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Cuento sobre el coronel Gregorio

Albarracín Lanchipa (Víctor G.


Mantilla Osorio, a)
                                                   Va el homenaje a nuestros hermanos caídos en la batalla
del Campo de la Alianza, un 26 de mayo de 1880. Muchos hechos pretenden ser
desaparecidos a como de lugar. Está en juego el neoliberalismo, contra él nos enfrentamos.
Va la primera parte del cuento titulado "Albarracín", inspiración de Víctor Gonzales Mantilla
Osorio.
 
                                                   ALBARRACÍN

            Habitaba en una de las huertas de los alrededores de la ciudad de Tacna, la familia


Albarracín, cuyos varones se habían dedicado siempre a la milicia.
            El más distinguido de ellos fue el coronel don Gregorio, que por la época de la guerra
con Chile frisaba ya en los sesenta años, pero su constitución de atleta le permitía le permitía
ejecutar, aún n aquella edad, ejercicios propios de una menos avanzada. Así, era un
magnífico jinete, nadie como él saltaba sobre el lomo de un caballo no domado, nadie como
él reducía al bruto a la obediencia en menor tiempo. Los ejemplares adiestrados que él solía
presentar, satisfacían las exigencias del más intransigente aficionado. Casi podría decirse
que tenía un secreto para hacer que un potro cualquiera resultase de gran raza bajo su
diestra.
            En las fiestas públicas, si había carreras, sus caballos resultaban vencedores, y con
tanta facilidad corrían sobre el césped de la campiña, como sobre la arena del desierto.
            No bajaba su estatura de los siete pies. Usaba muy crecida la barba. A pie imponía,
a caballo deslumbraba. Para los chiquillos era un ser fantástico. Se contaba de él proezas
reveladoras de un valor inaudito, realizadas en los lejanos tiempos de las campiñas de
Castilla.
            Repetíase que una vez atacó el solo, lanza en ristre, a un grupo de infantes que
defendían la entrada de una calle. Al verlo avanzar, tendida la lanza, uno del grupo se separó
algunos pasos de sus compañeros, apoyó en tierra la rodilla y dirigió su rifle sobre el jinete,
esperando el choque. Cuando ya mediaban pocos metros entre uno y otro, se escuchó la voz
de Albarracín, sonora como un clarín de combate:
            -Apunta bien, maldito, que de otro modo te lleva Judas.
            Sonó el tiro, jinete y caballo quedaron ilesos, pero no así el infante que apareció
pasado de parte a parte por la lanza y levantado en alto, como si se hubiera tratado de un
hatillo de plumas.
            Decíase, también, que en altas horas de la noche, montaba alguno de sus potros
favoritos y se lanzaba a la carrera, a través de los sembríos, salvando tapias y vallados, y
que regresaba de sus nocturnas excursiones esgrimiendo una espada de fuego: vivía aún y
ya pertenecía a la leyenda.
            Hijo del pueblo, tenía en los humildes, adoradores, hospitalarios, afirmaba con su
generosidad las simpatías; valeroso, despertaba en torno suyo el respeto y la consideración
general.
            Cuando en el día de la Patria, al mediar la tarde, descendía por la alameda de la
ciudad, llena a la sazón de paseantes, todas las miradas se fijaban en su noble semblante
animado por el brillo extraordinario de unos ojos que siempre miraban a su frente, inmóviles
y fijos, como si la inclinación y el pestañeo no se hubieran hecho para ellos. Vestía entonces
su uniforme de parada y, jinete en el más brioso de sus corceles, atravesaba por entre la
multitud que se abría en dos alas para dar paso al centauro. Los rayos oblicuos del sol
descendente reflejaban en el oro de su casaca, en la pulida vaina de su sable, en el metal de
los arreos del caballo: parecía envuelto en luz, y se le veía alejarse al trote, desapareciendo
a la distancia como una visión.
            En cierta revolución, el Prefecto de Tacna sospechó que Albarracín conspiraba contra
el orden público, y en pleno día destacó de sus cuarteles quince gendarmes montados, con la
orden de encontrarlo y hacerlo prisionero.
            Llegaron a su casa y le mostraron la orden de entregarse.
            Albarracín no manifestó ni sorpresa ni disgusto, y con toda calma ensilló delante de
los gendarmes, montó, y desenvainando el sable se arrojó a toda brida sobre el grupo
agresor, que le vio avanzar semejante a una avalancha y hubo de dispersarse para evitar la
acometida. Comenzó entonces la persecución en los estrechos callejones cercados de
granados, que separan unas de otras las propiedades rurales de la ciudad del Caplina. Le
cerraban esta y aquella salida, pero en vano: volaba sobre los cercos, aparecía cien metros
más allá. Tres horas de fatigosas carreras fueron insuficientes para capturar a ese fugitivo
que cuando, cuando hacia frente a sus perseguidores, los ponía a su vez en fuga. De tal
manera imponían su persona y el largo sable, desnudo en su diestra de titán.
(continuará...)

Fuente: de un libro inédito nuestro

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