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Poetas en el desierto

‘Los detectives salvajes’ y ‘Pedro Páramo’

Arturo Belano echó a correr hacia el Ford Impala, al otro lado de la calle. Dentro del
coche, fumando en la oscuridad, esperaban Ulises Lima, Lupe y García Madero. Era de
noche y los nervios los consumían. Entonces, persiguiendo a Belano, apareció Alberto.
Hacía días que les pisaba los talones. Pese a lo mal iluminada que estaba la calle, se
distinguía que llevaba una pistola en la mano. Lupe abrió la puerta y en el momento en
que Belano entró, Ulises arrancó a toda velocidad. Atravesaron en llamas Santa Teresa.
Cuando salieron al desierto, la noche los absorbió de un suspiro. Veían las estrellas
sobre sus cabezas, pero no consiguieron orientarse. Eran millones. “Estamos
perdidos”, señaló García Madero. Belano abrió el paquete de Delicados y descubrió con
desolación que no quedaba ni un cigarro. “Estamos perdidos, pero porque no tenemos
tabaco”, precisó.

Ulises no dejaba de repetir que ellos eran los poetas real visceralistas, los que
cambiarían la poesía latinoamericana, y que para eso debían llegar a Villaviciosa como
fuese, aunque los matasen. Porque allí, estaba seguro, encontrarían al fin a Cesárea
Tinajera, la poeta que buscaban desde hacía semanas a través del desierto, como
detectives salvajes.

Resolvieron que se detendrían a descansar hasta que clareara el cielo. Belano contó el
dinero que llevaba en el bolsillo y calculó cuánto tabaco podría comprar. No les costó
quedarse dormidos. Apenas tuvieron el buen agüero de que amanecería, emprendieron
la marcha. Estaban hambrientos. Al fin, a media mañana, encontraron las primeras
casas. Cuando detuvieron el Impala y bajaron a estirar las piernas, sintieron que
pisaban las brasas de la tierra, en la misma boca del infierno. Era un pueblo sin ruidos
ni gentes.

Ulises no dejaba de repetir que iban a cambiar la poesía latinoamericana, y que para
eso debían llegar a Villaviciosa como fuese, aunque los matasen

Después de mucho caminar entre fachadas muertas, Lupe distinguió a una mujer. Era
bajita, gorda, y atravesó tan rápido el horizonte que en realidad no le pareció que fuese
bajita ni gorda, solo un fantasma. Su imagen se le cayó de los ojos, como arena. La
siguieron, por si acaso, pero ni tan siquiera hallaron las marcas de unos zapatos en la
tierra. En su lugar, a la vuelta de un paso angosto, en el que a las piedras les crecían
hierbajos, descubrieron a un hombre sentado en una silla rota. Su silueta los heló. “No
se queden ahí como pasmarotes; no más pasen, y les daré algo de comer”.

La casa estaba vacía. No había mesa, no había cajones, no había cama, no había platos,
no había sillas. “Siéntense”, les dijo el hombre, pese a todo. Ulises y Belano se miraron
intranquilos. “Tendrán hambre”, vaticinó su anfitrión, que se quedó parado,
columpiándose en la palabra hambre. Todos asintieron. Belano empujó el silencio con
un carraspeo, y preguntó si los demás vecinos habían ido a alguna procesión, o a un
entierro, o tal vez había fiesta en algún pueblo cercano. El hombre metió las manos en
los bolsillos y anunció: “Todos están muertos”. ¿Muertos? Volvieron los nervios al
grupo. “¿Y usted?”, preguntó Ulises Lima. Antes de que tuviese ocasión de matizar
cómo es que se había quedado solo, en lugar de irse a otro lugar, con gente, el hombre
respondió: “Yo soy Pedro Páramo, y también estoy muerto, ¿no me ve?”.

Belano pensó que ya habían perdido demasiado tiempo. A su señal abandonaron en fila
la casa, agradeciendo la hospitalidad. Salieron a la calle y se dirigieron al Impala sin
mirar atrás. El sol seguía con su monólogo. “Si continuamos el camino llegaremos a
Villaviciosa. Y allí encontraremos a Cesárea. Tengo un presagio”, afirmó Belano.

Tomaron el camino polvoriento por el que habían llegado, y durante dos horas no
hallaron casa o persona. Solo a media tarde, de un modo inesperado y peligroso, un
hombre saltó al camino desde unos arbustos. Lima frenó de golpe y el Impala se detuvo
medio metro antes de truncar una vida. Bajó la ventanilla furioso: “¿¡Pendejo, quieres
que te mate!?”. El hombre ni se inmutó. “¿Qué se te ha perdido en medio de la nada?”,
preguntó Ulises. “Señor, voy a Comala, a buscar a mi padre; se llama Pedro Páramo”,
dijo al fin. “Tu padre está muerto”, gruñó el poeta, y arrancó a toda hostia.

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