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HIPÓTESIS REPRESIVA E HIPÓTESIS PRODUCTIVA


FECUNDIDAD Y LÍMITES DE LA PROPUESTA FOUCAULTIANA
(IV SEMINARIO INTERNACIONAL DE AEIHM. LAS HUELLAS DE FOUCAULT EN LA
HISTORIOGRAFÍA. PODERES, CUERPOS Y DESEOS, 7-8 DE OCTUBRE DE 2011, MADRID)
por Francisco Vázquez García

1.Cómo se gestó la hipótesis productiva. El contexto historiográfico de La


Voluntad de saber
La obra de Foucault que ha marcado más decisivamente el desarrollo tanto
de la historiografía de la sexualidad como de las teorías postfeministas y queer, es
sin duda La voluntad de saber, primer volumen de la Historia de la sexualidad
proyectada por el pensador francés. No deja de ser curioso que uno de los libros
menos voluminosos de Foucault, con un perfil puramente programático y con una
agenda finalmente desechada por su autor, haya tenido una repercusión tan
espectacular.
En mi intervención voy a tratar de hacer un balance entre las aportaciones
más fructíferas de esta obra en el terreno de la historiografía de la sexualidad y las
limitaciones que actualmente se le reconocen. Para ello comenzaré reconstruyendo
el contexto historiográfico en el que se confeccionó este ensayo pasando luego
revista a la “hipótesis productiva”1 que constituye tal vez la principal contribución
del mismo. Este análisis crítico del concepto de “producción” servirá, espero, para
abrir una reflexión colectiva sobre el sentido y el alcande actuales de la
historiografía de la sexualidad.
La idea de escribir una historia de la sexualidad en Occidente se remonta a
los inicios mismos del proyecto arqueológico de Foucault, encontrándose ya en el
Prefacio original de la Historia de la Locura (1961), bajo la forma de una historia
“de las prohibiciones sexuales” (Foucault 1994a: 162). En la Arqueología del saber
(1969) se vuelve a retomar la sugerencia bajo la forma ahora de una arqueología del
saber sexual (Foucault 1969: 252-253), y en El orden del discurso (1970) reaparece
de nuevo como análisis del “sistema de prohibiciones del lenguaje” que conciernen
a la sexualidad “desde el siglo XVI hasta el XIX” (Foucault 1971: 63).

1
La expresión “hipótesis productiva” no corresponde a Foucault, sino a la historiadora Carolyn J. Dean
(Dean 1994), pero nos parece que refleja con mucha exactitud la perspectiva del filósofo.
2

Como se ve en estos primeros avances, Foucault se refiere a la relación entre


el poder y la sexualidad en términos negativos. Se habla de “exclusión”,
“prohibición” y “transgresión”. La conexión entre las instituciones y la sexualidad
se sigue viendo en clave de negatividad y exterioridad; Foucault todavía no había
roto con la temática de la “represión”, con lo que más tarde cuestionará como
“hipótesis represiva”.
Y es que de hecho las primeras tentativas para edificar una historia cultural
de la sexualidad a fines de la década de los sesenta y primeros setenta, estaban
dominadas por este trasfondo de la “represión”. En este contexto, delimitado por la
“revolución sexual”, la difusión de la píldora anticonceptiva, la experimentación de
formas de convivencia ajenas al matrimonio e incluso a la pareja monogámica, la
apertura de las autoridades –en algunos países europeos- a la tolerancia de la
homosexualidad y al fomento d ela educación sexual, tuvo lugar la emergencia de
los primeros estudios históricos serios sobre la vida sexual.
Aquí hay que mencionar el papel desempeñado por dos disciplinas de
referencia que operaron como verdaderas “ciencias piloto” a la hora de estimular
este despegue de la historiografía de la sexualidad. En primer lugar la demografía
histórica. Este campo, que alcanzó su madurez principalmente en Gran Bretaña –con
el Cambridge Group for the History of Population fundado por Peter Laslett y Tony
Wrigley- y en Francia –con la escuela de los Annales, había llegado a finales de los
años 60, al establecimiento de ciertos hechos de indiscutible relevancia para la
exploración de la conducta sexual. Por una parte el notable descenso en las tasas de
fecundidad (tempranamente en Francia) antes de que se entronizaran las modernas
tecnologías reproductivas: se trataba de la “revolución malthusiana” (Ariès 1971:
312-21 y 344-372 y Chaunu 1972). Se constató, por ejemplo, que en Francia y desde
la segunda mitad del siglo XVIII, este estancamiento en las tasas de fecundidad
tenía que ver con el uso masivo, extendido también entre el campesinado, del coitus
interruptus. Surgía entonces el problema de cómo se compatibilizaba la difusión de
estas prácticas con el supuesto acatamiento de la autoridad eclesiástica (Burguière
1978: 55-57) y la cuestión de las variables actitudes de la Iglesia en relación con el
control de natalidad (Noonan 1966, Flandrin 1970).
Este nexo entre religiosidad y moral sexual se situaba en primer plano en
relación con otros hechos constatados por la demografía histórica. Entre mediados
del siglo XVI y la segunda mitad del XVIII, coincidiendo con el tiempo fuerte de las
3

reformas protestante y católica y con implantación en buena parte del área de


Europa Occidental (especialmente Francia y Gran Bretaña), venían a conjuntarse las
siguientes evidencias: reducción considerable de las tasas de nacimientos ilegítimos
y de las concepciones prenupciales en un contexto de matrimonio tardío,
especialmente para los varones (Flandrin 1984: 275-338). Estas realidades
demográficas parecían sugerir algún tipo de relación causal entre esta mayor
contención e intolerancia ante el sexo preconyugal y el ascetismo rampante asociado
a las reformas religiosas, particularmente virulentas en sus ataques contra el sexo
fuera del matrimonio. El argumento se reforzaba teniendo en cuenta ciertos hechos
de carácter institucional propiciados a partir del siglo XVI: cierre de los burdeles
públicos, intensificación de las penas y de la persecución contra la sodomía,
campañas contra el adulterio y el concubinato e inculcación del matrimonio
canónico entre las clases populares (Stone 1995: 64-67).
Muchos historiadores en la década de los setenta, especialmente británicos
(Shorter 1977: 98-152; Stone 1979: 174-178) y franceses (Chaunu 1974: 326-338;
Burguière 1972)2 dieron cuenta de este panorama viéndolo como un escenario de
represión creciente y triunfante. A la hora de encuadrar los procesos en la trama de
la narración histórica, algunos (Burguière 1972) recurrieron a una segunda
disciplina piloto: el psicoanálisis.3 Así, por ejemplo, se trató de conectar
weberianamente el éxito de la represión sexual con el despegue del espíritu del
capitalismo: la energía sexual reprimida se habría sublimado en la dedicación a la
esfera de los negocios.
Otros, siguiendo una vía más utópica, se remitieron al cuadro conceptual
forjado por la izquierda freudiana, lo que también se conoce como
“freudomarxismo”, principalmente las contribuciones de Wilhelm Reich y Herbert
Marcuse. Este es el caso de la primera gran síntesis de la historia de la sexualidad en
Occidente, la obra del sexólogo Jos Van Ussel, La represión sexual, publicada
originalmente en holandés (1968) y muy pronto vertida al alemán (1970), al francés
2
El número monográfico de Annales ESC, 29 (1974), dedicado a “Histoire et sexualité”, se encuadraba en
este eje de problemas.En la introducción al monográfico, Burguière (1974: 973), constata lo lejos que se
estaba aún de la “hipótesis productiva” foucaultiana: “il est tout aussi absurde de vouloir retrouver dans le
passé (même préhistorique) des sociétés sans sexualité que de vouloir retrouver des sociétés sans
économie”
3
En Burguière (1974: 973-74) se constata que, a la hora de explorar la sexualidad, “le freudisme nous
fournit une aide inestimable”. El problema radicaba, según este autor, en las dificultades del psicoanálisis
a la hora de pensar el cambio histórico. Por eso se sugiere que el análisis de la “répression des pulsions
sexuelles”, que constituye el movimiento histórico crucial de la modernidad en relación con el sexo, podía
sacar más enseñanzas de la obra de Norbert Elías (Burguière 1974: 974)
4

(1972) y al castellano (1974).4 Este libro, más que en la tradición de los


historiadores profesionales, hay que insertarlo en la estela de las obras de historia de
la sexualidad redactadas por ensayistas y psiquiatras desde comienzos de siglo,
como la Historia ilustrada de la moral sexual (1909-1912) de Eduard Fuchs o la
Sexual life in England. Past and present (1938) de Iwan Bloch.
En nuestro caso, el ensayo de Van Ussel tiene interés porque es el texto que
La voluntad de saber toma explícitamente como sparring, y aunque no se cita en
este libro, sí se comenta en el curso de 1974-75 impartido en el Collège de France.
Como señaló el propio Foucault (1994b: 826 y 1999: 221-22 y 309), La represión
sexual es una obra inspirada por Reich y por Marcuse, aunque a nuestro entender, su
autor se decanta más bien por este último. La incógnita que trata de despejar es la de
los orígenes de lo que denomina, con un significativo vocablo clínico, el “síndrome
antisexual”. La clave del gran ciclo represivo en la historia occidental del sexo –
comprendido entre el siglo XVI y la larga era victoriana, no residiría en la condición
antierótica del Cristianismo, sino en el predominio social de la burguesía. La ética
burguesa de la productividad y de la competitividad habría fomentado un cuerpo y
un tipo de subjetividad -Van Ussel no usa estos términos, pero se refiere a un “tipo
humano totalmente inédito” (Van Ussel 1974: 7)- subordinado a la disciplina laboral
y a las exigencias del rendimiento económico inherentes a la sociedad industrial. El
sexo sólo era permitido en tanto se sometía funcionalmente a los requisitos de
rentabilidad productiva y reproductiva, esto es, a la procreación en el marco
conyugal.
De este modo el cuerpo de placer quedaba reprimido por el cuerpo
productor. Este síndrome represivo daría lugar a “neurosis y psicosis, tanto
individuales como colectivas” (Van Ussel 1974: 13 y 248). El ciclo represivo se
correspondería con el mutismo en lo concerniente al discurso sobre el sexo, y
comenzaría a romperse a partir de finales del siglo XIX, con la aparición de las
ciencias sexológicas. A partir de este momento se abriría un periplo emancipatorio
que atravesaría tres etapas: 1) desde 1870 hasta la Gran Guerra; 2) el periodo de
entreguerras y 3) Desde la Segunda Guerra Mundial en adelante. Van Ussel
reconoce que este proceso coincide con un cierto “desaburguesamiento de la
sociedad” (Van Ussel 1974: 239). Estima sin embargo que el decurso emancipatorio

4
Marcado también por el leitmotiv del movimiento moderno de represión está el trabajo sintético de Solé
(1972: 11-14), aunque este se remite más a la escuela de los Annales que al freudomarxismo
5

que culmina en la revolución sexual de los años sesenta resulta insuficiente, siendo
más aparente que real. En un planteamiento próximo a las tesis marcusianas de la
“desublimación represiva” y de la exaltación del cuerpo sexualmente polimorfo,
Van Ussel denuncia la persistencia de la moral sexual burguesa en la sociedad
actual: la estructura autoritaria y patriarcal del matrimonio, la subordinación de las
mujeres, la primacía de la genitalidad, del coito y del orgasmo (en esto se separa
abiertamente de Reich). La plena liberación del cuerpo de placer, del cuerpo
plenamente erotizado y sexualizado (Van Ussel 1974: 267) no es factible –aquí
vuelve a oponerse a Reich (Van Ussel 1974: 268)- a través de la exclusiva liberación
sexual; sólo una transformación radical de las condiciones sociales y económicas –
que pasa entre otras cosas, según sugiere Van Ussel por un expandido Estado
benefactor y por una erradicación del trabajo gracias al desarrollo tecnológico, hará
posible la emancipación completa de la humanidad.
Este panorama historiográfico y teórico, saturado por la hipótesis represiva,
saltó por los aires cuando Foucault publicó, en 1976, La voluntad de saber. El
reemplazo de la hipótesis represiva no significaba desde luego negar la existencia de
la represión en la vida sexual. Tiene que ver con un modo distinto de entender el
ejercicio del poder, un marco conceptual y al mismo tiempo estrictamente histórico,
que Foucault había desarrollado en Vigilar y castigar (1975), obra inmediatamente
anterior a La voluntad de saber5. Foucault se desmarcaba allí, así como en otras
entrevistas de ese mismo periodo, de la concepción liberal que identificaba la lógica
del poder con la lógica de la ley y de la soberanía (el poder consiste en prohibir, en
decir que no). Tomaba también distancias respecto a la presentación marxista del
poder como “superestructura política”, confinado en los aparatos del Estado,
subordinado a las relaciones de producción y entendido a partir de una dinámica
negativa –típicamente dialéctica- como opresión y dominación.

Como es sabido y como ilustran en Vigilar y castigar los ejemplos de las


“disciplinas” o del examen “panóptico”, las tecnologías de poder –el poder
concebido como relación y como técnica no como sustancia y ley- funciona
productivamente, modelando cuerpos dóciles y útiles, gestando subjetividades,

5
De hecho, el compañero de Foucault, Daniel Defert, siempre ha señalado que Foucault comenzó a
redactar el capítulo quinto de La voluntad de saber, dedicado al asunto del biopoder y titulado “Droit de
mort et pouvoir sur la vie”, justo al día siguiente de finalizar la escritura de Vigilar y castigar (Miller
1993: 240).
6

administrando ilegalismos y engendrando dominios de objetividad y de saber. Esta


condición productiva sería propia de una nueva dinastía de técnicas de poder que,
surgidas entre los siglos XVII y XVIII, vendrían a superponerse con el viejo poder
de la ley, de la soberanía. Se trata del “biopoder”, cuyo funcionamiento obedecía a
una lógica de gestión e intensificación de las fuerzas vitales de la población.
La tematización del concepto de biopoder, profundizada en La voluntad de
saber, fue lo que acabó dando al traste con la hipótesis represiva. La sexualidad
quedaba entonces desnaturalizada y simultáneamente repolitizada. No se trataba de
una realidad biopsíquica (un instinto) sino de una institución históricamente datada.
No era un sustrato rebelde al ejercicio del poder sino el producto de unas tecnologías
de biopoder (lo que Foucault designa como “disciplinas” y “regulaciones”6)
articuladas desde el siglo XVIII, que apuntaban al ajuste entre el crecimiento
demográfico de la población y el crecimiento de las fuerzas productivas. En el
corazón de este cambio se localizaba un proceso crucial: la codificación clínica,
médica, de la vieja técnica pastoral de la confesión. La gestación de la sexualidad
como dispositivo histórico implicaba una masiva incitación a hablar del sexo, a
verbalizarlo incluso en los enclaves hasta entonces más insospechados (nodrizas que
acunan a los bebés acariciándoles los genitales, costureras pedaleando en la máquina
de coser, señoritas que montan en bicicleta, etc..).
Foucault, en este punto, señala cuatro grandes conjuntos estratégicos
(Foucault 1976: 137-139) que permiten gobernar las conductas de las personas a
través de su sexualización: la pedagogización del sexo infantil (a través de la
cruzada masturbatoria); la psiquiatrización del placer perverso (a través de las
taxonomías médicas de los adultos sexualmente desviados); la histerización del
cuerpo femenino (por la construcción médica de la sexualidad de las mujeres) y la
socialización de las conductas procreadoras (a través de le eugenesia y de la
instauración de la pareja malthusiana).
Un argumento que muchos historiadores suelen pasar por alto es que,
cuando Foucault se refiere a la “sexualidad” como figura de época o dispositivo
conformado históricamente –distinto de los aphrodisia griegos o de la
concupiscencia carnal cristiana- no alude a conductas o mentalidades. El asunto de
La voluntad de saber no son los comportamientos ni las sensibilidades colectivas,

6
Esta distinción y el análisis de las “regulaciones” constituyen una novedad respecto al argumento de
Vigilar y castigar. Véase Foucault 1976: 182-192
7

sino justamente el “saber”, esto es, los “juegos” o “regímenes de verdad”. Se quiere
decir con esto que la sexualidad constituye un espacio de saber (o campo
enunciativo) donde se hace posible la distinción entre proposiciones verdaderas y
falsas, del mismo modo que la “vida” se constituye entre los siglos XVIII y XIX
como un ámbito de saber donde se pueden formar asertos verdaderos y falsos. El
espacio que delimita la sexualidad abre así un dominio de objetividad (por ejemplo
el “instinto sexual”) y unas formas de subjetividad (como el “homosexual”) sobre
los que pueden asentarse eso que llamamos “ciencias sexológicas” (pedagogía,
psicoanálisis, psiquiatría, antropología, criminología, etc.). En la constitución de ese
ámbito de saber intervienen tanto prácticas propiamente discursivas (por ejemplo el
paso de las taxonomías teológico-morales de los pecados de la lujuria a las
nosografías psicopatológicas de finales del siglo XIX) como no discursivas (por
ejemplo la nueva ordenación de la arquitectura doméstica y escolar). Pero hay que
insistir: el asunto de Foucault es la historia de los saberes no la historia social ni la
historia de las mentalidades; su referencia no está constituida por los discursos
cotidianos o de sentido común sino por los discursos expertos y sus implicaciones
en el modo de gobernar a las personas.
Obviamente, al considerar la sexualidad como una institución de época y al
encuadrar las propias ciencias sexológicas y el propio discurso que denuncia la
represión, como una parte de esa institución, Foucault le proporciona al historiador
un arma formidable para evitar el vicio del anacronismo. Las categorías de la
moderna sexología (como las taxonomías psiquiátricas o los conceptos del
psicoanálisis) ya no pueden proyectarse impunemente para explicar la conducta
sexual en periodos anteriores a la “sexualidad”. Calificar de “sadomasoquistas” a los
individuos que en la edad moderna se estimulaban sexualmente flagelándose
(Davidson 2004: 99-109); de “histéricas” a las monjas poseídas por el demonio7 o
de homosexuales a los sodomitas ajusticiados por la Inquisición española (Carrasco
1985: 30-50), se convierte en un gesto de leso anacronismo. Se está ante un error
semejante al que consiste en proyectar las categorías de la moderna economía
política al funcionamiento del potlach entre los nativos de las Islas Tobriand

7
Sobre la posesión demoníaca colectiva de las monjas de San Plácido en 1622, como “epidemia de
histerismo”, Marañón 1975: 129; una interpretación foucaultiana del suceso en Álvarez-Uría y Varela
(1994: 17-42)
8

Malinowski (2001: 168-172) o a los gastos de prestigio propios de la sociedad


cortesana (Elias 1983:66-67).
Este reemplazo foucaultiano de la “hipótesis represiva” por una “hipótesis
productiva”, no consiste por tanto en una refutación. Foucault no refuta el discurso
empeñado en defender que la sexualidad ha sido reprimida y silenciada y que se
hace necesario sacarla a la luz. Los que hace el pensador francés es mostrar que ese
empeño crítico y emancipatorio forma parte de la propia institución de la
sexualidad, producida a partir de las nuevas tecnologías de biopoder y de gestión de
poblaciones (Foucault 1976: 207-209). El razonamiento es análogo al que utiliza en
Vigilar y castigar para referirse al discurso sobre la reforma carcelaria. La exigencia
de reformar las prisiones argumentando su mal funcionamiento y sus condiciones
deficientes forma parte ab initio del propio dispositivo carcelario (Foucault 1975:
236-238), de modo que ese discurso crítico, lejos de impugnar las relaciones de
poder inherentes a la institución, contribuye a reproducirlas.
La formulación foucaultiana de la hipótesis productiva y la consideración de
la sexualidad como institución ha sido calificada de “giro copernicano” (Puleo 1992:
5) en las ciencias sociales. Sin poner esto en tela de juicio, hay que recordar que
otros investigadores –historiadores, antropólogos y sociólogos en particular-
apuntaban en esa misma dirección.8 Posiblemente la brillantez de la formulación
foucaultiana, su exitosa recepción en el mundo universitario angloamericano –
formando parte de la denominada french theory (Cusset 2003)- y su planteamiento
realizado desde una disciplina (la filosofía) a la que se le suele reconocer un rango
superior en la jerarquía intelectual, contribuyeron decisivamente a que la novedad de
su hallazgo haya sido sobredimensionada.
Por parte de los historiadores y aunque sea muy brevemente, hay que
mencionar la obra de Jean Louis Flandrin. Cuando, a comienzos de los setenta,
buena parte de la comunidad historiográfica parecía aceptar el éxito de un
movimiento de represión sexual auspiciado por las reformas religiosas de la edad
moderna, Flandrin mostró sus reticencias; la propagación de las prohibiciones
fomentadas por eclesiásticos y moralistas reprimió quizás las conductas sexuales
antes visibles (como el “matrimonio de ensayo” o el “concubinato prenupcial”

8
Un verdadera pionera de la perspectiva “construccionista” sobre la sexualidad fue la antropóloga
Margaret Mead, en sus obras Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928) y Sexo y temperamento en
tres sociedades primitivas (1935). Sobre esta anticipación, véase Puleo 1992: 8
9

estudiados por el propio Flandrin 1993: 237-243) y toleradas, pero estimuló otras
culpables y secretas, que se experimentaban de un modo diferente. La represión
provocó el repliegue de los comportamientos abiertos, pero estimuló las
ensoñaciones eróticas, impulsó el erotismo en soledad, permitiendo el tránsito del
sexo como algo que se hace a la sexualidad como algo que uno siente. De este modo
y aun funcionando dentro del paradigma de la represión, Flandrin llegó a
planteamientos no muy alejados de los de Foucault (Corbin 2005: 46-49).
En segundo lugar hay que hacer mención de los sociólogos y antropólogos
que, al menos desde finales de la década de los 60, han seguido la estela de la
microsociología norteamericana aplicando sus métodos al estudio de la conducta
sexual. Bien desde el interaccionismo simbólico, la teoría del etiquetaje o la
etnometodología, investigadores e investigadoras como Mary Mc Intosh (Mc Intosh
1968; Weeks 2000: 53-74) y Kenneth Plummer (Plummer 1975); John Gagnon y
William Simon (Gagnon y Simon 1973; Bozon y Giami 1999) y finalmente Suzanne
Kessler y Wendy Mc Kenna (Kessles y Mc Kenna 1978), pusieron en tela de juicio
el paradigma naturalista y represivo en relación con la sexualidad. Mostraron entre
otras cosas que lo social –incluidas las prácticas discursivas- no actúa oponiéndose a
lo sexual, sino dándole forma (por ejemplo en la fantasía y estimulación sexuales)
mediante tramas narrativas y dramáticas construidas en la interacción con uno
mismo y con los demás. Asimismo, adelantaron un tópico que a partir de Foucault
se convirtió en verdadera vulgata: la distinción entre actos (por ejemplo relaciones
eróticas entre personas del mismo sexo) e identidades (por ejemplo la subjetividad
homosexual). Dicho de otro modo, el llamado “construccionismo social” en relación
con la sexualidad no vino de la mano exclusiva de La voluntad de saber, aunque
este texto han sido sin duda el más influyente, al menos entre los historiadores.

2. ¿En qué consiste la producción? Límites epistémicos y empíricos de la


propuesta foucaultiana.

Hasta ahora se ha tratado de exponer la novedad que supuso la


introducción de la “hipótesis productiva” foucaultiana en el contexto de la
historiografía de la sexualidad imperante a comienzos de los setenta, recalcando
algunas de sus aportaciones.
10

A continuación se trata de examinar los problemas que plantea el concepto


mismo de “producción” o de “construcción” de la sexualidad. Esta revisión se va a
realizar en dos niveles: epistémico, donde surgirá el problema de la relación entre
Foucault y eso que suele denominarse el “construcionismo social”, y empírico,
donde nos referiremos a las deficiencias del proceso de “producción de la
sexualidad” tal como lo describe el filósofo francés.
El propósito de las investigaciones de Foucault consistía en trazar un
diagnóstico del tiempo presente con vistas a su posible transformación. En la
elaboración de ese diagnóstico recurrió a ciertas técnicas expositivas que hoy,
retrospectivamente, se pueden considerar como “constructivistas”, pero lo cierto es
que a Foucault jamás se le ocurrió reflexionar acerca del alcance y naturaleza de ese
construccionismo. Dicho de otro modo: no se interesó por elaborar la epistemología
de su propio trabajo (Dean 1998: 183). Esto ha dado pie a bastantes malentendidos
entre sus receptores, especialmente en el mundo académico angloamericano donde,
a través del reciclaje de elementos muy dispares –cierta interpretación del Strong
Program en sociología de la ciencia, cierto enfoque de la desconstrucción
derridiana- los estudios de Foucault han quedado amalgamados en un conjunto
difuso conocido con el nombre de “construccionismo social”.9
A falta de esa elaboración epistémica por parte de Foucault, voy a
permitirme recurrir a ciertas herramientas teóricas –tomadas del sociólogo Pierre
Bourdieu (1997 y 1998) y de los filósofos analíticos Ian Hacking (2001) y John
Searle (1997)- para presentar un cuadro epistemológico (y en parte ontológico) que
me parece plenamente concordante con las intenciones del pensador francés. Para
ello desarrollaré muy brevemente tres premisas que se corresponden bastante bien
con las “huellas de Foucault” en este terreno:
(1) Afirmar que algo es socialmente construido no equivale a sostener que se
construye sólo discursivamente.
(2) Afirmar que algo es socialmente construido no significa negar su realidad
objetiva.
(3) No todo es socialmente construido.

9
Puede encontrarse una buena antología de artículos sobre esta orientación en Velody y Williams (1998)
11

La primera premisa insiste en separarar la propuesta foucaultiana respecto a


ciertos enfoques –no ajenos a una historia social filtrada por el “giro lingüístico”-10
que conforman una verdadera doctrina textualista o “pansemiologista” muy
extendida en ciertos sectores de la academia norteamericana (los Cultural Studies,
Gender Studies y Queer Studies en particular). Según esta suerte de
“desconstruccionismo vulgar”, decir que la sexualidad es una “construcción social”
equivale a afirmar su naturaleza nuclearmente discursiva. Así por ejemplo, el
“homosexual” no sería más que una construcción elaborada por el discurso
psiquiátrico y más tarde socialmente difundida e interiorizada por la gente.
Este planteamiento es erróneo por tres razones. En primer lugar, aunque los
“hechos institucionales” –como la sexualidad, el dinero o el género11- requieren del
lenguaje o de lo simbólico para ser constituidos como tales –el homosexual no
puede existir sin un sistema taxonómico que reconoce ciertas conductas como
expresión de una “personalidad homosexual”, esas clasificaciones, como señala
Hacking (2001: 64), “no existen en el espacio vacío del lenguaje”. Esto es, requieren
toda una matriz de prácticas y de interacciones –que involucran a personas
estatutariamente reconocidas, edificios, tecnologías, espacios de observación- que
no tienen un carácter meramente discursivo. Como ha subrayado Searle (1997: 75-
76), los hechos institucionales están parcialmente constituidos por el lenguaje,
porque los actos de habla no consisten sólo en proferencias discursivas sino en un
contexto material no discursivo (no podemos bautizar un barco si sólo nos limitamos
a pronunciar las palabras rituales).
En segundo lugar, las instituciones –como las normas de género o de
sexualidad, se interiorizan principalmente, algo que ha señalado Bourdieu (1998:
28-48) en relación con la dominación masculina, no a través de una inculcación
verbal o ideológica, sino como resultado de un proceso tácito y prediscursivo de
incorporación, en la forma de las disposiciones y capacidades preintencionales que
componen el habitus (o el “trasfondo”, en la terminología de Searle 1997: 137). El
mismo Bourdieu (1997: 52-53) ha subrayado que el privilegio absoluto concedido al
discurso en ciertos departamentos universitarios norteamericanos tiene que ver con

10
La mejor exposición que conocemos de esta orientación, y no sólo en castellano, la ofrece Cabrera
(2001: 47-76). Dos ejemplos muy claros los ofrecen los trabajos de la historiadora norteamericana Joan
Scott (1988 y 1991), que se apoya ampliamente en Foucault. Una crítica a este enfoque, con especial
referencia a la historia feminista, en Noiriel (1997: 126-146)
11
Sobre el género como institución, véase Martin (2004)
12

la peculiaridad de la vida académica en Estados Unidos; en unos recintos bien


dotados en lo material pero separados del mundo político, sindical y laboral, donde
se cultiva básicamente la glosa y el comentario de textos, no es de extrañar que el
mundo se considere como un texto y que el fetichismo lingüístico invada toda la
experiencia, incluida la crítica feminista (Bourdieu 1997: 130). Estas serían las
raíces sociales del pansemiologismo o del pantextualismo made in USA.
En tercer lugar, nada hay en la obra de Foucault que sugiera la complicidad
con esa cosmovisión textualista. Aunque sus análisis se centran en los “juegos de
verdad” que dan lugar a discursos y planes de acción elaborados por expertos, el
filósofo de Poitiers insiste una y otra vez en que su producción –por ejemplo la de la
sexualidad- es el resultado de la interacción entre prácticas discursivas y no
discursivas,12 aunque ocasionalmente, como sucedió en Las palabras y las cosas
(1966), se haya ocupado exclusivamente de relaciones interdiscursivas.
La segunda premisa que hemos sostenido tiene que ver con otro
malentendido. A menudo, entre los militantes queer o postfeministas, pero también
entre algunos estudiosos (Guasch 2000: 17-21)- se entiende la tesis foucaultiana
acerca de la “invención histórica” de la sexualidad (por ejemplo del homosexual)
como equivalente a su denegación ontológica. Afirmar por ejemplo que el
homosexual es una invención equivaldría a mostrar su carácter “ficticio”, de “mito”,
“cuento” o “ideología”: la homosexualidad no existe; es una mentira socialmente
difundida y creída.
Para solventar este error, vienen de nuevo en nuestra ayuda ciertas
herramientas conceptuales forjadas por John Searle y Ian Hacking. Ambos señalan
que los “hechos institucionales” –el homosexual como el dinero, la Bolsa o el
género- son tan reales como los “hechos en bruto” –por ejemplo las montañas, la
molécula o el latir del corazón. Lo que cambia es su modo de existir. A este
respecto, Searle (1997: 27-28) distingue convenientemente el uso del distingo

12
“La mise en lumière, ‘en éclair’, de la sexualité ne s’est pas faite seulement dans les discours, mais
dans la réalité des institutions et des pratiques” (Foucault 1994c: 257). Y en relación con el concepto de
“dispositivo”: “ce que je voudrais repérer dans le dispositif, c’est justement la nature du lien qui peut
exister entre ces éléments hétérogènes. Ainsi, tel discours peut apparaître tantòt comme programme d’une
institution, tantôt au contraire comme un élément qui permet de justifier et de masquer une pratique qui,
elle, reste muette, ou foctionner comme réinterprétation seconde de cette pratique, lui donner accès à un
champo nouveau de rationalité. Bref, entre ces éléments, discursifs ou non, il y a comme un jeu, des
changements de position, des modifications de fonctions, qui peuvent, eux aussi, être très différents”
(Foucault 1977d: 299). Uno de los comentaristas de Foucault que más ha resaltado la distinción de éste
entre prácticas discursivas y no discursivas y su irreductibilidad al “giro lingüístico” es Chartier (1996:
49-54)
13

objetivo/subjetivo en el plano ontológico (referido a modos de existencia) y en el


plano epistémico (referido a modos de predicación). El “homosexual”, como la
Bolsa o el género, sería una entidad ontológicamente subjetiva, porque a diferencia
del Everest o de la molécula está conformado a través de prácticas sociales,
incluidas las prácticas simbólicas que materializan una intencionalidad colectiva.
Sin embargo, a diferencia de los predicados sobre marcianos, los que conciernen a
las institución de la homosexualidad podrían hacerse corresponder con la realidad
(“x tiene preferencia por los de su mismo sexo” es un aserto que puede ser
verdadero o falso, lo que no sucede con “x ha sido abducido”), por eso el
homosexual es epistémicamente objetivo.
Esta distinción se complementa muy bien con otra sugerida por Ian Hacking.
El filósofo canadiense (Hacking 2001: 169-205) distingue entre tres clases de
objetos. En primer lugar estaría la clase “indiferente”, es decir, las entidades que no
se alteran por el cambio de nuestras clasificaciones, como sucede con las montañas,
las moléculas o el latir del corazón. En segundo lugar estaría la clase “interactiva”,
referida a cosas fabricadas a través de la práctica social mediada simbólicamente y
que por tanto alteran su conducta al cambiar nuestras clasificaciones. Este es el caso
por ejemplo de la “mujer maltratada”, del “abuso sexual infantil”, la “prostitución” o
la “homosexualidad”.
Por último estaría la clase “híbrida”, es decir, aquella referida a objetos que
en parte existen con independencia de nuestras clasificaciones y en parte están
conformados por éstas. Este es posiblemente el caso actual de la esquizofrenia o el
de las personas con síndrome de Klinefelter. Se sabe hoy que ciertas variantes de la
esquizofrenia tienen que ver con rasgos génicos identificables. Pero al mismo
tiempo, las acciones sociales y lingüísticas que difunden la noción de esquizofrenia,
condicionan el modo en que los sujetos etiquetados de ese modo se desenvuelven y
el modo en que los demás interactúan con ellos. Lo mismo es válido en relación con
las personas intersexuales, como las que poseen el síndrome de Klinefelter
(Clemisnon y Vázquez García 2009). Así, una clase interactiva es un momento
dado, puede convertirse en híbrida, pero ello no implica que nuestras clasificaciones
no alteren su modo de comportarse o no incidan en su producción. Por ello no
podemos estar de acuerdo con David Halperin (Halperin 1990), un constructivista
radical que al mismo tiempo se muestra devoto de Michel Foucault (Halperin 1995).
Dice Halperin que si se encontrara una prueba concluyente del carácter
14

genéticamente determinado del homosexual, esto obligaría a revisar nuestras


exposiciones históricas sobre el asunto. Este argumento, como ha recordado Weeks
(Weeks 2000: 59), carece de sentido. La interpretación histórica que elaboremos
sabrá administrar sus pruebas peor o mejor, presentará de un modo más o menos
convincente la conformación de la homosexualidad como hecho institucional, pero
esto no tiene nada que ver con el carácter adquirido o innato de la homosexualidad.
Cuando Foucault muestra el modo en que la sexualidad ha sido
históricamente producida, no pretende denunciar su carácter ficticio o ideológico.
No se trata de negar la existencia de una entidad epistémicamente objetiva, sino de
exponer los procesos por los que ese objeto ha sido conformado como realidad
ontológicamente subjetiva, esto es, como un objeto interactivo. El efecto de
“desnaturalización” que provoca el análisis foucaultiano de la sexualidad consiste en
presentar como cosa interactiva lo que creíamos que era una entidad indiferente,
como “hecho institucional” (al mismo nivel que la Bolsa o los ritos religisos) lo que
pensábamos que era un “hecho en bruto” (como el hígado o la estratosfera). Pero
una cosa es “desnaturalizar” y otra negar la existencia. Lejos de ser un “cuento”, la
sexualidad se instituye como algo incorporado en nuestros organismos por la fuerza
de las relaciones institucionales que nos modelan. En este sentido, que a
continuación desarrollaremos algo más, la propuesta de Foucault es plenamente
compatible con el realismo, esto es, con la aceptación de que existe un mundo real
independiente de nuestras representaciones y discursos.
La última premisa tiene que ver directamente con este asunto del realismo.
El planteamiento de Foucault es perfectamente concordante con el reconocimiento
de realidades que no son socialmente construidas, esto es, con “hechos en bruto”,
con objetos “ontológicamente objetivos” (en terminología de Searle) o con “clases
indiferentes” (en terminología de Hacking). En efecto, Foucault no sólo no se ocupa
de los saberes que estudian esos objetos (las ciencias naturales) sino que reconoce –
muy en consonancia con lo que aprendió de Bachelard y Canguilhem- que esas
disciplinas se han emancipado de la matriz política y discursiva (o sea del régimen
de verdad) de la que nacieron, dotándose de sus propias herramientas de control
epistémico autónomo. Los saberes que le interesan al filósofo francés son sin
embargo aquellos que –como la criminología, la psiquiatría, el psicoanálisis o la
pedagogía- contribuyen a fabricar los objetos mismos que tratan de investigar –ya
sea el “delincuente nato”, el “homosexual” o el “niño hiperactivo”, de modo que
15

siguen vinculados al régimen de verdad (y de poder) que las hizo posibles. Tampoco
se ocupa del lenguaje corriente, esto es, de las prácticas discursivas en los contextos
cotidianos de interacción. Esto significa no sólo que su propuesta es
ontológicamente consistente con el realismo,13 pues existiría un mundo
independiente de nuestras representaciones, aunque no se diga cómo es. También
hay que decir que podría ser compatible epistemológicamente, al menos en los
terrenos de las ciencias naturales y del lenguaje ordinario, con el criterio de verdad
como correspondencia (la verdad de una proposición es su correspondencia con el
hecho que enuncia), aunque no en el ámbito de los saberes explorados por Foucault
(para que un enuciado sea verdadero o falso debe estar antes dentro de un
determiado régimen de verdad). Como se puede advertir, nuestro perfil filosófico de
Foucault dista mucho del retrato que lo presenta como un relativista postmoderno.
Entraremos enseguida a considerar las debilidades empíricas de la
descripción foucaultiana en lo referente al proceso de producción de la sexualidad.
Salimos así en cierto modo de la filosofía y regresamos de nuevo a un paisaje que le
resulta más familiar a las historiadoras.
No se puede poner en duda que la indagación foucaultiana de la historia de la
sexualidad a partir de la “hipótesis productiva”, abrió el sendero para una inusitada
proliferación de trabajos históricos, que se refleja en los estados de la cuestión
publicados a partir de la década de los 90.14 Pero al mismo tiempo, a medida que se
expandía la explotación de las canteras históricas, se ponían en evidencia las
limitaciones de la descripción propuesta por Foucault. A continuación señalaremos
algunas de esas deficiencias que conciernen al modo foucaultiano de entender la
producción de la “sexualidad” como institución.
En primer lugar, La voluntad de saber presenta el proceso de un modo
vertical y unidireccional. Esto tiene que ver con un sesgo que ya se ha subrayado:
Foucault centra su análisis en los “regímenes de verdad” que dan lugar a discursos
expertos; no trata de estudiar las conductas sino los planes de acción y los órdenes
13
Este argumento lo hemos desarrollado en Vázquez García (2011). Esta misma compatibilidad ha sido
señalada por Han (1998: 134) y Prado (2006: 161). Los conceptos de “realismo” y de “verdad como
correspondencia” se toman en el sentido de Searle (1997: 187-207)
14
La mayoría se refieren a los trabajos publicados en el mundo académico anglófono: Stanton (1992);
Harvey (2002); Herzog (2009); Reay (2009); Harris (2010); para Alemania, Fenemore (2009); para
Francia, Chaperon (2002); para España, Vázquez García (1996); Guereña (2004) y Behrend-Martínez
(2009), de alcance global y con una referencia menos limitada a lo anglófono, Chaperon (2001) y Corbin
(2005). Por otra parte, en 1990 se fundó el Journal of the History of Sexuality, la revista de referencia en
este campo, editada por la Universidad de Chicago, y en 1999 se editó el primer reader de carácter
escolar, sobre la materia: Nye 1999
16

conceptuales diseñados por los especialistas. Así por ejemplo, al referirse a la


“implantación perversa”, se insiste, en un pasaje célebre y repetidamente citado
(Foucault 1976: 59), en que la personalidad del homosexual fue un producto del
saber psiquiátrico y de sus taxonomías, que implicaron el tránsito desde la referencia
jurídico-teológica a los actos sodomíticos hasta la cualificación del homosexual
como una “especie”, una suerte de “hermafroditismo del alma”.15
Es decir, los expertos (psiquiatras, criminólogos, pedagogos, etc.) diseñan las
categorías y estas son interiorizadas por los afectados, que de este modo
reconfiguran su percepción de sí mismos. Foucault no niega la capacidad de disenso
y resistencia por parte de los individuos etiquetados, pero entiende que los desafíos
se realizan siempre desde el propio discurso de la sexualidad fabricado por los
expertos (Foucault 1976: 132-135).
Este planteamiento descendente y unidireccional en la fabricación de la
sexualidad ya no es de recibo. El ejemplo de la “implantación perversa” y
específicamente el proceso de construcción del homosexual masculino es quizás el
más significativo, pues se trata sin duda del territorio más frecuentado por los
historiadores y es también el que ha alcanzado el mayor grado de sofisticación
teórica.
Ya en 1994, el trabajo magistral de Georges Chauncey, Gay New York, ponía
en tela de juicio el relato ofrecido en La voluntad de saber. Remitiéndose al caso de
Nueva York entre finales del siglo XIX y las décadas centrales del siglo XX,
Chauncey minimizaba la importancia desempeñada por las taxonomías psiquiátricas
a las que Foucault otorgaba tanto relieve. Ya en un trabajo anterior (Chauncey 1985:
77) había sugerido que la presunción foucaultiana atribuía “excesivo poder a la
ideología como fuerza social autónoma”. Hasta mediados del siglo XX, el impacto
del discurso médico en la autopercepción de la mayoría de los individuos era muy
limitado (Chauncey 1994: 125).16 Los facultativos no crearon las categorías sociales
del “invertido” y del “homosexual”; esas etiquetas eran en cambio el reflejo de un
conjunto de distinciones categoriales que funcionaban en una emergente subcultura
gay neoyorkina, que alcanzó su apogeo en las tres primeras décadas del siglo XX.

15
Ciertamente, como ha mostrado Eribon (1999: 347-486), la visión foucaultiana de la historia de la
homosexualidad no se reduce a la perspectiva presentada en La volonté de savoir
16
Sohn (1996: 11-37), ha mostrado también, por ejemplo en el plano del vocabulario, el limitado y tardío
alcance de la “colonización médica” de los usos de la cultura sexual de las clases populares
17

Esa “subcultura”,17 forjada en el medio de los jóvenes inmigrantes de clase


trabajadora, atraídos a Nueva York por el crecimiento del comercio y de la industria
y obligados, por sus condiciones de alojamiento, a convertir el espacio público en el
ámbito de sus intimidades sexuales, ofrecía una diversidad considerable de tipos
masculinos. Todos ellos estaban involucrados en relaciones eróticas con personas
del mismo sexo, pero presentaban un perfil completamente diferente: el prostituto
afeminado (faerie) de extracción popular; el joven chapero que fuera de su trabajo
se relacionaba sexualmente con mujeres (traffic); el individuo no afeminado que
sólo se acostaba con hombres, aunque no siempre con sus mismas preferencias
(queer) o el cliente (marineros, soldados, obreros) que desempeñaba exclusivamente
el papel sexual activo, fuera con afeminados o con mujeres prostitutas (Chauncey
1994: 21-23).
Se trataba de un medio no marcado por la distinción en clave de lo que hoy
denominamos “orientación sexual” (homosexual vs. heterosexual), sino por la
diferenciación de género, de modo que la sexualidad se veía sin más como una
derivación del género. Las categorías psiquiátricas expresaban esta situación con los
conceptos de “uranismo” o “inversión sexual”, que aludían a la desviación de
género. Pues bien, Chauncey describe el modo en que, dentro de la cultura sexual de
las clases medias, este modelo plural fue sustituido por un modelo binario fundado
en la elección del objeto sexual y no en el género: la contraposición entre el
homosexual (individuo con preferencia exclusiva por los de su mismo sexo) y el
heterosexual (individuo con preferencia exclusiva por los del sexo opuesto). El
triunfo de la noción de “homosexualidad” en el discurso médico no fue entonces
sino la legitimación dada por esta élite de expertos a los valores auspiciados por la
cultura sexual de clase media.
Chauncey, en cierto modo, invertía la dirección del análisis foucaultiano: la
fabricación de la sexualidad se producía de abajo hacia arriba y no a la inversa; no
iba de los expertos a los pacientes ni de las clases medias a las populares, sino al
revés. La variopinta subcultura gay neoyorkina, que ofrecía a sus integrantes la
posibilidad de autoafirmarse, crear sus propias tradiciones legitimadoras y desafiar

17
El primero que, distanciándose de la querencia foucaultiana hacia los discursos y la “medicalización”,
se refirió a las “subculturas” prehomosexuales, fue el historiador británico Randolph Trumbach, en una
serie de estudios sobre los “sodomitas afeminados” y las molly houses en el Londres de la Restauración, a
comienzos del siglo XVIII. Véase por ejemplo Trumbach (1991). No obstante, el análisis de
“subculturas” homosexuales procede de los análisis microsociológicos de la desviación desarrollados en
la tradición norteamericana.
18

la estigmatización, se construyó en el medio de los inmigrantes jóvenes de clase


obrera. El discurso de los expertos no imperaba sobre las culturas sexuales de clase,
sino que se limitaba a expresar los deslizamientos en las cambiantes relaciones de
fuerza entre estas culturas (Chauncey 1994: 27). Por otro lado Chauncey recalca el
carácter no monolítico de las representaciones médicas; los expertos no conforman
un bloque compacto –como parece sugerir La voluntad de saber- y mucho menos un
“aparato”. Se trata de un campo de batalla donde las distintas teorías rivalizan (por
ejemplo los defensores de la noción de “inversión” y los que empiezan a distinguir
al “homosexual” como noción independiente), reflejando las relaciones de poder
dentro de la profesión (Chauncey 1994: 27 y Chauncey 1985).
Por otra parte, el trabajo de Harry Oosterhuis, Stepchildren of nature. Krafft-
Ebing, Psychiatry and the making of sexual identity (2000), representa un paso más
avanzado en esta constatación de las limitaciones del modelo de Foucault.
Trabajando sobre el archivo de Krafft-Ebing, a partir de centenares de historias
clínicas y de la correspondencia de los pacientes, Oosterhuis –a diferencia de
Chauncey- reconocía la importancia del discurso psiquiátrico en la forja del
moderno homosexual. Aunque ciertamente la clientela del sexólogo austríaco estaba
mayormente compuesta por vieneses de clase media, de la alta burguesía y de la
aristocracia, no se podía negar la incidencia de los diagnósticos médicos en la
experiencia de estos destinatarios.
Oosterhuis sin embargo niega que ese proceso de fabricación obedeciera a un
modelo jerárquico y monológico. Las historias clínicas y las propias taxonomías
elaboradas por Krafft-Ebing eran el resultado de una “interacción” (Oosterhuis
2000: 17) y “colaboración” (Oosterhuis 2000: 212) sostenida con sus clientes. De
este modo, los conceptos de “medicalización”, “colonización experta de la
experiencia” y “control social”, cedían su lugar a un nuevo planteamiento.18 El
discurso sexológico no funcionaba sólo como un instrumento de estigmatización y
de control social; su perfil, a finales del siglo XIX, aunque esto variaba según las

18
Una historia y crítica al concepto de “medicalización” en Lupton (1997); una crítica del concepto de
“control social” a la hora de entender las relaciones entre la institución y lo social en Revel (1995).
Foucault, en el último viraje de su trayectoria intelectual, al pasar del modelo de la “fuerza” al modelo del
“gobierno” en el estudio del poder y al introducir la temática de las “tecnologías del yo” tomaría
precisamente distancias del paradigma funcionalista inherente a la noción de “control social”
19

culturas nacionales, estaba marcado por la ambigüedad, oscilando entre la


desculpabilización y el estigma (Oosterhuis 2000: 15, 211).19
Las historias clínicas exhibían un patrón narrativo tomado de las propias
experiencias y autoobservaciones de los pacientes, por lo que remitía a la extensión
de las prácticas de autoexamen y escritura de sí entre los varones educados y
urbanitas de las clases medias y altas. Así, frente a la descripción foucaultiana de la
confesión como un proceso dirigido completamente por el experto, Oosterhuis
resaltó la creatividad de los receptores; muchos pacientes utilizaron el discurso
médico para mitigar los sentimientos de culpa y mantener su sentido de integridad y
autoconfianza (Oosterhuis 2000: 212).
Con este énfasis en la inventiva de los receptores, cuya resistencia no se
limitaba a reproducir en sentido inverso el discurso de los expertos (Oosterhuis
2000: 251), Oosterhuis coincide con las pretensiones de una nueva historia cultural
que, como ha subrayado Roger Chartier (1992: 50-53), cuestiona la escisión
tradicional entre productores y consumidores y la definición de la recepción como
un proceso más o menos pasivo, de interiorización. La “producción” de la
sexualidad es el resultado de un trabajo colectivo donde los consumidores-pacientes
son tan activos como los productores-doctores.
Por otro lado, Oosterhuis recalca también, en la línea de lo indicado por
Chauncey, que los expertos no conforman un bloque sin fisuras sino un campo de
posiciones en liza (Oosterhuis 2000: 77-96). También resalta –coincidiendo en esto
con Chauncey (1994: 26) y siguiendo la pauta marcada por un artículo de Jonathan
Katz publicado en 1990 (Katz 1995)- que la invención de la moderna identidad
homosexual fue de la mano con la construcción de la identidad heterosexual; la
heterosexualidad se inventó más tarde que la propia homosexualidad, puesto que lo
“normal” se definió a contrario en relación con lo “anormal”.
Oosterhuis insiste asimismo en un aspecto que el enfoque de Foucault,
excesivamente concentrado en deslindar las trazas de los discursos expertos y de sus
regímenes de verdad,20 dejó demasiado al margen. La interacción entre expertos y
pacientes que dio lugar al homosexual no aconteció en un vacío social, sino que
estuvo condicionada por un complejo de asentamientos institucionales, supuestos

19
Este argumento ya aparecía en el estudio de Birken (1988: 14) y en su crítica a la visión foucaultiana de
las ciencias sexológicas
20
Un ejemplo de este “internalismo” foucaultiano, superior incluso al del propio maestro, lo ofrecen los
por otro lado excelentes análisis históricos de Davidson (2004)
20

culturales y usos relacionados con el estatus social. Estos procesos subyacentes que
conforman el contexto obedecen además a temporalidades muy diversas. Por una
parte se invocan los procesos de industrialización y crecimiento urbano, que
propiciaron el éxodo a la ciudad de grandes contingentes de varones jóvenes y
solteros que quedaban fuera del control ejercido por las familias y las comunidades
vecinales (Oosterhuis 2000: 204). Esto abría las oportunidades para el encuentro
sexual entre extraños, incluida la prostitución y las relaciones con personas del
mismo sexo.
La propia dinámica de la urbanización obligaba a desplegar nuevas
infraestructuras en las que estos encuentros podían tener lugar, configurando el
mapa de una naciente subcultura: lavabos públicos, estaciones de ferrocarril,
parques, teatros, casas de baños, burdeles (Oosterhuis 2000: 38). Conectada con este
proceso estaba la formación de una cultura de consumo –un argumento ya avanzado
por Birken (1988: 40-56), exigida por los ritmos de la producción industrial masiva,
que ponía el acento en el sujeto deseante y en el cultivo autónomo y más o menos
refinado de sus deseos, incluido el deseo sexual (Oosterhuis 2000: 254). Se
mencionan por último otros dos elementos considerados cruciales: la creciente
significación otorgada al amor romántico, lo que implicaba reconocer cada vez más
el valor independiente de la pasión sexual, y la frecuentación del uso del diario y del
autoanálisis biográfico en los medios burgueses.
Si la medicina no era autosuficiente a la hora de producir la subjetividad
homosexual, el proceso de construcción tampoco se ajustaba a la línea recta y a la
uniformidad sugeridas por Foucault: el homosexual como personaje creado por la
psiquiatría en sustitución de los actos sodomíticos codificados por el derecho penal
y la teología moral.
Inicialmente, aún en la década de los ochenta y trabajando todavía dentro del
programa abierto por Foucault, los historiadores advirtieron que este relato era
demasiado pobre y esquemático. Entre el sodomita viril de las ciudades italianas del
Quattrocento (Ruggiero 1985; Rocke 1987; Canosa 1991) y el “homosexual” a
tiempo completo y salido del “armario” de finales del siglo XX, empezaba a
dibujarse todo un rosario de personajes: el molly o sodomita afeminado, pero a
menudo casado, típico del Londres de la Restauración (Trumbach 1989, 1991); el
pédéraste de gusto moral corrompido, del París de la Ilustración (Rey 1982, 1991);
el “invertido”, como los faeries neoyorkinos descritos por Chauncey (1985, 1994).
21

Más tarde se empezó a cuestionar este marco foucaultiano que funciona ordenando
la diversidad en una secuencia cronológica cuyo punto de llegada es finalmente el
homosexual de nuestro tiempo. La diversidad no debía ser encuadrada en sucesiones
sino en coexistencias y solapamientos, donde entraban en liza una diversidad de
categorías: amistades homoeróticas, sodomía activa, afeminamiento, inversión,
homosexualidad (Halperin 2000; Cleminson y Vázquez García 2007: 4-15; Reay
(2009); Upchurch 2010). La tendencia actual consiste en acentuar esta
fragmentación, recusando el relato teleológico y uniforme ofrecido por Foucault
(Reay 2009:213), evitar la utilización de categorías retrospectivas de carácter
omniabarcante (“historia de la homosexualidad”, “del lesbianismo”, etc..) que
violentan las experiencias específicas del pasado y, por último, fomentar las
descripciones densas y complejas de los contextos involucrados (Reay 2009: 215-
217)
3. ¿Qué es lo que se produce? Las identidades colectivas y el futuro de la
historia de la sexualidad
Después de rastrear las limitaciones referidas al cómo de la “producción” de
la sexualidad en la propuesta foucaultiana, hay que referirse al resultado, al qué se
produce. Como es sabido, La voluntad de saber se afronta en términos de historia o
genealogía de la subjetividad. Lo producido son sujetos, identidades, no ya
individuales, sino colectivas, modos de “crear seres humanos” (Hacking 1990: 141).
En este aspecto, la historia de la sexualidad, y esto ya lo apunta el ensayo de
Foucault, trasciende el coto reservado a las identidades de orientación sexual en
sentido estricto, como los perversos, el niño masturbador, la histérica o la pareja
malthusiana.
En el proceso de construcción de la sexualidad, incluidas esas formas más o
menos desviadas que se acaban de mencionar, se configuran también las identidades
“normales” de hombres y mujeres, no sólo en la esfera restringida de las
preferencias eróticas, sino en los ámbitos de la ciudadanía nacional, el género, la
clase social y la etnicidad. Esta deriva, que como se ha dicho aparece sugerida por
Foucault al involucrar la producción de la sexualidad con el despegue del
biopoder,21 es lo que provocó que desde la década de los 90 se haya considerado a la

21
En este sentido se puede establecer una conexión natural entre el último capítulo de La volonté de
savoir, titulado “Droit de mort et pouvoir sur la vie” (Foucault 1976: 175-211) y la última lección (17 de
marzo de 1976) del curso titulado “Il faut défendre la societé” (Foucault 1997: 213-235), donde aborda la
formación de las identidades de raza y de clase a través del biopoder. En esa última lección alude
22

sexualidad como una instancia imprescindible en la exploración de todo gran


proceso histórico, trátese de la Ilustración, de la Revolución Francesa, el
movimiento obrero, el colonialismo europeo, el zarismo o los fascismos (Herzog
2009: 1287).22 Este impulso “integracionista” (Herzog 2009: 1291-92), contrario a
considerar la historia de la sexualidad como un ghetto marginal de la disciplina
histórica, es una de sus principales cualidades. ¿En qué medida la propuesta
presentada en La voluntad de saber promueve esta tendencia y en qué medida la
obstaculiza? A continuación y de modo inevitablemente sumario, se tratará de abrir
los problemas planteados por la “hipótesis productiva” en relación con la
conformación de las cuatro identidades mencionadas: nación, género, clase y
etnicidad.23
(1) Nación
En La voluntad de saber se presenta el plan de investigación de una historia
de la sexualidad en Occidente. Aquí resulta pertinente el contraste que estipula
Foucault entre dos modos de producir la verdad acerca del sexo: la scientia sexualis
como institución típicamente occidental y el ars erotica, que comprende
civilizaciones tan diversas como la romana, la árabe o la china (Foucault 1976: 76-
84). Ahora bien, la dinámica histórica que se describe como “occidental”, remite en
realidad a una parte de Europa –básicamente Francia y Gran Bretaña. Estas mismas
culturas nacionales, a las que poco después se unirían Suiza y Holanda, y más tarde
Estados Unidos, constituían la limitada demarcación de lo que los primeros estudios
de historia de la sexualidad designaban como “Occidente” (Herzog 2009: 1287).
Desde entonces no ha dejado de aumentar la exigencia de delimitar culturas sexuales
a escala nacional,24 teniendo en cuenta que tanto la sexualidad como el Estado-
nación constituyen instituciones de la modernidad, e incluso a escala trasnacional, lo
que requiere un importante esfuerzo de trabajo comparativo. Algunos se han sentido
entonces justificados para rechazar hasta la categoría misma de western society en

asimismo a la sexualidad como instancia que une la salud individual con la salud de la nación, poniendo
como ejemplo la masturbación y su nexo con el declive colectivo a través del tema de la “degeneración”
(Foucault 1997: 224-225)
22
En Cleminson y Vázquez García (2007) hemos tratado de explorar esa veta en relación con el
anticlericalismo, el regeneracionismo y la identidad obrera
23
Obviamente no se trata de las únicas figuras de la identidad involucradas; se podían mencionar las
clases de edad (por ejemplo los jóvenes) o las identidades religiosas, pero entiendo que estas cuatro han
sido las más debatidas por la crítica de la propuesta foucaultiana
24
Uno de los ejemplos más notables lo constituye la obra en dos volúmenes titulada Sexual cultures in
Europe, especialmente el segundo tomo, subtitulado National Histories, Eder, Hall y Hekma (1999a,
199b)
23

estos estudios, cada vez más identificada, al menos desde la década de los 90, con el
área cultural anglosajona, donde ha fermentado la mayor parte del esfuerzo
investigador (Corbin 2005: 39).25 Se ha propuesto (Corbin 2005: 39) distinguir entre
el mundo protestante anglosajón y el mundo católico latino (¿qué hacer entonces
con los casos de Irlanda y Polonia?), pues se trataría de divisiones más ajustadas a la
realidad histórica. Se ha hecho referencia también a un “modelo mediterráneo”
(Herzog 2009: 1297-98) que, por ejemplo, en el campo de la historia de las
relaciones sexuales entre varones, estaría persistentemente marcado por el género y
por la división activo/ pasivo antes que por la referencia al objeto sexual (Cleminson
y Vázquez García 2007: 275-276). Por no hablar de la presencia de evoluciones en
Asia (Jackson 1997; Reichert 2006; Loos 2009: 1320-1322) o en África (Epprecht
2004; 2009: 1265-67), completamente divergentes respecto al supuesto tránsito de la
sodomía al homosexual, propuesta por Foucault. Estos casos sirven además para
aclarar otra cuestión: la necesidad de explorar la circulación trasnacional (Canaday
2009: 1251) de los elementos ligados a la institución de la sexualidad. Se puede
indagar entonces la posible importación, por parte de inmigrantes italianos en Nueva
York, del modelo mediterráneo de erotismo entre los del mismo sexo (Chauncey
1994: 74-75 y 393); el funcionamiento de ese mismo modelo como una referencia
legitimadora de las relaciones homosexuales entre los varones británicos de clase
alta (Upchurch 2010: 419); o la implantación de la subjetividad homosexual
moderna en culturas completamente ajenas a ella, como la japonesa (Reichert 2006)
o la de los indígenas sudafricanos (Epprecht 2004). En cualquier caso, el futuro pasa
por el reconocimiento de las culturas sexuales nacionales (admitiendo obviamente
su pluralidad interna) y por el rastreo comparativo que permita habilitar un mapa
trasnacional de las sexualidades. Esta lógica, como ha señalado Herzog (2009:
1297), permite iluminar las conexiones “sincopadas” entre las distintas culturas
nacionales, de modo que reconociendo la idiosincrasia de una de ellas, se descubren
elementos insospechados en las restantes.
La nación también está presente dentro de la historia de la sexualidad en un
sentido diferente. Si las culturas nacionales imprimen peculiaridades a la institución
de la sexualidad, la identidad nacional se forja mediante unas narrativas y unas

25
Corbin (2005: 39) aprovecha para denunciar, con toda justicia a nuestro parecer, el “ocultamiento” –
“ignorancia” sería tal vez más apropiado- que los estados de la cuestión confeccionados por la academia
anglófona realizan sistemáticamente en relación con los trabajos no publicados en inglés
24

prácticas que remiten a la sexualidad. El despegue de la nación y del nacionalismo


coinciden, como resaltó Mosse (1984: 5-11) en un estudio pionero, con la forja de la
ética burguesa de la respetabilidad. Frente a la aristocracia disoluta y el pueblo
indolente (Mosse 1984: 11), las clases medias se perfilaron a través de la
respetabilidad identificada con la capacidad de autocontrol de las pasiones, y en
especial de las pasiones sexuales. A su vez la nación se identificó con una
comunidad fraternal de varones cuya virilidad se cifraba en su respetabilidad. El
masturbador debilitado y exangüe, el “invertido” blando y enclenque y el
hermafrodita ambiguo se modelaron entonces como contrafiguras del patriota
musculoso y viril (Mosse 1984: 12-18).
En realidad, este lenguaje acerca de la sexualidad desviada que servía para
simbolizar al prototipo de ciudadanía nacional –una situación que llega hasta hoy
(Herzog 2009: 1305)- tiene que ver más con el género que con la sexualidad. El
nerviosismo y la inconstancia se identificaban con la feminidad mientras que la
respetabilidad equivalía a la masculinidad, todo ello en un contexto dominado,
desde la Ilustración (Laqueur 1992) por la exigencia de reforzar el dimorfismo
sexual. Al mismo tiempo, las narrativas de la sexualidad servían para justificar las
estrategias de exclusión típicas del naciente liberalismo. La respetabilidad,
entendida como autodisciplina, se convertía en una condición para ser incluido
como sujeto de derechos. Se ha dicho por ello que la iniciativa de sexólogos como
Ulrichs y Krafft-Ebing tratando de distinguir, en el último tercio del siglo XIX, entre
el invertido congénito y el perverso (el individuo que por vicio se acuesta con los de
su mismo sexo), apuntaba a crear un espacio para compatibilizar la respetabilidad
burguesa y el sexo entre hombres (Upchurch 2010: 425-426).
Pero para explorar los nexos entre sexualidad y nación es necesario dejar de
concentrarse, como sucede a menudo cuando se sigue mecánicamente la estela de
Foucault, en el estudio de la desviación y la marginalidad. O mejor dicho, hay que
estudiar los procesos de construcción de la sexualidad desviada (la famosa
“implantación perversa” invocada en La voluntad de saber) en relación con la
fabricación de la ciudadanía común, lo que se ha designado como “implantación
normal” (Harris 2010: 1102).
(2) Género
25

La bibliografía sobre Foucault y la crítica feminista o concerniente al género


podría llenar hoy toda una biblioteca;26 se trata de hecho de todo un subcampo
intelectual, donde la proclividad a adoptar las herramientas foucaultianas varía
según el tipo de opción feminista que se plantee. Se encuentra casi de todo, desde
autoras como Jana Sawicki, que enfatizan la afinidad entre el enfoque genealógico y
los estudios de género (Sawicki 1991: 95-109), hasta las que, como Catherine A.
Mac Kinnon (1992: 122-123), colocan a Foucault en la estela de los que perpetúan
la opresión de las mujeres a través de la sexualidad.
No es este el lugar para exponer siguiera el resumen de un debate tan rico y
tan abierto. Lo que se trata es de señalar en qué medida el desafío planteado por La
voluntad de saber ha sido recogido por la historiografía feminista y qué deficiencias
presenta, en esta vertiente, el influyente ensayo de Foucault.27 Más allá de las
diversas lecturas que desde la crítica feminista se han realizado a propósito de esta
obra, parece haber dos elementos de consenso.
En primer lugar, se constata el olvido de la dimensión de género y la
presencia –mayor o menor según las interpretaciones- de supuestos androcéntricos
en la genealogía de la sexualidad.
En segundo lugar se reconoce el interés de las aportaciones tanto
metodológicas como de contenido ofrecidas por La voluntad de saber para el
análisis en clave de género. Todo un rosario de historiadoras e historiadores que se
cuentan entre la flor y nata de los estudiosos de las identidades genéricas han
encontrado inspiración fundamental en los trabajos de Foucault. Esto es válido sobre
todo en el mundo anglosajón, pero no sólo: Joan Scott, Judith Walkowitz, Thomas
Laqueur, Robert Nye, Carol Smith Rosenberg, Arlette Farge, Michelle Perrot, Lilian
Faderman, son sólo algunos de los nombres más conocidos de este grupo.28
Hoy resulta impensable escribir sobre historia de la sexualidad sin tomar en
consideración las relaciones de poder vinculadas a la distinción de géneros. Sin
embargo, en La voluntad de saber, Foucault programa una genealogía de las
subjetividades ligadas a la sexualidad olvidando por completo esta circunstancia. No

26
En este océano destacamos los textos de Diamond y Quinby (1988); Sawicki (1991); McNay (1992);
Ramazanoglu (1993) y Taylor y Vintges (2004). En España se mencionan los trabajos de Romero Pérez
(1996); Rodríguez Magda (1999) y Amigot Leache y Pujal i Llombart (2006)
27
Un análisis de sus aportaciones estimulantes para la historia de las mujeres puede encontrarse en Perrot
(1997)
28
Con Arlette Farge y Michelle Perrot, llegó a trabajar conjuntamente. Véase Perrot (1997), Farge (1986)
y Farge (1997).
26

cabe excusar esta negligencia aludiendo al precario desarrollo teórico del enfoque de
género, que había alcanzado plena madurez entre El segundo sexo (1949) y Política
sexual (1970); de hecho, en vida del filósofo francés se le interrogó ocasionalmente
por esta ausencia (Perrot 1997: 100-101).
En La voluntad de saber, sin embargo, la cuestión de la diferencia sexual
queda prácticamente confinada exclusivamente en el interior de uno de los cuatro
conjuntos estratégicos reconocidos: la histerización del cuerpo femenino. Pero
incluso en este proceso, el papel determinante lo desempeña, no la tentativa de
naturalizar la diferencia femenina para excluir a las mujeres de la ciudadanía, sino
las tecnologías de biopoder. En el tránsito que va desde la endemoniada hasta la
histérica, no afrontado por Foucault en toda su amplitud,29 se trata de enclaustrar a
las mujeres en los márgenes de una sexualidad reproductiva (madre ejemplar vs.
mujer nerviosa), mediante la estigmatización de todo lo que se desviaba de esa
norma biopolítica y podía insinuar la afirmación autónoma de un placer femenino
separado de la procreación.
Foucault parecía incapaz de advertir que tanto la cruzada médica
antimasturbatoria (Laqueur 2003: 254-276) como la implantación perversa
(Chauncey 1994) o la socialización de las conductas procreadoras30 estaban
enmarcadas en la matriz política del género. Por otra parte, su plan de trabajo no
parecía contemplar la importancia de aquellas conductas que evidenciaban más
rotundamente la condición patriarcal de la sexualidad moderna: prostitución
femenina, violación, acoso sexual o industria pornográfica de corte machista.
Otras historiadoras, por su parte, han puesto su empeño en descifrar el
impensado androcéntrico que subyacía en los análisis de Foucault. Lynn Hunt
(1992) sostuvo que el yo sexual moderno fabricado por las tecnologías de biopoder
presuponía una subjetividad previa, deseante, egoísta e independiente de las
tradiciones estamentales (plasmada por ejemplo en las novelas de Sade), un sujeto
cortado por el patrón masculino y teorizado por la cultura de la Ilustración. El
dispositivo de la sexualidad estaría ab initio marcado por el género; su neutralidad

29
Aunque Foucault nunca llegó a escribir el cuarto volumen proyectado y titulado La femme, la mére et
l’hystérique, tampoco se puede decir –como hace Perrot (1997: 100)- que no lo explorara en absoluto. En
el curso de 1974-75 sobre “les anormaux” (Foucault 1999: 187-216) hay una lección completa dedicada
al asunto, donde se advierte el grado de desarrollo al que había llegado en esta exploración.
30
La lucha de las mujeres en relación con los derechos reproductivos (anticoncepción, aborto) conectan
de lleno este conjunto estratégico con las relaciones de género. Una bibliografía actualizada de la historia
contemporánea de estas cuestiones en Herzog (2009: 1290)
27

aparente enmascararía las trazas de un yo dominante y posesivo típicamente


patriarcal. Carolyn Dean (1994), profundizado en este argumento, sugiere que este
olvido del género explica las limitaciones de La voluntad de saber a la hora de
conceptualizar la agencia y la resistencia al poder. Más allá de lo defendido por
Hunt, exige historizar con más detalle ese sujeto deseante, trasunto del poder
masculino. Se trataría de un yo que las modernas tecnologías disciplinarias y sus
requisitos de respetabilidad ascética apuntarían a controlar, pero que los
movimientos de liberación sexual, al menos desde los años 20, pretenderían
emancipar mostrándolo como fuente de salud y armonía entre los seres humanos. En
realidad, lo que liberaban estos movimientos era la sexualidad agresiva y
avasalladora característica del varón, imponiéndola al conjunto de las mujeres.
La insuficiente reflexividad crítica del planteamiento de Foucault explicaría
también una contradicción presente en su examen histórico de la sexualidad. Esto lo
ha puesto de relieve Judith Butler (2010: 196-224) en el capítulo dedicado a
comentar los diarios de la hermafrodita francesa Herculine Barbin, estudiados y
editados por Foucault (1978) casi contemporáneamente a la publicación de La
voluntad de saber. Si en este ensayo programático se rechaza todo esencialismo,
afirmando el carácter político y socialmente construido de la sexualidad y del sexo,
en la Introducción al dossier del hermafrodita parece aludir románticamente a un
tipo de placer múltiple y deslocalizado, previo a la institución dimórfica de los sexos
y a la propia sexualidad. De este modo, pese a la crítica al utopismo de los
movimientos liberadores de la sexualidad, Foucault recaería en la vindicación de un
eros polimorfo muy parecido al reclamado por Marcuse (Butler 2010: 201). Se
presupondría así la existencia de un placer naturalizado e independiente de las
normas de género. Por nuestra parte nos atrevemos a sugerir que esta tentación
naturalista –posteriormente exorcizada en el último periplo de Foucault- no se
presenta sólo en el volumen sobre Herculine Barbin, sino que se insinúa en la
invocación final de La voluntad de saber (Foucault 1976: 211), aludiendo a la
instancia presexual de “el cuerpo y los placeres” como alternativa crítica respecto a
la sexualidad.
De estas reticencias de la historiografía y del pensamiento feminista en
relación con la propuesta foucaultiana, se extrae una lección indiscutible: hoy no es
posible escribir sobre historia de la sexualidad sin entender sus procesos de
producción social incardinados en las relaciones de género. Esto no significa que la
28

historia de la sexualidad se reduzca sin más a la historia de la política de género y de


la fabricaicón de las identidades femenina y masculina. La historiografía
anglosajona, que a menudo puede dar la impresión de inclinarse por esta reducción –
tachada por Corbin (2005: 39) de “escolástica”, olvida otras dimensiones que, aun
filtradas por el género, tienen su propia especificidad, como sucede con la
morfología del placer erótico o con la experiencia del disfrute o del sufrimiento
sexuales en los hombres y en las mujeres. Así por ejemplo, la fijación y
naturalización del dimorfismo sexual a partir del siglo de las Luces, contribuyó a
acentuar el supuesto “misterio” de lo femenino, convirtiéndolo en una fuente
simultánea de delectación y de saber, como revela la persistente atención de los
médicos europeos del siglo XIX por los entresijos de los goces íntimos de las
mujeres (Corbin 2005: 43). Piénsese también en las distintas formas de experimentar
en la actualidad (desde el sentimiento de seguridad o el éxtasis hasta el hastío) la
norma democrática del consenso de placer y del orgasmo recíproco (Herzog 2009:
1297). Esta misma atención a las experiencias vividas en su confrontación con los
discursos oficiales es la que permite desechar el mito –por ejemplo a través del
estudio del erotismo entre mujeres- de la supuesta asexualidad de la mujer
“victoriana”.
(3) Clase
La vinculación entre la producción histórica de la sexualidad y la
construcción contemporánea de las identidades de clase constituye uno de los platos
más fuertes de La voluntad de saber. En la pars destruens de su propuesta, Foucault
impugna el análisis de clase practicado a partir de la hipótesis represiva de
inspiración freudomarxista. En este marco de explicación, la burguesía aparece
identificada con el agente represor del cuerpo sexual perteneciente a las clases
populares. Esta represión pretende engendrar un cuerpo-fuerza de trabajo cuya
explotación haga posible la apropiación y acumulación del plus-valor. En ese caso,
por consiguiente, los controles sexuales dirigidos a las capas más pobres de la
sociedad deberían ser también los más intensos (Foucault 1976: 158).
En buena medida, este tipo de explicación es la que prevalece en el ensayo
de Van Ussel, verdadero sparring intelectual de Foucault. En La represión sexual, el
sexólogo holandés da cuenta, por ejemplo, de la cruzada médica contra la
masturbación en el siglo XVIII, viéndola como parte de un empeño de la burguesía
para “implantar un nuevo orden social”. Se recuerda que “la lucha contra la
29

masturbación31 puede considerarse como un intento por llevar este orden al ánimo
del individuo, a fin de inclinarle al trabajo competitivo” (Van Ussel 1974: 158),
pues la intención de la burguesía era “reprimir toda vivencia de placer” (Van Ussel
1974: 158). Pero si las cosas hubieran sido de ese modo, subraya Foucault, la
campaña represora del onanismo se habría dirigido contra los jóvenes de las clases
populares; y sin embargo su blanco casi exclusivo era “la familia burguesa”
(Foucault 1999: 254). Se trataba de niños y de adolescentes que vivían en internados
escolares o en hogares rodeados de domésticos, preceptores y gobernantas (Foucault
1976: 160). Se consideraba que las malas enseñanzas de éstos podían encaminarlos
hacia la masturbación, arruinando su salud.
Este argumento no sólo era válido en relación con el higienismo
antimasturbatorio. En su conjunto, la problematización médica de la sexualidad, ya
se tratara de la mujer frívola y ociosa que daría lugar a la figura de la histérica, o del
joven de imaginación desarreglada, destinado a convertirse en perverso homosexual,
apuntó inicialmente a la “familia ‘burguesa’ o ‘aristocrática’” (Foucault 1976: 159-
160). Sin embargo, la vida sexual de las clases populares habría quedado durante
bastante tiempo fuera del alcance del dispositivo de la sexualidad. En este caso el
control de las conductas se desplegaba más bien a través de lo que Foucault designó
como “dispositivo de las alianzas”, esto es, todo lo relacionado con la regulación de
las uniones conyugales a fin de garantizar la transmisión e integridad del nombre, de
la sangre y del patrimonio. Aquí los asuntos que preocupaban concernían a la
implantación del matrimonio legítimo, excluyendo los amancebamientos y las
uniones libres, a la fecundidad, persiguiendo los nacimientos ilegítimos, abortos e
infanticidios, la exclusión de las uniones consanguíneas y la prescripción, por
motivos económicos y de prestigio, de la endogamia social y local (Foucault 1976:
160). Por eso fue a través de estas vías como se entronizó, más tardíamente que en
las familias burguesas, la sexualización de las conductas: campañas, desde finales
del siglo XVIII, contra el coitus interruptus de los campesinos; iniciativas y
propaganda –hacia 1820-1840- para asentar el matrimonio legítimo en la población
obrera (cuyos jóvenes afluían a las ciudades emancipándose del control ejercido por
las comunidades vecinales de origen); moralización del espacio doméstico para

31
Van Ussel (1974: 164-195)
30

prevenir el incesto32 y la promiscuidad sexual (Foucault 1999: 255). Por último se


menciona el control, desde finales del siglo XIX, de la conducta sexual desviada
invocando, a propósito de las clases populares, los temas de la “degeneración de la
raza” y de la “decadencia” de las sociedades civilizadas (Foucault 1976: 161).
Esta reflexión histórica derivaba directamente en una hipótesis alternativa: la
“sexualización”, es decir, la producción histórica del dispositivo de la sexualidad no
habría tenido lugar de un modo simultáneo ni homogéneo en todas las clases
sociales; tampoco habría acontecido –frente a lo defendido por los valedores de la
hipótesis represiva- a través de la sumisión de una clase social a otra. Se trataba más
bien de un proceso de “autoafirmación” (Foucault 1976: 162-163): la burguesía
configuró su propia identidad como clase, como sujeto histórico, no a través de un
ascetismo represor –como sugerían algunos historiadores (Burguière 1972) apelando
a Max Weber- sino mediante una optimización de la propia fuerza física, de la
propia vida, expresada en la preocupación por la salud y en la constitución de un
cuerpo de clase, máximamente vigoroso (Foucault 1976: 162-163). La sexualidad
aparecía entonces como una parte nuclear de este esfuerzo de autoafirmación, pues
aparecía ligada al futuro, involucrada en la descendencia de las familias burguesas.
No hay que imaginar por tanto, según sugiere Foucault, que la burguesía se
habría castrado simbólicamente a sí misma para luego reprimir sin piedad a las
clases populares; lo que se produjo fue una “autosexualización” (Foucault 1976:
164) de la burguesía, que pretendió dotarse a sí misma de un cuerpo óptimo, un
cuerpo de clase para ella y para su progenie. Aquí se despliega uno de los temas
centrales de La voluntad de saber: la sexualidad representa para la burguesía lo que
representaba la “sangre” en la simbólica nobiliaria: un signo y una garantía de su
potencia y de su perpetuación (Foucault 1976: 164-165).
Esta “sexualidad sana” implantada por la burguesía como una instancia de su
conciencia de clase habría sido exportada en un segundo movimiento y con una
cronología posterior, en el seno de las clases explotadas. Foucault enumera las
condiciones económicas, los conflictos sociosanitarios y las nuevas tecnologías de
poder que hicieron viable este empeño por sexualizar el cuerpo del proletariado

32
Foucault (1999: 256-260) distingue aquí dos estrategias. La primera se relacionaba con el incesto
simbólico introducido en las familias burguesas a través de la preoocupación de los padres por la
masturbación de sus hijos; conducía directamente al psicoanálisis y a la problematización del complejo de
Edipo. La segunda se dirigía al incesto real favorecido por el hacinamiento y la promiscuidad de las
familias obreras; aquí se inscribían las intervenciones del trabajo social.
31

(Foucault 1976: 167). Tampoco olvida enfatizar la resistencia opuesta por la clase
trabajadora frente a esta tentativa burguesa: el proletariado tendería a percibir esa
sexualidad impuesta como algo ajeno, un cuerpo extraño cuyos atributos y
preocupaciones no le concernían (Foucault 1976: 168). Foucault finaliza su
argumentación señalando que no exitiría una sexualidad burguesa sino más bien una
pluralidad de sexualidades de clase o, en otro sentido, que la sexualidad habría sido
una fabricación burguesa cuya implantación acabó induciendo “efectos específicos
de clase” (Foucault 1976: 168).
Esta implicación de las relaciones de clase en la producción histórica de la
sexualidad, invocada por Foucault, fue en general muy bien acogida por los
historiadores. En una mesa redonda celebrada en 1977 y que contó con la
participación de algunos de los representantes más eximios del grupo de Annales
(Le Goff, Le Roy Ladurie, Veyne, De Certeau, Ariès),33 se sugirió que La voluntad
de saber suponía una recuperación de la historia social y de su materialidad,
entronizando los conflictos de clase en la raíz de varios procesos que, hasta ese
momento, Foucault tendía a situar exclusivamente en el plano del discurso, dejando
a un lado la base social.
Este diagnóstico no nos parece muy atinado. En efecto, en La voluntad de
saber La voluntad de saber se insiste en los efectos sociales propiciados por el
“dispositivo de la sexualidad”, fundamental a la hora de configurar las identidades y
los conflictos de clase. Sin embargo, el blanco al que apuntaba ese ensayo no lo
conformaban los comportamientos, esto es, la historia social propiamente dicha,
sino la historia del saber, esto es, de los sistemas de pensamiento y de las
planificaciones racionales entendidas como espacios donde podían formarse
enunciados verdaderos o falsos.34 Sólo teniendo en cuenta que éste es el ángulo de
Foucault, se pueden entender los sesgos de sus análisis, resaltados por la
historiografía de la sexualidad, especialmente desde la década de los noventa.

33
Véanse al respecto las declaraciones de Paul Veyne y Jacques Le Goff en Ariès et al. (1977: 22-23).
Sobre la recepción de La voluntad de saber en el medio historiográfico francés, véase Vázquez García
(1987: 140-147)
34
En un debate con los historiadores celebrado en mayo de 1978 –que contó con la participación de
profesionales tan prestigiosos como Maurice Agulhon, Carlo Ginzburg , Nicole Castan o Jacques
Léonard- volvió a surgir el equívoco, pero en este caso ponéndose el acento en las deficiencias de los
relatos de Foucault entendidos como exposiciones en el campo de la historia social. Foucault insistió en
que este no era su género de referencia: “mi tema general no es la sociedad, es el discurso verdadero o
falso: quiero decir, es la formación correlativa de dominios, de objetos y de discursos verificables y
falsables que le son afines; pero no es sólo esa formación la que me interesa, sino los efectos de realidad
que le están asociados” (Foucault 1980: 55)
32

Se ha sostenido por ejemplo, que Foucault no había tenido en cuenta la


autonomía relativa de las distintas culturas sexuales de clase (Chauncey 1994, Sohn
1996), cayendo en un enfoque “descendente” que entendía la implantación de la
sexualidad como un proceso desplegado de arriba abajo; desde una burguesía que
forja su propia sexualidad para tratar de difundirla, más tarde, entre las clases
populares. Este argumento está sin duda presente en La voluntad de saber, pero
Foucault no ignora, como se ha visto, que las clases populares consideraban esa
“sexualidad” como algo ajeno; lo que sucede es que su objetivo no consiste en
describir las diversas culturas somáticas de clase y sus interrelaciones –algo que
realizó Georges Chauncey (1994) de un modo magistral. No pretendió examinar la
formación de una cultura burguesa de la “respetabilidad” y el “carácter”
contrapuesta a una cultura aristocrática asentada en la “reputación” o enfrentada a
una cultura popular más ligada a los valores de género –afirmación de la fuerza
física activa como emblema de la masculinidad- que a la sexualidad propiamente
dicha o más dada a resaltar la justificación material de sus conductas sexuales
(Upchurch 2010: 414-422). Su meta era en cambio el estudio de la sexualidad como
“régimen de verdad”, producido por unas élites expertas (criminólogos, psiquiatras,
urbanistas, pedagogos, etc..) que contribuyeron así a formar la identidad cultural de
la burguesía.
Ciertamente se le puede achacar a Foucault el olvido de las específicas
coordenadas geográficas y culturales –eminentemente hexagonales- del análisis que
propone, así como la simplificación y escasa elaboración reflexiva de su conceptos,
excesivamente unificados, de “burguesía” y “proletariado”, que parecen deudores
de un marxismo rudimentario.35 Pero la idea de que las identidades de clase se
conforman a través de un trabajo político sobre el cuerpo –algo que en esos mismos
años estaba siendo recalcado por Pierre Bourdieu (Bourdieu 1977) y por sus
discípulos (Boltanski 1975), y el reconocimiento de la pluralidad de culturas
somáticas y sexuales, son logros foucaultianos que la historiografía posterior no dejó
de aprovechar.
(4) Etnicidad
El último capítulo de La voluntad de saber, titulado “Derecho de muerte y
poder sobre la vida”, anuncia ya un argumento que será plenamente desarrollado en

35
En esta línea parecen pertinentes las críticas de Chartier (1996: 37-38) al concepto de clase utilizado en
Foucault (1975) y que se vuelve a reiterar en Foucault (1976)
33

el curso inmediatamente posterior a la publicación de este ensayo, Il faut défendre la


societé (Foucault 1997). Se sugiere en estos textos la filiación directa entre el
lenguaje de las clases, relacionado con la distinción entre ricos y pobres, y el
lenguaje acerca de las razas, en un proceso que se remonta al menos a la Glorious
Revolution del siglo XVII. El yo sexual característico de la burguesía occidental se
habría forjado a partir de la fabricación de toda una serie de taxonomías
concernientes a la aberración genésica. Estos desviados son entonces caracterizados
como verdaderos “enemigos biológicos”, una suerte de “salvajes interiores”.
De este modo la biología, y particularmente las clasificaciones relacionadas
con las morbideces del instinto sexual, sirvieron para fragmentar a las poblaciones
en grupos naturalizados –allá el impotente, acá el homosexual, acullá la histérica,
etc.- y perfilados a partir de la distinción entre lo normal y lo patológico. Esto se
hizo patente sobre todo desde finales del siglo XIX, con el discurso acerca de la
“degeneración”. Criminales, perversos sexuales, prostitutas, alcohólicos, locos,
tarados mentales y etnias inferiores aparecían agrupados bajo una misma rúbrica
referida a la herencia degenerada. La sexualidad, por sus vínculos con la
reproducción, aparecía como un enclave privilegiado a la hora de realizar estas
particiones dentro de la población. Los incapaces de autocontrol sobre su vida
sexual, asociados al subproletariado, al residuum social, eran representados como un
peligro para la salud colectiva (Foucault 1994e); su proliferación era indicio del
declive de la “raza”.
Por tanto, en las intervenciones de Foucault realizadas en estos años, está
muy presente la referencia a la “raza” y a la “gramática racial”, aunque siempre
aludiendo a los “enemigos interiores”, esto es, a los desviados de las poblaciones
metropolitanas que constituían el envés del sujeto burgués sexualmente saludable.
El lenguaje de las “razas” se conecta con el lenguaje acerca de las clases
sociales, pero no con el paisaje político e intelectual que lo hace posible, esto es, el
paisaje del imperialismo colonial. Las tecnologías biopolíticas aplicadas a la gestión
de las poblaciones coloniales y la escisión entre civilizados y salvajes (o
colonizadores y colonizados) fueron la matriz que permitió presentar a los desviados
sexuales –o a los delincuentes- de la metrópolis como una suerte de “enemigos
biológicos”.
Sin embargo el imperialismo colonial está prácticamente ausente en la
propuesta de La voluntad de saber. Foucault, pecando de leso etnocentrismo,
34

confinó su análisis en los países del mundo noroccidental, desconectándolo de toda


referencia al Faktum del colonialismo. Parece como si, con la distinción entre
scientia sexualis y ars erotica, se despachara, incluyéndolo en el segundo grupo,
todo lo relacionado con las culturas de Oriente y del Sur.
Este olvido del contexto imperial de sus análisis ya fue señalado por Edward
Said, quien lo vinculó con una cierta incapacidad foucaultiana para dar cuenta de la
creatividad de los dominados (Said 1986: 153-154). Inicialmente, al menos hasta los
primeros años noventa, algunos antropólogos e historiadores trataron de paliar este
déficit aplicando el estilo de indagación foucaultiana acerca de la biopolítica y la
sexualidad, a los procesos de dominación colonial (Stoler 1995: 1-2), pero sin alterar
en lo esencial la periodización y el cuadro conceptual presentados en La voluntad de
saber.
El primer desafío global al planteamiento foucaultiano desde el campo de los
estudios coloniales, lo introdujo la obra de Anne Laura Stoler, Race and the
education of desire, editada en 1995. Esta especialista en la dominación holandesa
de las Indias Orientales, proponía una relectura de La voluntad de saber desde el
análisis del imperialismo colonial. En su aproximación no tuvo sólo en cuenta este
ensayo sino también las mencionadas lecciones de 1976 impartidas por Foucault en
el Collège de France y editadas póstumamente. El programa de Stoler no consiste
simplemente en aplicar las herramientas sugeridas en La voluntad de saber al
análisis de la sexualidad y el biopoder en el escenario colonial. Se trata en cambio
de proponer un nuevo modo de acercarse a la producción del dispositivo de la
sexualidad en el mismo Occidente, viendo el proceso como una respuesta derivada
del modo en que las taxonomías sexuales y al mismo tiempo raciales eran fabricadas
en el curso de la dominación colonial. Se trataba de sustituir el enfoque aislacionista
de Foucault, concentrado exclusivamente en las metrópolis, por un enfoque
relacional, de modo que las subjetividades conformadas en aquéllas eran
inseparables de las diseñadas en la conquista ultramarina.
Así por ejemplo, la definición de la ciudadanía nacional, que incluía entre
sus requisitos el autodominio del impulso sexual, se presentaba como un proceso
inseparable de la construcción del “salvaje” como sexualmente promiscuo o
desviado. Además, las taxonomías jerarquizadas que permitían, en la metrópolis,
fragmentar la población en grupos biológicos diferenciados –saludables o
degenerados- venían precedidas por las clasificaciones coloniales de tipos étnicos
35

catalogados según su mayor o menor grado de pureza al mismo tiempo racial y


sexual (Stoler 1995: 12). Por último, la norma sexual que funcionaba en la
metrópolis se perfilaba por contraste con la seguida por los varores blancos en las
colonias (Trexler 1995). En este caso, aunque se conservaba la ficción de una pureza
preservada de toda contaminación (a través de leyes que prohibían las relaciones
sexuales interraciales), de hecho se toleraban las licencias sexuales de los varores
blancos con las hembras indígenas, objeto frecuente de dominio y explotación
sexual. Al mismo tiempo e invocando el mito del “salvaje” sexualmente promiscuo
–pánico ante el negro violador en las colonias británicas de la era victoriana
(McCulloch 2000), persecución del indígena sodomita en la conquista española del
Nuevo Mundo (Trexler 1995; Garza 2002)- se aislaba a las mujeres blancas –
preservando así la pureza e integridad de la progenie- de todo contacto sexual con
los nativos. De este modo, el dispositivo de la sexualidad entrecruzaba la
dominación de género con la dominación colonial.
Stoler, que más tarde desarrolló empíricamente la propuesta derivada de su
lectura de La voluntad de saber (Stoler 2002), subrayó que no bastaba con añadir a
los cuatro conjuntos estratégicos diferenciados por Foucault, una quinta serie cuyo
protagonista fuera el salvaje (Stoler 1995: 18). No; la gramática racial y colonialista
afectaba a todos y cada uno de los decursos presentados en el ensayo de Foucault.
Así, la preocupación por la masturbación infantil y adolescente involucraba a las
sirvientas y a las madres nativas (Stoler 1995: 137-164); la implantación perversa
pasaba por la catalogación de las aberraciones propias de los “salvajes”; la
histerización del cuerpo femenino se relacionaba con el contraste entre la
cuasianestesia sexual de las mujeres blancas, con un instinto erótico canalizado
exclusivamente hacia la materinidad, y el mito de la indígena insaciable. Por último,
la socialización de la pareja procreadora ponía sobre la mesa los discursos acerca del
mestizaje y sus virtualidades favorables o funestas para el porvenir de las razas.
Este frente de análisis ha obligado también a revisar la periodización
estipulada por Foucault. Si este cifraba el despegue del dispositivo de la sexualidad
en el siglo XVIII, la presencia en el siglo anterior, de una asentada biopolítica
colonial, obligaba a situar en fechas más tempranas los inicios de ese proceso.
Ciertamente, como muestra el caso de la conquista hispano-portuguesa del Nuevo
36

Mundo,36 la interrogación por la vida sexual de los nativos parece en principio más
ligada al dispositivo de las alianzas que al de la sexualidad. Aquí aparece por
ejemplo el problema del “bastardeo” de la sangre (conmixtio sanguinis),
trasplantando al mundo ultramarino el problema de la limpieza de sangre formulado
en la metrópolis y en relación con judíos y moriscos. Por otro lado, y en este mismo
contexto, la gestión biopolítica aparece aún muy filtrada por la política religiosa
(Vázquez García 2008).
En términos similares se afronta el problema de la sodomía, habitualmente
atribuida por los conquistadores a los indígenas colonizados. La “hombría” asignada
al caballero cristiano y conquistador se desplegaba tanto en la rapiña sexual de las
nativas (Clark 2010: 204-207) –aunque los misioneros católicos defendían un
modelo de masculinidad diferente- como en contraste con los sodomitas afeminados
(Garza 2002: 33-41). Esta figura, como ha señalado Garza (2002: 45-54), no tiene
que aguardar hasta el siglo victoriano para existir, como pretendía Foucault, pero
tampoco hasta el Londres dieciochesco, como quiso demostrar Trumbach. Estaría ya
presente entre los indígenas de Nueva España y serviría como contrapunto de la
virilidad, tanto del caballero cristiano como del propio sodomita activo español.

Conclusión
Con esta breve alusión al colonialismo finalizamos esta travesía en la que se
ha tratado de ponderar los logros y las limitaciones de La voluntad de saber. La
tendencia creciente hacia una historia de la sexualidad comparada, trasnacional, más
atenta a los solapamientos que a las sucesiones teleológicas, menos obsesionada con
el poder de los expertos, realizada desde abajo e integradora de la nación, el género,
la clase y la etnicidad, puede ser viable si seguimos leyendo a Foucault. Se trata de
un requisito indispensable si queremos aproximarnos a la institución de la
sexualidad como un “hecho social total”. Pero el legado del filósofo francés, como
el de todos los clásicos, es ambivalente; se trata a la vez, como le gusta repetir a un
compañero mío, “de una ayuda y de un obstáculo” (Moreno Pestaña 2010: 247). No
lo podemos abordar como si se tratara de una autoridad revestida de atributos
sacrales –como el “Saint Foucault” conjurado por David Halperin, pero no podemos

36
Clark, A. (2010: 195-228). Véase la amplia y actualizada bibliografía sobre el asunto incluida en ese
capítulo
37

evitar confrontarnos con lo que ha dicho, porque sus huellas siguen empedrando el
camino que nos queda por recorrer.

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