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4 I Diciembre 2012
VERANO: HUIDA Y
PERMANENCIA DEL DOLOR
Se viaja por gastar el dinero, adquirir un porte y un aire chic, comer y beber bien.
Se viaja por lucir la mujer propia, y a veces la ajena.
Se viaja por instruirse.
Se viaja por hacerse notable.
Se viaja por economía.
Se viaja por huir de los acreedores.
Se viaja por olvidar.
Se viaja por no saber qué hacer.
Lucio V. Mansilla, Una excursión a los Indios Ranqueles.
Hasta Mar del Plata, desde Buenos Aires, cuatrocientos diez kilómetros. Un
enclave de cabotaje, el más común entre todas las opciones, que figura muy abajo
en Despegar.com, pero rankea altísimo en la sensibilidad obrera de los canales de
noticias. La ciudad nunca fue la misma, cambió con la época, pero tampoco dejó de
proyectarse como opción turística; para muy pocos hace cien años, para millones
desde hace bastante. A costa de transformarse en un mito, como un espejo que
transfigura su propia historia, todas esas temporadas estivales dibujan un contorno
inacabado y palpitante de imágenes. En Mar del Plata, lo específico son los edificios
que a partir del centro y hacia sur, construidos sobre la pendiente del océano,
dibujan una muralla de hoteles y viviendas enfrentadas al mar; el más alto, sobre el
que siempre corrieron rumores y fantasías sobre su caída, está coronado por un
cartel de luces rojas que declara las intenciones de la ciudad feliz: Havanna.
La historia blanca indica que fueron los padres jesuitas Matías Strobel,
Tomás Falkner y José Cardiel los primeros habitantes no indios de la zona. No fue
hasta que fundaron una pequeña parroquia a las orillas de lo que hoy se conoce
como Laguna de los Padres que los indolentes y hostiles indios pampas y
tehuelches comenzaron a agruparse en torno a la misión jesuítica. Aún hoy pervive
ese recuerdo y es una visita obligada para los escolares, que muy pronto olvidan en
que parte de la casa guardaron las cenizas de sus ancestros. Después llegó la hora
del puerto, y la verdadera entrada al sistema colonial, cuando la ciudad, sin serlo
todavía, se convirtió en un asentamiento especializado en exportación de tasajo,
carne secada al sol con mucha sal, el alimento preferidos de los esclavos negros de
la colonia. El saladero dio el puntapié inicial para el cultivo y las variantes del
sistema agroexportador. Rápidamente, y a la sazón de dar impulso a esta crónica,
vayamos directo al siglo XX y la fantástica transformación que sufre la ciudad
durante esos primeros años del siglo, cuando deja de ser un puerto costero y pasa a
transformarse en un Balneario: un punto de moda para las clases acomodadas de
Buenos Aires, e incluso el resto del mundo. Hasta el año 1945, que marca el fin de
"la perla del atlántico", tal como se la conoció durante buena parte de su historia. La
sistemática construcción de hoteles, subsidiada por la ampliación de los derechos
sociales, terminó con el refugio de Victoria Ocampo y sus amigos.
Los autos corren por la costanera. Los veraneantes abandonan sus hoteles y
casas de estar de paso. La jornada concluye y el mar respira, avanza sobre la playa
y retrocede cuando sale el sol. La ciudad es turística porque repite el ciclo de las
estaciones, pero sigue existiendo durante el resto del año. El frío espanta a los
turistas, como si fueran golondrinas del salario. Fuera de temporada, acumulan lo
que no les sobra para estirar una alegría de quince días. Una vez en el balneario, se
repite el intercambio del gasto y en forma de alfajores, arena o recitales en la playa
la ciudad recupera los inviernos perdidos.