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Los costes de los servicios relacionados

con el agua
Los usos del agua generan diversos tipos de costes que, en buena parte, no son
soportados por los propios usuarios, sino que se socializan. La Directiva Marco del
Agua propugna la repercusión de los costes, incluyendo los ambientales,
siguiendo el principio de quien contamina paga. En caso de daños irreversibles al
medio ambiente se debería aplicar también el principio de precaución.
La injerencia humana en el funcionamiento natural de los ecosistemas con la
finalidad de obtener agua para los diferentes usos y la devolución al medio
después de su uso tiene consecuencias sobre los propios ecosistemas y sobre
otros usuarios. Al menos una parte de esas consecuencias puede ser
representada como coste.
La idea de coste no es neutral, sino que es la expresión de valores e intereses
presentes en la sociedad y, en última instancia su definición depende del marco
institucional vigente. La presencia en la sociedad de valores diversos e intereses
contrapuestos, se manifiesta en el carácter político -y, por tanto, polémico- de la
noción de costes asociados al uso del agua. Como consecuencia de ello el debate
en torno a la propia definición de los costes sigue abierta en el mundo académico,
mientras algunos agentes sociales presionan (con éxito) a las administraciones
para aproximar la noción de coste a sus intereses. En la actualidad, y en relación
con el agua, los costes vienen determinados por la Directiva Marco del Agua.
La DIRECTIVA MARCO DEL AGUA vincula los costes a los usos del agua a
través de la idea de servicios relacionados con el agua. En la medida en que
intervenciones como la extracción, el embalse, el depósito, el tratamiento y la
distribución de aguas superficiales o subterráneas; y, la recogida y depuración de
aguas residuales, que vierten posteriormente en las aguas superficiales, (y otras)
necesarias para posibilitar el uso del agua tienen repercusiones significativas
sobre el estado de los ecosistemas, son generadoras de costes. En aplicación del
principio de “quien contamina paga”; la Directiva establece el criterio de
recuperación de los costes:
El principio de recuperación de los costes de los servicios relacionados con el
agua, incluidos los costes medioambientales y los relativos a los recursos
asociados a los daños o a los efectos adversos sobre el medio acuático, deben
tenerse en cuenta, en particular, en virtud del principio de que “quién contamina
paga”. (Considerando 38).
Y más abajo, en el articulado,
Los Estados miembros tendrán en cuenta el principio de la recuperación de los
costes de los servicios relacionados con el agua, incluídos los costes
medioambientales y los relativos a los recursos (Art. 9.1).
El Plan de Salvaguarda de los recursos hídricos europeos (Blueprint to Safeguard
Europe’s Water Resources) recientemente aprobado (Noviembre, 2012) insiste en
la necesidad de implementar la recuperación de costes, al tiempo que considera la
posibilidad de establecer mecanismos de pago por los servicios ecosistémicos
como instrumento de incorporación de los costes ambientales a las decisiones
económicas.

Tipos de costes

Se acepta generalmente que se pueden diferenciar costes de varios tipos, si bien


existen divergencias en cuanto a su interpretación. Los costes pueden ser
financieros, y ambientales y del recurso.
Costes financieros.
Esta denominación, a pesar de no es la más adecuada, ya que no se refiere a
costes del dinero, es la generalmente aceptada. Los costes financieros son
aquellos en los que incurre un agente en la provisión y administración de un
servicio asociado con el agua. Incluyen los costes de inversión (capital e
intereses), los de operación y los de mantenimiento. La estimación de estos costes
depende de la calidad de las prácticas contables, ya que todos los agentes
económicos están obligados a llevar sus cuentas. Existen sin embargo problemas
de homogeneidad de criterios y de transparencia que dificultan la agregación
necesaria para la toma de decisiones sociales.
Costes ambientales y del recurso
Los costes ambientales y del recurso se pueden considerar formando una
categoría única en la que se recogen los costes derivados de las repercusiones
que los usos del agua tienen sobre el estado de los ecosistemas. Es decir, los
efectos adversos sobre el funcionamiento de los ecosistemas y los daños que se
ocasionan a los recursos. Por ejemplo, el almacenamiento de agua mediante una
presa en el cauce de un río, tiene efectos negativos sobre los ecosistemas
fluviales aguas debajo de misma al alterar el régimen de circulación. Esta
alteración puede ser más o menos dañina, incluso catastrófica, en función del
régimen de desembalse.
Por otra parte, los vertidos a un río tendrán efectos más o menos nocivos en
función, entre otras cosas, de su composición y del caudal del río. Los costes se
manifestarán en pérdidas de la calidad del agua y del ecosistema fluvial, que
además pueden afectar a otros agentes como pescadores y potenciales usuarios
del agua aguas abajo, los cuales sufrirán pérdidas, es decir asumirán un coste. En
el caso de que previamente a su vertido las aguas usadas sean tratadas mediante
un proceso de depuración o descontaminación a cargo del agente contaminante
se dice que los costes han sido internalizados por el agente. Cuánto mayor sea el
grado de depuración alcanzado mayor será el coste, generalmente siguiendo una
relación creciente, es decir que resultará menos costoso eliminar las primeras
unidades de suciedad que las restantes hasta alcanzar el estado original del agua
limpia. Por otra parte, hay que tener en cuenta que las tecnologías de depuración
tienen un coste energético importante, que representa una dimensión cualitativa
del coste que hay que considerar.
Los ejemplos anteriores permiten apreciar algunas de las dificultades de
estimación de los costes. ¿Cómo se calculan los costes del deterioro ambiental?,
¿En qué medida se pueden repercutir éstas a los causantes del daño como
establece la Directiva Marco del Agua y los principios generales de la política
ambiental?.
El caso más sencillo de abordar es aquel en el que se produce una internalización
total de los costes. Éstos se corresponderán con los gastos realizados por el
agente para evitar el daño. Las medidas que adopte a tal fin, sean de prevención o
sean de final de tubería -como la depuración-, tendrán un coste monetario que se
reflejará en la contabilidad del agente. Este es también al caso menos
problemático desde el punto de vista de la gestión pública, ya que si el agente ha
internalizado realmente los costes, no hay coste ambiental y por lo tanto su
repercusión está fuera de lugar.
Estamos hablando de costes de evitación del daño. Si el daño ambiental se
produce podemos adoptar medidas de mitigación y, en el caso de que el daño no
sea irreversible, de medidas de reparación o restauración del medio. En estas
situaciones el cálculo del coste ambiental se puede aproximar mediante el coste
de las medidas adoptadas para mitigarlo o revertirlo. Estas medidas, igual que en
el caso anterior, generarán unos gastos de implementación que se pueden
cuantificar en términos monetarios. Si las adopta (y financia) el agente causante
estaremos ante una internalización de los costes; en caso contrario, si las medidas
de mitigación o reparación las ejecuta la administración pública, ésta deberá
buscar los medios para repercutir los costes a los causantes del deterioro
ambiental. Lo cual, especialmente en el caso de multiplicidad de agentes, como
por ejemplo cuando se produce una contaminación difusa o cuando ha habido un
deterioro prolongado en el tiempo, no siempre es fácil.
A pesar de la adopción de medidas los daños ambientales persisten y con ellos los
costes. Las medidas de mitigación minoran pero no evitan totalmente el daño; en
caso de irreversibilidad de los efectos del uso del agua sobre los ecosistemas la
reparación será, en el mejor de los casos, parcial, mientras que en otras
situaciones la corrección de los impactos ambientales causados por determinados
usos considerados imprescindibles tendrán unos costes desproporcionados en
relación con el daño que se pretende evitar.
En estas situaciones la consideración de los costes ambientales se plantea de
manera diferente. En primer lugar la posibilidad de expresar los costes en términos
monetarios, que es condición sine qua non para su repercusión, pierde relevancia
a favor de otro tipo de métricas de naturaleza biofísica que capturen la magnitud
de aquello que se sacrifica en aras de un uso determinado del agua. En segundo
lugar, el momento oportuno para la evaluación de estos costes ambientales en la
planificación es el debate acerca del programa de medidas; más concretamente, el
análisis coste-eficacia de las mismas, ya que el coste en términos de reducción de
hábitat o de deterioro de las condiciones hidromorfológicas de un río, cuya
expresión monetaria no tiene ningún sentido, puede ser evaluado y considerado
en el análisis comparativo de las medidas.
En resumen, el coste ambiental y del recurso es la representación -monetaria o
no- del deterioro causado a los ecosistemas hídricos como consecuencia de los
usos del agua.
En coherencia con la concepción del agua como un patrimonio ecosocial
interpretamos el coste ambiental y del recurso como una categoría única a la que
nos hemos referido más arriba simplemente como coste ambiental. El coste de la
detracción de agua para su uso o el retorno al ecosistema una vez usada expresa
el daño ocasionado a dicho ecosistema y no tiene sentido una consideración
diferenciada del agua como “recurso” independiente del ecosistema.
Sin embargo, desde la economía estándar (neoclásica) se insiste en identificar un
coste del recurso independiente del coste ambiental. Y ello a pesar de que se
reconoce la imposibilidad de separación de ambas categorías:
Especial atención se prestará a la distinción entre costes ambientales y del
recurso. Una conclusión importante […] es que ambos están estrechamente
relacionados y por tanto no pueden ser simplemente sumados. (CIS, 2004; 1)
Y se repite como un mantra en los documentos de planificación y en artículos
académicos que:
Los costes del recurso representan los costes de oportunidades perdidas que
sufren otros usos debido al agotamiento del recurso más allá de la tasa de
recuperación (por ejemplo: costes relacionados con la sobreexplotación de
acuíferos) (CIS, 2003; 72)
¿Por qué entonces esa insistencia en mantener una categoría que no es posible
aislar y cuya definición –no digamos ya su cálculo- presenta tantos problemas?
¿Por qué no prescindir del concepto integrándolo en el de costes ambientales? El
origen del problema está en querer separar “el recurso” del “medio ambiente” en
un marco conceptual, el de la Directiva, de carácter holístico, cuya finalidad es la
de gestionar el uso de una parte -el agua- atendiendo simultáneamente al
mantenimiento del buen estado del conjunto -el ecosistema-.
Desde la perspectiva mercantil del agua, propia de la economía neoclásica, no se
percibe la contradicción, ya que de partida se concibe el agua, -eufemísticamente
el recurso y en definitiva, la mercancía-, como algo desgajado del medio ambiente.
De esta manera, se puede encajar ésta en el marco teórico neoclásico y así, con
la ayuda de las infraestructuras que faciliten su movilidad, el agua podrá ser objeto
de intercambio y será asignada al uso teóricamente más eficiente a través del
mercado. Para ello se requiere la previa definición de los derechos de propiedad.
Mientras tanto, en ausencia de los ansiados mercados, se defiende la necesidad
de suplirlos, ya que:
A causa de la existencia de mercados distorsionados los precios de mercado
pueden no reflejar el coste de oportunidad del recurso empleado, y por tanto los
beneficios que se podrían realizar si el recurso se asignara a su mejor uso
alternativo (CIS, 2003; 116).

Atribución y distribución de costes

La Directiva Marco del Agua establece un criterio claro para la asignación de los
costes relacionados con el uso del agua: el principio del contaminador pagador.
Por lo tanto al agente causante del deterioro ambiental se le deben atribuir, en
principio, los costes asociados al daño causado.
La aplicación práctica del principio de contaminador pagador (PPP) tiene, como es
sabido, numerosas limitaciones. Entre otras las derivadas de:
a) la definición precisa del concepto por el que se paga, que deberá
fundamentarse en una relación de causa a efecto con el daño imputado
b) la identificación del pagador, especialmente en el caso de daños históricos y
acumulados -cuando el contaminador ya no existe o cuando se han sucedido
sobre el mismo ecosistema daños causados por diferentes agentes- y de origen
difuso -cuando el deterioro ambiental está provocado por numerosos agentes
siendo difícil la imputación concreta a cada uno de ellos del daño causado.
c) la estimación de la cantidad a pagar, puesto que la mayor parte de los bienes
ambientales no son bienes mercantiles y, por tanto, carecen de precio.
La interpretación actual de este principio ha incorporado el enfoque preventivo, en
el sentido de incorporar no sólo el daño causado sino también el riesgo de
causarlo. Por otra parte, su aplicación no se limita a la contaminación, ya que se
extiende a cualquier deterioro de los ecosistemas, por ejemplo, el que una
extracción abusiva de agua causa al ecosistema fluvial.
Con todo, la mayor limitación del principio del contaminador pagador se deriva del
carácter irreversible de una parte importante de los daños causados a los
ecosistemas. Como expresa el saber popular hay cosas que no se arreglan con
dinero, y -podríamos añadir- suelen ser las importantes. Éste es uno de los
motivos, junto con el de los límites del conocimiento, que justifican la incorporación
a la política ambiental de un principio adicional: el principio de precaución o
cautela:
La prevención de desastres requiere, por lo general, que se actúe antes de que
existan pruebas fehacientes del daño, especialmente si se trata de daños a largo
plazo e irreversibles. Este enfoque respecto a las pruebas científicas y la
elaboración de medidas de respuesta forma parte de lo que hoy se denomina
principio de cautela. (AEMA, 2002. Énfasis añadido).

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