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Santiago Cánepa

Coger y contarlo
Cánepa, Santiago Ariel
Coger y contarlo. - 1a ed. - El Palomar : Casa de Papel, 2015.
260 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-987-1964-21-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título


CDD A863

Fecha de catalogación: 05/12/2014

Casa de Papel / Ediciones artesanales

Arte de tapa: Santiago Cánepa


Diseño del interior: Equipo Casa de Papel

Coger y contarlo — Santiago Cánepa


Derechos de la edición en castellano
reservados para todo el mundo:
©Santiago Cánepa, 2014

Colección Prosa Original


Primera edición: Diciembre 2014.

Libro artesanal, cosido, tapas en cartulina de 300 g a cuatro tintas, laminado mate, interior a
una tinta sobre papel obra 80 g y hojas de guarda en cartulina color de 120 g.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,
almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico,
mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor.
CAPÍTULO 1

Las ficciones de la radio


Ya dos veces le había prometido a Laura que si me llamaba alguna oyente a la radio
no le iba a preguntar si tenía tetas grandes o si se había acostado con alguna mujer, o alguna
de esas mierdas que siempre hacía. Nuevamente, no cumplí: esa noche llamó una oyente y,
sin rodeos, le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico (si
había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o dos mujeres,
etcétera). Ella me contó todo, yo un poco me excité.
Durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si
había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Yo pensé en Laura,
que podía estar escuchando.
La llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco. Cuando
intentaba hacer un tercer llamado —nuevamente al celular, por si antes no había logrado
atenderme—, la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo
dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Comencé a
hablar al micrófono: hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor manera de hacer un
huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un colectivo, y una vez más dije a qué número
podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire: “Atendela que
es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si
la hacés entrar en confianza, te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin
objetar, movido más por la costumbre de hacerle caso a una mujer que por el simple hecho
de querer atender un llamado. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de
Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver
el tiempo atrás.
A Laura había aprendido a hacerle caso porque sí. Porque, después de dos años de
convivencia, aprendí a decir “sí, mi amor, tenés razón”, sabiendo que de ese modo me
ahorraba horas de discusión psicoanalítica acerca de los vínculos, la comunicación, Freud y
su pipa.
Yo quería escribir. Terminar de trabajar y escribir. Terminar de comer y escribir.
Terminar de hacer el amor y escribir. No me importaba otra cosa. Quería escribir todo el
tiempo, a toda hora, todo el día. Laura, por supuesto, me lo reprochaba:
—Trabajás escribiendo —me decía—. Yo no entiendo cómo después de trabajar
querés seguir haciéndolo.
—Escribo porque me gusta, Laura. Y porque, además, lo que yo escribo para el
trabajo no es escribir, es decir lo que otro pensó. Todavía no me pagan para tener opiniones.
—¡Es la misma mierda, Santiago!
—¡No, no es lo mismo! Ahora soy como una puta que se queda con ganas de amor
después del trabajo —le dije a modo de chiste, pero ella no me escuchó, o prefirió
ignorarme.
—¡No entendés el punto! ¡A lo que me refiero es a que pasás más horas frente a esa
computadora que conmigo!
Era verdad. Yo estaba todo el día frente a la computadora. Escribiendo,
construyendo historias. Chateando y mirando fotos de mujeres en Facebook. Pero lo que no
era verdad era que lo hacía sólo porque me gustaba. Lo hacía también porque, de ese modo,
me ganaba una identidad. Un título de escritor, de artista. De algo que me contentase un
poco más al momento de dar la mano y presentarme ante alguien: “Santiago Apenak,
escritor”. Pues la identidad es eso que se dice después del nombre cuando se va a comer a
lo de Mirtha Legrand.
Laura y yo nos habíamos conocido cuatro años antes, un fin de semana de enero,
frente a la laguna de Lobos. En ese momento ella estaba de novio, pero de todos modos nos
acostamos. O, mejor dicho, pasamos la noche tendidos en el suelo, besándonos,
acariciándonos, mirando las estrellas, pero no consumamos el acto propiamente dicho.
Pese a mi enamoramiento repentino —enamoramiento que, desde luego, no fue
correspondido en aquel momento—, ella siguió en pareja y no me dio mayor importancia
que la de un amigo: Nos veíamos, hablábamos por teléfono, pero no pasábamos de eso.
Alguna vez, con suerte, me dejaba besarla y recordar lo que habíamos vivido esa noche,
frente a la laguna. Pero nada más. Y yo me moría de frío y soledad cada vez que la veía
alejarse.
De tanto sufrir por verla alejarse —y por ver alejarse a otras que pasaron en el
medio—, decidí alejarme yo: un día, cargué mi mochila con unos cuantos ejemplares de mi
primer libro, varias mudas de ropa y algunos pesos, y me tomé un tren al norte de la
Argentina. Me pasé varios meses de viaje. Me hice el espiritual. Me agarré piojos y un
ataque de asma por fumar marihuana en la altura. Me sentí libre. Vendí artesanías. Vendí mi
libro. Y también lo cambié, felizmente, por techo y comida. Me sentí el Che Guevara. Y me
sentí culpable por no serlo, y porque vi injusticias y me quedé callado, quieto: me sentí un
cobarde. Tuve frío. Hambre. Ganas de volver a ser chiquito y abrazar a mi mamá. Tuve más
asma. Tuve ganas de llorar y lloré. Tuve ganas de reír y lo hice. Tuve ganas de acostarme
con una alemana rubia de tetas enormes, pero no pude. Me lamenté por no haber aprendido
a hablar alemán o inglés o cualquier idioma que me diese armas para conquistar extranjeras
que no fueran de habla hispana: me conformé con lo que había. Aprendí a conformarme.
Me dio bronca aprender a hacerlo.
Tuve también ganas de ver a Laura. Quise llamarla, escribirle un e-mail. Pasé varias
horas sentado frente a una computadora buscando el valor para borrar su contacto de mi
lista de chat, y lo hice. Finalmente le escribí una carta, a mano, pero la quemé en la cima de
una montaña nevada. Me sentí romántico y pensé en lo lindo que hubiese quedado un tema
de Brian Adams en ese momento. Me pregunté cómo habíamos llegado a darle tanta
importancia a un contacto del chat, pero no me respondí. Me acordé de las palabras
“realidad virtual”. Y me acordé de mi psicólogo sugiriéndome que viviera más “con los
pies sobre la tierra”, diciéndome que yo sufría de “complejo de director de cine”, porque
me gustaba inventar historias, dirigirlas y protagonizarlas. A veces contarlas. Quise ser
Woody Allen, pero no tenía a Diane Keaton ni mis anteojos se parecían a los suyos.
Quise volver. No tuve plata y les pedí dinero a mis padres desde una ciudad de
Bolivia. Me gasté la plata tomando cerveza y tratando de acostarme con otra alemana rubia
y de tetas grandes. Tampoco lo conseguí, no tenía suerte. Así que les pedí nuevamente
dinero a mis padres y estuve seguro de que ellos me odiaron y sintieron vergüenza de
tenerme como hijo. Sin embargo, me la enviaron y finalmente pude volver a casa.
Al regresar tuve ganas de ver a Laura. Me contuve. Y como había aprendido a
conformarme, me puse de novio con una ex compañera de secundaria. Me hice creer a mí
mismo que estaba enamorado. Aprendí a mentirme.
A los pocos meses, mientras mi noviazgo fingido se caía a pedazos y yo redactaba
un e-mail para Laura tragándome palabra a palabra mi orgullo, uno de ella, en el que me
preguntaba cómo estaba, llegó a mi casilla. No me sorprendió, eran comunes entre nosotros
esas concomitancias novelescas. Así que, sin penarlo, nos volvimos a ver y, esta vez,
también nos besamos, nos acariciamos y hablamos de las coincidencias y del amor de
amigos. Pero no nos acostamos. Y yo me masturbé pensando en ella cuando llegué a mi
casa.
Esa noche dormí feliz porque me dijo que hacía un tiempo que había dejado al
novio, y yo le respondí que, si me había buscado, se hiciese cargo de lo que sentía.
Empezamos entonces a quedarnos a dormir cada uno en la casa del otro. Festejamos
mi cumpleaños. Conoció a mi familia y yo conocí a la suya. Me puse nervioso y me dio
vergüenza. Comenzamos a ver películas juntos y eso comenzó a ser parte de nuestra rutina
diaria. Me enojaba que ella siempre, a los diez minutos de poner el DVD, tuviera que
pararse para hacerse un té. Le preguntaba por qué no se lo hacía antes si ya sabía que
íbamos a ver la película. Ella no me respondía y me ofrecía té y yo decía que no y acababa
comprando helado. Le convidaba porque sabía que ella quería. Pero ella comía con culpa y
me decía que estaba gorda, que no podía. Yo, por supuesto, no se lo negaba, pero tampoco
lo afirmaba, y aprovechaba así para comérmelo todo: me insistía con que me cuidara y que
no comiera como una bestia. Yo no le hacía caso.
Nos gustaba hacer las compras juntos porque nos gustaba jugar a ser un matrimonio
y hacer cosas de matrimonio. Aunque no teníamos ni idea de la responsabilidad que eso
conllevaba. Limpiar era algo de matrimonio. Y era una aventura porque siempre
limpiábamos con música y yo aprovechaba para bailar haciéndome el payaso y así hacer lo
menos posible. Ella lo dejaba pasar.
Pronto tuvimos la necesidad de comprar una cama de dos plazas porque en su cama
ya no entrábamos. Y de paso, compramos un sillón y una mesa ratona. Como me pasaba la
mayor parte de tiempo en su casa, me vi obligado a llevar a mi perra Golden, dado que no
podía dejarla sola tanto tiempo. De pronto, yo también dejé de vivir solo en mi casa y
comencé a vivir con ella en su casa, donde antes vivía sola. Ahora vivíamos juntos: ella, yo,
mi perra Golden y su gato.
Con el paso del tiempo, la convivencia dejó de ser algo fantástico para ser algo real.
Ya no siempre hacíamos las compras juntos. Y ella ya no toleraba que yo bailara mientras
limpiábamos. Comencé a tener obligaciones que nunca nadie me dijo que tendría.
A la hora de comer, yo prefería hamburguesas y Coca-Cola, y ella, milanesas de soja
con polenta y agua mineral. Yo no entendía cómo podía comer eso. Y ella me regañaba
porque decía que yo no comía sano. Discutíamos. Yo le decía que la soja estaba
destruyendo al país. Y ella me decía que yo tenía los mismos hábitos alimenticios que su
sobrino de siete años. Era verdad.
Con el tiempo comenzó a reprocharme —cada vez con más vehemencia— que yo
estuviera todo el día escribiendo y que no le prestara la suficiente atención cuando me
preguntaba si esa remera la hacía gorda, o si esa pollera la hacía caderona. Para mí siempre
estaba hermosa. Aunque, evidentemente, lo que reclamaba era otra cosa.
Una noche llegué de la radio y la encontré en la puerta de casa llorando y sacando a
patadas en el culo a unos perros que se revolcaban e intentaban echarse sobre mi ropa
desparramada en la vereda.
—Sos un hijo de puta —me dijo—. Yo acá, en casa, sola y vos en tu programita de
radio llamando a prostitutas para preguntarle los precios.
—Es una nueva sección del programa, Laura. Una joda.
—Seguro te guardaste los números y después las vas a llamar para levantártelas.
Comencé a reírme.
—No es necesario levantármelas, Lau. Son prostitutas.
—Andate de mi casa.
Yo traté de pensar algo inteligente para decir, pero no se me ocurrió nada. Así que
recogí mi ropa y subí al departamento para armar el bolso; mi plan era esperar que se
calmara. Así que el ritual fue el mismo de siempre: ella lloraba y me puteaba desde la
cocina, mientras yo me reía de nervios y armaba el bolso lo más despacio posible, en el
cuarto.
Tras muchas puteadas y reproches, al ver que no se calmaba, le dije “chau” con el
bolso al hombro y me fui dando un portazo tratando de alcanzar el mayor dramatismo
posible. Como la conocía, me senté en la escalera y esperé a que ella abriera la puerta para
comprobar si yo aún estaba o me había ido realmente. Después de unos segundos,
efectivamente la abrió desesperada y los dos comenzamos a reírnos.
—¿Ves que no querés que me vaya?
La abracé y le sequé las lágrimas. Luego llamamos al video club y pedimos una
porquería japonesa que ella quería ver hacía rato y yo llamé a la pizzería y pedí empanadas
y Coca-Cola. Eso era estar en pareja, negociar, ponernos de acuerdo y dejar contentas a
ambas partes: ella se sintió culpable de comer tanta grasa y yo me dormí a la media hora de
película. Pero al menos lo intentamos.
Me hizo prometerle que no iba a llamar más a ninguna puta ni le iba a hacer más
preguntas obscenas a ninguna mina. Yo se lo prometí sabiendo que se lo prometía más para
salir del paso que por convicción propia, pero lo hice.
Al tiempo volvió a pasar lo mismo. En el programa teníamos una sección en la que
hacíamos llamados azarosos y, si alguien nos atendía, le explicábamos que llamábamos
para aumentar la audiencia, ya que nadie nos escuchaba. Si la persona se mostraba bien
dispuesta, charlábamos un rato. Aunque no siempre las personas reaccionaban bien, esa
noche tuvimos suerte. La productora marcó un número cualquiera y de inmediato atendió
una mujer que, sorprendida, dijo que estaba escuchándonos.
No sé si fue intuición o un simple baboseo por su voz sensual, pero me dejé llevar e
imaginé que debía ser una hembra impetuosa y comencé a hacerle preguntas íntimas. Ella
reaccionó bien. Se mostró dispuesta y cómoda en su eventual papel de femme fatale. No
faltó pregunta que se le hiciera acerca de sus pechos o de sexo lésbico. La charla terminó a
los quince minutos con un tema de Eric Clapton y con una buena cantidad de mensajes
masculinos, como nunca antes habíamos tenido. Me puse contento porque los oyentes
estaban contentos. Y le pregunté a mis compañeros cómo había salido, si había sido
divertido. Me dijeron que sí como para contestarme algo. Y yo pensé en Laura, sabiendo
que me podría estar escuchando.
Cuando llegué a casa, Laura no estaba. Me había dejado una nota donde decía que
yo era un hijo de puta. Que no me aguantaba más. Que se iba a pasar unos días a lo de su
madre hasta estar un poco más calmada. No supe qué hacer. Pensé que, si había elegido
estar con la madre en lugar de estar conmigo, debía estar enojada en serio. Pensé en ir a
buscarla, pero me pareció apropiado dejarle su espacio para que pensara tranquila. Y a su
vez me pareció que debía ir a buscarla para explicarle que todo era un juego, que formaba
parte de las ficciones de la radio.
No hice ninguna de las dos cosas por decisión propia. A los cinco minutos de haber
llegado, recibí en el celular un mensaje de ella que decía que por favor no fuera a buscarla.
Que después hablábamos. Y, sabiendo lo inútil que me veía parado frente a la heladera,
buscando cómo mezclar las pocas cosas que había adentro para obtener una comida
medianamente decente, me llegó otro mensaje de ella diciendo que en el horno había tarta
de jamón y queso. Y que si necesitaba platos estaban en el segundo estante de la alacena del
medio. Me sentí feliz por tenerla. Y le agradecí a Dios, aunque no fuese creyente. Me comí
la tarta entera y me tomé unas cuantas cervezas. Y me senté en el sillón a contestar e-mails
y a mirar tele.
Al otro día, me despertó el teléfono. Miré la hora. Eran las doce del mediodía.
Atendí disimulando la voz de dormido. Me daba vergüenza que mi interlocutor notase que
estaba durmiendo. Era mi madre:
—Hola, hijo. ¿Dormías?
—No, para nada. Estaba trabajando.
—Tenés voz de dormido.
—¿Sí? Puede ser.
—Sí… Bueno, a ver cuándo venís a ver a tu papá, que te quiere ver.
¿Ella no me quería ver? ¿Para qué me llamaba?
—Esta semana voy para allá, porque tengo que ir a llevar unas cosas al canal.
—¿Y cómo va eso?
—Bien. Trabajo mucho y cobro poco. Sabés cómo es esto.
—Ay, hijo. Con eso del derecho de piso se abusan… ¿Hasta cuándo vas a pagar
derecho de piso?
—Hasta que tenga talento, supongo.
Mi mamá se rió y me dijo que sería bueno que algún día esos chistes me dieran de
comer. Yo hice otro chiste por no saber qué contestar y dije que tenía que seguir trabajando.
Le pregunté si le podía llevar algunas prendas de ropa para que me las planchara y ella me
dijo que se las llevara, y que le comprara una plancha a Laura.
Después de arreglar con mi madre para vernos, me levanté y me preparé una
chocolatada. Revisé mi correo electrónico, escuché música y terminé un trabajo que debía
terminar. A las tres de la tarde no sabía qué hacer. Revisé nuevamente mis e-mails, escribí
chistes, me masturbé para no aburrirme y llamé a uno de los chicos de la radio para
comentarle nuevas ideas. Pronto comencé a impacientarme porque Laura no llegaba, no
llamaba ni me mandaba un mensaje para insultarme. Quise llamarla, pero pensé en respetar
su espacio. Me pregunté qué era respetar el espacio del otro, dónde terminaba mi espacio y
comenzaba el de ella. Me pregunté si acaso ella, al no comprender que lo que yo hacía en la
radio era ficción —parte de un juego tácito que se daba con los oyentes—, no respetaba mi
espacio. Desde luego no me respondí y la llamé para preguntarle. Cuando me atendió me
dijo que estaba a dos cuadras de casa, que venía para hablar. ¿A dos cuadras? Ya no había
tiempo de ordenar nada. ¿Qué había que hablar? ¿Por qué siempre había que hablar algo?
Me daba miedo. Sentía la misma sensación que cuando la directora del colegio me llamaba
a la dirección. ¿Por qué había que enfrentar los problemas?
Como la conocía, bajé a la perra de la cama y sacudí sus pelos. Até la bolsa de
basura y junté las migas que estaban sobre la mesa. Me eché perfume y me peiné con los
dedos. “Debe estar a una cuadra”, pensé. “No llego”. Junté los vasos y platos sucios y los
llevé a la cocina. Quería que me encontrara lavando.
Esperé a escuchar la llave en la puerta, sus pasos, luego verla entrar a la cocina y
por fin abrazarla. Ver a la perra mover la cola y tirarse sobre nosotros como cada vez que
nos abrazábamos. Pero recordé que la había dejado en el patio, así que la entré para
disfrutar de ese momento. A los dos nos daba ternura ver que ella también nos abrazaba.
Esperé, esperé y esperé. “¿A dos cuadras? Ya debería haber llegado”, pensé. Hasta que
escuché el timbre y me puse contento. No sólo porque ya estaba en casa, sino porque, si lo
tocaba, significaba que se había olvidado la llave. Y eso, ese olvidarse la llave, ese tocar
timbre con culpa —sabiendo que a mí me molestaba sobremanera— era parte de nuestro
mundo. Eran esos detalles mínimos que yo había aprendido a amar de ella.
Como vivíamos en un primer piso que daba a la calle, abrí la ventana y le lancé la
llave. Como siempre, ella no la atajó y la dejó caer al suelo.
—Laura, ¿te cuesta mucho agarrar la llave? Se va a romper.
—Me va a lastimar la mano. Además, no le va a pasar nada. No se va a romper.
—Sí le va a pasar. Y cuando se rompa vas a ir vos al cerrajero y lo vas a pagar vos.
De tu bolsillo.
—Ay, no seas exagerado, nene… y cualquier cosa la pago yo.
—No soy exagerado. Vos sos exagerada. Es una llave, no un ladrillo.
La última frase que dije no llegó a escucharla, ya se había metido en el edificio.
Entonces sí pude irme a la cocina, fingir que lavaba las cosas y esperar a verla entrar de la
forma que yo quería. Cuando entró, lo primero que recordé fue que en la nota había escrito
que se iba a la casa de su madre por unos días: había pasado solo uno.
—Pensé que ibas a venir en un par de días —dije y comprendí que ese no era el
comentario más apropiado, pues ella podía creer que no quería que volviera.
—¿Qué, no querías que viniera?
—¡Cómo te conozco, la puta madre!... Claro que quería que vinieras ¿Cómo no voy
a querer que vuelvas a casa? Te lo decía solo porque me llamó la atención.
—Obvio. Es mi casa también. Puedo venir cuando quiera, ¿sabés?
Se sirvió agua.
—Ya sé que es tu casa también. Pero pensé que… Bueno. No importa…
Nos quedamos unos segundos en silencio, hasta que ella lo rompió con bronca:
—¡Me da bronca! ¿Sabés? ¡Me da bronca escucharte hablar con esas minitas! ¿Qué,
te calentás? ¿Te las querés levantar?
Me acordé del personaje de Capusotto diciendo “miniiiiiiiiiitas” y me agarró un
ataque de risa que no pude disimular.
—¿De qué te reís?
—De nada, Lau. Es que me pongo nervioso y me río. Me conocés.
Me miró con odio.
—Me da mucha bronca que hables así en la radio. Lo mismo que cuando escribiste
esa novela que hablaba de tu ex.
—¡Otra vez con eso! No hablaba de mi ex, Lau. No hablaba de nadie en especial.
Era una novela. Una ficción… Bien, lo admito, estaba, no sé, inspirado en algo real, pero
nada más. Eso no significa que yo extrañe. O ame. O sublime. No significa nada. Era una
ficción, como en la radio.
—No, no es lo mismo. Porque pasabas horas escribiendo cómo la querías, y
describías todo igual a lo que me contabas cuando aún no éramos novios.
¿Por qué carajo había abierto la boca cuando aún éramos amigos? Debía aprender a
callarme o tener en cuenta que las mujeres tienen mucha más memoria que los hombres.
—¡Era un personaje! ¡Un álter ego! ¡Por Dios, Laura!
—¿Un personaje? ¡Tu ex se llama Mariana y al personaje le pusiste Marina! ¡Sos un
pelotudo!
No supe qué contestarle. Ella tenía razón; yo le había puesto Marina al personaje,
mi ex se llamaba Mariana y yo era un pelotudo. Me quedé en silencio. Ella retomó:
—No sé. Me da mucha bronca, Santiago. No te puedo creer. Me cuesta mucho
confiar. Me pone loca que en todos tus textos te cojas a una mina.
—¡Yo no me cojo a nadie!
—¡Vos o tus putos personajes, es lo mismo!
Comenzó a llorar. La perra saltó sobre ella y se abrazó a su pierna, para hacer con
ella su acto sexual.
—¡Salí!
Se la quitó de encima. Yo comencé a reírme.
—Lau. Ya está. Discutimos esto mil veces. Sabés que no pasa nada, mi amor.
—Pero me da bronca.
—Ya sé que te da bronca. Pero realmente no pasa nada. Es parte de la radio. Esto o
la novela. O lo que sea. Es parte de un personaje. De una ficción.
Eso era una verdad a medias. Casi todo lo que yo hacía, decía o escribía estaba
basado en la realidad. Pero eso no significaba que fuese real o que yo estuviese involucrado
sentimentalmente. Algunas veces lo hacía y otras no. Pero era algo relativo. Uno podía
viajar al pasado para recordar algo sentido con el simple propósito de expresarlo al
momento de narrarlo, y luego volver al presente y desembarazarse de dicho sentir. Ella no
creía que yo pudiera hacer eso, ni que pudiera preguntarle a una mina si tenía tetas grandes
o si se había acostado con una mujer y no calentarme.
—Pero no me gusta que hables con mujeres en la radio. Ni que llames a prostitutas
para preguntarle los precios.
—Ya te dije que es todo parte del programa. Vos cuando actuás y tenés que besar a
alguien yo no me enojo… O sí me enojo. Pero lo entiendo y no te digo nada. Porque estás
actuando.
—¡Pero lo que yo hago es serio! ¡El teatro es algo milenario! ¡Lo que vos hacés no
es radio, es pelotudear frente a un micrófono!
Eso me ofendió, pero preferí quedarme callado y no abrir otra vertiente en la
discusión. No quería pasarme los próximos doscientos cincuenta mil años peleando. Vivir
en pareja era así. El mundo funcionaba así. Si yo atacaba con algo, ella tenía que atacar con
algo peor. Si yo contrarrestaba con algo aún peor, ella debía sacar de donde fuera un golpe
aún más certero. Era así. Con la competencia de reproches sucedía lo mismo. Ella buscaba
en los anales de la relación el recuerdo de una mujer que tres años atrás yo había mirado
mientras caminábamos por la avenida Corrientes. Y yo tenía que revolver casi sin éxito en
los cajones desordenados de mi memoria, hasta encontrar algo para presentar ante un juez
invisible que dictaminara quién era más culpable. El problema era que yo nunca encontraba
nada y que ella era una experta en acopiar y archivar reproches.
—Mirá, Laura, para mí es serio lo que hago. Le pongo lo mejor de mí y eso cuenta.
—Me quedé callado un instante y luego dije la mayor estupidez que podía decir ante Laura
—: Además, si te voy a cagar, no te voy a cagar en la radio, al aire y con tanta gente
escuchando.
—¡Sos un pelotudo! O sea que me cagarías pero a escondidas…
—¡No quise decir eso! ¡Quise decir que si hubiese querido hacerlo, lo hubiese
hecho, pero que no tengo necesidad de buscar minas en la radio!
—¿Cómo que si hubieses querido…?
—¡Basta, Laura, ya está! —la interrumpí—. No sigamos, esto es una boludez.
Seguimos discutiendo por un rato. Poco a poco nos fuimos calmando y yo le
prometí que no volvería a hacer esos llamados en la radio. Ella siguió llorando y se sonó los
mocos con una remera de Pink Floyd que yo había dejado sobre el escritorio. Le dije que
era una asquerosa y nos reímos cuando la perra se nos tiró encima al abrazarnos. Luego,
hicimos el amor. Nos bañamos juntos y yo le dije que eso de bañarse juntos no era
romántico y era una mentira que teníamos que encargarnos de desmitificar, ya que mientras
uno estaba bajo la ducha, el otro debía esperar a un costado enjabonado y muerto de frío.
Después del baño, tomamos mate y fuimos a hacer las compras juntos, mientras
paseábamos a la perra.
Yo me entusiasmaba con cosas tontas. Estaba contento porque habíamos comprado
golosinas para el postre y porque había conseguido un disco de Benny Carter que
escucharíamos mientras cenábamos. Le conté todo acerca del disco y de las propiedades
benéficas de escuchar jazz mientras uno cenaba en un día de lluvia.
La convivencia había dejado de ser algo fantástico para convertirse en algo real. Y
ese algo real, con todo lo que eso implicaba, era lo más fantástico que nos podía pasar. Esa
noche tuvimos una cena romántica. Pedimos comida afuera. Pero no fueron ni empanadas
ni milanesas de soja. Pedimos algo que nos contentara a los dos. Y usamos unas velas que
encontramos en un cajón de la cocina, que habían quedado de algún cumpleaños. La noche
acabó estupenda. Terminamos de cenar e hicimos el amor a la luz de un setenta y cuatro
medio derretido, al compás del soplido magnífico del saxofón de Benny Carter. Hasta que
ella se cansó de tanto jazz meloso y puso a Fito, mientras me decía que cuando me
descuidara, me iba a tirar a la basura ese calzoncillo harapiento que ya no daba más de tanto
agujero.
A las dos semanas, mientras estaba en la radio, volvió a pasar lo mismo, pero esta
vez el desenlace fue distinto. Una oyente llamó y, sin rodeos, nuevamente le pregunté si
tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico, si había realizado un trío, si
en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o dos mujeres. Ella me contó todo, yo un
poco me excité.
Otra vez, durante la tanda, le pregunté a mis compañeros cómo había salido la
entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Y yo
volvía a pensar en Laura, que seguramente estaría escuchando. Así que la llamé al celular,
pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco lo hizo. Cuando intentaba hacer un tercer
llamado —nuevamente a su celular, por si antes no había logrado atenderme—, la
productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono
celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Hablé de las noticias del día, de
cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un
colectivo, y nuevamente dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato,
otro llamó para salir al aire.: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que
quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza, te cuenta todo”.
“Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar. Cuando escuché la voz del otro lado,
reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío
y ganas de volver el tiempo atrás. Pero tuve que atender, no me quedaba otra. Esa era la
clave; no decir que no, decir siempre que sí. Aceptar, y con lo que las circunstancias nos
presentaran, construir ficción. Aunque esta vez yo supiera que no lo era:
—¿Así que llamás porque tenés cosas para contar?
—Sí, tengo muchas cosas para contar.
—¿Cómo cuáles? Empezá por decirme de dónde sos.
—No importa de dónde soy. Lo que importa es lo que a vos te importa. Lo que le
preguntás a todas las oyentes.
Eso era muy de ella. Entendí el reproche encubierto, pero no pude objetar nada.
Tuve que seguir adelante con la farsa.
—¿Y qué es lo que a mí me importa, entonces?
—No sé. ¿No querés saber cómo son mis tetas, o si me acosté con alguna mujer?
¿No te gustaría que te contara cómo lo cago a mi novio cuando él no está?
No, no quería saberlo. Me daba arcadas de solo pensarlo. Miedo, frío, asma, tos y
carraspera, vértigo. Pero a la vez sí quería. Quería saberlo todo. Cada detalle. Y me daba
bronca querer saberlo y tener que seguir con esta farsa adelante. Los mensajes de los
oyentes masculinos comenzaban a llegar sugiriéndome que le hiciera todo tipo de preguntas
obscenas. Yo quería matarlos a todos. Uno a uno, si fuera necesario. Estaban hablando de
mi novia, mi pareja, la mujer con la que yo dormía cada noche. La que me abrazaba como
un vientre materno cuando yo lloraba en posición fetal porque el mundo no era el que yo
había soñado de niño. Era ella, era Laura. La misma que mil veces me hizo salir de la cama
en medio de la noche (desnudo y muerto de frío) porque había escuchado un ruido extraño
en el patio. La misma que una vez me llamó gritando y llorando desde la cocina,
haciéndome levantar de la cama (desnudo y muerto de frío) porque se había electrocutado
al abrir la heladera descalza. La que una noche me hizo recorrer todos los dentistas de
guardia de la ciudad porque le dolía la muela, mientras yo la abrazaba y consolaba a la vez
que la puteaba porque al otro día debía levantarme temprano. La misma que me puteaba y
consolaba cuando el dolor de muelas era mío. La misma con la que buscábamos arreglarnos
de otra manera cuando el sexo convencional no era posible. La que también me hizo
recorrer durante toda una tarde todas las tiendas de ropa hindú que fueran posibles, con tal
de conseguir esa prenda que aparentase ser hindú, pero que a su vez no lo aparentase tanto.
La misma que al llegar a casa y probarse frente al espejo por vigésima vez la prenda,
rompió en llanto diciendo que no le gustaba cómo le quedaba. Esa que se levantaba a
prepararse un té a los diez minutos de empezada la película. La que me retaba porque decía
que yo no comía sano. La misma que se enojaba porque yo no juntaba ni la ropa, ni la
toalla, ni la espuma, ni la maquinita de afeitar cuando me bañaba, mientras que cuando yo
no estaba, olía mi crema de afeitar y mis remeras para no extrañarme tanto. La misma a la
que le contaba todo, hasta que aprendí que había ciertas cosas que no debía contarle. La
misma que me escuchaba igual cuando no quería escucharme. La misma a la que le gustaba
oír que yo siempre quería escucharla. La misma a la que yo amaba, y había empezado a
sentirse sola porque yo me pasaba el día escribiendo. La misma que ahora, en mi propio
programa de radio, estaba por contar cómo me engañaba.
Yo sabía que eso era una venganza. Ella me lo había adelantado. Me lo había
avisado de alguna manera que yo no supe entender. Me estaba diciendo: “¡Necesito que me
prestes más atención! ¡Basta de pensar en vos por un momento!”. Yo era acusado de haber
dejado de escucharla y ahora, como si fuese una condena, no solo debía escucharla yo, sino
todos los oyentes de la radio.
Naturalmente, el único que sabía que estaba hablando con Laura —mi Laura— era
yo. El resto de los integrantes del programa, y desde luego los oyentes, no lo sabían. Así
que, sin más, actuando como un héroe o un imbécil, tragándome las ganas de llorar y salir
corriendo hasta casa para pedirle explicaciones, conocer la cruel verdad y tirarme en el
sillón a llorar en posición fetal, seguí adelante con el llamado:
—¿Así que tenés muchas cosas para contar?
—Sí, muchas.
—Empezá, entonces, por contarnos cómo sos.
—Linda, muy linda. Yo creo que si vos me vieras, te enamorarías de mí.
—¿Te parece?
—Sí.
—¿Y cómo sos?
—Cómo soy… Alta, delgada, pelo castaño… me parezco a uno de los personajes de
tu libro.
No supe qué contestarle. Tuve miedo de que dijera a qué personaje se refería, de qué
cuento, y que alguien del entorno pudiera darse cuenta de que se trataba de Laura, mi
Laura. En cuanto a su voz, sabía que ningún conocido podía darse cuenta, ya que, por más
familiar que pudiera sonarle, nadie asociaría a Laura, mi Laura, con esa Laura. Es decir,
nadie podría imaginarse que mi Laura me estuviera haciendo eso.
—Ah, mirá vos. ¿Y te gusta leer?
—Sí, me gusta mucho leer.
A Laura le gustaba mucho leer, vivía leyendo. Poesía y ensayos. La ficción no le
gustaba. Quizás por eso no entendía lo que yo hacía en la radio. Quizás por eso me hacía lo
que me estaba haciendo. Intenté llevar la charla para el lado de la poesía y del cine.
Terminarla cuanto antes. No obstante, la productora, la operadora y mis otros compañeros
de radio, comenzaron a mirarme sin entender lo que hacía. Así que, a través del retorno, de
señas inentendibles como de mimos inexpertos, de papelitos escritos rápidamente y traídos
al estudio en silencio, de carteles con marcador en hojas de cuaderno, comenzaron a
mandarme preguntas que yo debía hacerle y a guiarme la charla para el lado que a ellos y,
por supuesto, a todos los oyentes, les interesaba.
Me contó que aprovechaba cada vez que yo me iba por un largo rato para
reencontrarse con ese viejo amor que alguna vez había tenido. Me contó cómo lo hacían en
la cama. Cómo él escuchaba lo que supuestamente a mí ya no me importaba. Cómo se
reían. Cómo hablaban de mí y de la novia de él. Cómo paseaban. Cómo él la llevaba a
pasear en ese auto nuevo que yo no tenía. Cómo él trabajaba en un trabajo donde no tenía
que preguntarles a las mujeres si tenían tetas grandes o si se habían acostado con alguna
mujer. Cómo él no llamaba prostitutas para hacer un programa de radio. Cómo él cumplía
las promesas que hacía.
Yo quedé atónito. Volví a ser un niño. Mi pito se redujo al tamaño de un maní.
Comencé a ver en mí cada falencia y en él cada virtud. Comencé a sentirme mal y a querer
salir corriendo. Mis ojos comenzaron a lagrimear. Por suerte, el llamado ya había terminado
y el público había quedado contento. Nadie se había dado cuenta de nada. Así que camuflé
mis lágrimas fingiendo un bostezo y me fui al baño. Una vez allí quise hacer pis pero no
pude, no tuve ganas. Me miré el pito y lo vi encogido y arrugado. Pensé que el otro debía
ser mucho más viril que yo. Me la imaginé a Laura en cuatro y a él dándole por atrás,
apurados, sin sacarse la ropa, aprovechando el tiempo en que yo no estaba. Le vi la cara de
placer y eso me dio asco. Quise vomitar pero no pude, no sabía cómo hacerlo. Me daba
miedo ahogarme con mi propio vómito. Así que simplemente me lavé la cara con un poco
de agua fría, sin jabón, y me miré en el espejo. Me vi feo, con la barba muy crecida y con
cara de boludo, despeinado. Me acomodé un poco el pelo, la barba y el cuello de la camisa,
pero seguía teniendo cara de boludo. Pensé en el otro, en que era lindo y tenía auto nuevo.
Pensé que debía tomarme un taxi para llegar más rápido a casa. Y que Dios los había
inventado para salvarme la vida. Pero que en ese viaje se me iría parte del poco dinero que
me quedaba hasta fin de mes. Pensé en que estaba tardando mucho en el baño y que alguien
podía sospechar, así que tiré la cadena para disimular que no había hecho nada. Cuando
estaba a punto de salir, me vino a buscar la productora:
—Dale, che, que ya termina la pausa. Charlás un rato, te despedís y nos vamos…
¿Estás bien?
—¿Eh? Sí, bárbaro, ¿por?
—No sé, te noto raro.
Me gustó que me preguntara eso. Por un momento me imaginé separado de Laura y
llorando sobre el hombro de mi productora. La imaginé encima de mí follándome como una
bestia, repitiendo: “Soy tu putita, soy tu putita”.
—Debo estar un poco cansado. Mucho trabajo.
—Y sí, puede ser. Todos estamos así.
—Sí…
Dije yo y no supe qué más decir. No se me ocurrió nada, ningún chiste para llenar el
silencio. Pero agregué, cuando ella se estaba yendo:
—Si no te jode, entro al aire, me despido, y mandamos música hasta cumplir el
horario. Estoy un poco mareado.
Ella me miró de forma comprensiva, como si supiera lo que me estaba pasando y
me dijo que sí, que no había problema. Cuando se fue, le miré el culo. No era gran cosa,
pero siempre se podía hacer algo.
A los pocos segundos estaba sentado nuevamente en el estudio. Comencé a apagar
mi computadora y esperé a que me dieran aire. Cuando el micrófono se encendió, hablé de
lo que había sido el programa, de lo que haríamos en el próximo y di las gracias y me
despedí. Una canción de Oasis comenzó a sonar y yo esperé a que el micrófono se apagara.
Me quité los auriculares, guardé mis cosas, me despedí de todos y en menos de cinco
minutos ya estaba en la calle.
Caminé hasta Corrientes y 9 de Julio y, una vez allí, paré un taxi. El primero que
paré me frenó. Me subí atrás. Sabía que si me subía adelante tendría que hablar con el
chofer y contarle todo lo que me estaba pasando, incluso escuchar sus consejos o, lo que era
peor, sus penas. Así que después de darle las coordenadas, abrí la ventanilla, apoyé mi
cabeza en el marco y me perdí en el paisaje. Ver la avenida colapsada de autos, sus luces,
los edificios grises, la gente y todo el gran caos que era Buenos Aires, me hacía sentir
menos solo. Me hacía pensar que entre tantas almas caminando errantes, yo no sería el
único que sufría por amor. Las grandes ciudades son siempre un refugio para la soledad.
Mi cabeza funcionaba como una sierra eléctrica o como el motor de un coche de
carreras. No paraba de imaginar, de dispararme imágenes y desenlaces posibles. Me
pregunté si era capaz de perdonar una infidelidad y me contesté que sí. Me odié por
responderme eso. Me pregunté si en ese caso era capaz de perdonarla y entendí que sí, que
lo que me había dolido en verdad era la venganza, ese pase de factura en mi propio
territorio, no la infidelidad en sí misma.
Me imaginé llegando a casa y encontrándola con el otro, los dos sentados en mi
cama, o en mi sillón, mirando mi tele y diciéndome que ya no iba más, que él sí cumplía
sus promesas y que la escuchaba y que, como para hacerme las cosas más fáciles, él mismo
había embalado todas mis pertenencias y se ofrecía a llevarme en su auto. Me imaginé
subiendo a su auto, resignado, como cuando tenía que acompañar a mi madre a algún sitio
contra mi voluntad. Me imaginé encontrando una bombacha de mi novia en el asiento
trasero. Y al tipo diciéndome: “Yo se la doy, no te preocupes”. Me imaginé teniendo
bronca, matándolo a trompadas, rompiéndole el auto y riendo a carcajadas. Me imaginé
derrotado, arrepentido por no haber cumplido todas las promesas que le había hecho a
Laura. Me vi solo, triste y patético, así que comencé a revisar los contactos de mi celular en
busca de nombres femeninos. Luciana, Samanta, Natalia, Juliana, Alejandra. Busqué en
todas las letras. Cuando tuve algunos nombres potables, escribí un mensaje genérico, algo
así como: “Hola, tanto tiempo. ¿Qué es de tu vida?”, y se lo envié a varias mujeres a la vez.
Si iba a separarme de Laura, debía encontrar a alguien que me sostuviera mientras la
olvidaba.
Cuando por fin llegué a casa, vi que las luces estaban prendidas y que se escuchaba
música. Pagué el taxi y guardé el vuelto sin mirarlo. Me había salido más barato de lo que
pensaba. No me alegré. Busqué la llave en mi bolso, abrí la puerta y entré. Subí la escalera
con miedo. A medida que iba subiendo, se iba escuchando más fuerte la música. Entre la
música —que nunca supe si era Soda o Cerati— se escuchaba a Laura cantando. No entendí
cómo podía estar cantando en esa situación, así que subí los pocos escalones que me
quedaban a toda velocidad y metí la llave para abrir la puerta. Cuando intenté abrirla, sentí
que desde adentro estaba puesta la traba y empecé a tocar timbre como loco. De pronto, se
calló la música y se escuchó a Laura diciendo “ya va, ya va, nene, estaba en la cocina”, y
luego se escucharon sus pasos hacia la puerta y a la perra que lloraba porque me reconocía.
Cuando abrió la puerta, la vi: tenía el pelo recogido, mi remera de Pink Floyd, un short
diminuto y blanco, que a mí siempre me excitaba, y unas ojotas con medias. Estaba
sonriendo.
—Qué rápido llegaste. ¿Viniste en taxi? —me dijo sonriendo, mientras se iba a la
cocina y la perra se me tiraba encima, llorando y moviendo la cola.
—Explicame qué acaba de pasar.
Me quité la perra de encima. Ella se tiró al suelo con las patas para arriba, esperando
que la acariciara.
—Ya está la comida. ¿Ponés la mesa?
Yo entré y dejé mi bolso en el sillón. Uno o dos mensajes me llegaron al celular. No
los revisé. Supuse que era alguna de las minas que había mensajeado en el taxi.
—¿Me podés explicar qué carajo acaba de pasar, Laura?
—No me vas a decir que te creíste lo del llamado.
—¿Me estás cargando?
—No, no te estoy cargando. No me digas que te creíste que lo que dije en el llamado
era en serio. —Hizo una pausa. Al ver mi cara de perplejidad, agregó—: ¿En serio te lo
creíste?
—¿Cómo “en serio te lo creíste”? No entiendo nada ¿Qué carajo pasa? ¿Era una
broma?
Comenzó a reír. En ese momento entendí todo. Como si de pronto un viento me
golpease la cara, la respuesta me vino a la mente: una venganza. Una venganza que no tenía
que ver con una infidelidad, ya que si ella lo hubiera hecho, se habría encargado de que yo
no me enterase; esta venganza era más cercana y tenía que ver con su reproche continuo y
mi excusa o, más que mi excusa, mi verdad, mi realidad, mi premisa de que todo lo que
sucedía en la radio, o en la literatura, era ficción, pura y exclusivamente ficción. Una
ficción que ella tenía que soportar y que yo me encargaba de sostener en el tiempo a través
de promesas incumplidas.
Esta vez la cosa se había dado vuelta. Para ella, ese llamado había sido ficción y
divertimento. Para mí, había sido realidad y sufrimiento. Simplemente no pude enojarme,
había sido hábil, me había puesto de su lado y me había demostrado lo que ella sentía y yo
no podía entender.
En ese momento la abracé, la sentí latir entre mis brazos. Me sentí fuerte y viril.
Afortunado de haberla conocido y de tenerla a mi lado. Sentí mi pito crecer y con él mi
hombría. Sentí su olor, tuve ganas de apretarla y la apreté muy fuerte, como siempre hacía,
cada vez que sentía esa electricidad que me corría por el cuerpo y necesitaba descargarla,
meterla a ella adentro de mi pecho.
—El taxi me lo vas a pagar vos —le dije y nos reímos. La perra comenzó a saltarnos
encima, hasta que se colgó de la pierna de Laura y comenzó a garcharse el muslo. Laura se
la quitó de encima y tomándome de la mano me llevó a la cocina. Había hecho
hamburguesas y comprado Coca-Cola.
—En el freezer hay helado.
Me dijo cuando terminábamos de comer.
—¿En serio? —pregunté contento.
—Sí. Trajo mi papá.
—¡Qué grande tu viejo!
Nos quedamos unos segundos en silencio, pensativos. Hasta que de pronto ella me
dijo:
—Es una buena historia. Podés contarla o hacer un cuento de ella.
—¿Qué historia?
—Esta, la nuestra. El llamado a la radio y el desenlace. Todo.
—Es verdad. Tenés razón.
Me entusiasmé. Y apenas terminé el último bocado, me paré y fui a encender la
computadora.
—¿Otra vez vas a escribir? —me increpó.
—No, no. Solo voy a encender la computadora.
—Te conozco. Ni siquiera terminás el postre y ya te vas a escribir.
—Enciendo la computadora y voy.
Saqué la computadora de mi bolso, la puse sobre el escritorio y la enchufé. Cuando
estaba a punto de encenderla, Laura apareció a mi lado con mi celular en la mano.
—Te está sonando el celular. Es Samanta ¿Quién es Samanta, Santiago? ¿Me podés
decir?
CAPÍTULO 2

Cuestionarnos

Llegó un momento en el que mis amigos y yo prácticamente dejamos de vernos.


Nuestros encuentros dejaron de ser diarios o semanales para pasar a ser la triste
consecuencia de algún cumpleaños o el nacimiento de algún hijo. Como un espectador
mudo, como un mero testigo de mi propia existencia, fui advirtiendo como, día a día, estos
encuentros se fueron volviendo cada vez más esporádicos para pasar a ser un milagro, en
caso de producirse. Eso se supone que es “crecer”. Alguien me dijo que una cosa es cumplir
años y otra bien distinta es crecer. Desde luego, yo había cumplido y festejado cada uno de
los años que me había tocado vivir, pero no estaba del todo seguro de si había hecho lo otro
de forma correcta: ¿cómo saberlo?
Para entonces, yo contaba con tres o cuatro amigos que se habían convertido en
padres y casi con el doble de exparejas y amantes que se habían casado. Esto, por no verse
reflejado en mi propia vida, me daba la sensación de que poco a poco me iba quedando solo
y de que, como todo un inútil, iba creciendo a través de las acciones de otros. La vida me
estaba obligando a crecer. ¿Cómo hacer entonces para ignorarla? ¿Cómo ir en contra de lo
que la vida quiere? ¿Cómo saber si caminamos en el sentido correcto al pisar las huellas
que dejaron otros? Las respuestas a todos estos interrogantes no las tengo. Pero intuyo que
la solución y la paz —sobre todo la paz— radican en no hacérmelos.

Una noche, para festejar el cumpleaños de Marcos, nos juntamos todos —con
parejas e hijos—, en el departamento que recientemente habían alquilado junto a su novia,
Brenda. Cuando empezaron a escasear las gaseosas, Marcos dijo que saldría a comprar y,
para que no fuera solo, me ofrecí a acompañarlo. A mí se me sumó Carlos y a Carlos se le
sumó Martín. De pronto, nos encontramos los cuatro en el auto de Marcos. Solos, como
desde hacía tiempo no estábamos.
—Che, boludo —dijo Martín, sin aclarar a qué boludo se refería—. Creo que esta es
la primera vez en años que estamos los cuatro solos.
—¡Es verdad! ¡Vamos de putas! —dijo riendo Carlos. Y todos nos reímos con él.
—¡O cojamos entre nosotros, total, ya tenemos confianza! —acoté yo, y volvimos a
reír. Marcos puso el auto en marcha y arrancó.
—Che, a la vuelta hay un kiosco, ¿por qué no vamos caminando? —preguntó
Martín.
—Vamos a dar una vuelta —dijo Marcos con la parquedad que lo caracterizaba.
—¿A dónde?
—A dar una vuelta, Santiago. Qué sé yo.
—Pero ¿a dónde, boludo? Decime.
—No sé. A dar una vuelta. A mirar algunas minas.
Al escuchar la palabra “minas”, Carlos gritó “¡Aceleráaaa, putooo!”, eufórico,
mientras intentaba subir el volumen del estéreo.
—Tocate el culo, negro feo —le dijo Marcos y le pegó en la mano como se le pega a
un nene que hace lío. Y luego subió él el volumen. En la radio sonaba “El pibe de los
astilleros”, de Los Redondos.
—Che, ¿pero no vamos a ir al kiosco? —pregunté yo como un estúpido, sin
entender cómo venía la mano. Nadie me contestó. Estuve a punto de acotar algo acerca de
que no podíamos dejar solas a nuestras parejas, pero iba a dar lugar a todo tipo de burlas.
Preferí quedarme callado. Marcos tomó Estado de Israel a toda velocidad y, antes de que
terminara la canción, ya estábamos sobre la avenida Corrientes. Tarareábamos los últimos
acordes como si estuviéramos en la cancha. La avenida estaba repleta de gente que iba y
venía en todas las direcciones. Y, entre ellos, un grupo de chicas muy jóvenes vestidas con
minifaldas y jeans ajustados. Carlos sacó la cabeza por la ventanilla y les gritó:
—¡Hola, hermosas! ¡Suban acá que hay lugar para las veinte!
Y nos hizo reír a todos.
La canción de Los Redondos terminaba y comenzaba otra que ninguno conocía. Nos
sentimos fuera de moda. A la altura del Abasto, pasamos delante de una mulata de curvas
inabarcables que esperaba para cruzar la calle. Marcos frenó frente a ella y me dijo:
—Preguntale cuánto cobra, Santi.
—Preguntale vos.
—Preguntale vos, sorete, que está de tu lado.
Le pregunté, pero la mulata no me respondió. Lo miré a Marcos buscando ayuda, y
éste con la cabeza me indicó que preguntara de nuevo. Lo hice, pero tampoco obtuve
respuesta.
—Dejala, no debe ser prostituta —acotó Martín, que era el que más nervioso se
ponía en esas situaciones.
—¿Qué no va a ser prostituta, Pelado? Estas son rapidísimas. Vas a ver —dijo
Marcos. Y volvió a insistir con la negra—: Che, por veinte pesos y un paquete de arroz,
¿nos hacés una mamada a los cuatro?
Todos estallamos en una carcajada. Marcos aceleró y a toda velocidad se metió entre
el tránsito. Cuando ya estábamos a unos cuantos metros, Martín sacó la cabeza por la
ventanilla y nos sorprendió a todos:
—¡Andá, muerta de hambre! ¡Ya vas a necesitar para comer y vas a chupar
cualquier verga!
Volvimos a reír.
—Te fuiste de tema, Pelado…—estaba diciendo yo, cuando Marcos me interrumpió
subiendo la apuesta:
—No se rían. No se jode con esas cosas. Por ahí si no está encadenada, la negra no
funciona.
Nuevamente estallamos todos en una carcajada sonora, radiante, que nos hacía
recordar a esas tantas que se nos escapaban cada noche en nuestro antiguo barrio, cuando
tirábamos petardos en los tachos de basura o pedíamos pizza y se la mandábamos a la
vecina de al lado.
—Che, no nos podemos estar riendo de esto. Somos unos hijos de puta —se recató
Carlos y los demás lo seguimos, aguantando la risa. Hasta que yo volví a pensar en la frase
y estallé nuevamente:
—¡"Si no está encadenada no funciona”! Te pasaste.
Las risas contenidas volvieron a brotar. Ahora con más fuerza.
—¿Viste? Vos sos el que hace reír arriba del escenario, pero yo te hago reír acá.
—Sos un hijo de puta —le dije a Marcos, pensando en que ser hijo de puta podía ser
bueno o malo, según cómo a uno se lo dijeran. En este caso, era bueno, pues le había
querido decir que era un genio, un gurú, por el chiste que acababa de hacer. Pero si nos
peleábamos y se lo decía en un tono más vehemente, ese era el peor de los insultos. Las
maravillas de ser argentino.
—Los quiero, hijos de puta —les dije, y todos comenzaron a pegarme como si aún
fuéramos niños y me dieran un castigo o me mantearan por mi cumpleaños.
—Andá, maricón. Te pusiste sensible —me dijo Martín y a la burla se sumó Carlos.
—Ay, el señor que escribe cuentitos se pone sensible. Eso es de putos.
—Si habrás chamuyado minas con ese curro de la literatura, hijo de puta. Cómo me
sacabas ventaja cuando empezabas con eso —recordó Marcos. Y a mi su remembranza me
despertó nostalgia.
—Vos también tenés lo tuyo, bonito —le dije acariciándole la cara.
—¡Pará que me vas a hacer chocar, forro! —me dijo sacándome la mano, mientras
doblaba hacia la avenida Córdoba por una calle del Once.
Las calles estaban llenas de gente. Las vidrieras resplandecían de ofertas y luces.
Parecía que todos asistirían a una fiesta a la que nosotros jamás iríamos. Las ganas de tener
un festejo distinto al que teníamos empezaban a notarse:
—¡Vamos para Palermo, que está lleno de minas! —dije, y Martín y Carlos me
apoyaron.
—No. Tengo una idea mejor —dijo Marcos y nos miró a todos como si fuese un
actor que estuviera por resolver el misterio de la película—. Vamos para el barrio.

Cuando decíamos “El Barrio”, era un único barrio. El Barrio con mayúscula.
Nuestro Barrio: Parque Chas. El lugar que nos había visto crecer. Que con sus calles
laberínticas había albergado nuestros partidos de futbol, nuestros ring raje, nuestros
primeros amores, nuestras primeras borracheras. Que nos acogía a todos como una misma
casa y nos daba la inmediatez de marcar un teléfono y decir “en diez minutos en la casa del
Pelado”, y tenernos a todos, diez minutos después, en la puerta de su casa. El Barrio. El
único que existía para nosotros, así nos fuésemos a vivir a Ámsterdam.
Recorrimos el Barrio con nostalgia. Recordamos rincones y anécdotas. Ya ninguno
de nosotros vivía en él. Marcos ahora vivía con su novia en Villa Crespo. Carlos vivía en
Belgrano, con su pareja y su hijo. Martín vivía solo, separado, en Colegiales. Y yo vivía
con Laura en el sur de la ciudad, muy lejos de todos.
De pronto, Martín tuvo una idea que todos entendimos como imposible:
—Che, ¿y si vamos a buscar al Gordo y nos vamos de joda?
Nadie contestó.
El Gordo, como le decíamos, o Toto, o simplemente Alfredo, no querría salir con
nosotros: desde que estaba en pareja, había dejado de frecuentarnos.
—Por ahí se engancha —insistió Martín.
—Tomátelas —dijo Marcos—. Es un gordo puto. Nos dejó de lado. Se olvidó de
nosotros. Todo por una mina.
—Todos nos olvidamos un poco de los amigos. Así es la vida, Marcos —traté de
remediar yo.
—¡Yo no me olvidé nunca de mis amigos, Santiago! Yo jamás dejé de verlos ¿O no
los veo yo?
—Sí, obvio.
—Y bueno. Poco, mucho. Aunque sea cada dos meses. Pero los veo. Yo estuve
cuando había que estar.
—Todos estuvimos y el Gordo no. Qué le vamos a hacer. Él es así. Hay que
aceptarlo como es.
—¿Aceptarlo? Se acepta a una persona que está. No a una que no existe. Él nos dejó
de garpe a nosotros. Él fue el que no nos aceptó.
—Hagamos algo —dijo Carlos—, llamalo y decile que pasamos a saludarlo.
—Bueno, lo llamo —dije yo y marqué su número en mi celular.
—Si te atiende, vas a ver que no va a querer salir ni siquiera a saludarnos —arriesgó
Marcos. Pero sorpresivamente, el Gordo atendió:
—Hola, Toto, Gordo, soy yo, Santi.
—Hola, ¿cómo estás?
—Bien, bien. Escuchame, ¿estás en tu casa, Gordo?
El Gordo era el único de nosotros que aún vivía con sus padres, pese a que hacía
años que estaba de novio.
—Ehh, sí —dudó—. Estoy acá cenando con Luciana y con mis viejos.
—Buenísimo. En un rato pasamos por allá. Es el cumpleaños de Marcos.
Se negó:
—Es que me estoy yendo ya. Te llamo en otro momento y arreglamos una salida.
Yo estaba seguro de que me estaba mintiendo.
—Dale —insistí—. Pasamos un segundo nada más. No te jodemos mucho.
Volvió a negarse. Como lo conocía, decidí no insistir más. Era en vano.
—Bueno, Gordo. Todo bien. Te dejo tranquilo. Hablamos en otro momento.
—Dale. Saludos a los chicos.
—Chau.
Corté. Cuando miré por la ventanilla, comprobé que estábamos en la puerta de su
casa. Sorprendido le pregunté a Marcos qué hacíamos allí.
—Vamos a secuestrarlo.
Todos nos reímos.
—Es verdad. La única manera de sacárselo a la jermu es secuestrándolo —acotó
entre carcajadas alguien que no recuerdo. De repente, todos dejamos de reírnos. Nos
miramos como diciéndonos algo y al mismo tiempo nos bajamos del auto, cada uno por su
respectiva puerta.
—Vamos a buscarlo.
—Vamos.
Caminamos hasta la entrada del edificio donde estaba el Gordo y tocamos timbre.
Atendió su madre. Hablé yo:
—Hola, Marta, soy Santi, ¿le podrías decir a Alfredo que baje un minuto?
—A ver. Un segundo.
—Este no va a bajar —dijo Carlos, casi en silencio.
—Ahí baja —se escuchó decir a la madre del Gordo contradiciéndolo a Carlos,
tapándole la boca.
—Gracias, Marta.
Al cabo de unos minutos, cuando el Gordo bajó sonriendo sin motivo aparente,
como siempre, Marcos le acertó una trompada en el estómago y lo dejó sin aire, doblado en
el piso.
—¿Qué hacés, enfermo? —le grité yo.
—No pasa nada, le di despacito. Es para que se relaje un poco —me dijo él, tratando
de aminorar las cosas. Yo no entendía lo que estaba pasando.
—Pero ¿cómo le vas a pegar? ¿Estás loco? —le pregunté buscando una respuesta.
Él me respondió confirmándome que realmente estaba loco:
—¡Y bueno, Santiago, en los secuestros se pega, es así!
—¡Pero esto no es un secuestro, tarado!
—¡Sí, es un secuestro! ¡Vos dijiste “vamos a secuestrarlo”!
—¡No, estúpido, dije “vamos a buscarlo”!
—Bueno, es lo mismo.
—No, Marcos, no es lo mismo.
Era en vano discutir. Marcos ya le había pegado al Gordo y junto a Carlos lo metían
en el asiento trasero del coche, como los policías meten a los ladrones. Martín y yo nos
subimos donde pudimos. Yo quedé al lado del Gordo y Martín adelante. Marcos trabó todas
las puertas y salió a toda velocidad por avenida de Los Incas, hacia el lado de Devoto.
El Gordo puteaba como loco. Tenía cara de asustado y de asesino a la vez.
—Toto, te juro que la idea no era pegarte, la idea era que salieras a dar una vuelta, a
ver un par de minas —me disculpaba yo, sintiendo que todo se nos había ido de las manos.
—¡Llévenme para mi casa! —gritaba él y se movía histérico. Me era difícil
contenerlo.
—Gordo, te estamos salvando la vida. Vos sos el único de nosotros que todavía está
a tiempo —dijo Marcos, y Martín, Carlos y yo nos miramos sabiendo exactamente lo que
sucedía. Con casi treinta años, Marcos ya había pasado por tres concubinatos, sin contar el
último. Y de todos había salido escapando. Siempre sintiéndose muy joven para convivir.
Pensamiento que le venía a la mente cada vez que se sentía presionado o que notaba el paso
del tiempo. Recuerdo que el día del nacimiento del hijo de Carlos y del hijo de Martín,
saliendo del sanatorio, me dijo exactamente lo mismo, refiriéndose a nuestras parejas:
—¿No viste cómo estaban? ¿No viste cómo se le ponían los ojitos cuando agarraban
al bebé? Si nos descuidamos, no llegamos a fin de año, hermano. Las minas con esto se
ponen como locas. Se les despierta el instinto maternal y te encajan un pendejo en cualquier
momento. Se les revolucionan las hormonas y todo su cuerpo se vuelve una trampa mortal.
Te agarran de los huevos y cagaste.
Laura y yo teníamos muy en claro que por el momento no queríamos ser padres. Se
lo dije las dos veces, pero las dos veces me respondió igual:
—No importa. Eso no importa. Si tu mujer…
—No es mi mujer —aclaré yo—. No estamos casados.
-—¡Es lo mismo, gil! Tu mujer. Tu novia. Tu pareja. Es lo mismo, ¿no te das
cuenta? Ella dice que no quiere tener un hijo. Ella dice que no se quiere casar. Pero en el
fondo sí quiere. Y vos te la estás morfando como un boludo.
—Laura y yo tenemos confianza, Marcos. El día que sienta ganas de ser madre o de
casarse me lo va a decir. Lo vamos a charlar como todo en nuestra relación.
—¡Te lo va a decir o se va a ir con otro, pelotudo! Si vos no le das lo que quiere se
va a ir con otro. Es así, hermano, ellas quieren ser madres y se quieren casar. Y cuando lo
consiguen, vos cagaste. Nosotros somos solo un medio para conseguirlo. Nada más. ¿No
viste lo contentas que estaban alzando a ese bebé? ¿Y la cara de idiota que tiene el otro
boludo? —se refería al padre en cuestión.
—Están contentas porque ven al bebé. A todos nos emociona, Marcos.
—No, gil. Están contentas porque su especie se adueñó de uno de los nuestros. Toda
nuestra vida nos mintieron, Santiago. El macho no es el cazador. El cazador es la hembra.
Nosotros somos la presa. ¿Te tengo que enseñar todo?
Con sus modos tan particulares, Marcos exteriorizaba los miedos y
cuestionamientos que, en silencio, soportaba yo. Para mí, la vida era padecer. Para él, era
quejarse. Eso mismo que me dijo aquellas dos veces, al salir del sanatorio, se lo decía ahora
al Gordo. Y, de alguna manera, sentía que me lo volvía a decir a mí, pero, sobre todo, sentía
que se lo decía a él mismo.
—Gordo, vos sos el único que está a tiempo. Estás más a tiempo que todos. Todavía
vivís con tus viejos. Podés hacer lo que quieras sin tener que pedirle permiso a nadie.
El Gordo lo miraba en silencio. No sabía cómo reaccionar:
—Me voy a casar en marzo. Ya sacamos fecha en el registro.
El Gordo era el único de nosotros que había hecho las cosas como se supone deben
hacerse: había terminado el colegio, estudiado una carrera, conseguido una novia. Y con
ella había comprado una casa para luego casarse y habitarla. Todo sin pedirnos permiso a
nosotros. Todo sin cuestionarse.

De pronto, un patrullero nos hizo luces y comenzó a seguirnos con la sirena


encendida. Nos asustamos. Marcos y el Gordo dejaron de discutir:
—Pará, Marcos. No se te ocurra acelerar que nos van a cagar a tiros —dijo el
Gordo. Y Marcos le hizo caso.
—Me parece que quieren que nos detengamos —agregó luego. Marcos detuvo el auto—.
Yo sé cómo es esto. Que ninguno se baje del auto —volvió a agregar.
Los dos policías, con las armas en la mano, se acercaron al auto y nos hicieron bajar
a los gritos:
—¡Vamos, abajo! ¡Contra la pared! ¡Contra la pared!
Nosotros les hicimos caso, sin comprender lo que pasaba.
—¿Estás bien, pibe? —le preguntó uno de los policías al Gordo.
—Sí, oficial, estoy bien. No pasa nada.
—¿Seguro?... Documentos. ¿Quién es el dueño del auto?
—Yo —dijo Marcos. Los policías le pidieron los papeles del auto. Él les dio todo.
Tenía todo en regla. Mientras uno revisaba el auto y los papeles, el otro nos palpaba de
armas a nosotros y le seguía preguntando al Gordo si estaba bien.
—Sí, oficial. Estoy bárbaro. No pasó nada. En serio.
—¿Seguro, nene? Decime la verdad. No te va a pasar nada.
Se escuchaba al otro hablar por radio:
—Acá móvil uno. Solicito refuerzos. Posible intento de secuestro. Cuatro
masculinos. Entre veinticinco y treinta años Una víctima también masculina. Avenida Beiró
y Nazca…
Yo comencé a temblar. Perdí conciencia de todo lo que sucedía a mí alrededor. Me
perdí en mis pensamientos: todo lo que yo me había cuestionado ya no importaba. No
servía de nada cuestionármelo. Pues de allí en más pasaría el resto de mis días en un
calabozo, haciendo cucharita con un violador serial al menos dos metros más alto y más
robusto que yo. Me imaginé a Ernesto, el violador serial, golpeándome con sus puños
enormes y duros por atreverme a cuestionar si era realmente él el violador con quien quería
estar. O si era esa la forma en que quería estar preso y ser violado. Le diría: “¡No, Ernesto,
no! ¡No me pegues! ¡Vos sos mi violador favorito!”. Una jueza, mujer, hembra, me diría:
“Acá tenés, Santiago. ¿Querés estar con tus amigos? Vas a pasar el resto de tus días con
ellos”. ¿Yo sería capaz de aguantar tanto tiempo a mis amigos? ¿Cómo haría para vivir sin
Laura y sus consejos? De pronto, escuché la voz de Marcos que insultaba al Gordo:
—¡Gordo, esto pasa porque nos dejaste de garpe! ¡Vos te pusiste de novio y no nos
diste más pelota! ¡Sos un forro! ¡Vos te merecés estar en cana por abandono de persona!
El Gordo le respondía y los policías trataban de callarlos, sin entender lo que
sucedía:
—¡Yo no los dejé de garpe! ¡Dejé de juntarme con ustedes porque vos y Santiago se
burlaron de que Luciana tuviera labio leporino!
Pese al miedo, no pude evitar sonreírme al recordar aquella reunión donde el Gordo
presentó a Luciana, y Marcos y yo, bajo los efectos del alcohol más barato, le dijimos que
para acostarse con ella tenía que taparle la cara.
—¿Y tu novia qué? —le decía el Gordo—. ¡Tiene el culo enorme y nadie dice nada!
—Es verdad —acotó Martín.
—¡Vos no te metas! —le respondió Marcos, mientras el Gordo seguía con su
artillería:
—Yo por lo menos no ando cambiando de mina cada año. —A esta altura, ya
ninguno de nosotros tenía las manos contra la pared—. Yo estoy con la misma mina desde
hace años y la amo como siempre. Estoy con ella a pesar de que tenga labio leporino o de
que tenga lo que sea. La acepto. En cambio vos, cuando no te gusta algo, rajás. Sos un
cagón. Un caprichoso. Un pendejo. No sabés adaptarte. No podés conformarte con ninguna
porque en realidad no podés conformarte con vos mismo.
Carlos le explicaba a uno de los policías que solo era un altercado entre amigos.
Yo escuchaba lo que decía el Gordo y empezaba a sentir culpa por lo que habíamos
hecho. Se lo dije:
—Gordo, ¿en serio dejaste de vernos por lo que dijimos de tu mujer?
—Sí. No tanto por mí, sino por ella. Yo sé cómo son ustedes. Los conozco. Pero
ella, después de ese día, jamás quiso que nos juntáramos. Le agarró pánico.
—Somos unos hijos de puta, Gordo —pensé en voz alta. Con la mirada perdida.
—¿Cómo pretenden que salga con ustedes si cada vez que me llaman o me mandan
un mensaje me dicen que vamos a ir a buscar minas o vamos a ir de putas? ¿Qué se creen?
¿Que Luciana no me revisa el celular?
Los policías, rendidos, se fueron diciendo: “Estos están todos locos”. Marcos
parecía entrar en razón. el Gordo empezaba a calmarse. Hablaban en un tono más tranquilo.
Al notarlo, Martín, Carlos y yo comenzamos a sugerirles que se dieran un abrazo. Se lo
dieron y nosotros saltamos sobre ellos para mantearlos sin manta, como cuando éramos
chicos y festejábamos un cumpleaños.
—Te quiero, hijo de puta —le dije al Gordo, y volví a pensar en que insultaba para
demostrar afecto. Así éramos nosotros. Así nos queríamos. Así habíamos aprendido a vivir,
quizás, de forma correcta.
Luego de unas largas pedidas de disculpas por parte de todos, reparamos en que ya
hacía como una hora que nos habíamos ido y que las chicas debían estar asustadas.
Nos subimos al auto y encaramos para la casa del Gordo. En el camino, los cinco
íbamos gritándoles cosas a las mujeres que pasaban, compitiendo tácitamente por ver quién
era el que más se desubicaba con su comentario. Cuando llegamos a la casa del Gordo, nos
despedimos con un abrazo y nos prometimos volver a vernos. Luego, emprendimos viaje
hacia la casa de Marcos. Cuando por fin estuvimos en la puerta, me acordé de las gaseosas
y se lo dije:
—Che, no compramos las gaseosas.
—No pasa nada —me dijo mientras abría el baúl del auto y me pedía que lo ayudara
a cargar algo. Cuando me acerqué, vi que adentro tenía varias gaseosas, paquetes de
cigarrillos y un bolso repleto de ropa.
—¿Y esto? —le pregunté.
—Y… es que a veces, cuando estoy muy aturdido, salgo a dar una vuelta para
comprar gaseosas, viste.
Se rió con picardía. Yo también me reí.
—¿Y lo otro?
—Lo otro no voy a necesitarlo. —Sacó el bolso, cerró el baúl y me volvió a mirar
como un actor que está por resolver el misterio de la película. Agregó—: Brenda está
embarazada, hermano. Me atraparon.
Entendí.
CAPÍTULO 3

Hablar de otras
Apenas me separé de Laura, comencé a visitar viejas amigas y a cosechar todo lo
que había sembrado mientras estaba con ella. Un poco para no sentirme tan solo, y otro
tanto para aprovechar el tiempo en soltería. “No estar en pareja”, me dijo a propósito un
amigo, “es como no tener que trabajar al otro día”. Yo no sabía cuándo podría volver a estar
con Laura y dar por finalizadas mis vacaciones.
Una de esas viejas amigas era Carla. Ella era actriz, estudiaba expresión corporal y
danzas orientales de nombres raros. Yo sólo me quería acostar con ella. No me importaba
otra cosa. Hacía mucho que no nos veíamos y, de hecho, nunca había pasado nada sexual
entre nosotros. Nos habíamos visto, a lo sumo, dos veces. No obstante, en muchas
oportunidades habíamos hablado por teléfono y, cibernéticamente, nos habíamos confesado
cosas que a pocas personas se les cuentan. Quizás por eso, al vernos, una confianza
corporal y agradable se estableció entre nosotros. El hecho de que ella fuera actriz y
estuviera acostumbrada al trabajo corporal y a la soltura física —en contraste con mi
habitual rigidez— también ayudó.
Además de actriz, Carla era camarera. Para mí, dos oficios inseparables que
comparten la exposición inmediata. Ya sea ante un público o ante un comensal, su trabajo
es fingir. De hecho, todas las actrices que conozco son camareras. Y todas las camareras
que conozco son o sueñan ser actrices. Lo que es cierto también es que absolutamente todas
se acuestan o se acostaron con el cocinero. Y pretenden lucir como Amelie, flequillo esnob
y disfraz circense mediante.
Si tengo que ser sincero —atentando contra mi sexualidad bien definida—, admito
que, en gran medida, mis deseos de tenerla pasaban más por recuperar el tiempo perdido
que por la necesidad de deshacerme dentro de ella. No eran tantas mis ganas de tocarla
como de saber que la había tocado. Y volver al trabajo/pareja con las vacaciones bien
aprovechadas. Algo similar a lo que ocurre cuando salimos de viaje un fin de semana largo:
queremos hacer rendir los escasos días de descanso. Queremos decir “yo también estuve
allí, y conozco esa feria de artesanos que venden tan barato”.
Carla vivía sola y no tenía muebles. No por falta de dinero o posibilidades, sino
porque le gustaba. Tenía almohadones rojos esparcidos por toda la casa y un colchón
enorme en lo que se suponía que era su cuarto. En las paredes tenía colgadas telas andinas
de todos los colores y tamaños. Además de una buena cantidad de fotos de ella en blanco y
negro.
“Ponete cómodo”, me dijo apenas llegué. “¿Dónde si no tenés ni un sillón?”, pensé
en responderle. Pero no le dije nada y me acomodé donde pude. Con una soltura que no sé
de dónde saqué, me quité las zapatillas y las dejé al lado de una ventana, por miedo a que
sintiera olor a pata.
—¿Querés escuchar música? —preguntó.
—Bueno. ¿Qué tenés?
No conocía nada de lo que me nombró.
—No conozco nada, che. Pero poné lo que quieras.
Confío en vos... sorprendeme.
Me sorprendió. Lo que se escuchaba me sorprendió. Era la mezcla exacta entre los
alaridos de un jabalí seco de vientre y un violín tocado por un perro. Todo metido dentro de
una lata de Nesquik, con porotos para jugar al bingo y amplificado por un megáfono. Desde
luego, fingí que me gustaba.
—Es música mapuche —me dijo—. La toca un amigo que viajó al sur hace poco y
estuvo viviendo con ellos.
“Estuvo viviendo con ellos”. ¿Ellos? ¿Quiénes eran ellos? ¿Por qué existe un ellos y
un nosotros? ¿Por qué no existe un todos y listo? ¿Por qué yo me quedaba callado y no le
decía nada? ¿Por qué ella quería escuchar una música tan espantosa? ¿Realmente tenía
ganas o de ese modo era más actriz, más artista, más sensible? ¿Por qué yo no podía
acostarme con una mujer a la que le gustase Luis Miguel solo porque es lindo? ¿Por qué no
podía acostarme con todas? ¿Por qué yo me sometía a escuchar esa violación a los oídos y
al buen gusto? ¿Por qué me ponía a pensar todo esto? ¿Acaso no tenía que estar encima de
ella arrancándole la ropa? ¿Qué tenía que contestarle?
Desde luego no le contesté nada. No encontré ninguna razón lógica para arriesgarme
a acabar en una discusión que pudiera alejarme del sexo. Además, por otro lado, ella creía
en mi romanticismo ya olvidado. En ese romanticismo de poeta de mi primer libro. Así que
¿quién era yo para arrancarle la fantasía? ¿Quién era yo para quitarle la posibilidad de
acostarse con este chico sensible? ¿Quién era yo para decirle la verdad? Por suerte fue ella
quien habló. Y, por suerte, yo seguí eligiendo la mentira.
—¿Te gusta, Santi? —interrogó.
—Sí, sí. Muy buena —mentí.
—¿Viste? Es una música reloca. Re buena onda mal.
—Sí. Reloca. Re buena onda mal mal —me re burlé sin que se diera cuenta.
—¿En serio te gusta?
Soy muy bueno mintiendo.
—Sí.
Un genio.
—Pensé que no te iba a gustar.
¿Pensó que no me iba a gustar? ¿Y para qué la puso, para traerme pesadillas?
—¿Y para qué la pusiste? —pregunté riendo.
—Para ver si te gustaba, corazón.
Que me dijera “corazón” me dio cosquillas en el pene.
—¿Y si no me gustaba?
Me reí. Ella también se rió.
—Ponía otra cosa y listo.
—No, no, tranqui. Está bueno. Me gusta.
Soy el dios de la falacia.
—Si querés tengo Luis Miguel. Es más romántico.
Por un momento temí que me estuviera leyendo la mente y me quise ir a mi casa.
—No. Esto me gusta.
Además de mentiroso, soy cagón.
—Bueno. Me alegra que te guste, corazón —Otra vez las cosquillas en el pene—.
Siempre hay que estar abierto a cosas nuevas.
—Sí, obvio.
En verdad, no coincidía. Pero también mentí.
Carla puso en la heladera el vino que yo había comprado aconsejado por mi amigo
Marcos. Y luego comenzó a preparar la comida. Yo la seguí hasta la cocina. Arrojó un
montón de verduras trozadas a una sartén, arroz, algunos pedazos de pollo y mucha salsa de
soja. Al rato revolvió todo. Apagó el fuego y sirvió el contenido entero de la sartén en dos
vasijas de barro lo suficientemente hondas como parecer una maseta y hacerme sentir que
me iba a comer un potus. Luego, agarró dos tenedores y llevó todo hacia donde estaba el
equipo de música. Yo ya estaba sentado sobre varios almohadones juntos. Antes de
sentarse, apagó todas las luces de la casa, encendió algunas velas y un sahumerio delicioso
y cambió la música por algo más agradable. Finalmente se sentó.
—Me olvidé el vino —dijo parándose nuevamente.
—Quedate. Yo lo traigo —dije sin pararme.
—No, no, voy yo.
Me puso la mano en el hombro.
—Bueno.
No insistí mucho más. A los pocos segundos, volvió con el vino abierto, se sentó
como un buda y empezamos a comer. Poco a poco, copa tras copa, una sensación parecida
al buen humor comenzó a aflorarme en el pecho. Si bien era cierto que yo había ido allí tan
solo para acostarme con ella, a medida que íbamos hablando, riendo, rozándonos, ese clon
de Audrey Tautou comenzaba a despegarse de ese personaje y detrás de él comenzaba a
aparecer una mujer maravillosa, con linda sonrisa, lindos ojos y un culo para poner en un
cuadro. No había ninguna foto de su culo en la pared. Debía sugerírselo.
Por su parte, la decoración de la casa, que antes me había resultado rara, si no
ridícula, ahora comenzaba a generar en mí una extraña sensación de calma. ¡Estaba relajado
sin psicofármacos y sin Laura! ¡La estaba pasando bien! Quería llamar a mi psicólogo y
decirle: “¿Viste, Juan? Ya no estoy interrumpiendo el goce. Ya no necesito tanta terapia”.
Terminamos de comer en seguida. Pese al esfuerzo, yo no pude acabar mi plato. Ella
sí.
—¿Fumás? —me dijo sacando un porro a medio terminar.
—Por supuesto.
—¡Genial! Así nos relajamos un poco.
Y me puso una mano en el hombro, y comenzó a masajearme. “¿Así nos relajamos
un poco?”, pensé. ¿Acaso no estaba relajada? Me acordé de Fleco, el dibujito animado de
aquella propaganda antidrogas, cuando él no quería fumar y un chico con cara de malo le
decía: “Dale, ratón, si acá no te ve tu papito”. Me sentí Fleco, pero sin Male y sin el doctor
Miroli.
—Estoy tratando de aprender a relajarme de otras formas, pero bueno, la relajación
química siempre es mucho más efectiva.
Nos reímos. Comenzamos a fumar y a tomar vino (el vino era tan delicioso que
debía recordar llamar a Marcos para agradecerle). A la media hora, tenía el cuerpo tan flojo
que el temor de no funcionar como hombre me abrazó como un luchador de judo enorme y
transpirado.
—¿Así que te separaste? —me preguntó.
—Sí, sí.
—¿Hace mucho?
Pude haber mentido. Pude haber dicho que hacía mucho tiempo que me había
separado, para que ella no creyera que yo era un desesperado que apenas se quedaba solo
salía en busca de aventuras. Pero no. Por alguna razón sentí que no tenía que mentirle.
Porque ella era buena. Era amable. Cariñosa. Confiable. Me recibía en su casa con mucho
más que sus brazos abiertos y yo solo quería que abriera las piernas. Y eso me daba culpa.
Pues ella, enseñándome todo su universo, quería hablarme de su persona. Y yo, como todo
un cobarde y un egoísta, la criticaba en silencio para obtener de ella sólo su cuerpo. Tenía
que decir la verdad:
—Mirá, hace solo dos semanas que me separé. Ya sé que es poco tiempo. Y que
podés estar pensando que soy un desesperado que apenas se separa sale a buscar minas.
Pero…
—Pará —me interrumpió—. Yo no pienso que seas un desesperado, corazón. —Otra
vez las cosquillitas—. Pienso que es natural que estés viviendo todo esto de ese modo. Es
tu forma de hacer el duelo. Cada uno se lo toma como puede.
“¡Es un ángel!”, pensé, “es Dios. Es la mujer más comprensiva del mundo. Tengo
que besarla”. La besé. Sus labios eran suaves. Su legua jugó dentro de mi boca con ternura.
Como un caracol de gelatina o como un Yummy. Acariciándome los dientes, los labios y mi
propia lengua. Me excité. Ese cosquilleo repentino en todo mi miembro subió hasta mi
pecho. Le acaricié la cara y ella acarició la mía. Nos miramos. Nos olimos. Suspiramos y
yo tomé su mano y la llevé a mi entrepierna.
—Pará —interrumpió de repente—. Tenemos toda la noche.
—Está bien —dije yo automáticamente, separándome de su cuerpo, comprendiendo
que el juego que proponía era otro. Era ir despacio. Recorriendo y disfrutando cada
momento de la noche hasta llegar a la culminación. Yo no sabía ir despacio. En ningún
aspecto de la vida.
—Sos muy lindo, ¿sabés? —dijo mirándome fijamente. Yo bajé la mirada y me
rasqué la cabeza, como cada vez que no sé cómo reaccionar.
—Gracias. Vos también.
No mentí.
—Sos divino. Y no estés mal. Ya se te va a pasar todo ese sufrimiento.
Yo no estaba sufriendo tanto. Por alguna razón, después de tantas desilusiones y
rechazos amorosos, se había depositado en mí la sensación de que una separación no era el
fin de una relación amorosa, sino la transformación de dicho vínculo. Quizás, porque había
vivido amores que terminaron mucho antes de que acabara la relación. O quizás por el
contrario: por haber vivido amores que perduraron en mí hasta mucho después de
terminada la pareja. Por esa razón, o porque en el fondo sentía que iba a volver con Laura,
no estaba tan mal.
—Gracias. Pero no estoy tan mal, che… Estoy. Simplemente. Qué sé yo.
—Bueno. Me alegro entonces… —Y señalando las últimas gotitas que quedaban en
la botella de vino, prosiguió—: ¿Querés más?
—No, gracias. Por hoy es suficiente.
—Sí. Para mí también.
Y dejando la botella, se recostó sobre mi pierna, mirando hacia arriba. “Si se da
vuelta y me la chupa”, pensé, “la canonizo”.
Pero no me la chupó. En su lugar me contó que también hacía muy poco que se
había separado. Que vivieron juntos un año. Y que lo dejó cansada de ser engañada. Me
contó todo acerca de su ex. Y yo la escuché y la contuve con un interés que hasta el día de
hoy me sigue sorprendiendo.
La noche era perfecta. No podía ser mejor. A esa altura, ya nos acariciábamos las
manos, los antebrazos y por momentos las piernas. De vez en cuando, nos besábamos. Todo
con una suavidad más romántica que sexual, propia de una película de Disney y no una
porno como yo esperaba en un principio.
—¿Querés que te haga unos masajes? —me dijo de pronto.
—Dale. Si querés.
—Obvio que quiero, corazón. —Otra vez las cosquillas—. Unos masajitos en la…
—“Ojalá la frase termine con ‘poronga’”, pensé—… espalda no te vendrían nada mal.
Estás muy tenso.
Si decía “poronga”, sí que la canonizaba en serio.
—Bueno, dale, haceme.
Y me quedé quieto, esperando a que ella me acostara. Me sacara la ropa. Me hiciera
los masajes. Me follara, me preparara chocolatada y me dejara durmiendo. Pero luego de
unos segundos, cuando advertí que ella me miraba como esperando algo, dije:
—¡Ah, la ropa! ¡Sí, sí, la ropa! Ahora me la saco.
Ella se rió y me indicó que fuéramos a lo que parecía su cuarto. Yo la seguí, me
quité la remera, los pantalones, y me acosté sobre el colchón, culo para arriba, esperando
sentir sus manos. Con un aceite frío, que en un principio me dio más impresión que placer
—o lo que se suponía que debía darme—, Carla comenzó a estrujarme cada músculo de las
piernas. Subía y bajaba por mis extremidades como si estuviera amasando pizza. Pronto,
comencé a sentirme liviano, a gusto. Cómodo. Me fui dejando llevar como un bebé al que
le están cambiando los pañales. Fui olvidándome de toda impostura e incomodidad en torno
a mi cuerpo.
—Con los deditos no —dije haciéndome el gracioso cuando pasó por mis nalgas.
Ella se rió—. Con Barrocutina tampoco. Con nada. Ni se te ocurra.
—Quedate tranquilo. No va a pasar nada que vos no quieras.
Ambos nos reímos.
—A excepción de un dedo en el culo, es difícil que yo no quiera algo en estas
situaciones.
Volvimos a reírnos, y yo comencé a concentrarme en la música, en los aromas y en
las manos de Carla, que iban y venían, a esa altura, por mi espalda. Yo estaba en un estado
de ensueño. Conectado con cada centímetro de mi cuerpo y mis sentimientos.
—Es loco volver a estar por este barrio —dije en un acto de sinceridad.
—¿Por? —preguntó y siguió masajeándome.
—Porque sí. Qué sé yo… el barrio.
Cavilé.
—Claro, me imagino, corazón. —Otra vez las cosquillitas—. Tu ex vive por acá,
¿no?
—Sí, sí.
—Sí, sabía. Me contaste.
Nos quedamos unos segundos en silencio. Me rasqué la cabeza. Carraspeé y dije:
—Bah… las dos viven por acá.
—¿Qué dos?
—Claro. Laura y…—volví a carraspear— y Mariana.
—¿Mariana?
Ella se sorprendió. “¡Metí la pata!”, pensé. Por un momento, dejó de masajearme y
temí lo peor: que fuese amiga de Mariana y que por esa razón —inmersa en la culpa y la
vergüenza— abortase toda posibilidad de sexo conmigo. Aunque, por otro lado, la fantasía
de acostarme con una amiga de quien me abandonó argumentando que yo carecía de lo
necesario para formar un proyecto de pareja serio, se me antojaba como una venganza
deliciosa y con final feliz. Por suerte, Carla volvió a hablar y siguió con el masaje:
—¿Mariana cuánto?
—¿Eh?
Repregunté, aunque la había escuchado claramente.
—Que cómo es el apellido. Por ahí la conozco.
—Ah, el apellido. Sí, sí, el apellido…
—Sí, el apellido.
—Mariana.
—¡Ese es el nombre, Santiago!
—Sí. Mariana. Mariana Fratechí.
Arriesgué todo diciendo la verdad.
—Mariana Fratechí. —Hizo memoria. Yo crucé los dedos sin cruzarlos—. Hmmm,
¿una morocha?
—No, rubia. Rubia natural.
—Ah, no. Yo conozco una Mariana pero es morocha. Desde siempre.
—No, esta es rubia.
Respiré aliviado y agradecí el hecho de que Mariana fuera rubia desde siempre.
—Ah, no. Ni idea. —Reanudó los masajes—. Mirá vos, che. No sabía que saliste
con otra chica más del barrio.
—Sí. Es gracioso en un punto. Mucha casualidad, ¿no?
—La verdad que sí.
Quedé en silencio unos segundos. Recordando. Luego proseguí:
—Por eso te digo que es loco volver a estar en el mismo barrio.
—¡No te rasques la cabeza! ¿Querés? Así dejás el brazo quieto —me regañó.
—Perdón.
Dejé de rascarme la cabeza sin reparar en que me la estaba rascando. Luego
agregué:
—Es gracioso porque cuando me separé de Mariana… eso fue hace algunos años.
Mariana vive acá a unas pocas cuadras… Y es una locura, porque durante el tiempo que
viví acá con Laura, la pude haber cruzado en cualquier momento… Así que bueno, te decía,
a los pocos meses conocí a Laura. Y cuando me dijo que era del sur no lo podía creer. Te
juro. Me causó mucha gracia. Y hasta tuve miedo de que la conociera. Como recién con
vos.
—Y, es que es mucha casualidad.
—Sí. La verdad que sí.
Ahora masajeaba mis hombros. Sus masajes eran exactamente lo que las religiones
deberían prometer del cielo para que todos en la tierra nos portásemos como Dios manda.
—¿Y? ¿La conocía? —interrogó.
—No. No la conocía. Por suerte no. Pero me acuerdo que para confesarle que mi ex
era del barrio, tardé meses… creo que por miedo.
—¿Miedo a qué?
—No sé. A saber que la conocía. O a que le cayera mal mi reincidencia territorial.
Qué sé yo.
—Yo también vivo en el barrio —dijo riendo. Yo me asusté.
—Pero no te cae mal, ¿no?
La miré sonriendo. Como un chico que se manda una macana y espera que lo
perdonen.
—No pasa nada, corazón.
Otra vez las cosquillitas; para ese momento, mi pene ya era una sola cosquilla.
Enorme y catastrófica cosquilla.
—Menos mal —respondí yo, disimulando esas cosquillas.
—No es culpa tuya. Cuando nos conocimos vos no tenías por qué saber que vivía en
el mismo barrio que tu ex… Y que tu futura novia.
En otro momento, que ella fuese tan comprensiva me hubiese generado
desconfianza, cosa que me suele pasar con todas aquellas personas que aparentan ser del
todo buenas, o del todo educadas, o del todo correctas, moralmente hablando. Pues, cada
vez que estoy ante una persona así, siento lo mismo; siento que esos seres que encuentran
motivos para sonreír en el mismo lugar donde yo los encuentro para deprimirme, son unos
enfermos, unos pederastas o unos lobos disfrazados de corderos, que van a tomar un hacha
o una metralleta y nos van a rebanar o acribillar a todos. Pero con Carla la sensación fue
distinta. De modo que le respondí y continuamos la charla:
—No, por supuesto. No tenía por qué saberlo. Ni vos tampoco. Pero fue gracioso.
Sobre todo porque después de separarme de Mariana me había prometido no pisar más este
barrio. Pero a los pocos meses me voy de viaje y la conozco a Laura. —La miré con
complicidad—. Y a los pocos meses de conocer a Laura, voy a una librería y te conozco a
vos… Fue muy gracioso. Cuando le dije a mi amigo Marcos que vos también eras de acá,
no paró de gastarme por varios días.
—¿Marcos?
—Sí, el alto que estaba conmigo cuando nos conocimos.
—Ah, sí, me acuerdo.
De pronto, la música terminó, pero yo estaba tan relajado, charlando tan
gustosamente, que no me di cuenta hasta que ella fue a cambiar el disco.
—Voy a poner música. Ya vengo.
—Bueno. Te espero acá.
Le dije en chiste. Pero ella no se dio cuenta. O se dio cuenta, pero no le causó
gracia. Cosa que me pareció triste de mi parte. En lugar de cambiar de disco, oprimió play y
volvió a sonar lo mismo. Luego continuó con sus masajes, incluso mejor que antes.
Con la estupidez me pasa lo mismo que con mi pelo. Cuando miro una foto vieja,
pienso: “¿Cómo es posible que me haya peinado de esa manera?” o “¿Quién me dijo que
ese corte me quedaba lindo?”. Es decir; siento vergüenza de mí mismo. Cuando recuerdo
hechos pasados donde cometí una estupidez o no supe callarme a tiempo, pienso algo
similar: “¿Cómo es posible que haya dicho eso o haya hablado de esa manera?”. La única
diferencia, he entendido tristemente, es que con un peluquero, lo del pelo puede
solucionarse. Lo otro es un poco más difícil. A la conclusión a la que llegué es que, si cada
vez que recuerdo un momento pasado, me veo como un estúpido, nada quita que el día de
mañana, al recordar ese pasado (que hoy es mi presente), no sienta exactamente lo mismo.
Lo que significa que, a ciencia cierta, soy todo un estúpido, todo el día y a toda hora, a
tiempo completo: pasado, presente y futuro.
De modo que así, como un estúpido, con ganas de que un peluquero me corte
mucho más que el pelo, me siento cada vez que recuerdo esa noche en lo de Carla. Pues, si
antes, con mis recuerdos, había empezado a cambiar el curso de la noche, con todo lo dicho
a continuación, acabé cambiándolo por completo.
Como ya le había mencionado a Carla, Laura y Mariana vivían a muy pocas cuadras
de allí. De hecho, cuando Laura y yo aún no éramos pareja —y no se vislumbraban en sus
intenciones planes de serlo—, ella me llevó hasta la casa de Mariana. Arrastrándome como
siempre y cuidándome las espaldas para que pudiera recuperarla. Hacía muy pocos días que
había salido mi primer libro. Y así, fresco, con una dedicatoria romántica que la nombraba,
se lo llevé a Mariana.
Ella me había abandonado un año atrás, en las circunstancias y por las razones ya
mencionadas. Y desde ese momento, yo me había propuesto recuperarla. En un frenético y
doloroso periplo que duró, desde luego, todo ese año, acabé de escribir el libro. Pues, si
bien Mariana con su presencia me había ayudado a escribirlo, con su sola ausencia (y mis
ganas caprichosas e infinitas de tenerla) me había dado la fuerza para terminarlo. Cosa que
deja en evidencia la triste verdad de que nunca hice nada por mí, sino por otros. Para otros.
Por suerte, cuento con la suficiente autocrítica y sensatez como para haber desarrollado en
mi conducta los mecanismos necesarios para acabar siempre rodeado de personas que con
su sola presencia me obliguen a hacer cosas y así mantenerme vivo. Mariana era una de
esas personas. Laura también.
—Pero, pará —interrumpió Carla—. ¿Qué pasó cuando fuiste a lo de Mariana
acompañado de Laura?
Yo proseguí:
—Como ya te dije; el libro estaba dedicado enteramente a ella. De hecho, llevaba su
nombre impreso. —Hice una pausa, cavilé y luego seguí—: Es más, en un principio soñaba
con que fuese un best seller, un libro famoso, que estuviese expuesto en cada una de las
librerías de Buenos Aires. No tanto por la fama o el dinero, suponiendo que esto lo
generase, sino por la simple y triste razón de que un día Mariana se topase con él y viese su
nombre en la dedicatoria. Claro que esto no pasó. Y yo no tuve la paciencia de esperar a
que sucediera, ya que estaba tan ansioso por ver su reacción que terminé en su casa,
acompañado de Laura.
—Y bueno, pero ¿Qué pasó? ¿Cómo fue que Laura llegó a acompañarte a la casa de
tu ex?
—No lo sé. Supongo que esa actitud denotaba el poco interés que ella tenía en mí
como hombre. Cosa que me entristeció mucho. Yo quería que muriera de celos, que
renegara de tener que acompañarme. Pero me acompañó. Y no solo eso, sino que también
me rechazó. Ya que lo cierto es que esa tarde yo había salido de casa decidido a concretar
todo con Laura. Quería acostarme con ella. Llevar al plano terrenal lo que supuestamente
teníamos en el platónico. Digo, hacía mucho tiempo que Laura y yo veníamos… O sea,
éramos amigos, pero ella sabía que yo no quería serlo. Además, esa semana, a los pocos
días, yo me iba de viaje, supuestamente, para no volver nunca. Y ese encuentro con Laura
era, en teoría, el último hasta quién sabe cuándo.
—Bueno, pero evidentemente no lo fue.
Era verdad. Yo reí pensando en todo lo que había vivido en los últimos años con
Laura y sentí cierta nostalgia. Algo de felicidad. Expresarme me hacía bien:
—No. Evidentemente no lo fue. Pero en ese momento, yo creía y quería que fuese el
último. Sobre todo porque no podía seguir viviendo a medias tintas con Laura. Y menos
seguir pensando en Mariana.
—¿Estabas con Laura y pensabas en Mariana? —me interrogó, creo yo, con el
ímpetu de defender a toda mujer y expresión femenina existente desde la creación de Eva
hasta el día de hoy.
—No de la forma en que vos pensás. Además, yo no estaba con Laura. Ella no me
daba pelota. Yo podía llorar por quien quisiese. Por otro lado, me di cuenta de que yo ya no
estaba enamorado de Mariana, sino que estaba tremendamente enamorado de Laura. Pero
no lo sabía. Y confundía mis deseos de cerrar todo con Mariana, con amor. Y mi amor con
Laura con…
—¿Con qué?
No supe qué más decir y me quedé callado. Luego seguí:
—Bueno. No sé con qué lo confundía. La cosa es que esa tarde, caminando por San
Telmo y habiendo sido rechazado en todo sentido por Laura, me quedaba la única tarea de
cerrar definitivamente todo con Mariana. Lo único que tenía que hacer era llevarle ese libro
a la casa.
—¿Y fuiste?
—Sí, claro que fui. Aunque admito que hacerlo fue mucho más difícil que contarlo.
—Claro. Seguro.
—Pensá que con Mariana habíamos sido pareja durante un año, quizás menos. Y
desde el día en que nos separamos… Bueno, no nos separamos, ella me dejó que no es lo
mismo. Yo no quería separarme.
Me miró como diciéndome que ella sabía que no era lo mismo y que no me fuera
por las ramas. La entendí:
—Pero, bueno, desde ese día, a diferencia de como sucede con muchas parejas,
nosotros no hablamos nunca más. Pienso que un poco porque, por orgullo, yo me había
obligado a no llamarla más. Y otro poco porque ella, bueno, ella ya no quería hablar
conmigo. Así que ese día, reaparecer en su casa después de un año… No me preguntes por
qué un año, pero me gustan los números redondos… Era muy difícil, casi épico. Como el
final de una película. Más que nada, creo yo, por el peso que tenían mis recuerdos y todas
las historias y variables que a dicho encuentro yo había armado en mi cabeza durante ese
año.
—Te entiendo —me respondió y me sugirió que me diera vuelta así me masajeaba
la parte de adelante. “Por fin se viene la mamada” pensé, mientras ella traía unas bolas de
piedra blancas.
—¿Para qué son esas bolas? —dije asustado.
—¡Ay, sí, las bolas! Me olvidé que las tenía. Son para recargarte de energía. —Las
apoyó sobre mi pecho—. No me lo vas a poder creer, pero están talladas en una piedra
sagrada en la que se sentó a meditar Sidarta, el Buda.
—¡Wow! —contesté yo falsamente, pensando en que el origen de esas piedras era
imposible de comprobar y que alguien se había aprovechado de ella para venderle unos
cuantos cascotes lustrados. No me dio lástima—: Es como hacerse un rosario con la
cerámica del inodoro donde se sentó a cagar el Papa.
Ella se rió:
—¡No seas tarado! En serio te digo, te van a hacer bien.
—Seguro —contesté yo. Y pensé en que algo que implique estar acostado y con una
mujer encima no puede ser malo.
—Bueno, dale, seguí contándome mientras yo te paso esto.
Seguí con mi relato.
—Te decía que más allá de que era difícil, sabía que si no iba ese día no iba nunca
más. Ya estaba jugado. Me iba a los pocos días. Mis planes de pasar la tarde en un hotel
despidiéndome de Laura ya estaban perdidos. Y, como si fuera poco, Laura iba para ese
lado… o venía para este lado, que es lo mismo. —Sonreí—. Así que, casi sin pensarlo, nos
tomamos un colectivo y a los cuarenta minutos nos bajamos a una cuadra de la casa de
Mariana.
—¡Qué momento!
—Sí, me temblaba todo. Creo que por varias razones. Verla a ella. No saber qué
decirle. Pasar un momento engorroso… Lo que más miedo me daba era cruzarme a alguien
de su familia y tener que explicar por qué estaba allí.
—¿Por qué? No tenías por qué dar explicaciones.
—No sé. Puede ser que no. Pero creo que me pesaba mucho el hecho de que ellos
pudieran pensar que yo era un idiota. Un idiota que volvía al lugar donde ya no era
recibido. Ni bien ni mal recibido. Simplemente ya no era recibido.
Me miró fijamente y me dijo:
—Pero ¿qué pasó? ¿Te recibió ella, alguien de la familia, quién?
Carla comenzaba a frotarme las piedras en el pecho y yo no podía contener mi
cosquilleo en el pene. Pues, si antes, no había crecido a causa del peso de mi cuerpo que lo
aplastaba, ahora, libre, contento, entusiasmado, mi pene comenzaba a desperezarse como
una flor en desarrollo. Como en esos videos en cámara rápida, donde vemos el crecimiento
de una planta. Comencé a esforzarme para contenerme. Traté de concentrarme en mi relato,
como para contrarrestar la excitación con la amargura de mis recuerdos. Ella, por su parte,
ya se había dado cuenta de mi erección, pero no dijo nada. Simplemente me miró y sonrió.
Yo entendí que, una vez finalizados los masajes fornicaríamos hasta quedar secos.
No podía quejarme, me sentía libre. Libre físicamente porque podía mostrar mi
erección sin problemas y libre emocionalmente porque podía contarle a Carla mis
sentimientos y experiencias. Seguí contando entonces mi llegada a la casa de Mariana:
—Sí, me atendió ella. El tema es que cuando estuve allá, a metros de su casa, antes
de tocar el timbre, tuve intenciones de irme: tenía miedo.
Ella frotaba las piedras entre sí, como si fuese un doctor que prepara los extremos
de la máquina de electroshock para, efectivamente, electrocutarme y devolverme a la vida.
—¿Miedo por qué?
—No sé. Me invadió un miedo distinto y superior a todos.
—¿Cuál?
—Tuve miedo de verla y de que ella ya no fuese quien yo recordaba. Digo, ¿y si ya
no estaba tan linda? O estaba gorda. O tenía novio…
—¡Tenía novio! —me interrumpió exaltada—. ¡No me digas que tenía novio!
—Pará, ya llego a esa parte. No te impacientes.
—Tenía novio. ¡Estoy segura!
—Ya llego a esa parte.
Estaba por seguir con mi relato cuando me interrumpió de nuevo:
—Pará.
—¿Qué?
—¿Vos en tu primer libro no tenés un cuento que habla de eso, de una persona que
vuelve a ver sus recuerdos y se da cuenta de que su expareja ya no es como recordaba?
—Sí, así es. Pero lo gracioso es que ese cuento yo lo llevaba en mi mano. Impreso
entre los otros cuentos del libro.
—Ah —pareció desilusionarse—, yo pensé que ese cuento se te había ocurrido ahí.
—No, no, en absoluto. Lo que pasa es que tengo poderes.
—¿Tenés poderes? —me preguntó más para corroborar la idiotez que había dicho
que para confirmar que yo en verdad los tenía.
—No, obvio que no tengo poderes. Lo que pasa es que siempre, de un modo u otro,
en lo que escribo hablo de mí. Y soy muy predecible. La gente es predecible. Por eso es
fácil que coincida lo que escribo con lo que después pasa.
—¿Cuántas veces te pasó?
—Muchas, todo el tiempo. Pero no importa eso ahora. Lo que importa es que
cuando llegué a la puerta vi que había un manojo de llaves puesto en la cerradura, del lado
de afuera. Como si alguien hubiese entrado apurado y se las hubiese olvidado.
—¡Te estaban esperando! —Se volvió a entusiasmar.
—¡Exacto! Digo, es obvio que no me estaban esperando a mí, pero habían dejado
las llaves afuera, para que cualquiera pudiera abrir. Y hay que admitir que esas llaves ahí
eran todo un símbolo.
—Sí. La verdad que sí.
Era verdad. Esas llaves allí eran todo un símbolo. Pero en ese momento, yo no lo
interpreté así, sino que simplemente entendí que alguien había entrado apurado. Cuando
Mariana abrió la puerta acompañada de un hombre, entendí por qué habían entrado
apurados. O al menos yo hubiese hecho eso; no hubiese perdido ni un minuto en no estar
encerrado en un cuarto con ella.
Carla, por su parte, había puesto una piedra en cada extremo de mi torso. Yo no
entendía qué estaba haciendo. Pero al parecer, ella sí entendió mi cara de desconcierto y
disipó mi duda:
—Con esto termino —me dijo—. Tengo que rotarlas de lugar siete veces y vas a
estar energéticamente mejor.
—Ah, bárbaro.
—Por los siete chakras, ¿viste?
No supe qué contestarle, así que seguí contando:
—Bueno, como te decía, desde luego no usé las llaves para entrar ni tampoco las
interpreté como un símbolo. Sencillamente, no me interesaron. Podría decir que casi no las
vi, estaba tan nervioso que lo único que pude hacer fue tocar timbre automáticamente.
—¿Y quién te atendió?
—Ella, Mariana. Yo toqué timbre y de inmediato escuché su voz preguntando quién
era. Temblé y no respondí nada. Su voz me pareció bastante más fea de lo que recordaba.
Incluso, me dio un poco de vergüenza ajena. A los pocos segundos, ella volvió a preguntar.
Esta vez sí respondí. “Santiago, Santiago Apenak”. Y aclaré mi apellido como si le
estuviese recordando mi existencia a un antiguo jefe de algún trabajo remoto. Cuando dije
mi nombre, un silencio de tumba se apoderó de todo el barrio. O al menos eso sentí. Lo
cierto es que no me abrió la puerta.
—¿Pero te abrió la puerta al final?
—Sí, pero antes volvió a preguntar quién era. Creo yo que para cerciorarse de que lo
que escuchaba era cierto. “Yo, Santiago, Mariana”, dije. Y la puerta se abrió. Y lo primero
que vi fue su cara.
—¿Cómo estaba? ¿Estaba igual? ¿Estaba cambiada? ¿Qué cara tenía?
—Estaba más pálida, más flaca, con el pelo más rubio y con una cara de terror que
te juro que nunca vi en mi vida.
—¿Y qué pasó?
— “Hola”, me dijo, “cómo estás? ¿Pasó algo?”. “Dejaste la llave afuera”, le dije.
Ella no me entendió. “Que dejaste la llave afuera”, pero esta vez le señalé el manojo. “Ah,
gracias”, me dijo. Y me preguntó si había pasado algo. “No, nada”. Y enseguida vi una
figura masculina que se asomaba detrás de ella.
—¡Era el novio! ¡Te dije que tenía novio! —Carla se entusiasmó.
—No, no era el novio.
—¿Y quién era entonces?
—Algo peor: el marido.
—¿El marido? ¡Me estás cargando! ¿Viste que tenía razón?
Los dos nos reímos como si estuviéramos celebrando el desenlace de la telenovela o
película que Carla estaba siguiendo.
—No, no tenías razón. Vos hablaste de un novio. No de un marido. No es lo mismo.
Son cosas muy distintas. Te subí la apuesta. Aceptalo.
—Bueno, pero adiviné que estaba con alguien.
—Bueno, che, tampoco era tan difícil adivinar. La mayoría de las personas que se
separan, a los pocos meses ya están con otro. Bien o mal, están con otro. El único inútil que
no lo había conseguido era yo.
Carla se volvió a reír y casi se le cae una de las piedras que maniobraba en mi
pecho. Yo no entendí qué le causaba gracia.
—Bueno, quizás no era cuestión de adivinar. Pero sí quería saber si estaba con
alguien. Imagino que con tremendo acto como el que hiciste vos, de llevarle tu libro
dedicado a su nombre, ponías muchas expectativas, y el hecho de que una nueva pareja te
arruinara el asunto, no debió de ser del todo grato.
Con esas piedras arriba mío, no podía dejar de sentir que me estaban construyendo
una lápida en plena vida. Quizás, con lo que le estaba contando a Carla, yo mismo lo estaba
haciendo.
—No lo sé —le respondí—. Yo fui con intenciones de darle ese libro y nada más. Al
menos, racionalmente nada más. Como una forma de autodefensa, tal vez porque sabía que
con ella no podía pretender otra cosa que darle ese libro.
—Claro. Te entiendo.
—Y, bueno, así que le dije que estaba allí para darle ese libro que finalmente había
publicado. Ella me dijo “gracias” y me preguntó cómo estaba. Yo le dije que estaba bien,
tranquilo. Como responde uno cuando en verdad no está ni bien ni tranquilo.
—Es verdad.
—Y así que, bueno, hubo un silencio incómodo, una mirada que no fue… No me
animé a mirarla a los ojos… Y, bueno, así fue. Le di el libro, me dio sus felicitaciones, y
nos dijimos “chau”.
—¿Y el marido?
—A él también le dije “chau”. Y él también me saludó. Parecía un tipo muy amable.
—¡No me refiero a eso! —Se exaltó—. Me refiero a que cómo supiste que ese era el
marido. Si, por lo que me contaste, ella no lo presentó. Y él no mencionó palabra.
—Lo supe por su mirada. Lo sentí. —¿Por qué decía tamaña estupidez? Respiré
hondo, exhalé y largué la verdad—: Además, porque a los pocos días, envalentonado por
unos cuantos tequilas y por el apoyo de mi amigo Marcos, la llamé para preguntarle qué le
habían parecido el libro y la dedicatoria. Tuve suerte y me atendió ella. Y le largué una
perorata lacrimosa de borracho y poeta. Por supuesto, me pidió que no la llamara más.
—¡Qué desalmada!
—No. Tenía razón. Yo no tenía que llamarla más. Lo que sí es cierto es que, en su
tono de voz, no noté la misma convicción de sus palabras. Como si no quisiera decirme eso.
Pero quizás no fue así. Quizás fueron solo mis ganas de no querer escuchar eso. O quizás
ella sentía lástima. Borracho soy patético.
Hacía unos segundos que Carla había retirado las piedras y ya no me masajeaba.
Esperé acostado unos segundos para ver si, de pronto, ella se lanzaba sobre mí y me
practicaba sexo oral. Pero no pasó. Así que me incorporé y me senté en la cama, a su lado.
Ella volvió a interrogarme:
—Pará, no me dijiste cómo supiste que ese era el marido.
—Ah, claro. Bueno, a eso iba: cuando corté la llamada, me largué a llorar sobre el
hombro de Marcos. Como nunca.
Carla hizo un gesto de ternura. Como si estuviese viendo un osito de peluche dentro
de una de esas máquinas donde uno puede jugar a engancharlos con un brazo mecánico. Yo
seguí con mi relato:
—En medio de mi llanto, sonó el teléfono y pidieron por mí. Era un hombre. Se
llamaba Sergio y me dijo que era el marido de Mariana. Me amenazó. Me dijo que si la
seguía llamando me iba a cagar a trompadas. Yo, muerto de risa, le dije que si quería la iba
a llamar cuantas veces quisiera. Y que si en todo caso no llamaba más, era porque ella no
quería. “Ella elije, macho, es así”, le dije, “espero que nunca te toque estar de este lado”, y
corté.
—¿Y nunca más supiste de ella?
—Nunca más. Y eso que estuve en este barrio por mucho tiempo.
—Y ahora volvés a estar.
Lo que no le dije a Carla de ese día es que, apenas me fui de la casa de Mariana,
caminé unos pasos y me junté con Laura, que me esperaba a la vuelta. Estaba de espaldas y
lo primero que le vi fue el trasero. Eso me alegró y deprimió a la vez. Me alegró porque lo
vi hermoso, aun más hermoso que el de Mariana, que hasta el momento yo consideraba el
más lindo del mundo. Pero me deprimió porque sabía que no podía tenerlo. Y eso, el desear
y no tener, es el castigo más grande que podemos sufrir los codiciosos. Algunos, a partir de
cierta edad, deberíamos ser ciegos —o millonarios— para ya no sufrir tanto. De modo que
al momento de llorar en el hombro de Marcos, no solo lloraba por Mariana, sino que
también lloraba por el culo de Laura.
Estaba en calzoncillos y relajado, ya sin ninguna historia para contar. Carla estaba a
mi lado y no parecía estar incómoda con mi desnudez física y emocional. Así que, sin
dudarlo, me tiré sobre ella y comencé a besarla. Ella me frenó:
—Pará, Santiago. No da. No quiero que hagamos nada.
¿”No da”? La frase me chocó, pero no era la primera vez que la escuchaba. Sabía
cómo actuar. Tenía experiencia en el terreno de la insistencia. Sabía que tenía que
mostrarme calmado y hacerle creer que eyacular no era lo único que me importaba, que
respetaría su integridad y su decisión de no hacer nada. Después de todo, teníamos toda la
noche por delante para seguir charlando y para llegar a la culminación lentamente. Si yo era
un caballero, Carla sabría compensarlo.
—No es necesario que hagamos algo que vos no quieras, Carla. Pero si te pasa algo,
me gustaría que me lo cuentes. Confiá en mí.
—No. Nada. En serio. Pero prefiero que no hagamos nada.
—Está bien, te respeto —le dije mientras le acariciaba la cara—. Total, tenemos
muchas maneras de arreglarnos.
Ella me miró y no dijo nada. Volvimos a besarnos. Ahora de forma más sutil y
romántica. Quería que se sintiera protegida. De a poco, volví a insistir con mis dedos.
Primero en sus senos. Luego, bajé por su abdomen hasta llegar a su bragueta.
—¡No! Pará, en serio —se sobresaltó—. No quiero que hagamos nada.
Suspiré fastidiado. Mi corazón bombeaba como una locomotora. Por desgracia, era
lo único en mí que bombeaba.
—Mirá, no sé qué te pasa. —Me puse de pie—. Pero pensé que estaba todo más que
bien.
No podía dejar de rascarme la cabeza.
—Sí, lo estaba—respondió—. Pero ahora no. Al principio de la noche me hubiese
acostado gustosamente con vos. No tenía problema…
—Y bueno.
—Pero ahora no.
—¿Por qué? ¡Si me dijiste que vayamos despacio, por eso no nos acostamos! ¡Si
hubiese sabido, no hubiese hablado toda la noche como un pelotudo!
—¡Es que tenía intenciones de hacerlo! Pero ahora, después de que me hablaste una
hora seguida de tu ex y tu otra ex, y que Mariana, y que Laura y qué sé yo, no quiero. No
me siento cómoda. Es como si con todo lo que me contaste me hubieses puesto en el lugar
de amiga. ¡Y los amigos no se acuestan!
No me podía estar pasando eso. ¿Acaso no había sido ella quien había propiciado la
charla? ¿Por qué me decía una cosa y luego hacía otra? ¿Por qué razón me había dejado
hablar hasta el final como un estúpido?
Le pregunté todas esas cosas, pero ella no encontró respuesta.
—Carla, estoy en calzoncillos y en tu cama. Esto no es de amigos.
—No importa. Hablar de otras no es de amantes y sin embargo lo hiciste. No sabés
tratar a las mujeres.
Me enojé. Tenía razón.
—¿Qué hubiese pasado si yo te hablaba de otros mientras vos me hacías masajes?
—¡Yo no te hubiese hecho masajes! ¡Soy un inútil con las manos!
—¡Me di cuenta por cómo acariciás!
Traté de ignorar su agresión.
—Me refiero a que yo no te hubiese hecho masajes porque no hubiese soportado la
tentación de tenerte desnuda frente de mí y no hacer nada. Además, vos también hablaste de
tu expareja.
Empezó a recoger mi ropa.
—Es distinto. —Para las mujeres siempre es distinto—. Además, yo no te hablé
tanto. Si hubiese hablado tanto como vos, te habría molestado.
—No, para nada. No me hubiese molestado en absoluto.
No mentía, me hubiese importado tres cuernos. Nos quedamos en silencio unos
segundos. Ella, no sé por qué. Yo, esperando que ocurriera un milagro. Por fin, hablé yo:
—Bueno, Carla. Vamos. No podés dejarme así.
—¿Así cómo?
—¡Así!
Abrí las manos y con la mirada señalé mi entrepierna.
—Mirá, yo no soy una puta. Yo no tengo que hacerte un servicio…
La interrumpí, colérico, aún con el miembro milagrosamente parado:
—Mirá. Soy un tipo maduro. No voy a discutir. Ayudame a terminar de alguna
manera y listo.
Carla me miró espantada.
—Es un segundo. Te arrodillás y listo. Yo hago todo el trabajo.
Me miró más espantada y con asco.
—¡Dale, por favor! Te aviso cuando voy a terminar.
—¡Andate de mi casa!
Se enojó. Dejó de ser naturalista y budista. Era un monje Shaolin que comía carne
cruda.
—¡Bueno, che, no es para tanto!
—Santiago, me siento incómoda. Te pido, por favor, que te vayas.
—Me ayudás un poco con la mano y listo. Dale.
—Tomá tu ropa.
—¡Dale, por favor, no seas mala!
Me acerqué a ella apuntándola con mi miembro como quien empuña una espada.
—¡Sos un asco! —Se puso de pie—. ¡Andate, por favor!
—¡Dale!
Quise agarrarle la mano, pero se zafó.
—¡Andate!
Me gritó. Yo suspiré resignado y comencé a vestirme.
—¡La verdad es que sos una loca!
—Andate o llamo a la policía.
No podía calzarme los pantalones. Estaban al revés y no podía darlos vuelta. ¿Por
qué vestirme era tan difícil cuando desvestirme había sido tan fácil y en vano? ¿Por qué me
pasaba esto?
—¡Si a la policía le cuento que me hiciste masajes para después dejarme así, te meten presa
a vos por histérica!
—Sos un estúpido. Das lástima.
No me dolió lo que me dijo. Tenía razón. Eran dos cosas que yo ya sabía: soy un
estúpido y doy lástima. Pero lo reconozco. Y precisamente allí es donde radica mi entereza
en momentos como ese. Una vez que nos rebajamos ante una mujer, no volvemos a hablarle
con miedo a ninguna otra. Insistir. Suplicar. Embaucar. Mentir. Ya no es un problema. Es un
recurso. Para cuando terminé de vestirme, Carla me esperaba en la entrada con la puerta
abierta invitándome a retirarme.
—Tomá. Llevate este vino pedorro que trajiste. Podés tomártelo vos solo para
envenenarte. O llamar a alguna de tus ex, así se envenenan juntos.
Agarré la botella de vino y salí. Recién al ver la botella caí en la cuenta de que el
vino que habíamos bebido no era el que yo había llevado. No fue necesario decir adiós.
Debían ser las cuatro de la mañana. Era jueves, hacía frío y el barrio estaba desierto. Me
sentí solo. Caminé algunas cuadras perdido. Pensé en ir a la casa de Laura —mi casa—,
pero temí encontrarla casada con otro. También pensé en ir a lo de Mariana para mearle la
puerta, pero entendí que eso hubiese sido sumarle un nuevo problema a mi existencia
palurda. En una esquina, me abracé a un árbol e hice pis durante un rato. El sonido del
líquido golpeando la corteza me fascinaba. Me salpiqué las zapatillas, pero no me importó.
Luego, abrí como pude la botella de vino y comencé a tomarla del pico mientras caminaba.
—Qué vino de mierda que me recomendaste, Marcos, la concha de tu hermana —
dije en voz alta, hablando solo. Igual lo seguí tomando.
A las pocas cuadras, revisé mis bolsillos y comprobé que me quedaban unos pocos
pesos. Tenía dos opciones: o bien me tomaba un taxi y me iba casa, o caminaba hasta un
prostíbulo que conocía y me gastaba allí toda la plata. A las cinco cuadras, luego de caminar
indeciso, resolví parar un taxi y volver. Deseé estar en mi sillón, viendo mi tele, tomando
cerveza y masturbándome para no necesitar a nadie. Masturbarse es ser independiente,
pensé. No tenía que llamar a nadie.
A las pocas semanas, volví con Laura. A ella la necesitaba de mil maneras distintas.
CAPÍTULO 4
Zapatos chinos
“No te van a entrar”, le dije, pero ella no me escuchó —o fingió que no me
escuchaba—, y de todas formas volvió a sacarlos de la caja y los puso en el suelo, y los
midió nuevamente con sus zapatos: eran claramente más chicos, pero ella estaba negada:
—Se ven casi iguales —me dijo.
—No se ven casi iguales, Laura. Se ven más chicos. Cualquier ser humano con
funciones cerebrales más o menos estables se daría cuenta.
Yo estaba apurado, me quería ir.
—No entendés nada, Santiago. Parecen más chicos porque son chinos, pero por
dentro son iguales.
—¡Lo que decís es físicamente imposible; si son chicos por afuera son chicos por
dentro!
Tenía la impresión de que no me escuchaba. Daba lo mismo que yo estuviese allí o
no, pues ella había visto ese par de zapatos desde la calle y había entrado al local para
probarlos, hipnotizada. Yo, desde luego, había entrado atrás de ella, arrastrado por el
torbellino autoritario de su dispendio caprichoso. Pero así eran las cosas, y así las aceptaba.
Después de todo, ya estaba acostumbrado, pues era cuestión de que le pidiera que me
acompañase a comprar algo (cualquier cosa, lo que fuere, un libro, un cuaderno, un DVD,
un jean, o una caja de preservativos, lo que sea), para que ella en cada rincón de la maldita
ciudad encontrase una prenda de ropa que la sedujese.
Y esta vez, por desgracia, nada había sido distinto. A la noche teníamos el festejo
del cumpleaños de una de sus amigas y se nos había ocurrido regalarle un CD o DVD
musical. Así que eso hicimos, recorrimos un par de disquerías, encontramos lo que
buscábamos —un Grandes éxitos de Neil Young—, y decidimos volver a casa. Pero cuando
estábamos por hacerlo, nos acordamos que estábamos a muy pocas cuadras del barrio
chino, y decidimos visitarlo. Siempre es un paseo obligado.
—Lo único que te pido es que no tardemos mucho, Laura, porque tengo que
entregar un trabajo antes de las siete de la tarde.
—Si no querés, no vamos —me dijo, aunque yo sabía que no lo decía en serio.
—No, está bien. Vamos, pero no perdamos mucho tiempo.
—Okey.
Fuimos. Caminamos por Cabildo hasta Olazábal y desde allí caminamos hasta
Arribeños. Era un buen paseo. Las calles arboladas y los edificios filtraban el sol, y a mí me
agradaba pasar por la puerta del consultorio de mi psicólogo. Además de que, por supuesto,
evitábamos la avenida Juramento, que siempre era un caos de gente.
Una vez en el barrio, entramos a algunos supermercados para comprar fideos de
arroz y sahumerios, cosas que por nuestro barrio no conseguíamos —al menos no de la
misma calidad—, y emprendimos la vuelta.
Cuando ya estábamos llegando al final del recorrido, para mi desdicha, pasamos por
la puerta de uno de esos típicos bazares chinos donde venden absolutamente de todo, desde
juguetes hasta ropa, pasando por vajilla y pequeños muebles. Y, obviamente, entramos:
Laura había sido atraída por un par de zapatos.
Eran unos zapatos muy bonitos. Azules, sin taco, con detalles brillantes en plateado
y figuras bordadas. Parecían más bien unas alpargatas elegantes que otra cosa, lo que las
mujeres suelen llamar “chatitas”. A mí me gustaron. Me parecían refinados, pero era
evidente que serían muy caros.
—¿Cuánto cuestan los zapatos que están en vidriera? —preguntó Laura a la chica
no china que atendía.
—¿Cuáles, señora?
—Los azules chiquititos.
—A ver.
La chica se fue a fijar.
—¿Te dijo “señora”? —le pregunté a Laura por lo bajo. Ella me copió el tono.
—Sí, ¿viste? ¡Qué pendeja desubicada!
—¿Pendeja? Si debe tener tres o cuatro años menos que nosotros.
—¡No importa!
—Será que vos te ves más grande... O que ella es retrasada. Un año humano es
medio de ellos. Como los perros, pero al revés.
—¡No seas pelotudo! No jodas con esas cosas.
—¡Es un chiste!
—Ya sé que es un chiste, pero igual.
A Laura no le gustaban mis chistes. O, mejor dicho, le causaban gracia, pero cuando
caía en la cuenta de que se estaba riendo de algo políticamente incorrecto, se anulaba.
—Vos sos peor que yo. Porque yo digo el chiste buscando tu risa. Es una causa
noble: hacerte feliz, pero vos te querés reír y te ponés seria para regañarme. Me usás como
monigote... Ahí viene la retrasada.
—Shhhh —me calló Laura, temiendo que la vendedora me escuchara. Eso era lo
que más me divertía: ponerla incómoda.
—Sesenta pesos, señora.
—¿Sesenta pesos? —me sorprendí yo—. Llevate tres pares. Son muy baratos.
Laura enmudeció. Por un segundo, su rostro se cubrió con una sonrisa fantástica.
Una sonrisa que no era solo el simple acto de mostrar sus dientes, sino un espasmo
maravilloso que arrugaba su nariz, achinaba sus ojos —para no desencajar con el escenario
— y los volvía luminosos, llenos de un brillo puro. Una sonrisa que alzaba sus pómulos y
que era todo eso a la vez; su brillo, sus dientes, su alegría, su esperanza y sus sueños, mi
amor, el amor con que yo la veía, la pugna constante contra las miserias del mundo, contra
nuestras propias miserias, el sol que calma el frío tras la madrugada solitaria; eso. Todo
aquello que yo pude ver en un segundo, como un testigo fascinado, atesorándolo para
siempre en mi memoria.
—¿Podría probarlos?
—Sí, ya se los traigo —dijo la vendedora y se volvió a ir, pero esta vez, hacia el
fondo del local.
—Son muy lindos, ¿no?
—¡Sí, muy lindos! ¡Y baratos!
Laura estaba entusiasmada.
—¿Te diste cuenta de que te trata de usted?
—¡Callate, Santiago! Está trabajando la pobre chica.
Me callé. Estaba aburrido, apurado. Quería irme a casa y sacarme de encima ese
texto que me habían encargado. Nada especial, una columna humorística que publicaba en
un periódico, pero debía terminarlo. Así que, para combatir un poco mi aburrimiento, y
sabiendo que me esperaban al menos quince minutos más dentro de ese negocio de baratas,
me fui a recorrer los estantes con la esperanza de encontrar algo me que divirtiera. Laura se
había sentado y esperaba ansiosa.
Miraba los objetos como si estuviese atontado. Eran tantos y tan variados que con la
vista quería abarcarlos a todos a la vez. Intentaba enfocar la vista en uno, pero de inmediato
otro se aparecía en el horizonte, y miraba ese. Y cuando me enfocaba en ese, otro asomaba
en el horizonte. Era exactamente lo mismo que me sucedía con las mujeres, y que con
Laura había logrado controlar aunque sea un poco. Hasta que, de pronto, un objeto
fascinante apareció (mi objeto fascinante): un Keith Richards de treinta centímetros, que,
cuando lo toqué —pues no pude hacer más que tocarlo para comprobar si era real—,
comenzó a moverse al ritmo de “Satisfaction”.
—Ni se te ocurra —me dijo Laura, que evidentemente reconocía en mi cara la
expresión misma del deseo insostenible.
—No lo quiero comprar —mentí yo, despertándome de mi embrujo.
—Te conozco, Santiago. ¿Cuánto sale?
—No sale caro.
—¿Cuánto?
—Ciento veinte pesos.
—No te creo. Eso vale más.
—Bueno, doscientos.
—No me mientas, Santiago. Siempre hacés lo mismo. Me decís que las cosas son
mucho más baratas y cuando veo el resumen de la tarjeta me doy cuenta de la mentira.
—Okey, sale trescientos. ¡Pero es increíble! ¡Hace luces y baila, y tiene un cigarrillo
en la boca!
—¡No te lo vas a comprar!
—¡No me lo voy a comprar! ¡Solo lo estoy deseando con el corazón en la mano!
—No seas exagerado, nene. Parecés un chico de cinco años.
Por suerte, la vendedora apareció y me quitó el protagonismo.
—No me quedan más, señora.
Laura se sorprendió.
—¿Cómo que no te quedan más? ¿Y los de la vidriera?
—Son talle treinta y ocho, no creo que le entren.
La expresión de Laura cambió; me miró de reojo y me dio a entender que, si la
vendedora había querido decir que ella tenía los pies grandes, iba a matarla en ese preciso
instante. De todos modos, se contuvo, y se los volvió a pedir amablemente.
—Bueno, me gustaría verlos igual. Con probar no pierdo nada.
—Muy bien. Enseguida se los traigo.
Yo miré por última vez a mi querido Keith Richards y me acerqué a Laura. Sabía
que necesitaría apoyo.
—¿Esta hija de puta me quiso decir que tengo los pies grandes?
Volvíamos a hablar en secreto.
—No sé. Puede que los zapatos sean chicos en serio, y no te van a entrar.
—¿Vos me estás cargando? ¿Estás del lado de ella?
Me asusté.
—No, Laura. Solo estoy tratando de ser razonable.
—Vas a ver cómo me entran.
—¿Cuánto calzás vos?
—¡Qué te importa!
—Sí me importa, Laura. ¿Cuánto calzás?
—¡No te voy a decir!
—Es que no quiero que te enojes, pero soy tu pareja y no te voy a mentir: tenés los
pies un poco grandes.
Laura me miró fijo, con una cara que hubiese asustado al más temerario de los
pistoleros de los barrios bajos. Entendí que había tocado un punto sensible.
—¡No digas estupideces! Además vivimos juntos hace como dos años y no sabés
cuánto calzo. Muy desatento de tu parte.
—¡Nadie sabe cuánto calza la pareja, Laura!
—¡Yo sí, vos calzás cuarenta y uno!
—Okey, me callo entonces.
La vendedora volvió a aparecer, esta vez, con los zapatos en la mano.
—Tome.
—Gracias.
Lo que sucedió a continuación fue un romance o, más bien, un análisis de calidad
lleno de pasiones, pues los zapatos llegaron y ella se paró para recibirlos; no se merecían
menos. De modo que los tomó con sus dos manos —a los dos juntos— como si recibiese a
la criatura más dulce y frágil que sus manos habían sentido —como si fuesen un bebé
recién nacido—, y con cuidado se sentó de nuevo y los sacó de la caja y los apoyó en el
piso, al lado de sus pies. Los miró (detenidamente), los comparó en tamaño (color, textura,
elasticidad, brillo), y volvió a levantar uno (el derecho). Lo volvió a mirar de cerca, más
cerca que antes, como un gemólogo experto que examina la presunta piedra más preciosa
de la galaxia. Y lo miró de frente, de costado, de atrás, lo dio vuelta para un lado y para
otro. Lo volteó para verle la suela, le observó nuevamente la punta, lo tocó para comprobar
si era fuerte y le dio un golpecito, dos, tres, cuatro: escuchó el ruido y lo volvió a depositar
en el suelo.
—Parecen buenos —dijo e hizo lo mismo con el izquierdo. Cuando terminó, volvió
a meterlos a la caja, como si estos —bebé que no sobrevive aún fuera de su incubadora—
fuesen a dañarse. Así que se quitó los suyos y se dispuso a probárselos.
—No te van entrar —le dije, pero ella no me escuchó, o fingió que no me
escuchaba, y de todas formas volvió a sacarlos de la caja y los puso en el suelo, y los midió
nuevamente con sus zapatos: eran claramente más chicos, pero ella estaba negada:
—Se ven casi iguales —me dijo.
—No se ven casi iguales, Laura. Se ven más chicos. Cualquier ser humano con
funciones cerebrales más o menos estables se daría cuenta.
Yo estaba apurado, me quería ir.
—No entendés nada, Santiago. Parecen más chicos porque son chinos, pero por
dentro son iguales.
—¡Lo que decís es físicamente imposible; si son chicos por afuera, son chicos por
dentro!
No me respondió, siguió mirándolos, pensativa. La chica que nos atendía la miraba
a ella, me miraba a mí, no entendía si debía quedarse o retirarse y dejarnos tranquilos.
Hasta que, por fin, Laura largó:
—Las chinas tienen los pies como teteritas, por eso parecen un número menos.
Fue la frase más ingeniosa, evasiva, poética y esperanzadora que le escuché decir.
Lo hacía parecer lógico: como las chinas tenían los pies chicos (como teteritas), construían
para ella zapatos chicos (como teteritas), que, si bien por dentro eran grandes, por fuera
parecían un número menos para aquellas mujeres de pies normales.
Así que, luego de su proclama, Laura tomó uno de los zapatos —el izquierdo— e
intentó ponérselo; no le fue fácil. Hizo fuerza, movió el pie para un lado y para el otro, lo
torció, intentó achicarlo, modificar su forma, hasta que por fin logró meter solo la punta, e
intentó acomodar los dedos, para que estos fuesen abriéndose paso por sí solos, como
pequeños mineros que con sus casquitos con linternas van explorando una caverna.
—La veo difícil —sentencié. Pero ella me dijo que me callara y que esperara.
—¿Segura que son su talle, señora? Me parece que son un poco chicos.
—Sí, gracias —le respondió Laura, con una sonrisa falsa—. Cualquier cosa te
avisamos.
—Pero mire que el lunes llegan más talles de ese modelo.
—No, está bien. Estos me quedan.
—¿Segura, Laura? —pregunté yo con algo de temor.
—¡Sí, Santiago, me quedan, solo hay que estirarlos un poco!
—Ese es el problema, Laura. —Me acerqué y le dije en voz baja—: Si los seguís
estirando, se van a romper.
—¡No se van a romper —me respondió ella en tono vehemente—, todos los zapatos
necesitan estirarse cuando son nuevos!
—Bueno, okey. Yo decía nomás.
Supe que estaba empecinada en comprarlos, costase lo que costase. Así que me hice
a un lado y la dejé que siguiera sola. A esta altura, la vendedora había vuelto a la caja y
Laura podía dedicarse pura y exclusivamente a calzarse el zapato sin ser molestada por
nadie.
—Solo falta que entre el talón, nada más —me dijo en voz alta. Aunque hubiese
dado lo mismo que me hablase a mí o a cualquier ser humano u objeto medianamente
animado que pasase por su lado; se hablaba a ella misma.
—Si vos lo decís —le respondí yo a la distancia, y me volví a acercar a mi querido
Keith Richards, que ya se había callado, pero que esperaba ansioso a que yo lo volviese a
tocar para deleitarme nuevamente con su acto. Eso hice; le di un golpecito y él comenzó a
moverse, esta vez, al ritmo del riff de “Jumpin Jack Flash”. Laura no volteó la cabeza para
mirarme, estaba concentrada en lo suyo.
Me dio ternura verla así; algo agitada, con el pelo sobre la cara, luchando por meter
el talón —única parte de su pie que le quedaba afuera— dentro de ese pequeño zapato.
Tenía parte de la lengua afuera, y un ojo entrecerrado. La misma expresión de afán
minucioso que adoptan las personas cuando enhebran una aguja.
Hasta que, por fin, estirando la parte trasera del zapato lo más posible, logró
meterlo. Ya todo su pie estaba adentro del zapato. Probó que podía usarlo. No solo a mí,
sino también a la vendedora, y sobre todo, a ella.
—Listo —me dijo—, los llevo.
Y se puso de pie y pisó fuerte unas cuantas veces, para terminar de encajarlo o bien
para probar que con esa suerte de escarpín podría movilizarse sin padecer lesiones graves.
Pagamos y nos fuimos.

A la noche tuve que volver a esperarla. Luego de terminar el texto que debía
entregar, me di una ducha y me vestí para la fiesta; una camisa negra, un jean clásico y unas
zapatillas al tono, cómodas, livianas. En quince minutos, incluyendo baño y peinado, estaba
listo. Laura, por supuesto, tardó mucho más. De modo que encendí el equipo de música y
me senté en el sillón a esperar.
—Laura, tengo hambre. Si seguís tardando, vamos a llegar para cuando ya se hayan
comido todo.
—Ya voy, nene, ya voy —me gritó desde el cuarto. Se escuchaba el ruido de cajones
abriéndose y cerrándose, las puertas del placard sufriendo el mismo embate vacilante.
Laura no sabía qué ponerse.
—¡Ponete cualquier cosa, amor! Todo te queda estupendo.
—¡No me jodas, ya termino!
—¡Es imposible que ya termines, si hace solo cuarenta y cinco minutos que
empezaste a vestirte!
—¡Bueno, nene, quiero estar linda! Además, llegamos en diez minutos. Es acá a un
par de cuadras.
—Eso espero. Vos siempre estás hermosa.
Laura se apareció en el living como un artista que encara el escenario y se exhibe
ante su público, con los mismos nervios y la misma exigencia de aprobación. Tenía puesto
un kimono azul ceñido al cuerpo, de la misma tela centelleante que sus nuevos zapatos y
nada más. Yo me quedé mirándola embobado, sin decir nada, viéndola hermosa pero algo
ridícula. Hermosa y fresca de todos modos.
—¿Te gusta cómo me queda o no? —preguntó de nuevo.
—Sí, sí, me gusta —dije yo, evidentemente no con la suficiente seguridad como
para hacerla sentir la mujer más hermosa del mundo.
—¿Qué? No te gusta, decime la verdad, ¡estoy ridícula!
—No, no, mi amor, estás hermosa. En serio, no estás ridícula.
—¿De verdad?
—Sí, mi amor. Te lo juro.
Y me quedé sonriendo, contemplándola con los ojos llenos de amor. Disfrutando de
cómo ella, inocente y a la vez perfumada de sensualidad, se observaba y se miraba en el
espejo que estaba al costado del sillón, recorriéndose con las manos la figura ajustada por el
vestido.
—Me gusta, solo que es un poco... No sé, alternativo.
Ella dio un taconazo en el suelo (taconazo que fue sin tacos ya que aún estaba
descalza) y completó su acting de compañerita de jardín de infantes haciendo puchero y
golpeando el aire del costado de su cadera con los puños cerrados. Y dijo:
—¿Ves que no te gusta cómo me queda? Estoy horrible, así no voy a ningún lado.
Y se cruzó de brazos.
—Sí que me gusta, amor. Solo que me parece un poco jugado. Y te conozco; te vas a
empezar a sentir incómoda a la mitad de la noche y nos vamos a tener que volver.
—No, no te gusta. Ahora me voy a vestir como puta así te da vergüenza estar
conmigo.
—Sabés que eso no me molestaría nunca. Al contrario, me haría sentir más hombre:
si pago, soy el que exijo. ¡Capitalismo puro! ¡Garchitalismo!
—Sos un pelotudo —me dijo sonriendo y volvió al cuarto. Yo, sin levantarme del
sillón, apagué el equipo de música y prendí la tele. Comencé a hacer zapping.
—Estás hermosa, en serio, pero ¿podés terminar de vestirte de una buena vez que
me muero de hambre?
—Ay, nene, siempre pensando en comer, vos.
—¡Y vos siempre tardando tan poco!
—¡Ya voy!
Me detuve en el canal de deportes; pasaban la pelea de dos boxeadores mexicanos,
peso welter, que parecían no querer pegarse.
—¡Dale, che! En serio. Sí seguís boludeando con la ropa, me pongo a ver la pelea y
no voy nada.
—Bueno, no vayas.
La pelea era aburrida, así que tomé un DVD de la biblioteca —el disco uno de la
tercera temporada de Californication—, y lo puse.
—Dale, terminá de cambiarte, haceme caso. —Salté los avances y publicidades y
pasé directamente al menú del disco: en lugar de aparecer Hank Moody con toda su
genialidad, apareció Beyonce con su música insoportable; otra vez Laura había mezclado
los discos—. Estás preciosa, hermosa. Creo que si no estuviese en pareja con vos y te veo
por la calle, intentaría levantarte. Aun si me dieses la impresión de no hablar una palabra en
castellano y yo no supiera hablar en chino.
—¡Callate, me estás mintiendo!
—No, de verdad, te digo en serio.
Cambió su tono y apareció —en bombacha y corpiño— por la puerta.
—¿En serio no me estás mintiendo?
—No, mi amor, obvio que no, estás linda en serio.
Era verdad, estaba linda, y hacer chistes era mi forma de festejarlo.
—Bueno —dijo ella entusiasmada—, entonces me voy a poner los zapatos a ver
cómo me quedan, y si hacen juego con el vestido y la cartera, vamos.
—Yo diría que te quedes en bombacha y corpiño, y que nos metamos al cuarto a
revolcarnos entre toda tu ropa desparramada —le dije mientras la abrazaba y la llevaba
hasta la pieza.

A las dos horas llegamos a la fiesta. Lo primero que hice después de saludar a la
homenajeada de la noche —una contadora que había sido compañera de Laura en la escuela
primaria— fue dirigirme hacia la mesa donde estaba la comida. Por suerte, quedaban unos
cuantos sandwiches de miga y algunos snacks y, desde luego, cerveza. Lo suficiente como
para entretenerme toda la noche.
La casa era grande, tenía pileta y tanto el patio como el interior estaban repletos de
gente. A excepción de la cumpleañera y su marido —y a excepción de Laura, por supuesto
—, no conocía a nadie. Eso me tranquilizó; no tendría que charlar con nadie, no tendría que
soportar charlas del tipo: “¿Qué andás haciendo? ¿Qué es de tu vida? ¿Estás escribiendo
algo? ¿Para cuándo otro libro? Si yo te contara las cosas que hice con las minas, sacarías un
libro nuevo”. Y ese tipo de basuras que siempre ocurrían. Me quedaría toda la noche
pegado a Laura, o bien, pegado a la mesa de las cervezas bebiendo y comiendo.
—Santiago Apenak.
Escuché una voz detrás de mí. Era la voz de una mujer. La reconocí, me resultó
conocida, pero no pude identificar de quién era. No lograba asociar el tono con una cara.
Temí que fuese alguna mujer con la que me había acostado a espaldas de Laura. O alguna
vieja amante que no había llamado nunca para una segunda cita. Así que, sin más,
enfrentando mi destino como un guerrero de las relaciones amorosas, me di vuelta y la vi:
era peor de lo que imaginaba, pues ella traía consigo una gran carga emocional, ya no tanto
para mí, sino para Laura: era Mariana, aquella exnovia que me había abandonado diciendo
que yo carecía de todo lo necesario para formar un proyecto de pareja serio, y a quien yo le
había dedicado entero —de principio a fin, frase por frase— mi primer libro. Una especie
de karma literario para mí (pues durante un largo tiempo había trabajado en una novela
basada en nuestra historia), y un temido fantasma para Laura (justamente por lo mismo). La
reconocí enseguida, estaba preciosa.
—¡Mariana! ¡No lo puedo creer!
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—Bien. ¿Vos?
—¡Bien, muy bien! Acá, festejando el cumpleaños de Melina. Como vos, supongo.
Sorbí un trago largo de cerveza y encendí un cigarrillo, me esperaba una noche
larga. Mariana estaba igual, o más que igual, conservaba la belleza que había tenido cuando
fuimos pareja, pero con el agregado de los años, que le habían aportado fuerza, firmeza y
elegancia. Desde luego, seguía con sus rulos color trigo y sus ojos más celestes que nunca,
además de un culo que se notaba bueno con solo verla desde adelante. Se la veía como toda
una mujer.
—Así es, la vine a acompañar a Laura, mi novia. —Señalé a Laura, que estaba del
otro lado de la sala charlando con un grupo de personas.
—Mirá qué bueno. Yo vine con Sergio, mi marido. —Intentó señalarlo, lo buscó con
la mirada, alzó la cabeza para ver por encima de las personas que estaban cerca de nosotros
—. Bueno, no lo encuentro. Debe haber salido a comprar más cervezas. Meli le dijo que ya
se estaban acabando las provisiones.
—Yo voy a exigir mis raciones. Así que mejor que sobre.
Ella rió. Tenía los dientes perfectos, blancos. Me acordé de ella arrodillada y yo
desarmándome en su boca, con los pantalones apenas bajos por si volvían sus padres y
había que subirlos de pronto.
—Muy linda tu novia.
—Sí, la verdad que sí. A veces me asombro de cómo terminó con un idiota como yo.
—Bueno, lo físico no es lo más importante.
Era el piropo más insultante que me habían hecho.
—No, supongo que no. Pero importa.
Se hizo un silencio incómodo, ella miró su teléfono. Yo volví a tomar otro trago de
cerveza. Finalmente, me preguntó lo que seguramente la había impulsado a acercarse a
hablarme:
—¿Che, y qué hacés por acá?
Recordé que ella no sabía que yo, luego de separarme de ella, prácticamente no
había salido del barrio.
—Vivo en el barrio hace como dos años.
—Ah, mirá vos.
—Sí, Laura nació en el barrio. Vivió acá toda su vida. Y cuando nos fuimos a vivir
juntos decidimos que su departamento era más apropiado que el mío. Así que me mudé para
acá.
—Claro, ahora entiendo.
Tomé otro trago largo y se acabó la botella, así que me serví otra, era la tercera
botellita de la noche.
—¿Y, vos, cómo llegaste?
—Sergio es amigo del hermano de Meli. —Volvió a mirar el celular—. Y bueno,
por esas cosas, acá estamos.
De pronto, perdí de vista a Laura. Hice una recorrida con la mirada, pero no logré
encontrarla, debía estar buscándome. ¿Quería que me encontrase con Mariana? ¿Debía
decírselo? Si bien su problema de celos con el personaje de mi novela ya estaba de algún
modo resuelto —un poco porque se podría decir que lo había entendido, y otro tanto porque
yo había dejado la novela de lado—, contarle de su presencia podría ser un riesgo. Por
suerte, Sergio llegó a tiempo y resolvió mi dilema.
—Me parece que ahí llegó Sergio, voy a buscarlo para que no se preocupe.
—Dale, buenísimo.
—Después charlamos otro rato.
—¡Encantado! —le dije y ella siguió su rumbo. La miré irse: seguía teniendo el
mismo culo, impagable, aunque me molestó un poco que se hubiera acercado a hablarme
solo para averiguar qué estaba haciendo yo en esa fiesta.
Caminé entre la gente buscando a Laura o a algunas de las personas que charlaban
con ella. Recorrí la sala, pero no la vi. Me fui al patio, a la terraza y, sin tener éxito, volví a
la sala para ir al baño, las cervezas estaban haciendo efecto. Cuando estaba por abrir la
puerta, salió ella:
—¡Acá estás, amor, te estaba buscando!
—Estaba en el living charlado con los chicos.
—Sí, te vi, pero después te perdí de vista.
Se me acercó, me olfateó la boca.
—¿Vos estuviste fumando?
—No.
—¡Santiago, no me mientas!
—Bueno, sí. Un pucho.
—¿Te pasó algo?
—No, ¿por?
—Porque cada vez que fumás es porque te pones nervioso.
Por suerte, un tipo se nos acercó y nos preguntó si íbamos a pasar al baño. Yo
aproveché para cortar la conversación y le dije que sí.
—Esperame —le dije a Laura y me metí en el baño. Tenía que irme de ahí,
realmente no tenía ganas de que Laura se cruzase con Mariana. Sería un riesgo; Laura
podría reaccionar indiferentemente, o bien, armarme una escena de celos injustificada.
Tenía que pensar en algo. De momento meé —un chorro largo y amarillo—, me sequé la
punta de la verga con papel higiénico, por si me quedaba alguna gotita, me lavé las manos y
salí.
—¿A vos te pasa algo? —le pregunté mientras íbamos al encuentro de sus amigos.
—Estoy un poco incómoda.
—¿Incómoda? ¿Por?
—Por el vestido. Es un poco raro. Y están todas vestidas de forma más sencilla, me
da un poco de vergüenza.
—Estás hermosa, amor. No te hagas la cabeza.
—Es que me siento observada.
—Nadie te observa, Laura, son ideas tuyas. No hinches.
—No, las minas nos fijamos en esas cosas. Si yo viese una mina con este vestido, la
miraría y la criticaría.
¿Era un chiste lo que me decía? Si sabía que otras mujeres iban a mirarla y a
criticarla, ¿para qué se lo había puesto? Se lo pregunté:
—¿Y para qué te lo pusiste, Laura? Te dije que te ibas a sentir incómoda.
—¡Ya sé! No es necesario que me lo recuerdes.
Se me ocurrió que esa era una buena excusa para irnos a casa.
—Si querés, nos vamos a casa. La estoy pasando bien, hay mucha cerveza, pero
sería capaz de irme por vos.
Laura me miró extrañada.
—Pero si vos no tenías ganas de venir.
—Bueno, por eso.
—¿No me acabás de decir que la estás pasando bien?
—La estoy pasando bien, pero no tanto como podría pasarla en casa a solas con vos,
sacándote ese vestido... o haciendo kung fu.
La abracé y le di un beso intentando frenarla.
—Sos un tarado, no me cargues. Y dejame caminar que allá están los chicos.
Llegamos a donde estaban sus excompañeros de primaria. Cuatro en total, dos
mujeres y dos varones. Una de ellas estaba bastante bien, la otra no era mi tipo. Los varones
parecían tipos normales. Saludé a todos con un justo y necesario “hola”, se hicieron las
debidas presentaciones y nos quedamos charlando, mejor dicho, me quedé escuchando lo
que ellos hablaban, mientras yo me tomaba otra cerveza y sonreía con cara de idiota. No
tenía ganas de sociabilizar. Quería evitar las molestas indagaciones sobre mi persona, mi
profesión, etcétera, pero parecía que lo atraía:
—Me gustó mucho algo tuyo que leí el otro día —dijo la que no era linda de las dos.
—Gracias. ¿Eran malas palabras por parte de Laura dedicadas a mi persona en una
conversación de Facebook?
Se rió.
—No, era un cuento tuyo que publicaste en el blog de la revista All Rigth.
—¿En serio? Qué bueno. Me alegro.
—El del escritor que se termina acostando con la madre y con la hija.
—Ah, me acuerdo. Bueno, es que yo no hago más que escribir sobre los grandes
temas de la vida: las mujeres, el sexo... Bueno, creo que se me acabaron los temas —dije a
modo de chiste, todos rieron. Por suerte, en su rol de anfitriona, cuyo trabajo era recorrer
grupo por grupo para charlar y atender a cada invitado, Melina llegó al nuestro. Nos
preguntó cómo estábamos, si teníamos hambre, si la comida alcanzaba, hasta que largó una
pregunta que no tendría que haber largado:
—Che, ¿así que vos saliste con Mariana, la mujer del amigo de Pato? No sabía.
Yo la miré a Laura, que, inmediatamente, me miró a mí buscando explicaciones. Me
puse incómodo.
—Salir, salir... lo que se dice salir...
No me salían las palabras.
—Bueno, pero fue algo importante, porque me contó que le dedicaste un libro. Eso
es muy lindo.
—Disculpen —dijo Laura interrumpiendo, y me agarró del brazo y me llevó a un
lugar apartado. Comenzó a hablarme en voz baja, murmurando—: Escuchame una cosa,
Santiago; ¿hay algo que me quieras decir que no me hayas dicho?
—¿Que estás hermosa? ¿Que sos el sol de mis mañanas? ¿Que daría mi vida por vos
si así tuviese que hacerlo?
—¡Dale, no te hagas el boludo!
—¿Que Mariana está acá y yo no tenía ni la más puta idea de que iba a venir?
—¿Me estás hablando en serio? ¡No te la puedo creer!
—Creelo, en el universo Apenak todo es posible.
—¿Y qué hace acá?
—Vino a revisar un caño del baño, Laura. Es plomero durante la noche... ¿Qué va a
estar haciendo? Vino al cumpleaños.
—¡Ya sé que vino al cumpleaños! Pero me refiero a qué conexión tiene.
—¿No la escuchaste a tu amiga? Es la mujer del amigo del hermano. ¡Una
coincidencia de mierda!
—¿Por qué “de mierda”? ¿Te pone nervioso?
—No empieces...
—Ahora entiendo, por eso estabas nervioso.
—Te lo iba a decir, Laura, pero no encontré el momento.
—Está bien, la quiero conocer.
—¿Me estás cargando?
Si antes había intentado salir de allí por todos los medios para que Laura no cruzase
a Mariana, ahora, con Laura ya enterada del problema, estaba cagado. No podía dejar que
se cruzasen.
—Escuchame, Laura, yo no tengo la culpa de que la minita sea la mujer del
hermano de tu amiga. Yo no tenía ni la menor idea de que iba a estar acá. De haberlo
sabido, ni venía.
—No te estoy acusando de nada. —Estaba nerviosa, intentaba calmarse—.
Simplemente, me molesta que esta mina siga apareciendo siempre en nuestras vidas.
—Bueno, pero no es mi culpa que haya venido a esta fiesta.
—¡Sí, pero es tu culpa haberla metido entre nosotros tantas veces con tu puta novela
y tu literatura de mierda!
—¡Okey, calmate! Porque si empezamos a levantar el tono me voy a casa. No me
voy a bancar un escándalo por algo que yo no hice.
—¡Sí hiciste! No esto, pero lo que alguna vez hiciste trajo como consecuencia que
en este caso yo sintiera que estoy en presencia de un fantasma o de una mujer de quince
metros.
—Era poesía, Laura, literatura. Uno siempre exagera cuando escribe.
—Siempre hay un contenido de sentimiento, Santiago.
—¡No voy a volver a tener esta conversación! No ahora. Así que, si te parece, nos
vamos a casa y nos calmamos.
—No, quiero conocerla.
—¡Es una locura!
—¡No es una locura! Me gustaría conocerla. Quiero ver cómo es esa persona que te
tuvo tan atado a la computadora durante tanto tiempo.
—Laura, es una puta locura. Le estás dando entidad de mujer real a un personaje, y
no es así, estás mezclando las cosas. Mariana es una cosa y el personaje que basé en nuestra
relación es otra. Fantasía pura.
—La quiero conocer. O me la presentás o la busco y hago un escándalo.
Pensándolo bien, quizás sí era bueno que Laura la conociese. Después de todo, verla
cara a cara, palparla como una persona de carne y hueso, sería una forma de dejar de
idealizarla, de bajarla de ese pedestal al que la había montado mi palabrerío lacrimoso.
—Okey, vamos a buscarla —le dije. Y la tomé de la mano y comenzamos a caminar.
—Vamos a buscar unas cervezas.
—Yo no quiero.
—Son para ellos.
—¿Ellos?
—Sí, está con el marido.
Nos acercamos a la mesa de las bebidas y tomamos dos botellitas. Se me ocurrió
algo:
—Esperame acá —le dije, y destapé las botellas y me fui al baño. Estaba ocupado.
Así que busqué alguna habitación libre y me metí. Ya encerrado y con la puerta trabada, me
bebí un poco del contenido de cada una y saqué el pene y lo puse en la boca de la primera.
Hice fuerza, un chorro de pis salió con potencia y manchó un poco mi mano y el suelo, pero
enseguida lo logré controlar y emboqué el resto en el interior de la botella. Cuando ya se
estaba llenando, calculé bien mis movimientos y retiré el pene, y en un desplazamiento
rápido lo coloqué en la boca de la otra botella. Llegué a tiempo, aún me quedaba líquido,
aunque en el recorrido volví a manchar el suelo, mi mano y la botella. Cuando terminé,
tomé una campera que estaba sobre la cama y sequé mi mano y las botellitas. Y me fui en
busca de Laura y luego de Mariana.
—Fijémonos si están en el patio.
—¿Para qué fuiste al baño?
—Porque me estaba meando.
—¿Y para qué llevaste las botellas?
—Para nada. No me di cuenta de que las tenía.
—Me las hubieras dejado.
—Sí, hubiese meado más cómodo.
Empezamos a caminar hacia el patio. Cuando llegamos, miramos hacia todos lados
y los vimos. Estaban del otro lado de la pileta. Nos acercamos.
—Hola.
—¡Hola de nuevo! —dijo Mariana. Nos saludamos todos y nos presentamos.
—Laura, Mariana. Mariana, Laura. Sergio... —Me encargué de presentarlos a todos.
—Ah, cierto que vos a Sergio ya lo conocés —me dijo Mariana, refiriéndose a aquel
día en que fui a llevarle mi primer libro dedicado a ella y él también estaba.
—Les traje unas cervezas, para que vean que venimos en son de paz, ya que la
última vez que hablé con Sergio lo traté bastante mal. —Les ofrecí las cervezas, ellos
aceptaron—. Me parece que esta es una buena oportunidad para disculparme.
—No hay nada de que disculparse. Cada uno hace lo que tiene que hacer —dijo él.
—Brindo por eso —dije y alcé mi botella. Ellos, Sergio y Mariana, hicieron lo
mismo (Laura no tomaba cerveza) y bebieron un trago. Me quedé petrificado mirando sus
caras: se llevaron la botella a la boca, bebieron, se sacaron la botella de la boca y nada. Ni
una mueca. Parecía que estaban tomando agua, o bien, que tenían las papilas gustativas
quemadas.
—¿Y, cómo la están pasando? —preguntó Mariana.
—Bien —respondimos Laura y yo a la vez.
—La música, un poco molesta —agregué yo.
—Sí, tampoco es la música que más me gusta —coincidió Mariana, y se hizo un
silencio incómodo. Por suerte, teníamos las bebidas para sortear esos momentos. Y, por
suerte, la mía estaba mucho más sabrosa que las suyas. Así que, sin tener nada que decir,
los tres juntos, a la vez, bebimos un trago. Esta vez Sergio sí cambió la cara: se quitó la
cerveza de la boca, la miró, leyó la marca (Heineken) e hizo una mueca como investigando
el gusto.
—Parece que nadie se va a tirar a la pileta —dije yo mirando al resto de las personas
que estaban en el patio.
—Hace calor. No estaría mal tirarse —acotó mi víctima masculina.
—Sí, sobre todo sin ropa.
Laura me miró como diciendo: “¿De qué idiotez estás hablando?”. Mariana y Sergio
también.
—¿Qué? ¿Me van a decir que soy el único que alguna vez se desnudó en una fiesta
y se tiró al agua en bolas?
—Yo paso —dijo Sergio.
—Yo también —dijo Mariana. Laura no contestó nada. Con su mirada fue
suficiente.
—No. No me refiero a que lo hagamos ahora. Me refiero a que yo en otra época lo
hubiese hecho, y que me extraña que nadie lo esté haciendo.
—Bueno, pero ya no tenemos veinte años, hay cosas que hay que dejar de hacerlas
—me respondió mi excitante y bella exnovia. Entendí por qué ya no estaba con ella, y por
qué ella estaba con ese estúpido con cara de aburrido. Me alegré de haberles meado las
botellas.
—Sí, evidentemente, pero acá hay gente de menos de veinte también. Y yo los veo
aburridos.
—Bueno, se divierten a su manera —remató Mariana, quien, aprovechando el
nuevo silencio que se generó tras sus palabras, bebió otro trago. Sergio la siguió. Otra vez
las caras (ahora, a la cara de duda y asco que había puesto Sergio, se sumó la de Mariana).
Sergio miró nuevamente la botella como buscando una explicación, y se la llevó a la nariz y
la olió.
—Esto tiene algo raro —dijo.
—Sí, está como pegajosa la botella.
Laura me miró enojada, sospechando, como entendiendo que existía una relación
directa entre lo que yo había ido a hacer al baño y la rareza de las botellas.
—Tal cual. La mía también está pegajosa y tiene gusto raro.
—Debe ser que están un poco calientes —agregó Sergio.
—Sí, son las más frías que encontramos.
—Pero si yo recién traje cervezas frías de la calle.
—¿Sí? ¿Seguro que estaban frías? Porque estas las encontré en la mesa y eran las
más pasables de todas.
—Debe ser que Melina puso las otras en la heladera —acotó Mariana.
—Dame un poco —me dijo Laura y me pidió mi botella haciendo un gesto con la
mano.
—Pero si vos no tomás cerveza —le respondí.
—Sí que tomo. No tanto como vos, pero una vez cada tanto tomo.
—¡No, esta es mía!
—¡Dame un poco de cerveza!
Comenzamos a forcejear. Sergio y Mariana nos miraban extrañados.
—¡Laura, esta es mi cerveza, si vos querés, andá a buscarte!
Si Laura bebía de mi cerveza, comprobaría que a las botellas de nuestros dos
interlocutores les había puesto algo. No podía dejar que la bebiera.
—¡Dame un poco! Para probar.
—¡No, Laura!
—¡Pero dale un poco, che, no seas amarrete! —acotó Sergio.
—¡No te metas! Esto es una discusión de pareja. Es mi cerveza, mi patrimonio. Las
botellitas individuales no se comparten. ¡Son individuales!
Seguíamos forcejeando.
—¡No seas chiquilín, Santiago! Dejámela probar.
—¡No, Laura!
—Bueno, tomá un poco de la mía —dijo Mariana, y le alcanzó su botella.
—¡No, Laura, no tomes!
Mariana y Sergio se sorprendieron ante mi reacción.
—¿Por qué no? —me respondió y se llevó lentamente la botella a la boca.
—¡No, Laura, es la botella de Mariana! —dije y en un movimiento torpe, que
pretendió ser certero y efectivo para intentar sacarle la botella, se la arrebaté de la mano y la
arrojé al suelo. Esta estalló en mil pedazos salpicando todo de cerveza y meo.
—¡Sos un hijo de puta! Fuiste al baño a mearles las botellas —me gritó Laura.
—¿Cómo que nos measte las botellas? —se sorprendió Sergio.
—Yo no te la puedo creer.
—¡Sí, el muy hijo de puta se metió en el baño y les meó las botellas! —me delató
Laura.
—¡Sos un enfermo! —me gritó Mariana, en tanto que Sergio se me tiró encima para
intentar golpearme. Todos gritaban, Laura, Sergio, Mariana. Las personas que estaban a
nuestro alrededor comenzaron a acercarse.
—¡Sos un hijo de puta, Santiago! ¡Les measte las botellas porque sos un resentido,
nunca pudiste aceptar que ella te dejara! —me gritaba Laura, mientras se alejaba
caminando hacia atrás y comenzaban a caerle lágrimas.
—¡Laura, no es lo que vos pensás, la puta madre!
Sergio me golpeó la cara y me arrojó hacia atrás, casi caigo a la pileta. Pero de
inmediato pude reacomodarme y le devolví el golpe. Sergio se agarró la cara, de modo que
aproveché para tomarlo de la ropa y empujarlo a la pileta.
—¡Enfermo de mierda! ¡Resentido! ¡No sabe nadar, sacalo! ¡Hijo de puta, no me
arrepiento de haberte dejado! ¡Vos no sos normal, sos un misántropo! ¡Por eso dejaste de
gustarme; estar con vos es una montaña rusa!
Mariana me gritaba en la cara. Se había puesto colorada. Hasta enojada era linda.
—¿No sabe nadar? ¡Sacalo vos, zorra! —le respondí y la empujé a la pileta. Luego
salí corriendo atrás de Laura. Cuando entré a la casa vi que la gente había quedado dura, y
se había abierto entre ellos un camino que conducía hacia la puerta de calle. Así que deduje
que se había ido por allí.
Cuando salí a la calle, la vi caminando rápido, por la vereda, en dirección a nuestra
casa. Corrí para alcanzarla. La alcancé:
—¡Laura, esperá un poco, no te podés poner así por una joda!
—¿Una joda? ¡Les measte las botellas y se las hiciste tomar!
Comencé a reírme. Caminábamos rápido. Ella no se detenía y yo iba pegado a ella.
—¡No me digas que no fue divertido!
—¡No, no fue divertido, te fuiste a la mierda! Pero no me importan ellos. Lo que me
importa y me irrita es lo que te movió a hacerlo.
Sabía lo que se venía. Nuevamente el reproche y la creencia por parte de Laura de
que a mí, aun después de cuatro o cinco años de haber terminado mi romance con Mariana,
me seguían pasando cosas con ella. Era mentira, desde luego, pero ella no lo entendía.
—¡Laura, otra vez con lo mismo, estoy cansado!
—¡Yo también estoy cansada! ¡Estoy harta de que esta mina siga apareciendo en
nuestra vida!
Seguíamos caminando.
—¡Pero no es culpa mía que haya venido a la fiesta!
—¡Ya te lo dije, Santiago, por supuesto que no es tu culpa que haya venido a la
fiesta! ¡Pero sí es tu culpa que yo sienta tantos celos y tanta envidia por esa mina! ¿Te creés
que puedo olvidarme de todo lo que decías sobre sus ojos celestes, sobre su pelo rubio color
trigo?
—¡Pero esas eran solo exageraciones!
—¡No, no lo eran; porque la muy hija de puta es hermosa, parece una Barbie!
—¡Parece una Barbie, pero yo ya no estoy con ella, estoy con vos, te amo a vos. Y si
hubiese querido estar con ella, estaría con ella; no armaría una relación, me comprometería
y me iría a vivir bajo el mismo techo!
—¡Estás conmigo porque ella te dejó!
—¡Sí, porque probablemente si ella no me hubiese dejado seguiríamos estando
juntos! ¡O puede que no, también! Pero eso no lo sabemos, Laura, y nunca vamos a saberlo.
Las cosas pasaron así y no podemos hacer nada.
Seguíamos caminando. Hablábamos sin mirarnos.
—¿Sabés lo fea que me sentí leyendo todo lo hermosa que te parecía ella?
—¡La puta madre, Laura! ¡Basta! ¡O me perdonás y me aceptás como soy o
cortémosla acá! Porque no puedo ser el chivo expiatorio de todas tus inseguridades y de
todas las mierdas que nos pasan.
Laura se detuvo y me enfrentó, de golpe, como si mis palabras la hubiesen
electrocutado. Se me puso bien cerca —pegada a mi cara—, y a medida que hablaba me iba
dando empujoncitos con sus manos en el pecho.
—¿El chivo expiatorio? Explicame por qué carajo les measte las botellas. ¿Por qué?
¿Qué necesidad tenías? Si no sintieras nada por esa mina, no tendrías la necesidad de
maltratarlos de esa forma. Pero lo hiciste. Y eso quiere decir que algo te quedó doliendo
adentro. Por eso pasaste tanto tiempo trabajando en esa novela de mierda.
No tenía ninguna necesidad. No me pasaba nada con Mariana. Hacía años que no la
veía. Pero todo eso Laura ya lo sabía, ya se lo había dicho cientos de veces. Solo quedaba
que ella lo creyera o no. Si ella no lo creía, yo no podía hacer nada. Así que, como la
conocía, seguí caminando a su lado, en silencio, las nueve cuadras que faltaban hasta casa.
Cuando llegamos a casa, Laura se sacó toda la ropa y se fue a la cocina a buscar
agua. Yo fui al baño. Cuando salí, la encontré sentada en el suelo del living, llorando, con
los zapatos en la mano.
—Ya está, Lau, vamos a dormir. No es necesario que sigamos hablando de esto.
—Los zapatos —me dijo, mientras hacía un puchero y largaba otro sollozo.
—¿Qué?
No la había entendido o, mejor dicho, sí la había entendido, pero no lograba asociar
qué tenían que ver los zapatos nuevos con todo lo que habíamos pasado esa noche.
—Los zapatos. Se me rompieron.
—¿Se te rompieron?
—Sí.
Me miró con los ojos llenos de lágrimas —hermosa, con los párpados hinchados—,
y me los mostró: ambos tenían la tela de la punta delantera rajada.
—Bueno. Mañana vamos y compramos otros.
Me senté al lado suyo y la abracé. La perra se nos metió en el medio exigiendo
cariño.
—No. Mañana vamos y los cambiamos —me dijo con determinación, convencida.
Yo sabía que eso sería imposible.

Al otro día nos levantamos tarde, cerca del mediodía. Desayunamos y nos fuimos al
barrio chino. En el camino me confesó que, después de todo, había sido divertida la escena
de la cerveza adulterada. Que cuando lo pensaba, ya más relajada, y se acordaba de las
caras de Sergio y Mariana intentando descifrar qué era ese sabor tan extraño que tenían las
bebidas, le causaba gracia.
—¿Viste? ¡Fue muy divertido! ¡Se lo merecían por pacatos!
—No estuvo bien, Santi, pero fue divertido.
—Nunca hay que dejar de hacer esas cosas. Si dejamos de hacerlas, nos morimos.
¿Vos querés morirte?
—¡No seas exagerado!
Llegamos al local. Atendiendo, detrás del mostrador, estaba la misma chica que nos
había vendido el día anterior. Laura la encaró de inmediato con un ímpetu algo excedido
para mi gusto:
—Mirá, ayer compré estos zapatos y los usé un rato y se me rompieron todos.
La chica tomó los zapatos que Laura le había dado en una bolsa plástica, los sacó de
la bolsa y los miró.
—Esto no tiene cambio, señora.
—¡No me digas “señora”, que no te debo llevar más de diez años!
Yo, que estaba detrás de Laura, más para controlarla que para protegerla, le puse una
mano en la espalda pretendiendo decirle que se calmara.
—Disculpe.
—Escuchame; esto es una porquería. Caminé un rato a la noche y se destruyeron.
—Y bueno, señorita, son zapatos de sesenta pesos.
—¿Me estás queriendo decir que son de mala calidad? ¿Ustedes venden mercadería
mala y lo saben?
Otra vez le puse la mano en la espalda pretendiendo lo mismo. Laura comenzaba a
alterarse. La chica no perdía la calma.
—No, estoy intentando decirle que los de mayor precio son posiblemente más
resistentes. Estos son buenos, pero obviamente no tienen la misma calidad que los otros,
porque la manufactura no es la misma.
—Está bien, yo te entiendo, pero eso no justifica que se hayan roto como se
rompieron, y además en una noche. ¡No es que tienen un rasguño, están deshilachados!
—Es que yo no sé que hizo usted con los zapatos. Quizás bailó, se tropezó, los
enganchó con algo.
—¿Me estás queriendo decir que los rompí a propósito?
—No, señorita, intento decirle que no son zapatos que resistan cualquier tipo de
actividad.
La discusión no tenía sentido; ambas tenían razón. Yo coincidía con Laura en que no
podían romperse de tal manera, pero también coincidía con la chica en que no eran zapatos
para cualquier tipo de actividad. Y, para ser sinceros, había que admitir que Laura, la noche
anterior, había corrido y había caminado muy rápido mientras peleábamos luego del
incidente de las cervezas. De manera que era posible que los zapatos se hubieran roto ahí.
Desde luego, no habían soportado más de una corrida o caminata rápida porque eran de
mala calidad, pero eso Laura no podía saberlo hasta probarlos. Así que yo estaba en el
medio, no tenía una posición tomada. Y no quería meterme más de lo que me estaba
metiendo, me daba vergüenza. Así que me limité solo a escuchar.
—Bueno, mirá, hagamos una cosa: llamame al encargado y lo hablamos con él —
dijo Laura.
—No hay encargado. Yo soy empleada. Si quiere, le puedo llamar a la dueña.
—Muy bien. Llamala.
“Cagamos”, pensé yo, pues la dueña era mujer, y entre personas del mismo sexo era
mucho más factible que hubiese problemas que si fueran de sexos opuestos. ¿Era
necesario? Tanto lío por un par de zapatos. La empleada fue hacia el fondo del local y a los
pocos segundos salió con una china y dos hombres más, también chinos. “Ahora sí que
estamos perdidos” me dije. “Los chinos van a saltar en el aire, van a dar doscientas vueltas
carnero, van a sacar sus nunchakus y me van a golpear hasta dejarme muerto. Y después
van a hacer lo mismo con Laura y van a usar nuestra carne para hacer fritangas”.
Por suerte, eso no pasó. Los chinos llegaron y nos saludaron muy amablemente,
sonriendo, y Laura les mostró los zapatos.
—No. No cambio. Roto —dijo la china.
—¡Pero esto es culpa de ustedes que traen cosas de mala calidad!
—No. Roto. Usted no cuidar. Esto bueno. Lindo.
—¿Lindo qué? ¡Sí, lindo, lindo, muy lindo, pero se hizo pelota!
Los chinos que estaban detrás de la interlocutora de Laura solo se limitaban a
escuchar y sonreír solemnemente. Yo, viendo que la discusión no pasaría de eso, de ese
grado de vehemencia, me alejé unos pasos para visitar a mi querido Keith Richards. Me
abstuve de tocarlo, pues no quería hacer un ruido que interrumpiese el cometido de Laura.
—Esto no pelota; zapato. Zapato. Roto. No puede cambiar.
—¡No quiero que me lo cambies, quiero que me devuelvas la plata!
Cuando dijo esto, los dos chinos que estaban detrás rieron. Evidentemente, la
palabra “plata” la conocían muy bien.
—Nooooooo —dijo la china—. Plata no. Usted roto.
—¿Qué yo estoy rota? ¿Me estás cargando?
Dejé a Keith y me acerqué a Laura.
—Intenta decirte que está roto el zapato, que no te lo puede cambiar. O que vos lo
rompiste, algo así.
—¡Pero yo no lo rompí, Santiago!
—¡Claro, claro, usted roto! —decía la china.
—¡Bueno, Laura, solo no se pudo haber roto!
—¿Vos estás de mi lado o del lado de ellos?
—¡Usted roto, usted roto!
—No estoy del lado de nadie, Laura. Solo intento ser razonable.
—¿Vos razonable? ¡Ayer measte adentro de una botella y hoy querés ser razonable!
¡No me jodas!
—No, botella no. Roto, zapato, roto. Usted pie grande.
Cuando la china dijo esto, Laura enmudeció. Su rostro se quedó petrificado en una
mueca de desagrado. Supe que ahora sí la cosa se agitaría del todo.
—¿Vos me estás queriendo decir que tengo los pies grandes?
Laura comenzó a gritarle a la china. Los dos chinos comenzaron a agitar las manos
y a hablar en chino. Nos gritaban, no se entendía nada.
—¡Pie grande! ¡Usted roto, roto, pie! —decía la china.
—¿Que yo tengo los pies grandes, eh? ¿Que tengo los pies grandes?
—Usted grande, grande, pie, roto zapato.
—¡Laura, calmate!
—¡Grande, grande!
—¿Que me calme? ¡Me están diciendo que tengo los pies grandes y vos me pedís
que me calme! ¿Estás loco?
—¡Estoy intentando decirte que esta no es la forma!
—¿Y cuál es la forma?
—¡No sé, pero no esta!
Los chinos seguían gritando cosas indescifrables, la china seguía insistiendo en que
Laura tenía los pies grandes.
—¡Grande, grande, pie grande! ¡No mujer, no mujer!
De pronto Laura me miró, ya no como antes —como cinco segundos antes—, con
rabia y valentía, sino con ternura, con una ternura que escondía un dejo de desolación y
esperanza. Los ojos llenos de lágrimas:
—Yo no tengo los pies grandes, ¿no, amor?
La miré, tuve ganas de abrazarla y besarla en los ojos, pero no era momento para
flojeras. Tenía que mentirle. O, más que mentirle, cambiar mi punto de vista y enfocar las
cosas desde otra óptica:
—No, amor, ellas tienen los pies muy chiquitos, como teteritas —le dije y pateé el
mostrador y tiré todo lo que estaba encima.
—¡No, no! —comenzaron a gritar los chinos.
—¡Policía, policía!
—¡Ella no tiene nada los pies grandes, vos tenés los pies chiquitos, muy chiquitos,
culo chato de mierda!
Y tomé un exhibidor de anteojos que había en la puerta y lo arrojé hacia el fondo.
Luego tomé al Keith Richards que había estado mirando y le dije a Laura:
—¡Corré, corré hasta que no te den las piernas!
Comenzamos a correr, a toda velocidad, por Arribeños para el lado de Olazábal.
Luego doblamos en Olazábal para el lado de la vía y seguimos corriendo. Cruzamos la vía
y seguimos. Y seguimos y seguimos y seguimos hasta que nos cansamos o entendimos que
ya estábamos lo suficientemente lejos como para ser atrapados. Cuando frenamos,
exhaustos, comenzamos a reírnos.
—Te robaste el Keith Richards —me dijo Laura.
—Sí —dije yo, intentando recuperar el aire—. Era muy caro para pagarlo y muy
bueno para no tenerlo.
Laura se rió. Se tomó de las piernas, doblando el cuerpo, intentando respirar.
—Vos te quedaste sin tus zapatos —le dije.
—No importa. Eran una mierda.
Me reí.
—Te amo —le dije.
—Yo también.
Nos besamos y seguimos caminando. Laura tiró los zapatos en un tacho basura.
CAPÍTULO 5

Alérgico a la vida
Soy alérgico a la vida, estoy en condiciones de afirmarlo. Es decir, no soy alérgico a
la vida en sí, sino a todas esas cosas que se supone que la representan. El pelo de los perros
o de los gatos, por ejemplo, me atacan de asma, me dan una picazón general y me
significan un resfrío tan grande que asombraría a cualquiera por la cantidad inaudita de
estornudos que puedo padecer en un minuto.
Las flores, sin ir más lejos, también me hacen mal. Y no solo las flores. Los árboles,
las plantas y todo ser vivo que, al llegar la primavera, se le antoje largar por el aire los
efluvios de su acto reproductivo. Es cuestión de caminar por una calle arbolada, un día de
primavera, para acabar con la misma asma, la misma picazón y la misma cantidad
exagerada de estornudos que padecería si quedase encerrado en un ascensor con trescientos
gatos y seiscientos setenta perros.
El polvo que se acumula en los libros es otro ejemplo. Con solo acercarme a ellos,
mi garganta se contrae y me arde, y comienza a estrangularme por dentro, cascándome la
voz como la de una mala imitación de Vito Corleone. Como alguna vez dijo Borges,
aduciendo a su ceguera: “Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la
noche”, a mí, con magnífica ironía, el hijo de puta me dio los libros y su mugre, pero no el
dinero suficiente como para pagarle a otro para que los limpie por mí.
Por último, mi piel. La piel de mi cara se irrita cuando me afeito, lo que solo me
deja dos opciones viables: someterme a andar con la cara prolija pero lastimada, o con la
barba crecida pero desprolijo. Lo que sería realmente desprolijo, si tenemos en cuenta que
el bello facial me crece desparejo y con canas. ¿Es necesario seguir viviendo así?
En eso estaba (en eso, a ver si se entiende: dolor de cabeza, sudor frío, asma,
picazón, tos y estornudos excesivos, y ni hablar de mi frecuente gastritis y las canas, que
también empezaban a poblar mi cabeza), cuando Mara, la amiga de Laura, llegó a casa con
otro de sus ataques de nervios y con ganas de vomitar todos sus patéticos males amorosos
sobre mi preciada media naranja.
Lo que yo creo, con toda sinceridad, es que Mara —no entiendo cómo con solo
cuatro letras un nombre puede llegar a ser tan feo— corría desesperada a los brazos de
Laura cada vez que tenía problemas con su novio sencillamente porque ella los había
presentado. Otra razón no podía existir. Obviando, claro, que Laura era psicóloga y, como
tal, tenía la gran capacidad de escucharla, contenerla y aconsejarla.
Según sé, Mara, hasta el momento, había pasado por varias relaciones tortuosas,
pero en ninguna había utilizado a Laura y a mi casa como refugio. ¡Pero ahora sí lo hacía!
Al menos una vez por semana. Y eso también me provocaba alergia. Yo no quería
escucharla. No quería que hablara en mi casa. No quería escuchar a nadie, en realidad. Ya
tenía suficientes problemas con la vida como para tener que andar cargándome de los males
ajenos.
Aunque, a decir verdad, un poco me lo merecía. Porque la idea inicial de presentarle
a Rafael —el otro idiota en cuestión dentro este relato: el primero soy yo— había salido de
mí en un acto de lucidez del que empezaba a arrepentirme: yo solo quería deshacerme de él.
No lo soportaba, lo odiaba con toda mi alma, pues él era de esos tipos que, con su sola
presencia, evidencian todas nuestras fallas. El muy desgraciado era mejor que yo en todo. Y
sobre todo —y aunque ella no se hubiese atrevido a confesarlo— , lo era ante los ojos de
Laura. Era la época en que Laura ya comenzaba a arrepentirse de haberse metido conmigo,
con un escritor. Podía notarlo. Era evidente que mis gustos y hábitos (trabajar y dormir
hasta tarde, coquetear con las drogas, ganar dinero de formas poco convencionales e
inestables, dudar de todo lo que siente, escribir continuamente sobre mujeres y sexo,
etcétera), para su cabeza moldeada por las prolijas manos de un papá gerente de una
empresa —y sobre todo, para sus inflamables celos e inseguridades—, eran demasiado. En
pocas palabras: Rafael era todo lo que yo no era y ella empezaba a notarlo.
De modo que, para sacármelo de encima, me había inventado eso de presentarlos. Y
me había resultado bastante fácil: él no era más que un idiota bien vestido y con dinero que
abordaba a las mujeres con frases obsecuentes, machistas y lubricadas, siempre
caballerosas, tan facilistas e ilusorias como las letras de las peores canciones de Alex
Ubago. Y ella era la típica soñadora que creía en ese tipo de paparruchadas. Y que, por
supuesto, amaba a Alex Ubago. De manera que bastó con solo invitarlos a cenar para que la
magia sucediera.
Con solo imaginar lo latosa que podía ser la cena con esas dos criaturas, me daba
escalofríos, pero tenía que soportarlos para deshacerme de él sin tener que matarlo.
Después de todo, era él quien me conseguía unos trabajos muy bien pagos dentro de la
agencia de publicidad donde trabajaba, para escribir tonterías. Así que, que siguiera vivo,
me servía.
La cena se desarrolló con normalidad —la escasa normalidad con que pueden
desarrollar algo estos repugnantes seres—, y terminó mejor de lo que yo esperaba: Rafael
propuso ir a bailar salsa y Mara se entusiasmó enseguida con la idea. Yo alegué un dolor en
la pierna, o cáncer, o peste bubónica, no recuerdo bien, y Laura se quedó conmigo para
cuidarme y darles a ellos la oportunidad de quedarse a solas. Por fin me había librado de
Rafael.

Los primeros seis meses de relación, todo estuvo bien. O al menos, ninguno de ellos
llegó a casa para quejarse. Yo estaba feliz. No solo por la obvia razón de haberme deshecho
de Rafael, sino porque transitábamos el otoño y el invierno, estaciones del año donde
Buenos Aires se vuelve una gran fotografía en blanco y negro y se mancha con el marrón
de las hojas secas caídas en el suelo. Una Buenos Aires que amo y me gusta recorrer. Con el
gris de sus edificios y nubes, y las copas de los árboles pelados. Los abrigos oscuros. Las
botas largas — siempre de cuero, sensuales y excitantes— de las mujeres que taconean en
la calle, mis botines de gamuza de escritor resignado. Todos infaltables componentes de una
vida tranquila y sin sobresaltos. Sin alergias ni Rafaeles.
Pero todo se termina, y con la primavera, no solo llegaron las flores y los pájaros,
sino que también llegaron las alergias y con ellas las demandas por parte de Mara. Según
ella, Rafael no le atendía los llamados, no quería pasar tiempo con ella los fines de semana
y era muy mujeriego. Para colmo, le costaba mucho dejar a su madre sola y vivía pendiente
de ella.
—¿Viste? No es gay, pero es un nene de mamá —le dije a Laura al escucharlo.
—Uno que yo conozco también es un nene de mamá. Lo que pasa es que cambió a
su madre por otra —me respondió pretendiendo agredirme.
—Te falta mucho. Deberías cocinar como ella para empezar.
—Deberías limpiar y ordenar vos tus cosas, entonces —me ganó.
Así que, como dije, en eso estaba —dolor de cabeza, sudor frío, asma, picazón, tos y
estornudos excesivos, etcétera—, cuando Mara llegó a casa con un ataque de nervios y con
ganas de vomitar todos sus males amorosos sobre mi adorada Laura.
Su presencia alterada me sacó de mi ensoñación y mi calma —calma que había
logrado conseguir conteniendo las ganas de estornudar durante cuarenta y cinco minutos,
mientras me concentraba mirando un punto fijo en la pared—, y me depositó nuevamente
en el caos total de mi persona. Evidentemente me vio mal, porque me dijo:
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Estás resfriado?
—Soy alérgico a la vida —le respondí yo, a punto de estornudar y juntando mis
mocos líquidos con una servilleta de papel casi destruida.
—¿A vos qué te paso que estás así? —Continué estornudando en mi mano—. Ya sé,
no me digas nada, te peleaste con Rafael.
—Es un hijo de puta —me respondió y se fue a la cocina, donde Laura había puesto
a calentar una pava con agua para el mate. Yo la seguí, después de todo, ya había profanado
mi armonía.
—¿Querés un té? —me preguntó Laura.
—No, gracias. Prefiero que me hagas el favor de matarme, así dejo de sufrir un
poco.
—No seas tarado, Santiago. Tomate un antihistamínico y andá a la cama.
—Ya me tomé dos y no me hicieron nada.
—Bueno, ya te van a hacer efecto. Andá a la cama.
—No, está bien, mejor me quedo acá.
Quería quedarme para escuchar la historia de Mara y para mirarle las tetas. Tenía
unas tetas magistrales. Hermosas. Y una cara de colegiala que era la gloria. Esa cara y esas
tetas, en una misma foto, serían la imagen perfecta para masturbarme en las noches sin
Laura.
—Bueno, quedate, pero tratá de no estornudar tanto, que ya es insoportable.
—Hago lo que puedo, Laura, hago lo que puedo.
—Ya lo sé, gordito —me dijo cariñosa y me besó en la frente. Quizás porque me
consideraba un niño, o quizás porque le daba asco mi boca estornudada y mi nariz húmeda.
Luego agregó con dulzura—: Con la nariz así parecés un cachorrito.
—O un payaso —agregué yo, y sentí vergüenza de mí mismo.
Mara lloraba como una loca, estaba despeinada y la ley de gravedad y sus pechos
habían logrado un cuadro magistral ante mis ojos, una imagen perfecta; sus tetas estaban
apoyadas como dos bollos de pizza sobre la mesa, levando, estirando la tela de su remera
¿Alguna vez tendría oportunidad de amasarlas? No debía pensar en eso.
Al verla llorar así, proyectaba en ella todo mi odio hacia Rafael, y tenía ganas de
decirle: “Eso te pasa por confiar en un tipo que usa la ropa tan ajustada y baila salsa”, pero
no se lo dije, ella no lograría nunca comprender tan alto razonamiento.
Laura le alcanzó un vaso de agua y Mara lo bebió de un solo trago.
—Contame —le dijo Laura.
—Lo mismo de siempre. No me llama, no atiende mis llamados. Nos vemos muy
poco. De hecho, ya casi no quiere acostarse conmigo.
“Que tremendo desperdicio”, pensé, y volví a confirmar que Rafael era un idiota.
Por su parte, Laura intentaba calmarla. Pero ella seguía con su perorata:
—¿Sabés qué es lo peor, Laura? —Laura no preguntó qué. Yo me pregunté si acaso
mi día podía ser peor. Ella prosiguió—: Que lo amo. Lo amo muchísimo, y no puedo dejar
de amarlo.
—Decíselo entonces, hacéselo saber. Decile todo lo que sentís y él te va a entender
y todo se va a solucionar. Es un buen hombre.
Yo seguía estornudando como un desgraciado. Mi pecho, al respirar, hacía un
chillido molesto que parecía el silbato de un policía. Tosía. Me sonaba la nariz. No paraba
de rascarme. Sentía vergüenza de mí mismo. Laura me miró como esperando silencio.
—Hago lo que puedo, Laura, hago lo que puedo.
Mara siguió hablando:
—El otro día le encontré un montón de cartas amorosas, escritas a mano, en unos
cuadernos que tiene en su cuarto.
“Que patético”, pensé yo. Ella siguió:
—Sé que no son para mí, por las cosas que dicen, pero tampoco sé para quién son.
Creo que me está engañando con otra.
—¿Estás segura que no son para otro hombre o algún animal extraño? —dije yo en
broma y Laura me miró como diciendo “ubicate”. Yo adoraba esa cara de enojada. Mara me
contestó ignorando mi genialidad:
—No. No sé para quién son. Pero estoy segura de que no son para mí.
A través de conocidos y compañeros de la agencia de publicidad para la que
escribía, me había enterado de más de una aventura y encuentro amoroso que había tenido
nuestro galán, pero nunca, como todo un hombre, había abierto la boca para delatarlo. Ni
siquiera ante Laura. Eso era no tener códigos. Y nunca se sabía cuándo se podía necesitar
una devolución de favores. Además, mantenerlo junto a Mara me era mucho más
provechoso que denunciarlo y tenerlo nuevamente cerca.
Pero, por otro lado, y eso tenía que admitirlo, jamás había escuchado que estuviera
perdiendo la cabeza por alguien tanto como para necesitar recluirse a escribir cartas
románticas.
—No sé qué decirte, gordi, me dejás helada —le dijo Laura.
—No importa, Lau, no tenés que decirme nada. Yo sé que es algo que no tiene
solución. Él es así, me guste o no. O lo acepto o me separo.
—Me parece muy bien que te lo tomes así. Es muy maduro de tu parte. Él ya tiene
su propia matriz, ciertas directrices que constituyen su personalidad, y no podés hacer nada
para cambiarlo. Tenés que aceptarlo como es.
Al escuchar esas palabras de Laura, me vinieron a la mente miles de imágenes de
ella exigiéndome cosas: que me vistiera bien, que no fuese mal hablado, que la sedujera
porque la rutina había desplazado la seducción, que fuese más demostrativo, etcétera. Una
infinidad de exigencias que ahora, en contraposición a su discurso, me hacían pensar en el
viejo y conocido “en casa de herrero, cuchillo de palo”. ¿Podía a caso un cirujano operar a
su propia esposa? ¿Era posible aplicar tanto profesionalismo en casa? Quizás la historia de
Barreda hubiese sido otra si él hubiese trabajado como asesino a sueldo.
Estaba a punto de decírselo en forma de chiste a Laura, pero Mara se anticipó
abriendo la boca y arruinando aún más mi día:
—Le conté a Rafael que Santiago y yo nos acostamos.
Palidecí. Todo se enmudeció. Una sola vez Mara y yo habíamos estado a solas, pero
no había pasado nada. Absolutamente nada. Yo no había hecho más que mirarle los pechos,
o la cola, pero no habíamos tenido contacto de ningún tipo. Incluso, habíamos hablado muy
poco, lo necesario. Ella había llegado a casa en búsqueda de Laura, que llegaría recién
después de una hora, y yo me había limitado a abrirle la puerta, saludarla y dejarla
esperando en el living, para luego encerrarme en el cuarto para seguir escribiendo. Eso era
todo lo que había pasado. No obstante, Laura no lo sabía, Laura sabía que alguna vez
nosotros habíamos estado a solas durante una hora, y conociéndola, supe de inmediato que,
al escuchar la frase de Mara, aquel encuentro a solas se le había venido a la cabeza. Creo
que por eso me miró fijamente, como buscando una respuesta. Yo comencé a temblar, a
ponerme nervioso y a sentirme juzgado. Quizás Mara se había vuelto loca e inventaba todo
no solo para darle celos a Rafael, sino para, indirectamente, arruinar mi vida y la de Laura,
que era, al fin y al cabo, la culpable de que ella estuviera con Rafael.
—Laura, no tengo la más puta idea de lo que está hablando esta loca.
—¡Loca tu madre, nene!
—¡Estás loca! Yo nunca te miraría.
—Por favor, que alguien me explique qué carajo está pasando.
Todos hablábamos al mismo tiempo, era un griterío.
—¿No? ¿Te creés que no me doy cuenta de cómo me mirás las tetas?
—¡Estás delirando!
—¿Ustedes dos se acostaron?
—No, Laura. Está delirando.
—Claro que no nos acostamos, Laura. —Mara trajo un poco de calma.
—¿Me estás cargando, Mara? No entiendo nada.
Laura no entendía nada de lo que pasaba. Yo tampoco, lamentablemente.
—Es todo mentira, Lau —aclaró Mara—. Es todo una mentira que le inventé a
Rafael para que se pusiera celoso.
—¿Me estás hablando en serio? ¿Vos estás loca?
—¡Te lo dije! —dije yo.
—No, Lau, es una estrategia.
—¿Y qué clase de estrategia es esa?
Mara había perdido totalmente la cordura. Si antes creía que estaba loca, ahora lo
confirmaba. Era el espécimen perfecto para una sabandija como Rafael.
—Bueno. Mirá, te voy a ser sincera. —Temí por lo que pudiera decir—. Hace
tiempo que vengo pensando que Rafael está enamorado de vos...
—¡Lo único que me faltaba! Ahora voy a tener que matarlo, sin más remedio. No
me queda otra —la interrumpí yo. Laura me hizo “shhhhhh” sin apartar la vista de Mara,
lanzando un manotazo al aire, como si estuviera espantando una mosca: la mosca era yo.
—¿Cómo es eso?
—Sí. Ustedes pasaban mucho tiempo juntos. Se llevan muy bien. Es natural que
alguno se confunda.
—No creo que sea así —respondió Laura, para mi tranquilidad.
—Bueno. Yo también creía que no. De hecho yo tengo amigos varones, y con ellos
nunca pasó nada. Pero a lo que me refiero es a que, en esas cartas que le encontré en su
cuarto, descubrí varios indicios para pensar que la destinataria eras vos.
—¡Enfermo hijo de puta! ¡Encima patético!
No podía quedarme callado.
—¿Y cómo sabés?
—Por las cosas que dicen. Las descripciones. Son más bien como poemas o
canciones en forma de prosa —(me asombró que Mara conociera la diferencia entre verso y
prosa) —, pero algo me hace pensar que son para vos.
—Está bien. Te entiendo. Y me pongo en tu lugar. Pero es muy inmaduro lo que
hiciste, Mara —se limitó a decir Laura, quien tenía la manía de analizar cada palabra, y de
quien me extrañó no escuchar una pregunta inquisidora, acusatoria, típica de los
psicoanalistas, del tipo: “¿Estás segura de que no le dijiste Santiago por algo en especial?
¿De que no fue una expresión de deseo de tu subconsciente?”. Y aunque no lo haya dicho,
yo sabía que lo estaba pensando. De hecho, para ser sincero lo estaba pensado yo. Me
entusiasmó un poco la idea de tenerla cabalgándome encima como a un caballo o un toro
amaestrado. Y volví a deleitarme con la densidad de sus pechos sobre mi mesa.
Como en una predecible comedia de enredos, con un libreto paupérrimo, el
personaje que faltaba llegó cuando tenía que llegar: Rafael tocó el timbre de casa.
—Ese debe ser él. Le dije que estaba acá, que Laura no estaba y que iba a pasar la
tarde con vos, que no me molestara.
Cuando dijo “vos” entendí que “vos” era yo y que yo, ahora, tenía sobre mí todo un
problema sin haber hecho nada. Al menos le hubiese tocado una teta.
—Mirá, Mara, no tengo la menor intención de meterme en problemas. ¡Y menos
con ese estúpido hijo de puta que se la quiere garchar a mi novia! Así que te pido que, por
favor, bajes y le aclares todo esto al enfermo de tu novio.
—¡No, por favor! —respondió ella—. Quiero que hagamos una cosa. —Pensé en
que me insinuaría tener sexo. Si Laura accedía, yo también. Sería de mutuo acuerdo, no
sería infidelidad. Mara continuó—: Quiero que Laura se esconda en el cuarto, y que vos y
yo nos quedemos acá, y lo recibamos juntos, para ver cómo reacciona.
—¿Para ver cómo reacciona? ¿Y cómo te creés que va a reaccionar? Me va a querer
matar. Me va a bailar una salsa en la cabeza. Yo en su lugar haría lo mismo, aunque con
mucho más ritmo, seguramente... Digo: ¿acaso te crees que te va a pedir perdón y a mí me
va a abrazar por ayudarlo a recomponer su pareja?
Rafael seguía tocando timbre insistentemente. El celular de Mara sonaba y en su
ringtone de reguetón yo reconocía el sonido mismo de la muerte. “Si el teléfono suena de
esa forma, nunca pueden ser buenas noticias”, pensé.
—Por favor, él no te va a hacer nada, Santi. Háganme esa gauchada. Lo necesito.
Necesito saber con quién me engaña Rafa.
No entendí cómo en un momento como ese pudo decirle simplemente “Rafa”.
—Está bien —dijo Laura—, pero si la situación se nos va de las manos, yo salgo y
le explicamos todo, ¿okey?
—Okey.
—¡No, pará! —dije yo—. Si se descontrola, el que sale perdiendo soy yo, es injusto.
Ella es tu amiga, no mi amiga. Decile que tienen una relación lésbica y listo. Qué sé yo.
Me convencieron, pero no sé por qué razón accedí a hacerlo. Quizás porque
inconscientemente me estimulaba la idea de que Mara y yo nos habíamos acostado. Era una
mujer linda, es verdad. Sus pechos eran grandes, pero, aunque yo no podía dejar de
mirarlos, ella, su cola y sus dos tetas, eran la amiga de Laura. Y eso era un problema y un
contratiempo muy severo como para pensar en acostarnos.
Quizás lo hice por Laura, para ayudar a su amiga. O quizás, al fin y al cabo, soy un
alma caritativa que derrocha bondad y cariño en quien lo requiera. Después de todo, soy un
buen tipo.
De modo que tomé la llave, abrí la ventana y le dije a Rafael que lo dejaba subir con
la sola condición de que se calmara y habláramos como adultos.
—¡Dejame subir, forro!
—Bueno, evidentemente no entrás en razón. Si te dejo subir es para charlar. Hay
muchas cosas que tenemos que explicarte.
—¡Sos un sorete!
Coincidí con él.
—Lo sé. Pero yo tengo la llave. Así que, si no te calmás, no subís un carajo.
—Está bien. Pero me vas a escuchar.
—De eso no cabe duda. Si gritás como una loca.
—¡Ya vas a ver!
Le tiré la llave y comencé a rezar. En menos de un minuto ya estaba arriba, tocando
el timbre del departamento.
—Abrí, hermano, tenés la llave vos. ¡Para eso bajaba yo!
Cuando entró, saltó sobre mí agarrándome del cuello.
—¡Hijo de puta!
—¡Pará, puedo explicarte!
—¿Qué mierda me vas a explicar? Sorete.
Mara gritaba como una cotorra agarrándose la cabeza.
—¡Pará, enfermo! —Intentaba sacármelo de encima—. Te dije que te dejaba subir si
te calmabas. No estás entendiendo nada. Las cosas no son como vos pensás. Yo te puedo
explicar. ¡Ayudame, Mara, ayudame!
—No quiero que me expliques nada. Me cansé. Me cansé de vos, de Mara, de tu
arrogancia, de tus chistes pelotudos.
Mara intentaba agarrarlo. Se le hacía difícil, era un tipo grandote.
—¡Soltalo! ¡Soltalo, Rafael! ¡Santi no hizo nada!
—¿Que Santi no hizo nada? ¿Sabés las cosas que hizo este hijo de puta? ¡No te das
una idea de las cosas que hizo!
—¡Soltame, idiota! ¡Escuchá antes de reaccionar!
—¡Te voy a romper la cabeza, insecto!
Nunca antes me habían dicho insecto. Me pareció ocurrente. Mara se arrojó sobre
Rafael y logró sacármelo de encima. Me imaginé que, si con su metro sesenta había logrado
mover a un Rafael furioso, conmigo en la cama podría hacer las más osadas poses de la
lucha libre.
—¡Nadie te está engañado, Rafael! —grité yo.
—¡Sí que lo estamos engañando! ¡No lo niegues más!
Mara me contradecía intentando llevar al límite su ocurrencia descabellada. Quería
a toda costa quebrar a su novio para sacarle información.
—No entiendo nada. ¡Por favor, que alguien me explique!
—¡No hay nada que explicar: yo te engaño como vos me engañás a mí!
—¡Yo no te engaño! —gritó Rafael.
—¿Ah, no? ¿Y para quién eran esas cartas entonces?
—¿Qué cartas?
—No te hagas el boludo.
—No sé de qué me hablás, Mara.
—¿No sabés de lo que hablo? —Mara tomó su cartera, la abrió y de adentro sacó
varios papeles doblados; eran las cartas, efectivamente—. ¿Y esto qué es entonces?
Rafael puso cara de sorprendido.
—No sé, no tengo la menor idea.
—¡Son las cartas que escribiste para Laura!
De pronto, y nuevamente como en una mala comedia de enredos, Laura apareció en
escena. Esta vez, amargando aún más mi día.
—Está bien, son para mí.
Rafael la miró, ahora sí, sorprendiéndose en serio.
—¿Cómo qué son para vos, Laura? —preguntó Mara.
—Sí, Rafael y yo estuvimos juntos.
—¿Perdón? Graficame “estuvimos juntos”.
—Nos acostamos, Santiago —admitió Laura, con cara de resignación.
—¿Vos me estás cargando? Decime que me estás cargando, Laura.
—No, Santiago. No te estoy cargando. Rafael y yo nos acostamos. Pero cuando lo
hicimos vos y yo estábamos separados.
Mara estaba paralizada. No reaccionaba. Se había quedado muda cuando Laura dijo
“Rafael y yo estuvimos juntos” y no se había movido. Por eso, cuando Laura la vio así,
creyó pertinente aclararle que su encuentro sexual (me daba asco pensar en eso, aunque me
traía un poco de alivio imaginarme que solo había sido uno) había sido mucho antes de que
ellos dos se conocieran.
—Mara, lo que pasó entre nosotros (ese “nosotros” era el “nosotros” más
repugnante que había escuchado) pasó mucho antes de que ustedes dos se conocieran.
Nunca te dije nada porque consideré que no sería relevante, ya que todo quedó en eso.
Además, sabía que eso a vos podía molestarte, aun sabiendo que solo nos habíamos
acostado (otra vez una palabra que asociada a Rafael y Laura juntos me daba asco) una sola
vez.
—¡Pero yo tenía derecho a saberlo!
—Sí, puede que sí. Pero no cambia en nada, porque Rafa y yo después de eso
seguimos siendo amigos como siempre, y nunca más nos confundimos.
—¡Vos no te habrás confundido, pero este pelotudo anda escribiendo cartas
románticas! —dije yo queriendo saltar arriba de Rafael para destrozarlo a golpes.
—¡Exacto, tiene razón! —gritó Mara.
—Paren, no entiendo una mierda —dijo Rafael—. ¿Están diciendo que ustedes dos
no se acostaron?
Ahora la palabra “acostaron”, asociada a Mara y a mí, no me dio tanto asco.
—¡Sí! —dijo Mara, al mismo tiempo que Laura y yo lo negamos.
—Basta, Mara, ya descubriste para quién eran las cartas, no sigas con eso —agregó
Laura.
—¡Sí, justamente por eso lo tengo que sacar a patadas en el culo a este pelotudo! —
dije, mientras intentaba agarrar a Rafael de la remera para sacarlo de la casa, en el mejor de
los casos.
—¡Esperá! —acotó él—. Esas cartas son viejas, tienen años. Las escribí hace mucho
y las encontré el otro día. Por eso estaban dando vueltas por mi cuarto.
—¡Es la misma mierda, cara de verga! ¡Te quisiste coger a mi mujer y te la cogiste!
—Él no me cogió, machista de mierda. Lo que pasó fue de mutuo acuerdo. Él no me
obligó a nada.
—¡Y, me imagino que no! ¡Igual me da asco! ¡Eso me da más alergia que un libro
sucio hecho con pelos de perro! ¡Mierda!
Me daba mucha rabia no tener derecho a decirle nada a Laura. Ella se había
acostado con Rafael cuando nosotros no estábamos juntos y eso me lo impedía. Era su vida,
su intimidad y, para colmo, era lo mismo que yo había hecho decena de veces. De modo
que, racionalmente, yo entendía que debía quedarme callado y aceptar las cosas como
fueran, aunque por dentro las ganas de matar a Rafael me bullían como un pequeño magma
que pugnaba por salir.
De pronto, Mara comenzó a buscar entre los papeles que tenía en la mano. Los
revolvía histéricamente, leía cada renglón, hasta que por fin encontró una fecha.
—¿Y esta fecha? ¿Qué tenés para decirme? ¡Esto lo escribiste hace un par de
semanas!
—¡Bueno, sí, lo escribí hace poco! ¡Me pasan cosas con Laura, no lo puedo evitar!
—¿Qué no podés evitar? ¡Ahora vas a ver como te lo evito yo, pedazo de mierda!
Me lancé encima de él para agarrarlo, pero se me escapó y corrió hacia el otro
extremo del living.
—¡Pará, pará, tranquilo!
—¡Tranquilo voy a estar cuando te agarre, forro!
—¡Pará!
Mara y Laura me gritaban que me calmara, en tanto que Rafael se escudaba detrás
de la mesa, obstruyéndome el paso y dejándome la única opción de saltar sobre ella para
atraparlo, cosa que sería un desastre, teniendo en cuenta que la mesa era de vidrio.
—¡Vení acá, no te escapes, cagón!
Intenté agarrarlo tirando un manotazo por encima de la mesa, pero lo esquivó. Así
que, lo más rápido que pude, corrí hacia mi derecha para dar vuelta a la mesa y atraparlo.
Pero él también corrió hacia su derecha. Quedamos nuevamente enfrentados, uno en cada
extremo de la mesa. Nos mirábamos y movíamos como dos jugadores de fútbol que se
miden, procurando saber para qué lado correrá su adversario.
—¡Tranquilo, vas a romper la mesa!
—¡La mesa es mía, imbécil, y si quiero la rompo... con tu cabeza!
—¡Pará!
Otra vez me desplacé a toda velocidad hacia un costado procurando llegar a él antes
de que él corriera, pero esta vez, él, en lugar de correr hacia el otro extremo de la mesa,
corrió hacia la cocina y allí se encerró.
—¿Te das cuenta de que es un cagón? —le dije a Laura, intentando recuperar al
aire.
—Me parece que estás exagerando —me respondió Laura.
—¡No, no está exagerando! Y no lo defiendas si no querés que yo me la agarre con
vos.
—No tenés por qué agarrártela conmigo, Mara. Lo que pasó entre Rafael y yo
excede a vos porque pasó antes de que ustedes se conocieran. Te pido disculpas si te
molestó que no te lo haya dicho. Pero como para mí fue poco importante...
—¡Para mí no fue poco importante! —gritó Rafael desde el otro lado de la puerta.
—¡Cerrá el orto, feto! —le dije al feto en cuestión, golpeando la puerta.
—Está bien —dijo Mara—, pero trajo consecuencias.
—Bueno, pero eso es algo que yo no puedo controlar. Además cuando esto pasó y él
me confesó lo que sentía, yo le puse un freno y le pedí que se olvidara. Realmente es algo
que me excede.
—Yo lo único que quiero es que hablemos como adultos —gritó Rafael desde la
cocina, como un asaltante que es arrinconado por la policía y negocia su entrega.
—¡Vos callate! —gritó Mara.
—Les pido a los dos que se calmen —dijo Laura—. Yo entiendo que esto a vos te dé
bronca, Santi, pero no tenés derecho a reclamarme nada. Y vos, Mara, creo que tenés que
arreglar las cosas con Rafael, pero a solas. Nosotros ya no tenemos nada que ver. Ya
descubriste para quién eran las cartas: eran para mí, te pido disculpas, pero yo ya no puedo
hacer nada. De verdad.
—Lo sé, tenés razón. No es con vos con quien tengo que agarrármela...
—Exacto.
—¡Sino con este pelotudo romántico! —gritó Mara mirando la puerta cerrada.
—¡Perdón! —gritó Rafael del otro lado.
—Hagamos algo —continuó Laura—, dejalo salir a Rafael, no le hagas nada,
porque no tenés derecho a hacerle nada, y vayan a algún lugar a hablar tranquilos.
No tenía opción. Por más que yo quisiese asesinar a Rafael con mis propias manos,
no tenía excusa. Laura no era mi pareja en el momento en que se habían acostado. Y
además, por otro lado, esa era una excusa que, de algún modo, me servía como acuerdo
tácito: si algo sucedía fuera de los límites de la pareja, estaba permitido. Desde luego que
era discutible cuáles eran esos límites, ya que a mí me dolía lo mismo imaginarla en la
cama con Rafael siendo mi pareja que estando separados. Era exactamente lo mismo,
aunque intelectualmente sabíamos que de ese modo no estábamos rompiendo ningún
código. Algo que yo, por supuesto, no había respetado. Pero ese era otro tema.
—Okey —acepté—, que salga y que se vaya. No le voy a hacer nada, pero no
quiero volver a verlo por acá. Si te lo garchaste, ya no es más tu amigo. Y si no es más tu
amigo, no tiene por qué venir.
Al fin y al cabo me estaba deshaciendo de Rafael, a un precio sumamente alto,
claro, pero que se había pagado solo y que me excedía a mí. Esa era una carta que tenía
para jugar contra Laura cuando lo requiriese.
—¡Sos un retrógrado, Santiago! No todo se determina por el sexo. Que nos hayamos
acostado no significa nada. Podemos seguir siendo amigos tranquilamente.
—Es él o soy yo.
—¡Es una pendejada lo que estás haciendo!
—No es una pendejada, porque el muy idiota está enamorado de vos.
Laura se dio por vencida. No tanto por la genialidad de mi planteo, sino por Mara y,
sobre todo, por Rafael. Porque pese a todo, ella lo quería como amigo, y lo que había
pasado entre ellos era una mera confusión. Y sabía que si él aún sentía cosas por ella,
mantener la amistad como si nada sería alimentar sus sentimientos. Y eso no sería bueno
para nadie.
—Está bien. Ganaste —me dijo resignada.
—No se trata de ganar o perder... Bueno, sí. ¡Gané!
Había ganado, aunque para eso había dado el cuerpo de Laura como parte de pago.
Por suerte, Rafael salió de la cocina de inmediato, dijo algunas palabras insignificantes y se
fue escoltado por Mara, que le pedía explicaciones casi como una madre que regaña a su
hijo por una mala nota.
Por fin, Laura y yo nos quedamos solos. Recién en ese momento caí en la cuenta de
que todos los síntomas de alergia que había sentido durante el día se me habían ido.
—Realmente no puedo creer que te hayas acostado con ese imbécil —le dije.
—Ya está, Santiago. Ya pasó.
—No, no pasó. Me da asco.
—¡Ay, lo sé! ¡Si pudiera yo también borraría lo que pasó! No solo por nosotros, sino
por Mara y por Rafael. Era un buen amigo. Es una pena que se haya confundido.
Laura fue hacia la cocina y comenzó a juntar las cosas que había usado para el mate.
—¿Y cómo no se va a confundir? ¡Cualquiera se confundiría si mete el pene adentro
de otra persona! ¿Me estás jodiendo, Laura?
—¡No seas tan directo!
—¡Ah, claro, vos protagonizás la escena y cuando yo la describo te impresiona! No
seas jodida, ¿querés?
—Ayudame a barrer.
Tomó la escoba y me la dio. Me empezó a picar la nariz.
—¿Dónde fue?
—¿Dónde fue qué?
—La cosa... El acto.
Me daba escalofríos decir la palabra refiriéndome a ellos.
—No te voy a responder eso... Poné esto arriba de la mesada que quiero pasar un
trapo en la mesa.
—¿Dónde fue? Decime. Necesito saberlo.
—¿Para qué? ¡No vale la pena! Y barré, que para algo tenés la escoba.
—¡Sí que vale la pena! ¡Quiero saber!
—¿Para qué?
—¡Porque quiero saber!
Laura terminó de pasar el trapo mojado sobre la mesa y encaró hacia la pieza. Yo la
seguí. Me vinieron de pronto unas ganas tremendas de estornudar. Me apreté la nariz y
cerré los ojos abriendo y contorsionando grotescamente la boca, y de ese modo pude
contener el estornudo. Sabía que, si arrancaba, no pararía más hasta tener ganas de
suicidarme.
—Ayudame a tender la cama.
—¿Me vas a decir o no?
—¡No, basta!
—Laura, necesito saberlo.
—¿Para qué?
—No sé. Para saber. Para imaginarme la situación y provocarme arcadas.
—¡Basta, en serio!
Ambos, como practicando una coreografía que ya habíamos ensayado miles de
veces, sacamos las almohadas, las pusimos sobre un sillón, tomamos un extremo de la
sabana —cada uno de su lado— y lo extendimos hasta la cabecera alisándola luego con las
manos.
—Si no me querés decir es porque fue acá.
—No.
—¿No fue acá o no me querés decir?
—No fue acá.
—¿En el living?
—¡Basta!
Ahora, con la sábana estupendamente estirada, ambos, a la vez, perfectamente
coordinados, tomamos las almohadas y las pusimos en sus lugares.
—¡Fue en el living entonces!
—¡No, basta!
—¡En el baño!
—¡Basta! Fue en su casa. Vos y yo habíamos discutido fuerte por teléfono y yo me
fui a su casa porque estaba mal. Y entre una cosa y otra nos confundimos...
—¡Bueno, bueno, bueno, hasta ahí, no me interesa saber el resto! Solo quería
asegurarme de que no haya sido acá.
—Ya lo sé. Y no, no fue acá, así que quedate tranquilo.
Tomamos la frazada igual que habíamos tomado la sábana, y del mismo modo la
estiramos y la alisamos. Sentí nuevamente un gran picor en la nariz, esta vez, no pude
contener el estornudo.
—¡Ay, escupiste todo, Santiago! ¡Tapate la boca!
—¡Perdón! Es que tenía las manos ocupadas con la frazada.
Laura estaba hermosa, con la mirada algo esquiva, fastidiosa, pero hermosa al fin.
Aceptándome incluso con los mocos esparcidos por toda la cama. Eso me alegraba, además
de que ese hecho aberrante no había tenido lugar en mi humilde morada.
—Bueno, me alegro de que lo que pasó entre ustedes no haya pasado en la misma
cama que ahora, tiempo después, te estoy ayudando a armar. Sería espantoso. Casi irónico.
De pronto, cuando dije eso, pensé en que la última separación que habíamos tenido
había sido hacía no más de cuatro o cinco meses, y que Mara y Rafael llevaban como
mínimo seis meses saliendo. Me quedé absorto.
—Ayudame a juntar la ropa que está en el suelo.
—Laura.
—¿Qué?
—Vos y yo nos separamos hará no más de cuatro o cinco meses.
—Sí, ¿y qué tiene eso?
—Que Mara y el pelotudo de tu examigo llevan saliendo como mínimo seis meses.
—¿Y qué tiene?
—¿Cómo que qué tiene? ¡Que le mentiste! ¡A tu propia amiga! ¡O me mentiste a
mí! Porque las fechas no coinciden: si fue antes de ese periodo, el engañado fui yo. Y si fue
cuando vos y yo estuvimos separados, la engañada fue ella. ¡O la cagaste a ella o me
cagaste a mí, Laura! ¡Y ninguna de las dos opciones me gusta!
Ahora la que se quedó dura fue Laura. Me miró con resignación, suspiró y me dijo:
—Está bien, te engañé a vos. Pero fue una sola vez. Y tengo mis razones. Vos
estabas de viaje y habíamos discutido muy fuerte por teléfono...
Apenas dijo eso, dejé de escucharla, se nubló mi vista, y tomé algunas prendas de
ropa, las metí en un bolso y me fui. Caí en la cuenta de que había llegado a lo de mis padres
recién cuando el taxi me dejó en la puerta. Sufrir mis alergias allí, lejos de ella, sería mucho
más pesado que sufrirlas en mi propia casa, bajo su cuidado. Infiel o no, su cariño, en los
momentos donde lo necesitaba, era un consuelo.
Esa misma noche, mientras intentaba dormir en el sillón del living de la casa de mis
padres, recordé que esa madrugada, luego de la fuerte discusión telefónica que habíamos
tenido —y que la había arrastrado a los repugnantes brazos de su amigo—, Laura me envió
un mensaje diciendo: “Te amo. Nada es tan grave. Ni nada tiene sentido si no estás.
Podemos arreglarlo”.
Recordar eso me llenó de nostalgia, y quise abrazarla y decirle que la amaba. Que la
extrañaba, pese a que me había engañado. Que sin ella yo era aún más inútil y más débil de
lo que en verdad era. Que ella era mi antídoto, mi remedio, la pastillita milagrosa que hacía
más llevaderos mis días en esta vida alérgica. Ella, con su sola presencia, me hacía sentir un
poco menos enfermo de lo que me sentía. Así que, en son de paz, tomé mi celular y le dije
todo eso, y agregué sus palabras: “Te amo. Nada es tan grave. Ni nada tiene sentido si no
estás. Podemos arreglarlo”.
CAPÍTULO 6

Un final inverosímil

Recuerdo que cuando era chico y comencé a salir a la calle sin mis padres, mi madre
siempre me exigía que llevara las medias y el calzoncillo limpios, por si llegaba a
sucederme algo. Mi respuesta a su exigencia era siempre la misma: le decía que en caso de
ser así, nadie habría de fijarse en el estado de mi ropa interior tanto como en el de mi
cuerpo convaleciente en la vía pública. Lo cierto es que, si a través de esto, mi madre
pretendía inculcarme el hábito de la limpieza, lo ha logrado con creces. Pues hoy en día no
le temo tanto a la muerte como que la muerte me encuentre con el culo sucio.
Pero no es de la higiene personal de lo que quiero hablar: de lo que quiero hablar es
de la muerte. Mi propia muerte no me aterra tanto como la de las personas que me rodean.
Es decir, considero que después de la muerte ya no existe nada. Por eso, el hecho de
morirme no me causaría mayor sufrimiento que el que —valga la redundancia— me daría
el causal de mi muerte. Digo, una asfixia, un asesinato violento, una caída espectacular,
tener que someterme a escuchar durante horas a un grupo de mormones, ese tipo de cosas.
Pero nada más. Después no habría nada. Simplemente, estaría apagado como un televisor o
como un reloj al que se le acaban las pilas.
Lo que sí me aterra es la muerte de mis seres queridos. Eso me aterra. Me aterra, por
ejemplo, no saber cuándo va a suceder. O qué voy a hacer yo sin ellos: ¿qué voy a hacer sin
mi madre o sin Laura? ¿Quién va a cuidar de mi madre si mi padre muere? ¿Y si muere mi
padre? ¿A quién voy a echarle la culpa de todos mis males? Prefiero no pensarlo. Prefiero
evitar el tema e ignorarlo, como hacemos todos los humanos.
El asunto es que, una vez, mientras conversaba acerca del tema con mi terapeuta, se
me ocurrió decirle que remotamente había fantaseado con la idea de que él se muriera. Es
decir, había sentido, en alguna parte de mí —como supongo que también le pasa a todos los
que alguna vez se han atendido con uno— que él era una suerte de amigo para mí. Bien, yo
sabía que no era un amigo, tenía muy en claro que había que mantener los límites bien
marcados, pero el pensamiento se me había cruzado igual por la cabeza y se lo dije:
—El otro día, pensando en esto de la muerte y los seres queridos, te me cruzaste
vos. Y creo que eso no está bueno, porque de alguna manera te asocié con el cariño y
desdibuja los límites.
—Es normal —me respondió—. A los pacientes les suele suceder, y más cuando son
pacientes de tantos años como vos. Pero sí, es real que, de ese modo, si uno no sabe
llevarlo, los límites se desdibujan un poco. Está en vos también evaluar si con ese
sentimiento te seguirías atendiendo o no.
—Bien. Lo voy a pensar.
Y así lo hice. Esa noche, llegué a casa y lo hablé con Laura. Ella, como psicóloga,
me recomendó que siguiera viendo a Juan durante alguna semanas más, hasta que pudiera
cerrar con él los temas que estaba tratando y, por supuesto, encontrar otro psicólogo si es
que lo requería.
De inmediato, me puse en campaña para dar con un psicólogo nuevo. Durante un
tiempo recorrí varios, ninguno me convencía. Hasta que, un día, encontré lo único en este
mundo que podía despegarme de Juan, de Freud, de Lacan y hasta de mí mismo, si fuera
necesario: una mujer. Una psicologuita recién recibida, que, por su corta experiencia, temí
que no diera abasto con un caso como el mío, pero que, por sus piernas, su boca y su pelo
cortado al estilo Betty Boop, entendí que en materia sexual y amorosa daría abasto
conmigo, mis fantasías y todas mis perversiones. Aun si la integridad de mi psiquis se viera
afectada.
Así fue que, luego de algunos encuentros, acordamos con Juan que había llegado el
momento, aunque él no estaba nada contento con lo que a mí me había empezado a pasar
con mi nueva psicóloga.
—No quiero meterme, pero no es bueno que veas a esa chica solo porque querés
seducirla.
Él, generalmente, trataba de no opinar sobre los temas que charlábamos, sino que
procuraba que yo llegase a las respuestas por mis propios medios. Guiado por él, claro.
Pero esta vez le pareció que tenía que hacerlo.
—Bueno, pero no la veo solo porque quiero seducirla, me pareció una profesional
seria. Además, para qué mentirnos: a mí todas me parecen atractivas. Si no me calentaba
con ésta, me iba a calentar con otra.
—Y hubieses buscado algún terapeuta hombre.
—Lo intenté, pero no logré dar con nadie que me convenciera. Y esta chica, además
de que está más buena que ganar plata sin laburar, parece buena psicóloga. Me convence.
Hubo una conexión. Y eso, hay que reconocerlo, y sin que llegue a excederse, es casi
necesario.
—Sí, desde luego, una cierta conexión es necesaria, pero no de ese tipo.
—Bueno, pero te juro que fue lo mejor que pude encontrar. Y lo menos caro dentro
de lo bueno.
Él se rió y luego prosiguió:
—¿Y ella está enterada de esto que te pasa?
—No. Creo que no. Aún no le dije nada. Ni le insinué nada. Así que supongo que no
lo sabe.
—¿Y Laura?
—Tampoco sabe.
—¿Y qué pensás hacer con ella?
—No lo sé. Siento culpa. Remordimiento. A Laura la amo, pero, por otro lado,
Rosana me atrae. Me vuelve loco.
Juan caviló unos segundos. Se puso la mano en el mentón, miró hacia arriba y luego
dijo:
—¿Y cómo te parece que va a terminar esto?
—Espero que en la cama.
Ese fue el último encuentro que tuvimos. Yo estaba dispuesto a dejarlo. Empezaba a
sentir que quizás era hora de alejarme de la terapia por un tiempo. Que quizás no la
necesitaba tanto. Y él, por su parte, ya no podía hacer nada más por mí. Así que ese día,
como un día más, hablamos de Laura, de sus celos. De por qué yo creía que ella se quejaba
tanto. De mi relación con mi madre. Con mi padre. De mi nuevo enamoramiento. De
Rosana. De que yo no podía relacionarme con las mujeres de otra forma que no fuera a
través del sexo. De la infidelidad. De las drogas. Hasta que, por fin, llegó la hora de irme.
Nos levantamos cada uno de su silla, abrimos los brazos en señal de no saber qué
hacer y nos despedimos con un abrazo, algo poco ortodoxo para él, pero necesario. Por
último, él terminó de salirse de su rol de psicólogo agarrándome de los hombros y
sacudiéndome despacio, mientras me decía:
—Sos un buen tipo. Algo problemático, pero buen tipo.
Yo me reí y agradecí el cumplido.
—De verdad, te digo. Sos de buena madera, pero vas a tener que luchar toda tu vida
contra vos mismo. —Meditó un segundo y largó una de sus típicas metáforas—: Es como si
tuvieras tu propia térmica, Santiago, que cuando estás bien, cuando estás pasando un buen
momento, sube la tensión y te apaga.
Yo bajé la mirada y asentí sin decir nada. Solo una sonrisa. Sabía muy bien de lo
que me estaba hablando.
—Contra eso tenés que luchar.
Parecía que Juan se había quedado con muchas cosas para decirme. O que no estaba
del todo seguro de que de ahí en más yo me las arreglaría sin su ayuda.
—Okey —me limité a decir yo y decidí que pensaría en todo lo dicho en el camino
de vuelta a casa. Luego nos dimos otro abrazo y encaré hacía la puerta del consultorio.
Antes de que pudiera salir, Juan me habló nuevamente:
—Otra cosa, Santiago. Vos sabés que hace treinta años que estoy casado, ¿no?
—Sí, lo sé.
Él solía tomar ejemplos de su matrimonio para aconsejarme respecto a Laura. Eso,
para él, también era poco ortodoxo.
—Bueno, algo de matrimonios y de mujeres sé…
—Imagino que sí.
Yo lo miraba sonriente, no imaginaba qué podría decirme.
—Haceme caso, no le des mucha pelota a Laura. Las mujeres necesitan quejarse, es
parte de su género.
Yo me reí, sorprendido.
—Está bien.
—Cuando Laura te rompa las pelotas, no te preocupes. No lo hace por algo que
hayas hecho vos, lo hace porque le gusta. Así que no te sientas culpable: ellas necesitan
romper las pelotas.
Yo asentí con la cabeza, sonreí y dejé el consultorio con la mayor entereza que me
fue posible. En esa época, Laura y yo comenzábamos a sentir que la relación se había
desgastado un poco, que los percances del amor real y la convivencia estaban matando
nuestros costados apasionados. Por eso, el consejo de Juan, para los próximos años, me
serviría mucho más de lo que me sirvió comenzar la terapia de nuevo, con otro psicólogo,
después de los encuentros con Rosana.

2
Como ya dije, desde el primer encuentro con Rosana mi único fin había sido
conquistarla. Por esa razón, evitaba vana y estúpidamente ocultar mis partes más oscuras. Y
hasta evitaba hablar de Laura, para que no supiera estaba en pareja.
Durante las primeras sesiones hablamos sobre temas triviales, o tratamos dilemas
menores que me aquejaban. Hasta que un día, a un mes del primer encuentro, mis trucos de
conquista dieron sus frutos y fue ella quien me puso contra la espada y la pared:
—Santiago, ¿me parece a mí o a vos te pasan cosas conmigo?
Yo no tuve reparos para responder.
—¿Tanto se me nota? —Ella rió—. Me encantás. Me volvés loco. Fantaseo todo el
tiempo con hacértelo arriba del escritorio.
Como en la más porno de mis fantasías sexuales —o como en la más trillada
película porno—, Rosana se me tiró encima y comenzó a besarme. Lo hicimos ahí mismo,
en el consultorio, en silencio, con una violencia en mute de nalgas estrujadas, de labios
mordidos, de lenguas por la cara.
Comenzamos a vernos fuera del horario de terapia. Nos gustaba fumar marihuana y
hacerlo en cualquier habitación de hotel, a cualquier hora, escondidos como dos fugitivos,
hechizados, con la piel sensible de tanto porro. La conexión era tanta que hasta comenzó a
rondar en mi cabeza la idea de dejar a Laura. Casi lo hago, si no fuera que, como siempre
me canso de todo, también me cansé de Rosana.
Jerry Seinfeld dice que el valor que le damos al dinero, al momento de salir a comer,
es proporcional al la cantidad de alimento que tenemos en nuestro estómago. Es decir, si
tenemos hambre, mucha hambre, somos capaces de gastar un dineral con tal de saciar
nuestras ganas. Una vez saciadas esas ganas, lo gastado siempre nos parece un exceso, una
estafa. Con Rosana me sucedió lo mismo: el valor que yo le daba estaba directamente
relacionado con mis ganas voraces de devorarla. Por eso, una vez saciado mi hambre,
realmente sentí que me estaban estafando.
Así fue que a los meses de estar viviendo ese noviazgo de novela con Rosana, me
aburrí de ella. Sus piernas, que antes me habían impactado, ya no me impactaban tanto. Su
boca, que antes era el objeto de mis más efervescentes fantasías, de tanto mirarla se había
convertido en un cúmulo de defectos. Su pelo, que antes me parecía excitante, ahora me
parecía masculino: por momentos me molestaba mirarla y que su imagen no coincidiera
con la que yo tenía de ella en mi cabeza. Y, lo que es más importante —y al fin y al cabo lo
que yo había empezado buscando—, su manera de atenderme, como profesional, no me
contentaba del todo. En suma, quería dejarla, quería dejar de ser su paciente, y quería no
volver a verla en mi vida. El problema era que no sabía cómo deshacerme de ella.
En ese momento, cuando comenzaba a desesperarme, volvió a aparecer Juan.
Hubiese sido lindo que, como en las mejores historias, o como en las novelas y culebrones,
Juan hubiera aparecido en mi vida nuevamente por su cuenta o por casualidad. Pero lo
cierto es que no fue así: apareció porque yo lo llamé y le dije que necesitaba verlo. Nos
encontramos en el café La Victoria, de Los Incas y Triunvirato, donde yo solía reunirme
con mis amigos. Apenas nos vimos me dijo que lo que estábamos haciendo era poco
ortodoxo, pero que me estimaba mucho y que, tras charlarlo con su propio terapeuta, había
entendido que podíamos juntarnos como amigos a charlar, a tomar café y a mirar mujeres.
Me resultó extraño verlo fuera de su rol, contándome cosas de su vida, dejando su
actitud psicológica y tolerante de lado. Era atípico. Él era mucho más gracioso que en el
consultorio y hasta más grosero. Parecía más distraído y despreocupado.
Además de mí y de mi problema, charlamos de muchas cosas. Y fue con esa actitud
de “tipo con calle” —con esa soltura que había tenido conmigo en nuestro último encuentro
como paciente y psicólogo— con la que me aconsejó y ordenó el caos de mi cabeza,
nuevamente.
—¿Vos querés dejar de verla? —me preguntó.
—Sí.
—Pero no podés desaparecer así como así.
—Exacto, tiene mis teléfonos: el celular y el de casa.
—¡Tiene tus dos teléfonos! ¿El de tu casa también? Pero ¿vos sos pelotudo? ¿Cómo
le vas a dar el teléfono de tu casa a una mina que te estás cogiendo?
—No, no se lo di... O sea, sí se lo di. Pero no a ella, específicamente a ella. Lo anoté
en una planilla el día de la primera sesión. Pensé que podía ser útil por si llegaba a pasarme
algo, un accidente, algo... Qué sé yo. Por ahí ella no me podía atender, y mi celular no
funcionaba y yo iba al consultorio al pedo.
Juan sorbió otro trago de café, siguió con la vista a la camarera que pasaba
caminando cerca de nosotros y me dijo:
—Está bien. —Estaba acostumbrado a que yo, como el respetable jugador de
ajedrez que soy, intentara prever todo tipo de futuras variantes. Luego preguntó—: ¿Y no se
te ocurrió que podía pasar algo con ella?
—Se me ocurrió, pero llené la planilla como un acto de fe, creyendo que podía ir en
contra mío y mantener el pene dentro de mis pantalones.
Se rió.
—Bueno, hacé algo; la próxima vez que vayas al consultorio o a cogértela, sacá tu
celular y decile que querés sacarle fotos, o querés filmarla mientras lo hacen.
Yo lo miré sorprendido, con una sonrisa incrédula, como tratando de confirmar si lo
que oía era cierto; ¿me estaba proponiendo que la grabase mientras cogíamos?
—Sí, grabala. No me mires así. Haceme caso. Grabala y sacale fotos. Decile que es
un jueguito.
Yo me reí fuerte. Alguien de otra mesa miró con asombro. Luego pregunté:
—¿Y qué hago con eso?
Yo suponía qué era lo que tenía que hacer con las grabaciones, pero quise
escucharlo de su boca.
—¿Cómo que “qué hago”? ¡La extorsionás, querido!
—Es que yo no quiero extorsionarla.
Realmente no quería extorsionarla. No quería pasar por eso. Yo no era esa clase de
persona. No tenía agallas para hacerlo.
—Lo vas a tener que hacer. No te va a quedar otra. Vos te metiste con una mina
jugando sucio. Tenés que salir jugando sucio. De la mierda se sale con más mierda. Hay
manchas que no se limpian, se tapan.
Tenía razón; cuando uno juega sucio, la única salida posible es seguir jugando sucio.
Al menos una última vez.
Juan volvió a hablar y puso un manto de cordura a la charla:
—Igual, ojo. —Me miró como indicando que iba a decir una perogrullada—: ¿Todo
esto me lo decís porque ya le planteaste que querés dejar de verla y reaccionó como el
culo?
—No.
—¿Y por qué no probás diciéndole la verdad?
Levantó la voz, de las mesas vecinas nos miraron.
—Porque estoy seguro de que no va a reaccionar de la mejor manera, se la ve
enamorada.
Juan suspiró.
—Bueno, entonces, antes de extorsionarla, probá diciéndole la verdad. Decile que
amás a Laura, y que lamentás lo que pasó. Que te confundiste. Por ahí...
—Sí —me entusiasmé—, tenés razón. Es psicóloga, una intelectual. Tiene la mente
abierta. Me va a entender mejor que nadie.
—Lo dudo. Pero probalo. No perdés nada. Además, si la cosa se pone fea, tenés una
carta maestra para sacar. Le ponés sobre la mesa una foto de ella en pelotas, o un video
mamándola, y le decís que, si no la entiende por las buenas, lo va a entender por las malas.
Que la vas a escrachar en todos lados.
Me acordé de la frase “le haré una oferta que no podrá rechazar”, de El Padrino. Me
sentí importante.

Como soy muy meticuloso, decidí hacer las cosas de forma lenta, pausada, con la
sutileza necesaria como para que Rosana no se diera cuenta de lo que estaba tramando.
Durante varios días nos vimos y yo actué como si nada estuviera pasando, sin exagerar
cariño ni mostrarme distante. En nuestros encuentros sexuales, no mencioné en absoluto mi
supuesta fantasía de grabarnos o sacarnos fotos, pero sí le conté, como una curiosidad, que
un amigo lo había hecho.
La siguiente semana, mientras estábamos en la cama, sí mencioné el tema, pero traté
de hacerlo de manera de que fuese ella quien lo propusiera. No lo propuso.
A los pocos días, nuevamente en un hotel, volví a sacar el tema, como quien no
quiere la cosa, y finalmente, fue ella quien lo propuso:
—¿Sabés qué estaría buenísimo?
—¿Qué?
Me hice el distraído.
—Grabarnos y sacarnos fotos. Y hacer nuestra propia porno.
—¿Grabarnos? ¿Te parece? No sé... —dije fingiendo sorpresa.
—¡Sí! Sería superexcitante.
—Sí... No sé, la verdad... Puede ser. No te prometo nada.
—¡Dale! Me ratonea la idea. Me gusta.
—Es que me da miedo de que Laura pueda encontrar alguna foto o algún video.
—No pasa nada. Si lo guardamos bien, nunca se va a enterar de nada.
—Okey. Vamos por la segunda y vemos qué es lo que pasa.
Con mi celular como herramienta indispensable del erotismo cinematográfico,
comencé a ejecutar la segunda parte de mi plan.
Como había dicho Juan, mi propuesta la había entusiasmado y excitado
sobremanera: me pedía que le sacara fotos, que le dijera y propusiera cosas sucias. Que
fuera su amo. Yo, mientras la retrataba, sentía una culpa y un remordimiento enormes. Así
que, como el psicópata que planea un asesinato y finge hacerse amigo de su víctima, me
encargué de no dejar huellas ni dar indicios, cuidándome, desde luego, de quedar siempre
detrás de cámara.
Ese mismo día me encargué de borrar cada foto y video del celular, no sin antes
pasarlo a un CD. Del cual, claro, hice una copia y se la di a mi amigo Marcos para que la
guardase por las dudas, como si fuera un tesoro invaluable. Si Rosana se violentaba e
intentaba quitarme o romper la que yo le llevaba, tendría con qué seguir amenazándola. Al
menos eso es lo que hacen en las grandes películas policiales, y les funciona.
Laura, por su parte, con la percepción que la caracteriza, comenzaba a notarme raro
y a interrogarme al respecto. Yo me excusaba diciendo que me sentía agobiado por tanto
trabajo, y que además no lograba adaptarme a Roberto, mi nuevo psicólogo. Que desde
luego no era Roberto, sino Rosana, pero Laura —con sus ataques de celos cada vez más
frecuentes— no tenía por qué saberlo.
Así que ya tenía mi as bajo la manga. Podía librarme de Rosana y todos sus defectos
sin levantar sospechas y así volver de una vez por todas a mi vida tranquila y sin engaños.
No obstante, hasta el momento de encontrarme con ella, debía actuar lo más naturalmente
posible: cualquier indicio de que iba a dejarla era un peligro inminente. Ella podría sentirse
amenazada y llamar a casa o aparecerse, y así arrastrarme al mismísimo infierno junto a ella
para vengarse, para no hundirse sola.
De modo que, con la sutileza que venía teniendo hasta el momento, le fui enviando
algún que otro mensaje cariñoso, amable, pero adelantándole que tenía que hablar con ella.
A los pocos días, como ella realizaba un curso de terapias alternativas en el barrio
de Palermo, nos encontramos en un bar de la zona.
En principio, no sabía muy bien en qué formato llevar las fotos: ¿cuál sería menos
riesgoso?, ¿cuál sería el más plausible de ser distribuido por alguien que no fuera yo?, ¿cuál
sería más efectivo para asustarla? Después de analizar varias alternativas, resolví llevarlas
de la manera que me fuera más sencilla y a su vez fuera la más efectiva. Las imprimiría en
mi trabajo, en hojas A4, las que usábamos para imprimir todo tipo de documentos. Irían del
CD a la impresora y de la impresora a mi bolso. Nada más. Además, después de todo, si
llevaba, por ejemplo, un CD para mostrarle, no me aseguraba de que se asustara
inmediatamente, y corría el riesgo de que, hasta el momento de verlas —acompañadas de la
siempre efectiva frase “tengo copias, no te gastes en romperlo” —, cometiese una locura y
buscase contarle todo a Laura.
A las seis de la tarde estuve allí, con las fotos en mi bolso y con una ansiedad que
me atormentaba. Ella llegaría a las seis y media. Yo no sé llegar a horario; o llego muy
temprano —cosa que siempre sucede, a causa de mi ansiedad—, o llego muy tarde.
De modo que senté junto a la ventana para poder mirar hacia afuera y hacer tiempo.
Decidí que tomaría una cerveza. Como no veía a ningún mozo cerca, le hice señas al tipo
de la barra y éste, también con un gesto, me indicó que de inmediato se acercaría alguien. A
los dos minutos, se acercó una camarera. Cuando la vi, me pareció que estaba buena, que
tenía buen cuerpo, pero que era un poco petisa. “Es linda”, pensé, “y está poniendo una cara
extraña, ¿qué carajo le pasa?”. Cuando la vi de cerca, lo descubrí: era Carla. Aquella que
me había llenado de masajes corporales toda la noche para luego negarse a tener sexo
argumentando que yo la había inhibido hablando de mis exparejas. Una loca. Aunque era
comprensible su cara de desagrado, pues no me había portado nada bien con ella aquel día.
—¡Qué gusto verte por acá! —me dijo con ironía parándose al lado de mi mesa, con
la carta en la mano. Estaba más flaca, con el pelo más largo, y ya no se vestía como un
muestrario de telas andinas, sino que llevaba una vestimenta más urbana y pegada al
cuerpo. Le quedaba fabulosa.
—Me alegra que me recibas con tanto énfasis. Se nota que te da gusto verme.
—Siempre es un gusto saber de vos.
—Lo sé. Tengo el defecto de caerle bien a todo el mundo.
—Estaba siendo irónica, querido.
—¡Yo no!
Le sonreí. ¿Cuántas posibilidades había, dentro de una ciudad tan grande como
Buenos Aires, de que el día en que iba a intentar deshacerme de una amante, otra vieja
amiga se apareciese in situ? Era una locura. Algo increíble. Pero a mí me sucedían esas
cosas. Bastaba con recordar a Mariana y el asunto de las cervezas con orina para
comprobarlo. Por eso no me sorprendí. Tomé tal coincidencia como un hecho natural. Una
muestra del destino de que todo el mal que yo le había hecho a las mujeres me volvería un
día, todo junto y de un solo golpe.
—Bueno —me dijo—. ¿Qué hacés por acá?
—Vine a tomar algo. Me encuentro con una amiga.
—¿Una amiga?
—Sí, una amiga que va a llegar en cualquier momento —le dije para que se fuera,
para que me dejara solo, para que me atendiera otra camarera o para que me pegase un tiro
en la cabeza. Algo que sin dudas me sacase de esa situación, que era de lo más incómoda.
—Mirá vos. ¿Y no podías ir a otro bar? Hay setecientos millones de bares en
Palermo, ¿justo este tenías que elegir?
—Yo no lo elegí. De haber sido por mí, ni venía a Palermo.
—Bueno, che, no te enojes. Es un chiste que te hago. Decime, ¿qué vas a tomar?
—Cerveza.
—¿Veneno no?
—No, gracias. Para veneno ya tengo con mi propia sangre. Traeme solo la cerveza...
Cerrada, por favor.
Si yo lo había hecho, ella también podría hacerlo. Aunque en su caso sería un poco
más difícil, físicamente hablando. Ella me miró extrañada, evidentemente, no entendió lo
de “cerrada”, pero así lo hizo. Se fue y a los pocos minutos volvió a mi mesa con un chopp
y un pequeño plato con palitos salados. No me había hecho caso.
—Te tengo que cobrar ahora, no vaya a ser cosa de que salgas corriendo y no
pagues.
Iba a responderle diciendo que yo sí me hacía cargo de lo que consumía, y que me
hacía cargo hasta el final. Y que pagar era parte de eso. Pero me pareció que eso hubiese
generado más discordia, y, a decir verdad —teniendo en cuenta que en cualquier momento
llegaría Rosana—, no estaba en posición de recibir ataques por dos flancos distintos.
—Carla, si te lastimé, si esa noche no reaccioné como se suponía que debía hacerlo,
te pido perdón. Pero estoy a punto de recibir a una amiga que está pasando por una
situación difícil, y quiero dedicarle tiempo.
—No te preocupes, no te voy a hacer nada. Estoy trabajando. Además, yo nunca me
sentí ofendida por lo que pasó esa noche. Reaccionaste mal, pero fuiste auténtico, estabas
caliente. Además, yo un poco de culpa tuve. Lo que a mí me jodió de vos fue otra cosa.
¡De pronto yo era culpable de otra cosa! Hacía por lo menos dos años que no la
veía, que no sabía nada de ella, ¡y de pronto era culpable de otra cosa! Se lo pregunté:
—¿Qué cosa, Carla?
—¿Cómo qué cosa? No te das cuenta, evidentemente. Escribiste un cuento
describiendo tal cual la noche que pasamos juntos y lo publicaste en tu blog. Todo el mundo
lo leyó. ¡Me hiciste quedar como una histérica!
—Bueno, pero nadie te obligó a meterte a mi blog a leerlo. Además, nadie sabe que
sos vos.
—¡Yo lo sé, y con eso me alcanza! Porque además es obvio que nadie lo sabe. Ese
personaje puedo ser yo o puede ser cualquiera. Pero yo sé que soy yo y verme reflejada así
me hizo sentir peor que si me hubieses violado.
¿De verdad me estaba pasando eso? ¿No me había despertado en un mundo paralelo
donde todos se habían vuelto locos, donde cada acto que yo había realizado en el pasado se
me volvía en contra?
—Me parece que estás exagerando un poco, Carla. Tanto como violado...
De pronto escuché que la puerta se abría y la vi entrar a Rosana. Ella también me
vio, me saludó con la mano y comenzó a caminar hacia la mesa.
—Ah, tu amiga —me dijo Carla bajando el tono—. Quedate tranquilo que no voy a
hacer nada.
Rosana llegó a la mesa.
—Hola.
—Hola.
—¿Qué tal? —preguntó Carla.
—Bien. Te pido un café en jarrito.
—Muy bien —dijo Carla, y se retiró a buscarlo.
—Es un lindo bar, ¿viste? —me dijo Rosana, acomodando sus cosas en la silla vacía
que quedaba de la mesa.
—Sí, es un lindo lugar. Parece tranquilo. Y hay poca gente.
—Sí, está siempre así: no mucha gente, buena música. Se puede estudiar tranquilo.
Charlamos un rato más de cosas poco importantes y Carla volvió con el café.
—Acá está.
—Gracias.
—¿Algo para acompañar?
—No, te agradezco —respondió Rosana. Carla se fue.
—¿Te pasa algo? —me preguntó de inmediato. Ella sabía que me pasaba algo. Ella
sabía que yo la iba a dejar. Tenía una inteligencia superior a la mía o tenía malditos poderes
mentales o intuición femenina, que, para el caso, son lo mismo.
—No, no me pasa nada.
—¿Nada? ¿Y de qué querías hablar, entonces?
—Te llamé porque necesito hablar con vos, Ro.
—¡Qué cara! ¿Es algo grave?
Frunció el ceño y me miró con desconfianza.
—No, para nada. Son cosas, cosas que estuve pensando. Cosas que nos vienen
pasando en realidad.
—¿Cosas que estuviste pensando o que nos vienen pasando?
La odiaba cuando se ponía tan analítica.
—Las dos cosas; que nos vienen pasando y que a raíz de eso las pensé.
—Veo. Por tu cara parece que no son muy buenas las noticias.
—No, no. Depende. Depende de cómo lo miremos. Yo creo que puede ser muy
bueno para los dos.
—¿Vos me citaste acá para decirme que no querés verme más?
“Okey, tiene poderes mentales”, pensé, “o yo soy demasiado obvio y estúpido”. Me
sentí estudiado. Analizado. Desnudo e indefenso. No me dio vergüenza ser un cobarde e
intentar perderla en un mar de palabras sin sentido que dieran como resultado que ella
entendiera que no verme más era lo mejor que podía pasarle en la vida (hoy que lo pienso,
quizás así lo era).
—¡No, en absoluto! Yo jamás tomaría una decisión así por los dos... Es algo que, de
última, tenemos que charlar juntos... Además me parece que, en todo caso, es algo que va
mucho más allá de una decisión, Ro. —Hice el gesto de comillas con las manos cuando dije
la palabra “decisión”. Entendí que, en algún momento de la vida, todos nos rendimos ante
ese gesto tan asqueroso. Proseguí con mi speech—: Es algo intrínseco a este tipo de
relaciones, simplemente. Por eso digo que no es una decisión —nuevamente hice el gesto
de comillas—, sino que, digamos que es algo que se cae de maduro...
Me interrumpió con una inesperada sonrisa:
—¡Dejá de hablar estupideces, Santiago! Te cansaste de garcharme y ahora te querés
borrar.
—¡No te voy a permitir!
—¡Es así! Y yo lo entiendo. ¿Te creés que sos el primer tipo con el que me acuesto?
—Imagino que no. No sé...
—¡Claro que no!
—Ro —retomé dentro de la charla la vertiente de la “separación”—, a lo que voy es
que no es algo que pase por mí o por vos. Es que quizás no es el mejor momento para
relacionarnos.
—¡Ay, por favor, Santiago! No se trata de momentos. Uno quiere o no quiere. No te
quites responsabilidad echándole la culpa al entorno. Si me decís que querés dejar de
verme, es porque vos querés, no porque las circunstancias te obligan.
Por alguna razón no perdía la calma, y cada cosa que decía la decía con una sonrisa
y una mueca de superación en el rostro. Con algo de gozo. Lejos de la típica actitud de
superación/escudo que pueden fingir las personas en casos similares. Como niños que,
cuando les quitan un juguete, se defienden diciendo que no lo querían. En ella era todo real.
Y eso me asustaba.
—Es que está Laura, Rosana. No me siento capacitado para dejarla. Y lo nuestro fue
muy rápido, muy intenso. No sé, nos dejamos llevar...
—Santiago —me interrumpió como si me hubiese zamarreado fuertemente con sus
brazos. Los brazos de un gigante contra un enano, de un padre a un niño—. Santiago, no
tenés que explicarme nada. No soy una nena. Soy muy consciente de que si me meto con un
tipo casado...
—¡No estoy casado! —la interrumpí con vehemencia, tenía que aclarar eso. Ella
largó una carcajada que llamó la atención del resto de las personas que estaban en el bar.
—Es lo mismo. Vivís en pareja, bajo el mismo techo. Es casi lo mismo que estar
casado... A lo que me refiero es a que ella es la persona más importante en tu vida. La amás
y eso se nota. Lo mío fue distinto: nos calentamos, cogimos, nos sacamos las ganas y listo.
La pasamos bárbaro.
Me paralicé. Sus palabras me sonaban demasiado duras. No era como otras mujeres.
De todas las mujeres con las que había tomado un café en mi vida, una mitad pedía lágrima
y la otra pedía té. Todas usaban edulcorante. Pero Rosana fumaba Marlboro, tomaba
cerveza o café bien negro y endulzaba con azúcar. Eso la definía.
Seguía hablando como una psicológica; profiláctica, distante, profesional. Revolvía
el café con una calma temeraria. Como si no le costase nada de trabajo decir lo que me
estaba diciendo, dándome una devolución casi científica de lo que habíamos vivido:
—La pasamos bien. Tenemos buen sexo. Nos reímos, pero no pasa de eso. Con ella
tenés otra cosa, algo más real. Más a tu medida. —Sorbió el café, pensó un segundo, lo
apoyó sobre la mesa y mirándome fijo agregó—: Lo que pasa es que vos sos tan inseguro
de vos mismo que necesitás que una mina te rompa las pelotas todo el tiempo para sentir
que la tenés en tus manos.
En mi cabeza sus palabras sonaron con eco. Suspiré. Realmente no quería escuchar
todo eso. ¿Qué era real y qué no? ¿Qué cosa era hecha a mi medida? ¿Cuánto había de
cierto en lo que me decía?
Carla atendía otras mesas y no se daba vuelta para mirarnos ni aunque sea un
segundo. Estaba solo ante el mundo, ante Rosana.
—¿Sabés? Yo no tuve papá. Yo me acostumbre a arreglármelas sola, con mi mamá.
Dos mujeres solas. Nunca necesitamos que un hombre nos proveyera. Ni que un hombre
nos pusiera límites. Yo me crié sin un hombre y puedo vivir sin depender de uno.
Le faltaba caer en el típico discurso feminista de que los hombres somos solo un
falo que sirve apenas para engendrar, y mi persona se hubiese visto reducida al tamaño de
un insecto. De una cucaracha aplastada.
—Vos necesitás que alguien dependa de vos. Otro tipo de mina. Y eso yo no puedo
dártelo. Lo siento mucho, pero es así.
Cuando dijo esa última frase, pensé que se iba a levantar y se iba a ir. Pero se quedó.
Esa no era la última frase de una mujer despechada que se paraba y se iba, era la última
frase de una profesional de las emociones. Una máquina programada para no sentir dolor,
ni frío, ni hambre; el Rambo de la psicología y las relaciones humanas. Que no escapaba.
Que se quedaba dando batalla.
—Mirá, Rosana, puede que tengas razón, pero también es cierto que amo a Laura y
no puedo dejarla. No me imagino viviendo sin ella. Y no es que tenga algo contra vos, al
contrario. Pero no sé, no puedo...
—Todo se termina, Santiago. Nos queda lo que vivimos. El recuerdo. Teníamos
buen sexo, la pasábamos bien. Nos gustaba conversar, pero nada más...
“Teníamos buen sexo, la pasábamos bien, nos gustaba conversar, pero nada más…”.
¿”Nada más”? ¿A caso se necesita algo más? ¿Eso era poco? ¿Cuáles eran todas esas cosas
que para ella llenaban ese “nada más” que nosotros no teníamos? Nunca voy a saberlo.
—Te repito, no tenés que explicarme nada. Lo entiendo y lo acepto. Además yo
también estoy con alguien.
No sé por qué, pero un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
—¿Cómo que estás con alguien? No entiendo.
—¿Qué no entendés, Santiago? Me estoy viendo con alguien. No es tan complejo de
entender.
—Sí, sí, te entiendo, pero no me lo esperaba.
—¿Qué no te esperabas? ¿Que yo también sintiera deseos por otros?
No supe qué contestarle. Me sentí ¿ofendido?, ¿disgustado? Quise saber quién era
ese alguien.
—¿Y quién es? ¿Cómo se llama?
Ella se rió de mi pregunta. Parecía gozar con lo que me estaba contando.
—¿Qué importa cómo se llama?
—¡Sí importa!
—Raúl se llama, Santiago. Y es amigo de mi mamá.
—¿Un amigo de tu...? Yo no lo puedo creer, ¿cuántos años tiene, 78? ¿Te dejan
hacer visitas sanitarias en el geriátrico?
—¡Ay, por favor, no seas irónico! Es un hombre joven. Tiene 50 años. Y, para tu
información, está muy bien. Se mantiene en forma. Además él no necesita que le rompan
las bolas para sentirse hombre. Él quiere sexo y nada más.
—Yo no puedo creer lo que me estás diciendo. ¡Yo también puedo ofrecerte eso!
—¿Qué te sorprende? ¿Te creés que una mujer va a correr a vos cada vez que la
llamás? Vos tenés tu vida y yo tengo la mía. Y así está perfecto.
—Sí, lo sé, pero...
—Este tipo me gusta. —Mucho no me dejaba hablar, en eso sí se parecía a otras
mujeres—. Tiene la vida resuelta. No tiene dilemas existenciales. Me quiere meter en la
cama y listo. Y por eso me lleva a pasear, a comer a los mejores lugares. Me hace sentir
sensual.
Yo estaba aturdido, asustado. Nos quedamos en silencio durante un rato. Carla pasó
por al lado nuestro, por detrás de Rosana, para atender a unos clientes que recién se habían
sentado y me hizo el gesto de “okey” con ambas manos. Irónicamente, claro, pues era
evidente que escuchaba lo que estábamos hablando. Traté de concentrarme en la charla:
—Yo no entiendo cómo podés estar con un tipo más viejo que yo. No lo entiendo.
—No seas tan drástico, Santiago. Tomate las cosas con un poco más de calma.
Disfrutá de la vida.
Yo detestaba que me dijeran eso.
—Yo disfruto de la vida. Lo que pasa es que no se nota. Pero la disfruto a mi
manera, como puedo.
—Lo sé, pero te lo digo para que trates de relajarte un poco más. Nada más.
¿Por qué estaba tan distante? ¿Estaba fingiendo? ¿Se hacía la dura? Quizás era eso,
pues ella solía ser más cariñosa, mucho más atenta. De pronto me vi interrogándola como
en un principio pensé que haría ella:
—¿Pero yo no te gusto? ¿Conmigo no tenés buen sexo acaso?
—Sí, claro que sí. Pero ya se terminó. Lo dijiste vos. Y tenés razón. Se terminó y
punto. Vos te tenés que quedar con Laura y yo sigo mi vida.
—Con Raúl.
—No, sola. Sigo mi vida sola. Puedo compartirla con Raúl, pero la sigo sola. Vos
deberías darte cuenta de eso. Estamos solos, desde que nacemos hasta que nos morimos.
A mí no me cabía en la cabeza que me estuviera diciendo eso: ¿quién era? Alguien
me había cambiado a la Rosana que conocía.
—Pero ¿y todo lo que nos prometimos? ¿Lo que íbamos a hacer si alguna vez yo
dejaba a Laura?
—Eso ya pasó, Santiago. No te apegues tanto a las cosas. Aprendé a soltar. Te lo
digo más como psicóloga que como amante...
—¡No digas la palabra “amante”, suena horrible!
—Somos amantes, Santiago. Nada más. No hagamos esto más difícil.
Se levantó de la mesa.
—¡Esperá, no te vayas!
—No me voy, voy al baño.
Cuando se levantó, la miré de atrás. Era escuálida, alta, de piernas largas. Vestía de
negro. Imponía poder y respeto. Eso me atraía, me volvía a atraer. Yo era un idiota. Un
idiota que tenía sentimientos según el rechazo o la aceptación del otro. Y era bueno darme
cuenta de eso, pero ¿cómo me curaría? ¿Con qué psicólogo lo hablaría? Debía conseguir
uno urgente.
De todos modos, si analizaba la situación más fríamente, el hecho de que Rosana
haya tomado mi decisión de esa forma, era lo mejor que podía pasarme. Después de todo,
yo había llegado allí para terminar con ella. Y eso era lo que estaba sucediendo. Y, como si
fuera poco, no había tenido que recurrir al uso extorsivo de las fotos y videos.
Me pregunté por qué me dolía tanto que ella tomase tan bien la decisión de dejar de
vernos. Por qué me sentía abandonado, solo, triste, desdichado. Por qué razón, en el fondo,
muy en el fondo de mí, esperaba una reacción distinta por parte de ella. Un manotazo de
ahogado quizás. Un intento de salvar la relación. No lo entendía.
De pronto, Carla se acercó a la mesa con una sonrisa burlona, decidida a
molestarme:
—¿Así que la querías dejar y ahora ella te está dejando a vos? Al fin y al cabo, no
pegás una.
—No me jodas, Carla. No es una situación sencilla.
—Imagino que no, pero desde afuera se ve muy divertida. Podrías escribir sobre
esto también... ¡Ah, no, pará, seguramente ya lo hiciste!
—De verdad, Carla. Si te jodió que haya escrito sobre nosotros, te pido disculpas.
Borro el cuento del blog, lo destruyo para siempre y listo.
—No se trata del cuento en sí, se trata de lo que vos hacés con tu vida y la vida de
los que te rodean. Las modificás a tu antojo, las manipulás. Tenés la insolencia de creer que
podés hacer con ellas lo que quieras. ¿Te preguntaste alguna vez si el recuerdo que yo
quiero tener de esa noche es el que vos retrataste? Quizás yo viví las cosas de manera
distinta y quiero recordarlas de otra manera. Pero vos escribís una, solo una, la historia
oficial, y no te preocupás por el otro.
—¡Nadie te impide escribir sobre eso! Sos actriz, hacé una obra de teatro.
De pronto Rosana regresó del baño y nos encontró hablando. No se sentó.
—¿Se conocen?
—Claro que sí —dijo Carla, y se presentó—: Carla, personaje de uno de sus
cuentitos.
Se dieron la mano. Rosana rió y comenzó a agarrar sus cosas para irse.
—Ah, el pequeño mambo Apenak de confundir realidad y fantasía. Límites poco
claros. Soy su psicóloga. Rosana, un gusto.
—Un gusto.
—Bueno, era su psicóloga.
—Mucho trabajo seguramente.
—Bastante, pero fue placentero.
—Misoginia, machismo, ¿algo más?
—Bastantes cosas más, pero nada que un poco de trabajo no pueda resolver.
Carla rió. Rosana se puso seria y me miró:
—En serio, Santiago, fue muy lindo lo que tuvimos. Lo voy a recordar siempre.
Siempre que venga a este bar me voy a sentar en esta mesa y me voy a acordar de este
altercado. Y bueno, voy a saludar a mi nueva amiga, Carla.
La miró a Carla. Carla la miró y rió.
—¡Por supuesto, dijo!
Yo la miraba desde abajo, como siempre la había mirado, como más me gustaba
mirar a las mujeres. Sentía que me estaba cargando.
—Y disfrutá la vida, que todo se pasa muy rápido. No pierdas el tiempo pensando
tanto. Hacé lo que tengas que hacer y punto.
—Quedate.
—No puedo.
—Pero... ¿Así, simplemente, sin despedirnos?
—Sí, Santiago. No necesitamos una despedida romántica.
—Puedo reconsiderar lo de dejar a Laura.
Estalló en una carcajada, Carla también.
—¡Callate, por favor! No seas ridículo.
Antes de salir, volvió a ser más inteligente que yo, y me volvió a sacar un peso de
encima:
—Ah, y no es necesario que cambies el número de tu celular o el teléfono de tu
casa. Quedate tranquilo, no te voy a llamar. Ni voy a llamar para contarle a Laura que
tuviste una amante. Yo conozco muy bien los códigos.
Al decir esto, me dio un último beso en los labios y se fue. Yo la vi pasar por la
ventana haciéndome “chau” con la mano. La vida, triste, inmensamente inabarcable, era
aún más triste y vertiginosa vista desde la ventana de aquel bar lleno de estudiantes. Nunca
más volví a sentarme allí.

El final de esta historia es algo predecible. En principio, tengo que adelantar que
varios meses después de mi relación con Rosana, Juan —quien se convirtió finalmente en
mi amigo, pese a la diferencia de edad—, murió repentinamente, de un ataque al corazón,
mientras cenaba en su casa.
Pero vamos por pasos: a Carla no volví a verla nunca más. A Rosana, desde luego,
tampoco. Pero después de aquel encuentro en el bar, temí que, por no haberla amenazado
con las fotos y videos, ella pudiese sentirse despechada y aparecerse como una loca, de
pronto, un día, en mi propia casa. Por suerte, eso no pasó. Sí me enteré mediante conocidos
que al poco tiempo quedó embarazada de Raúl y se habían mudado a un pueblo en
Mendoza, donde él abrió una nueva fábrica y ella se pasaba el día atendiendo pacientes
posiblemente mucho más calmados y cuerdos que yo y que los trastornados —intoxicados
de tanta city porteña— que atendía en Buenos Aires.
En cuanto a mi relación con Laura, me alegro de decir que no pasó nada
significativo ligado a esta historia. Ya que, esa misma semana —como le venía adelantando
con muchísima anticipación— y con la misma sutileza que había tenido con Rosana,
contratamos un nuevo servicio de internet, teléfono y televisión por cable, que por suerte
nos costaba mucho menos que el que teníamos y que además nos obligaba a cambiar
nuestro viejo número telefónico por uno perteneciente a su empresa. Así que, fuera de eso,
una sola vez —con ese sexto sentido, olfato celoso que tenía y que iría acrecentándosele
hasta los bordes mismos de la locura—, Laura me dijo: “No sé por qué insistís tanto con
esta empresa, si es igual que todas, y encima nos hacen cambiar el número que ya saben
todos nuestros amigos y familiares”. “Sí, pero es mucho más barata”, contesté yo, y el tema
acabó ahí.
Respecto a mi celular, esperé algunas semanas —tiempo crucial en el que no me
separé de él un segundo, por si llegaba una llamada inesperada—, y en determinado
momento lo vendí fingiendo perderlo, y me compré otro, con otra línea. Laura no sospechó
nada. Y si lo hizo, jamás se atrevió a plantearlo. Si alguna vez Rosana llamó, o no lo hizo,
no me enteré.
Lo que sí fue bastante particular fue mi relación con Juan, mi expsicólogo y ahora
amigo, aunque su historia tuvo para mí un final triste y sorpresivo. Algo inverosímil, para
mi gusto.
Luego de aquel último encuentro con Rosana, y ante la desolación y el desprecio
que sentía contra mí mismo, lo primero que me salió hacer fue llamar a Juan. Cuando le
conté lo sucedido, en el bar La Victoria, de Los Incas y Triunvirato, me dijo que lo mejor
que me podía haber pasado era que Rosana haya reaccionado de ese modo. “Después de
todo, si hay algo inquebrantable en este mundo, es el orgullo. Y esa mina, por como es,
aunque alguna vez quiera hacerlo, por orgullo, no vuelve a buscarte nunca más”.
De ahí en más, los siguientes meses, Juan y yo nos vimos bastante seguido.
Charlábamos, comíamos algo, mirábamos mujeres. Yo le hablaba de Laura y él me
aconsejaba poniendo ejemplos de su matrimonio.
Hasta que un día, Norma, su esposa, me llamó para contarme que él había muerto, y
que esa misma noche iban a velarlo. Yo no podía creerlo.

Se preguntarán qué hice con las fotos y los CD. Paso a explicar: las fotos las destruí
apenas Rosana me dejó a merced de Carla en aquel bar de Palermo, y las arrojé en el
inodoro del lugar. Y los CD, en un primer momento, se los encomendé a Marcos, para que
los guardara por si algún día llegaba a necesitarlos. Pero, cuando Juan murió, supe que
había llegado el momento de deshacerme de ellos. Y también el modo.
La noche misma de la muerte de Juan, le pedí los discos a Marcos, me fui hasta el
velatorio y le pregunté a Norma —luego de un gran abrazo y unas sinceras condolencias—
si podía dejarlos en el cajón, junto a él, ya que eran algo que de algún modo nos unía, y
quería dejárselos. Ella accedió con amabilidad.
Así era, esos dos discos eran el primer consejo que Juan me había dado como
amigo, lejos de su rol de psicólogo, desde su experiencia de “tipo con calle”. Además, a mí
me parecía que una buena forma de agradecerle a él su oído y sus palabras, y de
deshacerme de esos CD, era dejarle para la eternidad unas buenas imágenes de una mujer
desnuda.
De modo que cuando me llegó el momento de despedirlo, me acerqué al cajón y
puse, entre las flores y cartas, los dos discos.
Esa noche, al llegar a casa, lloré sobre la falda de Laura como hacía tiempo no
lloraba.
Con el tiempo, poco a poco, dejé de extrañarlo con dolor y comencé a recordarlo
con alegría, feliz por los momentos que habíamos pasado.

El desenlace inverosímil de esta historia es algo que sucedió mucho tiempo después.
Una noche, mientras Laura dormía y yo buscaba en internet fotos eróticas de chicas con
tatuajes y anteojos de pasta, encontré en Poringa —el concurrido sitio de pornografía
amateur argentino— varias de las fotos y videos que habíamos sacado y grabado con
Rosana.
Eran mis videos, eran mis fotos. Reconocí el lugar y lo poco que se veía de mi
panza y mi pene. Tenía cada imagen impregnada en la retina. No había posibilidad de que
fueran otras fotos u otras filmaciones. Tal vez ella se había prestado a la pornografía
amateur otras veces, pero en ese caso, yo estaba seguro de que eran mis fotos y mis videos.
Conocía la escenografía. Conocía mi pene.
De inmediato, llamé a Marcos para preguntarle si él se había quedado con alguna
copia o si había subido algo a internet.
—No, boludo. Te juro que no —me dijo—. Los miré unas cuantas veces. Pero no.
Yo confiaba en él.
—¿Tenés alguna copia? ¿Le diste alguna copia a alguien?
—Menos. Nunca salieron de casa. Ni siquiera los pasé a mi computadora. Mirá si
los encontraba la quetejedi.
—Bueno. Gracias.
Corté el teléfono, tomé valor y llamé a la casa de Juan para hablar con Norma. ¿Ella
habría sacado los CD del cajón antes de enterrarlo? ¿Qué le diría?
—Hola, Norma. Soy Santiago.
Me saludó.
—Te llamo porque quería visitar la tumba de Juan, y no sé donde está enterrado. Si
no fui antes es porque...
—Al final, no lo enterramos —me interrumpió—, Santiaguito. Lo cremamos.
—¿Lo cremaron?
—Sí. Íbamos a enterrarlo, pero al final me arrepentí. El cuerpo no es nada. Lo que
cuenta es otra cosa. Y que esté enterrado o no esté es lo mismo.
—Es verdad.
¿Había sido ella quien subió las fotos y videos a internet?
—Así que, bueno, igual podés pasarte a tomar unos mates un día, y lo recordamos...
—Sí, cuando gustes... Norma, disculpá que te cambie de tema, pero ¿sabés si
alguien sacó los discos que yo puse en el cajón el día del velorio?
—No, nadie tocó nada. Apenas te fuiste, cerraron el cajón delante de mí, y al rato lo
cremaron con todo adentro. ¿Por qué preguntás?
—No. Por nada. Curiosidad.
Me despedí y corté, contento, porque sabía que, quizás, en el cielo, con internet y
pornografía, Juan la estaba pasando bárbaro.
CAPÍTULO 7

Un ser humano despreciable


Me estaba yendo bien, al menos en apariencia, pues gozaba de cierto prestigio
gracias a la publicación de un libro que había escrito por encargo, un ensayo bastante
interesante que hablaba de los grandes escritores y su relación con los bares y la bebida, y
en cuya presentación una vieja amante había irrumpido al grito de “sos un hijo de puta,
¿cómo pudiste publicar un cuento contando todo lo que hacíamos en la cama?”. Y tenía
razón, al menos en el hecho de que ni siquiera había disimulado su nombre, su profesión y
su lugar de residencia, y ella estaba casada. Pero, para no dar el brazo a torcer y no pedirle
disculpas en público, le respondí diciendo que su mamada era la mamada más grandiosa
que mi pija había probado, y que el mundo debía enterarse de eso. “El talento tiene que ser
reconocido, Natalia”, le dije como remate. Y no mentía. Acto seguido, recibí un golpe
durísimo en la frente con el lomo de mi propio libro, que ella había arrojado desde el otro
lado de la sala, y me desmayé.
Cuando desperté estaba rodeado por todas las personas que antes me escuchaban
sentadas, y que ahora me sacaban fotos como si yo fuese una especie animal desconocida o
un tiburón recién sacado del agua. Esa fue la foto que dio vueltas por todos lados: el suelo,
mi cara sangrando, mi libro a un costado y mi camisa empapada con la cerveza que estaba
bebiendo. Toda una postal de mi persona.
Mentiría si dijera que tremendo alboroto me cayó en desgracia, pues la
espectacularidad del hecho me propinó como recompensa unas cuantas notas en radios,
revistas y diarios, y me crearon la fama de donjuán. Además de que, en un golpe de suerte,
del que aún descreo, una periodista unos cuantos años más grande que yo —sensual,
madura e inteligente; combo que podemos acordar como el más excitante de todos—, me
calificó como un joven “alto, buen mozo y carismático”. De más está decir que la llamé de
inmediato para agradecerle sus palabras y, desde luego, para invitarla a tomar algo. Pero fui
rechazado.
—Lo que se dice en los diarios no siempre es cierto —me dijo.
—Lo sé, pero tenía la esperanza de que sí lo fuera en este caso —le respondí.
—Puede que lo sea, pero es trabajo y las palabras no siempre deben mezclarse con
la vida cotidiana.
—Coincido: siempre es trabajo. Siempre. Pero yo sufro del pequeño vicio de
mezclarlas y volverlas la misma mierda.
—A todos nos pasa. Hay que saber curarse a tiempo.
—Además, vivo de contar esas historias. Por eso te llamo, para que me ayudes a
terminarla.
—Me encantaría, pero estoy casada. Así que vas a tener que imaginártelo todo. No
voy a poder ayudarte.
—Es una lástima, pero así será entonces. Con las bellas palabras que publicaste me
alcanza. Gracias.
—De nada.
Como decía, me estaba yendo bien, pero solo en apariencia. El adelanto que había
cobrado por la escritura del libro se me estaba acabando y las ventas no me dejaban lo
necesario. Estaba subsistiendo de casualidad.
Laura, por su parte, empezaba a preocuparse de que yo no generase ingresos, y las
deudas y cuentas por pagar empezaban a asomarse en el horizonte como una horda de
indios a caballo que se aproximaban para asesinarme. Algo tenía que hacer.
Llamé a todos los conocidos posibles: directores de cine, editores, productores,
periodistas y publicistas, pero ninguno tenía un trabajo para darme. Estaba jodido.
Hasta que un día, cuando ya parecía que Laura iba a echarme de casa por insolvente,
recibí un llamado que me devolvió las esperanzas, pero que, por desgracia, me despertó de
mi siesta:
—Hola.
—Sí, buenas tardes. Me gustaría hablar con Santiago Apenak.
—Él habla, ¿en qué puedo ayudarlo?
La voz sonaba confusa. En el momento no supe si era un hombre joven, un
adolescente o un viejo.
—Ah, ¿qué tal? Me pasó tu teléfono…
Dudó en decir quién le había pasado mi teléfono. Pensó, hizo memoria.
—¿Y por qué asunto es? —pregunté yo antes de que pudiera continuar. No me
importaba cómo había obtenido mi teléfono. Yo quería dormir la siesta.
—Es por un trabajo —me dijo.
—¿Y qué tipo de trabajo es? —pregunté. La cosa empezaba a interesarme.
—Me gustaría que escribieras un cuento.
—Puedo hacerlo.
—Bárbaro. ¿Y cómo trabajás?
Como podía, trabajaba como podía: dejaba todo para último momento. Me daba
miedo la puta hoja en blanco. Me distraía casi cualquier cosa. Me masturbaba para
relajarme. Me drogaba para concentrarme. Fumaba. Bebía café. Luego salía a caminar y, de
pronto, el texto salía. No sabía cómo, pero salía. Pero no podía decirle eso. Tenía que
mostrarme más profesional.
—Depende de lo que quieras que escriba, ¿tenés algo escrito? ¿Alguna idea en
mente?
—Tengo una idea, pero nada escrito. Sería mejor que nos juntemos a charlarlo en
persona.
—¿Para cuándo necesitás el cuento?
—Para cuando lo tengas listo. Total es para que te lo quedes vos.
¿Qué clase de estúpido me pagaría para que le escriba un cuento y luego me lo
quede yo? A no ser que fuera un inversor que luego me pidiera porcentaje de posibles
ventas, era un idiota.
—¿Y para querés que lo escriba si no te lo vas a quedar?
—Porque mi esposa y yo queremos ser los personajes.
Estaba enfermo. Desde que escuché su voz al comenzar la conversación —un
minuto, un minuto y medio atrás—, supe que ese no era un tipo normal. Es más, al escuchar
sonar el timbre del teléfono, tuve la sensación de que ese llamado no podía traer nada
bueno. Pero tenía que trabajar. Necesitaba el dinero; Laura me iba a poner de patas en la
calle. Así que le dije que sí.
Si bien no habíamos hablado de dinero, estaba seguro de que una persona que
llamaba para pedir eso tenía todas sus otras necesidades cubiertas, pues debía contar una
buena cantidad de dinero en el banco.
Como el tipo no me agradaba, y por ende, el trabajo me resultaría más pesado de lo
habitual, le pedí una suma de dinero irrisoria. Si me decía que no, no me perdía de mucho;
más abajo no podía caer. Para mi sorpresa y contento, el muy estúpido aceptó. Así que de
inmediato arreglamos para encontrarnos.
Cuando llegué a su casa, tres días después—una mansión imponente ubicada en
Junín y Las Heras, pleno barrio de la Recoleta—, entendí que tendría que haberle pedido
aún más dinero que el que le había pedido. Pero ya estaba ahí y no podía desdecirme.
Llegué puntual. Toqué timbre y, a los pocos segundos, él me abrió la puerta.
—¿Alex? —pregunté, aunque suponía que era él.
—Santi —afirmó mi nuevo y calvo cliente, mientras me daba un leve abrazo. Me
preguntó cómo estaba y me dijo que pasara.
—Es un gusto conocerte.
—Gracias. Igualmente.
Mentí. Entramos a la casa, era enorme. El living —o lo que supuse que era el living
—, era tan grande como el salón de actos de mi escuela primaria. Quizás más grande. Todo
estaba decorado en blanco y negro, con algunos retoque de bordó en ciertas paredes. Mucho
cemento y ladrillo a la vista. Muebles minimalistas hechos en vidrio y metal. Ventanas
amplias que daban a un jardín. Y una biblioteca que no me despertó ganas de revisar. Se
notaba a simple vista que era una casa vieja, pero estaba perfectamente reciclada, como
Alex, que tendría unos cincuenta años, pero se vestía como un tipo de veinte.
El pelado en cuestión me preguntó si quería tomar algo y yo le dije que sí. Me dio
tres opciones, elegí la cerveza. “Bárbaro, ya vengo”, me dijo y fue a buscarla.
En seguida regresó con dos botellas y se sentó enfrente de mí. Nuevamente me dijo
que era un gusto conocerme, que estaba contento de que yo estuviera allí. Yo, por supuesto,
agradecí servilmente. Luego agregó:
—La que va a estar realmente contenta de que estés acá es mi esposa.
—Bueno. Me alegro. Ojalá podamos hacer un buen trabajo.
Levanté la botella invitándolo a brindar.
—Estoy seguro de que lo vamos a hacer —me dijo. Y chocamos las botellitas.
Luego cada uno tomó un trago. Yo bebí un sorbo grande. Tenía sed.
Le pregunté cómo sería el trabajo, qué tenía pensado.
—Bueno. Eso es algo que me gustaría contarte cuando llegue mi esposa.
—Perfecto —dije yo, sin comprender muy bien el motivo.
—¿Así que tuviste un altercado en la presentación del libro? —me interrogó. Todo
el mundo en la última semana me hablaba de eso. Ya empezaba a cansarme.
—Sí. Nada grave. Una vieja amiga que evidentemente no había quedado contenta
con mis servicios.
Se rió.
—Suele pasar. Las mujeres son especiales.
—Sí que lo son. Pero eso las hace tan encantadoras, ¿no?
—Totalmente.
Me ponía un poco incómodo el hecho de no estar haciendo nada. No me gustaba la
situación. Quería hablar de negocios e irme. Nunca me había resultado nada fácil mantener
ese tipo de conversaciones. Pero tenía que aguantar. Necesitaba el dinero.
—¿Hace mucho que estás casado?
—Un año. Ella es mucho más joven que yo.
Por alguna razón, Alex necesitó aclarar que su esposa era más joven. Quizás, porque
se había dado cuenta de que a mí me había asombrado un poco el hecho de que él fuese un
tipo grande, entrado en años, y que hiciese recién solo un año que estaba casado. Pero todo
era posible, pues podía ser desde un segundo matrimonio de ambos hasta una pareja de
solterones que había encontrado el amor recién a los cincuenta. No tenía que ser como era
—un tipo de cincuenta saliendo con una chica casi treinta años menor—, pero lo era, para
regocijo del muy desgraciado.
—Ah, mirá vos. ¿Mucho?
—Bastante. Treinta años, más o menos.
—Mirá vos qué suertudo.
Se rió.
—Sí. Pero, bueno, no todo es color de rosas. Muchas veces se hace cuesta arriba.
—No, obvio, no todo es color de rosas.
De inmediato pensé en que a la que se le hacía cuesta arriba, teniendo que dormir
todos los días con un tipo como Alex, era a ella. Pero no la conocía, y ella también podía
ser tan insoportable como él. Incluso más que él, aunque, basándome tan solo en la
diferencia de edad, estimaba que estaba en lo cierto.
De pronto, escuchamos la llave en la puerta y supimos que era su esposa.
—Debe ser Emilia.
—¿Tu esposa? —pregunté.
—Así es —me respondió el suertudo pelado.
Me impacienté. Los segundos que Emilia tardó en abrir la puerta se me hicieron
eternos. Quería verla. Necesitaba saber si era la mujer más hermosa del mundo, o si, por el
contrario, estaba a la altura de él. Era una forma de saber si podía odiar más a Alex y
apiadarme de su persona. O bien odiarlos a los dos por igual. El misterio estaba a punto de
descubrirse.
Emilia abrió la puerta y entró. Era tan bella que sentí deseos de golpearlo,
maniatarlo y rescatar a esa princesa de pelo lacio y castaño de sus crueles garras de brujo
malvado. Era preciosa. Una criatura adorable y sensual. De cara angelical y cuerpo
delgado. De piernas largas y buenas curvas. Parecía Jessica Rabbit pero con los pechos un
poco más pequeños y armoniosos. Era la prueba fehaciente de que Alex tenía mucha pero
mucha plata.
Venía del gimnasio. Traía puesta una calza negra marca Adidas, una remera
ajustada, al tono, y el pelo recogido. Estaba transpirada y con las mejillas rosadas de tanto
calor corporal. Cuando me saludó y humedeció mi cara con su sudor y pude sentir su aroma
—un perfume exquisito—, me solivianté tanto que tuve ganas de tirarla sobre la mesa
ratona y lamerla y follarla ahí mismo, sin importarme si al calvo le molestaba o no. Si tenía
que golpearlo, lo haría.
—Hola. Es un gusto conocerte —me dijo en un tono amigable.
—¿Qué tal?
Tenía una voz y una forma de pronunciar las palabras que daban ganas de
escucharla decir groserías toda la tarde.
—Bien. ¿Vos? ¿Mejor después del golpazo que te dieron el otro día?
Otra vez el altercado. Era lo mejor y lo peor que me había pasado en la semana.
—Sí, bastante mejor. Gracias.
Le preguntó a Alex cómo estaba, intercambiaron la típica charla de concubinos
recién llegados a casa (cómo te fue hoy, cómo estuvo tu día, qué temprano que llegaste,
etcétera), hasta que ella anunció que se iba a bañar y que enseguida volvía.
—¡No! —la paró en seco Alex. Como si ella estuviese a punto de cometer un delito
o una fechoría.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella sorprendida por su tono.
—No te bañes. Es mejor así.
Parecía que secreteaban, pero lo hacían en voz alta y delante de mí.
—¿Te parece?
Tenían la misma actitud.
—Sí. Yo lo prefiero.
—Pero me da un poco de vergüenza.
—No te preocupes, es Santiago. No pasa nada.
Emilia se sentó al lado de Alex y quedó también enfrente de mí, y yo observé todo
consciente de que algo extraño había en ese diálogo, pero no me pareció tan importante y
preferí seguir con la charla, apurando el negocio.
—Bueno, me decía Alex que tienen ganas de que les escriba un cuento. Y ustedes
quieren ser los personajes.
—Sí, así es.
Lo miró a su marido buscando aprobación.
—Es así. Pero es un poco más complejo —aclaró el pelado.
—No entiendo.
Vaciló un instante, la miró a su esposa y, tras tomar coraje, dijo:
—Espero que no te enojes, pero nos gustaría que nos veas cogiendo y que, si tenés
ganas, te metas.
Me quedé sin palabras. Me estaban proponiendo hacer un trío. Querían pagarme a
cambio de sexo. ¿Y el cuento? ¿Y la literatura? ¿Y mis ilusiones de premio Nobel?
—Entiendo que es un poco chocante —aclaró Alex—. Pero no es tan sencillo como
hacer un trío o que nos veas cogiendo. Es un poco más complejo.
—Tiene otras aristas —agregó Emilia.
A mí me gustaba la palabra “aristas”. Y generalmente me gustaban las aristas.
—A lo que se refiere ella es a que... ¿Cómo decirlo? —Pensó, buscó las palabras. Se
lo notaba nervioso—. Nos gustaría que escribas el cuento, pero queremos que el cuento
trate sobre eso y que nosotros seamos los personajes, ¿se entiende?
—Se entiende —dije yo—. En primer lugar, te digo que me siento muy halagado
por la propuesta. Que quieran hacerme parte de algo tan íntimo es..., no sé, gratificante. Y a
la vez es un compromiso.
—¡Por eso te elegimos a vos! Sos el indicado. Mirá: Emilia leyó varias de tus
historias y siempre se ratoneó. La ratonea pensar que son cosas ciertas, que vos te metés
realmente en esos líos sexuales. Y cuando leímos en el diario lo que había pasado en la
presentación de tu libro, entendimos que todas esas historias eran verdad.
—Bueno, no todas lo son.
—¡Pero ésta puede ser una! ¿Entendés? Y nosotros seríamos los protagonistas.
El pelado, tras ver que luego de su propuesta yo no había salido corriendo
espantado, había pasado de estar nervioso a entusiasmarse como un infante. Su argumento
era convincente. ¿Por qué negarle a tan hermosa mujer la posibilidad de cumplir sus
fantasías? Si, después de todo, ella era hembra fascinante y yo me hubiese acostado con ella
aun cuando fuese yo el que pagaba, ¿qué podía perder?
—¿Querés que te diga algo más, Santi? —continuó con su argumentación—: Yo de
pibe quería ser escritor. Lo soñaba. Lo intentaba como nada en el mundo. Pero me cagué.
Tuve miedo. Venía de una familia de plata: mi viejo, abogado; mi vieja, doctora. Y no me
dieron margen para hacer otra cosa que no fuera meterme en la Facultad de Derecho y salir
manejando el buffet de mi viejo. No me quejo, hice plata. Conocí todo el mundo. Me como
todos los días una pendeja de veinte años. Pero mi sueño quedó un poco frustrado...
Después de haber escuchado la propuesta, tuve la sensación de que, cuando hablaba
de “una pendeja de veinte años”, no solo se refería a Emilia, sino a una distinta cada día.
Las ventajas de ser rico.
Alex siguió argumentando y diciéndome que, obtener un cuento de dicha situación,
dándole placer a su querida esposa, era también un goce para él, pues ya no le importaba
ser el escritor, le daba lo mismo quién moviese los hilos argumentativos. Él solo quería ser
el protagonista de un texto que luego sería publicado en un libro.
—Así que, como ves, son dos pájaros de un tiro... Tres, en realidad: vos ganás algo
de plata..., buena plata, no miserias, sino el doble de lo que me habías pedido. Y yo me saco
las ganas de aparecer en un libro, de ser parte de una publicación famosa, y ella cumple su
fantasía, ¿se entiende? Mejor no podría ser.
Lo pensé. Medité unos segundos en silencio y finalmente le dije que sí. Si el destino
me había puesto en el camino la posibilidad de ganar una buena cantidad de dinero de
forma tan rápida y tan sencilla, no podía rehusarme.
—¿El doble? —pregunté.
—El doble. ¿Necesitás algo más? —me dijo desafiante.
—Otra cerveza.
Quince minutos después, ya estaba todo listo. Decidimos que el mejor lugar de la
casa para hacerlo era en el living, ahí, donde estábamos. Para eso, Alex había bajado bien
las luces, con lo que logró una iluminación bellísima, había puesto música y me había
traído una vieja máquina de escribir. Una Olivetti celeste, clásica, de la década del setenta.
—Era mía —me dijo—. Me la había comprado para escribir una novela, pero nunca
pude darle un buen uso.
—Genial. ¿Y qué querés que haga con ella?
—¿Cómo qué quiero que hagas? ¡Que escribas! Lo que habíamos acordado.
—¿Ahora?
—¡Claro, ahora!
Yo pensaba en verlos coger, guardar toda la situación en mi cabeza y luego llegar a
casa y narrar el cuento en mi computadora. Pero su idea era otra: quería que yo me sentara
en el sillón, y mientras ellos iban haciéndolo, yo fuese describiendo todo en la máquina. Me
sentía un taquígrafo en un juicio donde yo era el único acusado.
—¿Fumamos un porro? —me preguntó.
Yo no podía negarme. Era un ingrediente más que necesario.
—Me encantaría. Ayuda.
—Siempre ayuda —me dijo, mientras se iba a otra habitación de la casa y yo
quedaba a solas con Emilia, que seguía sentada enfrente.
—¿Y? ¿Cómo estás? ¿Lista? ¿Nerviosa?
—Un poco ansiosa, para serte sincera —me dijo sonriendo y se levantó de su
asiento y se acomodó al lado mío.
—Bueno. Será cuestión de no perder el tiempo.
Nos comenzamos a besar suavemente, como si fuésemos dos enamorados en su
primera cita, y no dos personas que están a punto de tener una orgía con un pelado
extrañísimo.
—¡Bueno, bueno, bueno! Dejamos eso para después, que primero yo soy el
protagonista —nos interrumpió el pelado, trayendo un cigarrillo de marihuana en la mano.
—Haceme el honor. —Me lo dio junto a una caja de fósforos—. Encendelo vos.
—Con mucho gusto.
Encendí el cigarro y me recosté para mirarlos. Se los veía bien, cómodos, como
acostumbrados a tener espectadores. Parecían sacados de una de esas películas eróticas que
se encuentran haciendo zapping a las tres de la mañana.
Yo inhalé nuevamente el humo —esta vez una pitada más profunda—, y lo mantuve
en mis pulmones (el sillón, de cuero negro y almohadones sumamente mullidos, se sentía
realmente confortable), y a los pocos segundos exhalé larga y sostenidamente. Me estaba
relajando.
Ellos comenzaban a desnudarse. No me miraban, no por el momento. Pero sabían
que yo estaba allí y estaban actuando para mí.
La situación me era familiar: ¿cuántas veces me había sentado en el sillón de mi
escritorio, había encendido un cigarrillo de marihuana y me había sumergido en un caos
literario, en un ir y venir de personajes que siempre terminaban en la cama? Las luces
también estaban bajas, había música de fondo y yo me sentía a gusto. Me sentía como en
casa. De modo que, entusiasmado y ya algo excitado —debo confesarlo—, me volqué a la
máquina Olivetti golpeando con pasión cada una de sus teclas. Amaba ese sonido. Era para
mí el sonido más apasionante del mundo, pues antes de tener computadora, mi madre me
había obsequiado una vieja máquina Remington con la que escribí los primeros tristes y
núbiles textos, utilizando siempre solo los dos dedos índices, como debe ser, como solo
hacen los escritores profesionales.
Evidentemente a Alex lo entusiasmó el sonido de mis dedos golpeando las teclas,
porque, apenas comencé a teclear, la tomó de la cabeza a Emilia y la puso de rodillas en el
suelo y le pidió que se la chupara.
—Chupámela toda. Cometelá —le dijo y ella actuó en consecuencia. Le bajó los
pantalones, le bajó los calzoncillos, y antes de encomendarse a su tarea, giró la cabeza y me
miró a los ojos: me paralizó el corazón con la mirada. Me sentí desafiado e invitado a
participar al mismo tiempo. Me dio a entender que la pija que mamaba era la de Alex, pero
que deseaba con todas sus ganas que fuese la mía. Me lo estaba dedicando a mí. Y a mí, eso
me terminó por excitar del todo. Me soliviantó como a un adolescente. Y me causó una
erección tan grande que la cabeza de mi pene rosaba la Olivetti, que descansaba en mi falda
y me lastimaba. Era una sensación dolorosa pero rica a la vez, como lo son todas las cosas
valen la pena en la vida.
La excitación me hizo entrar en trance, en una suerte de delirio que me hacía
escribir cada vez más fuerte y más rápido. Y, a medida que tecleaba, cada vez con más
potencia —como un pianista loco que castiga fuertemente las teclas sacando solo un seco
sonido—, ellos se metían más y más en su juego: él tiraba la cabeza hacia atrás y la
agarraba a ella de los pelos. Ella subía y bajaba su cabeza y sus manos como una
desquiciada, cada vez más rápido, gimiendo con la boca llena.
Hasta que, de pronto, Alex dio un grito ancestral y se quedó tieso, y se quitó a
Emilia de encima. Pensé que eso había sido todo, que mi tarea había terminado, y se lo dije:
—¿Ya está? No me alcanzó ni para un Haiku
—¡No seas hijo de puta! —se rió él—. Estoy guardando las reservas.
—Me parece muy bien, hay que controlarse si queremos seguir en la cancha.
—Así es.
Mientras charlábamos todo esto, Alex se paraba, le quitaba la ropa a Emilia, y ésta
se ponía en cuatro sobre la mesa ratona con el culo apuntándolo a él y, por supuesto, con su
carita mirándome a mí.
—Probá pensar en tu mejor amigo haciendo caca, por ahí te sirve —le dije a modo
de chiste.
—Yo no me fiaría de eso, por ahí me caliento lo mismo. Estoy medio enfermito.
Yo me reí, tomé un trago de cerveza y volví a encender el porro, que se había
apagado solo sobre el cenicero. Esta vez chupé el humo con mucho menos ímpetu.
Mientras tanto, Alex ya había penetrado a Emilia, que había largado un gemido
quejumbroso, mezcla de sorpresa y dolor, y me pedía el porro haciendo un gesto con la
mano, en tanto que se movía robóticamente hacia atrás y hacia adelante, arremetiendo con
fuerza cada vez que la penetraba. Yo me paré —a medias, en realidad, no llegué a
levantarme del todo—, y estirando el brazo llegué a él y se lo di. Él le dio una pequeña
pitada y se lo puso en la boca a ella, que, como pudo, sacudida por los embates de su
esposo, y con sus dos manos apoyadas sobre la mesa, absorbió unas largas bocanadas de
humo. Terminado esto, me lo devolvieron y regresaron al ruedo.
—¡Vos decime, eh, vos decime!
—¿Que te diga qué?
—¡No sé, decime algo!
¿Qué carajo quería que le dijera? ¿Que estaba bien? ¿Que estaba teniendo un buen
desempeño?
—No sé. ¿Querés que te aliente?
—¡No! —Gritaba, no paraba de moverse—. Dirigime. Dirigime. Escribinos el
cuentito. Nosotros vamos haciendo lo que nos digas.
—Okey, perfecto. Ahora entiendo.
Me sentía ridículo. Yo era escritor, no director de cine. Estaba acostumbrado a
manejar a mis personajes en voz baja, no dando órdenes como un inexperto y venido a
menos Kusturica, o un sedentario Tolo Gallego. Pero me estaban pagando y tenía que
hacerlo.
—¡Dale! ¡Ahí va! Fuerte, no seas marica...
—¡Órdenes! ¡Órdenes! ¡No me alientes, boludo! ¡Me estás alentando! ¡Dame
órdenes!
—¡Perdón, perdón! Tenés razón.
—¿Qué hago? ¿Le pego?
—¡No! —Me asusté. ¿Cómo iba a pegarle?—. Bah, no sé. Si ella quiere…
No me dejó terminar.
—Sí, le pego —dijo, y le pegó un cachetazo en una de sus nalgas. Ella, que tenía la
cabeza inclinada hacia abajo, levantó la mirada en un grito de dolor o placer y me miró.
—Eso me gusta, papito. Bien bestia. Bien duro.
Cuando la escuché hablar y la vi nuevamente mirándome a los ojos, me volví a
excitar de inmediato. Como si todo mi cuerpo hubiese recibido un shock eléctrico.
—¡Ahí va! ¡Ahí va! Escribí. Hacé sonar esa máquina... Dame falopa.
Seguía moviéndose, me daba órdenes. Gritaba.
—¿Escribo o te doy la falopa? Porque las dos cosas a la vez no puedo.
—¡No sé! ¡Uhhhhh! Dame la falopa. Dame la falopa.
—¿Dónde está?
—En el bolsillo de mi campera.
Como pudo, con su brazo inexacto moviéndose al ritmo de su pelvis, me señaló la
campera que estaba en el apoyabrazos del sillón donde había estado sentado. Yo me acerqué
a la campera, busqué en los bolsillos y, cuando encontré el papelito con cocaína, se lo
alcancé.
—Tomá.
Me agarró del brazo e intentó darme un beso. Todo, sin dejar de moverse.
—¡Ey! ¿Qué hacés, pelado? Tranquilo. Sos un tipo lindo, pero yo solamente como
de un plato.
—¿Seguro? Mirá que hay más plata.
Me reí. Me causó gracia que me lo preguntara.
—Sí, boludo, seguro, no me gustan los hombres. Pero te agradezco el considerarme
para tener sexo.
—Sos un pibe lindo. Tenés pinta de buen cogedor. Eso le gusta a ambos sexos.
—Gracias, pero paso.
—Okey. Lo entiendo. Perdoname, pero tenía que intentarlo.
—Todo bien. Sin rencores. Hay que pelear por lo que uno quiere.
—¡Siempre! ¡Vida de mierda! ¡Uhhhhh!
A esa altura, ya no se sabía si la que se movía era ella —para atrás y para adelante,
colisionándolo con su culo—, o él, que rebotaba contra las nalgas.
Como pudo, Alex abrió el papelito y aspiró de un solo saque toda la cocaína.
—¿Querés? Tengo más en ese mueble.
—No, te agradezco. Estoy a dieta.
—¡Dale, pelotudoooo!
—No, seguro, gracias.
De repente se volvió loco. Tomó a Emilia de la cintura y comenzó a sacudirla como
un perro alzado. Estaba sacado. Gritaba y me pedía que hiciera sonar las teclas de la
máquina.
—¡Dale, que suenen, que suenen!
Yo, parado, inclinado sobre la Olivetti, las golpeaba ya sin escribir nada coherente,
manchando la hoja de palabras inentendibles. Les sacaba ruido, nada más. A la vez que,
como en un baile —combinando mis movimientos, los movimientos de ellos y los gemidos
de Emilia—, agregaba cada tanto una orden en voz bien alta, casi gritando: “Acariciala.
Tocale las tetas. Decile que es tu puta (“¡Sos mi puta, sos mi puta!”, “¡Sí, sí!”, gritaba ella).
Tirale de los pelos. Decile que levante la cabeza y me mire. ¡Eso, ahí va!”.
Yo era el puto amo. Manejaba todo. Dirigía todo desde mi máquina de escribir. Y
eso me calentaba. Y me iba calentando cada vez más hasta que ya no aguanté y tuve la
necesidad de ser parte:
—¿Leíste “Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar, pelado?
—Sí. El del tipo que está leyendo un cuento en su cuarto y de pronto su realidad se
mezcla con la del cuento.
—¡Exacto!
—¡Me encanta ese cuento!
—A mí también. Así que ¡hagamos buena literatura entonces!
De un saque me bajé los pantalones y los calzoncillos, que quedaron aplastados a la
altura de mis tobillos, y puse mi pene en la boca de Emilia. Ella comenzó a succionarlo con
destreza. Sabía exactamente lo que hacía.
—¡Vamos! ¡Así me gusta! ¡Que participe! —se entusiasmó Alex como si
tuviésemos siete años y mi madre me hubiese dado permiso para ir a jugar a su casa—.
¿Viste lo que es esa boca? ¡Esto es literatura, buena literatura! ¡Las grandes plumas! ¡El
dominio de la lengua! ¡Chocame los cinco, pelotudoooo!
¿De verdad quería que le chocara los cinco? ¿Quiénes éramos, los Cebollitas? Ese
tipo realmente estaba loco. Pero empezaba a caerme bien. Y después de todo, me estaba
pagando. Así que le choqué los cinco y cerré los ojos, y me concentré en las habilidades de
Emilia.
Estaba en otro mundo. Tenía el pito duro como una roca y la boca de Emilia era tan
suave, tan húmeda, tan inmejorablemente cálida, y se movía tan pero tan bien que quería
quedarme ahí por el resto de mi vida. Fue tal mi desapego y abstracción del mundo que nos
rodeaba que estuve a punto de irme y enchastrarle toda la boca, pero, por suerte, reaccioné
y la saqué a tiempo.
—Cambiemos, cambiemos. Dejame a mí de ese lado. Quiero cogerla —le dije a
Alex.
—Me parece bárbaro. —Por fin dejó de moverse—. Si ella quiere...
—Obvio que quiero. Es lo que estaba esperando —le contestó Emilia mirándome a
mí los ojos y secándose los labios con la mano.
—Perfecto. Ahí me acomodo en tus aposentos, entonces, lindo caballito —le dije. Y
Alex y yo dimos la vuelta a la mesa ratona, cada uno en la dirección que le tocaba para
apostarnos en nuestras posiciones.
—¡Pará! —me dijo antes de que empezara—. Ponele la máquina de escribir en el
culo.
—¿Cómo en el culo? No le va a entrar, pelado.
—No, pelotudo. No en el ano. No quiero que le metas la máquina en el orto. Es
obvio que no le va a entrar...
—Te puedo asegurar que he visto cosas impresionantes. Nada es obvio cuando hay
voluntad de por medio... O vaselina.
—¡No seas boludo! Me refiero a arriba, en la parte baja de la espalda. Como si fuera
una mesita, un escritorio, ¿entendés?
—Como si fuera una mesita... ¡Me encanta! ¡Hagámoslo! ¡Fue la mejor idea que
tuviste en la tarde!
Y no mentía. Su idea me había encantado. Era todo lo que yo pensaba de la
literatura, pero resumido en una imagen: a la literatura había que fornicarla, relacionarse
con ella de esa manera, tomarla por la cintura y darle duro, con un ritmo constante. Había
que dominarla, pues antes de ser esa puta hermosa que se dejaba follar, era —en forma de
hoja en blanco— el tipo más enorme al que alguna vez nos enfrentamos. Un tipo gigante
dispuesto a golpearnos, a destruirnos si fuera necesario. Por eso había que sacar lo mejor de
uno —sus mejores golpes, sus más sagaces trucos— y derrotarlo. Corriendo siempre el
riesgo de salir mal herido, desde luego, pero sabiendo que al final llegaría la recompensa:
esa mujer hermosa, en cuatro patas, dispuesta a que hagamos con ella lo que queramos. Ese
era el momento de dejar fluir la poesía, la verdadera gloria literaria. Estar detrás de ella,
moverse despacio y acariciarla. Besarla, lamerla, tocar su culo y sus tetas. Darle con fuerza.
Parar en el momento justo y mirarla, y disfrutarla, verla respirar agitada pero contenta. Así,
desde las tripas, con corazón, verga y cabeza, se escribían los mejores textos.
Así que Alex, mi nuevo y calvo amigo, me alcanzó la máquina y yo la posé sobre
ella. Le quedaba perfecta. El ancho de la máquina tenía exactamente el mismo ancho que su
cadera, entraba a tope. Y mis manos quedaban justo a la altura de las teclas, para escribir
cómodamente. Era la conjunción perfecta. La alineación de los planetas, o bien de mis
bolas y el culo de Emilia, a quien, como era de esperarse, parecía encenderla aun más que a
mí eso de la maquinita en su cadera.
Dispuesto a terminar el texto que había empezado a escribir cuando todo
comenzaba, arremetí contra Emilia y le di rienda suelta a mis dedos y a mi pija. Era el
momento de la gloria. El final estaba cerca, pues el momento de acabar un cuento, una
poesía, una novela, era el momento más sublime, comparable únicamente al momento
exacto del orgasmo. Era el momento de la concreción. El instante divino donde todo
demostraba haber valido la pena. Donde las decisiones tomadas —mitad intelecto y mitad
intuición; un párrafo largo, un párrafo corto, un punto y coma, una mano en la cintura, un
beso en la espalda, un arañazo, etcétera— serían los ladrillos de ese edificio monumental
que nos colocaría en su punta para luego derrumbarlo —en el caso del acto sexual— en una
ingente eyección de semen y largarnos en una gran caída libre hacia la autorrealización y la
trascendencia. Estábamos dejando algo en este mundo y ya podíamos morir tranquilos.

El cuento se había vuelto parte de nuestra realidad y nuestra realidad parte del
cuento. Era la mezcla que aquella periodista me había recomendado que no hiciera. Quizás
a ella le harían falta buenos motivos para mezclar su realidad con las letras. O quizás ya lo
había hecho demasiado y sabía lo riesgos que eso traía. Como fuera, yo estaba en ese trance
y de momento no podía salir. Así que pensando un poco en ella, trayendo también a mi
mente la imagen de Laura y, por supuesto, mirando embobado la carita de Emilia, que se
daba vuelta para mirarme cada tanto, me metí con furia en los últimos metros de mi carrera.
—¡Quiero que acaben los dos juntos! ¡Que me chorreen toda! —pedía ella a los
gritos, ¿y cómo se lo íbamos a negar? Así que cada uno en su viaje, pero viajando a la vez
juntos, Alex y yo le dimos más leña a nuestras calderas y todo parecía que iba a terminar:
—¡Sí! ¡Sí! —gritaba ella, mientras Alex jadeaba como un oso y sacudía su pene con
la mano.
—¡Dale, dale, pelotudoooo! ¡Daleee! —me alentaba, a la vez que le preguntaba a
ella—: ¿Te gusta, perra, te gusta?
—¡Sí, papito, sí! ¡Decime Eva! ¡Decime Evaaaaa!
“¿‘Decime Eva’? ¿Qué carajo le pasa a estos dos? ¿Son peronistas, religiosos?”,
pensé y comencé a desconcentrarme. Ellos siguieron:
—¡Eva, Eva!
—¡Sí, soy tu Eva, soy tu Eva, mein Führer!
—¿Perdón? —Cuando dijo “mein Führer”, me detuve de golpe—. ¿Escuché bien?
¿Te dijo “mein Führer”?
—Sí, ¿qué tiene?
Él también se detuvo.
—¿Mein Führer por el Führer?
—¡Ay, chicos sigan, por favor! ¡No me van a dejar así!
—Sí. Por el Führer, Adolf. Hitler.
Estaba loco, definitivamente Alex estaba loco. Y para peor, también lo estaba ella. Y
yo me estaba volviendo parte de su cuento y su locura.
—¿Pero ustedes son...?
No me animé a pronunciar la palabra “nazis”, me dio miedo. Me aterrorizaba
enterarme que realmente lo eran, aunque debían serlo, no había otra opción. De lo
contrario, ¿cómo era posible que en el momento culminante de la acción se dijeran Eva y
Führer como si fuesen ellos los mismísimos Hitler y Eva Braun y eso los excitara? O eran
nazis o estaban locos. Y cualquiera de las dos opciones me desagradaba totalmente. Esa era
la justificación para la mala sensación que sentí al escuchar el timbre del teléfono. No la
propuesta sexual. Esa, la vinculación carnal —encuentro cercano del tercer tipo— con una
pareja de nazis.
Lo peor era que yo no podía enojarme ni mostrarme molesto; ¿quién era yo para
juzgarlos? Y, sobre todo, ¿quién era yo para juzgarlos y condenarlos justo en ese momento,
cuando aún no me habían pagado?
—Mirá —comencé diciendo—, yo no soy quién para juzgarlos, pero la verdad es
que es un poco chocante.
—¿Que seamos nazis? —largó Alex en medio de una carcajada.
—Sí.
—Pero, hombre, no te asustes. No pasa nada. No somos nazis... Bueno, un poquito.
Pero es algo más común de lo que la gente se imagina: ¿cuánta gente discrimina, se queja,
por ejemplo, de que los hospitales están llenos de inmigrantes de países limítrofes?
—¡Yo no!
—Bueno, vos. Pero mucha gente lo hace. Y es lo más normal.
—No me parece que sea lo más normal, pero acepto que mucha gente piensa como
vos decís. Y eso es lo que no tolero.
—¡Se pueden dejar de discutir y cogerme!
—¡Pero tranquilo, hombre! Yo sé cómo pensás. Te hemos leído. Estamos en las
antípodas ideológicamente, pero eso no impide que podamos pasar un buen momento y
escribir una obra literaria del carajo.
—No. Es verdad. Además, ya casi la tengo terminada.
—¿Ves? ¿Para qué hacerse tanto problema?
—¿Me van a terminar de coger o no? Porque si no, me voy a buscar pito de plástico
a mi cuarto y termino sola.
—¿Cuartos separados? —pregunté.
—Sí. Ella quiere su espacio. Yo me levanto muy temprano. Somos una pareja
moderna.
—Me parece muy bien.
—¡Me voy a buscar la pija a mi cuarto! —gritó Emilia y se levantó de la mesa
ratona. Pero Alex la paró y le dijo que se quedara:
—Quedate que ahora terminamos. Era una pequeña charlita, nada más, amor.
Lo que él llamaba “pequeña charlita” era para mí el episodio más descabellado que
yo había tenido, por lo menos, en los últimos diez años. Pero, por suerte, no se había salido
de las manos.
—Bueno, ¿seguimos? —preguntó Alex.
—No puedo —respondí yo y le señalé mi pene, que se había bajado, se había
achicado y se había arrugado como un animalito asustado que se escondía de los cazadores
—. Se me vino abajo la creación literaria.
—¡No te la puedo creer!
—Es que lo del Führer...
—Sí, ya sé.
—Me sacó del viaje.
—No te preocupes. Son cosas que pasan. A mí ponerme en ese rol me hace sentir
poderoso, fuerte, grandote... Bueno, en fin, toda esa mierda de la raza aria.
—Sí, te entiendo.
—Es que tiene veinte años la piba, con algo tengo que remontar esta babosa —dijo
y se señaló el pene. Yo me reí y le dije que, si quería, podían continuar ellos mientras yo los
seguía mirando y terminaba de escribir el cuento.
—¿Te parece que hagamos eso?
—¡Me encanta!
Y así fue: ellos terminaron de hacerlo y yo acabé con mi texto. Lo releí, mientras
ellos se bañaban y se cambiaban, y luego me bañé yo y se los dejé para que lo leyeran.
Cuando volví del baño, los dos me esperaban en la cocina para comer algo y para pagarme.
—¿Y, qué les pareció?
—Nos encantó. No esperábamos menos de vos.
—Es visceral, crudo. Como a mí me gusta —agregó ella.
—¿Algún cambio que quieran hacerle?
—No.
—Si podés, a mí haceme un poquito más alto y más potente, nada más.
—¡Hecho! Cuando llegue a casa lo corrijo.
—¿Alguna idea para el título?
—Tengo varias, pero me gustaría sentarme tranquilo, releerlo y ver cuál es el
indicado.
—¿Algún ejemplo que puedas darme?
— “Un ser humano despreciable”.
—¿Por mí? —preguntó riendo Alex.
—Por mí. Porque me vendí por plata, engañé a mi compañera y ni siquiera pude
terminar mi trabajo.
—Pero el cuento está terminado.
—Me refiero al otro trabajo. Se hirió mi hombría.
—Metete en el papel de un tipo poderoso, siempre funciona.
—No es mi estilo. Lo mío va de antihéroe.
—¡No te hagas el humilde, tenés una buena verga!
Los tres nos reímos. Y luego de charlar un rato y terminar de comer unas
empanadas, nos saludamos y yo me volví a casa.
En el trayecto iba pensando en cómo decirle a Laura que me habían pagado tanto
por un simple cuento. O si, en realidad, era mejor que no le dijera nada, y que con esa plata
fuera solventando los gastos fijos de los siguientes meses, diciéndole que me habían
encargado otro libro, pero esta vez de cuentos eróticos. No lo sabía, pero no tenía que
preocuparme, ya se me ocurriría algo. Después de todo, era mi trabajo mezclar la verdad
con las mentiras.
Cuando miré el celular para ver la hora, vi que tenía varios mensajes de Laura y,
entre ellos uno de la periodista que me preguntaba si hacía algo esa noche. Me alegré, me
sentí halagado, pero no le contesté nada. Esa noche era mi noche de descanso.
CAPÍTULO 8

Los últimos días


1

Laura se sentó en el sillón y comenzó a llorar. ¿Qué pasaría si estuviera


embarazada? Si esa sospecha —que ninguno mencionaba, pero que nos iba inundando de a
poco, como si, de pronto, una fuga de agua se precipitase en nuestro departamento de la
calle Dublín, y el agua (esa agua), fría, molesta, inesperada, nos fuese subiendo de a poco,
hasta llegar a la cintura, al pecho, al cuello, a los ojos, y por fin, fuese inevitable verla- era
cierta.
Si esa sospecha fuera cierta, mi vida cambiaría por completo. La vida de Laura
cambiaría por completo. Nuestra vida ya no sería la misma.
A ella, esa agua intempestiva le llegó de forma directa. Es decir, ella conocía su
cuerpo, conocía sus ciclos y por más irregulares que fuesen (siempre) sus periodos,
empezaba a sospechar de ese sangrado atemporal que le llegaba a mitad de mes: la
sospecha tenía fundamento.
Para mí era distinto, porque, si bien yo conocía sus ciclos, sus fechas, sus estados de
ánimo, no contaba con la prueba visual (una bombacha manchada quitada a las apuradas y
puesta a lavar, una aureola roja que se iba esfumando como un fantasma sobre el agua, en la
porcelana blanca del inodoro), ni con las sensaciones que a ella su cuerpo le iba soltando
día a día. Yo sólo conocía la versión comprimida y verbal que una tarde, mientras
merendábamos junto a la ventana de living, ella había dejado correr livianamente sobre el
barniz resbaloso de la charla cotidiana.
—Me volvió a venir —me dijo mojando una galletita en el café con leche.
—¿Pero no te vino hace poco? —me sorprendí yo, mientras ella se metía la galletita
en la boca, la masticaba, la tragaba y luego se chupaba los dedos.
—Sí. No hace más de quince días.
—¿Y entonces?
Sin mirarme, como si el tema no requiriese mayor atención que la que uno puede
darle mientras hurga (un poco a ciegas, torpemente, con la misma mano ya manchada y
chupada repetidas veces) dentro de un paquete de galletitas Bagley, me respondió:
—Nada. No pasa nada. Me siento un poco mal, nada más. Pero es normal… Al
menos una vez al año, a las mujeres nos viene así, dos veces seguidas. El cuerpo necesita
estabilizarse. Hay cambios hormonales y esas cosas.
No supe qué contestarle. No supe de dónde había sacado eso. Traté de recordar si le
había sucedido eso mismo en los años que hacía que estábamos juntos, pero no logré
recordarlo. Creí que sí, que le había pasado. Y después creí que no, o que alguien me había
contado que a alguien le había pasado y que eso era normal, pero no estaba seguro.
Comencé a sospechar: ¿y si estaba enferma?, ¿y si estaba embarazada? ¿Y si eran las dos
cosas a la vez? A juzgar por lo mucho que ella iba al médico —uso y abuso de la buena
medicina prepaga que su padre costeaba cada mes—, le creí. O al menos preferí creerle.
Intentando desplazar con racionalismos esa sensación de vacío que su comentario asociado
a miles de pequeños signos que de pronto empezaba a entender (sus manos acariciando su
barriga, sus llantos extracurriculares —muchos más de los que tenía a diario—, sus
cambios de humor, sus pechos blancos y pequeños, que, para mi contento, empezaban a
crecer, sus miradas, su piel, mis ganas de abrazarla y sus náuseas, sus retorcijones, etcétera,
etcétera), había empezado a abrir en mi pecho. Como si sus palabras (“Me volvió a venir”)
fuesen una gota de ácido que dejó caer sobre mi pecho (sobre el Telgopor que era mi
pecho), y una onda expansiva, agujero que se abre, fuese creciendo en mí. Como esa
aureola de sangre que ella vio flotar en el inodoro. Como el agua que empezaba a subir de a
poco y a inundarnos, a inundar el departamento de la calle Dublín.
Para ella lo importante era que llevaba casi un mes indispuesta y le molestaba
sentirse mal, “sangrar tanto”. Desviaba su atención a eso como si su sospecha —para
entonces pequeña, Big Bang a punto de estallar— pudiese ser tapada.
Pasamos una semana así: ignorando, negando, haciéndonos los tontos. Creyendo
que, si no pensábamos en lo que estaba pasando, eso no pasaría. Hasta que un día,
caminando histéricamente, descalza, rapidito, hermosa (con los párpados hinchados), con el
pelo recogido, pataleando como un bebé enfurecido, salió del baño y se sentó en sillón y
comenzó a llorar haciendo pucheros, muecas, regando sus labios de mocos y lágrimas,
llenándolos de saliva y contorneos extraños; volviendo su rostro el rostro de una muñeca
brillante. Mencionó viscosidades, colores que pasaban de un rojo intenso y normal a un
rosa espeso que variaba según la cantidad de líquido transparente (intruso alarmante en el
rito banal de cambio de tampones, bombachas y toallitas), que empezaba a notar en las
últimas secreciones.
Me senté a su lado y la abracé. La besé en los ojos. En la boca. En la cabeza, sobre
el pelo (recordé los besos que mi padre me daba cuando yo estaba dormido o él creía que lo
estaba). Me empapé de la capa salada y húmeda que cubría su rostro. Aspiré su perfume, su
olor a hogar. Y así, sin pensarlo, como si esa agua que había empezado a inundar nuestro
departamento por fin nos hubiese llegado a los ojos develando la verdad, puse mi mano en
su panza y sentí que una luz esclarecedora se encendió iluminando todo. La amé como
nunca la había amado. La vi mujer y animal. La vi hembra. La vi por debajo de todos los
convencionalismos que miles y miles de años de historia humana y de lenguaje humano y
de razón humana nos habían puesto: “ella, yo, nosotros, Santi, Laura, Santiago y Laura, la
pareja, el Amor, la idea del Amor, Shakespeare, el romanticismo, Romeo y Julieta, el morir
por Amor, el vivir por amor, las canciones de Amor, la visión simple del Amor, el guión
cinematográfico del Amor, las novelitas de amor, las películas de amor, el final feliz (del
Amor), la vida, la idea de la vida, el sentido de la vida”; todo, absolutamente todo,
desapareció. Se fue. Como si alguien hubiese quitado el tapón de esa pileta que era nuestro
living y esa agua que nos inundaba se hubiese chupado de un solo golpe, de una sola
sorbida: no quedaba nada más que nosotros. Nuestros miedos, nuestras ilusiones, pero
nosotros. Jóvenes, muy jóvenes para estar sufriendo. Desnudos pero vestidos, aterrados,
sentados en ese sillón del departamento de la calle Dublín.
Al otro día fuimos al médico. Subí los tres pisos de la clínica sintiéndome más
pequeño que nunca (sensación comparada a la que sentimos al estar frente a una gran
montaña o frente al mar). Laura iba a mi lado. Mirábamos un punto fijo. Quizás el mismo
punto, el mismo sector de la puerta plateada del ascensor, pero no veíamos lo mismo. Ella
empezaba a ver futuro, con niños, pañales, mamaderas y baberos vomitados. Y yo veía
presente, pensaba en sus celos, en sus reclamos, que se habían convertido en compulsión.
La forma obsesiva que tenía de encontrar signos, pruebas, evidencia de que yo había hecho
tal o cual cosa, siempre mala, siempre a propósito, siempre para lastimarla. Las escenas de
violencia que habíamos protagonizado. La puerta rota por mis golpes. Mis labios rotos por
los suyos. Los insultos, los gritos, las separaciones fugaces: no era el momento de tener un
hijo. No estábamos preparados. Sin embargo, no lo discutimos. Desde que habíamos
empezado a sospechar que estaba embarazada, habíamos evitado hablar del tema.
Simplemente nos habíamos dejado llevar por el curso natural de las cosas: primero dejamos
pasar el tiempo, como esperando que, de pronto, un signo físico, una revelación fisiológica
nos confirmara que era todo un susto, una sospecha infundada. Luego, cuando ese signo no
llegó y el agua ya nos hubo tapado los ojos, no tuvimos que confirmarlo: los dos sabíamos
que estaba embarazada. No habíamos hecho un test, no habíamos consultado a un médico,
pero lo sentíamos. Por eso íbamos a la clínica, para que nos confirmaran lo que era obvio.
Para saber qué teníamos que hacer a partir de ahora.
Llegamos al tercer piso. Laura se acercó a la mesa de recepción y explicó su
problema utilizando la palabra “problema” como si hubiese utilizado la palabra “estado” o
“situación” o cualquier otra palabra que no tuviese una connotación negativa.
La chica le dijo que se sentara y que de inmediato iban a llamarla. Yo la escolté
durante todo el trámite, pese a no haber estado incluido en el “sentate que ya te van a
llamar” de la recepcionista, o en el “problema” de Laura.
Nos sentamos. La sala de espera —con televisión, sillones, máquinas de gaseosas y
dulces, gente bien vestida— no se parecía en nada a las salas de espera de los hospitales
públicos que yo evitaba visitar (hasta más no poder) desde que era pequeño.
Nos tomamos de la mano. Ella parecía contenta o histérica, quizás. Me hablaba, me
decía que le dolía la panza. Me besaba, me acariciaba. Se movía mucho. Yo la abrazaba
como quien abraza a un enfermo o a alguien que acaba de sufrir un shock emocional. La
contenía. Intentaba contenerla. Hacía lo que podía.
A los pocos minutos, una doctora salió de su consultorio y llamó a Laura por su
nombre completo. Laura se paró y yo atiné a hacer lo mismo, pero me frenó con su mano y
me dijo que la esperara, que primero entraría sola. Le dije que sí con la cabeza, cerrando y
abriendo los ojos en un mismo movimiento descendente/ascendente, y la vi irse feliz.
Asustada pero feliz. Hermosa. Moviendo el culo como un pato que camina rápido.
En la tele, sin volumen (como si en ciertos lugares destinados a visitas esporádicas
—salas de espera de todo tipo, terminales de ómnibus, aeropuertos, etcétera— dejasen los
televisores sin volumen creyendo ingenuamente que uno necesita el silencio para poder
pensar tan solo en aquello que está por hacer: visitar un familiar enfermo, recibir los
resultados de un examen sanguíneo, por ejemplo), una protesta de estudiantes de algún
colegio de la Ciudad de Buenos Aires cortaba una calle por mejoras edilicias. Era todo un
show de mimos despintados.
Quizás lo de la tele era cierto. Y esa tele estaba allí para ser mirada sin ser vista. Es
decir, para ser mirada mientras uno en verdad se va hundiendo en sus pensamientos. Y el
pobre tipo que va a buscar los resultados de una biopsia o de un análisis de sangre, o espera
ver un familiar accidentado, se va ahogando de a poco en la incertidumbre de la espera, en
las mil posibilidades negativas —porque son siempre negativas—, que lo acechan tras la
pronunciación de su nombre completo. Lo que al pobre tipo le queda, entonces, es la pobre
posibilidad de comprar un café de máquina o una gaseosa, o leer una revista.
Existe otra alternativa, quizás, más sencilla pero más comprometida. Y es la de alzar
la mirada y cruzarse las caras con las otras víctimas —víctimas de un complot liderado por
médicos y empleados públicos malvados y cínicos encerrados en un altillo lleno de
pantallas de TV, donde se exhibe el triste espectáculo que ellos armaron—, y esperar,
comprometerse y esperar encontrando un apoyo tácito en los otros seres que bufan y rumian
la misma tortura.
Eso me estaba pasando a mí. Yo esperaba una respuesta, pese a que ya la sabía, pero
en el fondo, muy en el fondo de mí, una esperanza que la contrariaba se asomaba
levantando sus manitos, rodeada por las garras de una culpa negra, sombría, que intentaba
arrastrarla hacia abajo, enterrarla y taparla con decena de razones que mi cabeza buscaba
para habilitarme a ser papá: “es el destino”, “así tenía que ser”, “son muchos años juntos”,
“es el fruto del amor”, “el broche perfecto”, etcétera.
Yo no quería ser padre. No en ese momento. No así. No en esas condiciones y con
esa Laura. Esa Laura que no era la Laura que yo había conocido, sino que era otra. O bien
sí lo era, y yo la empezaba a conocer recién ahora, a años de haber empezado la relación.
Quizás, a comienzo de la relación —como pienso que sucede siempre en las relaciones—,
yo (inconscientemente o no) había evitado ver esa parte de su persona. Y ahora, como
sucede cuando miramos una pintura muy bella durante mucho tiempo y, al cabo de un
tiempo, ese paisaje bello comienza a desfigurarse —no por su propia cuenta, sino porque
nuestra propia mirada se vuelve aguda y precisa—, y entonces vamos descubriendo sus
defectos, sus zonas oscuras, yo comenzaba a ver en ella todo lo que antes no había visto.
Quizás porque los episodios de celos y violencia —lejos de los celos comunes que
atraviesan a toda pareja, aunque gozosos también de la perspicacia y el afán para encontrar
pruebas y señales de posibles infidelidades y mentiras— comenzaron de a poco, con
cuentagotas, con una sutileza que resultaría ajena a cualquier hecho de tamaño desenfreno:
primero una levantada de voz, un sacudón, una metralleta de gritos y porqués —con lo que
a mí me resultaba una cara deformada, una boca llena de espuma en un cuerpo alerta, tenso
y a punto de atacar—, a causa de una entrevista subida de tono que yo había hecho en la
radio a una prostituta. Luego, un torbellino de insultos y empujones como relámpagos,
llanto incluido, arrancado desde el fondo mismo de sus inseguridades, por el personaje
femenino de una novela (fantasma que nos acompañó de allí en más como una basurita que
entra en el ojo y nubla la visión) que yo trabajaba y que ella insistía en que estaba basada en
mi expareja. Luego, un portazo, un vaso de vidrio estallado contra el piso, sus manos
pegándole a sus propias piernas, histéricamente, una y otra vez, con fuerza y furia de
volcán, como si se castigase a sí misma por algún llamado extraño que mi teléfono celular
recibía a una hora inadecuada. Todo, desde luego, tamizado y mezclado perfectamente
dentro de la vida cotidiana. Con un pie en la esperanza y otro en la negación (si no es que,
en algunos casos, no son lo mismo), dentro de un promedio macabro que los hacía parecer
insignificantes a comparación del resto de los días. Es decir: de diez momentos buenos, uno
malo. De diez momentos buenos, dos malos... Y así, hasta que los momentos malos
colmaron todo. O, más bien, con su sombra y su olor putrefacto comenzaron a infectar el
resto de la vida en pareja. Pues era cuestión de pelear —cada vez con más violencia— una
vez en la semana, para que el resto de los días fuesen mutando de una tensión insostenible y
cruda, helada, a un acercamiento tímido, una pedida de disculpas, un no lo voy a hacer
más. Y un abrazo al fin y dejar de dormir espalda con espalda. Como si el frío de esas
peleas (tan calientes, por cierto) y de ese presente congelase las horas en un solo instante,
en una sola angustia, en un solo grito de dolor, y las detuviese como colgadas al borde de
un precipicio. Hasta que, lentamente, el sol tibio de lo que fuimos, o de lo que podríamos
volver a ser, fuese derritiendo ese témpano volviéndonos a la vida. Siempre, claro,
colgando hacia el abismo.
Muchas veces, como si la misma violencia que gobernaba nuestras peleas pudiese
ser trasladada a otros campos y ser reutilizada, cogíamos como bestias, toscamente, como si
nos estuviésemos acostando con desconocidos. O como si yo me estuviese cogiendo a una
puta, o ella estuviese siendo violada. Todo así, tan distantes de nosotros mismos.
Con el tiempo comencé a preguntarme si lo que a Laura le pasaba le pasaba sólo por
mí, o le pasaría con quien fuese que ella estuviera. Pues, si bien yo, con mis neurosis, mi
incapacidad para demostrar afecto, la lejanía con que a veces la trataba, mis reiteradas
infidelidades —que ella nunca descubrió pero que, de algún modo asombroso, intuía como
un perro puede descubrir en su amo el olor de otro animal—, mis constantes dudas y mis
reiterados cuestionamientos a la figura de la pareja y a las formas del amor, etcétera, había
despertado en ella ese monstruo, ese monstruo que estaba allí para ser despertado, desde
luego, pues dormía en ella desde el día que su madre dejó para siempre el mundo de los
cuerdos y se volvió loca. Loca como nadie. Una bomba de tiempo que explotaba en ataques
de furia y delirio. Que inventaba seres que su hija tenía que padecer asustada y
debatiéndose entre el miedo, la razón y la realidad. Como si a esa edad (ocho, nueve años)
fuese posible distinguir dichos planos. Como si la pequeña Laura se criase normal haciendo
esos esfuerzos demasiado grandes para su edad y para entender que esos seres (otros
monstruos, que no eran ni ella ni su madre) no existían. Que eran un invento de la cabeza
enferma de quien debía criarla. Y que era ella, Laura, quien, a partir de ese momento,
tendría que hacerse cargo de todo. Sobre todo, y primero que nada, de distinguir entre la
realidad y los seres que, de a poco, también empezarían a poblar su cabeza.
Tal vez fue por eso que, aun cuando sus fantasmas llegaron a atormentarla del todo
y la violencia llegó a su punto límite, yo seguí sintiendo lástima y compasión por ella. Un
amor inmenso que me hacía perdonarlo todo. Porque en cada ataque de ira, en cada
fantasma/monstruo que Laura veía amenazando la pareja, en ese rostro que parecía
deformarse hasta volverse una pelota roja bañada en lágrimas y pelos, yo veía a su madre.
Y sabía que ella, en el lugar que le quedase de cordura —o bien en los momentos donde
volvía a ser la Laura normal, calmada y amorosa—, también la veía. Y eso me desarmaba,
porque sabía muy bien lo mucho que a ella le dolía ser su madre. Lo mucho que le dolía
saber que llegaría, arrastrada por vientos y mares de sangre, al lugar del que siempre había
escapado. Como si hubiese un destino escrito para cada uno de nosotros. O como si no
pudiésemos forjarlo ni aun intentándolo con el alma. Como si todo fuese inútil, un
desperdicio de vida. Una película que desde el principio nos mostrase el final, aburrida,
estresante, pesada, pero con la leve ventaja del desafío —falso, desde luego, pero
indispensable para vivir— de que podríamos ser quienes no estábamos condenados a ser.
Una ilusión, nada más.
¿Y cómo podía culparla? ¿Cómo podía enojarme si yo también escapaba? Si yo
también era mi padre. Si yo también de pequeño había visto caer el mundo que me rodeaba:
mi madre pidiéndole dinero a mi padre. Mi padre diciéndole que no tenía. Mi madre
diciéndole que teníamos hambre. Mi padre golpeando todo, mi madre gritando. Yo —mis
cuatro años, toda mi incomprensión— escondiéndome bajo la mesa. Y entonces los gritos
(más gritos), forcejeos (más gritos), mi madre llorando y mi padre dando un portazo; bien
vestido, perfumado (Colbert Noir), siempre apurado, yéndose para no volver en todo el fin
de semana. “¿Y a dónde va papá, mamá?”. “Papá se va a ver otras mujeres”. Papá salía.
Papá trabajaba toda la semana —de algo, de cualquier cosa, de cosas inestables— para
juntar unos pocos pesos y visitar a sus novias; muchas, muy lindas todas. Y entonces volvía
el lunes, a la madrugada (yo escuchaba la llave en la puerta, sus pasos, olía su perfume y
me alegraba; yo también tenía padre), y se metía en la cama, cama separada a la de mi
madre, y se dormía hasta el mediodía. Y la rutina empezaba de nuevo: papá que me decía:
“No te cases nunca, está lleno de minas. Mirá lo que es esa que va por enfrente”, y yo
riendo, festejando: ¿qué otra cosa iba a hacer? Si papá me hubiese hablado de fútbol, yo
hubiese ido más a la cancha, y me hubiese interesado más una pelota que un par de tetas, un
buen culo, una linda cara; y la sensación de que si no me la cogía en ese momento, ya no
me la cogería nunca, de que cada beso conduciría a mundos inimaginables. Y entonces los
engaños a Laura, las parejas rotas. Esa era la única conexión posible que yo tenía con mi
padre: mezcla de odio y admiración, fruto del llanto de una familia rota.
De modo que no quedaba otra alternativa que encontrarnos. Conocernos,
enamorarnos, y en el medio del puente, detonar nuestras propias miserias con el único fin
de llegar al otro lado rengueando, pisando los escombros de un piso inestable, con el culo
en la mano y las tripas al aire; con el pasado presente.

Enterarnos de que ya no estaba embarazada fue un alivio para mí y un baño de agua


fría para Laura. Ella, pese a estar llena de temores, esperaba ese niño o niña como nada.
Sentía que era el fruto de nuestra relación, algo que quedaría para siempre como la
evidencia de que alguna vez habíamos sido amor. Sueños, futuro. Esperanza. Nos habíamos
amado como solo dos seres que tienen todo por vivir pueden hacerlo.
Pero yo no quería. No sabría ser padre. De modo que, cuando dijeron mi nombre,
me levanté del sillón dando un salto y crucé toda la sala sin darme cuenta, caminando como
un autómata.
—Pasá por acá —me dijo la doctora.
—Gracias.
Pasé. Laura estaba tirada en una camilla, desnuda, con las rodillas flexionadas y las
piernas abiertas, tapada sólo por una suerte de camisón celeste, como de tela plástica. Me
conmovió verla así. Se la veía indefensa, asustada. Algo triste pero ilusionada a la vez.
Apenas me vio entrar, me sonrió, me miró con los ojitos llenos de brillo y no me
dijo nada. Era todo un gran silencio. Parecía que no queríamos hacer ruido por si algo se
rompía, por si algo —ajeno y superior a nosotros— se quebraba y nunca más,
probablemente, pudiéramos volver a repararlo.
Además, ¿qué íbamos a decir? ¿Qué más podíamos agregar? Nada, seguramente,
pues solo nos restaba escuchar. Quedarnos quietos y tomar lo que la vida nos diera como
una fatalidad inescrutable, porque todo lo que dijéramos sería inútil. Si la doctora decía:
“Sí, están embarazados”, todo cambiaría y deberíamos dejar de pensar en nosotros mismos
y volvernos mejores personas, más sanos, menos nosotros. Y si decía que no, el simple
hecho de haberlo experimentado, aunque fuera falsamente, ya nos habría cambiado para
siempre, y sería, más que nada, una advertencia.
—Vamos a hacerle una ecografía —me aclaró.
Yo suponía que le harían algo así, pero el simple hecho de escuchar esas palabras y
asociarlas a la imagen de Laura en esa camilla, me desarmó. Yo seguí intacto, desde luego,
físicamente intacto —parado inmóvil al lado de ella—, pero el derrumbe se dio por dentro:
la doctora sacó de algún lado una especie de pene —o micrófono de computadora—
conectado a un cable, le puso un preservativo, gel lubricante y le pidió permiso a Laura: la
penetró. Laura largó un gemido suave, me miró nuevamente (había mirado a la doctora
cuando dijo “ecografía” y sacó ese pene/micrófono) con los ojos llenos de lágrimas (cuánto
la amaba, cuánto la amé en ese momento) y apretándome fuertemente la mano, me sonrió.
Estaba hermosa; traspirada, con el pelo revuelto, algo tensa, sumamente nerviosa, desolada
como un animalito que es cazado y rodeado por sus captores. Como una niña que acaba de
perder la inocencia.
Yo la besé en la boca y le dije que se quedara tranquila, que todo saldría bien. Ella
me dijo que sí, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza y se concentró en las palabras de
la doctora.
—Bueno, esto me permite ver por esa pantallita si hay algo o no... Déjenme que lo
acomode...
La doctora movía ese pene/micrófono dentro de Laura y Laura daba pequeños
saltitos de incomodidad. La situación me ponía tenso, cada vez más tenso, y la respuesta no
llegaba.
¿Cuántas veces había visto esa escena en películas? ¿De cuántas parejas
embarazadas había sido testigo mientras esperaba en las guardias de los hospitales? Jóvenes
y estúpidos como nosotros, que de un momento a otro traen un ser humano a la tierra. ¿Se
habrían preguntado alguna vez si estaban capacitados para ser padres? ¿Serían capaces de
criarlo? ¿Serían felices? La sensación era siempre la misma; inexplicable, extraña, una
mezcla de ternura y vacío, inmensidad. Y ahora, con Laura en esa camilla, esa sensación se
intensificaba. Me hacía yo las mismas preguntas. La miraba a Laura, sentía el flujo mismo
de la vida correr dentro de ella: mi semen aún en su panza, recorriéndola, como un
fragmento de mí que a la distancia me ensanchaba, que me hacía crecer más allá de mi
propio cuerpo; esa era la sensación. La misma sensación que había sentido en cada polvo
que había echado en mi vida. En cada eyaculación dentro de las cavidades húmedas de
alguien: un impulso, hacia adelante siempre, hacia lo inmenso, hacia el futuro. Y ya no del
pene (el impulso), sino de la esencia misma de mi cuerpo, que pugnaba por ser eterno.
—Bueno —dijo la doctora sin mirarnos, concentrándose solo en la pantallita que
estaba detrás de Laura, y que solo ella y yo, la doctora y yo, podíamos ver, moviendo el
pene/micrófono dentro de Laura—, hay algo. —Hizo nuevamente una pausa, movió un
poco más su artefacto y finalmente agregó—: Pero no tiene vida.
“No tiene vida significa muerto”, pensé. Laura tenía un pequeño bebé muerto en su
panza, nadando en sus entrañas como un residuo que es expulsado por la cañería. O más
que un bebé, un incipiente futuro juntos. El embrión (muerto) de lo que podría haber sido
una familia de nuestra pareja: el siguiente casillero (esperable). El florecimiento y la
multiplicación como conservación de la especie, la proliferación; Santiago papá y Laura
mamá, y chicos corriendo por la casa. Y mis padres y sus padres, y amigos y mascotas. Y
otra vez, entonces, mis padres y los suyos, pero ya no como abuelos, sino más bien como
signos —prueba viviente de lo que fue, es y sería, al igual que nosotros mismos— de que la
sangre nos traería aquella condenada persistencia genética/psicológica/maléfica que
nosotros habíamos heredado de ellos. ¿Qué hubiese sido de nosotros entonces, de esa
criatura? Nunca voy a saberlo, porque la doctora acabó de decir lo que dijo y, ante el
silencio —estado de shock de ambos—, agregó que no sabía si esperábamos o no, que eso
era un poco incómodo para ella, pero que sí, que no cabía duda, que habíamos perdido un
bebé de dos meses y medio y que no sabía si eso nos alegraba o nos ponía tristes. Ninguno
respondió. Cada uno tenía su propia respuesta.

3
Lo que siguió después fue todo en caída, un ir en picada constante. Ella, confesando
que quería tener ese bebé; yo, sintiéndome culpable por sentir que no quería tenerlo. Largas
semanas de llanto en el sillón del living, de autoconvencernos de que podíamos volver a
hacerlo, a crearlo, a creer, a encargarlo nuevamente cuando fuera necesario. O, mejor dicho,
yo convenciéndola a ella —falsamente, mintiéndome también a mí— de que podíamos
planificarlo y que así debía ser, para cuando la pareja mejorara y nuestra situación
económica, social, mental, sentimental, fuese otra, un poco mejor que la de ese momento.
Los meses pasaron y nos olvidamos del asunto. Nos separamos una vez más. Esta
vez durante pocas semanas, a causa de una escena de celos que ella me había armado
diciendo que la charla —charla meramente laboral— que yo había tenido con una modelito
rubia estilo Barbie, por Facebook, era una excusa para conquistarla. Desde luego, de tener
oportunidad, yo me hubiese acostado con la modelito sin ningún inconveniente, pero ese no
era el caso, porque la conversación era realmente laboral y lo que veía ella eran solo
fantasmas, espejos de sus propios temores. Pero así fue, nos separamos y a las pocas
semanas volvimos, para intentarlo una vez más (¿qué número ya?, ¿el tercero, el cuarto
intento?), ingenuamente, creyendo que podíamos hacer algo contra nosotros mismos.
Porque, después de todo, ¿quién es capaz de dejar morir un amor? ¿Quién tiene la fortaleza
suficiente para matar algo que nos hizo tan felices? ¿Quién se atreve a dar un gran salto al
vacío, sabiendo que lo que viene, puede ser aun peor? Porque lo que venía era,
indudablemente, la soledad. Algo siempre más aterrador e inabarcable que la misma mierda
que vivíamos día a día. Una mierda que al menos conocíamos y que, cada tanto, nos
regalaba momentos de felicidad: el confort, la certeza de una tierra firme, un lugar donde
volver. Eso era el amor, quizás. Y eso era estar juntos, aceptando a rajatabla las desdichas y
pliegues más oscuros del alma humana.
Conscientes de que cambiar de hábitat era un poco cambiarnos a nosotros, le
pedimos prestado el auto a su padre y nos fuimos unos días a La Lucila. Ver el mar, pasear
por la playa, dormir en la casa donde habíamos pasado tantas vacaciones familiares, nos
renovaría.
Consecuentemente, los primeros días fueron un sueño. Seguíamos teniendo la
misma química que antes. Nos reíamos, podíamos charlar durante horas sobre temas
triviales, hacer el amor como si no lo hubiésemos hecho nunca y cosas así. Hasta que una
tarde, demostrando que existían fuerzas superiores a nosotros mismos manejando nuestro
destino, una reacción por parte de ella lo cambió todo.
Caminábamos hacia la playa, habíamos cargado el termo con agua caliente y
habíamos preparado todo para el mate. Parecía que iba a lloviznar, pero la tarde podía
aprovecharse igual. Estábamos contentos, de buen humor, disfrutando lo que nos tocaba.
Hasta que, de pronto, un pequeño gatito se cruzó delante de nosotros y, sin quererlo —con
un vigor proporcionalmente inverso a su tamaño— desató el final.
—Levantalo —me dijo Laura—. No lo podemos dejar vagando solo.
—No, claro que no —le respondí yo mientras me agachaba a agarrarlo—. Pero
tampoco podemos llevarlo a casa. Ya tenemos dos gatos, y a la perra. Sería un caos.
—Bueno, pero tampoco vamos a dejarlo acá, solo, así porque sí.
—Sí, bueno, eso es verdad. Pero sería un quilombo, Lau.
—Es que si lo dejamos lo va a pisar un auto.
—No, ya sé. Obvio que no lo voy a dejar, Laura, pero tampoco quiero tenerlo todo
el día encima.
—Dame que lo llevo yo.
Se me acercó buscando agarrar el gato.
—Lau, me refiero a que no quiero meterlo en la casa. Ni en la de acá ni en la de
Buenos Aires. Y si lo llevamos durante todo el día, posiblemente nos encariñemos.
No se lo di, como si llevando el gato yo pudiese tener el control de la situación.
—Y bueno, pero ahora no tenemos opción.
Era verdad. No teníamos opción. Si lo dejábamos allí tirado, con los autos y la
lluvia venidera no tendría muy buen futuro el animal. Así que decidí llevarlo.
—Está bien —dije—, lo llevamos. Y si en los días que nos quedan para irnos, no
encontramos a nadie que lo quiera acá, en La Lucila, lo llevamos a casa y probamos por
allá. ¿Te parece?
—¡Me parece! —se entusiasmó ella—. Hagamos eso.
—Pero tarde o temprano le encontramos una casa. No nos lo quedamos.
—¡Sí, qué hincha!
Fuimos con el gato a la playa. Era un animal hermoso, de pelo dorado y blanco, y
con unos ojos sumamente grandes color agua. Celestes como los de un perro siberiano. No
nos daría mucho trabajo encontrarle hogar.
Para nuestra sorpresa, al rato de estar allí, un niño pasó con su madre y, tras varios
intentos, logró convencerla y se lo llevaron.
—Me da un poco de lástima que se lo lleven —me dijo Laura—. Era muy lindo.
—Sí, la verdad que era lindo. Tenía unos ojos hermosos. Yo ya me estaba
encariñando.
En ese momento noté que en ella algo cambió. No solo en su cara, que pasó de una
relajación normal a una tensión inquietante —adoptando un evidente rictus de desagrado—,
sino también en su cuerpo, pues algo en ella se quebró. Fue imperceptible a simple vista,
como esos avisos que solo los animales pueden percibir cuando una catástrofe natural se
avecina. Pero yo pude notarlo.
No entendí qué le pasaba, desde luego. No supe sino hasta cinco minutos después
qué era lo que le molestaba, pues sabía que en esos casos, cuando se ponía de pronto así —
como el cielo, que cambia bruscamente y pasa de estar soleado a cubrirse de nubes negras
— era mejor quedarse callado y esperar. Porque era obvio que algo la había molestado, de
eso estaba seguro, lo que no sabía era qué. Así que eso hice; me quedé callado, esperé, le
serví algunos mates, seguí esperando —ella siempre sin mirarme—, hasta que, de pronto —
aún sin mirarme—, largó la primera frase y desencadenó la catástrofe.
—Hermosos como los ojos de tu ex, ¿no?
—¿Perdón?
Si bien había escuchado lo que había dicho (“hermosos como los ojos de tu ex”),
algo en mí prefirió dudarlo, ponerlo en tela de juicio. Porque, de ser verdad, todo ese sueño
que parecíamos estar viviendo empezaría a desmoronarse demostrando que sí, que
efectivamente era eso, solo eso: un sueño barato, una ilusión nada más, que escondía detrás
de su manto brillante las mismas miserias cotidianas que habíamos procurado dejar en
Buenos Aires; la peste de todos los días. Con otro olor, otros colores, desde luego, pero
peste al fin, como la calma que antecede a la tormenta, siempre tan poética y útil para las
comparaciones literarias.
—Celestes y hermosos como los ojos de tu ex, ¿no? —volvió a preguntar. Ahora sí
me miró. Efectivamente: era otra.
—Perdoname, Laura, pero ¿vos acabás de asociar al gato, un gato, un animal de
veinte centímetros que nos acabamos de encontrar en la loma del orto, a kilómetros de
nuestra casa, en un puto pueblito de la costa, con mi exnovia?
—Sí. Por algo dijiste que eran hermosos y celestes.
—¡No dije que eran celestes!
—¡Pero dijiste que eran hermosos!
Empezaron a caer las primeras gotas. Lluvia de mierda, ya la tarde no se podía
aprovechar.
—¡Y, porque eran hermosos, Laura! ¡Eso es innegable!
—Sí, pero eran hermosos porque eran celestes, claritos, lindos como los de tu ex!
Parecía un diálogo de locos. Una batalla semántica basada en los sobrentendidos.
Realmente no me podía estar pasando eso. Era descabellado y yo lo sabía, pero estaba tan
cansado de soportar esos regaños por parte de Laura que no tuve la inteligencia para frenar
a tiempo y me dejé llevar. Con una avidez de revancha tan grande, tan poco consciente de
lo que en verdad estaba pasando, tan obstinada en su propia razón, y tan dispuesta a llevar
todo al carajo, que no medí las consecuencias y avivé el fuego en lugar apagarlo.
—¡Sí, probablemente me parecieron hermosos porque eran celestes! ¡Pero eso no
quiere decir nada, Laura! ¡Y no te da lugar a hacer tan ridícula asociación! ¡Me hartás! ¡Me
hinchás los huevos!
Me miraba fijo, su cuerpo estaba tenso. Movía la pierna derecha nerviosamente y
agarraba y soltaba arena con la mano del mismo lado, como un reloj que escupe el tiempo.
Era un movimiento chiquitito, casi íntimo, pero que contenía una furia latente.
—¿Y qué, si no eran celestes eran feos?
Otra vez sus inseguridades. Me reí más por nervios o por lo absurdo de la situación
que por otra cosa.
—Yo no dije eso. Eso lo estás diciendo vos.
—No, yo estoy repitiendo lo que vos dijiste, Santiago. O más bien diste a entender
que eran hermosos porque eran celestes.
—Laura, no me rompas los huevos. No voy a caer en esta discusión de nuevo. Es
una pelotudez y encima está empezando a llover, así que nos vamos a casa y nos dejamos
de hinchar las pelotas con este tema ¡que ya hablamos setecientas veces!
Me paré.
—No, quiero que me respondas.
Se quedó sentada como una nena caprichosa. Le faltaba la pala y el baldecito.
Empecé a juntar las cosas: toallones, juego de mate, mantas, ojotas. Me sentía fastidiado.
—¿Qué querés que te responda? ¡Ya me hiciste veinticinco preguntas!
—Decime si eran hermosos como los ojos de tu ex.
—¿Me podés explicar cómo de pronto terminamos hablando de mi ex? ¿Me lo
podés explicar? Porque no lo entiendo, la verdad. No sé si es una joda, una venganza, si te
volviste loca.
—¡No me cambies de tema, respondeme!
—¡No te voy a responder eso, no soy boludo! Vos estás buscando que yo te diga que
sí, que eran hermosos, hermosísimos, como los ojos de ella y te vas a poner triste y
contenta a la vez. Con esa habilidad que tenés vos para encontrar fantasmas donde no los
hay. —Ella seguía sentada—. Yo no te voy a dar el gusto para que te termines revolcando
en tu propia mierda de nuevo.
—No te animás a responder, entonces. Sos un cagón.
Se paró. Empecé a caminar rápido, cargando todas las cosas de playa, con Laura
pisándome los talones e insultándome.
—No tenés huevos. Sos un cobarde. No tenés ni la decencia de admitir que los ojos
del gato te parecieron hermosos porque eran como los ojos de tu ex.
Trataba de ignorarla, de disimular ante los otros transeúntes que estábamos
peleando. Me daba vergüenza. Y también a ella un poco le sucedía lo mismo, porque, si
bien me decía cosas sin parar, como una metralleta, lo hacía sin levantar la voz, casi sin
mover la boca, apretando las muelas como un ventrílocuo inexperto.
—¿No me vas a responder, Santiago? ¿Me pensás ignorar toda la tarde? ¡Cagón,
respondeme! ¡Decime si la minita a la que le mirabas el culo ayer en la pizzería no te hacía
acordar a Mariana, a las putitas que mirás por Facebook! ¿Qué, te crees que no revisé tu
historial, que no me doy cuenta cuando te morís por darte vuelta a mirar una mina, eh?
La escuchaba pero no le decía nada. Caminaba sin mirarla, lo más rápido que podía.
Se empezó a levantar viento. Y el viento empezó a tirarnos la lluvia en la cara. Llovía más
fuerte que antes.
De pronto, a las pocas cuadras, a escasos cien metros de llegar a casa, me frené de
golpe, me di vuelta y me le puse adelante.
—¿Querés que te responda? ¿Querés que admita que miro minas o que los ojos de
Mariana y que Mariana entera, de pies a cabeza, me parecía hermosa? ¿Te lo admito?
¿Tenés ganas de que te lo admita? ¡Te lo admito, entonces! ¡Miro minas, me caliento con
otras y Mariana me parecía hermosa! ¡Pero eso no cambia nada, eso no tiene importancia:
porque yo te amo a vos, me enamoré de vos y quiero estar con vos! ¡Estoy con vos, según
creo! ¡Pero evidentemente no podés verlo! ¡Preferís concentrarte en la mierda, regodearte
en eso y dormir en tu molestia! ¡Pero yo no soy como vos, yo perdono y olvido! —le dije y
seguí caminando, dejando en el aire un reproche que ella entendía, pero que, para que
surtiera efecto del todo, debía confirmarlo, escuchar la confirmación de mi boca. Era una
guerra, un modo de batalla repetitivo que los dos conocíamos muy bien.
Ella se brotó. Subió el tono de la conversación aún más y dejó de cuidarse, de cuidar
su volumen. Ahora sí abrió bien la boca y dijo lo que quería decir y cómo lo quería decir.
—¿Qué perdonaste? A ver, decime: ¿qué perdonaste? ¿Qué te hice yo que vos no
hiciste, pelotudo? ¡Decime! ¿Qué tenés para enseñarme vos a mí?
Así, con esa intensidad, con esa violencia que veníamos conteniendo como
podíamos —cada vez menos—, moderando ante los transeúntes, entramos a la casa y la
soltamos. La dejamos ser en la intimidad como solo nosotros sabíamos hacerlo; siendo la
mejor versión de lo peor de nosotros mismos.
—¿Querés que te diga qué es lo que te perdoné, eh? ¿Querés que te diga lo que me
da bronca? ¡Que te garchaste al otro hijo de puta, te comiste bien la pija y yo me enteré y,
sin embargo, te perdoné! ¡Nunca más volví a mencionar el tema o te lo reproché! ¡Nunca!
¡Hice borrón y cuenta nueva, me olvidé y seguí adelante! ¡En cambio, vos, y eso me da
mucha bronca, hace años que me venís celando con un puto personaje literario; un
personaje, algo que no existe en la vida real, que no es de carne y hueso, y yo me la banco
como un tarado!
—¡Vos me perdonaste porque te convenía, porque también habrás hecho lo tuyo!
¡Pero no me importa! ¡No me importa porque eso es lo de menos, es como decís vos: carne
y hueso! Un polvo, varios, pasa, queda ahí. En cambio, con esa novela pasaste meses y
meses, noche y día. Vivías metido ahí adentro. ¿Y sabés qué es lo más doloroso de eso?
¡Que además de sentir que aún estabas enamorado de ella, me mostraste todos tus sueños,
ilusiones, deseos; todo lo que habías soñado con esa pelotuda pero no tuviste!
—¿Y eso qué mierda tiene de malo? Si al fin y al cabo no lo tuve, lo tuve con vos.
Me serví un vaso de licor de chocolate. Un licor artesanal que habíamos comprado
la tarde anterior.
—¿Cómo qué tiene de malo? ¿A vos te gustaría meterte dentro de mí y ver todo lo
que pienso, conocerme hasta en las zonas más oscuras?
—¡No lo sé, Laura!
—¡No, no te gustaría! ¡Como a mí no me gustó ver cómo te dolía haber perdido
todo lo que tenías con ella!
Subíamos cada vez más el tono. Y afuera llovía cada vez más copiosamente.
—¡Sí, me dolió perder todo lo que tuve con ella! ¿Y qué? ¡Me dolió como a vos o a
cualquiera le duele terminar una relación! ¡No podés acusarme con eso!
—¡Sí, Santiago, puedo, porque no todo el mundo hace un libro con eso!
—¡Pero es lo que hago, Laura: escribo sobre lo que me pasa!
—¿Ah, sí, escribís sobre lo qué te pasa? ¿Y cómo hacés para escribir tanto sobre
minas, entonces? ¿Qué hacés te cogés una cada semana? ¡Esa idea me vuelve loca!
Se agarró la cabeza, apretó fuerte los puños, gruñó.
—¡Laura, la concha de la lora, es ficción! ¡Vos hiciste una obra de teatro donde
hacías de puta, te paseabas en pelotas por todo el escenario y encima te cogías a unos
cuantos flacos!
—¡Estaba actuando!
—¡Es lo mismo, a mi modo yo también me pongo en un papel! ¿O me vas a decir
que para hacer una escena de sexo con el pelotudo de tu compañero te lo tuviste que
garchar en serio para ver cómo sería la experiencia? ¡Seguramente que no, estabas
actuando! Y en mi caso, en el caso de la novela, es lo mismo.
—¡No, no es lo mismo! Y, no sé, pensá lo quieras de mi compañero. La escena
parecía real, por ahí...
Se rió, logró sacar una sonrisa irónica de entremedio de tanto grito. Seguía con sus
intentos de lastimarme.
—No me chicanees, Laura. No te vayas a la mierda, porque solo estamos tratando
de resolver opiniones.
—No te chicaneo. Simplemente te digo que pienses lo que quieras. Puede ser que
solo estaba actuando o puede que no. ¿Cómo se veía de afuera?
Se veía horripilante, pero eso era lo que hacíamos; ficción. Elevar todo al plano
racional y conceptualizarlo dentro de los parámetros del arte, donde los límites, a diferencia
de los límites comunes, los de la vida diaria, eran mucho más laxos.
—¡No me jodas, Laura! —le dije—. Porque lo único que estuve haciendo todo este
tiempo es tratar de frenar la discusión y vos me seguís tirando de la lengua.
—Decime, dale: ¿a vos qué te parece? ¿Se veía real cuando me lo cogía en el
escenario? ¿Qué sentiste cuando me ponía en cuatro y me bombeaba y me bombeaba y yo
gritaba como una putita?
Cambió la sonrisa irónica y volvió a las muelas apretadas y a la palabra entre
dientes, cuando dijo “como una putita”.
—Laura, basta.
—Decime —volvió a hablar sin apretar las muelas—: ¿para vos me lo cogí en
serio? Porque yo también actúo en función de lo que me pasa. Y bueno, si vos decís que no
te cogiste a nadie para escribir esas mierdas que escribís, que no te pasó un carajo cuando
escribiste sobre Mariana, lo mío también fue solo ficción.
—¡Basta! —grité—. ¡Me tenés podrido!
—¿Yo te tengo podrido? ¿Y vos te creés que vos a mí no? ¡Fracasado de mierda! —
comenzó a gritarme—. ¡Sos igual a tu papá: todo el día durmiendo o tirado en un sillón!
¡Sacando la pija para arreglar todo! ¿Te creés que con eso basta? ¿Te creés que te sirven de
algo las lindas palabritas, eh? ¿Te creés que yo no estoy cansada de vos? ¿Sabés hace
cuánto que fantaseo con estar con un tipo normal, con un tipo que no viva rodeado de
mujeres?
Entendí de pronto —y supongo que ella también lo habrá hecho— que se acercaba
el fin. Era algo que podía olerse. Que podía palparse en el aire que flotaba entre nosotros.
Una especie de masa dura que guardaba todos nuestros rencores, dolores, ilusiones rotas,
cosas que no habíamos sabido arreglar y que ahora nos estaban destruyendo. Por eso Laura
seguía echándome cosas en cara y yo la escuchaba sabiendo que ya no importaba nada.
Porque realmente no importaba nada. No importaba ya un carajo nada y ella seguía
echándome cosas en cara a mí, insultándome como una loca. Y yo la escuchaba, quieto,
solo escuchándola, como si no estuviese haciéndome cargo de lo que me decía: porque ya
no importaba nada, de verdad; nada de nada. Y ella me seguía insultando y me gritaba, y yo
la escuchaba. Y ella me gritaba más y más y me insultaba y yo la escuchaba (más). Y así (y
así, y así, y así, y así) hasta que, de pronto, otra vez mi padre, y yo que me saqué cuando
dijo algo de mi padre pegándole a mi madre, y de mi madre y yo llorando y muriéndonos
de hambre. Y de las putas y de la plata y de que yo era un enfermo autodestructivo, y de
que, como él, era tóxico y no podría ser ejemplo para ningún hijo ni para nadie. Y entonces
me paré y, sacado, tiré la mesa a la mierda. La agarré desde abajo y la di vuelta como si no
pesase nada, como si todo fuese etéreo de pronto (como si no importara nada), como hacen
los cowboys en las películas, para tapar las balas, las balas que ella me tiraba, por ahí. Y
entonces ella se asustó y me dijo que estaba loco y que no se equivocaba en lo que me
decía. Y entonces yo, que ella era la loca, que sos como tu madre, y que se le estaba yendo
la cabeza a la puta mierda y tenía la concha podrida y llena de gérmenes, de leche de otros,
de muerte, de monstruos. Y fue ahí cuando se me vino encima y me dijo que no la
comparara con la madre. E intentó golpearme pero la esquivé. Y otro puñetazo, pero lo
esquivé (yo le había enseñado boxeo), hasta que logró pegarme en la cara, pero yo,
aprovechando la cercanía, logré abrazarla, con fuerza, para decirle que se calmara. Pero ella
no se calmaba. Y tuve que abrazarla más y más fuerte y gritarle más fuerte: “¡Calmate,
calmate!”. Viendo cómo se deformaba y lloraba y gemía y se iba convirtiendo en ese
monstruo que tanto terror me daba. Y afuera llovía. Y su cuerpo caliente, aun entre esas
sombras, era la cosa más hermosa que mis manos habían tocado, que mi pecho había
sentido. Y la amé y tuve la capacidad de abstraerme, y de ver todo en cámara lenta, como
desde afuera. Y sentí un dolor enorme, porque todo se estaba yendo al carajo, se estaba
desmoronando y yo no podía hacer nada, porque ya no importaba. Y me acordé de la noche
cenando a la luz de un setenta y cuatro medio derretido, después de la radio. Y de sus
zapatitos chinos y el Keith Richards. De las noches recorriendo la ciudad buscando un
dentista. De la perra saltándonos cuando nos abrazábamos. De las primeras veces que
hicimos el amor. De esa noche en Lobos hablando de poesía y de autores favoritos. De ese
cumpleaños que ella me había organizado, el más bello que alguna vez había tenido, lleno
de amor y de amigos. Del embarazo que habíamos perdido. De su mano agarrando la mía:
de la Laura que yo había conocido. Y entonces la solté, y de pronto me di cuenta de que el
brazo me sangraba (el antebrazo). Y sin entender nada me miré y la miré a ella, que otra vez
se me venía encima a rasguñarme, feroz, siendo otra. Y me quedé quieto y ella comenzó a
rasguñarme, de nuevo. Pero esta vez el brazo izquierdo (el antebrazo izquierdo). Y me senté
en una silla y ella se me sentó enfrente. Y me siguió rasguñando con una violencia
contenida que era constante como la lluvia que caía afuera, como sus muelas apretadas. Y,
tal como con la lluvia que caía afuera —como algo inevitable y ajeno a nosotros mismos—,
no pude hacer nada, simplemente me quedé quieto dejando que me rasguñara e insultara. Y
la miraba y me miraba; el antebrazo, ella, el antebrazo, ella. Los dos antebrazos, que me
sangraban, aunque yo no sentía dolor, estaba ido, porque ya no importaba nada. Hasta que
ella se paró y se dio cuenta de lo que había hecho. Y abrió la puerta y salió a la calle, y se
fue corriendo por la arena.
Yo me quedé sentado, mirándome los brazos pero sin verlos. Mirando para otro
lado, que no era donde enfocaban mis ojos. Quizás muy dentro de mí, quizás muriéndome
un poco. Y notaba la sangre, desde luego, lo rojo y los rasguños, y notaba también con el
rabillo del ojo la puerta abierta y la lluvia afuera, y el día que ya estaba anocheciendo. Pero
ya no importaba nada.

A las dos horas ella volvió y yo seguía allí, sentado en esa silla, mirando un punto
fijo. No me habló, simplemente se me puso adelante y, en cuclillas, me miró los brazos. La
sangre ya estaba seca, no me dolía.
—Tenés que limpiarte —me dijo.
—No hace falta. Estoy bien —respondí.
—Está bien —dijo, y sin más preámbulos comenzó a acariciarme los brazos a la
altura de las muñecas, pasando sus dedos sobre las heridas. Pese a que ya había dejado de
llover, aún estaba mojada, con el pelo revuelto, los ojos secos de tanta lágrima. Me excité.
Sentí un pequeño cosquilleo en el pene y de pronto me di cuenta de que se me estaba
parando. Ella también lo notó. Así que puso mi mano en su cabeza y comenzó a
desabrocharme la bragueta, despacio, tocándome los testículos con la mano que le quedaba
libre. Yo seguía fuera de mí. Como antes, cuando había recibido los rasguños. No obstante,
como pudo, ella me bajó el pantalón y los calzones (en un solo movimiento que requirió
que yo despegase un poco la cola de la silla) y se metió mi pene casi entero en la boca y
comenzó a succionar, a recorrer todo el tronco con el contorno suave de sus labios, con su
lengua. Yo gemí y suspiré, y ella siguió chupando, con una mano apoyada en mi pierna
derecha y con la otra agarrándose de la silla, para no perder el equilibrio.
Fue todo muy rápido. En pocos minutos, mientras apretaba su cabeza contra mi
cuerpo y llevaba mi pene lo más adentro de su boca que fuera posible, expulsé todo mi
semen en unos cuantos y largos espasmos, y me desarmé como si de pronto me hubiesen
quitado los huesos, y mi cuerpo hubiese perdido el sostén. Ella se levantó y se fue al baño.
Afuera era todo silencio.

Al otro día volvimos a Buenos Aires. En el viaje no hablamos, no dijimos más que
lo necesario. Yo manejaba escuchando el Greatest hits, de Neil Young, que se repitió entero
unas cuantas veces, y ella se limitaba a mirar por la ventanilla. Cuando llegamos, nos
fuimos a dormir. Era domingo y era de noche.
A la mañana siguiente me desperté sobresaltado, soñando con todo lo que habíamos
hecho y dicho en esa pelea que se nos fue de las manos. La veía a ella una y otra vez
viniéndoseme encima, gruñendo como un animal. Una situación por demás violenta, pero
que, en el contexto enfermizo en que fuimos metiéndonos de a poco, podía casi pasar
inadvertida —si es que uno ayudaba mirando hacia otro lado. Ese no era el problema, o al
menos el problema que a mí me había sobresaltado y sacado del sueño. El problema era que
yo, en medio de esa situación, cuando la tenía encima rasguñándome e insultándome, había
entendido que la única manera de pararla era volarle la cabeza de una trompada. Había sido
un pensamiento chiquitito, muy pequeño, que se cruzó por mi cabeza cuando la miraba a
ella descolocada, rasgando la piel de mis brazos, buscando vaya uno a saber qué.
Me dio miedo, mucho miedo sentirlo: yo nunca había tenido deseos de agredirla.
Menos físicamente. Sí había golpeado puertas, paredes, muebles —mesas en ese caso—,
pero nunca se me había cruzado por la cabeza estamparle mi puño contra la cara. Era una
mujer, hermosa, dulce, frágil, que, con una simple sonrisa, me hacía querer dejar todo para
estar con ella. La amaba, desde lo más profundo de mí, algo de ella estaba enraizado en mí,
en medio de mis entrañas, y sacarla hubiera sido casi un suicidio. Como esos tumores que
echan raíces en los músculos y el solo intento de extirparlos, en un simple tirón, solo en un
simple tirón —que no sería otra cosa que una mera tentativa que llevaría al fracaso—,
significaría un sufrimiento inusitado y el desgarramiento tortuoso de cada hebra de carne.
Pero la sangre había atraído más sangre, y yo me había imaginado desfigurando su cara —
esa cara monstruosa que ya no era la cara de Laura, mi Laura— con toda mi fuerza de
hombre. Por eso, tenía que irme de ahí.
Así que me levanté de la cama y comencé a armar mi bolso. Ella ya se había ido al
trabajo y eso me daba la oportunidad de irme tranquilo. De lo contrario, pese a que los dos
sabíamos que teníamos que separarnos —pues era evidente que ya no podíamos estar
juntos: éramos un peligro el uno para el otro—, la escena hubiese sido otra tortura más,
similar o peor a la de La Lucila. Así que metí mi ropa, algunos libros, mi computadora y
mis discos favoritos en el bolso, le puse la correa a la perra y me fui. O, mejor dicho, nos
fuimos, y nunca más volvimos a aquella casa.
No miré hacia atrás, no tuve el valor. Como muchas veces en mi vida, me subí al
primer impulso y me dejé llevar, pues, si miraba un segundo hacia atrás, si solo volteaba la
cabeza para mirar lo que estaba dejando —literal y figuradamente—, no lo hubiese hecho.
De modo que solo caminé y caminé (crucé toda la Capital) hasta que llegué a lo de mis
padres y les conté lo que había pasado y les mostré mis brazos. Desde luego, lo primero que
me preguntaron era si yo le había hecho algo, si la había lastimado, y les dije que no, que
solo la había contenido y me había dejado hacer, no sabía bien para qué. Me respondieron
que podía quedarme momentáneamente a dormir en el living, hasta que vaciaran lo que
alguna vez había sido mi cuarto, que ahora era una mezcla entre biblioteca, office y cuarto
de cosas en desuso.
A diferencia de otras veces, en otras separaciones, esa noche no llamé a ninguna
examante o vieja amiga para aprovechar el tiempo de soltería. Sabía que esa vez era
definitivo y ya tendría tiempo para eso. Tampoco lloré, simplemente me acosté en el sofá,
que era mi improvisada cama, y miré la tele hasta quedarme dormido. Antes, me masturbé
mirando a una patinadora rusa que pasaban en un canal de deportes.
La forma de comunicarle a Laura mi decisión no sé si fue la mejor, pero fue la única
que encontré, salvaguardando también su integridad. Apenas llegué a lo de mis padres, le
envié un mensaje de texto diciéndole que había decidido irme por un tiempo y que
consideraba que lo mejor era no hablar, pues lo que había sucedido en La Lucila era el
límite, o bien debía serlo. Tal como pensaba, su respuesta a mi mensaje fue llamarme
durante media hora ininterrumpidamente, en tanto que me enviaba mensajes de texto
insultándome, hasta que me escribió diciéndome que estaba bien, que quizás eso era lo
mejor y que yo tenía razón. Palabras por demás extrañas saliendo de ella, sobre todo luego
de haberme llamado durante treinta minutos una y otra vez y haberme escrito todo tipo de
insultos, pero que acepté sabiendo que mi decisión de anunciárselo mientras estuviera en el
trabajo no había sido errada, pues, evidentemente, alguien la estaba conteniendo.
Volvimos a hablar recién a las dos o tres semanas, también por mensaje de texto.
Esa vez la que primero me escribió fue ella, diciéndome sin más preámbulos que le parecía
que lo mejor era terminar la relación y que me pedía perdón, que lo que había hecho no
estaba bien y que temía volver a hacerlo si seguíamos juntos. “Podés pasar a buscar tus
cosas cuando quieras. A partir de hoy voy a estar unos días en lo de mi madre”, me
comunicó en otro mensaje. Evidentemente, ella tampoco podía voltear la vista y mirar atrás.
Los días se fueron acumulando bajo la creencia de que en algún momento nos
volveríamos a ver. El amor no se había terminado, era obvio. Pero ambos entendíamos que
vernos era un peligro: nosotros éramos nuestro propio veneno, el detonante de las bombas
que llevábamos dentro: ¿quién nos garantizaría entonces que lo que había sucedido no
volvería a pasar? ¿Quién era capaz de poner las manos en el fuego por nosotros? Si todos
nuestros amigos y familiares nos decían que lo mejor era terminar para siempre, que quizás
más adelante, cuando fuésemos más grandes, más maduros, menos nosotros, tal vez.
Aunque eso nos importaba un carajo, porque los que no creíamos en nosotros, en verdad,
los que no creíamos en nuestra pareja, los que no sentíamos que juntos pudiésemos estar a
salvo, éramos nosotros. Ella y yo. Laura y Santiago. La Laura y el Santiago que habían
transitado esa relación saliendo heridos, para luego tenerse miedo. Porque eso era lo que
nos estaba pasando: nos teníamos miedo. Y nos cuidábamos el uno al otro, en la distancia.
Ella a mí (de ella) y yo a ella (de mí).
Fue así que ese miedo nos fue impulsando a dejar pasar los días, pensando el uno en
el otro, pero sin hablarnos. Hasta que los días se hicieron meses y los meses empezaron a
tomar forma de año. Y con ese tiempo a cuestas (con el peso semántico que tenía ese
periodo: año), fuimos decidiendo que lo mejor era suicidarnos. No individualmente, sino
como pareja. Es decir: era mucho mejor matar a Laura y Santiago, que volver a intentarlo y
arriesgarnos. Pues así, a salvo de nosotros mismos, estábamos mejor. Diciéndonos adiós sin
despedirnos. Evitando quizás un nuevo fracaso, que sería por demás insoportable.
Y el tiempo, entonces, fue secando algunas lágrimas y fue poniendo entre nosotros
otras personas. Mujeres que, si bien, en mi caso, no ocuparon el lugar de Laura, me
distrajeron y ayudaron a tirar con fuerza de esa cuerda que desde aquel día en que dejé
nuestra casa (el departamento de la calle Dublín), cada uno de nosotros se había negado a
soltar. Una cuerda que se fue estirando más y más a medida que los días se acumularon
entre nosotros como kilómetros imparables. Metros y metros de tiempo que la fueron
alargando hasta volverla cada vez más débil, más estrecha y, por fin, romperla. O al menos
eso es lo que creí y sentí durante mucho tiempo, hasta que caí en la cuenta de que, antes de
que la cuerda se tensara y rompiera del todo, Laura la había soltado y me había dejado
tironeando solo, lanzándome directo a la cara el chicotazo bárbaro de lo que habíamos sido,
tal como con Mariana: cuando fui a llevarle el libro, yo seguía atado al pasado. Sabiendo
que para mí los últimos días aún no habían llegado.
CAPÍTULO 9

The cannabis blow


“No siento las piernas”, le dije, y ella me miró con los ojos bien abiertos,
desorbitados, perdidos. Como si de pronto y de un solo golpe la hubiese arrancado del
sueño más profundo. O bien como si ella fuese extremadamente pequeña, y mi mano, la
mano más enorme del mundo, la hubiese arrebatado desde el fondo de un pozo profundo y
negro.
Habíamos entrado al hotel hacía media hora. Queríamos coger, pero no teníamos
prisa. Antes, queríamos comer algo, drogarnos un poco y quizás después volver a comer. El
sexo podía esperar y luego caernos encima como si un chaparrón tibio nos sorprendiese sin
paraguas.
—No entiendo —me dijo.
—¿Cómo que no entendés, Laura? No siento las piernas. —Pasé a explicarle—: Vos
tenés piernas, yo también. Todos tenemos piernas. O casi todos. Pero yo no las siento. O,
mejor dicho, siento como si no las tuviera.
—¿Y cómo sabes qué se siente no tener piernas si siempre tuviste?
—¿Me estás cargando, Lau? ¡No siento las piernas! Yo qué sé. Simplemente no las
siento.
—Te estás haciendo la cabeza, Santi. Eso te pegó muy duro... Te pusiste paranoico.
—No me puse paranoico. Conozco los efectos y esto no me pasó nunca.
Efectivamente, nunca me había pasado. Ni de adolescente, cuando la marihuana era
algo que llegaba de forma esporádica, en alguna fiesta o recital, ni desde que me había
separado de Laura, hacía casi dos años, cuando fumar se había convertido en una forma de
estar anestesiado, de ponerle un coto al frenético y enfermizo ritmo que alcanzaba mi
cabeza en las noches de insomnio.
Nos había parecido que armar el porro picando la marihuana sobre un libro de
Bukowsky —para ser más exactos, La máquina de follar— era en sí un acto poético. Un
derecho y una obligación al mismo tiempo. Una obviedad, pero un lujo, al fin, que nos
concedíamos. Como esos religiosos que cada mañana, o cada noche antes de dormir o
enfrentar al mundo, transitan sus rituales y reafirman sus creencias. Nosotros también
necesitábamos creer en algo. Nosotros también necesitábamos sentir que el mero acto
carnal que estábamos por hacer (que al fin y al cabo no sería más que la puesta en marcha
de una maquinaria de cientos de kilos de carne, piel, huesos, uñas, pelos, nervios, sangre,
labios, besos, saliva, etcétera, etcétera), era algo mucho menos terrenal de lo que en verdad
era, y mucho más etéreo que nosotros mismos: nosotros también teníamos nuestros dioses y
nuestro incienso.
Desde luego, ella no tenía ni la menor idea de quién era Bukowsky. Era bailarina y
solo le importaba bailar, dejar salir de adentro bailando lo que yo dejaba escapar de mí cada
vez que tecleaba histéricamente sobre mi computadora. Sin embargo, todo lo que yo le
contaba sobre el viejo Hank (me gusta llamarlo de ese modo), sumado al entusiasmo con
que lo hacía, y a que ella había quedado fascinada con la porquería que eran mis textos, la
hacían creer en algo más.
—Esto tenía algo raro —le dije luego de un prolongado silencio.
—Pero si ya habíamos fumado de ésta —me respondió ella.
—No sé. La verdad es que no me acuerdo... ¿De dónde la sacaste?
—Me la dio un amigo.
—¿Y tu amigo de dónde la sacó?
—¡Ay, no sé, Santiago! ¿Te sentís muy mal? No me asustes.
—¡No te asusto, pero me siento mal! No siento las piernas. Me falta el aire,
¿entendés?
El cuerpo me temblaba. Sentía una fuerte presión en ambos costados del cráneo.
Náuseas. Dolor de estómago y mareo. Un hormigueo alarmante en todo el cuerpo, que se
contrarrestaba por un intermitente adormecimiento de mis extremidades. Quería salir
corriendo, pero no tenía fuerzas. Sentía como si, de pronto, la sangre hubiera dejado de
circular por mi cuerpo solo por un instante, pequeño, pero que, bajo los efectos de la
marihuana —o bien del miedo o de lo que fuera—, parecía durar eternamente. Justamente,
porque yo dejaba de prestarle atención y volvía a percatarme de ella —de mi sangre, de mi
esencia— recién cuando, sin avisar y de un momento a otro, empezaba a recorrerme con
furia. Roja, caliente, espesa, como propulsada por una canilla gigante.
Me imaginaba los titulares de los diarios y noticieros: “Parejita muere envenenada
en un hotel de Villa Urquiza” (harían hincapié en el diminutivo “parejita” y no en “pareja”,
para demostrar que no éramos otra cosa que dos pendejos estúpidos que, pretendiendo tener
una noche a lo Hunter Thompson, terminamos teniendo una noche a lo Romeo y Julieta).
Justo ahí, en ese momento, la idea de marihuana adulterada empezó a rondarme en la
cabeza, y con ella, imponente y atemorizante, la idea misma de la muerte.
—Bueno. Vos calmate —me dijo Laura, y me acarició el pecho con ternura. Como
si esa orden/consejo/sugerencia que me daba lograse disuadir mis pensamientos de las
malas sensaciones que comenzaba a sentir, y me hiciesen obviar, además, que ahora era ella
la que empezaba a alterarse.
—No. Sí. Me calmo —respondí yo—. Pero es rarísimo. Me siento mal. Nunca me
pasó esto. Te juro que de verdad tengo todo el cuerpo dormido.
—Tomá un poco de gaseosa —sugirió ella—. Por ahí te bajó la presión. —Y me
alcanzó la botella de Pepsi. Yo, sin incorporarme, aún acostado, tomé un trago. Me dio
náuseas.
—Me da ganas de vomitar —dije.
—Tranquilo. Ya se te va a pasar. Respirá hondo.
Respiré hondo. Me incorporé.
—¿Vos estás bien? —pregunté.
—Sí. O sea, estoy muy loca —se rió—. Pero estoy bien. Me siento relajada. Pero
nada más. Vos calmate.
Me gustó que dijera “loca”. Me gustaban las locas. Aún me gustan. Y me gustó
verla a ella sonriendo y mostrando sus dientes blancos y parejos, sus rulos despeinados
color cobre, sus ojos achinados de tanta marihuana. Era la antítesis perfecta de Laura, al
menos en ese aspecto. Pues, Laura, mi Laura, era, con sus recurrentes cambios de look, toda
prolijidad. La manía con que alisaba y teñía su pelo, la formalidad de su ropa y lo alto de
sus tacos eran el afán por mantenerse estable y sentirse segura. Y eran, a su vez, el
equivalente visible de la brega que cada día peleaba para mantenerse alisada, limpia, pura,
estable y segura. Era la forma de mantener contenida la onda expansiva de los demonios
que le explotaban dentro.
Que ella —Laura, la nueva Laura—, se sintiera bien me tranquilizaba, pues
significaba que la marihuana que habíamos fumado no traía nada extraño, ningún agregado,
de lo contrario, por teoría, ella debería estar sufriendo los mismos síntomas que me
aquejaban a mí.
—Lo que pasa es que esto es prensado paraguayo, Laura. Esto, los muy hijos de
puta, lo rocían con vaya a saber qué, y encima después lo cortan y lo van mezclando con
otras cosas para ganar volumen.
—¿Cómo que lo rocían?
—Claro. —Enumeré una lista de elementos tóxicos, improvisada y probablemente
cierta, basada en datos poco verídicos recolectados al azar de relatos orales y foros de
internet, con los que yo, si fuese traficante, rociaría mis ladrillos de marihuana para que no
los descubriesen los perros de la policía—: Insecticida, veneno para ratas, ácido, meo de
humano, meo de perro... Lo que se te ocurra. Lo hacen para taparle el olor y que los perros
de la cana no los agarren.
—¡Ay, no me digas eso! No me asustes.
—No te asusto. Te cuento nomás.
—Ahora me empiezo a sentir mal yo.
—No te hagas la cabeza. ¡No seas boluda, Laura! Esto me pegó mal a mí y punto. Si
tuviese algo, vos te sentirías tan mal como yo. Y yo no te veo mal —intenté tranquilizarla.
—¿De verdad me decís? ¿Me ves bien? Vos estás un poco pálido.
La miré fijo. Se veía terrible: estaba despeinada, con el maquillaje corrido, los ojos
rojos y achinados. Tenía ojeras, pero igual era hermosa.
—Estás perfecta.
—¿De verdad?
—Sí.
—Porque ahora que lo mencionas a mí también me falta un poco el aire.
—¡Lau, por favor, no te hagas la cabeza!
—No me hago la cabeza, solo me falta un poco el aire.
—Te estás sugestionando.
—¿Me duele la cabeza o no me duele la cabeza? —me preguntó a mí en voz alta,
pero en realidad se lo preguntaba a ella.
—¿Me estás cargando, Laura? ¿Cómo que no sabés si te duele o no te duele la
cabeza?
—¡Es que no sé, Santiago!
A diferencia de Laura, esta Laura tenía una capacidad mucho más grande para
alterarse. Lo hacía de inmediato, pero, así como subía, volvía a bajar; arriba y abajo en un
segundo. En cambio, la otra Laura era una montaña rusa que escalaba de a poquito, pero,
una vez arriba, se quedaba estática en un grito constante. En ese aspecto, yo prefería a la
segunda Laura. Me resultaba más auténtica.
—Bueno, tranquilizate. Vas a estar bien, no tenés nada.
—¿Vos te sentís mejor? —me preguntó.
—La verdad es que no... ¡Creo que vomito...!
Me paré de golpe quitándomela de encima, asaltado por la violenta sensación de que
estaba a punto de lanzar. Pero no pasó nada. No vomité. Solo quedé parado en medio del
cuarto, mirando el piso con su reflejo rojo, escuchando de fondo los gritos de la mujer que
cogía en un cuarto cercano. No tuve ni fuerzas para excitarme.
De pronto, pensé en el cuerpo de Laura, esta Laura, y sentí que tenía la obligación
de estar cogiéndomela. Un cuerpo así no podía ser desperdiciado. Después de todo, para
eso había salido esa noche con ella. ¿Nos conocíamos hacía cuánto? ¿Dos meses? ¿Tres
meses? ¿Cuántas veces nos habíamos visto? No llevaba la cuenta. No me interesaba. Ella se
me había acercado a hablar luego de una charla sobre literatura que yo había dado en el
colegio donde ella enseñaba baile. De inmediato me pareció atractiva. Me había enamorado
de su culo. Y no había dejado de mirárselo en toda la jornada, luego de la muestra de tango
que junto a otro profesor —más afeminado que ella— habían dado para toda la escuela.
—Es un poco antipedagógico decirle a los chicos que leer no sirve para nada a
menos que te entretenga —me dijo cuando se me acercó.
—Es una realidad.
—Sí, pero los chicos tienen que leer.
—Claro que sí, para contestar un mensaje de texto tienen que leer, para entrar a
Facebook, para jugar a la Play Station, pero lo hacen por obligación. Siempre es por
obligación. Y si no es por obligación y agarran un libro por motu proprio, lo hacen porque
les gusta y los entretiene. Si no los entretiene, no sirve de nada. El escritor de ese libro es
un idiota, o bien ellos no están en el mejor momento para leerlo. Sea como fuere, es mejor
que lo dejen y agarren otro que sí los atrape, ¿no te parece?
—Sí, me parece. Coincido con vos, pero no dejo de creer que decirles eso a los
chicos es antipedagógico.
—Bueno, por algo no soy maestro.
Esa misma noche ya estábamos en mi casa tomando cerveza y follando como locos.
Éramos dos amebas blandas desparramadas sobre la cama como charcos de agua.
Frotándonos con paciencia, dedicados, favorecidos por el tibio ajetreo lúbrico que nos
proporcionaban nuestros jugos, que agilizaban todo; era todo tan fácil, tan limítrofe, tan
resbaladizo, que todo se volvía una maravilla química que desde hacía tiempo no
experimentaba con otra mujer.
A partir de allí, coger se nos hizo hábito. Hipnotizados, quizás, por el prodigio
afrodisiaco que alcanzaban nuestros cuerpos, éramos encuentros sexuales sin antes ni
después. Éramos un film pornográfico sin los sobrantes del género. No había argumentos,
había hechos. Había golpes en el round que otros —púgiles cobardes— usarían para
medirse. Había sangre, una necesidad escondida, un instinto animal, un atavismo de
supervivencia que nos agrupaba en pares. Pero había algo que se empezaba a notar de a
poco: un llamado de ella a una hora y en un momento que no me esperaba. Un mensaje de
texto pidiendo consuelo o consejo por una cosa y para tal otra. Una invitación al cine. Un
“acompañame a comprar ropa”. Había algo más que ella buscaba, pero que yo no estaba
capacitado para darle. Sin embargo, no quería dejar de acostarme con ella. Quería tocarla,
besar su piel, pasar mi lengua por sus dientes parejos y dibujarle con mis dedos el contorno
de su nariz respingada.
Cobardemente elaboré un plan codicioso y avaro —algo estrecho—, pensado solo
para mí, para mi beneficio propio. La vería siempre fuera de casa, en albergues transitorios,
para evitar involucrarme sentimentalmente con ella, amparado en la caducidad de los turnos
siempre efímeros que tienen esos hoteles. Manejando como un maestro ese efecto jet lag
que provocan las atmósferas cerradas de sus habitaciones, (las luces rojas, las ventanas
herméticas, las toallas empaquetadas a nuevo, los espejos gigantes y omnipresentes, los
desodorantes de ambiente, esparcidos por el aire segundos antes de que ingrese al cuarto la
pareja en cuestión, por una mucama harta de limpiar los placeres de otro, cualidad que las
hermana, irónicamente, con las prostitutas, aunque en distintas instancias del acto sexual y
con distintos roles, y que son, para buscar un ejemplo infantil y fantasioso, como ninjas
silenciosos que nunca pueden ser vistos...) y que nos hacen dividir nuestro antes y después
en dos mundos totalmente opuestos: el mundo limpio, claro y consistente (el mundo real)
de la calle y la luz del día, y el mundo oscuro, sucio y sudoroso (el mundo onírico) del
albergue transitorio. El éxito de mi plan radicaba en no llevar al mundo onírico los
lineamientos civiles del mundo concreto, y desde luego —y es allí donde más empeño
debía poner— en no arrastrar los vestigios del mundo onírico al resto del día. Si ambos
mundos se mezclaban (si el jet lag lograba confundirnos), yo no sabría qué carajo hacer con
el pobre corazón de aquel ser humano en mis manos.
Amparado en la certeza de su admiración hacia mi palabrerío estúpido, en el
enamoramiento que empezaba a notársele, le fui sincero sabiendo que no arriesgaba mucho
(tenía todas las de ganar, podría estirar la cuerda casi al extremo sabiendo que no iba a
romperse); le dije que prefería no confundir los tantos. Que quería seguir viéndola, pero que
notaba que a ella comenzaban a sucederle otras cosas y que yo no estaba en condiciones de
hacerme cargo. Ella, como supuse —orgullosa y aguerrida—, diría que sí, que no le estaba
pasando nada de lo que yo imaginaba, y que ella también quería coger y nada más. Así lo
dijo y así fue. Y así nos seguimos viendo. Hasta que, de pronto, nos encontramos esa noche
en ese hotel de Villa Urquiza, simulando ser solo dos hedonistas desalmados, guiados
exclusivamente por los estallidos químicos de nuestras células.
Parado en medio de la habitación escuché lejana la voz de Laura como cuando
oímos un sonido desde la profundidad de un sueño y ese sonido se hace parte de aquel, y se
vuelve todo un terreno sin límites claros. Aunque esta vez, en lugar de estar soñando, yo me
encontraba ensimismado en cada centímetro de mi cuerpo (como un lobo que es perseguido
por una docena de cazadores y que, de pronto, de tanto correr escapando, se encuentra
perdido y asustado, tieso, alerta y a la defensiva, en medio del bosque nocturno, tratando de
descifrar cada sonido lejano como una posible intromisión de peligro), procurando
encontrar el más mínimo síntoma de un ataque físico que no podría controlar.
Caminé unos pasos torpes hasta la ventana y me apoyé sobre ella. Respiré hondo.
Sentí un calor intenso en todo el cuerpo. La sangre otra vez. Iba y venía. Me quemaba la
cara. Quise abrir la ventana, pero no pude: estaba sellada. Necesitaba aire. Despacio,
intentando calmarme, y sin desviar la vista de un punto fijo en la nada que me ayudara a
concentrarme y no perder la integridad, le pedí por favor a Laura que encendiese el aire
acondicionado.
—Sí, ya lo enciendo. Vos no te preocupes. Quedate tranquilo que todo va a estar
bien. Es un mal viaje, nada más.
—Gracias.
—De nada.
De inmediato, el aire helado comenzó a lengüetearme la cara. Lo recibí con ganas,
como si esa bocanada de oxígeno fuese la cucharada de jarabe que me sacaría de aquel
suplicio. Y así fue por unos instantes. Hasta que, contradiciendo al calor que me laceraba
desde adentro, pero extrañamente tolerándose en una convivencia aun más desesperante
que el anterior estado, me envolvió un frío cruel. Frío y calor; frío afuera y calor adentro.
Sudor helado y sofocación. Una menopausia imposible.
Intenté entonces tomarme el pulso, pero tenía las manos entumecidas, insensibles,
como si las tuviese sumergidas bajo un líquido espeso, como si la gravedad —y
consecuentemente, el peso de mi cuerpo no fuese el mismo— hiciese flotar toda mi persona
en un remanso de latidos débiles. Hacía la plancha en el aire. Gravitaba. Y sentía a lo lejos
—extrañamente lejos dentro de mí— el latido de mi propio corazón. Y como esas ondas
que se expanden sobre la superficie del agua cuando arrojamos una piedra, llegaban los
latidos a las extremidades de mi cuerpo —a mis manos—, y entonces yo los notaba salirse
de mí como grandes descargas de energía, tenues pero sostenidas, como las notas que
quedan flotando en el aire cuando el pianista quita el dedo de la tecla pero mantiene el pie
en el pedal.
La visión se me iba tornando negra. Negra y movediza como una bola de aceite
flotante. Una cortina oleosa de la que florecían —primero pequeñas y después más grandes
(creciendo como bailarinas blancas, brillantes, que se contornean como briznas de humo al
ritmo de una música lenta y lejana, desplegando movimientos largos, que más podrían ser
un ejercicio de expresión corporal que un baile formal)— unas manchas fulgentes que me
iban develando la realidad luego de cada brote. Primero apareció una silueta; una cabeza
repleta de rulos y unos hombros desnudos que emergían de la cama. La luz del televisor
derramada desde el costado derecho la acariciaba. Detrás, una puerta de vidrio
fosforescente. Luego, como dejados allí por la mancha lumínica que salpicaba la cortina
negra, iban acomodándose sobre la silueta unos ojos, luego una boca, una nariz y unas
orejas camufladas con pelos; la cara se iba reconstruyendo. De inmediato, al instante, otro
brote brillante y, detrás de él, los colores de Laura, la pared de fondo —gris o azul oscuro—
y el color y los pliegues de la sábana que envolvían sus piernas.
Por fin, cuando ya la densa cortina no era más que una sombra que se escurría por
los bordes de mi propio campo visual, logré verla perfectamente y le dije:
—Vamos al médico.
Ella me miró asustada. Lo que antes era una mirada apagada, vidriosa, lejana y
metida para adentro, perdida en los pantanos abstractos del cannabis; ahora, al escuchar la
palabra “médico” (confirmación irrefutable de que todo lo que a mí me estaba pasando era
en serio) se había vuelto una mirada alarmada.
—Ya fue. Me siento mal en serio. Vamos al médico.
—¿Para tanto es?
—Sí, Laura, vamos al médico.
—Está bien. Si realmente considerás que tenés que ir, vamos.

Caí en la cuenta de que estábamos en el hospital recién cuando el taxista preguntó:


“¿Acá está bien o los dejo en la guardia?”. Lo miré. El hombre —un tipo de unos sesenta
años, canoso, con cara de cansado— esperó unos segundos y, ante nuestro mutismo, volvió
a preguntarnos lo mismo, consciente de que con su pregunta me tendía un lazo desde el
borde de un pozo —un pozo de agua vacío, seco, en cuyas paredes de piedra el sonido
rebotaba amplificándose— en el que yo me encontraba y arrastraba, como en un auténtico
agujero negro, a Laura. “Sí, sí, acá está bien”, respondí yo saliendo de un salto/tirón de mi
recogimiento. Laura tomó plata de su cartera y le pagó. Yo me desentendí de todo.
No sabía cómo habíamos llegado hasta ahí. Solo recordaba que al salir del hotel —
acción que no nos había tomado más de un minuto, un minuto y medio, desde nuestra
habitación hasta la calle—, le pregunté a Laura si traía más marihuana encima y se la hice
tirar. Un desperdicio estupefaciente del que cualquier fumón, toxicómano, cocainómano,
asmático, hipertenso, nervioso, vagabundo, oficinista, mecánico, maestro, enfermo de
cáncer, etcétera, se hubiese arrepentido. O, mejor dicho, se hubiese agarrado la cabeza de
tanto arrepentimiento. Pero otra cosa no podía hacer. Laura traía consigo por lo menos
veinticinco gramos —además de un armador, un picador, una caja de papelillos y una
pequeña bolsita con filtros—, y si pensábamos entrar a un hospital (yo ya me imaginaba
esposado a la camilla, muriendo, sí, a causa de una intoxicación insólita con marihuana
adulterada, pero custodiado por decenas de policías que aguardaban atentos a que yo
recobrase las fuerzas para intentar escaparme y así balearme por la espalda), debíamos estar
limpios. Al menos por afuera. Así que, luego de protestar y oponerse un rato, y con la
promesa de que en el futuro yo la recompensaría con otros tantos gramos que guardaba en
mi casa, Laura accedió a darme todo su equipo y aprovisionamiento y lo arrojé a la basura.
La sala de espera estaba vacía. O al menos eso parecía desde afuera, viendo a través
de la puerta de vidrio opalino que daba a la entrada escalonada (la entrada con rampa estaba
a un costado de la sala, por donde ingresaban los enfermos o accidentados que no pueden
movilizarse por sí solos). Después de todo, era martes a la madrugada, y uno podía suponer
que las únicas dos personas querían atenderse —almas en pena buscando consuelo—
éramos nosotros.
“Mantenete lo más sobria posible”, le dije a Laura, metros antes de cruzar la puerta.
“Sí”, me dijo ella, y me tomó de la mano. Así entramos, abriendo tímidamente las dos alas
de la puerta de vidrio, como dos tortolitos que enfrentan —jugador de fútbol que cruza el
túnel irguiendo el pecho, esperando encontrarse a miles y miles de personas gritando su
nombre, pero a la inversa— la desesperante vastedad de lo aleatorio. Era todo un riesgo, un
peligro, pues estábamos allí nada más y nada menos que por una reacción inesperada a la
marihuana que habíamos consumido. La prueba viviente de que teníamos, tuvimos o
tendríamos drogas encima.
Yo me seguía sintiendo mal, por supuesto, pero la adrenalina de tener que enfrentar
posibles riesgos me había reanimado un poco. Además, claro, de esa sensación de entrega,
rendición y desahogo que siempre nos propinan los hospitales. Si nos vamos a morir,
entonces nos moriremos cuidados. Y, sobre todo, sabiendo a ciencia cierta lo que sufrimos.
Pues nunca es tan cruel la verdad como la incertidumbre misma, el desasosiego de padecer
algo desconocido. Es un sentimiento asolador. Es un paso tras otro en la oscuridad
completa, en un sitio extraño. Todo es más de lo que es; todo puede ser. Luego, por
supuesto, las palabras del médico (siempre limpias, siempre asépticas, siempre distantes en
su cualidad de no humano superior al humano), se encargarán de juntar todas las piezas de
ese puzzle que llevamos desmontado (me duele la cabeza, siento fiebre, mareos, náuseas, un
dolor acá, una molestia allá; “diga aaahh”), y las encasillará en conceptos más o menos
comprensibles, más o menos confortantes: “Lo que usted tiene es una angina viral causada
por un rinovirus, probablemente favorecida por su condición de fumador pasivo”. “Lo que
usted tiene no es más que una contractura muscular paravertebral derecha...”. Un río de
aguas turbias y desconocidas en el que a uno lo sumergen, para luego andar asiéndose de
pequeñas ramas que lo mantienen en la superficie, que lo acercan a la orilla: “angina”,
“viral”, “rino” ¿nariz? “virus”... Palabras más o menos conocidas a las que uno se aferra —
y va armando a la vez su propio puzzle— para creer ingenuamente que ha entendido algo y
que tiene, aunque sea un poco, algún tipo de control sobre su vida.
Desde la entrada pude ver la ventanilla de la recepción. Era un cubículo blanco y
gris, como de yeso y metal, con un vidrio transparente que lo cerraba casi herméticamente
desde el techo hasta el borde de la pared que trazaba la ventana. Había solo un hueco,
pequeño e insignificante a la vista, pero poderoso: una canaleta cromada que era todo el
contacto con ese mundo de salvaciones. Una zanja/puente en la que se deslizaban los
papeles importantes y en la que uno tendía a pegarse para hablar con el otro lado, quedando
siempre agachado y en ridículo.
A medida que me fui acercando, pude advertir, detrás de la pared que enmarcaba el
vidrio en su borde inferior, la cabeza (primero la coronilla, luego la frente, los ojos, la nariz,
la boca, la pera, el cuello y los hombros) de un hombre sentado. Sería un enfermero o un
médico de guardia.
Sentí que ese hombre, apenas logró verme irguiendo la cabeza desde su banco
diminuto, advirtió que yo estaba completamente drogado. Cagado en las patas.
No tenía control de mi cuerpo. Los brazos se me iban como si, en cada paso —
manos de plomo—, el envión los lanzase hacia adelante estirándolos como los flácidos
brazos del Hombre de Goma, de Los Cuatro Fantásticos. Las piernas me flotaban: estaba
pisando nubes. Los pasos se me iban para cualquier lado, eran de hilo movidos por el
viento. La cara, con la importancia vital que tendría al momento entablar diálogo con
médicos, enfermeros, etcétera, me explotaba sistemáticamente en una seguidilla aleatoria
de fuegos artificiales que, en lugar de dibujar flores de luz en el cielo, pintaban en mi rostro
un sinfín de gestos espasmódicos, incontrolables, que deformaban mi imagen y me
obligaban a intentar controlarlos.
Así que, controlando —o al menos intentando controlar— cada movimiento de mi
cuerpo para no evidenciar mi estado alucinado, me acerqué al eventual enano, quien me
miró con fastidio.
—¿Qué tal? Me gustaría atenderme. No me siento nada bien.
—¿Qué te duele?
—Me duele mucho la cabeza. Mucho. Siento el cuerpo flojo, presión en los ojos. No
siento las piernas ni los brazos. Náuseas...
Enumeré una cantidad ridícula de síntomas. Algunos reales y otros no tanto.
Algunos inventados para tapar los reales pretendiendo ocultar mi verdadero estado. Y otros
que creí tener, sentir, pero en verdad no tenía, pues la línea delgada que separaba la realidad
del infinito mundo de mi sugestión ya era imperceptible.
De pronto, mientras el enfermero/médico me decía “muy bien, sentate ahí que
enseguida te llaman”, un policía apareció por la puerta que daba entrada al cubículo y se
sentó a su lado. “Hola”, me dijo, y yo me quedé petrificado. No tardé en reaccionar, o
mejor dicho, no reaccioné, me quedé como estaba, pues en una fracción de segundo, en la
que me descoloqué imperceptiblemente, entendí que, si un ápice de mi actitud corporal
cambiaba con su llegada, él notaría algo raro en mí y me encontraría sospechoso. Y eso era
un riesgo. Así que dije: “Hola. Gracias”, respectivamente y me alejé de la ventanilla.
No pude sentarme, como me sugirió Laura y como me había sugerido el
médico/enfermero. En su lugar, comencé a caminar de un lado a otro, yendo y viniendo,
trazando una línea casi recta de un metro y medio, dos metros, por la que iba y venía como
un autista. Respiraba hondo y suspiraba. Movía el cuello como intentando
descontracturarme, aunque estuviese totalmente blando, etéreo. Laura me acariciaba la
espalda e intentaba calmarme.
—Tranquilo. Ya va a pasar.
—Sí, sí, sí... Estoy tranquilo.
Mentía. No podía parar de moverme. Estaba por enloquecer, todo me daba vueltas.
Sentía que me iba a desmayar. ¿Qué carajo me pasaba? ¿Me estaba por morir? ¿Estaba
envenenado? ¿Era solo un mal viaje? No lo sabía. No tenía ni la más puta idea. Pero estaba
allí, en ese hospital desierto, para que me dieran respuestas.
Pero yo tenía la culpa de todo eso. Nadie me había obligado a meterme en la cama
con esa desconocida que no paraba de perseguirme, de querer meterse en mi vida, de querer
ser parte de ella. ¿Por qué carajo me seguía, entonces, me buscaba, me intentaba enamorar?
¿Por qué carajos yo le había dicho que sí si no quería, si cada vez que se acercaba yo sentía
rechazo? Y no un rechazo físico o asco, sino un rechazo que se ligaba al miedo, a la
autopreservación; un rechazo involuntario, digamos, que me hacía cruzar de brazos
protegiendo mi pecho cada vez que ella —cosa que era constante, con una insistencia
estúpida y desmedida— se acercaba intentando meter su mano molesta en el centro de mi
persona. Parecía que quería torturarme, abrirme al medio y revolver mi mierda. Yo no
quería eso. Yo no tenía ganas de relacionarme sentimentalmente con nadie. Estaba bien así,
frío, calmado, a oscuras y quieto, controlando cada uno de mis movimientos.
Por eso tenía que decirle que no. Tenía que aprovechar esa situación para decirle que
ya no nos veríamos, que esa relación —suerte de club sexual al que solo nosotros
asistíamos— se había terminado. Ella lo entendería. O lo tendría que entender. Y si no lo
hacía, podía irse bien a la mierda, porque, después de todo, yo había sobrevivido sin ella
hasta ese momento, y ella, desde luego, había sobrevivido sin mí. Y eso es lo importante:
sobrevivir. Comer todos los días, escuchar buena música si se puede, coger todo lo
necesario y esperar que las cosas pasen. Que este mundo lleno de obscenidades e injusticias
no nos sea tan hostil: aprovechar siempre las erecciones y no arrepentirse nunca de nada.
Porque, al fin y al cabo, allá, al final de la línea, nos espera la muerte.
Por suerte, una doctora rubia, de unos cincuenta años, abrió la puerta y me dijo
“adelante”. Yo respiré aliviado: aguanté el aire, di un paso (un salto torpe y sorpresivo,
como si el titiritero que movía los hilos que me manejaban —a mí, marioneta agotada—
hubiese tenido que levantar la mano imprevistamente, picado por un mosquito o una araña),
y entré dando un suspiro. Laura entró detrás de mí.
Era una sala enorme, de techo alto. Con una gran mesa metálica en el medio y
muchos cubículos alrededor. Parecíamos ser los únicos pacientes en el recinto, eso me
alegraba.
A la doctora la acompañaba un joven médico. Nos hicieron acercar a la mesa, donde
tenían un cuaderno, y lapicera en mano comenzaron a interrogarme: nombre completo,
edad, estado civil, lugar de nacimiento y residencia, profesión, obra social y, finalmente,
luego de haber anotado todo, la doctora me preguntó qué me pasaba.
Enumeré, nuevamente, cada uno de los síntomas, pero esta vez no los exageré, no
mentí ni oculté nada. Intenté ser lo más sincero y exacto posible, después de todo, mi vida
dependía de eso.
—La verdad es que fumamos marihuana. No mucho... es algo que hacemos
habitualmente. Pero esta vez me cayó muy mal. Muy mal. Tengo miedo de que haya tenido
algo, que haya estado adulterada. No sé. Me deja un poco tranquilo que a ella no le pasa
nada. Pero uno nunca sabe. Digo, me imagino que, de haber estado adulterada, ella tendría
que estar sintiendo lo mismo que yo, pero...
—Seguramente. O no. No lo sabemos. Todos los organismos son distintos —me
interrumpió.
—Sí, claro, pero...
—Pasen por ahí que ya los atiendo —volvió a interrumpirme, y señaló uno de los
cubículos.
Me senté sobre la camilla. Por primera vez en la noche comenzaba a sentirme
calmado. Me empezaba a relajar. Es decir, si la doctora, al oír los síntomas que yo sufría, no
había salido desesperada a buscar otros médicos, podía sentirme seguro.
—Va a estar todo bien —me dijo Laura, y yo le contesté haciendo un gesto
afirmativo con la cabeza.
De inmediato, la doctora se acercó con un aparato para tomarme la presión y me
pidió que me quitara la campera y descubriera mi brazo. Yo me la quité, la dejé a un
costado y arremangué mi remera lo más que pude. Sentía el brazo flojo.
—No te muevas —me dijo mientras me acomodaba la almohadilla inflable
alrededor del brazo y colocaba su estetoscopio.
Luego bombeó hasta el límite y, una vez que lo creyó pertinente o la tuvo del todo
inflada (nunca entendí cómo funcionan esos aparatos), la dejó desinflar. Por último, me
quitó la almohadilla y, mientras salía del consultorio, le pidió al estudiante —porque
evidentemente eso era el joven médico que la acompañaba— que me tomase el pulso. Este
le hizo caso.
—Las debo tener un poco bajas —le dije yo—. Porque la verdad es que mucho no
me las sentía. Estaban como apagadas.
—No, al contrario —me retrucó él, con una simpatía que subestimaba mi vivencia
—, es probable que las tengas bastante altas. Es lo normal cuando fumás marihuana.
—Sí, lo sé, pero te juro que yo sentía todo lo contrario.
—Y bueno, por ahí te sugestionaste al tener presión tan baja.
La doctora volvió a entrar al cubículo.
—¿Consumieron algo más?
—Ciento cuarenta —dijo el médico.
—No.
—Sí, es normal. La marihuana produce taquicardia.
—No, nada más —respondió Laura.
—¿Cocaína, alcohol, alguna otra droga?
—No, nada, solo cerveza.
—Cerveza y gaseosa.
—¿Y para qué fuman eso?
—Porque me gusta.
—Claro —apoyó Laura.
—Pero te hace mal.
—Sí, ya sé.
—¿Y eso te gusta?
—No, pero es un costo. El costo para conseguir otra cosa. Además, es la primera
vez que me pasa.
Tuve ganas de decirle “debería probar usted estar drogada y cogerse ese cuerpo,
sentir más de lo que habitualmente se siente”, pero entendí que provocarla, discutirle, era
ganarme un problema, sobre todo teniendo en cuenta que había un policía dando vueltas.
—Bueno, ustedes sabrán. Hay que ser más responsables si no quieren terminar en el
hospital.
—Somos responsables, pero a veces nos fallan las cuentas.
Me miró mal. Supongo que habrá pensado en cuán responsables podíamos ser dos
seres perdidos y drogados buscando ayuda en la guardia de un hospital, un martes a la
madrugada, pero decidió no contestarme nada. En su lugar, me hizo levantar la remera y
posó su estetoscopio sobre mi espalda, y me hizo respirar.
—Soy asmático —decidí aclararle.
—¿Y sentiste que tuviste un ataque?
—No, creo que no, pero ya que revisa mis pulmones, me pareció que debía saberlo.
—Está bien. Gracias.
Siguió escuchando un poco mi respiración, y luego, se quitó el estetoscopio de los
oídos.
—No tenés nada. Solo un poco de taquicardia y baja presión. Nada más.
—Le juro que pensé que era todo lo contrario.
—Pensaste mal.
—Bueno, ¿y qué puede ser, entonces?
—Un ataque de pánico.
La miré sorprendido a Laura. Era la primera vez que me pasaba. Nunca había estado
ni cerca de eso. O al menos era lo que recordaba. Sí había tenido grandes crisis de nervios
que habían desembocado en gritos, llanto y golpes, pero nunca habían repercutido en mi
cuerpo con tanta contundencia.
La denominación “ataque de pánico” me resultaba una alegoría poética
extraordinaria, perfecta. Era de esos nombres tan bien elegidos que con solo dos palabras
no hacía falta explicar nada más: yo había sido atacado —atacado, inundado, mordido,
dominado— por el pánico. Pero la pregunta era pánico a qué. No lo sabía.

Salimos del hospital y decidimos caminar, la doctora nos había recomendado que
tomara un poco de aire e intentara relajarme. La noche estaba linda. Corría un viento helado
que me revitalizaba y no me daba frío. Al contrario, era como si de a poco me fuese
despertando.
El dolor, las molestias, los síntomas que me habían alarmado más temprano, iban
desapareciendo, poco a poco. Y en su lugar, iba quedando en mi cuerpo un leve temblor,
constante y general, acompañado de un cansancio inaudito.
Al llegar a mi casa, abrí bien todas las ventanas para dejar que corriese aire y me
senté en el sillón. Laura se preparó un té (me ofreció y yo no quise), y se sentó a mi lado.
La habitación se veía hermosa; la luz de la calle se colaba por las rendijas de la
persiana americana que colgaba a nuestras espaldas y pintaba sobre la pared unas finas
líneas blancas, horizontales, que alumbraban a su vez los bordes de la tele, una lámpara que
no funcionaba y los cuadros de Cortázar y Woody Allen. Todo estaba rayado de luz.
Me quedé observándolas. Me fascinaban. Eran una de las cosas que más me
gustaban de mi casa. Me recordaban que afuera había luz, que había vida. Una calle. Una
civilización organizada con personas, autos y un cielo enorme y grisáceo que se desplegaba
detrás de las casas de la vereda de enfrente, donde había vecinos, conocidos/desconocidos
que podían socorrerme si fuera necesario, que estaban allí para que yo no me sintiese tan
solo. Era mi barrio, Parque Chas, el barrio donde había nacido.
De pronto, Laura levantó la cabeza de mi hombro (recién al sentir la falta del calor y
el peso que su cabeza ejercía sobre mí, advertí que había estado apoyada) y me preguntó
qué me pasaba:
—Laura está por casarse —le dije.
—¿Eh?
No sé si no me entendió o necesitó escuchar mis palabras de nuevo para
confirmarlas, pero por las dudas volví a decirlo.
—Que Laura está por casarse.
—¿Y cómo sabés?
—Me lo contó un amigo cuya novia sigue siendo amiga de Laura.
—Ah.
Nos quedamos unos segundos en silencio, pensativos. Yo me imaginaba que ella
podía estar preguntándose por qué mi amigo me contaba eso de Laura, que si era un buen
amigo, si quería torturarme, no sé. Así que le respondí sin que ella me preguntara:
—Le pregunté yo porque la vi caminando por el centro de la mano de un pelado.
—¿De un pelado? —me preguntó sorprendida.
—Sí —reí—. Laura me cambió por un pelado. Un tipo que no tiene pelo, ¿podés
creerlo?
—Me causa gracia que lo digas. Y que hayas reparado en eso.
—Sí, es muy raro. No sé por qué me fijé en eso.
—Será que quizás tenés prejuicios contra los pelados.
—Puede ser. El padre de ella es pelado.
—¿Y decís que buscó a alguien parecido al padre para casarse?
—No sé. Digo que eso me suena a “definitivo”.
Volvimos a quedar en silencio. Ambos mirábamos las rayas lumínicas que
manchaban la pared. No podíamos apartar la vista de ellas.
—¿Creés que el amor es para toda la vida? —finalmente habló.
—No sé. En cincuenta años te digo.
—¿Tanto pensás vivir? Sos un optimista.
—No. Soy un tipo de conocimientos empíricos.
—Sos un romántico.
—¡Por fin alguien que se da cuenta!
—De nada.
Nos reímos.
—¿Sabés lo que creo? Creo que los dos tenemos algo que al otro le falta. Y eso me
consuela.
—¿Quiénes? ¿Nosotros dos?
—No, yo y el pelado.
—El pelado y vos.
—Es lo mismo.
—¿Y qué les falta, pelo? —me dijo riendo, y volteé para mirarla.
—Me robaste el chiste —le dije, y entendió cómo funcionaba la cosa.
—Perdón. Trataré de no volver a hacerlo. Las frases geniales son lo tuyo.
—Aprecio mucho tu obsecuencia. Nos vamos a llevar de maravilla.
—Ya lo hacemos, solo que no te habías dado cuenta.
Manteniendo la blanca sonrisa, se acercó y me besó en los labios. Sus labios sabían
a marihuana, a tabaco, a cerveza, al té de manzanilla que acababa de prepararse.

Fin

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