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Bares Inmundos
Bares Inmundos
Todo lo que pase en los bares comunes sólo puede ser verdad, aunque sea inventado.
El camarero, el olor a sudor, el ruido de la cafetera, incluso los ceniceros sucios,
rezuman literatura. Las historias de Raymond Carver, por ejemplo, están llenas de
garitos, a menudo vacíos, sin nombre, a los que llegan los personajes después de una
discusión familiar. En Vitaminas, el narrador nos habla de un bar de negros con un
dueño que viste camisas hawaianas. Algunos clientes llevan la botella debajo del
abrigo, piden una cola y la mezclan. De vez en cuando uno le da un botellazo en la
cabeza a otro. Se cuenta que una noche siguieron a un tipo hasta los servicios “y le
cortaron el pescuezo mientras tenía las manos ocupadas meando”. Estos son los bares
a los que me refiero, oscuros, mugrientos, y algunos días peligrosos. La literatura no
sobreviviría sin ellos. Y los escritores tampoco.
Hace años, en Santiago, durante una de esas épocas en las que bebes y cada vez estás
más sobrio, entré en una tasca inhóspita y allí encontré a Paul Auster apoyado en la
barra. El autor estadounidense estaba de paso para recoger el Premio San Clemente. Si
eso no es literatura… En casi todos sus libros hay un bar sin historia, en absoluto
literario, como en el que coincidimos. En La noche del oráculo aparece uno con “el
ambiente lleno de humo, las mesas llenas de marcas y las sillas tambaleantes, y el
serrín por el suelo”, y en Trilogía de Nueva York se refiere a otro en el que se venden
revistas porno.
No tengo nada en contra de los cafés literarios. Me encantan, de hecho. Fui en varias
ocasiones al Café Comercial. En una de ellas incluso se me ocurrió el argumento para
una novela, que olvidé al salir. Me parece que en los cafés no literarios, sin embargo,
pasan las cosas con las que se escriben los libros, como besar a una chica, enamorarte,
romper con ese amor, emborracharte y vomitar en el baño. A veces todo en la misma
noche.