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CAPÍTULO XX
LA POTESTAD CIVIL
Como puede verse, Calvino considera que el fin del orden del Estado es hacer
respetar la doctrina y el servicio exterior de Dios en el culto, Y. por tanto, velar
por la obediencia a los mandamientos de la primera tabla, exactamente igual que
a los de la segunda.
, Si el reino de Dios hace inútil por su presencia en nosotros la preocupación de las
cosas de la vida presente.
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suceder cuando los nobles que ostentan el poder conspiran para consti-
tuir una dominación inicua; y todavía es más fácil levantar sediciones
cuando la autoridad reside en el pueblo. Es muy cierto que si se establece
comparación entre las tres formas de gobierno que he nombrado, la
preeminencia de los que gobiernan dejando al pueblo en libertad - forma
que se llama aristocracia - ha de ser más estimada; no en si misma, sino
porque muy pocas veces acontece, y es casi un milagro, que los reyes
dominen de forma que su voluntad no discrepe jamás de la equidad y la
justicia. Por otra parte, es cosa muy rara que ellos estén adornados de
tal prudencia y perspicacia, que cada uno de ellos vea lo que es bueno y
provechoso. Y por eso, el vicio y los defectos de los hombres son la razón
de que la forma de gobierno más pasable y segura sea aquella en que
gobiernan muchos, ayudándose los unos a los otros y avisándose de su
deber; y si alguno se levanta más de lo conveniente, que los otros le
sirvan de censores y amos.! Porque la experiencia asl lo ha demostrado
siempre, y Dios con su autoridad 10 ha confirmado al ordenar que tuviese
lugar en el pueblo de Israel, cuando quiso mantenerlo en el mejor estado
posible, hasta que manifestó la imagen de nuestro Señor Jesucristo en
David. Y como de hecho la mejor forma de gobierno es aquella en que
hay una libertad bien regulada y de larga duración, yo también confieso
que quienes pueden vivir en tal condición son dichosos; y afirmo que
cumplen con su deber, cuando hacen todo 10 posible por mantener tal
situación. Los mismos gobernantes de un pueblo libre deben poner todo
su afán y diligencia en que la libertad del pueblo del que son protectores
no sufra en sus manos el menor detrimento. y si ellos son negligentes en
conservarla o permiten que vaya decayendo, son desleales en el cumpli-
miento de su deber y traidores a su patria. Mas, si quienes por voluntad
de Dios viven bajo el dominio de los príncipes y son súbditos naturales
de los mismos, se apropian tal autoridad e intentan cambiar ese estado
de cosas, esto no solamente será una especulación loca y vana, sino
además maldita y perniciosa.
Además, si en vez de fijar nuestra mirada en una sola ciudad, ponemos
nuestros ojos en todo el mundo o en diversos países, ciertamente veremos
que no sucede sin la permisión divina el que en los diversos países haya
diversas formas de gobierno. Porque así como los elementos" no se
pueden conservar sino con una proporción y temperatura desigual, del
mismo modo las formas de gobierno no pueden subsistir sin cierta desi-
gualdad. Pero no es necesario demostrar todo esto a aquellos a quienes
la voluntad de Dios les es razón suficiente. Porque si es su voluntad
constituir reyes sobre los reinos, y sobre las repúblicas otra autoridad,
nuestro deber es someternos y obedecer a los superiores que dominen
en el lugar donde vivimos.
1 Calvino se ha inclinado siempre al régimen de consejos; pero más bien por una
oligarquía, que por una verdadera dernocracia.
, Atmosféricos.
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sus caballos (Dt. 17, 16), que no entreguen su corazón a la avaricia, que
no se ensoberbezcan contra sus hermanos, que sin cesar mediten todo
los días la Ley del Señor, que los jueces no se inclinen a ninguna de las
dos partes, ni admitan dones y presentes (01. 16, 19); Y otras sentencias
semejantes que ocurren de continuo en la Escritura. Porque el exponer
yo aqui el oficio del gobernante no es tanto para enseñarle a él, cuanto
para que vean los demás en qué consiste, y a qué fin lo ha instituido el
Señor.
Vemos, pues, que los gobernantes son constituidos como protectores
y conservadores de la tranquilidad, honestidad, inocencia y modestia
públicas (Rom.l3,3), y que deben ocuparse de mantener la salud y paz
común. De tales virtudes promete David ser dechado cuando fuere colo-
cado en el trono regio (Sal. 101); es decir, no disimular ni consentir
ninguna iniquidad de ninguna clase, sino detestar a los impíos, calumnia-
dores y soberbios, y buscar buenos y leales consejeros en todas partes.
y como no pueden cumplir esto si no es defendiendo a los buenos contra
las injurias de los malos, y asistiendo y socorriendo a los oprimidos, por
esta causa son armados de poder, para reprimir y castigar rigurosamente
a los malhechores, con cuya maldad se turba la paz pública. Porque, para
decir la verdad, por experiencia vemos lo que decía Salón, que todo
gobierno consiste en dos cosas: en remunerar a los buenos y en castigar
a los malos; y si se pierden las tales, toda la disciplina de las sociedades
humanas se disipa y viene a tierra. 1 Porque son muchísimos los que no
hacen gran caso del bien obrar si no ven que la virtud es recompensada
con algún honor. Y por otra parte, los bríos de Jos malos se hacen irre-
frenables si no ven el castigo dispuesto. Estas dos partes se comprenden
en Jo que dice el profeta cuando manda a los reyes y demás superiores
que hagan juicio y justicia (Jer. 21,12; 22, 3). Justicia es acoger a los ino-
centes bajo su amparo, protegerlos, defenderlos, sostenerlos y librarlos.
El juicio es resistir el atrevimiento de los malvados; reprimir sus violen-
cias y castigar sus delitos.
1 Séneca, Clemencia, 1, m, 3.
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Finalmente respondo que podemos muy bien deducir del Nuevo Testa-
mento que Cristo con su venida no ha cambiado cosa alguna al respecto.
Porque si la disciplina cristiana, como dice san Agustín, condenase toda
suerte de guerras, san Juan Bautista hubiera aconsejado a los soldados
que fueron a él para informarse acerca de lo que debían hacer para su
salvación, que arrojasen las armas, que renunciasen a ser soldados, y
emprendiesen otra vocación. Sin embargo no lo hizo así; sino que sola-
mente les prohibió que ejerciesen violencias o hiciesen daño a nadie, y
les ordenó que se dieran por satisfechos con su sueldo. Y al ordenarles
que se contenten con él, evidentemente no les prohibe guerrear (Le. 3,14).1
Mas los gobernantes deben guardarse de someterse lo más mínimo a
sus deseos; al contrario, si deben imponer algún castigo, han de abste-
nerse de la ira, del odio, o de la excesiva severidad; y sobre todo, como
dice san Agustín, en nombre de la humanidad han de tener compasión
de aquel a quien castigan por los daños cometidos:" o bien, que cuando
deban tomar las armas contra cualquier enemigo, es decir, contra ladro-
nes armados, no deben hacerlo sin causa grave; más aún, cuando tal
ocasión se presentare, deben rehuirla hasta que la necesidad misma les
obligue. Porque es menester que obremos mucho mejor de lo que enseñan
los paganos, uno de los cuales afirma que la guerra no debe hacerse por
más fin que para conseguir la paz. Conviene ciertamente buscar todos
los medios posibles antes de llegar a las manos.
En resumen, en todo derramamiento de sangre, los gobernantes no se
han de dejar llevar de preferencias, sino que han de guiarse por el deseo
del bien de la nación, pues de otra manera abusan pésimamente de su
autoridad; la cual no se les da para su particular utilidad, sino para
servir a los demás.
De la existencia de las guerras lícitas. se sigue que las guarniciones, las
alianzas y municiones del estado, lo son asimismo. Llamo guarniciones
a los soldados que están en la frontera para la conservación de toda la
tierra. Llamo alianzas, las confederaciones que entre sí pactan los prin-
cipes de las comarcas para ayudarse el uno al otro. Llamo municiones
sociales, a todas las provisiones que se hacen para el servicio de la guerra.
1 Hay que subrayar aquí también que Calvino no separa la moral de la religión,
exactamente igual como no separa las dos tablas dc los mandamientos. El servicio
de Dios es el primer punto de la vida moral.
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18. Entienda, pues, esta gente que los tribunales son legítimos y lícitos
a aq uellos que usan bien de ellos; y q ue a robas partes pueden servirse
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y Salomón, al unir con los reyes a Dios les atribuye una gran dignidad
y reverencia.
También san Pablo da a los superiores un título muy honorífico cuando
dice que todos debemos estar les sujetos, no solamente por razón del
castigo sino también por causa de la conciencia (Rom.l3, 5); por lo cual
entiende que los sujetos deben sentirse movidos a reverenciar a sus prín-
cipes y gobernantes, no sólo por miedo a ser castigados por ellos - como
el que se sabe más débil cede a la fuerza del enemigo, al ver lo mal que
le id si resiste - sino que deben darles esta obediencia también por temor
a Dios mismo, puesto que el poder de los príncipes lo ha dado Dios.
No discuto aq ui sobre las personas, como si una máscara de dignidad
debiera cubrir toda la locura desvarío y crueldad, su mala disposición
y toda su maldad, y de este modo los vicios hubieran de ser tenidos y
alabados como virtudes; solamente afirmo que el estado de superior es
por su naturaleza digno de honor y reverencia; de tal manera, que a
cuantos presiden los estimemos, honremos y reverenciemos por el oficio
que ostentan.
Por tanto, nadie debe considerar cómo cumple el otro con su deber
para con él, sino solamente ha de tener siempre en su memoria y ante
sus ojos lo que él debe hacer para cumplir con su propio deber. Esta
consideración debe tener lugar principalmente en aquellos que están
sometidos a otros. Por tanto, si somos cruelmente tratados por un prín-
cipe inhumano; 1 si somos saqueados por un príncipe avariento y pródigo;
o menospreciados y desamparados por uno negligente; si somos afligidos
por la confesión del nombre de! Señor por uno sacrílego e infiel; traiga-
mos primeramente a la memoria las ofensas que contra Dios hemos
cometido, las cuales sin duda con tales azotes son corregidas. De aquí
sacaremos humildad para tener a raya nuestra impaciencia. Yen segundo
lugar, pensemos que no está en nuestra mano remediar estos males, y
que no nos queda otra cosa sino implorar la ayuda del Señor. en cuyas
manos está el corazón de los reyes y los cambios de los reinos. Dios es
quien se sentará en medio de los dioses y los juzgará (Dan. 9, 7; Prov.
21, 1; Sal. 82, 1); ante cuyo acatamiento caerán por tierra y serán que-
brantados los que no hayan honrado a su Cristo (Sal. 2, 9), y hayan hecho
leyes injustas "para apartar del juicio a los pobres, y para quitare! derecho
a los afligidos, para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos"
(Is.1O,2).
ni más ni menos como es lícito a los reyes castigar a los nobles. Los segun-
dos, aunque iban guiados por la mano de Dios a hacer aquello que Él
había determinado, y hacían la voluntad de Dios sin pensarlo, no obs-
tante en su corazón no tenian otra intención y pensamiento sino hacer
el mal.
ciones cedan ante las órdenes de Dios, y que toda su alteza se humille y
abata ante Su majestad. Pues en verdad, ¿qué perversidad no sería, a fin
de contentar a los hombres, incurrir en la indignación de Aquel por cuyo
amor debemos obedecer a Jos hombres? Por tanto el Señor es el Rey de
reyes, el cual, apenas abre sus labios, ha de ser escuchado por encima
de todos. Después de Él hemos de someternos a los hom bres gue tienen
preeminencia sobre nosotros; pero no de otra manera que en El, Si ellos
mandan alguna cosa contra lo que Él ha ordenado no debemos hacer
ningún caso de ella, sea quien fuere el que lo mande. Y en esto no se
hace injuria a ningún superior por más alto que sea, cuando lo sometemos
y ponemos bajo la potencia de Dios, que es la sola y verdadera potencia
en comparación con las otras.
Por esta causa Daniel protesta que en nada habla ofendido al rey
(Dan. 6,20-22), aunque había obrado contra el edicto regio injustamente
pregonado; porque el rey había sobrepasado sus límites; y no solamente
se había excedido respecto a los hombres, sino que también había levan-
tado sus cuernos contra Dios y al obrar así se había degradado y perdido
su autoridad.
Por el contrario, el pueblo de Israel es condenado en Oseas por haber
obedecido voluntariamente a las impías leyes de su rey (Os. 5,11). Porque
después que Jeroboam mandó hacer los becerros de oro dejando el templo
de Dios, todos sus vasallos, por complacerle, se entregaron demasiado a
la ligera a sus supersticiones (1 Re. 12,30), y luego hubo mucha facilidad
en sus hijos y descendientes para acomodarse al capricho de sus reyes
idólatras, plegándose a sus vicios. El profeta con gran severidad les
reprocha este pecado de haber admitido semejante edicto regio. Tan lejos
está de ser digno de alabanza el encubrimiento que los cortesanos alegan
cuando ensalzan la autoridad de los reyes para engañar a la gente igno-
rante, diciendo que no les es licito hacer nada en contra de aquello que
les está mandado. Como si Dios .al constituir hombres mortales que
dominen, hubiese resignado su autoridad, o que la potencia terrena
sufriera menoscabo por someterse como inferior al soberano imperio
de Dios, ante cuyo acatamiento todos los reyes tiemblan.
Sé muy bien qué daño puede venir de la constancia que yo pido aqui ;
porque los reyes no pueden consentir de ningún modo verse humillados,
cuya ira, dice Salomón, es mensajero de muerte (Prov. 16, 14). Mas como
ha sido proclamado este edicto por aquel celestial pregonero. san Pedro,
que "es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch.5,29),
consolémonos con la consideración de que verdaderamente daremos a
Dios la obediencia que nos pide, cuando antes consentimos en sufrir
cualquier cosa que desviarnos de su santa Palabra. Y para que no des-
fallezcamos ni perdamos el ánimo, san Pablo nos estimula con otro
aliciente, diciendo que hemos sido comprados por Cristo a tan alto
precio, cuanto le ha costado nuestra redención, para que no nos hagamos
esclavos ni nos sujetemos a los malos deseos de los hombres, y mucho
menos a su impiedad (1 Cor. 7, 23).
GLORIA A DIOS