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PERSPECTIVAS

¿Somos todos griegos?


POR Mariano Nava Contreras
Aceptemos la verdad:
somos griegos, ¿pero qué somos, además?
Cavafis
Creo que la habilidad para sintetizar en una pequeña frase, no ya grandes
verdades sino más bien grandes dudas, debe ser tenida como un haber mayor en
todo aquel que trabaja con palabras. Esto de resumir en un enunciado
contundente y provocador, el hecho de que pocas palabras puedan expresar, sin
caer en el aforismo, lo que tantos se han venido preguntando por largo tiempo
es, pienso, el acabamiento de lo que algunos mientan la “economía de las
palabras”, que viene a ser lo opuesto a la economía del pensamiento y también
de algunos temores. Tengo para mí que entre los nuestros el maestro insuperable
de este arte fue Mariano Picón-Salas. Célebres frases atribuidas al pensador
merideño, a más de breves, más que una verdad nos plantean un complejo
problema.
Más allá de una frase
Y esa precisamente es la idea. Mientras más general y atemporal sea el problema
que encierra la minúscula frase, más genial se me antoja la maña del escribiente.
Por eso no dejo de ponderar la célebre frase de Shelley, We are all Greeks, que
de inmediato pasa a explicar de modo sucinto: Our laws, our literature, our
religion, our arts have their root in Greece. Pongámonos en contexto: la frase
se encuentra en el Prefacio al drama lírico Hellas, que Shelley escribió en Pisa
a finales de 1821 y publicó en Londres en 1822. Pocos meses antes, Grecia
había iniciado su guerra de independencia contra el imperio otomano y Shelley
se encontraba bajo el impacto emocional de este hecho. Como su amigo Lord
Byron, está comprometido con la causa de los griegos. Ambos son,
pues, filelenos. A través de su poesía, buscan sensibilizar a la sociedad inglesa
para conseguir apoyos concretos para la guerra. La frase es, pues, bastante más
que una exaltada consigna de un romántico inglés del XIX. Sin embargo, desde
entonces ha estado dando vueltas en la cabeza de helenistas e historiadores, y
más de los que, como yo, se dedican a husmear la presencia de los antiguos en
nuestro mundo moderno. Filólogos e historiadores como Carlos García Gual en
su reciente Grecia para todos (Madrid, 2019), o nuestro Guillermo Morón en
alguna vieja entrevista, se han hecho eco de la sugestiva frase para explicar su
concepción de lo que somos, de nuestro pasado y de nuestro destino.
Pero, ¿somos todos realmente griegos? Don Carlos, hace menos de dos años,
escribía esto: “La afirmación de P. B. Shelley de que «todos somos griegos»
acaso pueda parecernos hoy una frase exagerada de un poeta romántico e
ilustrado, entusiasta y fascinado por el redescubrimiento en su tiempo del
mundo helénico. Pero, si nos paramos a pensar en ello, podemos ver que aún
tenemos mucho de los antiguos griegos en nuestra manera de pensar y enfocar
el mundo, un enraizamiento cultural evidente. Todavía percibimos ese aire
familiar de lo griego de un modo consciente, y otras veces sin advertirlo”.
García Gual se explaya en cantidad de palabras griegas que comúnmente
usamos sin apenas enterarnos (“nostalgia”, “utopía”, “teléfono”). Guillermo
Morón, en Los más antiguos (Caracas, 1986), nos lo dice desde una perspectiva
más personal y, desde luego, más nuestra: “Me gusta acercar mi ignorantísima
curiosidad a sus palabras permanentes. Ellos, los griegos, inventaron los
géneros de la literatura, crearon el pensamiento, modelaron la cultura de nuestro
uso. Sin estos libros, sin estos versos, sin estos diálogos, sin estos discursos, sin
estas palabras, no habría mundo nuestro, ni europeo ni americano. Sería algo
totalmente distinto. Tal vez mejor, tal vez peor. Pero distinto”. Algo parecido
dirá pocos años después en el prólogo de su Sobre griegos y latinos (Caracas,
1991).
Ojalá hubiera sido solamente cuestión de palabras, lo que ya sería sobradamente
suficiente. Sin embargo hay quienes se han dado a la tarea de rastrear
efectivamente la huella de los antiguos en los diferentes aspectos que hacen
nuestro mundo. Pienso, por ejemplo, en el volumen coordinado por M. I.
Finley, El legado de Grecia. Una nueva valoración (The legacy of Greece. A
New Appraisal, Oxford, 1981), que da cuenta de la incontestable herencia de
los griegos en campos como la literatura, el teatro, la filosofía y la retórica, la
historia, la política, la teología y la religión, la diplomacia, la estrategia, la
lógica, la gramática, las matemáticas, la geografía, la navegación, el comercio,
la guerra, la astronomía y las ciencias; la ingeniería, la arquitectura, el
urbanismo y las artes figurativas; la medicina y las leyes. Todas estas ciencias
o manifestaciones culturales, y otras muchas que sería tedioso enumerar, tienen
su origen o su desarrollo en la Grecia antigua.
La libertad y la dignidad
Sin embargo, más que la presencia inobjetable de este legado en las aplicaciones
prácticas de nuestro aquí y ahora más cotidiano, hay un aspecto de la cultura
griega que define nuestros valores y aspiraciones individuales y colectivas. Es
el concepto de libertad y de dignidad humana. Los griegos lo tenían claro: si
había algo que, según ellos, los diferenciaba de los bárbaros era que los griegos
eran libres y los bárbaros esclavos. Los griegos luchaban y morían por su
libertad, mientras que los bárbaros se postraban ante un déspota. Aristóteles, en
la Política (1255 a 28), lo explica de este modo: “Los griegos no quieren
llamarse a sí mismos esclavos, sino a los bárbaros, y cuando dicen esto no
pretenden hablar de otra cosa que del esclavo por naturaleza (…) en efecto, es
forzoso reconocer que unos son esclavos en todas partes y otros no lo son en
ninguna”. El concepto de la esclavitud por naturaleza (physei), que debemos
diferenciar de la esclavitud por la fuerza (bíai) o por las leyes (nómois), ha
resultado chocante y escandaloso a la modernidad, como recuerda el historiador
Peter Garnsey (Ideas of slavery from Aristote to Augustine, Cambridge, 1996).
Sin embargo, tal vez la cuestión merezca ser reconsiderada a la luz de lo que
realmente quiere decir Aristóteles, y de cuán manipulada ha sido esta tesis.
Aristóteles reconoce que hay esclavos y hombres libres que no lo son por
naturaleza, pues todo depende de la práctica de la virtud (Pol. 1255 b). Esclavo
por naturaleza es aquél que “no es dueño de sí mismo” y “participa de la razón
de otro” (Pol. 1254 b). Su esclavitud es por tanto “conveniente y justa”
(Pol. 1255 a). Se trata, en todo caso, de un asunto de dignidad.
Que la esclavitud se aviene con el gobierno tiránico resulta una consecuencia
previsible, ya que “no es lo mismo el gobierno del amo que el de la ciudad (…)
pues uno se ejerce sobre personas libres por naturaleza y otro sobre esclavos”.
Así, “el gobierno de la ciudad (politiké arkhé) es de libres e iguales” (Pol. 1255
b). De esto se desprende un gran principio, que es el de la alternabilidad del
poder, ínsito a la democracia. Los griegos sabían bien de los efectos perniciosos
de la permanencia en el poder, y de lo débil que es el alma humana frente a las
tentaciones del poder omnímodo. Por ello las magistraturas de la democracia
ateniense eran anuales y por sorteo, para garantizar que todos los ciudadanos
tengan acceso al poder, y ninguno permanezca en él más que cualquier otro
ciudadano. Si es verdad que, como cuenta Jenofonte en sus Recuerdos de
Sócrates (I 29), el filósofo ateniense criticaba esta práctica, quizás fuera porque
no había reparado en su utilidad a la hora de garantizar la libertad y la dignidad
de los ciudadanos, pues así nadie se acostumbraba a mandar ni a obedecer para
siempre. Es lo que advierte Bolívar en el Discurso de Angostura, cuando dice
que “nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo
ciudadano en el poder”.
Somos hispanoamericanos
¿Somos entonces, por fin, todos griegos? Pienso que sí, solo en la medida en
que cada nación y cada época ha sabido integrar en el tronco de una cultura
común sus propias particularidades, enriqueciéndola. ¿Pero es que acaso hay
alguna nación que no lo haya hecho? ¿Es que acaso los mismos griegos antiguos
no lo hicieron con su propia cultura? ¿Quiénes eran los “verdaderos” griegos:
los primeros pueblos prehelénicos, los invasores jonios, los dorios…? ¿Acaso
la síntesis de todos ellos? ¿Y los griegos en la actualidad, con toda la mezcla de
influencias y adiciones con que han enriquecido su cultura por siglos, son menos
griegos que aquellos griegos de la antigüedad?
En lo que a nosotros respecta, creo que el debate remite directamente a la
pregunta sobre quiénes somos los hispanoamericanos. Y me parece que, entre
los nuestros, quien ha hecho las más claras reflexiones ha sido Arturo Uslar
Pietri. En un ensayo, cuyo título podría servir de respuesta a la interrogante que
provocó este artículo, “Somos hispanoamericanos” (Fantasmas de dos
mundos, Barcelona, 1979), parece resolverse nuestra duda: “Somos y no
podemos ser otra cosa que hispanoamericanos. Aun en los momentos en que
nuestros grandes artistas han pretendido o creído ser otra cosa (…) lo que hizo
su valor propio y les dio individualidad y carácter fue lo que tenían de
hispanoamericanos”. En otro, “Una mutación de Occidente” (Godos,
insurgentes y visionarios, Barcelona, 1986), completará la idea: “en el mundo
iberoamericano no hay una superposición de culturas distintas sino la fusión de
varias de ellas que han terminado por crear un hecho cultural nuevo”.
Qué duda cabe, más allá de las ciencias y de las artes, más allá del pensamiento
y la literatura, tenemos una serie de valores y maneras de ver y sentir el mundo
cuyas primeras expresiones se remontan a la Grecia antigua. En ese sentido,
griegos y americanos compartimos una misma cultura. Sin embargo, en el largo
camino hasta lo que hoy somos -tampoco puede dudarse- innúmeras añadiduras,
unas sabidas, otras insospechadas, se han incorporado y aún se incorporarán en
el dilatado hacer de esta compleja síntesis que somos los hispanoamericanos.

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