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(*) La Sección cuenta con las colaboraciones permanentes de Francisco Javier Matia Porti-
lla (coordinador), Ignacio Álvarez Rodríguez, Ignacio García Vitoria, Esperanza Gómez Corona,
Alfonso Herrera García, Mari Luz Martínez Alarcón, Roberto Carlos Rosino Calle y Fernando
Simón Yarza.
haría posible que, en contextos pluralistas, pueda desarrollarse la que él denomina como
«axiología de ideales»; es decir, haría posible que la dimensión valorativa e ideal que los
derechos poseen se despliegue de manera adecuada.
Tal y como adelanté, quizá la parte más comprometida de CM sea el cuarto apartado
donde el autor desarrolla a detalle su concepción de los principios. En La épica de los
principios en el Derecho: derrotas, García Figueroa afirma que sostener que «la norma
jusfundamental N es un principio» equivale a decir que «la norma jusfundamental N es
derrotable» (pág. 133). Que una norma sea derrotable significa que «la norma N puede
verse inaplicada y debe serlo si y sólo si surgen nuevas excepciones justificadas y que
quizá no fueron previstas ex ante». La derrotabilidad se presenta como una propiedad
disposicional: ésta ocurrirá, o se manifestará, cuando y sólo cuando concurra el hecho
de la condición de su manifestación. Ello las diferencia de otro tipo de propiedades —las
categóricas— que sí pueden verificarse en cada momento (pág. 137). La derrotabilidad
generalizada de las normas jurídicas es el rasgo esencial en el que converge la propuesta
neoconstitucionalista del autor y en la que basa su tesis más fuerte: el debilitamiento
de la distinción reglas/principios al grado de cuestionar la posibilidad de existencia, no
ya de los principios sino de las reglas tal y como las conocemos en el Estado constitu
cional.
De tomarse en serio la concepción holista del ordenamiento jurídico propugnada por
el «efecto de irradiación», las normas jusfundamentales por su ubicuidad funcionarían
como una especie de caballo de troya que haría difícil sostener cualquier tipo de distin-
ción reglas/principios en los Estados constitucionales. Aún más, ello nos abocaría irre-
mediablemente a cuestionarnos la posibilidad de que existan reglas, puesto que, según el
autor, no sería posible «combinar la optimización de los derechos fundamentales con su
ubicuidad y seguir manteniendo la existencia de reglas» (pág. 145). Me parece que este
argumento —que podríamos llamar con F. Laporta del «mundo sin reglas»— aparta CM
de otras teorías que aceptan la existencia de reglas y principios en los ordenamientos
constitucionalizados. De la misma forma, y si se es consecuente con las bases éticas de
la derrotabilidad entendida como «aspiración a la optimización moral del ordenamiento
jurídico» (pág. 162), la viabilidad de cualquier tipo de positivismo jurídico —toda vez
que se asumió la tesis de unidad del razonamiento práctico— se disuelve.
El dilema del positivismo jurídico es que tanto en su versión normativa, que pro-
pugna que «debemos ser positivistas por razones morales» (pág. 175), como en su ver-
sión no-normativa, que pretende reconstruir el concepto de Derecho y los ordenamientos
jurídicos «aislados de toda interferencia» (pág. 178) deviene problemático y deficitario.
En el primero de los casos, el positivismo normativo se muestra performativamente
incoherente, además de convertirse en una estrategia frustrante, e incluso contraprodu-
cente (pág. 181 y ss.). En el segundo, el positivismo no-normativo en su afán de pureza
metodológica y de aproximar el objeto de estudio a ideales compartidos por los demás
científicos, quedó desfasado en la actualidad: «nos explica pocas cosas a cambio de
hacerlo con más rigor». En definitiva, que tiene poco que decir.
Pero no sólo el positivismo ha devenido problemático. García Figueroa se pregunta
si acaso los distintos ajustes o desacuerdos en la teoría del Derecho de los últimos años