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¿Dónde están los filósofos hoy?

Tres formas de enseñar-hacer filosofía


Leonardo Colella

Hace un tiempo hice la siguiente pregunta a un grupo de jóvenes estudiantes de filosofía: ¿dónde están lxs
filósofxs hoy? Respondieron básicamente dos cosas: en las universidades y en la televisión. En realidad, las
preguntas vinculadas con el lugar de los filósofos y las demás variables que pueden definir un modo de
hacer filosofía en la actualidad son significativas siempre que podamos interpretarlas como características de
diferentes “lógicas” que determinan diversas formas de hacer (y de enseñar/aprender) filosofía hoy. Pero, ¿a
qué llamamos aquí lógica? Cuando pensamos en qué hace un filósofo o cómo procede un profesor de
filosofía, tenemos en cuenta una serie de factores tales como la forma concreta en que “filosofa”, el lugar
simbólico donde lo hace, la finalidad que persigue, a quiénes se dirige, el rol que le asigna a esos
destinatarios y muchas otras cuestiones. No obstante, propongo que llamemos “lógica” a toda esa
configuración de características que opera en nosotros y que finalmente define un modo específico de
filosofar. Cuando, de manera consciente o inconsciente, estamos inmersos en una lógica particular, ésta
determina los elementos que para nosotros son visibles y aquellos que descartamos o postergamos, y además
regula, fundamentalmente, el tipo de vínculo que establecemos con (y entre) ellos. Si pretendemos responder
a la pregunta “¿qué hace un filósofo hoy?”, debemos señalar diversos tipos de elementos y diversas
relaciones que intervienen en su hacer-filosófico. Luego, todas esas diferentes combinaciones y posibilidades
serán producto de las distintas lógicas en las que estemos inscriptos como filósofos.

Para ilustrar todo esto, podríamos pensar tres diferentes figuras de filósofos, siempre teniendo en cuenta que
lo que nos interesa no es, en modo alguno, caracterizar esas figuras por la importancia que tienen en sí
mismas ni describir las diversas variables por su relevancia individual, sino ejemplificar las diferentes
lógicas que componen modos generales de hacer-enseñar filosofía. Entonces, cuando nos preguntamos
quiénes son los filósofos de la actualidad, en realidad nos interesa interrogarnos por la lógica que opera a
través de cada una de esas figuras y no por individuos, profesiones o temperamentos particulares. ¿Cuáles
son esas figuras simbólicas que rotularemos de manera bastante antojadiza para desarrollar nuestra
hipótesis? El docto, el sofista y el filósofo anónimo.

Entonces, ahora sí, volvamos a preguntarnos dónde están los filósofos hoy. Efectivamente aquellos jóvenes
estudiantes tenían algo de razón. El lugar de los doctos es la universidad (quien dice universidad dice
también centro de investigación). Los doctos están en las aulas, en las reuniones de equipos de investigación,
en las oficinas de gestión académica y sentados en sus computadoras escribiendo textos especializados. Los
sofistas, en cambio, están en el escenario, y tal vez en aulas no oficiales (que no dejan de ser otras formas de
escenarios). También, tal como señalaban los jóvenes estudiantes aludidos, están en la televisión, en
YouTube, en aulas virtuales y otros medios. Por su parte, los filósofos anónimos no tienen un lugar definido,
andan siempre en la búsqueda de un sitio que no los convoque por su nombre. Si pisan una institución,
tratan de colocarse en el rincón en el que ésta se cuestiona y busca re-instituirse. Si habitan fuera de ella,
buscan construir un nuevo lugar por fuera de la lógica de los nombres propios. El trabajo del anónimo corre
el no pequeño peligro de seguir siendo atópico por siempre. Si bien cada una de las tres figuras tiene su sitio,
también puede haber momentos de superposición tópica, aunque cada una de ellas buscará habitar esos
espacios según su lógica particular.

Hagámonos otra pregunta con el fin de seguir puliendo nuestro perdulario boceto: ¿cuál es la forma o el
modo en que se desempeña cada figura? ¿Cuál es el insumo del que vive cada una de ellas mientras porta su
traje específico? Dijimos que el lugar del docto era el aula y la universidad, por lo tanto, el docto vive de la
clase y del libro (quien dice libro dice artículo y toda su estirpe). En cambio, el sofista vive de la conferencia,
del monólogo, de la obra, del documental, del curso privado. Por su parte, el anónimo vive de la reunión
autogestionada, de los grupos de estudios, de la investigación colectiva.

¿Y cuál es la finalidad que persigue cada uno respecto de su práctica filosófica? Es sencillo, el docto busca
transmitir. En formato clase o libro, eso da igual. ¿Y qué transmite? Conocimientos filosóficos, historia de la
filosofía, habilidades para pensar, etc. El docto transmite y el sofista divulga. ¿Y qué divulga? Conocimientos
filosóficos, historia de la filosofía, habilidades para pensar, and so on, and so on, and so on. El docto transmite y
alumbra doctos (formar “recursos humanos”, así le llama); el sofista divulga y reparte “cajas de
herramientas”. En cambio, el filósofo anónimo no tiene nada para transmitir. La filosofía, en este caso, asume
la cualidad de la intransmisibilidad. Se ejecuta o no se ejecuta (se pone en práctica junto con otros o no), pero
no se transmite. Y es que los anónimos no intercambian palabras, conversan. No intercambian fluidos
salivares, se besan. No se pasan o se quitan la pelota, juegan a la pelota. Es lo mismo, pero es distinto. Para
ellos, la filosofía es la prueba de que se puede pensar el mundo desde un nuevo lugar que sobrepase la suma
de los nombres propios. Aquí puede notarse cómo operan las lógicas haciendo existir o inexistir a los
diversos elementos de sus propios “mundos”. Para unos, el conocimiento, el concepto o la habilidad viaja a
través de la palabra hablada o escrita de un individuo hacia otro. Para otros, la filosofía no busca ser
transmitida sino ponerse en acto de forma colectiva. Pero ahora ya lo comprendemos mejor, un colectivo no
es un grupo de nombres.

Señalamos que una lógica cualquiera no determina únicamente la existencia de los elementos sino que
establece una relación particular entre ellos. Entonces, ¿quién puede explicar, publicar artículos, dar
conferencias o hablar en la televisión, y quién, en cambio, debe buscar comprender, leer, escuchar o
aplaudir? Podríamos decir que el modo de legitimación de los doctos viene en forma de CV, pero todos
sabemos que, en realidad, son los cargos en formato de organigrama los que legitiman al filósofo-académico.
La fábula cuenta que los currículums hacen a los doctos acceder a sus cargos, pero nosotros sabemos que, al
contrario, muchas veces los cargos “caídos del cielo” son los que escriben sus currículums. En sintonía con
eso, es sugerente que los discípulos y aduladores de los doctos muy frecuentemente veneren más la
insustancialidad del cargo que la tangible sabiduría de su maestro. Y si el docto tiene sus méritos, el sofista
tiene sus espectadores. El modo de legitimación del sofista es la aprobación del gran público. Por eso dice
que hay que salirse del ombligo de la institución y divulgar la filosofía. Es otra lógica, otra carrera, otro
modo de legitimación para barajar otra distribución de lugares. Muy en el fondo, lo sabemos, lo que importa
es quién se sube al escenario y quién debe quedarse abajo. El filósofo anónimo, por definición, no conoce
nada sobre escenarios. En su lógica, no existen ni la clase ni la transmisión ni los oyentes. Sólo hay otros para
hacer-filosofía junto con él. Otros como él que buscan, piensan y (se) cuestionan. Si la filosofía no es un
conjunto de saberes específicos, sino más bien una relación particular con los saberes y los problemas del
mundo, entonces los anónimos tienen razón. En tanto filósofos, no poseen nada. No tienen necesidad de
legitimar una posesión o un atributo que justifique la correcta distribución de los lugares. Hacen filosofía sin
más. Y no nos referimos aquí al circo relativista de la espontaneidad de las opiniones personales: también
éste forma parte de la agonística de las nominaciones. Si existe algo parecido a un tipo de legitimación en el
mundo de los filósofos anónimos, ésta debe circunscribirse a la propia acción filosófica. Sabemos que lo que
define a un filósofo en la lógica del anonimato no es el mérito ni la aprobación, sino el propio ejercicio
filosófico en acto. Por lo tanto, la exigencia de “legitimación” será continua e imperecedera. El docto se
consagra “filósofo” cuando puede demostrarlo, mediante su biografía profesional, ante la pequeña
comunidad especializada; el sofista se consagra “filósofo” cuando llega a ser reconocido como tal por su
público. En ambos casos el proceso es irreversible. En cambio, la lógica del filósofo anónimo es ciertamente
fatigosa: al no tener modo de legitimación más que el propio ejercicio filosófico, se le exige que siempre y “a
cada momento” compruebe o verifique que está haciendo filosofía. Es decir, contrariamente a la titulación y
al galardón de la fama, se es filósofo “mientras” se hace filosofía y se deja de serlo cuando se suspende el
acto filosófico: no hay un nombre que unifique y usufructúe los “logros” del pasado y los escriba en una
“carrera de vida”.

En ese sentido, el docto busca, ante todo, conquistar a la pequeña comunidad de especialistas (y tal vez, a
consecuencia de ello, alguna vez logre ser considerado por el público general). El camino del sofista es el
opuesto. Él sale a conquistar al gran público, a través de medios de comunicación tradicionales o novedosos
(y tal vez luego, eso sirva como presión para ser reconocido por la pequeña comunidad de especialistas).

Esto nos lleva a considerar el tema de los “destinatarios”. El docto tiene por destinatario al estudiante, al
futuro docto o a aquel que tenga como aspiración el mundillo de los doctos. Es de vital importancia para él
generar tal relación de necesidad. He aquí una paradoja fundamental: es el sabio el que necesita del aprendiz
para sobrevivir y no al revés. Ahora bien, ¿quién es el destinatario del sofista? Mientras que el docto se
dirige a los aspirantes de filósofos, el sofista se dirige a los no-filósofos, a los novatos, a los extranjeros. El
sofista, que divulga, se dirige al vulgo. Pero, como ya mencionamos, lo hace de una manera particular: traza
una línea imaginaria en el borde del escenario para colocarse sobre él y ubicar al vulgo en su morada
originaria: la platea. Por su parte, el filósofo anónimo se dirige a cualquiera (sabios o ignorantes, le da igual),
pero en su universo no hay koilon ni skené, porque la propia lógica lo hace participar como “cualquier-otro”
sin demarcar roles ni lugares. El anónimo no tiene destinatarios porque no envía nada: no tiene por objetivo
la transmisión de una posesión. No posee sino que ignora y es ignorado, es un ignoto, un desconocido sin
corona de laureles ni aura. En su lógica, la filosofía no se posee ni se envía ni se recibe: se hace. Y se hace,
sustancialmente, junto con otros. Por tanto, no hay destinatarios, sino participantes. Es anónimo porque
prescinde de su nombre para hacer existir a otros junto con él. No sacrifica su nombre, sino que lo entrega
momentáneamente para ser “parte”, como cualquiera, del sujeto que “filosofa”, y sabemos que por más
obstinación docta o sofista que se sostenga, no hay telón, pizarra o escritorio que divida en dos la capacidad
de filosofar.

Entonces, ¿qué roles propone cada figura o cada lógica? El docto define a su destinatario como alguien
mutilado, al que aún le falta “algo” y que tiene que estar atento a saber cómo recibirlo. El sofista coloca al
otro en el lugar del espectador, de la escucha, del aplauso y la admiración. No se trata del viejo binomio
alumno-activo o alumno-pasivo, ya estamos enterados del monótono poema de “pensar por cuenta propia...
pero luego”. Todo espectáculo necesita de espectadores. “Luego” podrán subirse, en otra función, a su
propio escenario: siempre habrá alguien esperando intercambiar un billete de reconocimiento por otro. Para
la lógica del anonimato, ese intercambio es el principio de todos los males del mundo: un infinito trueque de
veneración que se entrega a cambio de la vana-gloria que se espera recibir… luego. Y no entienden, los
anónimos, cómo hay otros que no ven esta viga mientras se dedican a intentar extraer con lupa alguna
espina neoliberal del ojo de la historia.

En este sentido, ¿cuál es la autopercepción política de la propia tarea según cada figura? El docto cree que
mejora el mundo cuando transmite conocimientos complejos y valiosos, en la medida que supone que
aquello que transmite provocará una potencia liberadora al permitir observar la realidad de una manera más
crítica. El sofista, que con frecuencia acusa al docto de evadir la vida ordinaria, se esfuerza por acercar la
filosofía al mundo de la gente común y hace de la divulgación su arma para la democratización de los
conocimientos. Lo oímos más de una vez: el docto devuelve el sombrerazo imputando al sofista de
charlatán. Por su parte, el filósofo anónimo cree que lo más disruptivo para este mundo no es esencialmente
aquello que se transmite sino la propia experiencia que interpela a los demás, pero ya no como público o
destinatario de un mensaje, sino como parte de un sujeto colectivo heterogéneo construido a partir de
vínculos igualitarios. Es cierto, hemos escuchado a los tres canturrear la canción de la emancipación. Sin
embargo, algunos pueden decir “yo te emancipo”, emulando al dirigente político que discursea: “yo los he
empoderado”. Otros creen que jamás podrían emancipar sin, al mismo tiempo, emanciparse: pero esta frase
frecuentemente es leída como un sugestivo lema freireano. Repitámosla de otra manera para evitar
confusiones: nadie se emancipa solo y ningún individuo emancipa a otro. Para el anónimo no hay, es
imposible que lo haya, un hacedor individual que provoque la emancipación porque ésta no significa
proveer herramientas para que la razón de cada uno pueda ejercerse con independencia de un otro-
colonizador. Por el contrario, “nos” emancipamos mientras nos reconocemos como partes-iguales y dejamos
de estar emancipados cuando no lo hacemos, por ejemplo, cuando decimos “yo vengo aquí a emancipar, y
ustedes a emanciparse”. La igualdad no es tan popular y filosofar en forma anónima tiene sus riesgos.

En realidad, las tres figuras asumen sus riesgos peculiares. El docto puede ser víctima de la propia lógica que
lo ingresó en los beneficios de la pequeña comunidad cuando los vientos políticos y las reglas del juego
cambien. El sofista, al estar obligado a la exposición tumultuaria, puede quedar prisionero de la demagogia o
puede sufrir los efectos de la adulación que es un arma de doble filo, y así perderse en la sinrazón de la masa
o en la pelusa de sus competidores. El anónimo puede verse forzado al exilio o a la misantropía en un
mundo que sólo reproduce mercaderes y clientes, ídolos y fanáticos, genios y espectadores.
Sin embargo, no se trata de concluir, por ejemplo, que en la universidad no puede darse otra lógica que la de
los doctos, o que en una exposición mediática no puede darse otra lógica que la sofista o que en un seminario
autogestionado no puede darse otra lógica que la del anonimato: el lugar no define la lógica, ni viceversa. El
lugar es un atributo que utilizamos aquí para poder ilustrar una clasificación siempre inacabada de un
concepto ficcional que intenta abordar la complejidad de una realidad. En este sentido, cuando departimos
sobre figuras particulares no referimos a personas concretas, sino a lógicas que operan a través de individuos
o grupos de ellos. Cada uno de nosotros puede asumir (o pudo haber asumido), por propia voluntad, por
obligación o por la inercia de la pereza, todas o algunas de esas diversas máscaras a lo largo del tiempo. Las
lógicas no son producto de la simple intención del individuo-filósofo sino que son configuraciones
situacionales y temporales que lo sobrepasan. Pero a su vez, estas configuraciones son permeables a las
decisiones que los sujetos, de forma colectiva, puedan generar si se dedican a repensarlas y a repensarse a sí
mismos más allá de sus privilegios y de sus intereses particulares o corporativos.

La respuesta de los jóvenes estudiantes puede preocuparnos a quienes creemos que los filósofos no sólo
existen cruzando el umbral de las universidades y de los medios. Por tanto, nos es muy necesario repetir
cada tanto, aquí y allá y en diferentes dialectos, que hay otras formas de filosofar más allá de los doctos y de
los sofistas: una filosofía silenciosa y fatigosa de los sin nombres.

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