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Investigaciones recientes ofrecen indicios de que algunos primates podrían tener también
una capacidad parecida de proyectar a sus semejantes creencias y deseos.
De entre todas estas técnicas, probablemente las más decisivas para el estado actual de
nuestro conocimiento hayan sido las de formación de imagen, que permiten la observación
directa del interior cerebral y el estudio de sus reacciones ante diferentes conductas.
Cuando las células de un área cerebral determinada se manifiestan particularmente activas,
su demanda metabólica se incrementa y, por consiguiente, se canaliza más sangre hacia esa
zona. Este incremento en el flujo sanguíneo altera el magnetismo local, alteraciones que
pueden registrarse mediante resonancia y traducirse a imágenes. Esta y otras técnicas tienen
la gran virtud de ser muy poco invasivas con el sujeto observado. Antes del desarrollo de
dichas técnicas, la mayor parte de nuestro conocimiento acerca de la estrecha vinculación
entre conciencia y cerebro provenía del examen de pacientes neurológicos cuyas lesiones le
habían alterado. Gracias a ello, se pudo constatar que el daño producido en estructuras
evolutivamente antiguas del tronco cerebral parecía privar completamente y conciencia a
las personas, dejándolas en un persistente estado de coma o similar.