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NOTICIAS DE LIBROS (*)

García Figueroa, Alfonso: Criaturas de la Moralidad. Una aproximación neoconsti-


tucionalista al Derecho a través de los derechos, Trotta, Madrid, 2009, 268 págs.

La constitucionalización de los ordenamientos ha supuesto para varios ­autores un


claro ejemplo de que asistimos a un cambio de paradigma en la forma de entender
el fenómeno jurídico. Dicho contexto ofrece un ámbito particularmente fecundo para
contrastar las tradicionales tesis sobre la «naturaleza» del Derecho. Ello es así a grado
tal que hay quienes, incluso, consideran que la dialéctica positivismo/jusnaturalismo ha
dejado de tener vigencia en su seno. Ésta es una de las conclusiones más significativas a
las que ha arribado Alfonso García Figueroa en su post-positivista Criaturas de la Mo-
ralidad (CM, en adelante). En dicho trabajo, el profesor de la Universidad de Castilla-La
Mancha intenta dar respuesta a las interrogantes vinculadas al neoconstitucionalismo
como paradigma emergente y resulta, de entrada, de gran interés por provenir de un
académico que defendiera en otro momento las tesis del positivismo más sofisticado.
En efecto, quien conozca la trayectoria intelectual de su autor encontrará este tra-
bajo totalmente ajeno a lo que fue su apuesta teórica inicial. De ello da cuenta en el
sustancioso preludio introspectivo que abre sus CM y que me propongo reseñar en lo
que sigue. Para comenzar, considero oportuno destacar el magnífico uso del lenguaje del
autor, la claridad y sencillez con la que nos introduce en el conjunto de tesis que integran
los siete capítulos de su obra. En el primer apartado, El Derecho en la metaética de Ba-
bel, analiza la posibilidad de fundamentar nuestros juicios de valor, tema cardinal para
dotar de sentido a la llamada «rematerialización del Derecho». Puede decirse que entre
las tradicionales opciones del objetivismo y escepticismo, García Figueroa se decanta,
siguiendo a C. S. Nino, por la línea intermedia del constructivismo ético. Tal apuesta

(*)  La Sección cuenta con las colaboraciones permanentes de Francisco Javier Matia Porti-
lla (coordinador), Ignacio Álvarez Rodríguez, Ignacio García Vitoria, Esperanza Gómez Corona,
Alfonso Herrera García, Mari Luz Martínez Alarcón, Roberto Carlos Rosino Calle y Fernando
Simón Yarza.

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obedecería al hecho de que con él podría solventarse el problema de fundamentación


de los juicios morales con cierta pretensión de objetividad. De la misma forma, el cons-
tructivismo sería consistente para afrontar el «hecho del pluralismo» que caracteriza a
las sociedades actuales.
Asumir la metaética de signo discursivo para el Derecho sería relevante porque
cuestiona, a decir del autor, que podamos discutir si existen o no relaciones necesarias
entre Derecho y moral. El constructivismo ético vendría a cuestionar el marcado dua-
lismo moral social/moral crítica que hace que el Derecho pueda ser considerado —o
suela ser considerado por la tesis positivista de las fuentes sociales— como una variedad
de moral social. Además, el constructivismo disolvería «la idea ampliamente extendida
de que el Derecho es obra o producto de la voluntad de los hombres por oposición a la
moral considerada como un criterio de evaluación independiente de la voluntad de los
hombres» (pág. 39). La consecuencia más trascendente es que la moral dejaría de ser un
orden meramente interno y el Derecho uno meramente externo. En otras palabras: que
en alguna medida innegable la moral se ha juridificado y el Derecho se ha moralizado.
Más que un ataque frontal a la tesis positivista de la distinción conceptual entre Derecho
y moral, este hecho probaría de forma contundente que resulta difícil sostener los térmi-
nos de la propia disputa; es decir, la contraposición positivismo/jusnaturalismo.
Una vez constatado lo anterior, líneas adelante el autor se ocupa de reconstruir las
implicaciones que todo ello tendría para los ordenamientos jurídicos que gravitan en
torno a la idea de imperio o fuerza normativa de la Constitución, precisamente porque
en ellos resultaría fácil advertir que la moralización del Derecho y juridificación de la
moral se ha producido. Siguiendo de cerca las ideas de R. Guastini describe el proceso
de constitucionalización del ordenamiento y las consecuencias que se derivan tanto para
la teoría de las normas jurídicas, de la interpretación jurídica de la división de poderes.
Esto es importante, pues el neoconstitucionalismo se presenta para el autor como teoría
y paradigma. Como teoría, sería aquella teoría del Derecho «cuyo objeto de estudio pre-
dilecto son los ordenamientos jurídicos constitucionalizados». Como paradigma, sería el
paradigma del Estado constitucional de Derecho «con vocación totalizadora que implica
aspectos metodológicos, descriptivos y prescriptivos» (pág. 60).
La inclinación por este objeto de estudio aproxima tanto en materia como en obje-
tivos a filósofos del Derecho con alguna vocación dogmática y a constitucionalistas con
vocación de filósofos del Derecho (tal y como puede verse, por ejemplo, en Il Diritto
Mite de G. Zagrebelsky). De ahí que la filosofía del Derecho dejaría de ser una activi-
dad meramente especulativa o que se agote en sí misma. En lugar de una perspectiva
aséptica, externa, universalista o de «observador», el neoconstitucionalismo ofrece una
teoría comprometida, interna, particularista y de «participante». Una teoría en la que,
por lo demás, la teoría de la argumentación jurídica y, con ella, el juez ocuparán un
lugar central. La ventana abierta a la moralidad en el Estado constitucional, que puede
apreciarse en los ordenamientos jurídicos concretos donde se esté desarrollando dicho
proceso de constitucionalización, es la causa y daría soporte a tales transiciones. Muy
por el contrario, la reticencia o negación de dicha moralidad tanto de legalistas como de

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realistas jurídicos llevaría aparejada la pérdida de capacidad explicativa de sus respec-


tivas teorías.
El núcleo de la obra de García Figueroa y en general del paradigma neoconstitu-
cionalista está basado, más que en el añejo argumento de la injusticia, en el argumento
de los principios. Los principios, con sus respectivas «épicas», están en el corazón del
aparato teórico, conceptual y, en otros casos, jurisprudencial que sostiene dicho ideario.
Como se sabe, el argumento viene a señalar que, dada su peculiar estructura y contenido,
los principios son el vehículo por el cual la moral incide en el Derecho, la prueba irrefu-
table de que el positivismo jurídico —como quiera que se entienda— ha sido superado.
Quizá el punto en el que puede observarse de forma más clara es en la reformulación
que ellos imprimen a los criterios para determinar la validez jurídica. Ahora, se dice,
el test para determinar si una norma pertenece al ordenamiento, no podrá consistir ex-
clusivamente en hechos sociales o referirse sólo a ellos. Los principios nos abocarían a
integrar contenidos materiales para determinar la existencia o contenido del Derecho en
distintos grados.
En La épica de los principios en la política: triunfos, el profesor de Castilla-La
Mancha se pregunta si acaso las distintas metáforas al uso sobre las normas de derechos
fundamentales reflejen un aire de rigidez que no encaja del todo bien con su pretendida
maleabilidad. En efecto, de las normas principiales por excelencia, los derechos funda-
mentales, se ha predicado su carácter de «triunfos frente a las mayorías», de «cortafue-
gos» instalados en «cotos vedados» o en «esferas de lo indecidible» que les privaría,
precisamente, de su ductilidad. Estas posibles paradojas, además de preparar el terreno
para la tesis más fuerte de su teoría, sirven al autor para pronunciarse sobre algunos de
los problemas que los principios plantean en el ámbito institucional. Por un lado, se ha
dicho que con tal flexibilidad los derechos corren el riesgo de perder su carácter deon-
tológico. Se trata de la crítica formulada por J. Habermas a la teoría axiológica —que,
con matices, habitualmente se reconduce a la de los principios— desarrollada por el
Tribunal Constitucional Federal alemán. Por otro, se ha insistido que ello también pro-
vocaría un inevitable desequilibrio institucional, puesto que los derechos fundamentales
anularían por completo el margen de actuación del legislador y el principio democrático.
Esta crítica, formulada por E. Forsthoff, consistente en la idea de Constitución como
«huevo jurídico originario», capaz de disolver el proceso político, pone de relieve que,
de seguirse en la profundización de este paradigma, el tránsito hacia un Estado jurisdic-
cional sería incontenible.
No obstante lo anterior, García Figueroa alcanza a vislumbrar en ambas críticas
algún ámbito de oportunidad y réplica. En primer lugar, porque cree que la deontología
flexible de los derechos fundamentales resulta menos artificiosa, en el sentido de que
así considerados se está en mejores condiciones de afrontar los problemas reales de su
aplicación (de ahí su predilección por una teoría externa de los límites de los derechos).
En segundo lugar, las tensiones que surgen entre derechos-democracia/juez-legislador
pueden matizarse a través de la tesis de la distinta naturaleza de la legitimación que
reside en cada órgano, argumentativa y democrática respectivamente, en los términos
propuestos por R. Alexy (pág. 116). Finalmente, la flexibilidad de los principios también

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haría posible que, en contextos pluralistas, pueda desarrollarse la que él denomina como
«axiología de ideales»; es decir, haría posible que la dimensión valorativa e ideal que los
derechos poseen se despliegue de manera adecuada.
Tal y como adelanté, quizá la parte más comprometida de CM sea el cuarto apartado
donde el autor desarrolla a detalle su concepción de los principios. En La épica de los
principios en el Derecho: derrotas, García Figueroa afirma que sostener que «la norma
jusfundamental N es un principio» equivale a decir que «la norma jusfundamental N es
derrotable» (pág. 133). Que una norma sea derrotable significa que «la norma N puede
verse inaplicada y debe serlo si y sólo si surgen nuevas excepciones justificadas y que
quizá no fueron previstas ex ante». La derrotabilidad se presenta como una propiedad
disposicional: ésta ocurrirá, o se manifestará, cuando y sólo cuando concurra el hecho
de la condición de su manifestación. Ello las diferencia de otro tipo de propiedades —las
categóricas— que sí pueden verificarse en cada momento (pág. 137). La derrotabilidad
generalizada de las normas jurídicas es el rasgo esencial en el que converge la propuesta
neoconstitucionalista del autor y en la que basa su tesis más fuerte: el debilitamiento
de la distinción reglas/principios al grado de cuestionar la posibilidad de existencia, no
ya de los principios sino de las reglas tal y como las conocemos en el Estado constitu­
cional.
De tomarse en serio la concepción holista del ordenamiento jurídico propugnada por
el «efecto de irradiación», las normas jusfundamentales por su ubicuidad funcionarían
como una especie de caballo de troya que haría difícil sostener cualquier tipo de distin-
ción reglas/principios en los Estados constitucionales. Aún más, ello nos abocaría irre-
mediablemente a cuestionarnos la posibilidad de que existan reglas, puesto que, según el
autor, no sería posible «combinar la optimización de los derechos fundamentales con su
ubicuidad y seguir manteniendo la existencia de reglas» (pág. 145). Me parece que este
argumento —que podríamos llamar con F. Laporta del «mundo sin reglas»— aparta CM
de otras teorías que aceptan la existencia de reglas y principios en los ordenamientos
constitucionalizados. De la misma forma, y si se es consecuente con las bases éticas de
la derrotabilidad entendida como «aspiración a la optimización moral del ordenamiento
jurídico» (pág. 162), la viabilidad de cualquier tipo de positivismo jurídico —toda vez
que se asumió la tesis de unidad del razonamiento práctico— se disuelve.
El dilema del positivismo jurídico es que tanto en su versión normativa, que pro-
pugna que «debemos ser positivistas por razones morales» (pág. 175), como en su ver-
sión no-normativa, que pretende reconstruir el concepto de Derecho y los ordenamientos
jurídicos «aislados de toda interferencia» (pág. 178) deviene problemático y deficitario.
En el primero de los casos, el positivismo normativo se muestra performativamente
incoherente, además de convertirse en una estrategia frustrante, e incluso contraprodu-
cente (pág. 181 y ss.). En el segundo, el positivismo no-normativo en su afán de pureza
metodológica y de aproximar el objeto de estudio a ideales compartidos por los demás
científicos, quedó desfasado en la actualidad: «nos explica pocas cosas a cambio de
hacerlo con más rigor». En definitiva, que tiene poco que decir.
Pero no sólo el positivismo ha devenido problemático. García Figueroa se pregunta
si acaso los distintos ajustes o desacuerdos en la teoría del Derecho de los últimos años

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se deben a que el paradigma positivismo/jusnaturalismo en la que se desenvolvía ha sido


trastocado por la impronta moral y argumentativa presente en los ordenamientos consti-
tucionalizados. Asumir o no todas las implicaciones que se derivan de la aproximación
interpretativa del Derecho —fundamentalmente la integración del razonamiento jurí-
dico al razonamiento práctico general—, es lo que distinguiría a un «neoconstituciona-
lista conceptual» de otro que lo fuese aun siendo positivista o a su pesar. En este último
caso, se encontrarían, a decir de García Figueroa, «neoconstitucionalistas normativos»
como L. Ferrajoli o L. Prieto (pág. 245).
En tales condiciones, no resultaría difícil advertir para un neoconstitucionalista
consecuente, como el autor de CM, varios Elementos para un programa neoconstitucio-
nalista. Entre ellos se encontrarían una teoría menos esencialista y más pragmática; me-
nos objetualista y más interpretativa; una teoría menos sistemática y más problemática.
Aún más: si realmente se pretende escapar de la dialéctica positivismo/jusnaturalismo
el neoconstitucionalismo deberá comprometerse, al menos, con una concepción argu-
mentativa y dinámica del Derecho; deberá disolver el dualismo Derecho/moral a favor
de un gradualismo que contemple el discurso práctico como un continuum y, finalmente,
deberá evitar plantearse preguntas confundentes (v. gr., ¿qué es el Derecho?) entre otras
cosas porque no existe una entidad platónica como el Derecho (pág. 257). En definitiva,
la fuerza de su nueva apuesta teórica radicaría en su atención al fenómeno concreto del
Derecho constitucionalizado, en su énfasis y justificación por la ponderación judicial y
el papel de los jueces en el Estado constitucional (pág. 259).
Tal y como pudo advertir ya el lector, resulta complicado formular alguna observa-
ción a esta obra, basada, insisto, en un aparato teórico sofisticado y riguroso. No obstante,
me parece que de entre las eventuales críticas podrían destacarse las siguientes: a) cues-
tionar la posibilidad «real» del acuerdo moral vía constructivismo ético, y b) preguntarse
si alcanza, o no, a salir del paradigma positivismo/jusnaturalismo. En el primer caso,
podría decirse que de no lograr el constructivismo ético su cometido, corre el riesgo de
que gran parte de su edificio pueda venirse abajo. De ahí que seguir preguntándonos si la
ética procedimentalista puede lograr, en condiciones reales, los resultados que pretende
quizás no sea una mala idea. En segundo lugar, no puede ocultarse que CM tiene cierto
parecido de familia con algunas propuestas de corte jusnaturalista. No sorprendería que
puedan imputársele las objeciones tradicionalmente formuladas a aquéllas, sobre todo
porque la deixis ética de principios y su idea de optimización moral, adquieren en su
obra un carácter omnicomprensivo. Asimismo, no puede pasar desapercibido que hay
en CM cierta negación del rostro autoritativo del Derecho: cuando se cuestiona la exis-
tencia de las reglas quizá se corre el riesgo de sustraer al discurso jurídico del elemento
clave para que pueda cumplir su función de control social institucionalizado.
Sea como fuere, CM parece una seria candidata a formar parte de las obras selectas
del tema, porque, además de utilizar con valentía la gramática con la que suelen trabajar
los filósofos del Derecho, termina ofreciendo una «guía de uso» original y avanzando
propuestas de solución a varios de los problemas más significativos en el marco del
Estado constitucional. Que queramos o no hacer uso de todo su argumentario e impli-
caciones, es otra cuestión. He de confesar, finalmente, que me cuesta trabajo mirar con

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indulgencia su «apostasía de la fe positivista» (pág. 14). Por el contrario, creo que es de


agradecer a Alfonso García Figueroa este magnífico ejercicio académico y de honesti-
dad intelectual. Seguramente no habrá de pasar mucho tiempo para que tengamos alguna
noticia de su impacto, para ver a sus Criaturas dándole muchas satisfacciones o algún
que otro dolor de cabeza.

Francisco M. Mora Sifuentes


Universidad de Guanajuato, México

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