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Revisa Mancilla Nro.

4 I Diciembre 2012

VERANO: HUIDA Y
PERMANENCIA DEL DOLOR

Se viaja por gastar el dinero, adquirir un porte y un aire chic, comer y beber bien.
Se viaja por lucir la mujer propia, y a veces la ajena.
Se viaja por instruirse.
Se viaja por hacerse notable.
Se viaja por economía.
Se viaja por huir de los acreedores.
Se viaja por olvidar.
Se viaja por no saber qué hacer.
Lucio V. Mansilla, Una excursión a los Indios Ranqueles.

Por Ignacio Navarro

Ahora, atrapados en el camino de los sistemas de producción no restitutivos y


las economías que no llegan a reponer todo lo que consumen - lo que sería la
manifestación económica del ánimo nihilista que seca la época-; el turismo hace su
entrada como una industria que encierra la doble promesa del bienestar y los
negocios. Las vacaciones son una invención relativamente reciente, una conquista
ganada a la jornada larga de trabajo mucho después de su aparición. Como si las
ciudades también hubieran sido inventadas para pergeñar un escape, porque
durante las vacaciones se suspenden por un momento las agresiones diarias y los
padecimientos que engendran las grandes urbes. Pero así como el avión, el tren y el
automóvil suponen el accidente, la interrupción brusca y la tragedia, el destino
turístico y la estipulación del plazo de veraneo también funcionan como resortes del
"sólo por ahora".

Al igual que la farmacéutica, el turismo es un campo de maniobras propicio


para los sedantes que de forma artificial alivianan la crudeza y hostilidad del mundo.
Desde sus orígenes como capital turística, Mar del Plata intensificó el desarrollo de
esas cualidades narcóticas. El resultado final incluye, entre otras cosas, un casino
emblema custodiado por bingos abiertos las 24 horas, bares de todo tipo y calibre y
una de las redes de puticlubs más consolidadas de la región. En este sentido la
ciudad funciona como una compleja trama de autoestimulación sensual basada en
el diagnóstico, control y procesamiento de la fantasía. Una trama que todos los
veranos pone en evidencia la importancia de la industria para colmar vidas
mutiladas por el deseo. Se trata de un implante que ante la ausencia de
experiencias existenciales genuinas se acomoda con facilidad a un estilo de vida a
través de un enorme abanico de estimulantes. Como una industria que trabaja sobre
el excedente, como otro cinturón de ajuste a la insatisfacción, como mandato de la
novedad y pequeña literatura para mitigar el profundo aburrimiento que despierta el
tiempo libre, el turismo, en este caso Mar del Plata, responde a la pregunta sobre el
no saber qué hacer cuando no trabajamos. Es la doble negación del tiempo
extendido y libre cuando se transforma en una opción agónica y tediosa sino es
llenado con alguna "escapada" al punto de recreación más conveniente.

Hasta Mar del Plata, desde Buenos Aires, cuatrocientos diez kilómetros. Un
enclave de cabotaje, el más común entre todas las opciones, que figura muy abajo
en Despegar.com, pero rankea altísimo en la sensibilidad obrera de los canales de
noticias. La ciudad nunca fue la misma, cambió con la época, pero tampoco dejó de
proyectarse como opción turística; para muy pocos hace cien años, para millones
desde hace bastante. A costa de transformarse en un mito, como un espejo que
transfigura su propia historia, todas esas temporadas estivales dibujan un contorno
inacabado y palpitante de imágenes. En Mar del Plata, lo específico son los edificios
que a partir del centro y hacia sur, construidos sobre la pendiente del océano,
dibujan una muralla de hoteles y viviendas enfrentadas al mar; el más alto, sobre el
que siempre corrieron rumores y fantasías sobre su caída, está coronado por un
cartel de luces rojas que declara las intenciones de la ciudad feliz: Havanna.

Nadando entre botellas de Levité, acostados sobre la cubierta oxidada de un


barco encallado, los lobos se dejan fotografiar por los turistas y reproducen la misma
escena todos los años. Se trata de una colonia compuesta únicamente por machos,
800, que se aparean en Punta del Este y hacen su parada en el puerto de Mar del
Plata. La elección de la Reina del Mar, las fiesta de los pescadores y los fuegos
artificiales cubriendo el techo negro del cielo; el barquito Anamora cargado de
turistas rompiendo las olas con pereza para llegar hasta el centro y luego volver,
cuatro veces por días, durante todas las temporadas desde hace más de veinte
años; el Aquarium, que, para quienes no lo saben, es un parque zoológico de
especies marinas bastante inferior al Mundo Marino de San Clemente y que
cínicamente se encuentra metido en la playa bien pegado al agua verdadera;
Ferimar, una ancestral fiesta de precios y prolongación natural de La Salada que
vende ropa trucha desde antes que se convierta en una nota del noticiero de
América 2, donde por primera y última vez ví unas zapatillas marca Abidas, una feria
que misteriosamente se incendió en el verano del 2007 y luego fue reabierta a cinco
cuadras. También está Aquasol, el parque de diversiones acuático sobre el ingreso
a la ciudad, donde el vértigo, la velocidad y la pérdida de control del cuerpo en los
túneles de agua son el principal atractivo. El “Kamikaze” es el tobogán más alto, una
pendiente que se pronuncia desde 20 metros de altura. Como la Montaña Rusa de
cualquier parque, otra de las invenciones para simular una proximidad con la
muerte. Los edificios Maral, enormes arquitecturas hormigonadas que se enfrentan
al mar como si fueran a una guerra y le roban un poco de sol a los turistas durante
toda la temporada, edificios que se hicieron más tristes cuando Alberto Olmedo se
puso a jugar al caballito en el piso 11 y cayó al vacío.

El lomo ennegrecido de los submarinos apostados en la Base Naval no figuró


nunca en los folletos. Tampoco el barco pesquero encallado en perla norte, que
durante el huracán del 91 se desamarró del muelle y recorrió la costa como un
fantasma hasta recalar hundido frente a los balnearios de Perla Norte. Aunque en
estos últimos años se llevó a cabo un trabajo de recuperación y removieron varias
montañas de hojalata que se oxidaban en el puerto y cerca de las escolleras. Eso es
imperceptible, pero no la nueva estación destinada a recibir los cruceros de lujo
internacionales que pronto será inaugurada. El turismo avanza, pero el amanecer de
la ciudad sigue teniendo cuatro gaviotas flacas volando en círculo sobre el poniente,
dos escolleras de piedra blanca encorvadas sobre el mar y un puñado de surfistas
balanceando la marea todo el año. Adelante, mítico y revuelto, el mar le devuelve al
visitante una imagen aproximada de su destino: soledad, desamparo y quietud.

La historia blanca indica que fueron los padres jesuitas Matías Strobel,
Tomás Falkner y José Cardiel los primeros habitantes no indios de la zona. No fue
hasta que fundaron una pequeña parroquia a las orillas de lo que hoy se conoce
como Laguna de los Padres que los indolentes y hostiles indios pampas y
tehuelches comenzaron a agruparse en torno a la misión jesuítica. Aún hoy pervive
ese recuerdo y es una visita obligada para los escolares, que muy pronto olvidan en
que parte de la casa guardaron las cenizas de sus ancestros. Después llegó la hora
del puerto, y la verdadera entrada al sistema colonial, cuando la ciudad, sin serlo
todavía, se convirtió en un asentamiento especializado en exportación de tasajo,
carne secada al sol con mucha sal, el alimento preferidos de los esclavos negros de
la colonia. El saladero dio el puntapié inicial para el cultivo y las variantes del
sistema agroexportador. Rápidamente, y a la sazón de dar impulso a esta crónica,
vayamos directo al siglo XX y la fantástica transformación que sufre la ciudad
durante esos primeros años del siglo, cuando deja de ser un puerto costero y pasa a
transformarse en un Balneario: un punto de moda para las clases acomodadas de
Buenos Aires, e incluso el resto del mundo. Hasta el año 1945, que marca el fin de
"la perla del atlántico", tal como se la conoció durante buena parte de su historia. La
sistemática construcción de hoteles, subsidiada por la ampliación de los derechos
sociales, terminó con el refugio de Victoria Ocampo y sus amigos.

Todas las ciudades tienen su radiografía. La de Mar del Plata comienza en el


mar y termina en las edificaciones bajas del suburbio, zonas donde las calles de
tierra se abren espacio entre la cosecha. Allí viven otros, que alejados del agua
reproducen junto a pescadores y turistas el ciclo necesario de la recolección, la caza
y el descanso. En los intervalos, la ciudad se llena de silencio, pierde la respiración
de a ratos y, en las noches de invierno, parece una postal congelada y fantasma. El
viento frío que llega desde el océano se cuela entre los chalets de la costa,
escarcha el césped de las mansiones del barrio, y detiene el sentido turístico del
lugar. La lomada vacía, de la calle empinada que termina en el mar, tampoco
aparece en ningún folleto. Fuera de temporada nos enfrentamos a una instalación
habitacional preparada para recibir a tres millones de personas, en una ciudad en la
que solo reside menos de la tercera parte de esa misma cifra.

Los autos corren por la costanera. Los veraneantes abandonan sus hoteles y
casas de estar de paso. La jornada concluye y el mar respira, avanza sobre la playa
y retrocede cuando sale el sol. La ciudad es turística porque repite el ciclo de las
estaciones, pero sigue existiendo durante el resto del año. El frío espanta a los
turistas, como si fueran golondrinas del salario. Fuera de temporada, acumulan lo
que no les sobra para estirar una alegría de quince días. Una vez en el balneario, se
repite el intercambio del gasto y en forma de alfajores, arena o recitales en la playa
la ciudad recupera los inviernos perdidos.

Enfrentar la mirada en al mar, hundirla en el no terminar nunca del horizonte.


Los turistas deberían confesar que también vienen a la ciudad para eso.

El 12 de noviembre de 1994, poco antes de comenzar la temporada estival,


un portaaviones norteamericano que realizaba maniobras en la zona, el USS Kitty
Hawk, se detuvo frente a Playa Varese. Esa misma tarde, entre el ajetreo público de
la novedad y la complacencia de las autoridades, cientos de marineros negros
vestidos absolutamente de blanco coparon la peatonal San Martín. Comieron pizza,
bebieron, ensayaron diálogos con los curiosos, regalaron sus sombreros y se
dejaron tomar fotos con los locales. Fueron los turistas más extraños que recibió la
ciudad en toda su historia y, por suerte, nunca más volvieron. Acostumbrada a
recibir visitas esporádicas y momentáneas, el desembarco de los 1500 soldados de
la U.S Army figura como un accidente más en la larga lista de visitantes. Un caso
atípico que dibuja una instantánea de esa década y hoy resulta impensado.
La ciudad presente cobija en su vientre a las otras. La cajetilla, señorial,
aristocrática y latifundista, y la otra, la de las películas del gordo Porcel filmadas en
el Casino y las estatuas de los lobos marinos carcomidos por la salitre del mar. Sin
embargo, Mar del Plata crece siempre igual: recostada sobre el océano y atrapada
en la misión de perseverar como destino turístico. El cine, la televisión y todas las
otras formas de la publicidad machacan sobre los mismos lugares comunes hasta
no poder más. Mar del Plata se prefiere porque es fácil, mansa y brinda refugio
sistemático a dos millones que todos los veranos reinciden en la costumbre, en la
perezosa maña de sentirse parecidos pero no iguales. El folleto turístico hace
estragos sobre la imaginación de una época que comienza a pensarse a sí misma
como el resultado de sus propias decisiones. Mar del Plata ya no es una opción más
en el abanico, se erige a sí misma como un escenario arquetípico, a veces vulgar,
otras melancólico y ensoñado: el balcón donde Monzón empujó a Alicia Muñiz y la
esquina sobre Av. Independencia donde la Hiena Barrios se cargó la vida de una
mujer embarazada conviven con la misma marea que se tragó a Alfonsina Storni.

¿Cuántas vidas se cobra el entusiasmo?

¿Cuántas personas perecen entre las rocas de la escollera cada temporada?

La euforia momentánea y anestésica de la temporada se carga un sinfín de


tragedias que todavía no fueron compiladas en ningún volumen. Alguna vez habrá
que escribir una historia sobre cómo la gente muere en vacaciones.

De los veranos que no terminan nunca, quedan crepúsculos en los


acantilados al sur de la ciudad. A veces no queda nada, solamente ver como las
playas no dejan de encogerse frente al avance de la marea. Cada cierta cantidad de
años, la Municipalidad licita nuevamente un sistema de dragado que succiona arena
de un banco que se forma sobre la escollera Norte para devolverle a los balnearios
su tamaño original. Mientras tanto, el ánimo se contabiliza en autos por minuto
ingresando en la Ruta 2.

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