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Todo estará bien al final. Si no está bien, no es el final.

Aquel 15 de marzo, hace 2 meses, me encontraba comiendo en mi restaurante


favorito hacia las 8:30 de la noche, unas deliciosas alitas crujientes y con el mejor
olor, esto nos alegraba la noche, más que felices, nos sentíamos agradecidas por
un mal que estaba asechando a la mayor parte del mundo excepto a nuestro bello
país. Ese día, creyendo que nada nos lo podría arruinar, un importante correo llega
a mi bandeja de mensajes, y yo leyendo con la mayor de las angustias, me
sorprendo con la noticia de que mi universidad Luis Amigo, donde me siento feliz,
liberada, donde cumplo mi rutina, donde cada día, cada mañana, a las mismas
horas, me reunía con mis otras mejores amigas y que tal vez con un poquito de
estrés, le daba un vistazo a mi futuro, cerraría sus puertas por una lucha contra una
enfermedad desconocida, una pandemia que nos ponía en riesgo a todos.
Ahí fue cuando todo empezó, llegando a mi casa tarde de la noche, dándole la
noticia a mi mama, esta pondría una cara de confusión al no saber si sentir felicidad
o angustia por mis estudios, pues somos de un pueblo hermoso, pujante, lleno de
mineros ancestrales, luchadores por defender su oro lo que tanto les pertenece,
llamado Segovia Antioquia y donde en una de las miles minas y socavones, en un
hueco lleno de rocas, gris, solitario y caluroso se encontraba mi papa y hermano. Su
felicidad era saber que podríamos pasar esta larga y desesperante cuarentena al
lado de ellos, ya que no había ningún motivo para seguir en la ciudad. Así fue como
empezó mi cuarentena, empacando esas maletas, con ropa bonita y fresca pero no
empacaríamos, ni tuvimos en cuenta lo preparadas que necesitábamos estar, pues
creíamos hace dos meses que la contingencia duraría unas simples dos semanas.
En camino a mi pueblo querido, un largo camino de 5 horas y pidiéndole mucho a
Dios de que estuviéramos protegidos de todo mal y peligro, llegábamos felices
porque veríamos a nuestra familia.
Desde aquel 16 de marzo, lo único que siento es agradecimiento con Dios de que
este virus no haya llegado a nuestro pueblo y alrededores. Me levanto cada mañana
con un rayo de sol a mi ventana, con un calor húmedo acompañado de un beso de
despedida por el hombre más importante de mi vida, mi papa. Desayuno con esos
huevitos criollos tan finos y deliciosos preparados por mi mama, a las 11 de la
mañana ya las dos tenemos nuestro hogar organizado, limpio y con un aroma a
naranja que acompaña nuestra limpiadora. Veo clases en la tarde, hago mis
deberes, jugamos en familia y sin una hora acertada, escucho un grito desde abajo
de mi balcón, con el cual ya sé que son mis amigas, esas de las que van a durar
siempre, las de mi infancia y las que quisiera conservar el resto de mi vida.
Montadas en la moto viendo el anochecer recorriendo nuestro pueblo, llegando a la
acera de la casa de mi amiga María, sentadas en unas sillas plásticas, conversando,
riéndonos, estando en el celular y hablando de nuestra vida amorosa se nos pasan
las horas, cuando nos damos cuenta, corremos para nuestras casas y saliendo
despacio de que los policías no nos vean llegamos a nuestros hogares. Así he
pasado mi cuarenta todos los días pero me siento feliz y agradecida por que me
encuentro con mi familia que es lo más valioso de mi vida y al lado de mis amigas,
que nunca me dejan sola, en estos tiempos te das cuenta quien es familia, quienes
son amigos y quienes estarán para apoyarte en las buenas y en las malas y me he
dado cuenta que tengo las mejores personas, y lo más importante tenemos el
alimento de cada día, no me he sentido ni un solo día triste o deprimida por esta
cuarentena, antes he sentido que nos sirvió para acércanos un poco más.

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