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El encuentro con el Otro

por Ryszard Kapuscinski


Letra Internacional nº 94, Primavera 2007

Desde siempre, el encuentro con el Otro ha sido una experiencia universal y fundamental
para nuestra especie.
Según dicen los arqueólogos, los primeros grupos humanos eran pequeñas familias o tribus
de treinta a cincuenta individuos. De haber sido más numerosas, su nomadismo habría
perdido rapidez y eficiencia. De haber sido más reducidas, la autodefensa eficaz y la lucha
por la supervivencia les habrían resultado más difíciles.
He aquí, pues, nuestra pequeña familia o tribu vagando en busca de alimento. De pronto, se
topa con otra familia o tribu y descubre que hay otras personas en el mundo. ¡Qué paso más
importante en la historia mundial! ¡Qué descubrimiento trascendental! Hasta entonces, los
miembros de estos grupos primigenios, que deambulaban en compañía de treinta o
cincuenta parientes, habían podido vivir en el convencimiento de que conocían a toda la
población mundial. Resultó que no era así: ¡habitaban el mundo otros seres similares a ellos,
otras personas! Pero ¿cómo actuar frente a semejante revelación? ¿Qué hacer? ¿Qué
decisión tomar?
¿Debían lanzarse en furibundo ataque contra esas otras personas? ¿Mostrarse indiferentes
y seguir su camino? ¿O, más bien, tratar de conocerlas y comprenderlas?
Hoy nos enfrentamos a la misma pregunta que nuestros antepasados hace miles de años.
Una pregunta que resulta tan apremiante, fundamental y categórica como entonces. ¿Cómo
debemos comportarnos con el Otro? ¿Cuál debería ser nuestra actitud hacia él? La situación
podría desembocar en un duelo, un conflicto o una guerra. Todos los archivos guardan
pruebas o testimonios de acontecimientos de este tipo. Y el mundo está jalonado de
innumerables ruinas y campos de batalla.
Todo ello demuestra el fracaso del hombre: no supo o no quiso llegar a un entendimiento con
el Otro. La literatura de todas las épocas y países ha hecho, de mil maneras distintas, de
esta situación de debilidad y tragedia su asunto central.
Sin embargo, también pudiera ocurrir que, en vez de atacar y combatir, esta familia o tribu
primigenia decidiese defenderse del Otro separándose y aislándose. Con el tiempo, esta
actitud deriva en las torres y puertas de Babilonia, la Gran Muralla china, el limes romano o
las pétreas murallas de los incas.
Afortunadamente, repartidas por en todo nuestro planeta hay pruebas abundantes de una
experiencia humana distinta: la cooperación. Me refiero a los restos de puertos, ágoras,
santuarios, plazas del mercado; a los edificios, todavía visibles, de antiguas academias y
universidades; a los vestigios de rutas comerciales como el Camino de la Seda, la Ruta del
Ámbar y la de las caravanas que atravesaban el Sahara.
En todos estos lugares, las personas se reunían para intercambiar ideas y mercancías. Allí
hacían sus transacciones y negocios, concertaban pactos y alianzas, descubrían metas y
valores compartidos. "El Otro" dejó de ser sinónimo de algo extraño y hostil, peligroso,
maligno y letal. Descubrieron que cada cual llevaba dentro un fragmento del Otro, creyeron
en ello y vivieron tranquilas.
Al toparse con el Otro, la gente tuvo, pues, tres alternativas: hacer la guerra, construir un
muro a su alrededor o entablar un diálogo.
A lo largo de la historia, la humanidad nunca ha cesado de oscilar entre estas alternativas y,
en distintas las épocas y las culturas, optó por una o por otra. Salta a la vista que, en esto,
la humanidad es voluble, no siempre se siente segura, no siempre pisa suelo firme. Es difícil
justificar las guerras. Creo que en ellas, invariablemente, todos pierden porque las guerras
son desastrosas para el hombre. Ponen de manifiesto su incapacidad para comprender, para
ponerse en el lugar del Otro, para actuar con sensatez y benevolencia. Por lo común, en
tales casos el encuentro con el Otro termina trágicamente en una catástrofe de sangre y
muerte.
En la época contemporánea, la idea que nos llevó a aislarnos del Otro, a rodearnos de
grandes murallas y anchos fosos, recibió el nombre de "apartheid". Equivocadamente,
circunscribimos este concepto a las políticas del régimen blanco sudafricano, hoy difunto. El
apartheid ya se practicaba en los tiempos más remotos. En términos sencillos, sus
partidarios proclamaban: "Cada uno es libre de vivir como le plazca, siempre y cuando esté
lo más lejos posible de mí si no pertenece a mi raza, religión o cultura". ¡Como si eso fuera
todo!
En realidad, estamos ante la doctrina de la desigualdad estructural de la raza humana. Los
mitos de muchas tribus y pueblos incluyen la convicción de que sólo nosotros somos
humanos -es decir, los miembros de nuestro clan o comunidad. Los demás, todos los
demás, son subhumanos o ni siquiera son humanos. Una antigua creencia china lo expresa
de manera excelente: el extranjero era visto como un engendro del diablo o, en el mejor de
los casos, una víctima del destino que no había logrado nacer chino. Esta creencia
presentaba al Otro como un perro, una rata o un reptil. El apartheid era, y sigue siendo, una
doctrina de odio, desprecio y repugnancia hacia el Otro, hacia el extranjero.
¡Qué diferente fue la imagen del Otro en la época en que cuando prevalecieron las religiones
antropomórficas, la creencia de que los dioses podían tomar la forma humana y actuar como
personas! Nadie podía decir si el caminante, viajero o forastero que venía hacia él era una
persona o un dios con aspecto humano. Esa incertidumbre, esa ambivalencia fascinante, fue
una de las raíces de la cultura hospitalaria que ordenaba prodigar atenciones al forastero, a
ese ser en última instancia incognoscible.
Cyprian Norwid se refiere a esto cuando, en su introducción a la Odisea, analiza las fuentes
de la hospitalidad que encuentra Ulises en su viaje de regreso a Itaca. "Allí, ante cada
mendigo y caminante extranjero -observa Norwid- la primera duda era si no lo enviaría Dios.
(...) Nadie podría haber sido recibido como huésped si la primera pregunta hubiera sido:
¿Quién es ese forastero? Las preguntas humanas venían una vez establecido el respeto
hacia la divinidad que había en él. A eso llamaban `hospitalidad y, por la misma razón, la
incluían entre las virtudes y las prácticas piadosas. Para los griegos de Homero, nadie era
`el último entre los hombres, siempre era el primero, es decir, divino."
En esta interpretación griega de la cultura de que habla Norwid, las cosas revelan un nuevo
significado favorable a las personas. Las puertas no están solamente para cerrarse contra el
Otro; también pueden abrirse a él e invitarlo a entrar. El camino no tiene que estar
necesariamente al servicio de tropas hostiles; por él también puede llegar hasta nosotros
algún dios vestido de peregrino. Gracias a esta interpretación, el mundo que habitamos
empieza a ser no sólo más rico y diverso, sino también más benévolo. Un mundo en el que
deseamos encontrarnos con el Otro.

Emmanuel Lévinas dice que el encuentro con el Otro es un "acontecimiento" o incluso un


"acontecimiento fundamental", la experiencia más importante, la que llega hasta los
horizontes más lejanos. Como es sabido, Lévinas fue un filósofo del diálogo, junto con
Martin Buber, Ferdinand Ebner y Gabriel Marcel (más tarde, el grupo incluiría a Jozef
Tischner). Ellos desarrollaron la idea del Otro como una entidad única e irrepetible,
contraponiéndose -de manera más o menos directa- a dos fenómenos del siglo XX: el
nacimiento de las masas, que abolió al individuo en cuanto ente autónomo, y la expansión
de las ideologías totalitarias destructivas.
Estos filósofos, para quienes el valor supremo era el individuo humano (yo, tú, el Otro),
intentaron salvarlo de su obliteración por obra de las masas y el totalitarismo. Por eso
fomentaron el concepto del "Otro" para subrayar las diferencias entre los individuos, entre
sus características no intercambiables e irreemplazables.
Fue un movimiento increíblemente importante que rescató y elevó al ser humano y al Otro.
Lévinas propuso que no sólo debemos dialogar cara a cara con el Otro: también debemos
"responsabilizarnos" por él. En cuanto a las relaciones con el Otro, con los demás, los
filósofos del diálogo rechazaron la guerra porque conducía al aniquilamiento. Criticaron las
actitudes de indiferencia o encastillamiento y, en cambio, proclamaron la necesidad -o aun el
deber ético- de acercarnos y abrirnos al Otro, de tratarlo con benevolencia.
Dentro del círculo preciso de estas ideas y convicciones, una actitud similar de indagación y
reflexión surge y se desarrolla en el gran trabajo de investigación de un hombre que estudió
y se doctoró en filosofía en la Universidad Jagielloniana, y fue miembro de la Academia de
Ciencias polaca: Bronislaw Malinowski.
Su problema fue cómo abordar al Otro, pero no como una entidad exclusivamente hipotética
y abstracta, sino como una persona de carne y hueso, perteneciente a otra raza, con
creencias y valores diferentes de los nuestros, y unas costumbres y una cultura propias.
Cabe señalar que el concepto del Otro suele definirse desde el punto de vista del hombre
blanco, del europeo. Pero hoy en día, cuando cruzo a pie una aldea montañesa en Etiopía,
los niños me siguen en alegre tropel y me gritan: "¡Ferenchi, ferenchi!" ("Extranjero, otro").
Este es un ejemplo del desmantelamiento de la jerarquía del mundo y sus culturas. Los
otros, en verdad, lo son, pero, para estos otros, el Otro soy yo.
En este sentido, todos estamos en el mismo barco. Todos los habitantes de nuestro planeta
son el Otro para los Otros, Yo para ellos y ellos para mí.
En la época de Malinowski y en los siglos anteriores, el hombre blanco, el europeo, emigró
de su continente casi exclusivamente para enriquecerse: para conquistar nuevas tierras,
capturar esclavos, traficar o difundir su fe. A veces, estas expediciones fueron terriblemente
sangrientas, como la conquista y colonización de América, Afrecha, Asia y Oceanía.
Malinowski partió hacia las islas del Pacífico con un objetivo distinto: aprender acerca del
Otro. Conocer las costumbres, la lengua y el estilo de vida de su prójimo. Quería verlo y
sentirlo personalmente, experimentarlo para luego poder hablar de ello. Tal empeño puede
parecer obvio, pero resultó revolucionario y puso el mundo patas arriba.
Expuso una debilidad o, tal vez, una mera característica que aparece en todas las
sociedades, aunque en diversos grados: a las culturas les cuesta comprender otras culturas,
y lo mismo les ocurre a los individuos que pertenecen a una cultura determinada cultura y
son sus partícipes y portadores. En concreto Malinowski, cuando llegó a las islas Trobriand
para hacer investigaciones de campo, declaró que los blancos con varios años de residencia
en el lugar no sólo no sabían nada sobre los aborígenes y su cultura sino que, además, la
idea que tenían de sobre ello era totalmente equivocada y estaba teñida por el desprecio y la
soberbia.
Como queriendo desafiar a las costumbres coloniales, Malinowski levantó su tienda de
campaña en medio de una aldea y convivió con los nativos. Su experiencia no resultó fácil.
En A Diary in the Strict Sense of the Term ("Un diario en sentido estricto"), menciona
constantemente sus problemas, enojos, desesperación y depresión. Liberarse de la propia
cultura cuesta caro. Por eso es tan importante tener una identidad propia, y una idea de
nuestra fuerza, valor y madurez. Sólo entonces podremos enfrentarnos confiadamente a otra
cultura. De lo contrario, nos recluiremos, temerosos, en nuestro escondite y nos aislaremos
de los otros.
Tanto más, por cuanto el Otro es un espejo al que nos asomamos, o en el que nos
observan, un espejo que desenmascara y desnuda y que preferiríamos evitar. Es interesante
señalar que mientras en su Europa natal se libraba la Segunda Guerra Mundial, el joven
antropólogo se concentraba en investigar la cultura del trueque, los contactos y rituales
comunes entre los habitantes de las Trobriand -a quienes dedicaría su excelente libro "Los
argonautas del Pacífico occidental"- y a formular su importante y tan raramente observada
tesis de que "para juzgar algo, hay que estar allí".
Malinovski propuso otra tesis más, increíblemente audaz para su época: no hay culturas
superiores o inferiores, sólo hay culturas diferentes, con diversos modos de satisfacer las
necesidades y expectativas de sus integrantes. Para él, una persona diferente, de una raza
y cultura diferentes, es una persona cuya conducta se caracteriza por la dignidad y el
respeto de los valores que reconoce, de su tradición y sus costumbres.
Si Malinowski inició su obra en el momento en que nacían las masas; nosotros vivimos el
periodo de transición de esa sociedad de masas a una nueva sociedad planetaria. Hay
muchos factores subyacentes: la revolución electrónica, el desarrollo sin precedentes de
todas las formas de comunicación, los grandes progresos en el transporte y el movimiento.
Y la consiguiente transformación, todavía en curso, de la cultura, en el sentido lato del
término, y de la conciencia de sí misma que tiene la generación más joven.
¿Cómo alterará esto las relaciones entre nosotros, que tenemos una sola cultura, y los
pueblos que tienen otra u otras? ¿Cómo influirá en la relación Yo-el Otro dentro de mi cultura
y más allá de ella? Es muy difícil dar una respuesta inequívoca y concluyente porque el
proceso está en curso y nosotros, inmersos en él, no tenemos la menor posibilidad de tomar
esa distancia que favorece la reflexión.
Lévinas consideró la relación Yo-el Otro dentro de los límites de una civilización única, racial
e históricamente homogénea. Malinowski estudió las tribus melanesias cuando todavía se
hallaban en su estado prístino, cuando aún no habían sido violadas por el influjo de la
tecnología, la organización y los mercados occidentales.

Hoy, esta posibilidad es cada vez menos frecuente. Las culturas se vuelven cada vez más
híbridas y heterogéneas. Hace poco, vi algo asombroso en Dubai. Una muchacha, sin duda
musulmana, caminaba por la playa. Vestía blusa y vaqueros muy ceñidos, pero llevaba la
cabeza, y sólo la cabeza, tan herméticamente envuelta que ni siquiera se le veían los ojos.
Hoy, escuelas enteras de crítica filosófica, antropológica y literaria se ocupan, sobre todo,
de la hibridación y la vinculación. Este proceso cultural está en marcha especialmente en
aquellas regiones en que las fronteras de los Estados también deslindan culturas diferentes
(por ejemplo, la frontera entre Estados Unidos y México) y en las megalópolis cuyas
poblaciones representan las más diversas culturas y razas (como Sao Paulo, Nueva York o
Singapur). Decimos que el mundo se ha vuelto multiétnico y multicultural, no porque haya
más comunidades y culturas de ese tipo que antes, sino más bien porque expresan con
mayor energía y arrogancia, y en voz más alta, su exigencia de ser aceptadas, reconocidas
y admitidas en la mesa redonda de las naciones.
Sin embargo, el verdadero desafío de nuestro tiempo, el encuentro con el nuevo Otro,
también deriva de un contexto histórico más amplio. En la segunda mitad del siglo XX, dos
tercios de la humanidad se liberaron de la dependencia colonial para convertirse en
ciudadanos de sus propios Estados que, nominalmente al menos, eran independientes. De
forma gradual, estos pueblos comienzan a redescubrir su pasado, sus mitos y leyendas, sus
raíces, sus sentimientos de identidad y, por supuesto, el orgullo que eso genera. Empiezan
a percatarse de que son los amos de su propia casa y los capitanes de su destino. Y miran
con aborrecimiento cualquier tentativa de reducirlos a cosas, a figurantes, a víctimas y
objetos pasivos de una dominación.
Durante siglos, nuestro planeta estuvo habitado por un pequeño grupo de gente libre y
grandes multitudes esclavizadas. Ahora, lo colman cada vez más naciones y sociedades
con un sentimiento creciente de su valor e importancia individuales. A menudo, este proceso
ocurre en medio de enormes dificultades, conflictos, dramas y pérdidas.
Quizás estemos avanzando hacia un mundo tan absolutamente nuevo y transformado, que
nuestra experiencia histórica no bastará para comprenderlo y movernos en él. En todo caso,
el mundo en el que entramos es el Planeta de las Grandes Oportunidades. Pero éstas no
son incondicionales; más bien, están abiertas únicamente a quienes tomen en serio su
trabajo y, así, demuestren que se toman en serio a sí mismos. Es un mundo con muchas
ofertas potenciales, pero también con muchas exigencias, y en el que, a menudo, los atajos
fáciles no llevan a ninguna parte.
Nos toparemos constantemente con el nuevo Otro que, poco a poco, irá emergiendo del
caos y el tumulto actuales. Este nuevo Otro podría surgir del encuentro de dos corrientes
contradictorias que modelan la cultura del mundo contemporáneo: la globalización de nuestra
realidad y la conservación de nuestra diversidad y singularidad. Tal vez, el Otro sea el hijo y
heredero de estas dos corrientes.
Deberíamos buscar el diálogo y el entendimiento con el nuevo Otro. Los años vividos entre
pueblos remotos me enseñaron que la bondad hacia el prójimo es la única actitud que puede
tocar el punto sensible, humano, del Otro. ¿Quién será este nuevo Otro? ¿Cómo será
nuestro encuentro con él? ¿Qué diremos y en qué idioma? ¿Podremos escucharnos
mutuamente? ¿Podremos comprendernos?
Me pregunto si tanto nosotros como el Otro desearemos apelar (y aquí cito a Conrad) a
aquello que "habla a nuestra capacidad de deleite y asombro; a la sensación de misterio que
rodea nuestra vida; a nuestro sentimiento de piedad, belleza y dolor; al sentimiento latente
de confraternidad con toda la Creación. Y a la convicción, sutil pero invencible, de una
solidaridad que entrelaza la soledad de innumerables corazones: la solidaridad en los
sueños, la alegría, la pena, las ambiciones, las ilusiones, la esperanza, el miedo. La que une
a los hombres y a toda la humanidad: los muertos a los vivos y los vivos a los que están
aún por nacer".
Por Cracovia, 2005
El autor es periodista y escritor; entre sus libros, figuran El emperador y El sha. Esta
nota se basa en su conferencia de apertura del período lectivo de verano en la
Universidad Jagielloniana de Cracovia.
© Ryszard Kapuscinski/Nobel Laureates Plus y LANACION
(Traducción: Zoraida J. Valcárcel)

Entrevista con Ryszard Kapuscinski


Por Ricardo Cayuela Gally
Testigo privilegiado de la segunda mitad del siglo XX, Kapuscinski (Los
cínicos no sirven para este oficio, Anagrama, 2002) ha dejado en sus
libros la honda crónica —política, humana— de muchos de los conflictos
que han moldeado nuestro presente. En esta conversación, el aclamado
periodista reflexiona sobre las guerras de hoy y las de ayer, y sobre las
pautas que regirán las guerras de mañana.
La realidad de Varsovia es tan dramática, y las huellas de la guerra se hallan tan presentes, que las postales que
se venden en los hoteles son muchas veces las imágenes de las ruinas dejadas por el ejército alemán. Varsovia
fue víctima doble: del ejército alemán, que la destruyó tres veces: en 1939, durante la invasión que marca el
comienzo de la Segunda Guerra Mundial; en 1943, como castigo inmisericorde al levantamiento del gueto judío;
y en 1944, como represalia a la sublevación ciudadana contra la ocupación. Y del ejército ruso, que invadió
Polonia del Este gracias al protocolo secreto de los acuerdos Molotov-Ribbentrop, con Katyn de emblema, y que
no socorrió a los patriotas polacos sublevados al detener sus tanques y artillería a orillas del Vístula en plena
ruta a Berlín. Salvo algunas manzanas del viejo casco histórico, reconstruidas a conciencia, y el circuito del
Parque Lazienki, el resto de la ciudad alterna la cal viva de la guerra con la arquitectura y la concepción urbana
del bloque soviético, con el Palacio de la Cultura y la Ciencia, "regalo de los pueblos de la URSS al pueblo
polaco", de mastodóntico epicentro. Quizá por ello sorprenden tanto las nuevas construcciones que crecen a lo
largo y ancho de la ciudad. Tienen algo paradójico, casi cruel, las luminosas tiendas y los relumbrantes nuevos
comercios en un mar urbano tan adverso. Pero no por su presencia, islas en el mar de los sargazos, sino
porque de tan contrastantes producen vértigoretrospectivo: saber lo que pudo ser y no fue por tantos años. Pero,
quizá regida por la ley de las compensaciones, Varsovia irradia energía y vitalidad. Y pese a que mis juicios son
los de un turista apresurado sin un mínimo de competencia en polaco, la simple cartelera de teatro, cine,
exposiciones y conciertos del mes es deslumbrante. Una manzana sí, otra también, una nueva librería sale al
paso del transeúnte, con estanterías repletas de obras traducidas de todas las lenguas de Babel, y lectores,
muchos lectores. Por otras referencias, como los ensayos de Sergio Pitol sobre su estancia de muchos años en
esta capital, sé que esto es sólo la punta del iceberg de una vida cultural riquísima.

     A lo largo de su carrera como corresponsal, Ryszard Kapuscinski ha cubierto decenas de revoluciones,
revueltas, rebeliones —la erre como motor inicial del cambio—, guerras, golpes de Estado, genocidios —la ge
como sinónimo de sangre—, preocupado más por las causas de los conflictos y por el sufrimiento que provocan
en la gente común que por lo efímero de las últimas noticias. En español, la editorial Anagrama ha publicado
seis títulos de los más de veinte que comprende su obra (El Emperador, El Sha, El Imperio, La guerra del futbol,
Ébano y Los cínicos no sirven para este oficio) y prepara una antología de sus reflexiones sobre el mundo y el
trabajo de reportero, agrupadas en polaco, en varios volúmenes, bajo el título de Lapidarium, la vitrina en donde
los museos exhiben los pedazos rotos, pero de indudable valor, que no logran conformar una pieza única.
     Kapuscinski me recibe una soleada mañana de junio en su estudio, un pequeño ático adjunto a su
departamento del centro de Varsovia, el lugar de descanso y trabajo de un nómada infatigable, el escritor que ha
sido definido como el último humanista y el mejor periodista del mundo. Testigo privilegiado e intérprete lúcido
de un siglo en llamas. Me encuentro con un anfitrión amable y sonriente, modesto como suelen ser casi todos los
grandes, que me confiesa de entrada, como una sutil forma de la hospitalidad, su nostalgia del sol, la gente y la
comida de México (el orden de la enumeración es del propio Ryszard), en donde vivió cuatro años como
corresponsal de la Agencia de Noticias Polaca para Latinoamérica. Tardé en advertir que gracias a sus reflejos
profesionales la cita había comenzado de la peor manera posible, pues era él quien me estaba entrevistando a
mí: de dónde soy, cómo está México, qué tal la revista en España. Lo que sigue es la manera que encontré de
darle la vuelta al rumbo inicial de la conversación.
      
     La primera impresión que tiene un lector suyo es sorprenderse —y no pocas veces emocionarse— con la
enorme capacidad de empatía que tiene usted con las situaciones extremas y con su capacidad de soportar
condiciones terribles con tal de llegar a la gente y narrar su historia. ¿Fue Polonia una buena escuela de
estoicismo?
Nací en una parte de Polonia que ahora forma parte de Bielorrusia, muy al este de Varsovia, fuera de nuestras
fronteras actuales. Era la parte más pobre de Polonia y posiblemente de Europa. De hecho, sigue siendo muy
pobre. Una tierra desgraciada, de pocos recursos y de una gran escasez. Cuando empecé a viajar por nuestro
planeta como corresponsal extranjero encontré un lazo emocional con las situaciones de pobreza en los llamados
países del Tercer Mundo. Era como regresar a los escenarios de mi niñez. De ahí nace mi interés por estos países.
Por eso me interesan los temas que tocan la pobreza y lo que produce: conflictos, guerras, odios.

¿Vivió usted la guerra en Varsovia? ¿Cuál es su relación con esta ciudad?


Cuando llegué a Varsovia tenía doce años. La guerra la viví como población en tránsito. Mi familia huyó de las
desgracias del frente y pasé los años de la guerra en distintas partes de Polonia, siempre como refugiado. Varsovia
ha sido a lo largo de su historia una ciudad muy valiente y rebelde y ha sido castigada en consecuencia. Destruida
muchas veces, siempre renace de sus cenizas. Su historia es un péndulo de destrucción y reconstrucción. La
Segunda Guerra Mundial fue un desastre total para esta ciudad. No fue sólo la destrucción de sus edificios,
monumentos y patrimonio artístico, sino la destrucción de todos o casi todos sus habitantes. La población actual de
Varsovia está compuesta por la gente que vino de fuera a poblarla, tras la guerra, porque su población histórica fue
aniquilada. Todos somos nuevos ciudadanos de Varsovia.

¿Cuáles son las características de las guerras actuales? ¿Estamos ante un nuevo tipo de guerra?
Tradicionalmente la guerra fue un enfrentamiento entre Estados. Un conflicto entre fuerzas armadas organizadas y
jerarquizadas, representantes armados del Estado. El objeto de las guerras ha sido siempre la conquista territorial y
la derrota del enemigo estatal. En ese sentido, la guerra tradicional es un fenómeno muy bien definido. Ahora
tenemos un nuevo tipo de guerra. Ya no tenemos guerras de Estados como tales. El objeto ya no es la conquista
territorial. En el mundo moderno el territorio dejó de ser símbolo de prestigio. Un país puede tener un territorio
enorme, pero eso no significa que sea poderoso. Al revés. Muchos países con grandes territorios son muy débiles
como Estados. Por ejemplo, Sudán. El territorio no tiene importancia. Lo que cuenta es el poder económico y
militar. Se cambiaron los actores y los objetivos de la guerra. Ahora tenemos muchos actores distintos: mafias,
milicias tribales, terroristas, narcotraficantes, mercenarios. Se trata de grupos armados que se independizaron del
Estado. El Estado como tal ha perdido el monopolio del instrumento de la violencia, rompiendo con una de las
definiciones tradicionales de la naturaleza de todo Estado: el de monopolista de los instrumentos de violencia. Los
actores de la violencia se han "democratizado" y actúan de forma independiente, y son estos grupos los que
empezaron a crear nuevas situaciones de conflicto militar.
     La guerra tradicionalmente fue financiada por el Estado, con recursos del Estado. Ahora estos grupos que
utilizan la violencia a su libre arbitrio se autofinancian, ya sea mediante el robo, o la inversión en paraísos fiscales,
o el lavado de dinero, o la invasión y uso de las minas de diamantes o el dinero del narco, y se vuelven
independientes económicamente. Ya no necesitan al Estado, al contrario, el Estado se convierte en su enemigo
principal. En su competencia.
     Esta es la primera diferencia: la independencia y proliferación de estos grupos armados autónomos. Junto a
esto, tenemos un tremendo desarrollo de la tecnología en el armamento y un aumento espectacular del mercado
negro de armas. Además, no sólo las armas ligeras actuales son muy precisas, sino que son muy fáciles de
manejar, lo que permite a estos grupos contratar gente desesperada, niños huérfanos, desocupados, mercenarios,
para engrosar las filas de sus ejércitos particulares.
     En este escenario, las fuerzas armadas tradicionales son una cosa antigua, sin sentido, sin poder real para
enfrentarse a estas nuevas situaciones. Los ejércitos tradicionales están estructurados para otros fines y no tienen
capacidad de respuesta, son muy lentos y muy burocráticos. La situación actual es paradójica: cuanto más se
desarrollan estos grupos militares autofinanciados no gubernamentales, más se empeñan las fuerzas armadas en un
plan arcaico, estatal y sin sentido.
     El sentido de la guerra, según Clausewitz y todos los clásicos del tema, es defender un Estado o atacar a otro
Estado. Todo conflicto se daba en un plano estatal. De ahí nacen, por ejemplo, las alianzas militares y de defensa.
Los nuevos actores de las guerras se basan no en el pensamiento estatal sino en el pensamiento tribal, racial, de
identidad, religioso. Todos son objetivos particulares. Se lucha por promover un grupo étnico, los intereses de una
minoría, ciertos objetivos religiosos, y esto cambia las reglas del juego.
     En ese mundo descentralizado y posmodernista existe todo un conjunto de conflictos armados muy cambiante.
Nada es permanente. Los aliados de hoy se enfrentan mañana y las alianzas se rompen cada día.

Lo curioso es que persisten los conflictos tradicionales entre Estados, como sucede entre la India y Pakistán.
Nuestro mundo es muy grande. Somos seis mil millones de hermanos en esta tierra. Tenemos una gran variedad
de situaciones. Todo es posible, pero lo interesante es describir lo que es nuevo, no lo que ya se conoce. Además,
el conflicto entre la India y Pakistán también está vinculado con estas nuevas situaciones por la guerrilla en
Cachemira. Junto a las fuerzas armadas estatales tenemos a esos grupos armados y junto a esa situación de
conflicto fronterizo entre Estados tenemos un conflicto religioso.
     El nuevo problema es que los poderes estatales ya no controlan al cien por ciento la situación y eso los vuelve
más peligrosos. Ni el presidente de Estados Unidos ni nadie. Los grandes líderes sólo pueden influir de manera
parcial, porque la situación en el mundo contemporáneo tiende grandemente a la dispersión particular de los
conflictos armados y eso los vuelve más peligrosos.

¿Cuál es su lectura de los terribles sucesos del 11 de septiembre?


Primero, el mundo es cada vez menos posible de controlar, está lleno de fuerzas independientes, que se rigen por
su propia lógica y bajo su propia estructura de interacción y esto es un problema muy grande para el futuro de
nuestro planeta. El mundo globalizado no tiene ningún poder global que pueda controlar a estas nuevas fuerzas de
las que venimos hablando. Este es el escenario en el que discutimos las nuevas guerras.

Y con el peligro adicional de que estos grupos independientes de los Estados en algún momento tengan la
capacidad de crear o adquirir armas de destrucción masiva.
Todo es posible. Lo más preocupante es que no sabemos en qué momento uno u otro grupo va a ser dueño de una
valija nuclear, que no deja de ser un pequeño dispositivo que se puede esconder en un contenedor. The Economist
publicó hace poco unos datos increíbles: en el mundo se mueven quince millones de contenedores, que representan
el 90% del comercio mundial, y sólo el 2% puede ser controlado por las aduanas. No hay fuerza aduanera que
pueda controlarlo todo.
     Esa es la discusión después del 11 de septiembre.

Ese es el problema más fascinante e importante. El desarrollo de la economía occidental en general y


norteamericana en particular depende del libre comercio. Si se impone el control, se hace muy difícil y lento el
movimiento de mercancías y se afecta toda la economía. En el mundo actual los componentes de un producto
cualquiera se hacen en diferentes partes del planeta, para terminar armándose en otro lugar distinto. Si imponemos
un control estricto de todos los contenedores, entonces la economía mundial se detiene.
     El mundo es muy frágil y cualquier esfuerzo de control severo y revisión aduanera exhaustiva lo puede
desintegrar. El desasosiego de los hombres del poder en Washington, entre los defensores del libre comercio y el
neoliberalismo, es que saben que cualquier tipo de reglas de control en aras de un mejor manejo de la lucha contra
el terrorismo implica una contradicción de sus postulados básicos.
     La guerra contra el terrorismo sólo se puede ganar introduciendo el estalinismo y entonces sí, en un mes, se
gana esta guerra. Pero ello significa el fin de la sociedad libre y de la hegemonía de los Estados Unidos. La
alternativa es un mundo en riesgo, pero abierto, o un mundo detenido, cerrado, pero seguro. Toda vía intermedia
implica saber de antemano que no hay manera de ganar la lucha contra el terrorismo de manera total.

Las democracias se basan entre otras cosas en la libertad individual, pero el individuo puede usar esta libertad
de una manera irresponsable.
Así es. Aquí es donde la civilización occidental, y especialmente norteamericana, se topa con su principal
contradicción después del 11 de septiembre. O seguimos el camino de la civilización abierta y entendemos y
aceptamos el hecho de que la lucha contra el terrorismo es una lucha sin victoria, y que contra el terrorismo tan
sólo cabe limitar su existencia, o introducimos reglas fuertes de control y eso quiere decir que se detiene toda la
economía estadounidense y mundial.

La guerra implicaba el sacrificio de los propios soldados. Desde la guerra de Irak asistimos al espectáculo de
las guerras sin víctimas de uno de los bandos. Antes de empezar, uno de los contendientes sabe que está
liquidado y que no tendrá la opción de ver al enemigo. ¿No es esto una invitación a buscar "compensaciones" a
través del terrorismo, por más repugnante que nos parezca desde el punto de vista moral?
Estamos encarando unos fenómenos nuevos en la historia de la humanidad para los que no tenemos ni siquiera un
lenguaje propio que los describa. En el mundo actual ya no hay certezas y estamos a la búsqueda de nuevas
definiciones. Lo único que podemos hacer son reflexiones parciales y temporales.
     La civilización moderna en Occidente se basa en el entretenimiento. Es una cultura de la alegría consumista, de
las eternas vacaciones, del turismo, del ocio, del tiempo libre, de las compras sin fin. Los líderes de estos países
saben que una sociedad así, hedonista, lo último que quiere saber es de víctimas y de guerras. Pero al mismo
tiempo, el mundo occidental necesita fortalecer su presencia en el mundo, mantener sus reservas de gas y petróleo
y todas las cosas que se derivan de este imperativo. Y esto sin poner en contra a la opinión pública de sus países,
incluso diría de nuestros países. Por ello tuvimos que inventar un método que, por un lado, permita a la sociedad
continuar con su ritmo de consumo y su vida dedicada al ocio y, por el otro, simultáneamente, conserve nuestros
recursos y nuestra influencia en el mundo. De ese dilema viene el concepto de guerra sin víctimas, único en la
historia de la humanidad.
     La escena del cadáver del piloto de avión arrastrado por las calles de Mogadiscio durante la intervención
norteamericana en Somalia indignó de tal manera a la opinión pública de su país que obligó a la administración de
George Bush a ordenar la salida inmediata de Somalia. La única manera de justificar las guerras y mantenerse en el
poder es que éstas se desarrollen sin víctimas.
     Este tipo de guerra es posible gracias a un enorme y rápido desarrollo electrónico y tecnológico, son guerras
informáticas, y gracias a un elevado gasto militar, ya que son guerras costosísimas, porque todos los dispositivos
de esta nueva guerra cuestan fortunas. La tecnología y el dinero permiten inventar esta nueva estrategia y nuevo
modelo de guerra, basado en la información y en la comunicación y que requiere fondos sin límites para inventar y
desarrollar aviones o tanques sin piloto, con todo su sofisticado sistema a control remoto. Eso se usó por primera
vez en Irak, luego en Kosovo y ahora de nuevo en Afganistán.
     Sin embargo, ya sabemos lo que ese tipo de guerras significa. Aunque salve a nuestros soldados,
simultáneamente implica enormes pérdidas en esos países. Se trata de un bombardeo inclemente. Se destruyen
puentes, carreteras, cuarteles, edificios y se causan muchas víctimas, la mayoría de civiles inocentes.
     Claro que las sociedades que son víctimas de estas nuevas guerras sin soldados albergan un enorme sentido de
venganza y de buscar hacer daño, y por ello el terrorismo crece. La guerra contra el terrorismo, con estos métodos,
es fuente de más terrorismo y todo deriva en un círculo vicioso.
¿Se pueden cubrir estas nuevas guerras? ¿Cuál debe ser el papel, el trabajo del periodista y del corresponsal en
estos escenarios?
Cuando me pidieron ir a la guerra de Irak yo dije que no: no me interesaba este tipo de cobertura que depende sólo
de los boletines del estado mayor. Así no hay periodismo posible, ya que no hay forma de saber sobre el terreno
en qué medida esa información refleja o no la realidad.

Y en el caso de las guerras de los grupos independientes y autofinanciados, ¿cómo acercarse a ellas?, ¿cómo
reportarlas?
Un problema no menor es que todos los actores de estas nuevas guerras pierden sus rasgos distintivos. Todos
tienen los mismos emblemas, trajes, armamentos. Y las alianzas cambian todo el tiempo. Todo se hace oscuro y
poco definido.
     Yo creo que no estamos todavía preparados mentalmente para ajustar nuestro oficio a esta situación. Por
ejemplo, el material que he leído sobre la guerra de Afganistán refleja esta situación de falta de orientación. Detecto
diferentes estrategias de los reporteros adscritos a la guerra: unos trataron de poner el énfasis en el conflicto
religioso y leer el problema como un choque entre el Islam y la democracia; otros trataron de tener una perspectiva
humanitaria y cubrieron los campos de refugiados y las condiciones de pobreza del pueblo afgano; pero nadie
pudo tener una visión de conjunto. Antes, el corresponsal de guerra podía viajar de un lugar a otro, reportar el
movimiento de las tropas, saber qué piensa la retaguardia, tener una visión del estado mayor y del soldado
ordinario. Eso ya no existe. El mandato del estado mayor de vedar el acceso a los medios y el hecho de que no hay
un campo de guerra definido y de que todo es muy frágil y cambiante han convertido el trabajo del corresponsal de
guerra en algo imposible. Los soldados no se ven, quizá ni existen, y los otros están escondidos y son
impermeables.
     Paradójicamente estamos en la situación en que los que se encuentran en los lugares de control total tienen más
información que los que se encuentran en el terreno mismo, ya que pueden reunir todas las informaciones parciales
y manejarlas; en cambio, el enviado tiene sólo un fragmento de la realidad, lo que alcanza a ver con sus propios
ojos, y el pobre reportero ve poca cosa. No se puede mover, no conoce el idioma local, no conoce las costumbres
de la zona, no existen mapas ni carreteras, los lugares son inseguros y por ello sólo ve un fragmento limitado del
conflicto.
     La primera vez que me enfrenté a una situación como ésta fue en 1974. La guerra de Angola fue el principio de
este nuevo tipo de guerras, sin fronteras, de unos grupos armados que cambian de bando todo el tiempo, robando,
destruyendo, ocupando las minas de diamantes y los campos de explotación petrolera y autofinanciándose. Angola
fue el origen de este nuevo tipo de guerra. Luego eso se repitió en Somalia. En aquel tiempo, como eso no tocaba
intereses occidentales, no ameritaba ningún tipo de atención. En mi libro Another day of life (Vintage, Nueva
York, 2001), dedicado a la guerra de Angola, hablo precisamente de este fenómeno y de cómo el Pentágono y la
OTAN tarde o temprano tendrían que desarrollar nuevas formas de combatir a estos ejércitos particulares.

La salida que se anuncia es a través de los servicios secretos y el contraespionaje, ¿no le parece?
Pero eso requiere enormes cambios estructurales. Un cambio increíble. Conocer el mundo, aprender idiomas,
estudiar otras costumbres. En fin, un cambio de mentalidad muy grande y complejo.

En el libro El Sha narra la revolución que derrocó la dictadura de Reza Pahlavi. Mi lectura de ese libro es que
los partidarios del ayatola Jomeini se adueñaron de un movimiento mucho más amplio, orquestado como
rechazo a la dictadura del Sha y no forzosamente como apoyo a las tesis integristas. La revolución fue
"expropiada".
La revolución de Irán fue la última gran revolución de masas del siglo XX. No hemos vivido hasta el día de hoy
ninguna revolución tan multitudinaria como aquélla. Fue un evento único. No podemos encontrar ningún
movimiento de ese tamaño en ninguna parte del mundo. En efecto, la revolución empezó como un movimiento
democrático en contra del régimen autoritario y represivo. La revolución no empezó como una lucha entre
Occidente y el Islam, sino como una batalla entre la democracia y la dictadura. La contradicción, casi diría el dilema
histórico, es que cuando un movimiento trata de democratizar un Estado multinacional y multicultural como Irán
inmediatamente entra en cuestión la supervivencia del propio Estado, ya que las minorías oprimidas entienden la
democratización como la lucha por la independencia. Entonces el lema democratización que los agrupa significa
cosas distintas para cada cual, y eso entraña el peligro del fin del Estado e inmediatamente empieza la lucha entre
las distintas facciones que hicieron posible la revolución, en la que acaba imponiéndose la más fuerte.
     Ese fue el dilema de la URSS y la perestroika. No se puede independizar el poder multinacional creado como
poder represivo porque entra en juego el interés de minorías oprimidas que quieren usar la situación de
democratización para sus propios fines y desintegrar el Estado. Eso pasó con la Unión Soviética y eso explica la
independencia de Ucrania, Uzbekistán, Georgia, Armenia.
     Lo mismo pasó en Irán. Cuando empezó la revolución, las minorías (kurdos, árabes, turcos, afganos) quisieron
imponer sus intereses, pero la ola de nacionalismo farsi musulmán se impone e inmediatamente empieza la lucha
contra sus antiguos aliados que la apoyaron al principio. Y ahí se termina la revolución democrática y nace la
nueva tiranía. La revolución empezó contra las fuerzas antidemocráticas del Sha y terminó con la victoria de las
fuerzas antidemocráticas del ayatola Jomeini en el poder.

En El Emperador narra el alucinante reinado de Haile Selassie en Etiopía, pese a que usted había llegado a
Addis Abeba a cubrir, como corresponsal, su derrocamiento y los problemas de la revolución triunfante. ¿Cómo
descubrió que lo que tenía que contar era el pasado y no el presente, que lo original estaba atrás y no enfrente?
Mi problema es que quería tener dos papeles. Por una parte, como corresponsal, tenía que cubrir lo que estaba
pasando sobre el terreno y esa fue mi obligación profesional, pero por otra, de manera simultánea, yo tenía
pasiones propias, privadas, de temas que me fascinaban personalmente.

Fui corresponsal de la Agencia de Prensa Polaca porque era casi la única forma que tenía en aquel entonces de
viajar, que es lo que realmente quería hacer. Conocer el mundo y su gente. En cierto sentido, tuve que venderme a
la agencia para poder viajar y buscar mis propios intereses personales y desarrollar mis ambiciones literarias. Es el
precio que tuve que pagar. Por ello, mis libros son distintos de mi labor periodística como corresponsal.
     En mi trabajo como corresponsal escribí sobre el general Mengistu, el terror en las calles y todos esos
acontecimientos, pero mis libros reflejan mis pasiones personales. Me fascinaba la estructura del poder autoritario
y su funcionamiento, y encontré en el régimen de Haile Selassie y en la forma en que funcionaba su palacio y su
corte un ejemplo fascinante de poder autoritario. Me fascinaba tanto ese tema porque en Polonia vivíamos bajo un
régimen autoritario y esas analogías de funcionamiento me parecían chocantes y clarificadoras a un tiempo.
Además, ya había escrito mucho sobre las revoluciones y su lógica. Ahora quería escribir sobre las dictaduras y su
funcionamiento interno.

En Ébano afirma que la verdadera África no está en los hoteles para turistas ni en los barrios importantes de
sus capitales, que son iguales en todo el mundo. Y usted sale a buscarla: recorre sus míseros mercados, sus
caminos paupérrimos, su campo desolado, y entra en contacto con la gente que la habita. ¿Qué le dejó esa
África profunda, asumiendo que existe algo tan vasto y diverso como África, como usted mismo advierte en la
apertura de su libro?
Yo distingo dos tipos de civilizaciones a lo largo de la historia. Las civilizaciones de desarrollo y las de
supervivencia. El antiguo Egipto fue una civilización de desarrollo y siglos después devino en una de
supervivencia. Lo mismo pasa con la cultura asiria o sumeria. Al revés también sucede: Japón, hasta la segunda
mitad del siglo XIX, fue una civilización de supervivencia y luego devino en una de desarrollo. En el mundo
presente la civilización de desarrollo es la occidental y la de supervivencia es la africana. En ambos mundos la
gente pone mucha energía, pero esa energía está dirigida a cosas muy distintas. En las primeras, la energía humana
está concentrada en el desarrollo técnico y científico. En las segundas, la energía humana está concentrada en
sobrevivir: en comer un día más, en beber un día más.
     África tiene tres condiciones adversas: un clima pésimo, una tierra muy mala y poco productiva y una enorme
deficiencia de agua. Y toda su energía está concentrada en mantenerse en tales condiciones. La lucha de la gente
africana por la supervivencia despierta en mí todo el respeto. En esas situaciones de pobreza, hambre y
condiciones adversas, vinculadas a conflictos violentos, guerras y matanzas, la gente africana mantiene rasgos de
una enorme humanidad: son hospitalarios y conocen el valor de la alegría en medio del dolor. En África nunca me
he sentido ni perdido, ni aislado ni con miedo.

Además de estas condiciones adversas de clima, suelo y falta de agua, lo mejor de su fuerza de trabajo, durante
siglos, fue sacrificada bajo la terrible palabra de la esclavitud.
Efectivamente. Tres siglos de terrible esclavitud y no sólo por el robo descarado de su gente, sino por el saqueo de
sus riquezas y la destrucción de su medio ambiente. Y luego cien años de colonialismo también, en muchos
aspectos, muy destructivo. Su historia es muy trágica, pero el hecho de que esa gente sobreviva, y sepa reírse,
demuestra que tiene un alma maravillosa.

Una de las crónicas más interesantes de su libro La guerra del fútbol es justamente la del enfrentamiento bélico
entre El Salvador y Honduras, que si bien tenía raíces más profundas se desató, al menos como casus belli, por
el maltrato recíproco de los hinchas de cada país durante una eliminatoria mundialista. De las tribunas de un
estadio a la guerra entre dos Estados. ¿No es esta la guerra más absurda que ha cubierto?
En aquel entonces yo era corresponsal con base en México, pero como mi agencia era pobre, tenía que cubrir toda
Latinoamérica. Fue un tiempo muy agitado para el continente: movimientos guerrilleros, golpes de Estado, y yo
tenía que viajar todo el tiempo. América Latina era por aquel entonces dinamita.
     En ese clima estalló esta guerra, la penúltima defensa de los grandes terratenientes salvadoreños. Las famosas
catorce familias que controlaban todo el país. Los salvadoreños temían la emigración hondureña hacia sus tierras,
ya que consideraban que esos pobres campesinos hondureños eran una suerte de agentes de Castro que se
internaban en el territorio de El Salvador para hacer la revolución. Las fuerzas salvadoreñas trataban de controlar
los movimientos de campesinos hondureños, pero no podían por razones geográficas y por carecer de recursos, y
esa penetración siguió. Toda América Central era muy pobre. Tegucigalpa era una ciudad diminuta y muy pobre.
En esa atmósfera estalló esa guerra. Fue una guerra muy cruel aunque duró poco tiempo. Me acuerdo de sus
aviones pasando y bombardeando. Cada país tenía uno o dos aviones solamente y por ello era un poco grotesco,
pero de manera muy trágica. En el libro quise reflejar también lo que significa el futbol, como motor de la identidad
nacional, en la cultura latinoamericana.

Usted ha dicho que la historia del siglo XX no es sólo la historia de las guerras mundiales y las dictaduras, sino
también la de dos grandes procesos: la descolonización y la otra migración del campo a la ciudad. A mi juicio,
el siglo XXI es el de una tercera ola de transformación: la emigración de los países pobres a los países ricos.
¿Cuál es su lectura de la migración y de la respuesta europea a este fenómeno relativamente reciente?
Los tres procesos tienen un rasgo común: son irreversibles. No va a parar ninguno de ellos. Son una parte integral
de nuestra civilización contemporánea y definen su carácter. Estos procesos reflejan dos características esenciales
de la humanidad: el anhelo de mejorar las condiciones de vida y el enorme desarrollo de los medios de transporte y
locomoción. La emigración es la combinación de la esperanza humana y el movimiento. La esperanza se realiza a
través de la noción del movimiento. La gente va a seguir buscando mejorar su vida mediante el movimiento. Ir de
unos lugares que piensa que son peores hacia otros lugares que piensa que son mejores. Eso es irreversible y está
en el núcleo del pensamiento humano.
     Hagamos un poco de historia. La emigración de tierras pobres a tierras ricas es resultado del fracaso de los
países subdesarrollados en la segunda mitad del siglo XX para alcanzar el desarrollo. En 1955, en la conferencia
de Bandoung (Indonesia), se reunieron Nehru de la India, Nasser de Egipto, Tito de Yugoslavia, Kwame
Nkrumah de Ghana, junto al anfitrión Suharto, para fundar la Organización de Países No Alineados. La idea
central era forzar a los países desarrollados a establecer relaciones más justas en el intercambio comercial del
mundo. Este movimiento, cuya última conferencia tuvo lugar en Argel en 1972, fracasó. Fue aniquilado por la
política de los precios de las materias primas impuesta por los países ricos. A partir de este fracaso, el Tercer
Mundo, de manera subconsciente, cambió de estrategia: en lugar de confrontar, infiltrar.
     Esa es la etapa en la que estamos. Desde luego que esta penetración encuentra, dentro de las sociedades ricas,
fuerzas que se oponen de manera creciente. Temen que si continúa la emigración los va a rebasar, ya que saben,
aunque sea de manera intuitiva, que la población europea representa menos del diez por ciento de la población del
mundo. Pero esas fuerzas no quieren entender que esa situación de contradicción no tiene solución. La emigración
es necesaria porque la sociedad europea envejece cada año, y cada vez tiene menos niños. Si Europa quiere
mantenerse en el nivel mundial de desarrollo y jugar un papel importante en el mundo, tiene que producir mucho, y
para hacerlo requiere importar fuerza de trabajo.
     La migración más natural para Europa, por razones geográficas, es la del Magreb y el Medio Oriente y eso
significa masas de musulmanes, lo que acentúa la confrontación cultural y religiosa entre el cristianismo europeo
tradicional y el islamismo, que es una fuerza joven, pujante, ambiciosa. Esto va continuar con una tensión
creciente, sin solución a la vista.

Yo espero, sé que ingenuamente, que la generación que nace ya en Europa y va a la escuela pública europea sea
el motor de la integración y que los hijos de los xenófobos y los hijos de los emigrantes se van a encontrar en las
aulas y van a construir una maravillosa Europa mestiza.
No inmediatamente. Con el tiempo, quizá sí. Por el momento, el problema es que esos nuevos emigrantes viven en
guetos, producto del rechazo de las sociedades que al mismo tiempo los necesitan para su bienestar. Es muy
pequeño el porcentaje que busca integrarse. En París, Roma, Estocolmo, hay barrios de emigrantes, barrios
herméticos, con sus propias tiendas, prensa, lugares de culto. Estamos todavía en una etapa de mutua desconfianza
y de mutuo recelo. La inte gración va a tardar. La historia humana enseña que las culturas que entran en interacción
lo hacen lentamente, no de inmediato.

El Imperio narra tres viajes suyos a través de la URSS, el último en la época de Gorbachov. El trasfondo del
libro es lo que para un polaco significa Rusia, eterno rival y, al mismo tiempo, modelo cultural en muchos
sentidos. ¿Cómo es la relación actual de Polonia con Rusia y cómo vislumbra el futuro de esa nación?
En Polonia la gente distingue entre dos realidades, pueblo ruso y Estado ruso. Con el pueblo ruso tenemos muy
buenas relaciones. Son gente muy buena, tenemos mucho en común culturalmente, fe cristiana e historia
compartida. En Polonia trabajan setecientos mil rusos de forma natural y tenemos con ellos muy buena relación.
Lo que mucha gente odia es al Estado ruso, como modelo de Estado autoritario, tiránico y muy opresivo, no sólo
frente a Polonia sino frente a todos los otros países y naciones que han sufrido mucho bajo su dominio. En
Polonia sabemos claramente hacer esta distinción.
     La URSS se derrumbó en unos días, casi diría en unos minutos. Tenemos que ver cómo va a desarrollarse, no
podemos adelantar conclusiones. La inteligencia rusa está dividida, desde principios del sigo xix, entre eslavófilos
y occidentalistas. Entre Chaadáev y Leontiev. Entre los que piden la plena integración con Europa y los
nacionalistas que consideran que Rusia es un fenómeno totalmente aparte. Dostoievski, por ejemplo, odiaba a
Occidente y consideraba que nunca iba a entender la verdadera naturaleza de Rusia, cuya salvación era mantenerse
lo más lejos posible de Occidente. Ahora pasa lo mismo. Putin es occidentalista y se enfrenta a una parte grande de
la sociedad que está en contra. La interacción de estas dos fuerzas caracteriza a la Rusia de antes y de ahora. Rusia
necesita de Occidente la técnica y el dinero, ya que sigue siendo un país del Tercer Mundo en el sentido
fundamental del término: su mayor valor son las riquezas naturales, el petróleo y el gas. La economía rusa no
produce nada creativo y no hay ningún invento ruso de los últimos cien años que perdure. Nada indica que esta
relación de dependencia vaya a cambiar en el corto plazo. Por otro lado, la nación rusa es formidable, fuerte,
educada, con una inteligencia estupenda, una gran fuerza creativa. Todo eso conforma un cuadro muy complicado
y difícil de predecir. ~

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