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Una de las lecciones más importantes que nos dejó la antigüedad clásica –y unos siglos más

allá de esta–, a mi juicio, fue la concepción de la vida filosófica como una vida integral.
Esta atraviesa toda la obra de los más egregios ejemplos del pensamiento greco-romano.
Así, vemos como Sócrates da la vida por denunciar el mal de Atenas; así como Platón es
vendido como esclavo en un mercado de Siracusa, luego de fracasar en la instauración de
una república. Aristóteles gasta su vida en la inauguración de múltiples ciencias, mientras
que Séneca encuentra una muerte noble en el filo de su propio cuchillo, una vez que su
discípulo, Nerón, le obligó a suicidarse. Todos estos hombres los tomo como ejemplo de
una cosa, aunque para sus contradictores pueda ser distinto: sus vidas se identificaron con
sus pensamientos.
Ahora, para ser filósofo no se necesita la inscripción en una escuela, la defensa de un
apotegma o el proselitismo de alguna idea. No. Para ser filósofo se necesita tener un
carácter determinado: buscarse, intensamente, a sí mismo. Muchos de los que llamamos
filósofos buscaron esta caracterización del sí mismo en la verdad, en Dios, en la ciencia, en
el pensamiento o en el Ser. Al final, en medio de sus estudios y sus escritos, cada uno forjó
el camino por el cual discurrirían hasta sentirse satisfechos de su trabajo; satisfacción que,
además, se hacía más lejana en la medida proporcional al éxito. Por eso todo filósofo, entre
más alcanzaba, más incansable se volvía. Ya Hegel lo expresaba muy bien: la filosofía es
un trabajo infinito.
Esta infinitud, podemos decirlo a una voz con el movimiento romántico, es la esencia del
ser mismo del hombre. En su corazón existe un vacío voraz de plenitud, y en su mente una
flecha clavada en el seno del inconmensurable espacio. El misterio insondable del hombre
encuentra un parangón, una imagen de sí mismo en la actitud filosófica, parafraseando un
poco a Husserl. Esta filosofía de la que hablo, no obstante, no se limita a los libros. De la
misma manera que la imaginación del escritor rebasa los límites de sus palabras, la filosofía
hecha vida desborda por completo la obra del pensamiento. La filosofía no es otra cosa sino
la manera en que llamamos a esta búsqueda del hombre de sí mismo, a su incomodidad
ínsita en este ancho Mundo, y el deseo constante de trascenderlo completamente, de
asimilarlo, de convertirlo a su propia esencia. Así, todo aquel que haya gastado su vida, su
sangre, su tiempo y esfuerzo en la búsqueda de su corazón, es un filósofo.
De esta estirpe era un hombre que, aunque lo era en apariencia, más que esto era una
sombra, un ser oscuro que habitaba una ciudad muchas veces olvidada por la Providencia.
En la monstruosa urbe bogotana, en el año de 1961, nació Fernando Molano, el hijo de un
mecánico y una mujer común, un ama de casa suburbana. Su vida se vio marcada por la
limitación, pero no en el sentido que decimos que era limitada, sino más bien limítrofe. La
caracterización de la Colombia inmediatamente posterior a la dictadura era la de un país
campirano, provincial, todavía violento y dividido por las ideologías imperantes. Si en el
hemisferio norte las potencias se amenazaban con destruirse mutuamente en una lluvia
radioactiva, nuestro reino tropical seguía sumido en una guerra de fincas, de campesinos
armados con machetes que se metían a las casas a violar y descuartizar por los ideales
diseñados con personas que nunca vieron y jamás verían. Los ricos en las ciudades, sin
embargo, estaban indemnes. Era como si, dentro del mismo territorio, vivieran en otro país.
El intelectual colombiano pertenecía a esta progenie. Al menos, si pensamos en el
intelectual que era reconocido. Para el pobre, la única oportunidad que había era conseguir
un trabajo que le ayudase a sobrevivir, aun cuando los deseos de los corazones de algunos
de ellos los inclinasen a perseguir motivos más nobles. Estos pocos que, como en un
diagrama de Venn, eran intelectuales y a la vez pobres, eran totalmente marginados del
panorama de los letrados del país. Esta condición limítrofe, esta supervivencia entre las
sombras demarca uno de los sentimientos característicos de la posmodernidad. El escritor
de baja procedencia camina en los límites de la sociedad tecnocrática, del círculo de
señores feudales del intelecto y desde allí solo puede chillar como un zorro en el desierto.
Así fue la vida y la obra de Fernando Molano. Como estudiante fue limítrofe: cursó
ingeniería eléctrica en la Universidad Piloto de Bogotá, luego de fracasar, por problemas
económicos (uno de muchos que se vendrían), en la carrera de arquitectura. Luego, pasaría
a estudiar Lingüística y Literatura en la Universidad Pedagógica, donde podría entregarse a
la pasión de su vida: la lectura y la escritura.
Como hombre también fue limítrofe: no solamente era pobre, teniendo que ayudar a su
papá en la mecánica para poder pagar sus estudios, sino que también era homosexual. Esta
doble condición social de la pobreza y la homosexualidad lo marcarían en su existencia,
según como se trasluce en su obra, de manera particularísima en su novela Un beso de Dick
(1992), cuyo título, tomando de un evento inocente en Oliver Twist, será símbolo de cómo
afloró en la dicha condición sexual hasta transformarse en su elección identitaria.
Molano fue un hombre en búsqueda de sí mismo en un país sin identidad. Esto le da,
existencialmente hablando, el ‘título’ honroso de filósofo. Por causa de esta búsqueda, fue
excluido de su familia, odiado por los suyos, y los mismos intrinques de su condición, en
una época en que la asepsia sexual no era un elemento constante de la cultura, le significó
el sida que lo mató. Murió como vivió: buscándose. Esta búsqueda –y toda búsqueda
implica un ‘sentirse perdido’–, como ya lo dijimos, podemos verla en su novela, la única
que publicó en vida gracias a la oportunidad que le dio la Alcaldía de Medellín en 1992.
En Un beso de Dick tenemos una autobiografía. Allí, Felipe, un adolescente bogotano
promedio, cuenta su enamoramiento de su mejor amigo, Leonardo, y de cómo, tras
enterarse de que su amor era correspondido, descubren entre ambos lo que es el amor
adolescente; y más difícil y confuso aún, un amor homosexual en un país tan conservador
como prejuicioso. Con solo cambiar los nombres de la novela tendríamos, como ya se dijo,
una autobiografía. Esto, sin embargo, no nos importa en sí mismo. La cuestión verdadera
es: ¿por qué esta elección? ¿Qué hay de especial en la autobiografía? Quien está perdido
quiere encontrar el camino. Este camino, a su vez, se revela en la medida en que el perdido
lo busque, y buscando lo defina. En una encrucijada, todo lugar puede ser un sendero desde
que sea la voluntad libre quien la elija. En medio de la pobreza, la soledad y la enfermedad,
es la literatura la balsa que le salvó a Molano de ahogarse: fue la ruta que caminó para no
sentirse tan perdido. Y ya que el extravío es la propia vida, la existencia, la autobiografía es
el consuelo elegido, el único consuelo posible. En la posmodernidad, donde el hombre es
huérfano de sus seguridades, la única guía es aquella búsqueda de sí por medio del arte.
La consciencia limítrofe, junto con la consciencia de estar perdido toma otro matiz: la
hibridez. La presencia de un ideal hermético, canonizado por la historia, como lo es la
cultura racional de occidente se transforma en un fetiche a partir de la lejanía en que la ha
puesto la economía contemporánea. Esto quiere decir que, pese a que las posibilidades de la
cultura del intelecto se ponen frente a los ojos del amplio público como un ‘objeto posible’,
constantemente se revela como una imposibilidad. Esta convivencia de la contradicción
termina en una hibridez de las formas y de los contenidos. Lo clásico se combina con lo
nuevo. Lo moderno se ve superado, asimilado, pero no destruido, por la posmodernidad.
Así, nacen géneros y temas que no podríamos llamar novedosos: simplemente son
reconstruidos, renacidos, resemantizados.
Tal hibridez, en el caso de nuestra novela en cuestión, podemos, así, verla desde tres puntos
de vista fundamentales: la hibridez estilística, la hibridez de los arquetipos y la hibridez de
los motivos. Tales elementos desembocan en el concepto de la metaracionalidad de la
novela posmoderna. Desde el primero de los puntos de vista, la novela juega
constantemente con el modo de representación directa de las novelas clásicas, así como con
el diálogo, puesto de moda por la retórica humanista, con apuestas literarias que buscan
hacer llegar el mensaje al lector por medio de imágenes vívidas y sentencias cortas. Esto se
ve, así mismo, ayudado por dos elementos fundamentales: los silencios y la brevedad de las
partes, que no podrían llamarse propiamente capítulos. Aquí, no es la idea como un todo
‘presente’ e inteligible lo conduce el relato hasta su finalidad, sino que es la sagaz
combinación del sonido y el silencio, como en una canción equilibradamente compuesta.
Cuando pensamos en escenas como cuando Felipe y Leonardo comparten la cama por
primera vez, donde fue más lo que se ‘imaginó’ y lo que se calló que lo que se dijo
explícitamente, así como en el poema que este último interpretó para la clase de literatura,
vemos cómo la narración fragmentaria delinea una pintura incompleta, la cual es una
invitación a la imaginación del lector para que imagine, piense, juzgue y analice. Es una
provocación en sí misma.
Desde el segundo de los puntos de vista, la hibridez en los arquetipos la hallamos en el
momento en que analizamos, no solamente la psique, sino la condición social de los
protagonistas. Estos son dos amantes, al principio ingenuos, pero cada vez más conscientes
de la desmesura de su amor, en la medida en que el tiempo pasa y sus sentimientos
interiores y exteriores, mutuos y ajenos, maduran. Tales elementos son comunes a la novela
y al drama burgués, ya cultivado por Schiller, Dickens o la familia Dumas. No obstante, el
elemento de la homosexualidad no puede pasar desapercibido. El discurso de la
homosexualidad, por no hablar explícitamente de dicha condición como un objeto
sociológico o psicológico, se muestra como una transgresión a los ideales tradicionales,
inscritos también en las ideas fundamentales de la modernidad. Ya Kant (2005), por
ejemplo, haría, sobre las bases iguales del racionalismo y del pietismo, una justificación
filosófica de la inmoralidad intrínseca de los actos homosexuales, al decir que el placer de
este tipo, al igual que prácticas como la masturbación, tomaban el cuerpo humano como
simple medio, y nunca como fin (pues el fin natural de la sexualidad del cuerpo es la
reproducción).
Tomar la bandera de la homosexualidad es un contradecir lo que se tenía por dado, romper
el esquema de la ‘verdad oficial’. No obstante, cuando esta bandera es también tomada por
la cultura mediática y la empresa, protagonistas fundamentales de la posmodernidad, el
‘héroe homosexual’, como arquetipo, se transforma en un producto más. Aquello que tiene
de contestatario y de ‘limítrofe’ lo convierte en un símbolo de rebeldía; pero, cuando la
rebeldía se convierte en el mecanismo con que una ideología se alza hegemónicamente
sobre otra, dicha rebeldía se pierde a sí mismo, pues ya en ese punto es una herramienta de
la nueva normalidad. La novela posmoderna toma ventaja de esto y, sea al servicio de la
ideología o de la libre expresión, presenta imágenes fuertes, contestatarias, contrastantes
con el pensamiento imperante en el común de las personas, de tal manera que las mueva.
Ahora, que ese movimiento sea muchas veces al consumo capitalista, es otra cosa. Al
respecto, Cadena (2012) nos dice:
Para el simulacro posmoderno –por virtud de procesos que han creado una lógica cultural y
social en la que rigen los mismos valores del intercambio comercial–, los experimentos
empíricos de sujeto y de comunidad, entre los cuales se cuentan categorías como el tercer
sexo o la experiencia squatter, son susceptibles de ser reutilizados completa o parcialmente
en la creación de una utopía comercial (pg. 108).

Desde el tercer punto de vista, la hibridez de los motivos nos habla de un problema clásico
en la filosofía del arte: ¿cuál debe ser el fin de la obra de arte? ¿Qué elementos deben
subyacer como motores de la narración? El romanticismo decimonónico abogaba, por una
parte, tomando a Schelling y a Fichte, por la finalidad sin fin del arte, como el reino de la
absoluta libertad. El realismo de aquel mismo siglo, al igual que el estoicismo de 1900 años
atrás, por otra parte, miraban en el arte un elemento moralizador, de una manera o de otra.
Así, la dicotomía estaba propuesta: o el arte era libre o estaba comprometido. Puesto en
otros términos el arte se construye como una adquisición del individuo, como una
manifestación de lo específico en la existencia del artista, como una arista de su propio ser;
o, como otra opción siempre posible, el arte se manifiesta como el deseo de una comunidad
cualquiera. Este último movimiento corresponde a la ‘politización’ del arte (recordando la
etimología precisa de ‘política’), a la ‘publicidad’, a la ‘mundanización’, recordando a
Heidegger (1997). Recordando al célebre filósofo alemán, parafraseándolo, de paso, cuando
un hecho de la cultura se masifica, el efecto sobre el público corresponde a esa misma
masificación. Ese Uno despoja a todos de su mismidad, los convierte en ‘uno’ más, en el
sujeto despojado de sí. De esta manera, el motivo libertario de la contestación se
entremezcla con los intereses del mercado, y nace así el fenómeno de la corrección política,
la cual está a un paso de ser censura. Lo contestatario se convierte, de nuevo, en la nueva
normalidad.
Ahora, no sería justo poner a Molano en la categoría de toda la narrativa banalizada por la
mercantilización del arte. Por la época de publicación, por el país en que lo hizo, por todas
las circunstancias de su vida, sería una injusticia. En realidad, Un beso de Dick es un grito
de dolor, un escape a la terrible realidad de la vida, pero precisamente por el medio más
doloroso: el recuento directo de los hechos. No existe ‘una razón’ que explique la génesis
de esta obra. Lo único que se encuentra es una misma y profunda emoción. No obstante,
allí está la razón, siempre presente en la trama, en las reflexiones de los personajes, pero
igualmente escondida entre sus acciones y sus sentimientos. La razón no se destruye, sino
que simplemente se supera en un momento dialéctico de orden superior: esta es la
metaracionalidad de la novela posmoderna.

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