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CAPITULO CXIV

Dios da leyes a los hombres


Esto demuestra la necesidad de que Dios diera leyes a los hombres. Así como los actos
de las criaturas irracionales son dirigidos por Dios en cuanto que son actos
correspondientes a la especie, así también los actos de los hombres son dirigidos por
Dios considerados como actos del individuo, según se ha demostrado (c. prec.). Pero
los actos de las criaturas irracionales, correspondientes a la especie, son dirigidos por
Dios mediante cierta inclinación natural que responde a la naturaleza de la especie.
Luego, además de esto, se ha de dar a los hombres algo por lo que se dirijan en sus
actos personales. Y a esto llamamos ley.
La criatura racional como hemos dicho (ibíd.), está sometida a la divina providencia,
de manera que participa cierta semejanza de la misma, en cuanto que puede gobernarse
a sí misma en sus actos y gobernar a las demás. Ahora bien, aquello por lo que los
actos de algunos son gobernados recibe el nombre de ley. Fue, pues, conveniente que
Dios diera a los hombres la ley. Como la ley es cierta razón y regla para obrar,
únicamente convendrá dar leyes a quienes conocen la razón d sus obras. Y como esto
es exclusivo de la criatura racional, sólo a ella fue conveniente que se le diera la ley.
La ley se ha de dar a quienes son dueños de obrar o no obrar. Y esto únicamente
conviene a la criatura racional. Luego sólo ella es capaz de recibir la ley.
Como la ley no es otra cosa que la razón de la obra, y la razón de una obra cualquiera
se toma del fin, quien es capaz de ley la recibirá de aquel por quien es conducido al
fin, tal como la reciben el obrero del arquitecto y el soldado del jefe del ejército. Es así
que la criatura racional alcanza su fin en Dios y por Dios, según consta por lo dicho
(capítulos 37, 52). Luego fue conveniente que Dios diera a los hombres la ley.
Por esto se dice en Jeremías: ―Daré mi ley en sus entrañas‖. Y en Oseas: ―Escribiré
para ellos mis muchas leyes‖.

CAPITULO CXV
La ley divina ordena al hombre principalmente a Dios
Puede deducirse de lo dicho a qué tiende principalmente la ley que Dios ha dado.
Es evidente que todo legislador intenta principalmente, mediante las leyes, dirigir a los
hombres hacia su fin. Por ejemplo, el jefe del ejército, a la victoria, y el gobernador de
la ciudad, a la paz. Mas el fin que Dios intenta es el mismo Dios. Luego la ley divina
intenta principalmente dirigir al hombre a Dios.
La ley, según se ha dicho (c. prec.), es cierta razón de la divina providencia gobernante
propuesta a la criatura racional. Pero el gobierno de la providencia divina lleva a cada
ser a su propio fin. Así, pues, el hombre se ordena principalmente a su fin por la ley
que Dios le ha dado. Pero el fin de la criatura humana es unirse a Dios, pues, según
dijimos, en esto consiste su felicidad (c. 37). Luego la ley divina dirige al hombre
principalmente para que se una a Dios.
La intención de todo legislador es hacer buenos a quienes da la ley; por eso los
preceptos de la ley deben ser sobre los actos virtuosos. Luego la ley divina intentará
aquellos actos que son realmente óptimos. Ahora bien, entre los actos humanos, son
óptimos aquellos por los cuales se une el hombre a Dios, como más cercanos al fin.
Por consiguiente, la ley divina dispone a los hombres principalmente para estos actos.
Lo principal de la ley debe ser aquello de lo cual recibe ella su eficacia. Pero la ley
dada por Dios tiene su eficacia para los hombres en cuanto que los sujeta a El, porque
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nadie es reducido por la ley de algún rey si no es súbdito suyo. En consecuencia, lo
principal de la ley divina debe ser el unir la mente del hombre a Dios. Por esto se dice
en el Deuteronomio: ―Y ahora, Israel, ¿qué te pide el Señor, tu Dios, sino que temas a
tu Dios, y sigas sus caminos, y le ames, y sirvas al Señor, tu Dios, con todo tu corazón
y con toda tu alma?

CAPITULO CXVI
El fin de la ley divina es amar a Dios
Como la intención principal de la ley divina es que el hombre se una a Dios, y la mejor
manera de unirse a Él es por el amor, es necesario que la intención principal de la ley
divina se ordene a amar.
Que la unión máxima del hombre con Dios sea por el amor, es cosa manifiesta. Pues
en el hombre hay dos cosas por las que puede unirse a Dios, a saber, el entendimiento
y la voluntad; porque por las potencias inferiores del alma puede unirse a las cosas
inferiores, pero no a Dios. Ahora bien, la unión que se realiza mediante el
entendimiento se completa por aquella que es propia de la voluntad, pues mediante la
voluntad descansa el hombre en cierto modo en lo que el entendimiento aprehende.
Mas la voluntad se adhiere a una cosa por amor o por temor, aunque de manera
diferente, porque a lo que se une por temor se adhiere en atención a otro, es decir, para
evitar el mal que, de no unirse a él, le amenaza; por el contrario, a lo que se adhiere
por amor únese por ello mismo. Sin embargo, lo que es por sí es más principal que lo
que e por otro. Luego el mejor modo de unirse a Dios es por el amor. Y esto es lo que
principalmente se intenta en la ley divina.
El fin de cualquier ley, y sobre todo de la divina, es hacer buenos a los hombres. Y se
dice que el hombre es bueno cuando tiene buena voluntad, mediante la cual actualiza
cuanto hay en él de bueno. Y la voluntad es buena cuando quiere el bien,
principalmente el sumo bien, que es fin. Así, pues, cuanto más quiere el hombre dicho
bien, tanto más bueno es. Pero el hombre quiere mucho más aquello que quiere por
amor que aquello que únicamente quiere por temor, puesto que lo que quiere
solamente por temor lleva mezcla de algo involuntario, como cuando uno quiere
arrojar la mercancía al mar por temor. Por tanto, el amor del Sumo Bien, o sea, de
Dios, es lo que principalmente hace buenos a los hombres y también lo que
primeramente se intenta en la ley divina.
La bondad del hombre es por la virtud, ―pues la virtud es la que hace bueno a quien
la posee‖. Por eso la ley intenta hacer hombres virtuosos, sus preceptos versan sobre
actos virtuosos. Pero es condición de la virtud que el virtuoso ―obre con firmeza y
agrado‖. Y esto es fruto del amor, puesto que por él hacemos las cosas con tesón y
gusto. Según esto, el fin intentado en la ley divina es el amor del bien.
Los legisladores mueven con la imposición de la ley a aquellos a quienes se les da.
Pero en todas las cosas que son movidas por algún primer motor, tanto más
perfectamente se mueve una de ellas cuanto más participa de la moción del primer
motor y de su semejanza. Ahora bien, Dios, que es el dador de la ley divina, hace todas
las cosas por su amor. Luego quien tiende a El de ente modo, es decir, amándole,
muévese perfectísimamente hacia El. Mas todo agente intenta la perfección de aquello
en que obra. Este es, pues, el fin de todo legislador, que el hombre ame a Dios.

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Por esto se dice en la primera a Timoteo: ―El fin de lo mandado es la caridad‖. Y en
San Mateo se afirma que ―el primer y principal mandamiento de la ley es: Amarás al
Señor, tu Dios‖.
De ahí que la ley nueva, como más perfecta, se denomine ―ley de amor‖; y la antigua,
como más imperfecta, ―ley de temor‖.

CAPITULO CXVII
La ley divina nos ordena al amor del prójimo
De ahí resulta que la ley divina intenta también el amor al prójimo.
Entre aquellos que tienen un fin común debe existir unión de afectos. Es así que los
hombres tienen como fin último para todos la bienaventuranza, lo cual han sido
ordenados por Dios. Por tanto, es preciso que los hombres se unan entre sí con un
mutuo amor.
Quien ama a otro, es lógico que ante también a los que aquél ama y a los que están
unidos con él. Mas los hombres son amados por Dios, quien les preparó la fruición de
sí mismo como último fin. Es preciso, pues, que, al hacerse uno amador de Dios, se
haga también amador del prójimo.
Como el hombre es ―naturalmente un animal social‖, precisa ser ayuda do por los
demás para conseguir su propio fin. La mejor manera de ayudarse es el amor mutuo
entre los hombres. Luego de la ley de Dios, que dirige los hombres a su último fin,
recibimos el mandato del mutuo amor.
El hombre precisa de paz y tranquilidad para dedicarse holgadamente a lo divino. Es
así que todo cuanto puede perturbar la paz se quita principalmente con el amor mutuo.
Por consiguiente, puesto que la ley divina ordena a los hombres el vacar a lo divino,
será necesario que de ella derive el mutuo amor entre los hombres.
La ley divina se da al hombre en auxilio de la ley natural. Mas es natural a todos los
hombres el amarse mutuamente, como lo demuestra el hecho de que un hombre, por
cierto instinto natural, socorre a otro, incluso desconocido, en caso de necesidad, por
ejemplo, apartándolo de un camino equivocado, ayudándole a levantarse, si se
presenta, etc., ―como si todo hombre fuera naturalmente para su semejante un
familiar y amigo‖. Luego el amor mutuo entre los hombres está preceptuado por la ley
de Dios.
De aquí viene lo que se dice en San Juan: ―Este es mi mandato, que os amáis
mutuamente‖. Y en la primera de San Juan: ―Este mandato hemos recibido de Dios,
que quien ama a Dios ame también a su hermano‖. Y en San Mateo se dice que ―el
segundo mandamiento es: amarás a tu prójimo‖.

CAPITULO CXVIII
Los hombres están obligados por ley divina a aceptar la verdadera fe
Con esto se demuestra que los hombres están obligados a la verdadera fe por la ley
divina.
Así como el principio del amor corporal es la visión propia del ojo corporal, así
también el comienzo del amor espiritual debe ser la visión inteligible del objeto
espiritual amable. Pero la visión del objeto espiritual amable, que es Dios, no podemos
alcanzarla al presente sino por la fe (puesto que excede a la razón natural), y sobre
todo consistiendo nuestra felicidad en su fruición. Es preciso, pues, que seamos
inducidos por la ley divina a la verdadera fe.
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La ley divina ordena al hombre con objeto de que esté totalmente sometido a Dios.
Pero así como el hombre se somete a Dios amándole, por parte de la voluntad, así
también se somete creyendo en El, por parte del entendimiento. Y no creyendo algo
falso, porque Dios, que es la Verdad, no puede proponer al hombre ninguna falsedad;
por eso, quien cree algo falso no cree a Dios. Por tanto, los hombres son conducidos a
la verdadera fe por la ley divina.
Quien yerre sobre lo que pertenece a la esencia de una cosa, no conoce dicha cosa. Por
ejemplo, si alguien pensase que hombre equivale a animal irracional, no conocería al
hombre. Otra cosa sería si se equivocara sobre alguno de sus accidentes. Sin embargo,
tratándose de compuestos, quien yerra sobre alguno de los principios esenciales, no
conocerá la cosa en absoluto, pero sí relativamente. Por ejemplo, quien piensa que el
hombre es animal irracional tiene de él un conocimiento genérico. Pero esto no puede
suceder con las cosas simples, puesto que un error cualquiera acerca de ellas nos priva
de su conocimiento. Es así que Dios es simplicísimo. Luego quien yerra sobre Dios no
le conoce. Por ejemplo, quien cree que Dios es cuerpo, no le conoce, pues toma por
Dios una cosa distinta. Sin embargo, nosotros amamos y deseamos una cosa en la
medida que la conocemos. Así, pues, quien yerra sobre Dios, no puede amarle ni
desearle, como fin. Por consiguiente, siendo el objeto de la ley divina el conseguir que
los hombres amen y deseen a Dios (c. 116), resultará que los hombres son obligados
por ella a tener una fe verdadera de Dios.
La falsa opinión es con respecto a lo inteligible lo mismo que el vicio opuesto es a la
virtud en lo moral, pues ―él bien del entendimiento es lo verdadero‖. Si, pues, a la ley
divina corresponde prohibir los vicios, a ella corresponderá también rechazar las falsas
opiniones sobre Dios y las cosas divinas.
Por esto se dice a los Hebreos: ―Sin la fe es imposible agradar a Dios‖. Y en el
Éxodo, antes de establecer precepto alguno, se anticipa la fe recta en Dios, al decir:
―Oye, Israel; El Señor, tu Dios, es único‖.
Con esto se refuta el error de quienes decían que nada importa para la salvación del
hombre la clase de fe con que éste sirva a Dios.

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