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¿Es cierto que sólo se salvarán 144.000?


La pregunta sin respuesta

Una vez, durante un viaje que Jesús realizaba a Jerusalén, mientras atravesaba
ciudades y pueblos enseñando, se le acercó un curioso con una pregunta indiscreta.
Como había oído que Jesús traía la salvación, le dijo maliciosamente: "Señor, ¿es
cierto que son pocos los que se salvarán?".

Pero Jesús se negó a responder, y simplemente le replicó: "Ustedes esfuércense en


entrar por la puerta estrecha" (Lc 13, 22-24). Es decir, en vez de contestarle cuántos
se salvarán, le contestó cómo se salvarán, que era lo importante.

¿Desentona este libro?

Por esta razón, ningún escritor sagrado se atrevió jamás a predecir el número de las
personas que se salvarán en el fin del mundo. Ni siquiera san Pablo, que alude en
varias ocasiones al tema y aporta de su propia reflexión ciertos detalles nuevos sobre
el hecho.

Sin embargo hay un libro de la Biblia que dos veces fija puntualmente la cifra de los
que alcanzarán la salvación. Es el Apocalipsis.

En el capítulo 7 el autor describe una visión, en la que le fue permitido contemplar a


todos los marcados con el sello salvador en la frente, y su número era de 144.000 (7,
4). Y en el capítulo 14, ratificando este dato, presenta otra vez los 144.000, esta vez
junto a Jesucristo, que los rescata de entre todos los hombres (14, 1).

¿Es posible que su autor haya desobedecido el deseo de Jesús de no dar información
sobre este asunto?

Cuentas que no cuentan

Pero más grave todavía resulta la cuestión de si es posible que, después de tanto
esfuerzo por parte de Dios, tan pocos hombres se vean beneficiados con la salvación.

Actualmente ningún estudioso serio de la Biblia admite que la cifra de 144.000


responda a una cantidad exacta. Todos están de acuerdo en que se trata de un
número simbólico.

En efecto, muchas veces los números que aparecen en la Sagrada Escritura son usados
en sentido convencional a fin de brindar un mensaje más que una cifra. También entre
nosotros, se suele atribuir al número 13 cierta malaventura o desgracia, y usamos el
número 1.000 para decir "mucho", como cuando exclamamos "¡Te dije mil veces que
no lo hicieras!", cuando en realidad le dijimos "muchas" veces.
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Pues bien, en la Biblia y en otros escritos de la antigüedad, tal asociación era más
corriente aún que entre nosotros.

A ejemplo de los viejos salvados

Este hábito de utilizar cantidades simbólicas debe alertarnos sobre la interpretación de


ciertas cifras, como por ejemplo las edades fabulosas de los patriarcas bíblicos, cuando
se dice que Adán vivió hasta los 930 años, o que Noé tenía 600 años al comenzar el
diluvio, o que Matusalén engendró a su hijo Lamec a los 187 años.

Es evidente que no se trata de edades reales, sino que fueron deliberadamente


exageradas para simbolizar la bendición de Dios como larga vida terrena, cuando aún
no se había revelado la existencia de la vida eterna.

Ahora bien, ¿por qué Juan en su Apocalipsis habría de poner un número simbólico para
referirse a los salvados? ¿Quién le sugirió que fijara una cantidad exacta para los que
serían liberados con la sangre de Jesús, los redimidos en la Pascua de Cristo?

Es probable que se haya inspirado para ello en el Antiguo Testamento. En efecto, el


libro de los Números, al referirse a los israelitas salvados de la esclavitud de Egipto por
Moisés en la primera Pascua con la sangre de un cordero, nos detalla la cifra exacta.
Dice que salieron de Egipto 603.550 hombres, sin contar las mujeres, los ancianos y
los niños (Núm 1, 46; 2, 32).

Cantidad inalcanzable

Ahora bien, este número es a todas luces simbólico. Si pretendiéramos tomarlo


literalmente, habría que calcular que los que iniciaron la peregrinación por el desierto
eran entre 2 y 3 millones de personas, cantidad desorbitada, probablemente nunca
alcanzada por la población de Israel en toda su historia, y además imposible de
movilizar en una noche para cruzar el mar Rojo y huir.

Basta pensar que un ejército así jamás fue reunido por las potencias militares del
antiguo Oriente, como Asiria, Babilonia, y ni siquiera por Alejandro Magno. Por otra
parte, puesto en marcha en el desierto en filas de diez en fondo al modo antiguo,
formarían 60.355 hileras, que a la distancia de un metro una detrás de otra abarcarían
una extensión de 60 km. Al ponerse la primera fila en movimiento, los últimos lo
harían dos días después. Y si a estos agregamos toda la población supuestamente
salida, cubrirían en fila la distancia total de Egipto al Sinaí.

Asimismo, los historiadores bíblicos actualmente sostienen que la población total de


Canaán en ese entonces no llegaba a los dos millones de personas. ¿Cómo puede,
entonces, repetirse permanentemente en la Biblia como un estribillo, que los israelitas
que pretendían conquistar el país de Canaán eran pocos para tomar sus ciudades?
(Deut 4, 38; 7, 7; 17, 22).
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Finalmente, si estos números expresaran cantidades reales, las 70 personas que según
Gn 46, 27 llegaron originariamente a Egipto con el patriarca Jacob, habrían debido de
tener en los 430 años que permanecieron esclavos, según los cálculos del incremento
de la población del Egipto de entonces, unos 10.000 descendientes cada uno.

No tantos pero sí todos

¿Qué quiere decirnos la Biblia cuando menciona a estos 603.550?

Como hemos visto, se trata de un procedimiento frecuentemente usado en las


Sagradas Escrituras, llamado gematría. La lengua hebrea, al no tener números, éstos
se escriben con las mismas letras del alfabeto. Ahora bien, si reemplazamos las letras
de una palabra o de una frase se obtiene una cifra simbólica.

Así, si se sustituyen las letras de la frase hebrea "todos los hijos de Israel" (rs kl bny
ysr’l) por sus correspondientes valores numéricos, da precisamente 603.550.

Por lo tanto, cuando el autor dice que salieron de Egipto 603.550, sólo quiere decir que
salieron "todos los hijos de Israel", como si dijera que todo Israel estaba allí, ya que
sin el éxodo Israel nunca hubiera existido.

El número de los que participaron en la huida seguramente no superaba las 6 u 8 mil


personas.

Algo así para los nuevos

Cuando Juan escribe su libro del Apocalipsis, considera que la muerte de Cristo ha
salvado a los hombres de una nueva esclavitud: la esclavitud del pecado. Los cristianos
son el nuevo pueblo liberado, pero esta vez no con la sangre de un corderito sino de
Cristo, el nuevo cordero de la nueva Pascua.

¿Y cuántos son estos nuevos liberados? Recordando el viejo recurso del Antiguo
Testamento, Juan lo dice con un nuevo número simbólico: 144.000. Esta cifra es
producto de 12 x 12 x 1.000. ¿Qué significado encierra?

En la Biblia el número 12, aplicado a las personas, significa siempre "los elegidos".
Así, se habla de las doce tribus elegidas de Israel, de los doce Apóstoles elegidos, de
las doce puertas de la nueva Jerusalén por donde entrarán los elegidos (Apoc 21, 12).

Luego, afirmar que se salvarán 144.000 equivale a decir que se salvarán los elegidos
del Antiguo Testamento (12), y los elegidos del Nuevo Testamento (x 12), en una gran
cantidad (x 1.000).

El "plus" de los invitados

Pero Juan, para evitar un malentendido con esta cifra, y siempre deseoso de ser
correctamente interpretado en su lenguaje simbólico, agrega a continuación: "Luego
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miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación,
raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras
blancas y con palmas en sus manos" (Apoc 7, 9).

Por lo tanto, los salvados no son sólo esos 144.000, sino también esa inmensa
muchedumbre imposible de contar ni de encerrar en una cifra, y proveniente de los
lugares más diversos.

Que este grupo innumerable pertenezca también a los salvados se ve por tres
elementos: a) tenían vestiduras blancas, que en el Apocalipsis simbolizan siempre la
salvación; b) tienen palmas en sus manos, que es el atributo de los vencedores; c)
están todos ya delante de Dios y del Cordero.

Y cuando el autor vuelve a dar más adelante la cifra de 144.000 para los salvados
(Apoc 14, 1), a fin de eludir de nuevo cualquier equívoco agrega: "Estos han sido
rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero" (Apoc
14, 4). Si los llama "primicias", significa que sólo son los primeros en arribar a la
salvación y que aún faltan muchos más por venir. Es decir, no pretende dar un número
exacto.

Estadísticas que dolerían

Algunos años atrás, unos científicos alemanes se abocaron a la tarea de calcular


cuántas personas habrían pasado por la tierra, desde hace unos dos millones de años
cuando el primer ser humano cruzó la frontera de la hominización, hasta nuestros días.

El resultado, según los índices relativos de natalidad, mortalidad, y progresión


genética, arrojaba un total de 77.000.000.000 (77 mil millones) de seres humanos.

Suponiendo que el fin del mundo llegara ahora, y fueran a salvarse 144.000 personas,
entonces en base a este cómputo tendríamos que sólo se habría salvado el 0, 0001 %
de la población mundial.

De este modo, Dios habría sido el mayor frustrado de la historia; Cristo, el salvador
más ridículo; y el Espíritu Santo, la fuerza más impotente que haya existido. El plan de
salvación de Dios se transformaría así en el más grande fracaso jamás planeado.

Interpretar literalmente la cifra de 144.000 implica no sólo desconocer la Biblia sino


también, y lo que es más grave, desconocer y menospreciar el poder salvador de Dios.

¿Qué piensas, Señor?

Afortunadamente la Palabra de Dios es más optimista que muchos agoreros


apocalípticos, los cuales fijando un cupo limitado y exiguo para el ingreso en la
salvación pretenden atemorizar a la gente y forzarla a convertirse. Pero desconocen,
ciertamente, que por el temor nadie se convierte al Amor.
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Y aunque Jesús no haya querido responder a aquella pregunta que le hicieron sobre el
número de los salvados, sí dio a entender que iban a ser muchos, cuando le contestó a
su imprudente inquisidor: "Vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur, y se
sentarán a la mesa del Reino de Dios" (Lc 13, 29). Ya en otra oportunidad había
comentado expresamente frente a un angustiado centurión romano: "Muchos son los
que vendrán" (Mt 8, 11).

El mismo Juan el Bautista, conocido por su dureza en la predicación, su intolerancia, y


su extremada exigencia con el comportamiento moral de la gente, dijo en uno de sus
primeros sermones: "Todos los hombres verán la salvación de Dios" (Lc 3, 6).

Es improbable que a Jesús y a su pariente el Bautista les hayan salido tan mal los
cálculos de los guarismos salvíficos.

"Ven, Señor Jesús"

Los primeros cristianos deseaban ardientemente el día del juicio final, puesto que lo
concebían como un día de salvación, en el que Dios nos libraría del enemigo. Una
fiesta segura.

Por eso cuenta el Apocalipsis que al reunirse en sus liturgias exclamaban jubilosos:
Marana tha, es decir, "Ven, Señor" (Apoc 22, 17-20).

Después, por influencia del concepto latino de justicia, se empezó a ver el juicio como
una rendición de cuentas. Ya no evocaba la confianza en el triunfo, sino la angustia y
la inseguridad ante la sentencia incierta.

En el siglo XI se pensaba que la inmensa mayoría de los hombres estaba condenada.


San Bernardo no dudaba en afirmar que eran muy pocos los que se salvaban. Todavía
en el siglo XIII, Berthold de Ratisbona dirá que sólo un uno por cien mil alcanza la
salvación. Así, el antiguo día de salvación se fue transformando en un día de terror,
cuya más espeluznante expresión plástica la plasmó Miguel Angel en la Capilla Sixtina
cuando pintó a Cristo con el puño cerrado separando a los buenos de los malos.

Nada tiene de extraño que ante esa imagen, hayamos suprimido el gozoso grito de
Marana tha.

Pero podemos seguir gritándolo, no más, porque ni la Biblia, ni la Iglesia, ni nadie


puede encerrar en un modesto número a los que se salvarán.

¿Queremos saber cuántos son? Eso lo tiene que contestar cada uno con su propia vida.
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¿Prohibió Jesús el divorcio?


Muchos se preguntan por qué Jesús adoptó una posición rígida con respecto al matrimonio y no
comprendió que a veces las relaciones fracasan. Pablo y los evangelistas tradujeron su mensaje a
un contexto cultural diferente. ¿Qué puede hacer la Iglesia hoy? Un día se le acercaron a Jesús los
fariseos y le preguntaron en qué casos podía el hombre divorciarse de su mujer. Jesús les
respondió que nunca, porque el hombre no puede separar lo que Dios ha unido. Los discípulos
reaccionaron molestos, y replicaron que si ésa era la situación del casado respecto de su mujer,
mejor era no casarse. Pero Jesús añadió que, aunque ellos no lo entendieran, ésa era una
exigencia fundamental para entrar en el Reino de Dios (Mt 19,1-12).
Después de dos mil años, esta frase de Jesús sigue siendo la base en la que se asienta la doctrina
matrimonial de muchas Iglesias cristianas, que prohíben a sus miembros divorciarse y volverse a
casar bajo pena de negarles la comunión. Pero ¿por qué Jesús asumió una postura tan rígida
frente al matrimonio? ¿Acaso el maestro bueno y comprensivo no se dio cuenta de que a veces las
relaciones de las parejas fracasan, y que muchos tienen necesidad de rehacer sus vidas y volver a
amar? ¿O es éste el único tropiezo del que un cristiano no puede levantarse y recomenzar? Para
descifrar el enigma, debemos examinar cómo se practicaba el divorcio en los tiempos de Jesús.
Cuidado con el mal carácter
Según la Biblia todo judío, si quería, podía divorciarse de su mujer. Era un derecho otorgado por
Moisés mediante una ley que decía: “Si un hombre se casa con una mujer, y después descubre en
ella algo que no le agrada, le escribirá un acta de divorcio, se la entregará y la despedirá de su
casa” (Dt 24,1).
La norma era clara. Bastaba que el hombre redactara un escrito y se lo diera a su mujer. Lo que no
estaba claro era qué motivo autorizaba al hombre a divorciarse. Porque la ley decía que tenía que
haber “algo” que no le agradara. Pero ¿qué era ese algo?
Como Moisés no lo había aclarado, los judíos posteriores durante siglos trataron de entender a
qué se refería. Lamentablemente no se pusieron de acuerdo, y se formaron dos escuelas. La más
flexible, del rabino Hillel, lo interpretaba en sentido amplio: ese “algo” podía ser cualquier cosa:
que la mujer quemara la comida, no se atara el cabello, gritara en la casa o tuviera mal carácter;
incluso en el siglo II el rabino Aquiba decía que si el hombre encontraba otra mujer más linda, ya
había “algo” que le desagradaba en la suya y podía divorciarse. La segunda escuela, del rabino
Shammai, era más estricta: sostenía que un hombre sólo podía divorciarse por una causa
gravísima: el adulterio de su mujer. Ningún otro motivo lo autorizaba. En tiempos de Jesús el tema
no estaba resuelto, de modo que unos seguían las directivas de Hillel y otros las de Shammai. Ésta
es la razón por la que los fariseos interrogaron a Jesús sobre el tema del divorcio. Querían saber a
cuál de las dos escuelas se adhería. Pero Jesús los sorprendió con su respuesta: a ninguna. Para él,
el hombre no puede divorciarse jamás bajo ninguna causa, sea leve o grave.
No apto para enamorados
Lo primero que debemos preguntarnos es si las palabras de Jesús constituían una verdadera ley, es
decir, una norma obligatoria para todos los hombres, o era sólo una invitación, una sugerencia
ideal para quienes pudieran y quisieran cumplirla. Algunos biblistas, impresionados por la dureza
de estas palabras, creen que se trataba sólo de un consejo, no de un precepto obligatorio que
todos debían observar. Pero el Nuevo Testamento da a entender otra cosa, ya que san Pablo,
cuando habla de la prohibición del divorcio, dice claramente que es una “orden del Señor” (1 Cor
7,10).
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¿Por qué Jesús se puso tan firme? Es que en aquel tiempo, el matrimonio se celebraba a edad
temprana: 13 años para las niñas y 17 para los varones. Los rabinos enseñaban: “Dios maldice al
hombre que a los 20 años aún no ha formado una familia”. Esto hacía que las parejas no se
casaran por amor, sino que sus padres arreglaran el matrimonio (Ex 22,15-16). Así, en la Biblia
vemos cómo Abraham manda a su mayordomo a buscar esposa para Isaac (Gn 24,1-53), Agar elige
la mujer para Ismael (Gn 21,21), Judá decide con quién se casará su hijo Er (Gn 38,6), el militar
Caleb dispone quién será el marido de Aksá (Jos 15,16), y el rey Saúl hace lo mismo con Merab (1
Sm 18,17). El casamiento en Israel, pues, no era una alianza de amor sino un acuerdo social: el
hombre necesitaba tener hijos y la mujer necesitaba quien la mantuviera. Se trataba de un
convenio con beneficios para ambas partes. Eso no significa que necesariamente no hubiera amor
en las parejas; con el tiempo muchas llegaban a amarse.
El fastidio de Dios
No era un arreglo social ecuánime porque la mujer se hallaba en inferioridad de condiciones
respecto del varón. Ella era considerada una “pertenencia”, una “propiedad” de su marido, al
mismo nivel que su buey o su asno (Ex 20,17; Dt 5,21), y éste gozaba de diferentes derechos. Así,
el marido podía acostarse con otra mujer y no cometía adulterio (Ex 21,10); pero si la mujer lo
hacía, incurría en un grave delito; el marido podía divorciarse si quería, pero la mujer no tenía
derecho a hacerlo (Dt 24,1). Él podía mandarla, dominarla y decidir por ella.
En ese contexto jurídico y social, era evidente que si un hombre se divorciaba de su mujer y la
despedía del hogar, la dejaba totalmente desprotegida. Difícilmente otro hombre querría desposar
a una repudiada. Ella debía regresar a la casa de sus padres, los cuales muchas veces eran ancianos
(si no habían muerto) y ya no podían mantenerla. Quedaba así forzada a vivir de la caridad pública,
en una situación de total precariedad, indefensión económica y desamparo social. En algunos
casos, la única salida era la prostitución. Resultaba tan degradante que el profeta Isaías menciona
a la mujer repudiada como ejemplo del sufrimiento más grande en Israel (Is 54,6). Y el profeta
Malaquías, para mitigarlo, llega a decir que Dios “odia al que se divorcia de su mujer” (Mal 2,16).
Aún así, si un hombre ya no deseaba vivir con su esposa y quería divorciarse, podía hacerlo sin
demasiadas contemplaciones. Por eso Jesús, al prohibir el divorcio, lo que hizo fue ponerse de
parte del más débil, del más expuesto y amenazado socialmente: la mujer.
En casa hay que vivir en paz
Sin embargo, vemos con sorpresa cómo esta “orden terminante” de Jesús fue más tarde suavizada
por los autores bíblicos y adaptada a las diversas circunstancias que les tocaron vivir, de manera
que en el Nuevo Testamento la encontramos en cuatro versiones diferentes. El texto más antiguo
está en la 1º Carta a los Corintios, de san Pablo, y dice: “A los casados, no les ordeno yo sino el
Señor: que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se
reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido despida a su mujer” (1 Cor 7,10-11). Hasta aquí,
Pablo repite lo que dijo Jesús. Pero a continuación agrega: “Si el cónyuge es no creyente y quiere
separarse, entonces que se separe; en ese caso el cónyuge creyente no está ligado; porque el
Señor los llamó para vivir en paz” (1 Cor 7,15). Vemos que aquí Pablo permite una excepción.
Porque él constataba que en sus comunidades, cuando un pagano se convertía al cristianismo, no
siempre era acompañado por su cónyuge, lo cual generaba tensiones y roces. Al ver esto, permitió
la separación en sus comunidades alegando una razón importante: que pudieran “vivir en paz”. O
sea que Pablo, apenas veinte años después de la muerte de Jesús, ya adaptó la enseñanza original
a la situación misional que le tocaba vivir.
Por un desorden sexual
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Décadas más tarde, san Mateo presenta una segunda versión de la norma. Según él, Jesús habría
dicho a los fariseos: “Moisés les permitió divorciarse de sus mujeres; pero yo les digo que el que se
divorcia de su mujer, excepto en caso de inmoralidad sexual, y se casa con otra, comete adulterio”
(Mt 19,8-9). Para Mateo, Jesús permite una segunda excepción: en caso de “inmoralidad sexual”.
Cuando esto ocurre, el hombre puede divorciarse y volver a casarse. En realidad, no fue Jesús
quien introdujo esa excepción sino el mismo Mateo. ¿Por qué? Porque la inmoralidad sexual, en la
comunidad donde él vivía, era un tema muy grave y urticante que generaba serias dificultades en
la convivencia matrimonial. Por lo tanto, para evitar males mayores y salvaguardar la paz de las
conciencias, Mateo autorizó, en esas circunstancias, la disolución del vínculo.
¿A qué “inmoralidad sexual” se refería? Es difícil saberlo. La palabra griega que emplea (pornéia)
es un término genérico que puede designar distintos desórdenes: adulterio, incesto, prostitución,
vida disipada, flirteo con otro hombre. Por eso las Biblias no se ponen de acuerdo y ofrecen
distintas traducciones. Pero sea cual fuere su significado, lo interesante es que Mateo permitió
una excepción a la indisolubilidad matrimonial señalada por Jesús.
Lo imposible no se prohíbe
En el Evangelio de Marcos descubrimos una tercera enseñanza diferente sobre el divorcio. Según
éste, en su discusión con los fariseos Jesús dijo que el hombre no debe divorciarse de su mujer (Mc
10,9); y cuando sus discípulos le pidieron una explicación, les aclaró: “Quien se divorcia de su
mujer y se casa con otra comete adulterio contra aquella; y si ella se divorcia de su marido y se
casa con otro, comete adulterio” (Mc 10,11-12).
Tenemos aquí una nueva sorpresa. Según Marcos, lo que ahora Jesús prohíbe no es el divorcio,
sino volver a casarse. Mientras Mateo decía que Jesús condenaba la separación en sí, debido a la
desprotección en la que quedaba la mujer, Marcos no prohíbe que el hombre se separe. Puede
separarse. Lo que no puede hacer es casarse otra vez. Esto se debe a que Marcos escribe para los
cristianos de Roma; y allí la mujer gozaba de una autonomía social superior y podía contar con
medios propios de supervivencia, de manera que la simple separación de su marido no la afectaba
en su dignidad. Por eso un cristiano de su comunidad, si andaba mal con su mujer, podía
divorciarse y seguir considerándose cristiano. Pero no podía tomar una segunda mujer.
Esta no fue la única adaptación que hizo Marcos. También dice que Jesús prohibió que “la mujer se
divorciara de su marido”. Eso jamás podía haberlo dicho Jesús. Él enseñó en Palestina, y ante un
auditorio judío. Y según la ley judía, la mujer no podía divorciarse. ¿Qué sentido tiene prohibir algo
que no se puede hacer? Pero como Marcos escribió en Roma, donde la ley sí otorgaba a la mujer
el derecho al divorcio, extendió la prohibición de Jesús también a ella, para que quedara en claro
que, aunque la ley civil lo autorizaba, Jesús no lo consentía.
Que se note su grandeza
Finalmente, en el Evangelio de Lucas hallamos la última versión sobre el divorcio (que también
aparece en un segundo texto de Mateo: 5,32). Para Lucas, Jesús enseñó: “Todo el que se divorcia
de su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una divorciada por su
marido, comete adulterio” (Lc 16,18). Según este dicho, Jesús no sólo prohibió a un divorciado
volver a casarse, sino también a un soltero casarse con una divorciada. ¿Por qué Lucas asumió esta
postura? Porque en el Antiguo Testamento los sacerdotes, debido a que eran hombres
especialmente consagrados a Dios, no podían casarse con una divorciada, cosa que sí podían hacer
los demás judíos (Lv 21,7). Al parecer, Lucas quiso extender este particular estilo de vida a todos
los cristianos de su comunidad, para decir que también ellos eran consagrados a Dios, y por lo
tanto sus vidas debían ser especiales y preservadas de cuanto pudiera deshonrarlas. Vemos pues
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que, si bien Jesús prohibió el divorcio, su norma fue más tarde adaptada por los autores bíblicos
según las necesidades de cada comunidad, de manera que hoy tenemos diferentes versiones de
ella: a) según Pablo, Jesús permitió el divorcio si un cónyuge se convertía al cristianismo y el otro
no; b) según Mateo, Jesús permitió el divorcio en caso de inmoralidad; c) según Marcos, lo que
prohibió fue que un divorciado se volviera a casar; d) y según Lucas, prohibió incluso que un
soltero se casara con una divorciada.
Entre Papas y Concilios
También la tradición de la Iglesia se mantuvo indecisa en cuanto al modo de aplicar ese mandato
de Jesús. Mientras en los siglos III al VI algunos Santos Padres orientales rechazaron
absolutamente el divorcio, otros lo aceptaron en caso de adulterio; por ejemplo Orígenes († 255),
Basilio Magno († 379), Gregorio Nacianceno († 390), Epifanio († 403), Juan Crisóstomo († 404),
Cirilo de Alejandría († 444), Teodoreto de Ciro († 466) y Víctor de Antioquía (s.V). También muchos
escritores eclesiásticos latinos de los siglos III al VIII aceptaron el divorcio en casos extremos, como
Tertuliano († 220), Lactancio († 325), Hilario de Poitiers († 367), el Ambrosiaster (s.IV), Cromacio (†
407), Avito († 530) y Beda el Venerable († 735). Además, varios Concilios aceptaron y regularon el
divorcio, como el de Arlés (año 314), el de Agde (año 506), el de Verberie (año 752) y el de
Compiègne (año 757). El de Verberie establecía: “Si una mujer intenta dar muerte a su marido, y
éste lo puede probar, puede divorciarse de ella y tomar otra”. Y el de Compiègne decía: “Si un
enfermo de lepra lo permite, su mujer puede casarse con otro”. Hasta hubo Papas que autorizaron
el divorcio y nuevo casamiento, como Inocencio I (siglo V), quien lo permitía ante el adulterio de la
mujer; y san Gregorio II (siglo VIII), que lo consentía si la esposa estaba enferma.
Sólo a fines del siglo XII, con el papa Alejandro III, se estableció de manera definitiva la postura
actual de la Iglesia católica, que prohíbe absolutamente el divorcio y nuevo casamiento. Es decir
que ni la Biblia, ni la tradición, ni los primeros mil años de historia cristiana respaldan la doctrina
de que el matrimonio debe ser “hasta que la muerte los separe”.
Acompañar otra vez al débil
Jesús prohibió el divorcio. Y tenía una buena razón. En su tiempo el matrimonio era un acuerdo
social, establecido por los padres, cuyo móvil era la conveniencia mutua y no el amor; y en caso de
romperse el pacto, la mujer quedaba socialmente indefensa y expuesta a una vida inhumana. Por
eso asumió la defensa del más débil y condenó la separación.
Hoy la Iglesia debe preguntarse: ¿aquella prohibición sigue teniendo vigencia? ¿Es aplicable al
matrimonio moderno? Ciertamente no. Primero, porque en la sociedad actual la mujer puede
ganarse la vida sola, sin necesidad del varón. Segundo, porque el “móvil” que hoy lleva a dos
personas a casarse es el amor; y si éste fracasa, no se les puede prohibir volver a buscarlo. En
tiempos de Jesús no podía decirse que el amor se acababa, porque no había sido el móvil del
matrimonio; por eso no era motivo para el divorcio.
Es decir que hoy, habiendo desaparecido las dos razones por las que Jesús prohibió el divorcio,
aquella orden ya no tiene vigencia. ¿Qué debería hacer la Iglesia? Lo mismo que hizo Jesús:
ponerse de parte del más débil. Y el más débil es el que se separa.
Cuando un hombre se divorcia suele quedar lastimado, inseguro, con problemas económicos,
añorando a sus hijos, con los que no volverá a tener una relación natural. Por su parte, la mujer
muchas veces se siente abandonada, triste, sola y con dificultades para volver a creer en el amor.
¿Qué tiene de bueno el divorcio? Nada. Todo divorcio es una masacre emocional, el fin de una
ilusión, la brutal ruptura de un proyecto que se creía para siempre. Por eso sólo la persona que
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llega a una situación insostenible lo concreta. Y por eso la Iglesia, en vez de castigarla, debería
cuidarla más que a los felizmente casados, abrirles las puertas de la comprensión, de los
sacramentos, y la incorporación a sus instituciones.

Uno de los encuentros más grandiosos de la vida de Jesús fue con una mujer cinco veces
divorciada, que además vivía en concubinato: la samaritana (Jn 4). ¿Hoy Jesús le negaría un
encuentro de comunión a un divorciado vuelto a casar? Si Pablo, Marcos, Mateo y Lucas
supieron traducir su mensaje sobre el divorcio a un contexto cultural diferente, sería bueno
que la Iglesia hoy también lo hiciera. Que vuelva al Evangelio y no separe lo que Dios ha
unido: el hombre con Jesús.
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¿Eran creíbles los apóstoles de Jesús?


Una mala lectura de San Lucas
Los primeros cuatro discípulos que tuvo Jesús (Pedro, Andrés, Santiago y Juan) eran pescadores
(Mc 1,16-20); y posiblemente otros discípulos también lo eran (Jn 21,1-3). Y ellos fueron los
responsables de transmitir las enseñanzas de Jesús que hoy tenemos en los Evangelios. O sea que
la veracidad de los Evangelios depende de la credibilidad que estos pescadores nos merezcan.
¿Qué clase de persona era un pescador?
Se suele hablar de ellos como de gente ruda e ignorante, sin educación ni estudios, y siempre se
hace alusión a su pobreza y su falta de conocimientos. Esta idea surgió del libro de los Hechos de
los Apóstoles, donde las autoridades judías, al hablar de los discípulos de Jesús, dicen que eran
“hombres sin instrucción ni cultura” (Hch 4,13). Desde entonces, ésa es la idea que tenemos de
ellos. Y es la opinión que se ha utilizado para poner en duda el valor de su testimonio, y de la
fiabilidad del Evangelio. Se argumenta: ¿cómo es posible que unos hombres ineptos y torpes
pudieran haber retenido en sus mentes, y luego haber transmitido con sus palabras, los recuerdos
históricos y las palabras sublimes de Jesús? ¿Éstas no serán más bien un invento posterior de las
comunidades cristianas primitivas?
El desayuno de Jesús
En realidad, esta imagen de los apóstoles surgió de una mala interpretación del texto bíblico. La
expresión “hombres sin instrucción ni cultura”, empleada por los miembros del Sanedrín, no
significa que los apóstoles fueran personas incultas e ignorantes. Significa que no tenían el título
de Doctores de la Ley, ni eran Escribas de profesión, ni gozaban de autoridad alguna para
interpretar oficialmente las Escrituras. Pero no que eran analfabetos, como algunos han pensado.
Pero además, el hecho de que los apóstoles fueran pescadores los coloca en una de las
profesiones más lucrativas de la época.
En primer lugar, porque el pescado en Palestina era la comida principal de la gente, tanto de ricos
como de pobres. El Evangelio refleja su importancia en varios pasajes. Por ejemplo, cuando Jesús
pregunta en el Sermón de la Montaña: “Si un hijo pide a su padre un pescado, ¿le dará acaso una
serpiente?” (Mt 7,10). También cuando Jesús y sus discípulos van al desierto, lo único que llevan
para comer es pescado con pan (Mc 6,38). Asimismo, después de la pesca milagrosa Jesús prepara
a los apóstoles, como desayuno, un trozo de pescado asado (Jn 21,9). Y en una de sus apariciones,
los encuentra cenando pescado (Lc 24,42).
El pescado, pues, era un artículo de primera necesidad. En cambio la carne no aparece nunca en
los Evangelios. Por lo tanto, el hecho de que los apóstoles fueran pescadores los ubicaba en una
posición laboral privilegiada para su tiempo.
No todos podían comerse
En segundo lugar, los apóstoles de Jesús pescaban en el lago de Galilea, y esto significaba una
ventaja adicional. En efecto, los judíos no podían comer cualquier pescado, sino sólo aquellos
considerados “puros” por la Biblia (Lv 11,9-12). Por eso, después de pescar había que tomarse el
trabajo de separar los peces permitidos de los prohibidos. Esto se ve en la parábola de la red,
contada por Jesús, que dice: “El Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar, y
recoge toda clase de peces; cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, y
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guardan los peces buenos (los puros) en canastas, y tiran los que no sirven (los impuros)” (Mt
13,47-48).
Pero no todos los pescadores se tomaban en serio este trabajo. Sólo lo hacían los pescadores
judíos, que observaban estas reglas, y que estaban afincados en el lago de Galilea. En cambio los
pescadores paganos, instalados en el mar Mediterráneo, no ofrecían ninguna garantía. Por eso,
tanto en Jerusalén como en el resto del país se consumía casi exclusivamente la producción del
lago de Galilea, donde trabajaba justamente Pedro y sus compañeros.
Trabajar cuando uno quiere
En tercer lugar, Pedro y sus compañeros trabajaban en el pueblo de Cafarnaúm (Mc 1,21), que era
la zona pesquera más próspera del lago de Galilea. En efecto, el norte del lago, donde estaba
Cafarnaúm, era (y sigue siendo hasta el día de hoy) la franja preferida de los pescadores. ¿Por
qué? Porque allí existe una fuente de aguas termales, llamada Tabga, que desemboca en el lago, y
vuelve más cálidas las aguas de los alrededores, haciendo que los peces prefieran quedarse en esa
área durante las temporadas frías. Así, el norte del lago aseguraba a los pescadores una excelente
producción tanto en invierno como en verano.
Todo esto contribuía, sin duda, a que Pedro y su familia gozaran de una buena posición
económica. En efecto, por los Evangelios sabemos que Pedro era propietario de una pequeña
empresa pesquera, y que contaba con un equipo de gente (Lc 5,7). Con él trabajaba su hermano
Andrés (Mc 1,16), además de los apóstoles Santiago y Juan (Lc 5,10). También colaboraba
Zebedeo, el padre de Santiago y Juan, y una cuadrilla de empleados contratados (Mc 1,20). Incluso
las barcas, con sus redes y aparejos, eran de su propiedad (Lc 5,3).
Esta situación financiera holgada les permitía, sin duda, trabajar cuando querían (Jn 21,1-3) y
descansar cuando les parecía (Lc 5,11). Así se explica que Pedro y Andrés pudieran suspender sus
tareas en la empresa durante largas temporadas, para permanecer como discípulos de Juan, el
Bautista y estudiar las Escrituras, antes de conocer a Jesús (Jn 1,40-42).
Los buscaron por la lengua
Hay otro detalle significativo que tira por tierra la imagen de incultos que tenemos de los
apóstoles. Sabemos que Pedro, Andrés y Felipe eran oriundos de Betsaida (Jn 1,44), localidad
situada en la orilla oriental del lago. Y ésta era una ciudad helenística, es decir, de cultura griega;
por lo tanto, gran parte de sus habitantes, además del arameo, hablaban griego.
Estos tres apóstoles, pues, estaban influenciados por la cultura griega, como se ve por sus
nombres de origen griego. En efecto, Pedro se llamaba originalmente “Simón”. Y si bien en hebreo
su nombre se pronuncia “Simeón” (como aparece escrito en 2 Pe 1,1), sabemos que en su pueblo
lo llamaban “Simón”, que es una forma griega (Mc 1,16; Mt 17,25; Lc 4,38). Por su parte, los
nombres de Andrés (= “viril”) y Felipe (= “amante de los caballos”) son también griegos. Y lo más
curioso es que estos dos apóstoles, a pesar de ser judíos, no tenían ningún nombre de origen
hebreo; sólo su nombre griego. Esto muestra el gran predominio de la cultura griega en los
pobladores de Betsaida.
Un pasaje del Evangelio parece confirmar este dato. En cierta ocasión, estando Jesús y sus
discípulos en Jerusalén, se acercaron unos griegos a Felipe para pedirle una audiencia con Jesús. El
hecho de que esos extranjeros buscaran a Felipe y no a otro discípulo, parece indicar que Felipe
era de cultura griega. A su vez, Felipe consultó a Andrés, y ambos fueron a hablar con Jesús sobre
los griegos (Jn 12,20-22). La escena parece dar a entender que Pedro, Andrés y Felipe hablaban
griego. Lo cual no es el todo descabellado ya que, como dueños de una pequeña empresa, a estos
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pescadores de Betsaida les venía muy bien conocer la lengua del comercio y la industria de aquel
tiempo, que era el griego.
Una extraña mudanza
Si seguimos rastreando en los Evangelios, encontramos más pistas sobre el nivel cultural de los
apóstoles de Jesús.
En efecto, si bien Pedro y Andrés habían nacido en Betsaida, sabemos que vivían y trabajaban en
Cafarnaúm (Mc 1,29). ¿Por qué trasladaron su empresa pesquera de Betsaida a Cafarnaúm, si las
dos ciudades estaban muy cerca la una de la otra, y bien ubicadas en el norte del lago?
El biblista irlandés Murphy O’Connor ha propuesto una hipótesis interesante, que parece
explicarlo. El trabajo de los pescadores no terminaba con la captura de los peces; también tenían
que salarlos para su conservación, ya que el calor de la región los descomponía rápidamente, y
ellos necesitaban conservarlos frescos para poder trasladarlos y venderlos en las demás ciudades.
Este proceso de salazón se realizaba en una ciudad llamada Tariquea. En los Evangelios es
conocida como Mágdala. De allí procedía María Magdalena, una de las discípulas de Jesús (Lc 8,2).
O sea que Tariquea (o Mágdala) era, en tiempos de Jesús, el gran centro industrial donde se salaba
el pescado. Su mismo nombre significaba “Pesca salada”.
Pero había un problema: Tariquea se hallaba en la costa oeste del lago. Y la costa oeste pertenecía
a la provincia de Galilea. En cambio la ciudad de Betsaida, donde Pedro y Andrés tenían en un
principio su empresa pesquera, estaba en la costa oriental, en la provincia de Iturea; es decir, era
otro país, con otro gobierno y otros impuestos. O sea que, mientras los pescadores de la costa
oeste no tenían problemas en llevar sus pescados a Tariquea, los de la costa este debían pagar
impuestos especiales por cruzar la frontera y salar sus peces.
Éste debió de haber sido el motivo por el que ambos hermanos decidieron trasladar la compañía a
Cafarnaúm, un pueblo de la costa oeste. Así no tendrían ya que pagar los aranceles fronterizos
para llevar sus productos a Tariquea. Pedro y Andrés, pues, eran hombres de negocios
emprendedores, que supieron encontrar la mejor salida industrial para potenciar la economía de
su empresa.
Vivir con la suegra
La arqueología también puede darnos una mano, en esta tarea de intentar conocer mejor la
situación social de Pedro y Andrés. En efecto, gracias a antiguas inscripciones descubiertas entre
los restos del antiguo pueblo, los arqueólogos han podido identificar y estudiar la casa en la que
vivían los dos pescadores, en Cafarnaúm.
Se trataba de una vivienda amplia, un poco más grande que la mayoría de las otras casas halladas
en Cafarnaúm. Estaba formada por un conjunto de siete habitaciones, agrupadas alrededor de un
patio común. En cada una de ellas residía una familia. Así se entiende que el evangelista Marcos
diga que la casa era “de Simón y de Andrés” (Mc 1,29), o sea, de los dos hermanos. Cada uno de
ellos tendría su mujer y sus hijos, que vivirían en una habitación distinta. A esto hay que agregar
que también en esa casa vivía la suegra de Simón (Mc 1,30), la cual a su vez podía haber tenido
otros miembros de la familia, como su marido, o hermanos. Era, pues, un complejo habitacional
compartido al menos por esas tres familias, además de otros posibles integrantes del mismo clan.
Aunque no era una casa lujosa, se pudo comprobar que estaba situada en el centro mismo del
pueblo, a sólo dos cuadras de la gran sinagoga, sobre la avenida principal de la ciudad, y a metros
de la orilla del lago. Todo esto revela el nivel socioeconómico elevado de sus ocupantes.
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No era por alabarse


Volvamos ahora a la pregunta inicial: ¿eran los apóstoles de Jesús gente ignorante y ruda? Si
resumimos las conclusiones que hemos presentado hasta aquí, más bien parece lo contrario.
Veamos.
Eran dueños de una pequeña empresa de pesca, que contaba con varios jornaleros más como
empleados. Se habían trasladado de su Betsaida natal a Cafarnaúm para obtener especiales
beneficios fiscales, mostrando así su capacidad de emprendimiento y su gran tacto para los
negocios. Eran personas hábiles, que dominaban su oficio de pescadores, y que se manejaban muy
bien en el mundo del comercio y las finanzas.
Tres de ellos (y tal vez algún otro más), por ser de Betsaida, eran bilingües, lo cual les permitía
moverse con soltura tanto en los ambientes judíos como en los círculos de lengua griega.
Llevaban un nivel de vida acomodado, como se deduce de la casa que tenían en Cafarnaúm
(amplia y cómoda, en pleno centro del pueblo, y a dos cuadras de la sinagoga), y por la casa
identificada por los arqueólogos en Betsaida como perteneciente a gente de la misma profesión.
Como empresarios eran hombres libres: podían elegir cuándo trabajar y cuándo cortar su jornada
laboral. Habían hecho además una importante inversión en barcas y en redes, que les aseguraba
un puesto de trabajo y una cierta independencia económica.
Todo esto nos enseña que cuando Pedro, hablando con Jesús sobre las riquezas, le dijo: “Nosotros
lo hemos dejado todo para seguirte” (Mc 10,28), no estaba haciendo ningún alarde, ni exagerando
las cosas. Cuando esos pescadores lo dejaron todo, en verdad dejaron mucho.
La confianza queda a salvo
San Juan, al final de su Evangelio, describe una escena de pesca en la que participan siete
apóstoles: Simón Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Tomás el Mellizo, Natanael y otros dos cuyos
nombres no se citan (Jn 21,1-11). Parece, pues, que al menos la mitad de los discípulos (y
precisamente los más significativos) eran pescadores.
Ahora bien, por el nivel de vida del que gozaban estos profesionales, podemos concluir que no
eran en absoluto gente ignorante, inculta y ruda, sino más bien personas idóneas para su tiempo,
preparadas y hábiles, capaces de comprender un mensaje como el predicado por Jesús, asumirlo
con sus vidas, y transmitirlo a las comunidades cristianas posteriores. Por lo tanto, la credibilidad
del Evangelio y la fiabilidad de las tradiciones que ellos comunicaron, por ese lado quedan a salvo.
La recompensa por seguirlo
Los apóstoles de Jesús eran expertos pescadores, y habían organizado sus vidas alrededor de su
profesión. Pero un día se cruzaron con Jesús, y descubrieron que aquel inmenso lago, fuente de
sus riquezas y prosperidad económica, ya no les atraía. Y tomaron la gran decisión de sus vidas:
dejarlo todo para irse con Jesús.
Así comprendieron que lo realmente valioso no era lo que habían dejado, sino lo que habían
adquirido. Porque cuando uno decide seguir a Jesús, descubre que las demás cosas no valían tanto
como antes pensaba.
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La actitud de los apóstoles nos enseña que el seguimiento de Jesús no es para gente mediocre. No
es para quienes no tienen nada más que hacer en la vida, o no encuentra otra cosa a la cual
dedicarse. No es para los desilusionados del mundo, o los que quieren huir de las realidades
materiales. No. Es para quienes tienen mucho que hacer en la vida. Para los que tienen
emprendimientos, están llenos de trabajo, repletos de actividades, y con grandes ambiciones en
sus negocios. Pero que a pesar de eso descubren en el seguimiento del Señor un camino más
perfecto para su oficio, y por eso deciden seguirlo.

¿Y qué obtendremos a cambio por haber dejado nuestras riquezas y seguir al Señor? La
recompensa consiste precisamente en haberlo seguido. En estar con él. No hay más tesoro
ni más recompensa que ésa. La felicidad es poder andar cada día con la seguridad, la paz, la
tranquilidad que da Jesús de Nazaret, sin importar a dónde nos lleve él. Porque si andamos
con Jesús, no existe el camino hacia la felicidad. La felicidad es el camino.
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