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EL DIOSERO Francisco Rojas González
brotaban de las escleróticas congestionadas. Pero todo esfuerzo fue vano. Llevó
después sus dedos, únicos instrumentos de alivio, hasta la entrepierna ardorosa,
tumefacta y de ahí los separó por inútiles… Luego los encajó en la tierra con
fiereza y así los mantuvo, pujando rabia y desesperación… De pronto la sed se
hizo otra tortura… y allá fue, arrastrándose como coyota, hasta llegar al río:
tendióse sobre la arena, intentó beber, pero la náusea se opuso cuantas veces
quiso pasar un trago; entonces mugió si desesperación y rodó en la arena entre
convulsiones. Así la halló Simón su marido.
Cuando el mozo llegó hasta su Crisanta, ella lo recibió con palabras duras
en lengua zoque; pero Simón se había hecho sordo. Con delicadeza la levantó
en brazos para conducirla a su choza, aquel jacal pajizo, incrustado en la falda
de la loma. El hombrecito depositó en el petate la carga trémula de dos vidas y
fue en busca de Altagracia, la comadrona vieja que moría de hambre en aquel
pueblo en donde las mujeres se las arreglaban solas, a orillas del río, sin más
ayuda que sus manos, su esfuerzo y sus gemidos.
Altagracia vino al jacal seguida de Simón. La vieja encendió un manojo
de ocote que dejó arder sobre una olla, en seguida, con ademanes complicados
y posturas misteriosas, se arrodilló sobre la tierra apisonada, rezó un credo al
revés, empezando por el ―amén‖ para concluir en el ―… padre, Dios en creo‖;
fórmula, según ella, ―linda‖ para sacar de apuros a la más comprometida.
Después siguió practicando algunos tocamientos sobre la barriga deforme.
— No te apures, Simón, luego la arreglamos. Esto pasa siempre con las
primerizas… ¡Hum, las veces que me ha tocado batallas con
ellas…! —dijo.
— Obre Dios —contestó el muchacho mientras echaba a la fogata una
raja resinosa.
— ¿Hace mucho que te empezaron los dolores hija?
Y Crisanta tuvo por respuesta sólo un rezongo.
— Vamos a ver, muchacha —siguió Altagracia—: dobla tus piernas…
Así, flojas. Resuella hondo, puja, puja fuerte cada vez que te venga
el dolor… Más fuerte, más… ¡Grita, hija…!
Crisanta hizo cuanto se le dijo y más; sus piernas fueron hilachos, rugió
hasta enronquecer y sangró sus puños a mordidas.
— Vamos, ayúdame muchachita —suplicó la vieja en los momentos en
que pasaba rudamente sus manos sobre la barriga relajada, pero
terca en conservar la carga…
Y los dedazos de uñas corvas y negras echaban toda su habilidad, toda su
experiencia, todas sus mañas en los frotamientos que empezaban en las mamas
rotundas, para acabar en la pelvis abultada y lampiña.
Simón, entre tanto, habíase acurrucado en un rincón de la choza; entre sus
piernas un trozo de madera destinado a ser cabo de azadón. El chirrido de la
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