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Sentada en mi viejo sofá, desde la comodidad de mi casa. En la selva de asfalto.

En un apartamento
arrendado en el barrio Restrepo de la Localidad Antonio Nariño, donde la violencia se siente, como en
toda Colombia, pero donde es más fácil escapar. Escribo en la distancia de cientos de kilómetros la
historia de quienes sí la sienten, de quienes la viven a diario y donde escapar no es tarea fácil.

Guardo en mi memoria como el recuerdo más vivo cuando viajé a Toribio, lo recuerdo porque inocente,
no sabía a lo que me estaba enfrentando, para mí, era un pueblo más, que seguro me encantaría. Mi
padre, lo recuerdo muy bien, tanto a él como a sus consejos, me advirtió que si iba, no volvería a
dirigirme la palabra me dijo que era un lugar peligroso, donde la guerrilla frecuentaba y que yo no
estaba preparada para visitar esos sitios.

Pero, como todos somos un poco tercos, me fui, sin pensar en lo que me encontraría.

Llegamos primero a Cali, de Cali cogimos un bus que nos llevaría a Santander de Quilichao, y de allí otro
que, finalmente nos dejaría en la plaza central, en el parque de Toribío. La gente es de tez morena, la
mayoría anda en moto y sin casco por los diferentes lugares del pueblo. Comencé a conocer gente.

Iba con mi primo, quien ya había estado varias veces allí, como tatuador. Los Toribianos son muy
gentiles y sin conocerme, muchos de ellos abrieron las puertas de su casa, me dieron alimento y hasta
me dejaron dormir allí. Entre esos paseos, donde querían que yo conociera muchos de sus lindos
paisajes, mientras iba caminando veía muchas de las marcas que la violencia había dejado allí. Recuerdo
que en los árboles estaba escrito EPL y en uno de los lugares más visibles del pueblo, donde se suponía
que sería la plaza de mercado, pero, que por razones que desconozco no estaba ocupada y su espacio
estaba vacío y limpio, excepto por una gran mancha ropa que los lideres indígenas, intentaron tapar,
pero que aún se veía, la marca de las FARC.

Yo seguía sorprendida, todo para mí era maravilloso, aunque nunca sentí miedo, sino curiosidad. Quería
que me escuchar, pero muchas veces tenía temor de preguntar, cada que llegábamos a alguna casa y
estaba uno de los hombres, siempre hablaban bajito y mi primo me decía que mejor no preguntara
nada, porque se podían molestar.

Recuerdo muy bien, un día en que mi primo se fue a Palmira a hacer unos tatuajes y yo me quede con
los muchachos que ya había conocido del pueblo, caminé un poco sola y me senté en uno de las orillas
de una casa. Que por cierto eran altas. Es decir, el andén no era como los andenes que conocemos en
Bogotá, sino, como una mini montaña, se senté ahí y salió una señora, como de uno 60 años, su nombre
no se quedó en mi memoria. Apenas pronuncié mi primera palabra me dijo que no era de ahí, que de
dónde era, le dije que de Bogotá. Y la típica pregunta, ¿No le gustaría ir a Bogotá a conocer? Se lo
pregunté para abrir la conversación y así ella pudiera contarme cómo era vivir allí.

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