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TEMA 3: LOS DERECHOS HUMANOS COMO OBJETIVO

POLÍTICO

La defensa de la universalidad de los DDHH como punto de llegada, supone la reivindicación de un


proyecto ético-político: hacer a todo ser humano titular de libertades y derechos. Extender y
universalizar derechos es un proyecto que acepta los principios con los que nace la Ilustración,
aunque implica, al mismo tiempo, la crítica de sus resultados. Ciertamente, reivindicar que los
niños, mujeres, ancianos, o consumidores tengan derechos que han de ser respetados, es tanto
como reconocer que previamente no lo eran y que, por tanto, el universalismo al que aspiramos
está en constante expansión, no es algo dado de antemano. Dichas reivindicaciones, por otra
parte, son históricas y concretas, y se van convirtiendo en derechos a lo largo de un proceso cada
vez más inclusivo: derechos de los animales, derechos del medio ambiente…

Desde esta perspectiva, lo importante no es el punto de partida sino el de llegada, la universalidad


histórico-política o material, podríamos decir. Es el objetivo de universalizar derechos lo que
supone la moralidad del proyecto, no la reivindicación de una universalidad humana previa. Como
señala Peces-Barba:

“... la universalidad como punto de llegada distingue claramente entre el ser y el deber ser. En el
ser, en la realidad de muchas relaciones sociales, la desigualdad impide que se pueda hablar de
universalidad, o, si lo vemos desde otra perspectiva, que la moralidad básica de los derechos
-libertad, igualdad, solidaridad y seguridad- , de la que se predica la universalidad racional, pueda
afectar a esas situaciones. Lo que se genera de la comparación entre esa moralidad básica y esa
realidad de desigualdad de determinados colectivos, es la toma de conciencia de la necesidad de
acciones positivas para superar esa situación y restablecer el equilibrio, entre aquellas que
pueden, por sí mismos, resolver sus problemas de educación de salud, de seguridad social, de
vivienda, etc., y que no se encuentran en relaciones sociales de inferioridad (mujeres, niños,
minusválidos, consumidores, etc.), con los que son incapaces por sí mismos de satisfacer una
serie de necesidades básicas o de actuar en las relaciones sociales en condiciones de igualdad.

En el mismo sentido, Pérez Luño defiende que la historicidad es un dato propio de los DDHH. Si se
puede hablar de generaciones de derechos es porque aceptamos que los valores que incluimos
en dicho marco están sujetos a evolución y ampliación histórica. Y esto es lo mismo que reconocer
que el catálogo de libertades no es una obra cerrada, sino que está sujeta a cambios. Más aún, los
DDHH, a pesar de necesitar una implementación jurídico-política concreta para ser defendidos, no
son meros postulados morales, sino que encierran un proyecto político emancipatorio: “Faltos de
su dimensión utópica los DDHH perderían su función legitimadora del Derecho; pero fuera de la
experiencia y de la historia perderían sus propios rasgos de humanidad”.

La propuesta que Amelia Valcárcel desarrolla en Vindicación del humanismo puede ser leída, desde
esa perspectiva, como un proyecto político feminista emancipatorio. Según Valcárcel, el
universalismo es la base del humanismo y éste es condición de una ética global, una ética que
sirva para la mayor parte de situaciones y que se constituya a base de reglas y principios fáciles
de definir, y más aún de aplicar, y mucho mejor cuanto más generales en su aplicación: dirigidas a
la humanidad en general, como especie, no a las culturas particulares. Los valores de este
humanismo que reivindica Valcárcel son inmanentes, y sus contenidos vienen definidos por los
DDHH.

Según la autora, el único marco en el que esta ética humanista puede llevarse a cabo es la
democracia, porque es universalista en su horizonte y humanista en sus contenidos, en tanto es
salvaguarda de libertades básicas como la libertad, la igualdad y la solidaridad. Por eso, sólo en un
contexto democrático tienen sentido la reivindicación del feminismo como humanismo, por
cuanto supone la defensa de los derechos individuales de las mujeres y la negación de su
supeditación a los derechos culturales y comunitarios que siempre han metido a las mujeres como
víctimas. Las mujeres no pelean solamente por los ritos o los recursos sino por su libertad, por la
igualdad, por eso son el modelo general de la humanidad:

Con la familia como principal mecanismo de encuadre de las mujeres, sometidas a una etnicidad
diferencial en honor de la decencia grupal, aceptando y reproduciendo prácticas de minoramiento
y exclusión y todo ello avalado por las instancias religiosas y en bastantes ocasiones las políticas,
la mayor parte de las mujeres del planeta simplemente no ha adquirido todavía el estatuto de
individuos de pleno derecho.

Como vemos, lo que se pretende es llegar a una moralidad básica y no partir de ella. ara ello, los
derechos y libertades necesitan implantación jurídico-política para ser efectivos, para ser
defendidos y poder ser reivindicados. Más aún, la igualdad como diferenciación necesita la
acción positiva de los poderes públicos. Ahora bien, ¿cómo conseguir que esa igualdad sea
efectiva? ¿Cuáles son los mecanismos que permiten su implantación jurídico-política? La filósofa
Seyla Benhabib propone que los DDHH se definan en términos de derecho a tener derechos,
una frase que toma de Hannah Arendt pero a la que le modifica el rango de acción. Si para la
filósofa alemana se trataba de un derecho político identificado con una comunidad concreta, para
Benhabib se trataba de una exigencia de cada persona a ser protegida y reconocida por la
comunidad mundial. Según Benhabib, afirmar que los seres humanos como individuos tienen
derecho a tener derechos, implica una reivindicación moral, no política, por cuanto dicha
afirmación se basa en una ética discursiva que supone el ejercicio universal de la libertad
comunicativa: libertad de aceptar o negar argumentos comprensibles y en función de los cuales
se puede actuar. Se trata de un derecho que no está dado de antemano, sino que toma cuerpo en
las luchas políticas, reivindicaciones de clase o de género, en el seno de las naciones, grupos
étnicos o credos religiosos. El universalismo no surge de la armonía sino que es resultado del
conflicto:

… el universalismo no consiste en una esencia o naturaleza humana que se nos dice que todos
tenemos o poseemos, sino más bien en experiencias de establecer una comunidad a través de la
diversidad, conflicto, división y lucha. El universalismo es una aspiración, un objetivo moral por el
que pelear; no es un hecho, una descripción del modo en que el mundo es.

La misma Benhabib se pregunta de qué modo trasladar estas pretensiones morales abstractas a
un marco político dado. O lo que es lo mismo, de qué modo los principios morales como el derecho
a la libertad de expresión, libertad religiosa, de asociación, a la vivienda, a la educación, a la
sanidad… se plasman en marcos jurídicos concretos. Para ella, el derecho de autogobierno es el
principio fundamental que explica el trasvase de derechos morales a legales, por cuanto constituye
el cauce que permite ponerlos en marcha. Ese derecho también explica el grado de variabilidad de
aplicación entre comunidades políticas. La igualdad de género está mucho mejor recogida en la ley
española y sus desarrollos con la ley de paridad que en EEUU, pero peor que en Canadá. Por tanto,
igual de importante que ser sujetos de derechos, es el reconocimiento de que los seres humanos
son creadores de derecho, y únicos responsables de traducir a sus contextos propios, los
principios morales reconocidos en los DDHH. En este sentido, Benhabib sigue a Jünger Habermas,
para quien solo pueden pretender legitimidad aquellas regulaciones que logran el asentimiento de
todos los ciudadanos, tras un proceso legislativo discursivo legalmente constituido. O lo que es lo
mismo, las leyes se constituyen tras una discusión previa en la esfera pública, en la que los
ciudadanos son libres de participar y opinar. El sujeto de derecho no es un sujeto pasivo sino
activo, de ahí que no tenga sentido ninguna ley que se haga a espaldas de los ciudadanos. Sin
democracia, sin sociedad civil libre, los DDHH no serían posibles, pues su puesta en práctica, sus
variaciones culturales, el motor que impulsa su desarrollo y sus cambios, sólo se explican a partir
del principio de autogobierno democrático.

Cristina Lafont añade a estas exigencias, la necesidad de que esos derechos tengan una dimensión
global: para que los DDHH tengan aplicación real y no sean meramente formales, se ha de añadir
una exigencia transnacional a la estatal vigente. La defensa de los intereses particulares de los
Estados y de sus ciudadanos tienen como límite los DDHH, por ello, las instituciones
transnacionales, como el FMI, deberían incluir entre sus estatutos el objetivo de hacer respetar y
promover activamente los DDHH a escala global, puesto que:

[...] En las condiciones actuales de globalización, es cada vez más evidente que las regulaciones
económicas globales adoptadas por ciertos actores no estatales (FMI, OMC, Banco Mundial…)
pueden tener un tremendo impacto en la posibilidad de proteger los derechos humanos a escala
mundial. Ahora bien, si éste es el caso, ¿no es poco plausible sostener que estas instituciones no
tienen ninguna obligación en materia de derechos humanos? Y lo que es peor, ¿cómo puede la
comunidad internacional responsabilizar a los Estados de las consecuencias de regulaciones
globales no está realmente en sus manos determinar? ¿No debería la comunidad internacional
exigir responsabilidades a aquellos actores cuyas decisiones y acciones impiden la protección de
los derechos humanos, tanto si son Estados como si no lo son, en lugar de exigir
responsabilidades a los Estados por decisiones y acciones que no están bajo su control.

LECTURA OBLIGATORIA: Benhabib, S., “Otro universalismo: Sobre la unidad y


diversidad de los derechos humanos”.

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