Había dos niñas que vivían en una granja, en un lugar apartado
en el campo. Se trataba de dos niñas muy dichosas, pues eran muy queridas por sus padres, pero tenían una pena para la que no hallaban solución. Todas las noches, con la puesta de Sol, cuando a solas en su cuarto se iban a dormir, un sinfín de cosas terroríficas pasaban por sus cabezas que no les dejaban conciliar el sueño. Imaginaban que un fantasma vendría a verlas, que un monstruo saldría de su armario, o que algo aún peor les asaltaría desde debajo de su cama. Sus padres ya lo habían probado todo, y no sabían qué más hacer, por lo que pidieron ayuda a cualquiera que se la pudiera brindar. De todas partes del país llegaron infinidad de personas que decían tener el remedio, y, uno a uno, lo fueron poniendo a prueba.
Los nombres de las dos niñas eran Sienna y Valentina, y las
pobres se asustaban hasta cuando se movían las cortinas. Un músico profesional, el primero de cuantos se ofrecieron a ayudar, les dijo que no se preocuparan, que lo mejor que podían hacer era ignorar el problema, poniéndose inmediatamente a cantar algún tema maravilloso de las múltiples canciones infantiles que sabían, o, en su defecto, que se inventaran su propia canción, y que siempre la cantaran, en cuanto sintieran temor.
Valentina y Sienna eso hicieron, la primera noche y otras muchas
que la siguieron, de manera infructuosa, pues los monstruos de sus cabezas no desaparecían. Al contrario, se hacían más grandes cuanto más fuerte cantaban, teniendo que buscar refugio en el interior, bajo las mantas. No querían asomar por encima del edredón, y las canciones se les quedaban atrapadas en un nudo que se les formaba desde la boca del estómago hasta la propia de la garganta. Definitivamente, ponerse a cantar sin afrontar los problemas no era remedio alguno.
Luego de eso vino un señor, muy estirado todo él, con amplios bigotes hacia ambos lados de la nariz, que les dijo que había que estudiar el asunto con precisión científica.
-Los fantasmas no existen –les advirtió-, tan solo hay que
demostrarlo con experimentos rigurosos. No se queden, jovencitas, en la cama, si creen que hay un fantasma a las puertas de su cuarto, salgan sencillamente a comprobarlo. Se demostrarán a sí mismas que estaban en el error, y esa será la victoria definitiva de la razón.
Sienna le hizo caso, y, Valentina, algo más reticente, siguió el
ejemplo de su hermana. A la mañana se conjuraron para someterlo todo al juicio de la demostración, y, cuando llegó la noche, se animaron la una a la otra para afrontarlo con determinación. Sintieron que algo se agitaba debajo del colchón, y rápidamente se echaron al suelo para ver quién o qué era eso que las acechaba. Efectivamente, tal y como les había predicho el científico, allí no había nada. Las hermanas se alegraron, y volvieron a la cama, pero, al hacerlo, ¡ocurrió algo muy extraño! En cuanto se vieron de nuevo arropadas por las sábanas, el monstruo volvió a sus cabezas.
-¡No puede ser! –se alarmó Valentina.
-Tranquila, hermana –la apaciguó Sienna-, recuerda lo que nos
dijo: ¡comprobación científica! Nuevamente pusieron pie en las baldosas, y se inclinaron para ver lo que estuviera oculto bajo el somier. Nada. La razón alcanzaba otra victoria, y las hermanas se sonrieron por lo tontas que habían sido. Sin embargo, ¡oh, desgracia!, de nuevo ocurrió lo mismo, volvieron a reposar sus cabezas en la almohada y al instante regresaron nuevos y más terribles fantasmas. ¿Qué podían hacer? ¿Acaso estaban condenadas a buscar una demostración científica tras otra para el resto de sus vidas? Pasaron varias jornadas y las niñas no dejaban de levantarse de la cama, para mirar bajo ella, tras las cortinas, o en el armario, pero eso no era remedio, porque, ni los fantasmas desaparecían definitivamente, ni ellas conciliaban el sueño. Así que pasaron a otra cosa.
Probaron mil inventos y otras tantas artimañas, tantas cuantas
les dijeron las cientos de personas que, con toda su buena voluntad, querían ayudarlas. Compraron un abanico que decían que era mágico, colgaron en la cabecera un crucifijo, dejaron de cenar durante un tiempo, pues les dijeron que el ayuno era bueno, y luego hicieron lo contrario, siguiendo los consejos de otro señor que decía que había que atiborrarse en la mesa para no dejar espacio en la barriga a los demonios. Nada, todo componendas falsas. Su problema parecía no tener remedio, hasta que, un día, su noble abuela, que se llamaba Nora, tomó cartas en el asunto.
Nora era una anciana apacible, de abundantes arrugas en la piel,
que había pasado su vida entera dibujando para otros. Era ilustradora de cuentos, y tenía muy claro cuál era el método más seguro para acabar con ese tormento. Les regaló un lápiz a cada una, y les dijo, muy severa. -Aprended a dibujar, y cuando dibujéis muy bien, dibujad vuestro corazón.
Sin mayor explicación, aparentemente ofendida por la falta de
valor de sus nietas, se marchó, dejándolas algo aturdidas por la supuesta frialdad de su ánimo. Al momento, Valentina y Sienna se pusieron a dibujar, aunque no hacían grandes obras de arte. Por un instante pensaron que sería inútil, porque al principio les pasaba como cuando siguieron el consejo del músico, que dibujaban paisajes apacibles al imaginar un fantasma, pero el fantasma no desaparecía. Poco a poco fueron perfeccionando la técnica, y en lugar de dibujar jardines se atrevieron a plasmar sobre el papel al monstruo que tenían en la cabeza, si lo tenían con grandes cuernos y doce piernas así lo dibujaban, y, a base de dibujarlo, se divertían mirándolo inofensivo en la cuartilla. No obstante el fantasma volvía una y otra vez, y tenían que repetir la operación. Entonces se dieron cuenta de que, igual que dibujaban seres terroríficos, podían hacerlo con seres angelicales, los cuales, muy del gusto de socorrer a los niños, vendrían a ayudarles en cada ocasión que fuera preciso. Efectivamente así ocurría, si aparecía un lobo feroz, ellas imaginaban un cazador, si era un demonio llamaban a un emisario de Dios, y así hacían con cada terrible ser que les acometía. Su abuela estaba contenta, ya habían pasado lo peor, ahora solo tenían que aprender a dibujar sus propios corazones.
-¿Cómo será el tuyo? –preguntó Valentina.
-El mío fuerte y valiente –respondió Sienna.
-Pues el mío será igual.
Y las hermanas se dibujaron un corazón inmortal. Como era
indestructible, nada les podía vencer, de modo que a todo se enfrentaban con la seguridad de una futura victoria. Al principio los fantasmas seguían insistiendo, viniendo una y otra vez a sus cabezas, pero, como ya no hacían daño, porque el corazón era más fuerte que ellos, con la misma sutil delicadeza con la que aparecían, así se escabullían avergonzados. Con el tiempo ningún monstruo más regresó, las niñas perdieron todos sus miedos, y, Nora, su abuela, las contrató. Ahora las tres dibujan superhéroes y personajillos buenos, que luchan en los cuentos contra el mal, y Nora les dice a sus nietas que no dejen de dibujar, pues no han de tener ninguna duda de que, si luchan con insistencia, el amor, en todas las partes del mundo, algún día triunfará.