convirtió en blanco central para un poder organizado
alrededor de la gestión de la vida más que de la amenaza de muerte”
“Puede admitirse que la sexualidad no sea, respecto del poder, un dominio exterior en el
que éste se impondría, sino, por el contrario, efecto e instrumento de sus arreglos o
maniobras. Pero, ¿el sexo no es acaso, respecto del poder, lo “otro”, mientras que e para la
sexualidad el foco en torno al cual distribuye ésta sus efectos? ¿El sexo, en realidad, es el
punto de anclaje que soporta las manifestaciones de la “sexualidad”, o bien una idea
compleja, históricamente formada en el interior del dispositivo de sexualidad? Se podría
mostrar, en todo caso, cómo esa idea “del sexo” se formó a través de las diferentes
estrategias de poder y qué papel definido desempeño en ellas (…) La noción de sexo
aseguró un vuelvo esencial; permitió invertir la represión de las relaciones de poder con la
sexualidad, y hacer que ésta aparezca no en su relación esencial y positiva con el poder,
sino como anclada en una instancia específica e irreductible que el poder intenta dominar
como puede; así, la idea “del sexo” permite esquivar lo que hace el “poder” del poder;
permite no pensarlo sino como ley y prohibición. El sexo, esa instancia que parece
dominarnos y ese secreto que nos parece subyacente en todo lo que somos, ese punto que
nos fascina por el poder que manifiesta y el sentido que esconde, al que pedimos que nos
revele lo que somos y nos libere de lo que nos define, el sexo, sin duda, no es sino un
punto ideal hecho necesariamente por el dispositivo de sexualidad y su funcionamiento. No
hay que imaginar una instancia autónoma del sexo que produjese secundariamente los
múltiples efectos de la sexualidad a lo largo de su superficie de contacto con el poder. El
sexo, por el contrario, es el elemento más especulativo, más ideal y también más interior en
un dispositivo de sexualidad que el poder organiza en su apoderamiento de los cuerpos, su
materialidad, sus fuerzas, sus energías, sus sensaciones y sus placeres”.
BIBLIOGRAFÍA