El decanto de la soledad humana es siempre un descubrimiento interno, un
desdoblamiento que apertura una mirada hacia el hondo de la existencia. Para ello, no es menester imperar en momentos de destello jubiloso, pero acaso sí es necesario romper los límites de la inconsciencia para dirigir la atención a la irrupción del espíritu. Además, pareciera que toda efusión anímica del ser humano desborda en el mutismo incierto, como si fuera un puzle sin par y sin acomodo en lugar alguno. No obstante, la irradiación deviene en forma de sentimiento culposo, un dolor inubicable o también adviene a la mente cierta sensación de rematar el último respiro. Pero ¿cuál es la razón de todo ello? La existencia humana por su finura no puede extender toda la explicación y esto no supone una negación de su capacidad conocedora; al contrario, plantea una posibilidad de indagar sus orígenes y sus primeras raíces. No es la soledad la enemiga de la sociabilidad natural de la especie humana, sino su fuente más cercana que bien podría ser la voluntad. La escisión de solo y compañía no es irrenunciable ya que es una forma de elección sin ataduras del temple, por tanto, queda libre a nudos y desates. Pero, la decisión de librarse de los atajos de lo mundano y de lo bullicio es útil para ahondar la actividad interna, por extensión, también para construir un lugar ameno y hallar el sentido de la felicidad. La vida de personas entregadas al elogio de la soledad y el silencio prueba una necesidad de afirmar su importancia. Hay, desde grandes poetas y filósofos, seres que hicieron de la soledad y el silencio la mayor obra de arte y de pensamiento. Nótese, la urgencia de la vida armoniosa y pacífica, en las palabras de Petrarca. “Que recojan su espíritu en un lugar angosto, silencioso y recóndito” y no solo es un desvío lingüístico de un poeta elucubrado por una musa platónica, sino una muestra de una vida real construida en las entrañas de Vaucluse, donde escribió De vita solitaria. El mayor de los poetas medievales, Dante Alighieri, también mantuvo una vida semejante, entregado a un andar pausado y a decir de Boccaccio “se deleitó en ser solitario y remoto ante las gentes, a fin de que sus contemplaciones no le fueran interrumpidas”. La desnudez de la belleza del silencio ha atraído a muchos hombres desde tiempos arcaicos hasta los días actuales, quizá ahora el imperio del desorden y la sublevación de las pasiones han finiquitado ese impulso humano hacia la libertad solitaria y la etérea felicidad. No obstante, la afluencia de la vida sigue remanado hacia el encuentro de una armoniosa y sencilla forma de reposo, tan contemplativamente humana. Recuérdese, como casos singulares, la quietud de Ludwig Wittgenstein en Skjolden o el envidiable refugio de Martin Heidegger en las montañas de Alemania. Con estas experiencias particulares pareciera que queda palmaria la contrariedad del título que encabeza esta escritura, pues, no se trata de un desdoblar momentáneo y sumergirse el espíritu a la efusión descontrolada, sino hacer de esta vida una posibilidad de “aprender a estar callado, quieto y solitario” como piensa F. Kafka y, sobre todo, tejer el hilo que conduzca a la pura contemplación. A modo de síntesis, Blaise Pascal, un hombre polímata, expresó muy bien al sostener “que toda la infelicidad de la persona deriva de una misma fuente: no ser capaz de estar sentado tranquilamente en silencio, a solas consigo mismo”. Yungay, agosto de 2020.