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DIEZ JUGLARES EN SU PATIO

(1991)

Cuando trabajaba en el periódico El Universal de Cartagena


empecé a hacer crónicas de músicos. Jorge García Usta también
hacía crónicas de músicos. Él hacía las suyas sin pensar que algún
día haría un libro y lo mismo me ocurría a mí. Como éramos tan
amigos, un día cualquiera en su casa después de un almuerzo
empezamos a hablar de esas historias, de la gran pasión que
teníamos por los exponentes de la música popular en el Caribe
colombiano y vimos que podíamos hacer un libro. Sin esos músicos
no podría contarse la historia del Caribe colombiano, ellos fueron
los primeros cronistas de la región, los primeros que contaron y
cantaron nuestras miserias, nuestros sueños, nuestras vidas.
Catalino Parra, fabulador de río

Viéndolo ahora, en el patio, con su pellejo macizo, su amplia


sonrisa intacta, su recia musculatura de boxeador invencible, nadie
pensaría que Catalino Parra tiene ya sesenta y cuatro años. Algunas
canas se asoman, tímidas, en su pelo duro. Debajo de sus pequeños
y saltones ojos –donde todavía hay torrentes de gracia– se amontona
una piel trajinada por el tiempo que, al reír, se hace estrías. Pero no
aparenta más de cincuenta años. Cualquiera diría, viéndolo así, vital,
con su pecho al aire y su pantaloneta de colores subidos, que está listo
para correr la maratón más larga del mundo.
“Lo importante es estar vivo, ah vaina. El que anda pensando en
la muerte, ya está muerto. ¿Sabe qué? A mí la muerte me rondó en
un tiempo, hasta una mañana en que amanecí revuelto y le azucé
los perros. ¡Santo remedio! Por eso es que usted me ve así, firme y
engreído de la vida”.
Su voz conserva la potencia y la limpieza de hace cuarenta años,
cuando emprendió sus trashumancias. Con el tiempo, su talento
para la fábula, que produjo canciones perdurables como “Manuelito
Barrios”, “Josefa Matía” y “El morrocoyo”, ha madurado la plasticidad
y chispa de sus versos, y su humor silvestre fluye ahora con más
encanto. Sus dedos, que aún parecen tener vida propia, siguen siendo
insuperables en el manejo de las baquetas: los únicos que le exprimen
a la tambora su aliento original.
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Hace más de veinte años, Catano –así le llaman en Soplaviento–


comenzó a recorrer el mundo con los Gaiteros de San Jacinto, quie-
nes poco antes le habían informado al país que existía una música
elemental y bella, ancestral y vívida, concebida con instrumentos
naturales (tambores de madera y cuero de venado; gaitas de cactus,
pluma de pato, cera de abeja y carbón vegetal; maraca de totumo),
una música endiablada y rítmica hecha por hombres de monte aden-
tro en las pausas del laboreo.
En su patio, lleno de animales domésticos y cimarrones, Parra
se regodea contemplando las cosas de su universo, redescubriendo
minuto a minuto el fundamento de sus cantos.
“Hombre, el que nace con su don, con su don muere. Fíjese que
papá tuvo veinte hijos, con cuatro mujeres, y entre todo ese poco de
gente yo fui el único músico. Ahora yo tengo diez hijos y, por pura
chiripa, el último, que tiene poco más de veinte años, medio olfatea
la música. Con los nietos es diferente. Son dieciséis y por lo menos
todos los grandecitos andan ya golpeando la tambora. Usted quizá
pensará: Caramba, en la familia de este tipo sí hay gente. Es que antes
los hijos se tenían por montones. Quizá cuando son un poco duran
más para ponerse viejos. O usted cree que yo me he conservado,
acaso, por obra del diablo”.

La música, el camino
Muy temprano, Catalino Parra observó que el mundo es, en
esencia, una música. Son musicales sus ríos y sus piedras, cantan sus
animales y sus árboles, y sus objetos se pueden reciclar hasta hacerlos
música viva, palpitante: música creada con la propia naturaleza.
Desde el principio fue muy divertido: se trataba de mirar aten-
tamente las cosas e imaginar el modo más apropiado de tentarles la
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música con que Dios las había concebido, o analizar de qué manera
se podrían convertir en instrumentos musicales.
“Aquí no hay misterios. No señor. Fíjese que usted coge un cue-
ro, para hacer un tambor, y primero lo cura y lo pone en remojo, y
después lo guinda al sol. Mientras el cuero se seca, ya usted tiene el
ritmo en la sangre. El tiempo hará el resto. El tiempo y el sol tienen
su música, y usted también tiene la suya”.
Después, a Catano le fue imposible contemplar cualquier elemento
de la Creación sin su relación indisoluble con la música. Así, cuando
veía el árbol de totumo, advertía –ya sin proponérselo– el sonido de
la maraca. El cuero de ternero de vientre lo trasladaba hacia un golpe
de tambor próximo a germinar. El cactus era, en realidad, un grito
de gaita que se cuajaba lentamente, abonado por el sol y la tierra. Las
plumas de pato, la cera de abeja montuna, el carbón vegetal, la caña
de millo, fueron música desde siempre, desde mucho antes de que él
supiera mirar el mundo. El mundo que es una música.
A los diez años descubrió la gaita. Habían llegado a Soplaviento
unos músicos llamados “Los Pileles”, de Repelón, Atlántico, armados
con unos ritmos de fiebre que taladraban el cuerpo para sacarle sus
sensualidades originarias.
“Todo se movía cuando ellos tocaban, porque lo que tocaban era
como un mandato. Sí, apenas los vi, supe que sería músico de gaita”.
El estímulo fortaleció su vocación y le llevó a fabricar un guacho
con tapitas de cerveza y una tabla. El rústico instrumento que, des-
pués de todo, producía un buen sonido al sobarlo con las manos, le
avivó el instinto y le obligó a decidirse de una vez por todas: él era un
hombre primitivo y conservaría, como sus antepasados, la armonía
con el Universo hasta el final de su vida. La música era el camino.
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Los primeros años


Catano tenía nueve años cuando, con varios pedazos de alambre
dulce y una plancha de madera, improvisó una guitarra para acompa-
ñarse en el canto de los boleros de la época. El objeto que construyó
con tanto esfuerzo parecía más un bate de béisbol que una guitarra,
y por eso uno de sus hermanos decidió jugar con él y lo arruinó.
Catano lloró un poco, pero se olvidó pronto de lo ocurrido. Y de los
boleros.
Porque cuando llegaron Los Pileles con la gaita endiablada que
sofocaba a los duendes en sus rincones, con los tambores impacientes
que zarandeaban las caderas de las hembras en las ruedas de cumbia
y con los versos sencillos que hablaban de la pesca y el jornaleo,
Catano se vio allí, en esa música, y no pensó más en los boleros que
había cantado con su guitarra.
“El problema entonces era que mi padre, Jesús María Parra
Guzmán, no quería que ninguno de nosotros se enredara con músi-
cos tomadores y me ordenó que me alejara de Los Pileles”.
Maniatado por la prohibición, no le quedó más que escuchar las
remotas ráfagas de cumbiamba que el viento –quizá adrede– bom-
beaba desde el mercado hasta su casa del barrio El Chispón.
Un día sintió que no aguantaba más y se arriesgó a fugarse de la
cama, en la madrugada, jalonado por las convocatorias ancestrales
de su raza. Esperó que su padre se fuera para las compuertas de San
Cristóbal, a pescar, y casi enseguida salió corriendo, feliz de reen-
contrarse con los sones atávicos de Los Pileles. Su madre, Rosa Elisa
Ramírez Hurtado, quien ya había comprendido que contra la deci-
sión del muchacho no valdría ningún recurso, ni pacífico ni violento,
se convirtió desde ese día, hasta su temprana muerte, en su principal
aliada.
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“Hombre: en esa misma época llegaron los Gaiteros de Evitar, un


pequeño corregimiento de Mahates, y eso fue como si Soplaviento
todo hubiera quedado atrapado en una bola de cumbiamba. Nosotros
y los jóvenes mayores esperábamos que los viejos se descuidaran
para irnos a toda carrera a buscar el centro de esa bola alborotada
que envolvía lo vivo y lo muerto, lo que se veía y lo que no se veía,
con la alegría de sus ritmos. Pata de perro que éramos, verá usted”.
Años después arribó Alejandro Manjarrez, un virtuoso del pito
de caña de millo, quien motivó a los jóvenes inquietos a conformar
una agrupación de soplavienteros, para aprender y perpetuar los
ritmos tradicionales de la gaita. El grupo, compuesto por muchachos
de El Chispón, fue llamado “Sangre en la uña”, que era el apodo de
Manjarrez, y desde el principio trabajó con base en un completo ca-
lendario de festejos populares y celebraciones religiosas de la región.
“Tocábamos en bautizos, matrimonios, cumpleaños. No perdo-
nábamos ni los velorios. Yo recuerdo que donde la difunta Genara
clavaban todos los 13 de junio unos ramos de olivo en la puerta, y
ahí formábamos unos parrandones grandísimos. Toda la cuadrilla,
imagínese usted. Los que más tocábamos en esas fiestas éramos El
Goyo, Guardián, La Monita, Caliche y la difunta Soledad. Pura gente
de El Chispón. Esa gente tenía bastante gracia para tocar. Bastante”.
Un día viajaron a Cartagena, a probar suerte, y descubrieron que,
contrario a lo que creían, también allí gustaban la gaita corrida y el
porro, el bullerengue y la puya, el mapalé y los bailes negros. En las
tiendas y farmacias, en los centros comerciales y establecimientos
públicos, los aclamaban y los veían como gancho para aumentar las
ganancias, por el entusiasmo que despertaban entre los clientes.
La familia Tabares, dueña de una legendaria peluquería en el ba-
rrio Getsemaní, se los recomendó a la folclorista Delia Zapata, quien
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andaba recorriendo los pueblos del Atlántico y del Pacífico en busca


de las más ricas expresiones culturales de Colombia –sus hallazgos y
aportes– y tras el rescate de sus protagonistas.
“Cuando Delia vino, quería que las mujeres bailaran danza. La
Monita, que bailaba danza de indios, no quiso. Y tampoco quiso
Caliche, mi prima, que se sabía la del Garabato. Así que yo me metí
en el cuarto y salí con un traje de mi mujer. A Delia le gustó eso. Me
imagino que pensó: Si hace esto aquí, ¿qué no hará cuando esté ante
un público?”.
Poco después, Catalino Parra integró una delegación folclórica
que, encabezada por los Gaiteros de San Jacinto, le dio la vuelta al
mundo.

La presencia de El Chispón
Catalino Parra nació en 1925, en Soplaviento, Bolívar, un pue-
blo flagelado por las epidemias, las inundaciones y la miseria, que
ha construido con su propio padecimiento una de las tradiciones
verbales más alegres –ironías de la cultura– y más ricas de la Costa
Atlántica.
Lamido por el Canal del Dique –brazo del río Magdalena–,
Soplaviento se inunda casi todos los años, desde comienzos de siglo,
sin que los gobiernos de turno hayan tomado las elementales medidas
de protección contra una calamidad que arrolla las calles y las casas,
ocasiona enfermedades, devasta los cultivos, dificulta el transporte
de alimentos desde las capitales cercanas y aumenta el costo de la
vida.
Allí, en esa desolación permanente, surgió el clarinete virtuoso
de Clímaco Sarmiento (el autor de “La vaca vieja” y “Pie pelúo”), la
trompeta sandunguera de José Catalino Ortiz y los versos espléndi-
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dos de Simón Almanza y Donaldo Cueto. Allí nacieron los cantos de


Catalino Parra –ágiles, chisporroteantes– y se cuajó su voz nítida y
altiva, su dominio magistral de la tambora.
Soplaviento es un pueblo de pescadores. Hasta 1951, cuando era
el lugar de mayor movimiento comercial de la región, gracias a una
ubicación privilegiada que le permitía utilizar transporte férreo y flu-
vial, salían del puerto hacia las ciudades próximas dos y tres camio-
nes diarios de pescado. Aquella era una época de tanta abundancia,
que para el consumo interno los habitantes se regalaban el pescado
o intercambiaban sus variedades, pero nunca se lo vendían. En los
alambres de los patios colgaban largas ensartas de bocachico o barbul
salado, que eran comidos con deleite tras varios días de sol y sereno.
A pesar de que el empobrecimiento de las ciénagas cercanas
sumió en la miseria a la mayor parte de la población, que deriva su
sustento de la pesca, Soplaviento sigue siendo un pueblo de pesca-
dores. El Chispón, el barrio donde nació y ha vivido durante toda su
vida Catalino Parra, es el emporio de los pescadores, quienes desde
por la madrugada parten en sus canoas hacia las compuertas de San
Cristóbal. Hacen el camino inventando leyendas de amores infelices,
monstruos dóciles o diluvios remotísimos.
“Esos cuentos los empecé a oír cuando estaba chiquito, cuando mi
abuelo me llevó a pescar por primera vez. Esas historias me hicieron
hombre y me enseñaron a querer la pesca para siempre. Por eso, aun-
que mis ocupaciones como profesor de danza y percusión en cuatro
colegios de Cartagena me quitan mucho tiempo, no puedo dejar la
pesca. Siempre estoy pendiente de la subienda. Me gusta saber que la
liga de la casa la levanto yo, a pulso, pescando, en vez de comprarla
por ahí, en algún expendio”.
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La pesca es parte importante de las canciones de Catalino Parra.


Como algunos elementos representativos de El Chispón que se
asoman a sus versos, tratados con picardía: mulatos musculosos que
cruzan a nado el Canal del Dique, sumergidos y de un solo tirón, aun
cuando su caudal esté a punto de estallar; morenotas de fibras fuertes
que lavan sus corpiños a la orilla del río, mascando hojas de limón
y con las polleras zampadas en los muslos; los cerdos pacientísimos
que trasiegan por las calles, a pleno sol, hociqueando las cercas aje-
nas; los perros de nadie que andan exaltados, en cuadrillas, peleando
la montura de una perra en calor; matronas que fuman cigarrillos sin
filtro con la candela por dentro, desescamando pescado a las puertas
de sus casas.

En el terreno de sus cantos


Los animales y sus hábitos, los conflictos de estos con el hombre,
la vegetación silvestre, la siembra y la pesca, las congojas del cam-
pesino, los amores ariscos, son los motivos de sus canciones. Con
estos temas ordinarios, sacados de su realidad inmediata de siempre,
Catano ha elaborado piezas de mucha soltura y belleza.

Chiquita, la más chiquita


la del canasto de flores
pero no estuvo chiquita
para haber tenido amores.
Quiero amanecer, Manuelito Barrios…
(Manuelito Barrios)

De los pájaros del monte


Josefa Matía
Yo quisiera ser el toche
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Josefa Matía
Para conversar contigo
Josefa Matía
En los claros de la noche
Josefa Matía.
(Josefa Matía)

Catalino Parra jamás buscó los temas. Más bien los temas –que
prefiguraron su vida– lo reconocieron a él y eligieron su voz para
transparentarse en sus historias sencillas y jocosas, contadas con un
lenguaje penetrante. Tampoco se preocupó por cantar cosas distintas
de las que a él le nacían, así los otros motivos, que le eran ajenos,
tuvieran más interés para los comerciantes de discos. Por ello su
creación es pareja y coherente, y tiene la huella de su estilo. Parra
está en perfecta comunión con su universo y, a menudo, mientras
sus canciones nos revelan su realidad, esta termina por revelarnos al
autor.

Ya vienen las colombianas


con su maleta apretá
ya vienen de Venezuela
a pasar su navidad.
Quiero, quiero, quiero
quiero, quiero ya
Susana tiene unas flores
unas flores colorás.
(Quiero, quiero)

Ay, corre, morrocoyo


que te coge el perico ligero
ay, brinca, morrocoyo
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que te coge el perico ligero


ay, que la zorra está amarrá
que te coge el perico ligero
si no corres te quedas atrás…
(El Morrocoyo)

Animalito del monte


no me dejas descansá
como andes con tanta vaina
vas a perder la quijá.
Animalito del monte
que sales de madrugá
a comerte toa mi yuca
y yo tenerla que sembrá
eee, eea, óyeme puerco manao
déjame trabajá.
(Animalito del monte)

A Catano le interesaron los animales desde cuando era niño y


descubrió en ellos ciertos rituales para sus actividades esenciales,
como el sexo y la alimentación, que no todos los hombres conocen y
con los que se identificaba su humor silvestre. Lo mismo observó en
algunos elementos de la flora.
“Es que el mundo de los animales tiene su gracia, ¿oyó? Los ani-
males son como los hombres. Hay de todo: buenos, malos, perversos,
astutos, rápidos, lentos, brutísimos. Por ejemplo, el morrocoyo y el
perico ligero son muy lentos y se me ocurrió que si en una canción
los ponía a correr, al uno detrás del otro, conseguía una pieza chus-
ca. Cuando salió la canción, hubo estudiantes universitarios que
me preguntaron qué era un morrocoyo, imagínese usted. El perico
ligero no lo habían visto ni en película. Yo les explicaba: hombre,
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ese es un animal lentísimo, que de aquí de mi casa, por ejemplo, se


demora hasta tres días para llegar a la orilla del Dique. Si se lo coge
la noche, puede dormir guindado con alguna de las patas delanteras
en cualquier hoja de plátano. Todos los animales merecen atención,
porque muchas veces le enseñan al hombre cosas que este no sabe,
así sean animales dañinos, como el ñeque, que persigue el fruto que
el hombre pone en la tierra, o brutísimos, como el ponche, que corre
hacia donde su olfato siente la muerte”.
Es claro que su conocimiento sobre las costumbres de los animales
y las transformaciones de la vegetación no es científico, sino sacado
de una observación cuidadosa, propia de la gente de su región, que le
ha llevado a revelaciones con frecuencia ignoradas por profesionales
y estudiantes.
En Catano todo es fábula, esplendor verbal, deliciosa imaginería.
Lo mismo cuando está creando una canción que cuando habla de
las virtudes o defectos del hombre; cuando recuerda viejas anécdotas
que cuando opina sobre los músicos de hoy, Catano juega siempre
con imágenes de animales para matizar sus conceptos o historias.
No solo es un maestro de la fábula –no conoce a Esopo ni a
Samaniego– sino que el tratamiento primario que les da a los ani-
males desemboca a veces en lo más antiguo del universo, en el soplo
que antecedió a los hombres. Sus versos corren, con frecuencia, hacia
nuestros orígenes desconocidos y, aunque no alcanzan a revelárnos-
los, nos hacen sentirlos, intuirlos.

Tío conejo va corriendo


la zorra le sigue atrás
sale el ponche de la zarza
que el tigre lo va a matar.
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Ay, corre, ponche viejo


que el tigre te va a matar.
Ya el ñeque está pujando
el venao no sabe ná
el saino que se espanta
guartinaja quedó atrás.
Ay, corre, ponche viejo…
(Ponche viejo – Inédita)

En el quicio de mi casa
yo tengo una aseguranza
pero el diablo anda atrás
para ver si se le alcanza.
Ay, me sobé, me sobé, por debajo de la puerta.
(Me sobé – Inédita)

“Vea, compañero: yo cuando voy a componer pienso en llegar a la


gente, en hacer cosas alegres. Así soy yo. No me preocupa que lo que
compongo haya o no haya ocurrido. Lo importante es que el tema,
real o imaginario, me entusiasme y se preste para sacarle punta. Ah,
otra cosa: no sé por qué, pero lo cierto es que nunca me ha gustado
escribir mis canciones. Cuando compongo, ensayo cada verso que
hago hasta cuando, a punta de memoria, me lo aprendo. No es por-
que no sepa escribir. Es que no me gusta hacerlo. Eso sí: cuando me
meto a hacer una canción, es tema de todo el tiempo, mientras me
la aprendo, claro. La ensayo en el baño, en el camino hacia la pesca,
en los buses, en todas partes. Al comienzo, Tita, mi mujer, pensó
que estaba loco, y me miraba con susto, así como puerco meando en
iglesia”.
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La armonía última
“Bastante que caminamos con Los Gaiteros de San Jacinto.
Bastante. En la primera gira, que fue en 1964, anduvimos por toda
Colombia. En el 68, después de regresar de las Olimpiadas de México,
adonde representamos a Colombia, fuimos a grabar. A mí me avisa-
ron en Soplaviento y yo le dije a mi compadre Alejo “Sangre en la
uña” que se preparara, que nos íbamos para Bogotá, a grabar”.
–Compa, yo creo que no voy a poder ir, me dijo él.
–¡Cómo que no va! ¿Y entonces quién nos toca el pito de caña de
millo? Déjese de eso, Alejo. Ajá, ¿y por qué es que no quiere ir?
–Compa: lo que pasa es que no estoy aparente.
–¿Que no está aparente? ¿Cómo así?
–No estoy aparente, compa, porque no tengo sino una muda de
ropa.
–Ah, pero eso no es grave. Vamos, que allá están interesados en
que usted vaya y es seguro que le toman cariño y lo aperan.
“Pero como mi compadre Alejo Manjarrez era así como era, brio-
so y porfiado, nadie lo convenció de que fuera. ¡Y todo por no estar
aparente!”.
“Total: solo viajamos Toño Fernández, Juan y José Lara, Pedro
Nolasco Mejía, Andrés Landeros y yo. ¡Qué grupo ese! ¿Usted ha
visto algo igual? Bueno, sí: después hubo muchos problemas y Toño
agarró su rumbo y los Lara agarraron el suyo. Pero ese grupo así, jun-
to, era de ver cuando tocaba, oyó. Fíjese que esta música de gaitas casi
no tenía salida ni sus intérpretes eran conocidos, y, cuando nosotros
la cogimos, la levantamos y la hicimos conocer”.
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“Lástima que los señores de San Jacinto grabaron ya viejos y se


enfermaron o murieron en el apogeo de nuestra fama. Si no hubiera
sido así, quién sabe por dónde anduviéramos. Porque para caminar
sí. Para caminar sí. Todo se movía cuando llegábamos. Había que
vernos tocar”.
“Estuvimos en Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador,
Ecuador, Estados Unidos, Unión Soviética, México, Italia, Alemania,
Francia y España, y en todos esos sitios nos admiraron y nos quisie-
ron. Muy bonito viajar. Muy bonito”.
“Han quedado muchas historias de nuestras andanzas por el mun-
do. Por ejemplo, una vez, en Nueva York, aprovechando un descanso,
Juan Lara y yo salimos a dar una vuelta. Claro que estábamos pen-
dientes de no alejarnos mucho del hotel, para no perdernos. Bueno:
apenas habíamos comenzado cuando salió un perro grandote detrás
de nosotros, ladrándonos con insistencia. Y ahí mismo salieron otros
perros y nos rodearon. Estaban rabiosos. Todavía no sé de dónde
pudieron salir tantos perros. En medio de los ladridos, yo estaba
asustado y a Juancho se le ocurrió preguntarme: oye, Catalino, ¿por
qué será que en todas partes los perros tienen la misma lenguará? Y
yo le dije: carajo, Juancho, qué esperas, ¿que ladren en inglés?”.
“En Nueva York nos fue bastante bien. Tocábamos acordeón, gaita
y caña de millo, y en el Teatro Radio City nos pagaban 240 dólares
por semana”.
“Desde que Juancho se murió, nadie ha vuelto a tocar la gaita
hembra como es debido. Ahora los muchachos sacan unos sones
aturdidos, desgarbados. Parece que no tuvieran dedos. Pero en ver-
dad lo que no tienen son ganas, estímulos. Yo recuerdo que Juancho
pasaba los dedos por candela, para tenerlos siempre veloces. Cada
rato hacía ejercicios moviendo los dedos en el aire. ¡Ese hombre sí
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tenía dedos para tocar, carajo! Tapaba y destapaba los orificios de la


gaita con una rapidez impresionante, y le daba a la melodía todos sus
registros, con unas vueltas y cadencias muy bonitas. Ahora no hay
quien haga eso ni quien tenga ese poco de aire que él tenía en los
pulmones para pitar con fuerza por la boquilla de la gaita”.
“Por eso me preocupa el futuro de esta música. Es que todo se ha
ido perdiendo. Ya no hay cumbiambas ni fandangos. Pero no tengo
nada contra los músicos de ahora, porque creo que, en el fondo,
ellos no tienen la culpa. Habría que averiguar bien a qué se debe
esta decadencia. Y contra las casas de discos tampoco tengo nada.
A mí me llegan veinte mil pesos todos los años, por todo lo que he
grabado. Algunos me dicen que es una miseria. Otros, que es una
buena cantidad. Yo pienso que no necesito más que eso”.
“Lo que sí lamento de verdad es no tener aquel grupo que te-
níamos con Los Gaiteros de San Jacinto y que hacía bailar hasta las
piedras. Varios de mis compañeros, como Mañe Serpa, Juan Lara,
Nolasco Mejía y Manuel Mendoza, se han ido muriendo. Ahora que
lo pienso bien, creo que era tanta la armonía que teníamos que ahora
nos estamos muriendo juntos”.

Soplaviento, noviembre de 1987


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La nueva ola
Autor: Catalino Parra*

Ya en Cartagena no bailan
como antes se bailaba
con este baile moderno
no se mueven donde se paran.

II
No bailan porro ni cumbia
porque eso no está de moda
pobre de esas muchachitas
que están en la nueva ola.

III
Cuando están en la caseta
y el novio se quiere ir
se le agarran de la mano
tú no me dejas aquí.

* Catalino no destila veneno sino canciones ante el hecho cierto de que


la receptividad hacia su folclor está herida de muerte.
La tristeza de Leandro

“Lo que es verdad bajo la luz de la lámpara,


no lo es siempre bajo la luz del sol”.
franz schubert

–¿Por dónde empezamos, maestro?


–Usted dirá. Para mí no hay mal comienzo.
–Bueno, lo veo triste y es de eso de lo que quiero que hablemos.
–Eso de que soy triste me lo han dicho tres periodistas. Solo ellos
me han visto así. Mis amigos, que me tratan con más frecuencia, no
han pensado que sea triste. Soy ciego y hablo poco: quizá sea eso lo
que me hace parecer así.
–Siendo ciego, sus canciones describen cosas que usted nunca ha
visto. Son descripciones precisas, hermosas.
–Es porque he sido cuidadoso. Yo aprendí, desde niño, a diferen-
ciar la sombra de los rayos del sol y a captar lo que hay entre ambas
cosas. Cuando compuse “El verano”, había un árbol en la casa donde
yo vivía. Era el único árbol que había allí. Y debajo de ese árbol me
ponía yo todos los mediodías, porque corría un fresco sabroso que
me hacía pensar cosas bonitas. Un día sentí algo caliente en la cara.
Quise quitármelo de encima, pero esa cosa calurosa siguió pegada a
mi cara: era el sol.
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Entonces descubrí que llegábamos a la estación de verano y el


árbol perdía su vestido, como dije en la canción. No necesité verlo
para contarlo, pues lo que sentí fue suficiente. Al principio, las hojas
caían en forma lenta. Después, más rápido. Unas me caían encima y
las otras rodaban por el suelo. Yo me iba a quedar sin sombra y, sin
embargo, eso no fue lo que me dio una gran tristeza. Lo que me puso
triste fue pensar en el parecido de ese pobre árbol con el destino del
hombre.
–¿Usted se propuso cantarle a ciertos elementos de la naturaleza
como si los hubiera visto?
–No, ese estilo que usted menciona no me lo propuse de manera
consciente. Salió, casi sin darme cuenta, de las cosas que me rodea-
ron desde la infancia. Nací en una finca y en ella me crié hasta los
veinte años. Esos primeros años de mi vida fueron de amistad con la
naturaleza, de convivencia magnífica con las plantas, con los cereales,
con la tierra desértica y también con la tierra buena, con los ríos y las
brisas. Con todo eso que aparece en mis cantos.
–¿Usted cree que todavía tiene algo que decir sobre su ceguera?
–Es probable que sí, pues esta es mi realidad. De todos modos la
ceguera no es tan importante para mí, aunque algunas de mis can-
ciones digan lo contrario. A veces hasta se me olvida que soy ciego.
–No parece que se olvidara. ¿Es la ceguera la que lo hace triste?
–¡Ah, pero es que usted insiste en verme triste! Así como me ve
ahora soy siempre. Es cosa de mi temperamento. Y, para que vea
cómo son las cosas, fíjese que hace rato pasó un viejo amigo por aquí
y me dijo: “¡Caramba, Leandro, qué mosquito te picó que última-
mente andas más alegre!”.
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Yo puedo ser triste, como lo puede ser usted, cuando existe el


motivo de la tristeza. En el caso de que lo fuera, no necesariamente
lo sería por estar sin vista. Mucha gente se sorprende de lo que he
podido aprender estando ciego. ¡Fíjese usted en la cantidad de gente
que puede ver y que sin embargo es más ciega que yo! Porque no ven
las cosas como son, no analizan, no sienten o no saben vivir.
–¿Y usted sabe vivir?
–Algo he aprendido de lo que he vivido. La vida… la vida me ha
enseñado a vivir.

Un ciego le adivina el futuro


Leandro Díaz nació y vivió sus primeros veinte años en la finca
Lagunita de la Sierra, ubicada en la vereda llamada Alto Pino, del
municipio de Barrancas, Guajira. Al principio, Leandro, el mayor de
los hijos de Abel Duarte –quien se negó a darle el apellido– y María
Ignacia Díaz, era muy torpe para andar por aquella maraña inmensa
y reseca que era la finca, cundida de lomas peladas y cactus.
Sus hermanos corrían entre el monte, reventaban avisperos con
piedras, perseguían a las gallinas cluecas. En cambio él apenas se
movilizaba, con torpeza, cerca del rancho. Una vez escuchó, a distan-
cia, los chillidos divertidos de sus hermanos, que jugaban con algo,
y trató de reunirse con ellos. En su afán se deslizó por una zanja y
estuvo a punto de romperse la pierna izquierda.
Caminó más bien tarde y, para aprender, sufrió mucho más de lo
que suelen sufrir los niños en este proceso, pues, privado de la vista,
sentía que jamás tendría el equilibrio para desplazarse por un espacio
tan ajeno.
26 | Alberto Salcedo Ramos

El Universo, con sus duros e incomprensibles objetos, era el prin-


cipio y el fin de un temor que se le fue sedimentando en el corazón,
haciéndolo caer en forma dolorosa contra el piso, aún a los siete años
de edad.
Pero las dificultades, que hicieron de Leandro Díaz un niño
aislado, miedoso y triste, no eran estrictamente físicas: Leandro
trataba de imaginar cómo era ese sol que brotaba a espaldas de los
cerros; oía hablar de la luna que abría caminos de luz en el monte y
se preocupaba por saber algún día cómo era la figura de su madre, a
quien creía muy bella por el tono de la voz. Nada de eso le pertenecía.
Y él refugiaba su oculta ansiedad bajo un árbol de totumo, donde se
recostaba todas las tardes a escuchar música.
Cuando sus párpados se acostumbraron al peso oscuro de la
ceguera y pudo por fin conducirse sin tropiezos por entre los más
intrincados matorrales, decidió ejercitarse en alguna actividad que lo
mantuviera ocupado, para no seguir sintiéndose inútil.
Su padre, un agricultor que creía en los maleficios, se las había
ingeniado para sacarle maíz, café y fríjol a una tierra árida donde,
según las bromas de viejos parroquianos, las plantas salvajes se retor-
cían de sed y los sapos se morían sin saber nadar.
Tanto aprendió Leandro sobre el orden de su mundo, que no solo
lo recorría palmo a palmo, al derecho y al revés, sino que incluso llegó
a realizar trabajos insólitos para un ciego: destroncaba las malezas,
con las manos o con machete, sin estropear una sola mata de café o
de maíz; le ensartaba el hilo a la aguja de coser de su madre y ayudaba
a su padre a recoger las cosechas. En esta tarea era tan eficiente que
hasta vigilaba la calidad de los cultivos.
Su memoria se tornó más segura, más obsesiva con los detalles, lo
que le permitía registrar situaciones o datos que para sus familiares
Textos escogidos | 27

pasaban inadvertidos y que él sacaba, como del cubilete de un presti-


digitador, justo cuando eran de gran utilidad.
A los diecisiete años, después de escuchar a los trovadores que
pasaban por la finca, a lomo de burro, cantando penurias laborales,
noticias de muerte, picarescas reflexiones de la vida y del amor, com-
puso su primera canción, “A mí no me consuela nadie”.
Aquella canción que brotó de su alma casi sin darse cuenta, mo-
tivada quizá por los relatos de los vaqueros de la región, marcó su
destino de hombre en la Tierra: a partir de ese momento, el Universo
sería otra cosa gracias al canto. Y no solo el Universo. También él
acababa de sufrir un cambio, sin duda el más importante de su vida.
Como le fastidiaba depender económicamente de un padre que
no le había dado apellido ni a él ni a sus hermanos, hizo difundir
un falso rumor que durante un tiempo le permitió sobrevivir con
independencia: desde Barrancas hasta Manaure, pasando por
Distracción, El Hatico, Fonseca, Villanueva, Urumita, La Jagua del
Pilar y El Molino, por toda esa zona de la desértica Guajira, corrió
la noticia de que en la finca Lagunita de la Sierra había un ciego que
adivinaba el futuro, sin bola de cristal y sin la borra del café, cuya
clarividencia superaba la de las gitanas.
Las mujeres, que conformaban la mayor parte de su clientela, re-
garon por la región que al ciego le bastaba con pasar los dedos por las
palmas de las manos de sus visitantes, para saber lo que les depararía
el porvenir.
Leandro Díaz no daba abasto para atender a la clientela, que al
principio se amontonaba en desorden y después, cuando ya sus
poderes eran fama por todo el Magdalena Grande, organizaba largas
filas para consultarlo. Para muchas mujeres, este hombre que hablaba
despacio, con un tono neutral, mientras las sometía a una prolongada
28 | Alberto Salcedo Ramos

indagación dactilar y les decía cosas tranquilizantes, era la personifi-


cación de la inocencia y la sabiduría.
Sin embargo, Díaz tuvo que abandonar el oficio cuando la suspica-
cia y la hostilidad de los hombres de la región se convirtieron en una
amenaza para su vida. Supo que había llegado el momento de hacer
otra cosa cuando los hombres empezaron a desconfiar de la conducta
de sus mujeres. Comprendió que había llevado demasiado lejos esta
curiosa forma de la quiromancia y que ello era muy peligroso en esa
comarca donde los antepasados establecieron hace mucho tiempo
sus códigos de honor: las mujeres no fueron hechas, en definitiva,
para averiguar aquellas cosas de sus maridos que ellos mismos no
se atrevían a decirles, ni era propio de las buenas compañeras salir
a entrevistarse con un hombre que, según se decía, les proponía
pruebas innobles.

Déjeme contarle una historia


–Después de tanto pensar en la ceguera, ¿cómo la define?
–Es una forma de vida. Por eso uno debe tomarla como ayuda,
no como estorbo. En mi caso, la ceguera ha sido también una forma
de música. Porque el mundo de un ciego no es tan vacío, como la
gente cree. Le pongo un ejemplo: aquí, en mi casa, se va la luz a cada
rato. A veces se va de noche, cuando estoy dormido, y entonces mi
mujer y mis hijos se pierden, no encuentran los rumbos de la casa ni
saben llegar a la vela. Tengo que levantarme a resolverles el problema.
¿Qué pasa? Que ellos se pierden porque han vivido en el mundo de la
luz y dependen enteramente de él. En cambio yo tengo que crear mi
propia luz y tener dentro de mí los caminos de la casa. ¡Dese cuenta
de que ser ciego también es una ventaja!
Textos escogidos | 29

–Pero en sus canciones se habla más de las desventajas: usted


habla de sufrimiento, de aislamiento, de soledad.
–Ya sé para dónde quiere ir usted. Pero, bueno, eso que dijo es
verdad. Yo lo que quiero es que usted me entienda. A estas alturas,
sé convivir con mi problema, lo cual no quiere decir que a veces no
me incomode. Pero parece que usted no quiere creer que, en verdad,
algunas veces se me olvida que soy ciego.
Déjeme contarle una historia: mi gran idea, desde cuando me hice
muchacho, es que el hombre debe recorrer un camino, que hay un
camino para cada hombre. Esas cosas las empecé a pensar con más
insistencia cuando tenía diecisiete años, porque fue cuando revisé
bien mis sensaciones y me dije: “caramba, Leandro, no hay más que
hacer: eres ciego”. Pero enseguida tuve una respuesta: sí, soy ciego,
pero para algo tengo que vivir y para algo Dios me tiene vivo. Esa fue
la primera conclusión importante de mi vida: que Dios me tenía vivo
para algo y yo debía averiguar para qué.
No perdí el tiempo: de inmediato empecé a tantear el espacio para
ver si aparecía mi camino. Creí encontrarlo cuando me metí a adivi-
no. En realidad, me divertía con las muchachas echándoles la suerte
y en el fondo lo único que me interesaba era agarrarles las manos,
porque de predicciones y cosas de esas no sabía ni pío.
–¿Y nunca descubrieron eso?
–Al contrario: entre más me consultaban, más sabio me veían.
¡Había que ver la fe que me tenían aquellas mujeres! Muchas veces
les dije cosas que a mí mismo me parecían un desatino enorme,
pero ellas las tomaron por verdad. Y como las creyeron, terminaron
siendo ciertas. En mi tierra hay mujeres que no se echan la suerte
con ninguna gitana, porque yo se las dije hace treinta, cuarenta años.
30 | Alberto Salcedo Ramos

–¿Les cobraba por decirles cosas que ni usted mismo creía?


–No. Nunca cobré, a pesar de que entre mis intenciones figuraba
la de ganarme la vida con ese trabajo. Ahora: es cierto que yo no sabía
de brujería, pero trataba de aprender y de paso saber lo que es una
mujer, porque ya estaba grandecito y si no me avispo nunca hubiera
sentido en mi propia piel la piel de una mujer. En eso no hay egoísmo
ni engaño sino desesperación. Aquí venían muchachas suspirantes,
enamoradas, a retener un novio que se les escapaba y para compen-
sar mi ayuda me daban un pañuelito, una loción o una flor. Nunca
pedí más que eso. Después, cuando mi fama se creció tanto, venían
mujeres ya hechas, pasadas de los treinta, y las de mi edad se fueron
alejando. Por eso y por otras cosas me di cuenta de que allí no estaba
el camino que Dios me había reservado.
–¿Cómo imagina usted a la mujer?
–Uno con el tacto puede dibujarla. Trato de averiguar si es dulce o
fregadora, delicada o indelicada. O bonita. Esas cosas las averiguo a
través de su voz, de su piel, de su aroma.
La voz de una mujer siempre ha sido mi encanto. Los hombres que
pueden mirar se fijan en otras cosas y no les importa la armonía de la
mujer con su voz. Yo conozco el canto de los pájaros que más bonito
cantan y puedo decirle a usted que nada puede igualar la belleza de
la voz de una mujer.
Mi oído es muy atento para buscar los sonidos agradables. Hoy,
por casualidad, estuve en El Rincón, más allá de Media Luna. Sabroso:
amanecí oyendo los pajaritos, las chicharras, las lechuzas, y me acor-
dé mucho de mi tierra, la Guajira, tierra sin agua pero hermosa.
–Aparte de la voz, ¿hay otro elemento de la mujer que le llame tan
poderosamente la atención?
Textos escogidos | 31

–Sí, la piel. He descubierto que el perfume es perfume por la piel


que lo lleva, no por su olor. Fíjese que el mismo perfume no tiene
un efecto igual en todas las mujeres, porque cada piel es un mundo.
Todo esto lo sé no por sabio sino por ciego.

Con una armónica se hace camino


En 1949, un amigo le regaló una armónica que se había ganado
cuatro años atrás en Puerto López, Guajira, limpiando un barco
alemán. Leandro recibió el obsequio con desgano, pensando que
ese instrumento frío que cabía en una sola de sus manos no serviría
para sus planes de sobrevivir con independencia, y lo guardó, sin
probarlo, durante varios meses.
Un día, impulsado por el aburrimiento de no tener nada que
hacer, decidió tantear la armónica y descubrió que sus sonidos eran
similares a los del acordeón, el instrumento que él siempre quiso
tener. Entonces resolvió alcanzar la perfección en su manejo y juró
que a aquella armónica no le quedaría ni media nota por dentro que
él no llegase a conocer.
Con dos mudas de ropa salió de la finca ese mismo año, dispuesto
a granjearse el sustento a punta de melodías, pues ya había adquirido
una gran pericia para manipular la armónica. Llegó a Tocaimo, en
San Diego, Cesar, y allí ganó enseguida el cariño de todos los habi-
tantes, a quienes sacaba de la monotonía con sus melodías.
A la orilla del río Tocaimo, que salpicaba las quince casas de la po-
blación, compuso “Matilde Lina”, una de sus más famosas canciones,
y aprendió a tocar la guacharaca simultáneamente con la armónica,
de modo que él, él solo, era casi una fiesta.
Todas las tardes, al llegar de sus parcelas, los hombres buscaban
a Leandro para sacarse con sus melodías el cansancio incrustado en
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el cuerpo como un maleficio, y dejarse caer unos cuantos chorros de


ron de caña. Díaz ejecutaba la armónica y la guacharaca al mismo
tiempo. Y cuando llegaba el momento de cantar, sacaba rápidamente
el instrumento de su boca y seguía entonces cantando y tocando la
guacharaca, en una maniobra graciosa y diestra que se repetía hasta
el final de la noche.
Tres años después, cuando llegó la hora de partir, dejó escurrir
unas lágrimas, pues en el pueblo que iba a abandonar no solo vivió,
según sus palabras, libre y feliz como el jilguero, sino que, además, allí
le habían puesto de padrino de dieciséis niños y le habían entregado
mucho amor.
A Chimora, un caserío cercano que después se convirtió en finca,
llegó en 1952, a probar suerte por unos días y, casi sin darse cuenta,
se quedó por tres años, con su oficio de aliviar las penas a domicilio.
Desde el principio se hospedó donde Zoyla Fuentes, una mujer que
pasaba de los cuarenta años y lo quería como a un hijo. La señora era
dueña del único restaurante del pueblo, en el cual Leandro entonaba
sus versos todos los mediodías para alegrar la digestión de los clien-
tes, quienes le daban propinas, se lo llevaban a parrandear los fines de
semana o le regalaban ropa.
Mucha gente acudía al establecimiento sin ganas de comer, atraída
solamente por las notas de su armónica. Entrada la tarde, cuando
se iba el último de sus admiradores, era cuando Díaz almorzaba.
Solo tomaba la sopa y pedía siempre a la dueña del restaurante que
le guardara el bastimento para la cena, a pesar de que ella insistía en
que se lo comiera, que más tarde habría más, y le decía que él no le
ocasionaba molestias sino beneficios.
La actitud maternal de la señora Fuentes fue lo que determinó
la salida de Leandro hacía San Diego, en 1955, tras haber llegado a
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la conclusión de que ella le daba más de lo que él honradamente se


ganaba con su armónica.

El credo de Leandro
–Bueno, hablemos de sus canciones…
–Sí, está bien. Pero primero diga que yo no acepto que las casas
de discos me impongan temas, porque eso es absurdo. Ellos, los del
negocio, saben cómo vender sus discos. Nosotros debemos saber
cómo componer nuestras canciones.
–A usted nunca se le ha visto furioso y ahora parece estarlo.
–No tengo por qué negarlo. Es que me han tratado mal. En sesenta
años de vida he escrito más de trescientas canciones, muchas de las
cuales se siguen vendiendo bastante, y, sin embargo, aquí estoy… No,
qué va, así no se puede. ¡Si usted supiera que por la canción que más
me ha dado, “La gordita”, no recibí ni doscientos mil pesos, con todo
lo que tuve que pelear para que me pagaran puntual! ¡En cambio, vea
usted lo que ganan los temáticos de ahora!
–Maestro: pero usted es uno de los pocos trovadores viejos a
quienes los intérpretes de hoy tienen en cuenta. No solo le piden
canciones permanentemente, sino que también le regraban temas ya
conocidos, como “La diosa coronada”.
–¡Qué bonito! ¡Todo eso suena muy bonito! Lo malo es que no
pagan. La palabra exacta ya la inventaron. ¿Se la puedo deletrear?
R-e-g-a-l-í-a-s. Y como se trata de regalías, creen que viene de regalo,
como algo que se nos da a título de favor en vez de ser el pago de un
trabajo que realizamos y que influye en el progreso de la gente. Ahora
yo le pregunto a usted: ¿dónde están las entidades que defienden a los
artistas?
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–¿Por qué no hablamos de sus temas?


–Mis temas… mis temas son el hombre (lo que le pasa al hombre,
lo que ese hombre piensa y hace) y la naturaleza. Yo mismo soy mi
tema.
–A usted, a diferencia de la mayoría de compositores de su gene-
ración, le gusta más la reflexión que el relato.
–Es porque trato de cantar en la misma forma en que pienso.
Todos los días de mi vida he dedicado largas horas a pensar en mí,
en el destino del hombre. Me gusta hacer eso, quizá porque soy ciego.
Todo lo que se me va ocurriendo es lo que después convierto en canto.
–Se supone que no es fácil componer así.
–No sé si es fácil o difícil, porque es mi estilo natural y nunca he
ensayado con otro. Es posible que a otro músico le cueste trabajo
emplear este método, porque en su caso no sería natural. En cambio,
para mí es normal. Ya le dije: pienso las cosas y de tanto pensarlas
se me vuelven cantos, como si eso no dependiera directamente de
mí. Lo único que he hecho es ponerle música a mis sueños, a mis
pensamientos, a mis angustias y a mis alegrías. O, mejor dicho, le
puse música a mi vida.
–¿Cómo hace una canción?
–Le decía que lo mío es pensar y cuando pienso no sé si de esas
ideas va a salir una canción. Lo de la canción viene después o puede
no venir. Más tarde lo sabré.
–¿Cómo lo sabrá?
–Bueno, uno piensa cosas, pero no siempre las escribe. A mí los
temas me dicen cuándo quieren que los cante.
–¿Usted cree en la inspiración?
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–Sí, claro. Es eso que le acabo de decir: sentirse dispuesto a es-


cribir una historia o un pensamiento. Ocurre en forma sorpresiva,
cuando uno menos lo espera. Cuando eso ocurre, parece que uno no
le debiera nada a Dios y estuviera en paz consigo mismo. Antes me
pasaba con más frecuencia que ahora y, sin embargo, ahora me pasa
más de una vez al mes. En esto influye mucho la gente que lo rodea a
uno, el patio, el ambiente de la casa.
–¿No le cuesta trabajo grabar los versos en la memoria, o alguien
le escribe cuando compone?
–¡Ah, eso, no! Yo no necesito secretarios y menos en algo tan
personal como el canto. Yo soy mi secretario. Cada quien se defiende
con lo que Dios le dio. Lo mío, además, es simple: hago la música y
la letra al mismo tiempo, y cuando todo está hecho sigo cantando sin
parar, y no se me olvida nada.
–¿Nunca le ha fallado la memoria?
–Hasta ahora no me ha fallado. Yo me sé todas mis canciones y en
las parrandas se las puedo cantar una por una, sin repetir, y también
le puedo cantar canciones que me sé desde hace años y que no son
mías.
–Usted tiene, a propósito, una canción titulada “Mi memoria”.
–Sí, claro, a mí siempre me ha gustado cantarle a la memoria. Es
que la Humanidad estaría perdida si no conservara la memoria. La
memoria no solo debe servir para fijar imágenes o guardar informa-
ción. La memoria es también un requisito para la creación. ¿Usted se
imagina lo que sucedería si, de golpe, la Humanidad toda se quedara
sin su pasado? ¿Qué sería lo que tendríamos que hacer para empezar
la vida sin recuerdos?
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Tres personajes en San Diego


San Diego, uno de los pueblos más productores de ganado del
Cesar, está a solo veinte minutos de Valledupar, la capital. Sus ha-
bitantes, que celebran las fiestas religiosas de la Virgen del Perpetuo
Socorro, el 16 de junio, y las de San Diego, el 13 de noviembre, con-
forman una tradición de conversadores insuperables que tienen en la
palabra bien tratada una de las razones más importantes de su vida.
Al despuntar la noche, San Diego es un pueblo que vive en las
terrazas de sus casas, donde la gente se recuesta con la mayor co-
modidad del mundo a hablar de todo y de nada, que es de lo que,
según algunos de sus moradores, debe hablar todo conversador que
se respete. En los bordes de las calles, refrescados por árboles de
almendro y matarratón, los parroquianos esperan la hora del sueño
afincados en sus asientos de cuero, relatando historias heredadas de
sus antepasados, analizando con sus vecinos el futuro de las siembras
o comentando los noviazgos difíciles del pueblo.
El Concejo Municipal de San Diego estudió en cierta ocasión la
sugerencia de realizar un festival del asiento de cuero, encaminada
a resaltar la tradición oral del pueblo, que es tal vez su característica
más representativa. Aunque la propuesta no fue atendida, los san-
dieganos realizan este festival todos los días y lo matizan con hábitos
tan simples pero de tanto calor humano, como el de ofrecerles tinto a
todos los visitantes ocasionales.
Hace apenas diez años San Diego fue declarado municipio. Con
una población de diez mil habitantes en la cabecera, comprende los
corregimientos de Media Luna, Los Tupes, Los Brasiles, Tocaimo,
Nuevas Flores y El Rincón.
La mayor parte de la población de Media Luna, que se encuentra
sobre la Cordillera Oriental, está integrada por santandereanos que
Textos escogidos | 37

se vinieron huyendo de sus lugares de origen durante la llamada


época de La Violencia. Hoy, cuando han pasado casi cuarenta años,
muchos de los precursores de aquel éxodo masivo han muerto,
pero sus descendientes conservan un núcleo cerrado que trabaja la
tierra sin desmayos, acepta desafíos de honor, masca panela y toma
aguardiente.
En El Rincón, una vereda triste de solo diez casas, penó en sus
últimos años el acordeonero Juan Muñoz, uno de los trovadores más
representativos de la música vallenata. Los Tupes tomó su nombre
de una antigua tribu indígena que habitó en ese lugar mucho antes
de que existiera San Diego, mientras que el corregimiento de Nuevas
Flores es comúnmente conocido como “El Desastre”, porque, según
viejas leyendas, allí se desarrolló una de las batallas más sangrientas
de la Guerra de los Mil Días. Algunos ancianos aseguran que aún
hoy, arando las tierras, los campesinos encuentran proyectiles y
pedazos de bayoneta. En todo este territorio los ricos se dedican a la
ganadería y al cultivo de algodón, y los pobres, a sembrar maíz, yuca,
fríjol y tomate.
Los personajes más queridos de San Diego son tres: Julio, “el gago”,
que mantiene una cría de treinta perros criollos en su casa; “el viejo
Ato”, un hombre entrado en años que se desayuna con cuatro pláta-
nos verdes y un tazón de café sin azúcar; y Leandro Díaz, a quien se le
quiere como a uno de sus mejores hijos, a pesar de que no nació allá.

Mejor que un valse


–Maestro: usted es uno de los pocos compositores que emplean
la décima.
–Sí, eso es tradicional y a mí me gusta. También me gustan las
estrofas de ocho versos. Los compositores de ahora no le jalan a ese
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estilo, que a mí me parece limpio. Ellos prefieren meter palabras por


todas partes, pura palabrería, y el mensaje se pierde entre ese montón
de escombros. Además, la décima no es comercial.
–Ya estamos tocando el tema de los compositores actuales.
–De ese tema no tengo nada que decir. O quizá sí, una sola cosa,
que los compositores de antes teníamos temas: las brisas, los ríos, el
trabajo en el monte, la mujer. Los de ahora no tienen temas, sino que
son temáticos. Siempre le cantan a un amor que es perverso, a un
río que no tiene agua, a una mujer que se marcha, a una misma cosa
obsesiva y casi siempre ficticia.
–¿No le gusta que el compositor invente historias?
–Si solo inventaran las historias no habría tanto problema. Pero
es que uno ve que ellos inventan cosas peores: inventan las frases,
inventan unos enredos con los que quieren reemplazar las verda-
deras historias. Sus canciones todas son un invento. Al final de su
cháchara aparece el vacío. Allí no hay nada dicho. Yo no critico a los
compositores que inventan historias. Después de todo, cada quien
elige si quiere inventar o cantar cosas sucedidas. Lo importante es
hacerlo bien, en cualquiera de los dos casos. A mí, particularmente,
no me importa un tema que no me haya sacudido.
–¿Cuáles son sus mejores canciones?
–Creo que son “El verano”, “Dos papeles”, “La diosa coronada”
“Matilde Lina” y “A mí no me consuela nadie”. Esta lista cambia con
frecuencia. Depende del ánimo que tenga en el momento y de los
recuerdos de esos temas. Hace una semana mencioné “El verano”,
“Soy”, “Debajo del palo de mango”, “Olvídame” y “Yo comprendo”.
Usted debió darse cuenta de que solo “El verano” aparece en ambas
listas. Esa canción siempre está entre mis favoritas.
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–¿Cómo han nacido sus principales canciones?


–Todas mis canciones han nacido de la misma manera. Pienso en
algo y, si cuaja, después se me vuelve canción. Otra cosa es la historia.
“Matilde Lina”, por ejemplo, dice su origen en la primera estrofa. El
origen de “La diosa coronada” está en El amor en los tiempos del
cólera, la última novela de Gabito.
–¿Usted leyó ese libro?
–Para serle sincero, no. Mis hijos han empezado a leérmelo varias
veces, pero no han terminado. Ese es un problema que tengo con
ellos, que cuando están chicos me leen de todo: periódicos viejos,
hechos históricos, pensamientos de los sabios antiguos. En cambio,
cuando crecen ya no quieren leerme nada, porque se la pasan todo el
tiempo en la calle.
–¿Por qué cree que Gabriel García Márquez escogió dos versos de
esa canción para el epígrafe de la novela?
–Yo creo que Gabo no solo utilizó dos versos (“En adelanto van
estos lugares: ya tienen su diosa coronada”), sino toda la historia. Y
para mí es un honor grandísimo. Él pudo encontrar estrofas más di-
cientes que esa, de otros autores, pero se decidió por la mía y es algo
que tengo que agradecerle. Después de ese epígrafe, mi vida cambió
un poco. Aunque también, pensándolo bien, pudo ser que a Gabriel
lo marcó mi canción.
–¿En qué forma cambió su vida después del epígrafe?
–Pues antes era un compositor apenas conocido por estudiosos
del folclor y por amantes del vallenato. Algunos periodistas, como
Germán Castro Caycedo, venían a mi casa a emborracharse y a
escuchar mi repertorio. No eran muchos los que me conocían en
Colombia. En cambio, ahora viene más gente. Y de todas partes. Una
40 | Alberto Salcedo Ramos

vez llegaron unos europeos para que les cantara el valse “La diosa
coronada”, y yo les dije que tenía una canción con ese nombre pero
que no era valse sino vallenato. (Lo que pasó fue que Gabito les tomó
el pelo en el libro). Lo importante para mí es que ellos la oyeron en
vallenato y se fueron más contentos que si la hubieran oído como
valse.

Leandro, Helena y Nelly


Desde el principio, los sandieganos simpatizaron con el trovador
ciego que, de casa en casa, decía los buenos días en verso, y luego, con
su canto, pasaba revista todas las tardes, cuando los hombres habían
vuelto de sus ocupaciones y deseaban descansar.
Leandro recibía las colaboraciones con la misma espontaneidad
con que le eran entregadas, pues, aunque su propósito era sobrevivir
con el fruto de ese trabajo, nunca cobró, fiel a su convicción de que
los asuntos del espíritu no deben tener tarifas. Así, quienes podían
darle una cabra, le daban una cabra; quienes estaban en capacidad de
premiarlo con unas monedas, le daban unas monedas. Pero si alguien
no poseía más que su sonrisa, esa sonrisa era suficiente.
Al poco tiempo de haber llegado a San Diego conoció a los tres
célebres guitarristas que desde entonces lo acompañan a parrandear:
Hugo Araújo, Juan Calderón y Antonio Brahim, quienes aparecen en
varias de sus canciones, y, simultáneamente, organizó un conjunto
de acordeón con el legendario Antonio Salas, hermano del viejo
Emiliano Zuleta. Pero con Toño Salas las parrandas eran menos fre-
cuentes, debido a que este vivía en El Plan, Guajira.
Con la creación de estas agrupaciones, Díaz tenía más posibilida-
des de ganarse la vida. Pero en realidad casi siempre le pagaban con
especies que se consumían en el mismo sitio de trabajo: ron y chivo
Textos escogidos | 41

asado. De modo que volvía a casa como había salido, con apenas
unas cuantas monedas más en la mochila.
En una de esas parrandas encontró la voz que cambió el curso de
su vida: la voz de una mujer que se le acercó para pedirle una can-
ción. Se llamaba Helena Clementina Ramos y lo de la canción había
sido solo un pretexto para acercarse a él, después de haberlo pensado
tanto en los últimos días. Leandro le respondió que no tenía ningún
inconveniente en cantarle la canción, siempre y cuando estuvieran
los dos solos, y ella le dijo que estaría pendiente en la ventana, por la
noche.
Helena estuvo esperando en la ventana hasta las tres de la madru-
gada, cuando apareció él, acompañado por sus guitarristas, y entonó
“A mí no me consuela nadie”, la canción que ella le había pedido por
la tarde. Hablaron. Se tomaron de las manos. Y después, según Hugo
Araújo, Leandro dijo que había que seguir bebiendo por lo menos
dos días más, porque apenas ahora, a los veintisiete años, había con-
seguido su primera novia oficial.
Se casaron en 1955 y en treinta y tres años de convivencia han te-
nido cinco hijos, pero no recuerdan haber discutido en forma grave,
a pesar de que Leandro, poco después de haber conocido a Helena,
se enamoró de Nelly Soto, otra mujer de San Diego, con quien tuvo
tres hijos.
En la actualidad, convive con ambas mujeres, aunque duerme
siempre en casa de Helena, en el barrio Niño Jesús. Por las tardes
visita a Nelly Soto, al otro extremo del pueblo, en el sector de Las
Flores. Cuentan sus vecinos que algunas veces Leandro ha olvidado
la visita a Nelly Soto, y su propia esposa le recuerda la obligación de
ver a los otros hijos y llevarles algo para que no se sientan solos.
42 | Alberto Salcedo Ramos

Cuando sus amigos van a la casa a buscarlo, la respuesta invariable


de Helena es “está allá abajo”, que es como ella identifica las salidas de
Leandro hacia donde su segunda mujer. Un par de gemelos que Díaz
tuvo con Helena se alternan la tarea de conducirlo todas las tardes
adonde Nelly Soto.
Para nadie en San Diego esta situación es anormal y tampoco
nadie la ha calificado jamás de concubinato, porque la palabra pa-
rece muy grosera para referirse a lo que Díaz y las dos mujeres han
conseguido: una convivencia perfecta, a toda prueba. A menudo, las
mujeres intercambian viandas y obsequios, que el propio Leandro se
encarga de transportar.

Vamos a pintar
–¿Qué es lo que más le gusta?
–Escribir canciones y cantárselas a mis amigos en las parrandas.
–Si tuviera que escoger entre su vida y sus canciones, ¿con qué se
quedaría?
–Mis canciones son mi vida.
–¿Y la familia?
–Ah, esa es la otra parte importante de mi vida. Tengo ocho hijos
y cinco nietos. Y eso, junto con mis trescientas canciones, será lo
único que dejaré.
–¿Qué es lo que más recuerda de lo que ha aprendido?
–Que uno debe poner su vida en todo lo que hace, y no solo en las
cosas que más quiere, para que todo salga bien.
–¿Hay alguna pregunta que a usted le gustaría responder y que
nunca le hayan hecho?
Textos escogidos | 43

–Bueno, sí. Ya que usted ha insistido en que soy una persona triste
porque lo ha escuchado en alguna de mis canciones, ¿por qué no me
da la oportunidad de hablar de la felicidad?
–¡Buena idea!
–La felicidad es una inquietud que todos tenemos. ¿Y cuántas
veces no pasamos por alto la felicidad? Por ejemplo, ahora, hablando
con usted, me siento feliz. Creo que usted también siente lo mismo.
Y, sin embargo, probablemente no nos habíamos dado cuenta antes
de que estamos felices.
–¿Cómo define la felicidad?
–Le digo que la felicidad es pintada por el hombre. Si uno está en
paz consigo y con Dios, limpio ante el mundo, está feliz. Lo que pasa
es que esta situación cada quien la pinta y la ve a su manera, porque
la felicidad no es una figura única para todo el mundo, una figura
que todos podamos ver a la misma altura, como una estrella, por
ejemplo, y decir: “caramba, aquello que se ve allá es la felicidad”. No,
la felicidad es creada por el hombre.
–¿Ya usted creó la suya?
–He vivido muchos momentos agradables y de todos ellos he
creado mi felicidad. A veces no soy tan feliz como quisiera, pero
estoy vivo y estar vivo es lo que se necesita para pintar la felicidad.

San Diego, marzo de 1988*

* Este reportaje obtuvo el Gran Premio de Periodismo India Catalina en el año 1989.
44 | Alberto Salcedo Ramos

Matilde Lina
Autor: Leandro Díaz

Un mediodía que estuve pensando (bis)


en la mujer que me hace soñar
las aguas claras del río Tocaimo
me dieron fuerzas para cantar.

Llegó de pronto a mi pensamiento


esta bella melodía
y como nada tenía
la aproveché en el momento. (bis)

Este paseo es de Leandro Díaz (bis)


pero parece de Emilianito
tiene los versos bien chiquititos
y bajiticos de melodía.

Tiene una nota muy recogida


que no parece hecho mío
era que estaba en el río
pensando en Matilde Lina. (bis)

El sentimiento se hizo más grande (bis)


que palpitaba mi corazón (bis)
el bello canto de los turpiales
me acompañaba en esta canción.
Canción del alma, canción querida
que para mí fue sublime
al recordarte Matilde
sentí temor por mi vida. (bis)
Textos escogidos | 45

Si ven que un hombre


llega a La Jagua (bis)
coge el camino y se va p’al plan
está pendiente que en la sabana
vive una hembra muy popular
es elegante todos la admiran
y en su tierra tiene fama.
Cuando Matilde camina
hasta sonríe la sabana. (bis)
LOS GOLPES DE LA ESPERANZA*
(1993)

En cierta ocasión salí de mi casa en Cartagena para ir al periódico


a trabajar. De pronto, en la parada de buses, vi a un niño de diez u
once años encorvado por el peso de un maletín. Me llamó la atención
que tenía unos guantes de boxeo colgados al cuello. Le pregunté
qué hacía con eso y me respondió que era boxeador. A través de
aquel chico descubrí la historia de Los golpes de la esperanza.

* Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, 1991.


Lo que dicen los niños

Lo único que José Montero Jiménez comió esa tarde, antes de


salir a entrenar, fue un trozo de patilla, de los trescientos que tenía
su hermano mayor en su puesto de frutas del Mercado de Bazurto.
El niño, de doce años, había escuchado en el gimnasio que cuando la
comida escasea se deben comer las frutas de la época, que, por ser tan
abundantes, se consiguen a bajos precios y son hidratantes.
Para su edad, Montero era demasiado enclenque y pequeño, y
su mirada, bruñida por una simpática dulzura infantil, resultaba
ajena a una actividad tan hosca como el boxeo. Sus rodillas estaban
infectadas de forúnculos y cicatrices de viejas peladuras. Su tierna
voz inspiraría, en quienes la escuchasen sin pertenecer al mundo del
boxeo, el deseo de pedirle que se retire de ese oficio tan áspero.
“Es que mi hermano ese día amaneció con la cantaleta de que yo
tenía parásitos y me dijo que con tanta lombriz no debería seguir
boxeando. A él no le gustó que yo le echara azúcar a la patilla, porque
dice que el dulce revuelve los parásitos. Total es que se le metió el
tema de que yo no iba a entrenar más boxeo, porque no estaba en
buenas condiciones, y me advirtió que desde ese día no iría más al
gimnasio. Yo no le contesté nada, sino que me aparté con la cara tris-
te y entonces él se condolió, me dio plata para los buses y, sin hablar,
nada más con un gesto de la cara, me hizo señas de que me fuera a
practicar. A mí se me salió una sonrisa con él antes de irme”.
50 | Alberto Salcedo Ramos

En el trayecto hacia la parada de buses, Montero aspiró, con una


mezcla de delectación y desasosiego, el olor a pescado frito que salía
de la Fonda de Socorro, y más adelante, sin todavía reponerse, lo
asaltó un vaho de sancocho de gallina criolla, en medio del cual reen-
contró su desamparo. Los puestos de comida y frituras de Bazurto
estaban atestados de caras complacidas, con palillos en las comisuras
de los labios, y había voces fuertes que discutían sobre boxeo, sobre
la honra de las mujeres y sobre la importancia de defender el honor
de los varones. Por momentos, una emanación de cerveza se entreve-
raba con el aroma de la comida y entonces un chillido pedestre salía
disparado de alguna parte, para festejar la letra de una ranchera.
“El hambre aturde más cuando hay ruidos y el sol está caliente
y uno ve que hay gente comiendo y cantando por donde está uno.
Claro que el entrenador de nosotros es bueno: si no hemos comido,
no nos exige entrenar. Él no es como otros, que no preguntan eso.
Si alguno de nosotros no ha comido o está fallo, tiene que avisarle y
entonces él le dice que así no lo puede dejar que entrene. Algunos no
dicen nada, por pena. A mí ese día la pregunta me tomó por sorpresa,
porque no esperaba que me la hiciera a mí primero. Bueno, yo le
contesté que tenía entre pecho y espalda medio bolo de patilla con
azúcar por dentro. Ah, pero me hice el pendejo y no le conté que me
estaban dando unos retorcijones en las tripas. Como que la patilla
me cayó mal”.
Montero practicaba el boxeo desde hacía dos meses, pero el
manejador nunca le había ordenado hacer guantes, debido a su
escasa edad. En cambio, le mandaba a intensificar el trabajo en lo
más elemental: concentración, preocupación defensiva con base en
una guardia bien armada, agilidad para mover el tronco y la cabeza,
rapidez y firmeza para configurar el compás de las piernas y destreza
para golpear el saco de arena y saltar la cuerda.
Textos escogidos | 51

Su madre, Elisa Jiménez, le había recordado recientemente al


entrenador que cuando el chico tenía cuatro años se escapaba de la
casa a cazar lagartijas por los playones de La Candelaria, y no solo
las atrapaba con una habilidad asombrosa para su edad, sino que
también, muchas veces, se las llevaba a la boca, después de haberlas
descuartizado con pedazos de vidrio. Ella creía que desde esa época
a su hijo le había crecido el abdomen.
Sin embargo, el hinchado vientre, sin duda lo que más resaltaba
de su figura, no le había molestado al niño hasta aquella tarde, en que
sentía como si lo estuvieran apretando por dentro con unas pinzas.
–Profe, quiero una soda.
–¿Una soda? ¿Y eso para qué?
–Tengo la garganta reseca.
–Tú no tienes nada en la garganta. Lo que estás es pálido. Así no
puedes entrenar hoy.
–Bueno, profe, le voy a decir la verdad: es que tengo la barriga
llena de viento.
–Ah, te duele, ¿verdad? ¡Y no me habías dicho nada! ¿Quién crees
que responde por ti cuando estás en el gimnasio, eh? Aquí yo soy tu
padre y tu madre y tienes que comunicarme todo lo que sientes.
“En ese momento yo miré los ojos del profesor y estaban serios.
Eso me dio mucho sentimiento. Y como la barriga me dolía, enton-
ces me puse a llorar. Al profe como que también le dio sentimiento,
porque se quedó callado y me abrazó y empezó a sobarme donde me
dolía. Después, me consiguió la soda y el dolor se me fue quitando
poco a poco. Pero no entrené ese día. El profesor también pensaba
que yo tenía parásitos y me mandó a tomar un purgante”.
52 | Alberto Salcedo Ramos

Lo que dicen los niños


Más de doscientos niños entre los ocho y los trece años, provenien-
tes de diferentes barrios de Cartagena y de las poblaciones cercanas
del norte de Bolívar, acuden de lunes a viernes al gimnasio del Pie
del Cerro a realizar sus prácticas de boxeo. El desarrollo físico de un
gran porcentaje de estos chicos es deficiente, por lo cual representan
una edad inferior a la que en realidad tienen. Algunos se ven tan
maltrechos, que es difícil explicarse por qué no se les rompen los
huesos después de los primeros minutos de la sesión.
Muchos de quienes en apariencia lucen saludables, con sus cuer-
pos magros y tensos chorreando sudor, descargando puñetazos en el
aire y moviendo la cabeza con bríos para esquivar los golpes de un
rival imaginario, no solo se vinieron sin comer, sino que, además, por
falta de dinero para abordar un bus urbano, recorrieron, a pie, diez o
más kilómetros de distancia.
A esa edad, casi todos están convencidos de que, por regla, el sacri-
ficio los hará campeones mundiales y así podrán sacar de la miseria
a su familia. A nadie se le ocurre que existe también la alternativa
de que, a pesar del esfuerzo, no lleguen a ninguna parte, por falta de
suerte y de oportunidades, o porque tropiecen con rivales mejores
que ellos.
En el fondo, no saben todavía qué es lo que hay detrás del boxeo,
como lo sostiene el entrenador Aldemiro Díaz: “es posible que un
niño de diez años se mueva bien y pegue bien, pero eso todavía no
prueba nada, porque a esa edad nadie ha definido lo que quiere ser y
menos en una actividad tan fuerte como el boxeo”.
Rafael Zúñiga, gran prospecto del pugilismo colombiano, no está
de acuerdo con que los niños practiquen este deporte, por las mismas
razones de Díaz. Además, él piensa que si el boxeo se asume en la
Textos escogidos | 53

infancia puede ocasionar serios trastornos en el organismo, por la


temprana acumulación de golpes.
“Mira, mi hermano –dice Zúñiga–: la primera pelea de un boxea-
dor es cuando decide ser boxeador. Esa decisión la debe tomar uno
solo, porque si alguien te lo recomienda, esa persona no va a estar
contigo el día que te toque subir al ring”.
Luis Mendoza, actual campeón mundial de la división supergallo,
también se opone a que los niños hagan boxeo, porque piensa que en
la niñez el cuerpo es frágil y susceptible de sufrir daños irreparables.
Desde luego, hay también muchas opiniones favorables, como la del
experimentado adiestrador Orlando Pineda: “es obvio que a un niño
no se le ponen las mismas cargas de trabajo de un adulto, sino sesio-
nes que estén dentro de sus posibilidades. En cualquier disciplina
deportiva, por muy dura que sea, quienes empiezan en la infancia
gozan de alguna ventaja”.
Ninguno de estos niños tiene conciencia plena de lo tempestuoso
que es el boxeo ni de los estragos que puede ocasionar, pues a todos
los preparan para pensar que el trabajo vehemente los llevará a ser
campeones mundiales. Así, cuando se les pregunta por qué boxean,
responden con frases que han escuchado en el gimnasio: “yo boxeo
para hacer deporte, mi vale, y el día de mañana no caer en el vicio”.
O bien recitan: “esto es duro, compa, pero lo hago para sacar a mi
familia de la pobreza cuando sea campeón mundial”.
A la hora de explicar por qué eligieron ese camino, son muchos
los que combinan el candor propio de la infancia con la agresividad
aprendida en el oficio. Henry Torres Azán, trece años, dice: “yo boxeo
porque me gusta ese arte”.
–¿Y no te parece muy pesado?
54 | Alberto Salcedo Ramos

– Sí. Pero a mí me gusta.


–¿Qué sientes cuando golpeas a alguien en el rostro?
–Un corrientazo sabroso en los nudillos.
–¿Y cuando te golpean a ti?
–Busco la manera de desquitarme enseguida.
Eusebio Robles Ayala, doce años, considera, por su parte, que
el boxeo es un deporte fuerte “porque el cuerpo de los humanos se
maltrata mucho”.
–Si es muy fuerte, ¿por qué lo practicas?
–Es que en la casa, que queda en el Barrio Chino, a veces no se
desayuna y si yo quedo campeón mundial es más fácil conseguir la
comida.
–¿Qué te dicen tus padres del boxeo?
–Ellos lo único que me dicen es que me cuide. Que no pelee con
pelados más cuajados que yo.
–¿Qué esperas tú del boxeo?
–Que me dé alegrías. No meterme al vicio ni nada de eso.
–¿Cómo te va en el colegio?
–Bueno, me va bien. Yo estudio en el Colegio Ciudad de Santa
Marta. Pregunte allí para que vea que yo soy buen alumno.
–¿Qué serás, entonces, cuando seas grande?
– Un boxeador inteligente.
–Siendo buen estudiante, deberías retirarte del boxeo y seguir en
el colegio.
Textos escogidos | 55

–No, compa. Esa es mala. Mejor me retiro del estudio.


La respuesta de Víctor Herrera es más directa: “boxeo porque co-
nozco el hambre”. Herrera tiene diecisiete años –comenzó a practicar
a los catorce– y cursa tercer grado de bachillerato en el Liceo Pedro
de Heredia.
–El boxeo es bueno, porque a uno no se le da por la droga.
–Eso no es cierto. Hay muchos boxeadores que consumen drogas.
–Ah, sí. Pero son unos pocos. Locos que son, porque cuando uno
hace deporte no necesita vicio.
–¿No te parece muy violento que dos niños se peguen?
–Eso depende. Si es boxeando, ahí no hay violencia, porque ellos
no han salido de discusión ni se odian. Solamente están viendo quién
es mejor y al que le toca perder no se queda con rasquiñita. De malas,
mi vale, ¿qué se va a hacer?
–¿A tus padres les parece bien que tú pelees?
–Aguántate ahí: yo no peleo. Yo boxeo, que es distinto. Y mis vie-
jos no le ven nada malo a eso. Al contrario, ellos me animan. Y como
soy primo hermano de “Mochila” Herrera, me dicen que tengo cría.
Gustavo Herrera Mangones, siete años, es el menor de los niños
que acuden al gimnasio y no tiene una explicación clara a la pregunta
de por qué boxea. “Para dar puños”, dice. Su hermano, Francisco
Javier, que cursa primer grado de bachillerato y tiene doce años,
asegura que el boxeo debería ser obligatorio en los colegios, para que
los estudiantes “crezcan sanos”.
–¿No crees que te puede ocurrir algo malo?
56 | Alberto Salcedo Ramos

–Si yo no supiera pasar los golpes, tal vez. Pero yo me cuido. Tengo
buena vista y me protejo bien.
–¿Crees que vas a ser campeón mundial?
–Claro, mi vale. Si no, no estuviera aquí. Yo voy a ser alguien. ¿Ya
apuntó mi nombre?
Los golpes no son vitamina

Mientras caminaba hacia el cuadrilátero, Antonio “Mochila”


Herrera tuvo la sensación de que el Gimnasio Nuevo Panamá estaba
a punto de desmoronarse. A pesar de que en su larga carrera como
boxeador le había tocado escuchar gritos hostiles en las principales
plazas del mundo, a Herrera le resultaba difícil soportar el denso ru-
gido del público panameño, cargado de odio. El bramido en sí mismo,
sordo y anónimo, no era lo que más le perturbaba, sino la atrocidad
de algunas frases que se soltaban del barullo para reventarse contra
su alma sola.
Aquella inquina alimentada durante años había encontrado, por
fin, una fisura en el ánimo de “Mochila”, que no entendía cómo se
puede detestar a alguien por el solo hecho de haber ganado una pe-
lea. Porque las cosas –él lo recordaba muy bien– habían comenzado
hacía seis años, cuando, siendo un desconocido, le quitó el invicto a
Ismael Laguna, en Bogotá.
Laguna era, en 1963, un ídolo en Panamá y una de las grandes
promesas del boxeo en el mundo, razón por la cual muchos de sus
seguidores empezaron a odiar al intruso que había osado cerrarle el
camino. La revancha se montó el 15 de septiembre del mismo año,
en Panamá, y en esa segunda oportunidad el ganador fue Ismael
Laguna, por nocaut técnico en el séptimo asalto. El desquite, lejos de
disipar el rencor almacenado contra “Mochila”, pareció aumentarlo.
58 | Alberto Salcedo Ramos

Por eso, aquella noche del 21 de septiembre de 1969, mien-


tras se dirigía hacia el ring para pelear con el púgil local Alfonso
“Peppermint” Frazer, Herrera sintió como si de repente todo se fuera
a desplomar a sus pies.
“Fue la primera y única vez en mi vida que yo me puse nervioso
en la víspera de un combate. Pero ahora me doy cuenta, caramba,
de que aquello era un aviso. Yo tenía la costumbre de tomarme un
trago de ron blanco antes de subir al ring. Uno solito, no piense mal.
Me servía para calentar el cuerpo y entonar el ánimo. Cuando fui a
Osaka, Japón, a pelear con Masaiko Harada, exigí que me dejaran
llevar una botella de “Tornillo”, el ron popular de Cartagena. Y le
cuento que esa botella hizo bulla en Japón. Hasta Harada se metió
un buche antes de la pelea. En cambio, cuando viajé a Panamá para
el choque contra “Peppermint”, alguien me robó la botella y eso me
descuadró enseguida. Me tocó chuparme a palo seco todas las ofensas
que los panameños me gritaron mientras iba hacia el ring”.
En 1969, con treinta años, Herrera era un boxeador acabado,
debido a la gran cantidad de golpes que había recibido en su carrera.
Sobre todo por su manera brutal de fajarse de principio a fin en
cada combate, enconchado en el centro del ring, sin rehuir jamás el
castigo. Hasta ese momento su historial registraba 103 peleas, de las
cuales había ganado 82, empatado 4 y perdido 17. Muchas de esas
contiendas fueron, en realidad, salvajes carnicerías que dejaron un
reguero de sangre en el cuadrilátero.
Sus combates ante el cubano Ultiminio Ramos, el brasileño
Sebastião Nascimento y el panameño Valentín Brown, son recorda-
dos como ejemplos típicos de coraje y vigor, en especial el último,
que se llevó a cabo en Cartagena. En esa memorable batalla, los dos
púgiles se fajaron desde el campanazo inicial en el centro del cua-
Textos escogidos | 59

drilátero, y lo hicieron de una manera tan fragorosa y limpia que el


árbitro no tuvo necesidad de intervenir para separarlos.
En el décimo asalto, los dos boxeadores, salpicados de sangre, se-
guían peleando con ardor. De pronto, un golpe lanzado en corto por
Herrera rompió el equilibrio que había imperado hasta ese momento
y puso en malas condiciones a Brown. El colombiano entró a rematar
con decisión, pero el panameño, en su agonía, sacó una trompada
imprevisible y lo mandó al piso por la cuenta definitiva.
“La verdad es que yo había sido maltratado, por mi forma de
buscar la zona de candela. Eso sí: téngalo por seguro que yo también
maltraté a un poco de gente. Precisamente en los días en que iba
a pelear con Frazer, un médico me dijo que yo tenía principios de
hemiplejía. En cambio, Frazer, mi rival de aquella noche, era un
prospecto de escasos veintiún años, fuerte y elástico. Cuando el
árbitro nos llamó al centro del ring para darnos las instrucciones,
me di cuenta de que su mirada era fría. No era que él me mirara
fríamente, sino que su mirada era fría. Aunque no podría decirle si
ese frío era odio. Es algo que nunca he visto claro. Bueno, el primer
asalto lo terminé de pie, a pesar de que él me pegó a su antojo en el
minuto final. Mi mente me decía: ‘tienes que enconcharte como en
tus viejos tiempos, Mochi, y mover el tronco para que él no te golpee’.
Pero qué va, el cuerpo no me obedecía: estaba lento, fofo, aturdido.
Entonces pensé: ‘carajo, tienes treinta años pero estás viejo. Esta debe
ser tu última pelea’. Es que nunca antes yo había sido tan poca cosa
ante un hombre. Nunca antes un boxeador me había castigado con
tanta libertad, porque nunca antes se había presentado el caso de que
yo fuera incapaz no solo de defenderme sino también de atacar. En el
segundo asalto ocurrió todo. No me pregunte cómo fue, que pierde
su tiempo. No recuerdo mayor cosa. Solo sé que me cayó una retreta
de golpes en la cabeza y que caí al suelo, inconsciente. ¡Quién sabe
60 | Alberto Salcedo Ramos

cuánto duré en la lona! Dicen que más de media hora. Dicen que en
mi esquina me lloraron. Dicen que “Peppermint” no fue capaz de
agacharse para ver cómo me había dejado. Cuando abrí los ojos, una
luz me encandiló la cara y sentí que mi cuerpo estaba dando vueltas.
No distinguía nada. Apenas veía como un humito. No sé si lloré o si
fue que pensé que estaba llorando. Pero quizás lloré, porque no era
para menos y no me da pena decirlo. Escuché de pronto que alguien
gritó que me retirara del boxeo y pedí algo para el dolor de cabeza.
En ese momento quedé inconsciente de nuevo. Casi un día en un
sueño parecido a la muerte”.
A pesar de que “Mochila” quedó con un “ruidito” en la cabeza,
aceptó combatir contra José Isaacs Marín, el 29 de octubre de 1969,
y la Federación Nacional de Boxeo, en uno de sus habituales actos
irresponsables, le concedió la autorización.
“A mí me revisó un médico. Lo que pasa es que en aquella época a
los boxeadores no nos hacían radiografías, ni electrocardiogramas, ni
encefalogramas, ni nada de eso. Solo nos mandaban a sacar la lengua
y nos examinaban un poco las pupilas. El tipo dijo que yo estaba en
buenas condiciones y que podía pelear. Caramba, y Marín me estrelló
en el primer asalto con una combinación que él manejaba muy bien:
gancho de izquierda al hígado y recto de derecha al mentón. De esa
no se salvaba ni un burro. A los pocos días fue cuando me dio la
trombosis y desde entonces la vida no ha sido igual para mí”.

Los golpes no son vitamina


La lista de boxeadores activos y retirados que presentan trastornos
físicos y mentales es larga. Algunos médicos estudiosos de este tema,
como el neurocirujano Jaime Fandiño Franky, sostienen que todos
los boxeadores tienen traumas, pues el boxeo es, en esencia, una
agresión contra el cerebro.
Textos escogidos | 61

La mayoría de los nocauts se produce por conmociones cerebrales


ocasionadas por uno o varios golpes. Se trata, según los científicos,
de traumatismos encéfalo-craneanos que, aunque algunas veces son
menores, repercuten casi siempre en la salud y en la vida social de las
víctimas.
“Hay que recordar –explica Fandiño– que el cerebro es una caja
herméticamente cerrada. Es una masa sólida que está flotando sobre
el líquido encefalorraquídeo. Entonces, cuando se produce un golpe
allí, el cerebro rota sobre sí mismo y su eje puede torcerse. Al rom-
perse el tallo cerebral, se revientan fibras ínfimas, microscópicas. Y,
naturalmente, las micro-hemorragias que se presentan por los golpes
dañan las células cerebrales, las cuales, como se sabe, no se recuperan
jamás”.
La mayor parte de los boxeadores que han tenido una larga
carrera, con traumas repetidos sobre el cerebro, tarde o temprano
padece los efectos de la lesión cerebral, que se manifiesta a través de
fallas focales en los miembros (por ejemplo, debilidad de un lado del
cuerpo) o de problemas de comportamiento.
“Son muchos los que pierden la responsabilidad, el sentido auto-
crítico y posiblemente también algo de inteligencia y de memoria.
Este deterioro de sus facultades mentales superiores acarrea un cam-
bio sensible en su conducta social: se vuelven sociópatas, proceden
en forma incorrecta, acceden con facilidad a la megalomanía. Todo
eso resulta de las frecuentes desconexiones de los circuitos cerebrales,
acusadas por los golpes”, señala Fandiño, quien ha atendido a varios
boxeadores con problemas neuronales.
Los entrenadores y los boxeadores mismos saben que ejercen una
actividad dañina, que a menudo conduce a la muerte, y utilizan un
catálogo de supersticiones para conjurar los temores: “uno lo que
62 | Alberto Salcedo Ramos

tiene es que rezarse el cuerpo, para que los golpes no se ceben aden-
tro”. O se justifican con argumentos, tales como “qué va, mi vale, más
peligroso es ser político o periodista, porque en ese caso no te van a
dar golpes sino bala”.
Alfonso “El pelúo” Arnedo considera que en la actualidad el
boxeo es más humano, debido a que las entidades que lo manejan
expidieron normas con ese fin, tales como el acortamiento de los
combates, la suspensión inmediata de las contiendas en las cuales
hay un púgil indefenso y el nuevo diseño de los guantes, encaminado
a reducir los casos de desprendimiento de retina. Hace veinte años
era muy raro que los árbitros suspendieran las peleas donde uno de
los contrincantes presentaba heridas o contusiones, mientras que
ahora esta clase de baldaduras, aparte de ameritar la revisión médica,
justifica parar el combate en forma definitiva.
Arnedo, quien vocaliza con grandes dificultades debido a los
daños que le dejó el boxeo, coincide con “Mochila” Herrera en que
los boxeadores contemporáneos con él eran más guerreros que los
actuales: “si yo apareciera en este tiempo, con las condiciones que
tenía en mi época, haría una fiesta con los boxeadores de ahora”.
“El pelúo” estima que su principal ventaja, en este caso, sería el he-
cho de que los boxeadores de ahora solo pelean doce asaltos, mientras
que él peleaba quince pero se preparaba para veinte. “A nosotros nos
gustaba meternos en el centro de la candela. Cuando nos hacían una
herida en los párpados, por ejemplo, no nos arrugábamos creyendo
que se nos iba a acabar el mundo o a salir el ojo por esa cortadura.
Al contrario: cuando eso nos ocurría, era cuando más buscábamos la
candela. Quizá por eso es que ahora estamos jodidos”, dice.
Pese a las normas que pretenden humanizar el boxeo, el fantasma
de la muerte sigue latente, y no solo por los golpes que repercuten
Textos escogidos | 63

contra el cerebro: Ray “Boom–Boom” Mancini mató a Duk Koo King


con una trompada seca a la altura del pecho y Alberto Dávila hizo lo
mismo con Francisco Bejines, pero con una andanada de guantazos
en la llamada zona hepática. Ya lo aconsejaba Jack Dempsey, el in-
olvidable destructor de los pesados: “no te afanes tirando al rostro.
Pega en el cuerpo, que la cabeza se cae solita”.
Lesiones cerebrales, ruptura del tabique nasal y de los nudillos,
heridas en el rostro y desprendimiento de la retina son los estragos
más comunes del boxeo, hasta el punto de que encontrar un púgil sin
por lo menos una de estas huellas equivale, más o menos, a hallar una
meretriz virgen.
En el cuadrilátero, con su alma y su sangre, los boxeadores han
aprendido que uno de los golpes más peligrosos es el “upper” que,
partiendo desde bien abajo, explota con su máxima potencia y re-
corrido en plena punta de la barbilla, porque sacude la cabeza hacia
atrás con violencia dañina. También allí descubrieron que quienes
reciben muchos puños y son duros para caer a la lona, están más
propensos a las lesiones, debido a que su resistencia les permite acu-
mular demasiados golpes en el cuerpo y en el cerebro. “Es que el golpe
entra, pero no sale. Eso no es vitamina”, sentencia “Kid Rapidez”.
Según Rodrigo Valdez, “esos boxeadores que agarran seis, siete
golpes en la cabeza, y siguen de pie, despiertan la admiración del
público, pero después sufrirán las consecuencias. En cambio, los que
se caen con una trompada casi siempre resultan menos perjudicados,
aunque pierdan más rápido”.
De la misma manera que existe un manual de agüeros contra el
miedo, existe una enciclopedia oral que contiene la lista de los gol-
pes más maléficos y de los nocauts más devastadores. El principio
básico de esta especie de libro de vida, que los boxeadores consultan
64 | Alberto Salcedo Ramos

con frecuencia, es que cuando la trompada va por el aire no conoce


amigos.
“Yo sé, por experiencia –explica Eusebio García–, que el golpe de
frente no es el que más afecta el ojo, sino el que entra por los costados,
pues ese puede destruir el nervio óptico. Que fue lo que me pasó a mí
con el ojo derecho”.
Hay boxeadores, como Julio Llerena, que no pegan de manera
fulminante, pero tienen la característica de malograr la cara de sus
rivales en un trabajo paulatino de demolición. La falta de potencia la
compensan con precisión, velocidad y constancia, y también con un
estilo muy singular de golpear de refilón, para quemar y cortar con el
guante. Otros poseen un poder anestesiante en los puños, virtud que
los exime de combinar los golpes, ya que con uno solo que conecten
pueden acabar con el adversario.
“Tan importante como pegar duro, o quizás más, es saber pegar. A
veces el nocaut no se consigue con un golpe fuerte, sino bien coloca-
do. Lo que hay es que golpear en los puntos débiles, como la barbilla,
para que el otro no se levante”, apunta el prospecto Wilfrido Rocha.
Para afrontar las críticas que desde muchos ángulos se disparan
contra el boxeo, los protagonistas han desarrollado un crudo prag-
matismo sobre su oficio, según el cual los moretones del rostro se
curan con hielo, y nunca son tan persistentes como los porrazos de
hambre y dolor que manda la vida fuera de los cuadriláteros.
De acuerdo con esta manera de mirar las cosas, así como se sabe
de personas que han muerto de cáncer pulmonar sin haberse fumado
un solo cigarrillo en su vida, las hay que padecen traumas cerebrales
sin haber recibido siquiera un coscorrón de la madre. En el fondo,
sin embargo, no logran pasar por alto, aunque no lo reconozcan
públicamente, que su actividad está emparentada con la muerte.
Textos escogidos | 65

“Yo se lo puedo decir sin problemas: estuve en la muerte. No sé


cómo me le solté, pero escriba que yo estuve en la muerte”, dice Román
Tijera. A los veintiún años, Tijera está resignado a convivir durante
el resto de su vida con los problemas motrices que arrastra desde
cuando fue fulminado en forma aparatosa por Rafael Chiquillo, en la
pelea que sostuvieron el 7 de mayo de 1988, en el corregimiento de
La Boquilla.
“Cuando uno recibe un nocaut tan bárbaro, olvida muchas cosas,
porque queda ido del mundo. Lo único que le puedo decir es que
agarré una jodida lluvia de manos. El resto me lo contaron después:
que duré veintidós días inconsciente en el Hospital Universitario de
Cartagena y catorce días en coma. Que tenía un coagulo de sangre en
la base del cráneo. Así que, ¿quién podría asegurar que yo no estuve
en la muerte?”.
DE UN HOMBRE OBLIGADO
A LEVANTARSE CON EL PIE
DERECHO Y OTRAS CRÓNICAS
(1999)

Mis dos primeros libros los hice mientras vivía en Cartagena. El


tercero, De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho
y otras crónicas, lo escribí en Bogotá. En ese libro abrí el lente,
no quería encasillarme como cronista de músicos populares y
boxeadores. Decidí contar historias de otro tipo de personajes.
Soy un contador de historias nato, eso es lo que me define. La
curiosidad genuina es la característica esencial de mi trabajo. Es
lo que me permite descubrir cosas que valen la pena. A mí me
dan la puntica del hilo y siempre la jalo, no sé si detrás venga la
ponzoña de un alacrán. Me paso la vida buscando películas, quiero
convertir en película cada cosa que veo, algo que pueda digerir y
convertir en espectáculo para contárselo después a los demás.
De un hombre obligado a
levantarse con el pie derecho

Habiendo coleccionado venenos desde hacía muchos años,


no había logrado matarse por no saber cuál de ellos preferir.
emil cioran

–Mira, El mocho tiene muchas cosas que contar. Sin vanidad, jefe,
sin vanidad. No te lo digo por vanidad. Cuando uno ha sido degene-
rado los recuerdos duelen.
Un señor con cara de vendedor de pólizas pasa en ese momento
por el Muelle de los Pegasos, con unos zapatos que parecen recién
salidos de la erupción de un volcán. El mocho lo descubre. Enseguida,
haciendo un gran esfuerzo por hablar claro, le plantea su oferta.
–Venga, jefe, y le dejo esos zapatos como nuevos.
Pero el señor parece sordo. O no está interesado en el servicio,
porque sigue de largo con su tranco acelerado. Desde su banquito de
lustrabotas, El mocho refunfuña.
–Y después se queja de la situación el muy puerco.
Luego se dirige de nuevo al periodista.
–Además, el tipo tiene más maletín que educación. ¡Vendedor
con esos zapatos tan cochinos! ¿Qué le costaba contestarme, aunque
70 | Alberto Salcedo Ramos

dijera que no? ¡Si por lo menos hubiera llevado los zapatos limpios! El
mocho espanta a algunos, pero lo único que quiere es trabajar, viejo.
El aire huele a chorros de alcohol y a ceniza de tabaco rancio. El
mocho, entre tanto, luce pasmado y quebradizo, hablando más con
las intenciones que con las palabras. Tiradas en el piso, sus muletas
producen la impresión de un par de banderas derrotadas. En cambio,
la botella de licor barato que consume con avidez tiene la apariencia
de un estandarte, único punto de apoyo que El mocho precisa para su
doloroso viaje emocional.
–La gente no conoce al diablo. ¿Cuáles cachos, jefe, cuáles cachos?
El diablo no se parece a un hombrecito con cachos y trinche.
Diagonal al Muelle de los Pegasos, por la Puerta del Reloj, un
grupo de seres enrojecidos confirma que el sol cumple su oficio. Por
esta época del año suelen llegar a Cartagena, y riegan chucherías por
el piso, se bañan en las fuentes públicas, se encaraman en cuanto
monumento encuentran a tiro de fotografía. Si gastan mucho dinero
en la ciudad, ciertos líderes locales piensan que son unos visitantes
divertidísimos, pero si no gastan nada, esos mismos líderes pegarán
el grito en el cielo contra los turistas tacaños y bandoleros que atentan
contra un Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad.
–...los turistas tampoco se parecen al diablo. Vienen sucios y ni
zapatos traen. ¡Mochooo, lo tuyo no es con gente descalza!
Hace una pausa y enciende un nuevo cigarrillo. Para saber cuán-
tos se ha fumado en el rato, habría que revisar la cajetilla de veinte
unidades que abrió hace poco más de media hora.
–El diablo es la plata. La gente cree que el hombre despilfarrador
quema la plata. No, no... la plata es el diablo y no tiene cachos. La
plata es la que lo quema a uno... el mismito diablo.
Textos escogidos | 71

Desde hace rato el periodista tiene la idea de que la voz de El


mocho la ha escuchado antes en alguna parte. Y ahora, cuando se
pregunta dónde pudo haber sido, el hombre lo mira de nuevo, con
cara de asombro.
–Ah, se me olvidaba que tú viniste. Sabes qué, jefe, yo tengo mu-
chas historias. A las dos de la tarde casi siempre estoy borracho...
pero vente cualquier día de estos por la mañana, para que oigas mi
película en ayunas.
•••
En la madrugada del 6 de septiembre de 1983, Luis Alfredo Loaiza
Gómez les llevaba por fin la mercancía a los marineros suecos que
había contactado una semana antes. Después de muchos contra-
tiempos, logró reunir el pedido: veintiséis mujeres preferiblemente
morenas que no sobrepasaran los veinte años. Pero ahora el riesgo
consistía en que los marinos suecos ya hubieran partido y se estro-
peara un negocio prometedor.
Aunque los suecos le habían pagado la mitad de la comisión, Loaiza
consideraba su deber tratar de encontrarlos como fuera. Satisfacerlos
significaba, además de quedar como un hombre de palabra, recibir
el otro cincuenta por ciento de la negociación, más la comisión que
tendrían que darle las mujeres por haberles conseguido trabajo.
No era justo, se decía Loaiza, mientras zumbaba el motor fuera de
borda de la lancha, que hasta en un asunto como la prostitución fuera
a correr de puerto en puerto la acusación de que los colombianos son
una partida de estafadores. Esas cosas, pensaba, no le convienen al
país. Por eso le había pedido al conductor de la nave que anduviera
lo más rápido posible.
72 | Alberto Salcedo Ramos

Sin embargo, el clima general en la lancha no era de preocupación


sino de jolgorio. Más que una sencilla lancha de 115 caballos de
fuerza, aquello parecía un destemplado prostíbulo acuático, lleno de
humo, drogas y la histeria soez de las prostitutas aglomeradas en sus
ratos de ocio.
“Los suecos tienen fama de bien armados”, dijo Loaiza, mareado
y cómico, desde el centro de la embarcación. “Así que canten ahora
todo lo que puedan, porque ahorita van es a berrear”. Las chicas
chirriaron y Loaiza, que a duras penas se podía sostener, propuso la
canción de rutina:
Las mujeres dicen
negro es mal color
monos rubios sí les gustan
aunque tengan mal olor.
Sacudiendo la pelvis, siguió el curso procaz de la tonada:
revolea, revolea, revoleático.
Y ellas:
el sueco el matemático.

Era un juego conocido en el que solo cambiaba, según el caso, la


nacionalidad del matemático: unas veces era holandés; otras, gringo,
y así.
Cuando el barco que esperaba era un pesquero japonés, el cambio
era brusco. Loaiza, tambaleante y payaso, como siempre, gritaba: “los
japoneses con sus cositas inofensivas. Si quieren chillar, muchachas,
chillen ahora, porque ahorita se van es a ganar suave la platica”. Las
chicas, apegadas al libreto, explotaban en una carcajada, y Loaiza
proponía la canción:
Textos escogidos | 73

Chinito no se va pa’ la China ni se va pa’ Japón.


Y ellas:
chinito se va es a molil.
La lancha, a la que le llamaban El Expreso del Placer, casi llegaba
al sitio convenido con los marinos suecos cuando empezaron las
cabriolas de vértigo que arrojaron a Luis Loaiza al mar.
•••
Fueron 115 caballos de fuerza, hermano. Y a la velocidad que íba-
mos, puedes jurar que simplemente no me tocaba morir ese día. Uno
tiene su día, eso no es invento. Si te equivocas de día, entonces quedas
vivo y dices que fue un milagro. Claro que, en serio, yo sí creo que los
milagros existen. Yo pienso que en el fondo Dios se dio cuenta de que yo
he sido un degenerado que no le ha hecho mal a nadie. Ser degenerado
me ha perjudicado a mí, no a los demás.
Dios hizo todo y yo puse la intuición. Cuando me caí al agua, preci-
so debajo del motor, ahí ya no estaba ni borracho ni trabado ni nada.
Me dejé hundir, porque pensaba y sigo pensando que es mejor morir
ahogado que rebanado como si uno fuera mortadela. Eso me salvó. Si
hubiera forcejeado con el motor, no estaría echando el cuento.
Como estábamos cerca de la costa, más temprano que tarde llegué
a tierra firme, y ahí fue donde me di cuenta de que la hélice del motor
me había cortado el pie, a la altura del tobillo. Fue una sorpresa, como
te digo, pero no sentí dolor. Después me dolía más el corazón que la
pierna.
¡El corazón, qué bonito! Todo el mundo habla del corazón. Algún
día te hablaré de mi corazón, porque yo también tengo, y muy bueno.
Lo que pasa es que se lo aposté a la plata y la plata es el mismito diablo.
74 | Alberto Salcedo Ramos

Antes de perder el pie, la plata me había cortado el corazón, y eso,


aunque uno sea cínico y actúe como si no le importara nada, algún día
duele. Desde que me volé de mi casa en Santa Rosa de Osos, Antioquia,
siendo todavía un pelado de dieciocho años, tenía en la mira el propó-
sito de conseguir plata, costara lo que costara. La plata es lo que menos
vale pero es lo que más cuesta. Es el diablo.
Recuerdo que cuando llegué a Santa Marta, en 1973, me sentí en
el paraíso. Yo venía de una tierra donde la religión es una camisa de
fuerza, toda llena de iglesias, conventos y monjas, y encontrarme de
pronto con que era verdad que existía el mar me causó mucha alegría.
La gente de mi tierra es muy linda, pero triste, y yo estaba cansado de
ser triste. Acá en el Caribe la gente dice las groserías más largas y no
se siente pecadora ni piensa que, por eso, Dios le va a envenenar la
comida. Podrás imaginarte que cuando vi el mar, nada más que con
verlo, hermano, supe que a Santa Rosa de Osos no volvería jamás.
Me puse a trabajar enseguida con un inspector de playas que se
llamaba don Víctor Montenegro y tenía un restaurante de comida
marina. Ahí fue donde descubrí que a pesar de que en mi tierra vivía
callado y sufrido, no hay una cosa que más me guste en la vida que
hablar mierda. El Caribe es para hablar, loco, en las oficinas públicas,
en las calles –de esquina a esquina–, en los restaurantes, en las nota-
rías. Acá lo que estorba no es el ruido sino el silencio. El murmullo
es sospechoso y gracias a Dios no se usa ni en los moteles. Te lo digo
porque yo trabajé en un motel en Santa Marta y allí era donde más
palabrotas y gritos oía.
El caso es que me volví un as de la habladuría de mierda y me gané
a la gente. Antes de ser mocho, mejor dicho, cuando todavía era Lucho,
yo era un tipo que parecía untado de azúcar. La gente parecía mosca
Textos escogidos | 75

detrás de mí. Y no actuaba para caerle bien a nadie, sino que yo soy
así. Yo parezco caribeño.
Era tanto el carisma con el que yo atendía a la gente en ese restau-
rante, que un día llegaron tres tipos de los duros de la marihuana y me
propusieron trabajo. Claro, me dijeron que acá tenía que ser simpático
como yo era, pero no tan hablador, y por la plata que pagaban hasta me
hubiera cosido la boca, hermano. Bueno, es una exageración, porque yo
soy hablador, no sapo.
En esa época la ganancia de la marihuana era como un chorro de
agua cuando se deja el grifo abierto: plata líquida y circulante. Y así
como la gente nunca cree que se pueda acabar el agua que sale por
la llave, tampoco cree que la plata que cae de esa manera se acabe.
Pero se acaba. Eso sí: también acaba con la gente. La plata es la que
lo quema a uno, no uno a la plata. Fíjate que la mayoría de esa gente
acaba mal, quemada por la plata. El que queda vivo es porque tiene
suerte y debería agradecerle a Dios. El problema es que uno es débil,
degenerado. Como que uno nace con eso.
El negocio fue bueno mientras los gringos aprendían a sembrar su
propia marihuana. Después la plata se volvió humo. O quizás fue an-
tes. Es que había mucha gente bruta para los negocios, hermano: fíjate
que muchos tipos mandaban para Estados Unidos un barco lleno de
marihuana, y con lo que se ganaban en el cruce, hacían después unas
parrandas de días enteros. Como se suponía que eran unas fiestas finas,
no se brindaba marihuana sino perico, cocaína. Una sola totuma de
aquel perico valía lo que valía la mitad del cargamento de marihuana
del barco que coronó.
O los tipos no sabían sumar ni restar o eran más degenerados que
yo. Para no alargarte el cuento, lo que me hizo venir para Cartagena,
76 | Alberto Salcedo Ramos

en 1980, fue el fin de la llamada Bonanza Marimbera. Aquí pasé de


narcotraficante a nalgotraficante.
•••
No puede haber en el mundo un lustrador de calzados que acuda
a su sitio de trabajo tan temprano como Luis Alfredo Loaiza Gómez.
La razón es sencilla: su puesto de operaciones queda en el Muelle
de los Pegasos, a escasos veinte metros de los barcos anclados que le
sirven de dormitorio. De modo que él sí podría afirmar literalmente
que del sueño al trabajo no hay más que un paso.
Uno lo ve y no puede dejar de pensar en que se trata de un hom-
bre obligado por las circunstancias a levantarse con el pie derecho.
Motivo suficiente para concluir que hay agüeros con más prestigio
que sentido. Además es un hombre que paga a precio de irreveren-
cia el privilegio de vivir y tener oficina en el sector amurallado de
Cartagena, que otros pagan en mucho dinero contante y sonante.
Recién bañado y fluido, si tuviera parche en algún ojo y una
prótesis de madera en la pierna cercenada, podría hacerse pasar por
un corsario emergido desde el fondo de la historia, para instaurar
un poco de la presencia humana del pasado allí donde solo parecen
quedar las piedras de las fortificaciones y monumentos.
El pirata que a esta hora, 6:15 de la mañana, llega al Muelle de los
Pegasos, no trae un baúl lleno de oro sino su humilde cajón de betu-
nes y cepillos. Su bigote tiene huella de errancia mas no de saqueos.
–Jefe, si quiere le embolo esos zapatos mientras hablamos. Así
conversa uno mejor. Yo creo que un barbero y un embolador, si son
inteligentes, se gozan el trabajo. Todo está en que aprendan a hablar
y a escuchar.
Textos escogidos | 77

Piensa uno que con estos zapatos, aunque no estén tan sucios
como los del presunto vendedor de pólizas de la víspera, debe ser
muy difícil ser periodista.
–Para hablar conmigo es mejor por la mañana. Por la tarde estoy
nostálgico.
Tampoco es gratuito pensar que si en vez de perder el pie izquier-
do el lustrador de calzado hubiera perdido la lengua, quizás se habría
suicidado.
–Un embolador que sabe escuchar, aprende muchas cosas. Yo he
visto aquí a unos señores soltando unos rollos geniales. Si un tipo no
es filósofo mientras le limpian los zapatos, es porque nunca va a ser
filósofo.
–Uy, viejo Mocho, estás cotizado: entrevista con grabadora y todo.
¿Eso dónde va a salir publicado?
El que habla es un vendedor de agua de coco que se dispone a
acomodarse en el muelle, a la espera de los turistas deshidratados que
más tarde partirán hacia las islas de la Bahía de Cartagena. El hombre
se dirige al periodista.
–A este mocho lo queremos mucho. Es mal hablado, a veces se
aparta de uno para estar solo, pero no se mete con nadie. Aquí siem-
pre hay roces, problemas, y El mocho nunca está metido. ¿Ya te contó
la historia de las putas?
Desde su banquito, Loaiza sonríe, agradecido.
–Me gusta que la gente me reconozca. Ya vas a ver cómo me salu-
dan. Parezco un político en tiempo de elecciones.
–Bien, Mocho, hablamos –dice el de los cocos.
78 | Alberto Salcedo Ramos

–Las putas. Yo hablo mucho de ellas, porque las aprecio y las


admiro. Pero, ya ves, por estar arreando putas fue que me pasó lo que
me pasó. Después del accidente quedé amargado, hasta que decidí
volver al mar, a lo mismo de antes, sin suerte. Con mi pierna mocha
ahuyentaba a los marinos.
Al periodista le sigue pareciendo haber escuchado esa voz de
Loaiza en otra parte. ¿Dónde habrá sido?
–Tal vez el muñón de su pierna no actuaba tanto sobre los ojos
sino sobre las conciencias de los marinos.
–Qué sé yo. Andaba muy amargado. Entonces apareció un amigo
que yo quiero mucho. Se llama Norberto Molina. Y me dijo: “mira,
Mocho, yo no te voy a dar plata, porque un hombre que le regala plata
a otro hombre, o es huevón o es marica. Además, tú eres un hombre
útil. Más bien coge esta caja y estos cepillos y ponte a trabajar”. Así se
me ha ido pasando la amargura. No del todo, claro.
•••
En una ciudad turística la prostitución es un negociazo, jefe, porque
el que viene de afuera trae platica de la dura y no se pone a regatear
precios. Un italiano llega a Cartagena y ve una morenota de estas y
es como si viera a una diosa, menos aburrida que una diosa de las de
verdad, porque no es casta. Fíjate tú que hasta un actor de la talla de
Franco Nero dejó un hijo por acá.
Jefe, las negras son un imán para los rubios y la mezcla sale buena.
Si no, imagínate lo aburrido que sería un mundo en blanco y negro,
como las películas de antes. Entonces, claro, el marino viene con dólares
y sin mujer, arrecho como un putas, y gasta. Mi negocio era que siempre
sabía lo que el tipo quería y dónde se encontraba.
Textos escogidos | 79

Si el cliente no era rubio sino, digamos, trigueño, se le podía vender


la idea de una rubia. Cuestión de sicología. También había que anali-
zar el tiempo que llevaban los marinos mar adentro. Si era demasiado
tiempo, los tipos se le medían a cualquier cosa, porque ya venían viendo
visiones, imaginando en cada ola un par de sabrosas nalgas de mujer.
Yo estaba pilas, sabía cuándo llegaban los barcos y adónde, y hasta
allá iba yo con las chicas. Ganaba por punta y punta. Ellas me daban
una comisión por llevarlas donde estaba el billete y los marinos me
daban otra por llevarles el placer.
Pero la plata que uno se gana así, termina quemándolo a uno. Y lo
jodido es que la plata no se acaba sino que cambia de dueño. ¿Dónde
estarán ahora los billetes esos que me gané arreando putas? ¿Dónde
estarán, Dios mío? Ojalá supiera quién los tiene para decirle que se
cuide. Que la plata es el mismo diablo.
No me preguntes quiénes eran esas mujeres. Qué carajo me impor-
taba a mí de dónde fueran. Lo que me interesaba es que trabajaran
como putas. Sé que había algunas de buena familia, no solo de aquí de
Cartagena, que trabajaban bajo cuerda, sino de otras ciudades. En esto
había putas de las públicas y de las tapadas. Las tapadas son las que
viven con papi y mami y reciben por correo cartas que dicen en el sobre:
“señorita Rosa Rodríguez”. No sé más. Ni me interesa.
La gente cree que todas las mujeres que se meten a putas van
detrás del dinero. Fíjate que no. Algunas lo que están es huyendo de
un despecho, porque lo que pasa es que cuando el amor no funciona
deja a la gente vuelta mierda. Es como si la mujer dijera que ya que
no sirvió como esposa o como novia, entonces va a ver si sirve para
puta. Sí, hermano, sí: pisotear a una mujer es el camino más fácil para
volverla puta. O zorra. Por eso odio a los hombres que las tratan mal.
80 | Alberto Salcedo Ramos

Las mujeres, así sean putas, vinieron al mundo para recibir afecto, no
porrazos. Los golpes dejémoslos para nosotros los hombres.
Ah, haciendo memoria, sabes qué, una sola vez le pegué a una puta.
Por pura necesidad. Fue una puta gorda que se me cayó al agua, en un
accidente parecido al mío, con la suerte para ella de que no cayó debajo
del motor. Cuando me tiré al agua para salvarla, la gorda me abrazó
con una fuerza de gorila impresionante, que si no me avispo nos aho-
gamos los dos. Tuve que meterle una trompada en la mandíbula para
que me soltara. Antes de aporrearla, no hubo manera de convencerla
de que si no me soltaba nos moriríamos ambos. Así que me tocó pegarle
en la punta de la barbilla. Es la única vez que le he pegado a una mujer.
La única.
Así que para mí las putas eran negocio y eran gente. Yo también era
negocio para ellas. Y también gente. Cuando me acostaba con alguna,
no me cobraba. Eso sería como si tú quisieras enseñar a tu papá a
hacer hijos. Me tocaba, viejo, me tocaba. Tú sabes, como hombre, que
músculo que no se utiliza se atrofia. Pero nunca he sabido que haya
dejado algún hijo por ahí. Pienso que no. Mejor así, porque no hubiera
sido algo apropiado para ese pelado. Imagínate: su madre puta y yo un
degenerado que no ha podido dejar ni el trago ni la droga.
No es que para que una mujer me guste tenga que ser puta, sino que
ese era el medio en el que me movía. Enamorado he estado una sola
vez, y si te cuento de quién te vas a caer de espaldas: toda una reina,
una dama, una señora joven y bonita que, como dice la canción, me
castiga. Tiene algo su boca, que al verla que cruza...

mire qué ironía, yo amándola tanto


y usted tiene dueñooooo
Textos escogidos | 81

Aquí se burlan de mí, no de mala fe, pero se burlan, porque hablo


mucho de las putas. Son mis amigas. Durante los dos meses que estuve
hospitalizado, nunca dejaron de visitarme y todavía es la hora que
pasan por aquí para saludarme. A veces meto a alguna de ellas, que
me comprende y me quiere, en una de estas lanchas. Es un programita
romántico, con buen panorama de mar a los lados, y sale baratísimo.
Perdóname que insista. Fíjate en esto otro: mi relación con ellas iba más
allá del negocio. Por aquí vienen y me traen un jaboncito, un champú,
detallitos que te pueden mostrar que no son los seres podridos que la
gente dice.
Los que son podridos son los clientes, pero ellas cargan la mala
fama. El sexo es como la droga: si andas con plata mendigándolo por
ahí, alguien te lo va a vender. Ellas se ganan la platica haciendo mucho
esfuerzo. Los tipos la gastan de manera miserable. Así es, hermano.
Ponte a pensar en eso. Las mujeres que escogieron esta vida son vícti-
mas de todos nosotros y encima les reprochamos.
Ah, eso sí: no te pongas a preguntarles la edad a las putas, porque se
te puede formar un problema bien teso. Si saber la edad de una mujer
común y corriente es un lío, ahora imagínate tú lo jodido que eso resul-
ta en el caso de una puta. Yo he visto a mujeres de estas, cuarentonas,
a las que ni Mandrake les hace decir que tienen más de veinte años.
El que no conozca las reglas y quiera dárselas de muy estricto con los
calendarios, puede coger un botellazo en la cabeza. Además, ¿para qué
esa maricada de averiguarles la edad a las mujeres? Si ellas dicen que
son 22, son 22, aunque sean 37. Total, la mujer es más sabrosa cuando
se le lleva la corriente.
En esto lo que pasa es que desgraciadamente a las putas mayores
de veinticinco años se les considera ancianitas en el mercado. Las de
treinta y pico ni se diga. ¡Y eso que son las más sabrosas! Nadie va a
82 | Alberto Salcedo Ramos

convencer a un cliente de que una puta de 38 años apenas tiene siete


meses de uso.
•••
¿Siete meses de uso? Suena brutal.
Oyendo su monólogo sobre las prostitutas, el periodista aclara por
fin la inquietud que tenía desde cuando Loaiza le habló por primera
vez: su voz es idéntica a la del futbolista Faustino Asprilla, una voz
de púber callejero en ebullición, una voz consentida de muchacho
apaleado. Lo inquietante no es, sin embargo, el tono de la voz, sino
esas fluctuaciones tan bruscas entre lo tierno y lo grosero, entre el
cinismo y la autoflagelación.
–Mira, viejo, a esta hora yo empiezo a tomarme mis traguitos.
Preferiría que no me vieras tomando. Me pongo triste. Ya sé que uno
no debe tomar trago para resentirse con la vida, sino para alegrarse.
Pero sin ron no soportaría la vida.
El periodista no dice nada, pero tampoco hace ningún gesto que
indique que se va a marchar.
–Siempre fui un rebelde que buscó lo prohibido, lo que no era
de él. Si me pones diez mujeres hermosas y fáciles en un cuarto, y
una bizca huesuda y prohibida en otro, puedes jurar que me tiro de
cabeza en el cuarto de la bizca prohibida. Creo que eso fue lo que me
pasó con la droga.
–¿Contra qué se ha rebelado usted?
–Contra todo, hermano. ¿No se nota? Contra mí mismo. Yo me
crié en Palmira, Valle, en un colegio de monjas. Y donde nací, en
Santa Rosa de Osos, solo veía monjas. En cambio a mi padre nunca lo
Textos escogidos | 83

vi. Se fue cuando yo tenía seis meses. Se robó a mi hermana y nunca


supimos ni de él ni de ella.
Mi mamá me quería pero jamás me lo expresó. Estaba muy pen-
diente del recuerdo de la hija que le robaron. Yo he comprendido que
me quería. Las monjas también me querían, a pesar de que a mí no
me gustaban. El degenerado fui yo, no las monjas.
–¿Por qué le gusta tanto referirse a sí mismo como un degenerado?
–Eso es lo que soy. ¿Me vas a decir que tú me valoras como si fuera
un ser humano normal? Seguro te interesan mis historias, no yo.
–¿No ha pensado en volver donde su madre o en llamarla para
saber cómo está?
–Yo salí de allá con cara de sano hace veintidós años y no pienso
regresar ahora siendo un mocho arruinado y degenerado. Estando
lejos, por lo menos sé que no voy a matar a mi madre de la impresión.
–¿Usted sabe cómo está ella, si está viva o no?
–Supongo que está viva. Las mujeres que nacen para sufrir duran
más que todo el mundo. Una cosa sí te digo: mujer más grande que
mi madre no hay. Con eso te digo todo.
El periodista se pregunta si vale la pena contar un drama tan
crudo, si contar tanto dolor amontonado no podría resultar obsceno.
En el fondo, se dice, debe haber muchísimas historias como esta,
historias que a nadie le interesan como no sea para estigmatizar a
sus protagonistas o hacer escándalos fáciles sobre el bien y el mal.
También están las caricaturas rápidas que reducen el dolor ajeno a la
condición de espantapájaros de feria. ¿Y si el fruto de este testimonio
también sale así, muy a pesar de lo que desea el periodista?
84 | Alberto Salcedo Ramos

El mocho, entre tanto, se empina la botella con verdadera aplica-


ción. Se ve triste.
–Hola, viejo Mocho. ¿Todo bien?
No se sabe de quién es la voz, porque el bus de donde partió va
raudo, atendiendo el llamado de la hora del almuerzo.
–¿Oíste eso? A veces, en el saludo, me dicen “Mocho hijueputa” y
así me gusta más. Me gusta que me saluden. En cambio me molesta
cuando un tipo pasa por encima de mí, casi pisándome, y no me dice
nada. Es como si me dijera: muérase, malparido.
–¿Usted quería ser famoso?
–Sí. Yo cantaba bien y era buen ciclista. Ya no canto. El ron y el
cigarrillo acabaron con mi voz. Y para ser ciclista ahora, tendría,
como en el chiste, que ser bruto además de mocho.
–¿Qué siente su alma cuando llega la hora de dormir y se tiene que
meter solo en una de esas lanchas?
Su mirada es agresiva.
–¡Qué alma ni qué nada, hermano! ¿Ya no te dije que a veces meto
mis viejitas en las lanchas? El alma existía antes, en los libros. Ahora
la gente no sabe qué es el alma. Tú hablas del alma y apuesto a que no
sabes cuál es el alma del alma. Apuesto a que no sabes.
El periodista dice que, en efecto, no tiene la menor idea de cuál
pueda ser el alma del alma.
–¿Te fijas? Hablas del alma y no sabes ni siquiera cuál es el alma
del alma. ¡Es la sensibilidad, viejo, la sensibilidad! Pero hoy ya no
hay tiempo para esas cosas. Todo el mundo piensa en conseguir el
pedazo de plátano.
Textos escogidos | 85

–¿Cómo es el alma de su alma?


–Hombre, es llorona. Me gusta darles limosnitas a las viejitas, ayu-
dar a los niñitos. A veces tengo problemas por eso, porque de pronto
una mujer a la que quiero ayudar a subir a una lancha, me mira con
un odio que me hace sentir muy mal.
–¿Usted cree que la violencia puede llegar a ser necesaria?
–No, qué va. Pero a veces he querido ser un violento que vaya por
el mundo pegándoles a los hombres que les pegan a las mujeres. Son
unos miserables.
–Me decía hace un rato que trabajó con “los duros” de la marihua-
na en Santa Marta. ¿Quiénes estaban en ese grupo?
–Olvídate. Ahí sí no. Parecías un hombre serio, pero veo que me
quieres comprometer. Eran los duros, ahí te la dejo.
–¿Usted se volvió duro con ellos?
–El problema mío es que no soy duro. Con ellos el trabajo no era
duro sino bacano.
Hace una pausa para tomar un buche de ron y después, con una
sonrisa pícara, dice:
–Uy, hermano, una vez hicimos un embarque de marihuana en el
propio estadio Eduardo Santos, un domingo por la noche. ¡Eso fue
un golazo el hijueputa!
Se queda pensando un momento, antes de proseguir con tono
sombrío:
–Claro que esas vainas no deberían alegrarme. La vida fácil acabó
conmigo.
86 | Alberto Salcedo Ramos

En todo este tiempo no ha dejado de echarle cepillo a un zapato de


pie derecho que quizás es suyo. Al principio, el zapato parecía rescata-
do en un basurero. Ahora podría acomodarse con cierta dignidad en
la vitrina de algún almacén de calzado, sin que apenas se notaran las
leguas que ha recorrido. El problema es que si apareciera un cliente
interesado, con seguridad exigiría el zapato del pie izquierdo, que es
el que aquí no se aprecia por ningún lado.
El personaje vuelve a saltar, esta vez de la melancolía al canto.

Señora bonita, su cara es dulzura


mis brazos le ofrecen
el discreto instante
de una aventuraaaaaaa

–Me decía que cantaba. ¿Le gusta mucho Leo Marini?


–Uff. Yo lo imitaba, antes, cuando la voz me servía. Me gustaba
tanto que nunca pude desarrollar mi propio estilo.
–Como que esa canción le trae recuerdos. ¿No lo comprometo si
le pregunto quién es esa mujer de la que estuvo enamorado?
–Te vas a caer de espaldas. No estuve. Estoy enamorado. Pero es
un amor imposible.
–¿Yo la conozco?
–La conoce todo el mundo, jefe. Todo el mundo.
–¿Quién es?
–Ah, ya sabía que no te ibas a quedar con la espinita esa. Te voy a
dar el nombre de ella, pero antes te voy a hacer sufrir.
Textos escogidos | 87

Por primera vez le veo una cara untada de felicidad. Como parte
de la tortura a la que me quiere someter, se calla un momento para
colocarse el zapato que ha estado brillando de manera obsesiva. Una
nueva mirada alrededor y, sin embargo, no se observa el zapato huér-
fano de su pie izquierdo.
–Mira, cuando me accidenté, estuve dos meses recluido en el
Hospital Universitario de Cartagena. Por esos días, me acuerdo como
si fuera hoy, se realizó el Concurso Nacional de Belleza, una cosa que
no me gustaba pero que me tocó ver, obligado por las circunstancias.
Al muchacho que estaba conmigo en la pieza, sus familiares le habían
traído desde Valledupar un televisor y los dos nos vimos el reinado
ese de principio a fin. Él decía que ganaba la Señorita Santander. A mí
me gustaba la de Bolívar, que fue la que ganó. Yo tengo un ojo clínico
para la belleza de la mujer. Hasta podría ser jurado de ese concurso.
–¡No me diga que su amor fue Susana Caldas!... o Ángela Patricia
Janiot.
–¡No jodaaaa, y después dicen que no ven reinados, ahhhh! Está
bien: no te pude joder. Es Susana Caldas. ¡Por Dios que a ella no le va
a gustar la declaración de un tipo como yo!
–No me parece malo.
–A mí tampoco. A la que no le va a gustar es a ella. Pero quiero
aclararte que este es un amor sin esperanzas. Es más: no pienso de-
cirle nada, si llegaran a presentármela. ¡Qué se va a fijar ella en un
pobre mocho como yo!
–¿Y antes hubiera podido conquistarla?
–De pronto, jefe, de pronto. Porque yo estaba enamorado limpia-
mente y ese era mi mejor capital. Físicamente no le hubiera gustado,
de eso estoy seguro. Pero con detalles, con una florecita, una serena-
88 | Alberto Salcedo Ramos

tica, una mirada de amor sincero, que ella viera que yo me corregía
del todo solo por quererla... ¡quién sabe! Hermano, cuando uno tiene
amor por dentro todo es posible. El problema es que nunca tuve un
amor de donde agarrarme, un motivo, uno solito, para no vivir como
si la vida fuera un suicidio que se cumple minuto a minuto. Uno
debe tener motivos por los que valga la pena vivir. Lástima haberlo
aprendido tarde. Lástima que aunque lo sé no me sirva para nada,
porque estoy acabado. Lástima que no tengo motivos para reírme las
24 horas del día, como sería mi deseo.
–¿Usted sufre por ella?
–No, al contrario. Ella es lo único que tengo para alegrarme de
vez en cuando. A veces la he visto pasar por aquí, cuando va para el
Centro de Convenciones, y he bajado la vista para no darme cuenta
de que ella ni siquiera me determina. Lo único que yo le diría, con el
alma de mi alma, es gracias. Ella no sabe que me ha dado un motivo
de alegría.
–¿De dónde pudo salir ese enamoramiento?
Su rostro persevera en la felicidad con una concentración tal que
si se acabara el mundo, si los ríos se llenaran de cucarachas espan-
tosas y los árboles se cayeran, y Cartagena fuera borrada del mapa
y él quedara solo en su pequeño espacio, solo con sus cepillos y sus
betunes, seguiría hablando de su amor sin parar y sin notar lo que
había ocurrido a su alrededor.
–Con una mujer así, me hubiera compuesto. Yo quiero decirle
solamente que le doy las gracias. Yo no quiero que me pare bolas.
Quizás si me parara bolas me moriría de susto. Me daría mucho
miedo.
Textos escogidos | 89

El patetismo de sus últimas palabras lo desvía del río de su monó-


logo feliz y le hace clavar, de nuevo, los ojos en el periodista. Ahora
es él quien pregunta.
–Dime: ¿tú crees que es bueno querer así?
–Todos hemos tenido amores platónicos.
–Eso es lo malo. Aunque te digo una cosa: cuando uno ama así
no sufre. Los que sufren son los otros, los que se juran amor eterno.
–Le preguntaba ahorita de dónde pudo haber salido ese amor.
–La gente quizás piensa que la quiero por bonita. Fíjate que no.
Me gusta por decente, por educada, por tierna. También por linda,
claro. Es la mujer más linda que ha brotado en el planeta Tierra. Yo
sé mucho sobre la vida de ella: tengo una colección de entrevistas que
le han hecho en los periódicos.
–Cuando una persona mira el amor de esa manera, no puede ser
tan “degenerada”.
–¡Quién sabe! Yo quemé mi vida con la plata y ya no hay nada que
hacer. Vivía de farra en farra, embarcaba marihuana hacia el exterior,
vendía el sexo de las putas, le di la espalda a mi vieja. No, loco, te
agradezco lo que me dices pero no te creo ni cinco. Yo soy al revés de
todo el mundo, porque mi pesadilla no es dormido sino despierto.
Después, no dijo ni una palabra más. Se quedó pensativo, con la
cabeza hundida en el piso, la botella de ron en las manos.
El periodista supo que había llegado la hora de marcharse. Más
tarde se imaginó a Loaiza colocando una corona sobre las sienes de
la mujer más linda que ha brotado del planeta Tierra. Y deseó, con
toda su alma, que El mocho pudiera alguna vez imaginarse lo mismo.
Cartagena, enero de 1996
EL ORO Y LA OSCURIDAD
La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé
(2005)

Cuando yo era niño no perdía mi tiempo viendo a Supermán


ni a Tarzán: mi superhéroe era de verdad y se llamaba
Kid Pambelé. Cuando Pambelé peleaba de madrugada, mi
abuelo me despertaba para ver la pelea por televisión. Mi
recuerdo de esas veladas es emotivo: por una parte disfrutaba
viendo a mi ídolo triunfar al otro lado del mundo, y por
otra, establecía con mi abuelo una bonita complicidad.
Grande como los dinosaurios

Pambelé volvió a bramar frente a las cámaras y descargó un


nuevo puñetazo contra la pared. Tenía la bata típica de los enfermos
de hospital, pero a través de los barrotes de la ventana parecía un
condenado a muerte que reclamaba compasión.
La escena resumía de manera dramática lo que había sido su vida:
el llanto y los golpes, el trastorno y el encierro, la fama y la oscuridad.
–¡Ayúdenme! –exclamó, con su vozarrón despedazado.
En ese momento los reporteros se metieron a la fuerza en la ha-
bitación. El hombre dejó de aporrear las paredes y la emprendió a
bofetadas contra su propio rostro. Los camarógrafos ajustaron sus
planos para registrar la nueva reacción. Relampaguearon los flashes,
se desbordaron los murmullos. Y Pambelé lució más desvalido entre
aquella horda de perdición.
–¡Ay, mi madre –fue todo lo que alcanzó a decir, antes de sentarse
en el borde de la cama y ponerse a llorar con el rostro hundido entre
las manos.
El siquiatra Christian Ayola, que manejaba el caso de Pambelé en
el Hospital San Pablo, de Cartagena, se disponía a almorzar en su casa
aquel mediodía de enero de 1994. Estaba pasmado ante las imágenes
del noticiero, que le resultaban crueles y de pésimo gusto. Su mayor
preocupación no era, sin embargo, darles una cátedra de derechos
94 | Alberto Salcedo Ramos

humanos a los periodistas sino averiguar por qué su paciente entró


en crisis. Supuso que tal vez no había tomado las medicinas.
“Él tenía que estar a punta de eurolépticos para el estado sicótico
y estabilizadores para el humor”, recuerda Ayola.
A esa inquietud se sumaba otra: Andrés Pastrana, aspirante con-
servador a la Presidencia de la República, lo había llamado por la
mañana para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le respondió
que no se oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un
acto público con intenciones políticas. El candidato presidencial vol-
vió a la carga, con el argumento de que a los amigos no se les esconde.
Esa relación se había forjado veintidós años atrás, cuando Misael
Pastrana Borrero era el presidente de Colombia y Antonio Cervantes,
más conocido como Kid Pambelé, era el campeón mundial del peso
walter junior. La empatía entre los dos fue inmediata. El presidente lo
recibía en el Palacio de San Carlos, lo ponía de ejemplo en sus discur-
sos y se hacía fotografiar frente al televisor cuando Pambelé peleaba.
Como si fuera poco, iba a Palenque, el pueblo pobre donde nació el
campeón, a inaugurar los servicios de energía eléctrica y acueducto.
Pambelé, por su parte, le dedicaba cada triunfo. Viajaba desde donde
estuviera para acompañar a Andrés, el hijo del presidente –entonces
un muchacho de 18 años–, en las caminatas que organizaba por las
calles de Bogotá.
Desde el 28 de octubre de 1972, cuando Pambelé ganó el título,
el país permanecía en trance de adoración. Los periódicos no le
perdían ni pie ni pisada. El Heraldo lo mostraba en el aeropuerto
de Barranquilla, besando a una rubia de camisita breve abierta en el
pecho. El Universal lo retrataba en una notaría de Cartagena, mien-
tras firmaba las escrituras de tres apartamentos que había comprado
de un solo tirón. El Espectador nos informaba por quién iba a votar
Textos escogidos | 95

en las próximas elecciones. El Siglo mandaba reporteros a las casas


del ex presidente Carlos Lleras Restrepo y del poeta León de Greiff,
para preguntarles sus impresiones sobre el ídolo. Cromos enviaba a
su mejor cronista, Juan Gossaín, a los países donde Cervantes de-
fendía el título. Fernán Martínez Mahecha revelaba que El Tiempo
tenía cuatro carpetas de material de archivo sobre Pambelé y solo
una sobre Gabriel García Márquez. Y El Espacio, claro, lo sacaba en
primera página apretando por la cintura a una azafata, bajo la palabra
“¡Pillado!” escrita en grandes letras rojas.
Pambelé, además, salía con la cantante de moda en Colombia,
recibía homenajes de alcaldes y concejales, cultivaba amistad con
famosos como José Luis Rodríguez –El Puma– y Óscar de León;
regalaba toros en cuanta corrida podía, coronaba reinas en ferias
populares, les tenía sendas mansiones a sus dos mujeres oficiales,
pontificaba sobre la temperatura ideal del vino de Oporto, se hacía
brillar las uñas en salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en
cada una de sus viviendas y liquidaba sin misericordia a todos los
boxeadores que enfrentaba.
El culto a su figura se debía, explica Juan Gossaín, a que Pambelé
fue el hombre que nos enseñó a ganar. “Antes de él”, añade, “éramos
un país de perdedores. Nos consolábamos conjugando el verbo
casitriunfar. Vivíamos todavía celebrando el empate con la Unión
Soviética en el mundial de fútbol del 62. Pambelé nos convenció
de que sí se podía y nos enseñó para siempre lo que es pasar de las
victorias morales a las victorias reales”.
A mediados de los años 70, Gossaín fue testigo, en Cartagena, de
un hecho que le hizo entender la idolatría que desataba el boxeador.
El periodista pasaba por una calle del centro, en medio de la modorra
de las dos de la tarde, cuando de pronto se asomó una prostituta
96 | Alberto Salcedo Ramos

envuelta en una toalla. La mujer se dirigió a gritos a los vendedores


de lotería de la otra acera.
–Oigan, ¿a qué hora es la pelea de Pambelé?
En aquellos años de esplendor, el campeón era un tema obliga-
do en la entrada o en el postre. Cuenta el ex presidente Belisario
Betancur que en cierta ocasión el escritor Gabriel García Márquez
fue recibido, en una reunión de colombianos en Madrid, con la si-
guiente exclamación:
–¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia!
Entonces García Márquez, moviendo la cabeza en forma teatral,
como buscando a alguien en el recinto, respondió:
–¿Dónde está Pambelé?
•••
Y Pambelé estaba sentado en el borde de su cama en el Hospital
San Pablo. Lloraba sin lágrimas, con un resuello profundo. A los cua-
renta y nueve años había perdido la estampa magnífica del pasado.
De la musculatura que en su época de boxeador causaba admiración
en las ruedas de prensa, no quedaba ni la sombra. Apenas los hue-
sos continuaban allí: largos, nudosos, escasamente forrados por el
pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de bigote recortado en forma
milimétrica. Se veía desgreñado, sucio. La bata ancha aumentaba
su aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas,
gordas y tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba
al hierro oxidado. Donde antes brillaba un diente recubierto de oro
con sus iniciales engastadas, había ahora un portillo oscuro que
inspiraba pesar. Sus ojos no parecían hinchados por el llanto sino
por una paliza.
Textos escogidos | 97

Viéndolo así, el médico Christian Ayola no fue capaz de probar bo-


cado. Le parecía el colmo que se expusiera el dolor de un ser humano
a semejante contemplación tan morbosa. En ese momento hubiera
hecho cualquier cosa con tal de impedir que un sitio sagrado como
un hospital fuera convertido en circo bárbaro. Llamó por teléfono a
la enfermera jefe y le dio las instrucciones del caso. Cuando colgó se
puso a pensar que en Cartagena todo conspiraba contra el propósito
de curar a Pambelé. Había demasiados fisgones que convertían su
salud en un asunto de dominio público, demasiadas lenguas diligen-
tes que podían dañarlo más con sus comentarios y demasiados com-
pinches esperando que terminara el tratamiento para festejarlo en
grande con una nueva orgía de bazuco. Ayola recordó que el Hospital
Psiquiátrico de La Habana tenía renombre por su manera de tratar
la adicción a las drogas y consideró que sería una buena opción para
Pambelé, no solo por la calidad de sus médicos sino también porque
allá estaría aislado de los peligros que afrontaba en nuestro país. En
Cuba, por ejemplo, sería un ciudadano más, un hombre anónimo
entreverado en una legión de enfermos iguales a él. Compartiría un
pequeño cubículo con tres pacientes, lo cual podría servirle para
que dejara de creerse el cuento de que era un ser único, el eterno
campeón mundial, el negro más grande, el patrono del nocaut, la
jáquima de los boxeadores, el que pega como con un martillo, el que
enseñó a ganar a los colombianos, el de siempre, no hay con quién,
el que a la hora de rematar no parece usar dos puños sino las aspas
de un ventilador asesino, el único otra vez, el invencibleeeeeee Kid
Pambeléeeeeeeeeeee.
Ayola suponía que la egolatría de Cervantes empezaría a resque-
brajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba. Allá, además, no
pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría adónde ir. Esto
último era especialmente importante si se tenía en cuenta que en
98 | Alberto Salcedo Ramos

1987 se había escapado de Hogares Crea, la finca de rehabilitación


adonde lo internaron gracias a una campaña del periodista Fabio
Poveda Márquez.
Frente al aspecto cadavérico que ofrecía Pambelé en su catre del
Hospital San Pablo, resultaba inevitable preguntarse cómo se produjo
su caída desde la cúspide hasta el fondo del barranco. Nacido y criado
en el naufragio, no supo qué hacer en tierra firme cuando los vientos
empezaron a ser favorables. Se enloqueció con el oro, se intoxicó con
el vino. Tocado de pronto por la varita de los dioses, olvidó que esta-
ba marcado a hierro vivo por la desgracia. Siguió lanzando golpes a
diestra y siniestra, sin darse cuenta de que no ganaba en el ring para
salvarse sino para tallar su propia derrota.
Las drogas y el licor le arrebataron la fuerza, la disciplina y la
corona de campeón. Lo llevaron a humillar y a destrozar a su familia.
Después le aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al escarnio pú-
blico como sinónimo del bruto que destruye con la cabeza el imperio
que edificó con los puños. Los colombianos, que antes lo veneraban,
lo volvieron blanco de burlas. “¿En qué se parecen Pambelé y los di-
nosaurios?”, preguntaban. “En que fueron grandes en el pasado pero
hoy no existen”. Convertido ya en hazmerreír, pusieron en boca suya
la frase “es mejor ser rico que pobre”, incluida con frecuencia en las
antologías nacionales de la estupidez. Como si esa declaración tan
sensata, en medio de tantas tonterías que se repiten con énfasis en
este país, no fuera casi una sentencia filosófica.
El promotor boxístico Nelson Aquiles Arrieta, quien descubrió a
Pambelé cuando era un vendedor de cigarrillos de contrabando en
Cartagena, asegura haberlo visto en su esquina, durante una de sus
últimas peleas, haciendo trampa para reanimarse y poder aguantar
el siguiente round. “Sergio Álvarez lo había golpeado muy duro y
Textos escogidos | 99

Pambelé estaba atravesando un sofoco. Entonces aplicó la jugadita


de un cantante vallenato que no te voy a nombrar: sacó un pañuelito
con coca y se pegó un pase delante de todo el mundo. Eso se vio hasta
en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho una fiera y le
dio un concierto de boxeo a Álvarez”.
Al final del combate, según Arrieta, Pambelé le reclamó al empre-
sario el botín convenido: una camioneta y un kilo de cocaína. Poco
tiempo después, cuando se apartó del boxeo, su situación empeoró.
Las cuentas bancarias se fueron consumiendo en una vorágine de
candela y desenfreno. Lo que se le iba por el bolsillo izquierdo no
regresaba jamás por el derecho. Muy pronto quedó arruinado. Pasó
de brindar whisky sello negro a mendigar sobras de cerveza en bares
de mala muerte, del avión al bus cebollero, de los zapatos Corona a
las chancletas de plástico, de los manteles presidenciales a los ande-
nes, de la cocaína al bazuco, de las cantantes de moda a las puticas de
cuchitril, de las primeras planas a las páginas judiciales. El capital que
derrochó, según cálculos del periodista Eugenio Baena, fue superior
al millón y medio de dólares.
Los amigos del éxito –comparables con esos insectos que se
emborrachan dando vueltas alrededor de las lámparas– partieron
cuando sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo
campeón para la foto. Llegaron entonces los perdedores, envueltos
en una humareda terrible. Libre de los compromisos del gimnasio,
de la dictadura de la dieta, Pambelé se tiró al desastre. De repente,
parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo expulsaban
de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando
todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto
con el rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un taxista. En un
restaurante de Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente en el
pecho y en el aeropuerto de Bogotá le rompieron la frente con una
100 | Alberto Salcedo Ramos

tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón puntilla por lim-


piarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un ganadero le
ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido de la plaza
de toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos y hospitales. Lo
vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo
vieron y lo vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba
en ninguna. En Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o
flaco, alguna vez se había tropezado a Pambelé armando escándalos.
Llegó un momento, incluso, en que lo veían aunque no lo vieran.
Fantasma de sí mismo, un día fue dado por muerto en Radio Sucesos
RCN. Cuando reapareció indignado por la noticia, hubo gente que
no le creyó que, en efecto, seguía vivo.
•••
Que siguiera vivo, después de todo, era un milagro. Eso pensaba el
siquiatra Christian Ayola mientras buscaba en su agenda el número
telefónico de Hernando Múnera Cavadía, el director de Coldeportes
en Bolívar, para plantearle la idea de trasladar a Pambelé a Cuba.
En este país violento –cavilaba– habían matado a mucha gente por
desmanes menos graves que los suyos. Los ofendidos lo perdonaban
quizá por su pasado glorioso. O porque entendían que era una pobre
criatura aplastada por una enfermedad superior a sus fuerzas. O
porque sabían que cuando estaba sobrio era un caballero intachable.
A Ayola le gustaba la forma en que Juan Gossaín definía a Pambelé:
“el coloso que decidió ponerle dinamita a su propia estatua”.
En esas andaba cuando lo llamaron por teléfono para contarle que
Andrés Pastrana se encontraba en el Hospital San Pablo tomándose
fotos con Pambelé y conversando con él en medio de la turba de
reporteros. Suspiró con resignación y se reafirmó en su idea de que a
Pambelé había que sacarlo de Colombia.
Textos escogidos | 101

Al día siguiente, cuando abrió el periódico, lo primero que vio fue


la enorme foto de la visita, bajo el título “Pambelé adhiere a Pastrana”.
Pambelé, el memorioso

El sol es ahora menos inclemente. Sopla la brisa, ladra el perro


dormilón, se espanta la gallina latosa. El ruido es ensordecedor.
Desquicia. Los niños se desordenan cada vez más. Corren, gritan, sa-
can la lengua. Parecen tener la energía suficiente para saltar durante
tres días seguidos. De pronto, uno de ellos se desprende del grupo y
se viene para donde yo estoy. Tiene la cara amoratada por el trajín,
chorrea sudor. Me cuenta, con la voz entrecortada por la agitación,
que se llama Bryan, que tiene ocho años y es hijo de José Luis.
–Oiga, señor, ¿esa grabadora graba lo que uno dice?
–Sí, claro.
–Yo quiero grabar algo sobre mi abuelo.
El chico se frena, mira a su padre y a su abuela. Se nota que busca
aprobación. Como no ve la señal por ninguna parte, se mordisquea
el dedo índice, agacha la cabeza, sonríe apenado.
–¿Qué quieres decir? –insisto.
Pero el muchachito no se pasa de la raya ni un milímetro. Duda
otra vez. Sonríe. En ese momento su padre le arroja el salvavidas.
–¡Ajá, di lo que quieres decir!
Textos escogidos | 103

Entonces, como impulsado por un resorte, Bryan acerca el rostro


a la grabadora, se pone las manos alrededor de la boca en forma de
bocina y habla con un tono fuerte.
–¡Mi abuelo a veces se porta bien y a veces se porta mal!
Cuando termina de hablar permanece acurrucado con la vista fija
en la grabadora.
–¿Qué hace cuando se porta bien?
De nuevo, arma una bocina con las manos y levanta el tono para
responder.
–Cuando se porta bien compra Bom Bom Bum y me da a mí y le
da a Brenda.
–¿Y cuando se porta mal?
–Le pega una lluvia de puños a la ropa que está ahí colgada y dice:
“¡no jodaaa, yo soy el campeón mundial, Kid Pambeléeeee!”.
En esta última frase se esforzó por remedar el vozarrón de su
abuelo. Además, trató de copiar sus ademanes. Por eso respondió
lanzando puñetazos en el aire, como si él también les estuviera pe-
gando a las camisas tendidas en la cuerda del patio. Después hundió
el rostro en el vientre de mamá Carlina y se quedó quieto.
El problema de mi papá es ese –dice ahora Rubén–. Él no quiere
aceptar que ya no es campeón mundial. A nosotros nos han dicho los
médicos y varios conocidos de él que eso es lo que le hace más daño.

Son muchas las personas que, en efecto, dan fe de ese delirio.


Como Orlando García, el gran lanzador del béisbol colombiano. En
1987 los dos ex deportistas coincidieron en la sucursal de Hogares
104 | Alberto Salcedo Ramos

Crea en Barranquilla, con el propósito de curarse de la adicción a


las drogas. Desde el principio –cuenta García– el líder del grupo
les dejó en claro que allí no serían tratados como celebridades sino
como seres enfermos. Por eso les pidió borrar el pasado y empezar de
cero. “Usted, por ejemplo –añadió–, aquí no se llama Pambelé sino
Antonio. ¡Pambelé fue el boxeador y lo dejamos allá afuera, porque
aquí adentro nos importa una mierda! ¡Aquí no queremos nombres
sino hombres!”.
Al principio, Pambelé se pasaba la norma por la faja. Era dis-
plicente si le llamaban Antonio, recitaba cada rato, en voz alta, los
pormenores de su gloria; actuaba como lo que siempre ha creído ser:
el campeón. Un día los compañeros lo sentaron en el banquillo de los
acusados y lo acribillaron en una terapia de confrontación de quince
minutos.
–¡Qué vas a ser tú campeón mundial ni qué nada!
–¡Olvídate del tango, que ya Gardel murió!
–¡No creas que eres mejor que nosotros! ¡Recuerda que estás aquí
por soplador!
–¡Hablando basura y permitiste que tu vieja quedara otra vez en
la calle!
–¡Tú no eres más que un pobre negro hijueputa, cabezón y maluco!

El periodista Eugenio Baena cuenta que ha sido testigo, por
lo menos dos veces, de cómo Pambelé, en momentos de desvarío,
confunde el pasado con el presente. “Yo estuve con él en el Madison
Square Garden, cuando peleó contra Miguel Montilla. Eso fue en
Textos escogidos | 105

1979. Hace como dos años me lo encontré en la Plaza de los Coches y


me preguntó que cuándo había regresado de Nueva York”.
Baena recuerda que en ese momento, como vio que se acercaba
un grupo de turistas extranjeros, Pambelé tiró varias combinaciones
de golpes en el aire, acentuadas por su respiración. Movió la cintura,
echó la cabeza hacia atrás, como esquivando un leñazo, y al final sacó
un violento uppercut de izquierda que con seguridad le quebró la
quijada a su rival imaginario.
Los turistas, que se habían detenido para ver la inesperada exhibi-
ción, aplaudieron. Los comerciantes del Portal de los Dulces rieron a
carcajadas. Lo rodearon. Alguien gritó: “¡buena esa, campeón!”. Otro
dijo: “¡mataste a ese pobre man!”. Pambelé levantó el puño derecho
hacia el cielo. Lo agitó en el aire, como si estuviera agradeciendo con
un pañuelo los cumplidos del público. Luego se dirigió otra vez al
periodista.
–Doctor Baena: dígale a esta gente cómo dejó la nieve esa de
Nueva York. Yo me vine primero que usted porque el frío me acobar-
da. Además, voy a vender el Mercedes Benz deportivo.
•••
Más adelante, cuando por fin encuentre a Pambelé, comprobaré
cuán atinadas son todas estas voces que, en el camino, me lo van
retratando como un rehén de su pasado. Oyéndolo hablar durante
horas en diferentes cafeterías del centro de Bogotá, concluiré que
es un hombre encandilado por su propia gloria. El fogonazo de sus
recuerdos es tan vasto que no le permite ver lo que ocurre más allá.
Es un resplandor que lo persigue de manera obsesiva, recurrente, en
la vigilia y en el sueño. Pambelé es incapaz de precisarte, por ejemplo,
qué camisa se puso hace dos días o cuál era el apellido de Rosita,
su primera novia. Si le preguntas cuántos nietos tiene, tartamudea.
106 | Alberto Salcedo Ramos

Si le pides que te diga quién es su sobrino mayor, bosteza. No sabe


dónde botó el papelito en el que, hace diez minutos, le anotaste tu
número telefónico. Pero en cambio evoca con pelos y señales los
detalles de sus veintiún peleas por el título mundial: el día y la hora,
los hoteles en los cuales se alojó, lo que se comió y lo que se bebió,
los titulares de los periódicos, los colores de cada pantaloneta suya
y de los rivales, el olor de los camerinos. Tú le mencionas un nom-
bre –Nicolino Locche, pongamos por caso– y enseguida te recita la
película completa: Gimnasio Maracay, diez mil espectadores, sábado
17 de marzo de 1973, nueve de la noche. Locche con la ceja rota en
el segundo round. Locche con una hemorragia brutal en el quinto.
Locche llorando porque en el noveno su esquina tiró la toalla, en
señal de rendición. ¡Nocaut técnico, señores! ¡No hay quien pueda
con Pambelé! ¡Tenemos campeón para rato!
Se sabe cada pelea de memoria. Te puede decir en qué punto exac-
to del ring derribó al oponente, con qué clase de golpe lo fulminó,
quiénes llegaron a su esquina para felicitarlo, en qué restaurante fue
la cena de celebración, con qué tipo de vino fue el brindis. Tú solo
tienes que darle un nombre, y listo. Él cuenta entonces que a Chang
Kil Lee lo tumbó con la derecha y a Víctor Millón Ortiz, con la zurda.
Que a Héctor Thompson lo noqueó con un directo a la mandíbula y a
Norman Sekgapane, con un gancho al hígado. Cuando le toca hablar
de Esteban de Jesús, suspira profundo y dice: “pobrecito, después
murió de sida”. Si le mencionas a Peppermint Frazer, su respuesta
es más larga, pues a ese rival le arrebató el título, el 28 de octubre
de 1972, en el Gimnasio Nuevo Panamá. En la revancha –agrega a
continuación– lo noqueó más rápido. Él todavía conserva, sí señor,
la foto que sacó El Tiempo en primera página, al día siguiente de ese
combate: aparece Peppermint gateando, los ojos vidriosos, el protec-
Textos escogidos | 107

tor bucal tirado en el piso, bajo el siguiente epígrafe: “¡porque sé que


de este golpe ya no voy a levantarme!”.
De su vida como campeón, a Pambelé no se le escapa nada, ni lo
grande ni lo pequeño, ni lo sufrido ni lo bailado. Él recuerda, por
ejemplo, en qué aerolínea viajó a Panamá cuando iba a pelear contra
Lion Furuyama; a qué hora aterrizó en Seúl cuando iba a defender el
título ante Kwang Min Kim y quiénes eran sus acompañantes en cada
uno de esos vuelos. Luego te informa que el día en que se enfrentó a
Wilfredo Benítez, en San Juan de Puerto Rico, comió pescado en un
restaurante español. Que la tarde en que le ganó a Benny Huertas,
en Cali, comió churrasco en un asadero argentino. Y todo eso te lo
cuenta sin titubeos. En uno que otro caso, incluso, te da el color y la
moda de la camisa que tenía puesta durante la cena.
¿Anécdotas? ¡Ufff, un montón! En Tokio terminó con las manos
hinchadas de tanto pegarle a Yasuaki Kadota. En todos los rounds lo
tiraba a la lona una o dos veces. Cada caída era más aparatosa que
la anterior. Kadota no parecía al borde del nocaut sino de la muerte.
Sin embargo, siempre que lo derribaban se levantaba del suelo con
un entusiasmo irritante, digno de mejor causa. Otra vez le atizaban
un porrazo que lo acostaba con las piernas para arriba, y de nuevo
se reincorporaba, se sacudía las nalgas y se aprestaba a reanudar
la contienda. Lo suyo ya no era coraje sino capricho. O, como dice
Pambelé, “puras ganas de joder”.
En el minuto de descanso anterior al sexto round, el campeón
lucía desesperado por el dolor en las manos. Entonces fue cuando
le disparó a su entrenador una de las ocurrencias más sublimes de la
historia del boxeo.
–Oye, Tabaquito, yo creo que estos japoneses me están cambiando
al tipo. Fíjate a ver si es el mismo.
108 | Alberto Salcedo Ramos

Contagiado por la carcajada que genera su historia, Pambelé


sonríe. Enseguida dice que en Palenque también le sucedió algo
gracioso. Fue el día de la inauguración del servicio de energía. Los
paisanos que habían concurrido a la plaza principal no parecían tan
interesados en la ceremonia oficial como en desfilar delante de la
imagen de San Basilio, el patrono del pueblo. La gente llegaba donde
el santo, le decía unas palabras y se iba. Muertos de curiosidad, el pre-
sidente Misael Pastrana y el alcalde de Cartagena, Juancho Arango,
decidieron acercarse para ver qué estaba pasando. Entonces oyeron
la insólita plegaria.
–San Basilio bendito, San Basilio bendito, como Pambelé pierda el
título, ¡te jodes con nosotros!
Cuando le pregunto de dónde sacó ese chiste, responde que “esas
son vainas del doctor Fidel Mendoza Carrasquilla”.
Más adelante, cuando por fin encuentre a Pambelé, compararé
su memoria con una videocinta que solo contiene imágenes de su
pasado como campeón. Descubriré que a veces, cuando habla, no
parece estar recordando sino encendiendo la casetera. Play, y em-
pieza el combate. Forward, y la acción se adelanta hasta el siguiente
nocaut. Review, y proyecta la caída del rival desde otro ángulo. Pause,
y congela el cuadro para ufanarse de la precisión del jab. Repetir las
escenas es repetirse a sí mismo en la gracia, volver a tener en los mús-
culos la consistencia del acero. Es recuperar los laureles estropeados
por la calamidad, sentarse de nuevo en el trono de la diosa Fortuna.
Es verse inundado de luz por los siglos de los siglos, indestructible
y hermoso, besado por las azafatas en los aeropuertos, venerado por
presidentes y ministros.
Todo eso, claro, lo pensaré cuando esté por fin frente a Pambelé.
Por lo pronto, como todavía no lo he encontrado, sigo armando un
Textos escogidos | 109

bosquejo previo con las voces que voy oyendo en el camino. Ahora
el turno es para Billy Chams, el empresario boxístico barranquillero.
Alguna vez que Pambelé trató de rehabilitarse, Billy le brindó la
oportunidad de trabajar en su cuerda como entrenador. Quienes lo
veían en aquella época –verbigracia, el periodista José Marenco– se
asombraban con su progreso: estaba juicioso, totalmente entregado
a sus deberes. La sobriedad se le acabó la noche en que peleó Miguel
Happy Lora contra Lucio Metralleta López. Antes del combate, los
organizadores de la velada les rindieron honores a los campeones
mundiales de boxeo –retirados o activos– que había producido
Colombia. Uno a uno, los homenajeados fueron subiendo al ring
para recibir el respaldo del público. Cuando le tocó el turno a
Pambelé, tambalearon las graderías. La gente, tal vez conmovida por
la recuperación de su ídolo, se puso de pie y le tributó el más grande
aplauso que se haya oído jamás en la Plaza de Toros de Cartagena.
Esa noche Pambelé se perdió, en sentido metafórico y en sentido
literal. Pero antes de evaporarse en las tinieblas lo vieron tirar puños
en el aire, destapar una botella de ron y gritar que él es el único, el
campeóoooon mundiaaaaaaaaal. Nunca más volvió a asomar sus
narices por la oficina de Billy Chams.
El médico Christian Ayola declara que las drogas y el alcohol no
ocasionaron el problema de Pambelé, como todo el mundo cree, sino
que lo agravaron. Ayola descarta, además, posibles secuelas del boxeo,
ya que Pambelé no fue un hombre golpeado. “Yo estudié su cerebro
y no tiene ni una sola lesión neurológica”, agrega. “Mi diagnóstico
es el siguiente: trastorno bipolar afectivo, lo que anteriormente se
conocía como enfermedad maniaco-depresiva”. Según Ayola, se trata
de un mal genético que Pambelé heredó de su madre, doña Ceferina
Reyes. “Obviamente, en el caso de él la crisis se recrudece por el uso
110 | Alberto Salcedo Ramos

de sustancias alucinógenas y por su sentido totalmente errado del


éxito y del fracaso”.
Humberto Martínez, quien estuvo a cargo de Pambelé en el
Hospital Psiquiátrico de La Habana, explica que justamente ese mal
manejo del éxito y del fracaso es lo que genera su conducta agresiva.
“Él fue un ganador nato y quiere aferrarse a eso hasta que se muera.
Sin darse cuenta, plantea su vida en el pasado y trata de resolverlo
todo con los golpes, porque necesita sentir que todavía puede ganar”.
Tal vez fue por eso que hace dos años el periodista Raúl Porto
Cabrales lo vio peleando a puñetazo limpio, en pleno centro de
Cartagena, contra el también ex boxeador Milton Méndez. Ambos
estaban descamisados bajo la canícula atroz de la una de la tarde, en
medio de un círculo de bárbaros que los azuzaban a gritos. Los dos
lucían rotos, hinchados, y el público les reclamaba más sangre. De
pronto, en forma inesperada, dejaron de pegarse y se dieron un abra-
zo inmenso. Intercambiaron elogios. Los espectadores no entendían
nada. Y quedaron más confundidos aún cuando Pambelé sacó del
bolsillo del pantalón un billete de veinte mil pesos y se lo entregó a
Milton Méndez. Alguien preguntó qué carajos era lo que pasaba. La
respuesta fue de Milton Méndez.
–Hombe, mi hermano, lo que pasa es que Pambelé llegó buscando
problema. Ustedes saben cómo es él. Yo le dije: mierda, Pambe, yo
peleo contigo ¡pero si me das veinte mil barras!
El cronista Jaime de la Hoz Simanca considera que Pambelé come-
te sus famosos atropellos de manera inconsciente. Lo que él busca, en
su delirio, no es abusar de las demás personas sino ratificarse como el
campeón. No es que él quiera robarle al taxista el dinero del servicio,
ni pasarse de listo con la señora que le vendió el almuerzo. Al negarse
a pagar, cree simplemente que está ejerciendo un derecho. ¿Acaso
Textos escogidos | 111

olvidas que él es Pambelé? ¡Pero cómo así, mi brother! ¿Estás loco?


¡Tuviste a Pambelé en tu restaurante, brother, en tu restaurante! ¿Y
pretendes cobrarle? ¡No, brother, déjate de venir a inventar películas
de terror! ¿Tú piensas que Pambelé es uno de los clientes pringacaras
esos que comen en tu negocio todos los días? ¡Qué falta de respeto
es esa, brother!
Cuando Pambelé está en crisis no distingue el pasado del presente.
Recuerda el nocaut antiguo, lanza de nuevo el uppercut. Y va por ahí
disparando puñetazos alucinados que también a él le duelen. Pega y
vuelve a pegar pero recibe muchos golpes, a menudo más brutales
que los suyos. Vive convencido de que las calles son un ring del que
puede salir airoso solo con la potencia de sus nudillos. Pero allí la
violencia es a otro precio, viejo Pambe. Allí no te muelen la osamenta
con una trompada sino con un garrote, ni te parten la ceja con un jab
sino con un pico de botella.
Y ese peligro es el que a Rubén Cervantes, su hijo, le inspira más
temor. Mientras entramos en la sala, me comenta que su padre festeja
cada 28 de octubre –día en que ganó el título mundial– con una bo-
rrachera tremenda. Desde temprano empieza a llamar por teléfono
a sus amigos, para que lo feliciten. “¿Tú sabes qué día es hoy?”, les
pregunta. Cuando ellos reafirman la fecha, entonces Pambelé les
contesta. “Bueno, saca la cuenta. ¿Cuánto hace que soy campeón?”.
Noto que la pared principal de la sala está llena de fotografías del
Pambelé victorioso: con el brazo derecho en alto, con presidentes
y cantantes, levantado en hombros, asediado por los micrófonos,
inmenso como una catedral sobre un rival que agoniza en la lona.
Rubén me informa que el propio Pambelé fue quien armó esta galería
y que se sabe de memoria la posición de cada retrato. Si alguien le
112 | Alberto Salcedo Ramos

cambia el orden a una foto, él lo descubre en la primera ojeada. Y


agarra una rabieta monumental.
Carlina Orozco, que se ha venido detrás de nosotros y está parada
al frente de la galería, se persigna. Solo dice dos palabras, antes de
esconder la mirada y taparse la boca otra vez con el dedo índice.
–Pobre Antonio.
LA ETERNA PARRANDA
Crónicas 1997 – 2011
(2011)

Si me pusieran a escoger uno de mis libros como testamento,


escogería este. En La eterna parranda mi voz está más decantada.
Es un retrato del país hecho desde diversos ángulos, una mirada
totalizadora que va más allá de las noticias. El hecho de que
sea una recopilación de crónicas escritas a lo largo de quince
años refleja una terquedad de la cual me siento orgulloso.
La palabra de Juan Sierra

Juan Sierra Ipuana, hombre de metáforas, supone que si pudiera


devolver el tiempo no estaría sentado en su rancho viendo pasar
el potro ajeno, sino recorriendo los playones de la Alta Guajira al
mando de su propio caballo.
Si tuviera otra vez catorce años, dice, viviría sumergido en el mar
buscando ostras para vendérselas a los barcos holandeses saqueado-
res de perlas. Si tuviera veinte, trabajaría en un alambique fabricando
chirrinche, el licor casero de sus ancestros wayúu. Y si tuviera treinta,
sería matarife y a esta hora de la mañana estaría vendiendo carne de
chivo en su ranchería.
Sierra Ipuana se ve a sí mismo cuando tenía cincuenta años, ma-
nejando una tractomula repleta de piedras para proteger las charcas
de sal de Manaure. También se ve a los cuarenta dinamitando el suelo
desértico, tras la pista de nuevos pozos de agua dulce, y luego insta-
lando molinos de viento para abastecer a la gente y a los animales.
Cuando se busca en su propia memoria no aparece sedentario
como es hoy, a los setenta y dos años, sino convertido en lo que él
llama “un hombre-lluvia”, es decir, “alguien que puede caer en cual-
quier parte”. Los recuerdos, explica con otra metáfora, son el único
recurso que le queda al hombre para bañarse de nuevo en el río que
ya pasó. La nueva sentencia se entiende mejor cuando uno ve a su
116 | Alberto Salcedo Ramos

esposa, Arminda López Pushaina, entregada a la tarea de desarmar


pieza por pieza un mantel que bordó hace medio siglo, para tejerlo
otra vez desde la primera hasta la última puntada.
Sierra Ipuana reconoce que padece “el mordisco de la media no-
che”, o sea, la nostalgia típica de los viejos. Pero si quiere devolver el
tiempo no es solamente para recuperar los bríos y los amores de la
juventud, sino también para escaparse de este presente hostil que le
produce pánico.
“Los alijunas nos quieren acabar”, dice.
Alijuna es la palabra wayúu con la cual se nombra a todo el que no
pertenezca a la etnia, sea blanco o sea negro. El vocablo correspon-
diente en castellano es “civilizado”. En la semántica nativa, explica
Sierra Ipuana, el término alijuna ya no se está usando para designar
al diferente sino para referirse a aquello que genera temor. Son “civi-
lizados” los hombres que están masacrando a los indígenas en la Alta
Guajira y los que enseñaron a ciertos indios a asaltar camiones de
carga en las carreteras. También lo son los funcionarios del gobierno
que un día llegaron a imponer sus normas en el uso del mar.
–¡Alijuna es el televisor! –exclama Arminda de repente.
La frase es más sorpresiva por el hecho de que la mujer no había
abierto la boca en toda la mañana. Ahora señala con dureza hacia el
rancho contiguo, donde sus hijas Érica y Milagros se mueren de la
risa viendo un programa de televisión.
Luego retoma su tejido de la misma manera abrupta en que lo
había interrumpido, mientras su marido contempla a las gallinas que
picotean en la arena.
Textos escogidos | 117

–¡Ese es mucho aparato malo en la vida! –brama entonces, esta


vez sin levantar la vista–. No más sirve para que las muchachas se
vuelvan flojas y malmandadas.
•••
Los wayúu son una de las más numerosas etnias indígenas de las
tierras bajas de Suramérica. Habitan la península de la Guajira, que
se extiende hasta el mar Caribe, en el extremo norte de Colombia.
Chayo Epieyuu, respetada matrona de Manaure, calcula que hay
unos ciento cincuenta mil “paisanos” repartidos entre Colombia y
Venezuela. Se dedican básicamente al pastoreo de chivos y ovejas, a
explorar el mar y a tejer.
Tienen un sentido colectivo del beneficio y del daño, encaminado
a preservar la unidad de la familia. Si alguien cocina un chivo el
banquete es para todos, y si se enferma, todos tienen que ayudarlo
a costear la enfermedad. En grupo deben pagar, además, las faltas
graves de sus miembros que pongan en peligro la convivencia del
clan con el resto de la sociedad.
En el complejo sistema de compensaciones de la cultura wayúu,
uno de los rituales más conocidos es el de la dote. Es el pago que el
hombre enamorado debe entregarle al padre de su pretendida, para
poder fundar con ella su propio rancho. El investigador manaurero
Alejo D’Luque considera que la intención de esta ceremonia no es
vender a la novia sino acentuar el carácter colectivo de la familia. Que
nadie coma solo ni muera solo. Que cada persona aporte lo necesario
a la causa común del grupo, para que le resulte más fácil llegar vivo
a la otra orilla del río. Para no indigestarse con el postre en la luna
de miel, el esposo debe procurar que todos reciban la parte del festín
que les corresponde. ¿Y en qué consiste el premio? La dote incluye
chivos, mulas, tierras y collares de tumas (una variedad exótica de
118 | Alberto Salcedo Ramos

piedras preciosas). La cantidad depende de la belleza de la novia y de


la posición social de su familia. Para reunir el pedido y entregarlo en
el plazo establecido, el enamorado acude si es necesario a sus propios
parientes, ya que ellos también esperan que el matrimonio valga la
pena y los beneficie.
La Guajira es uno de los departamentos colombianos de mayor
riqueza mineral. Produce quinientos millones de pies cúbicos de gas
natural al día y veinticinco millones de toneladas de carbón al año.
Su volumen de sal, de acuerdo con estimativos de Alejo D’Luque,
representa casi el cincuenta por ciento del total del país. También
están los peces y la energía eólica. Hubo un tiempo en que el wayúu
disfrutaba libremente de muchos de esos recursos, como si los cre-
yera escriturados por el viento. Pero un día llegaron los alijunas a
trastornarlo todo con sus gobernantes, sus políticos, sus jueces, sus
trámites, sus documentos de identidad, sus elecciones y sus masacres.
Desde entonces la vida no ha sido igual para los indígenas.
•••
Aparte de cultivar una charca familiar en las salinas del pueblo,
Juan Sierra Ipuana es palabrero. Así se designa en español a la persona
conocida en lengua wayúu con el nombre de Pütchipuu. Su función
es mediar en los conflictos interfamiliares, con el fin de lograr un
arreglo rápido que sea justo para ambas partes y proteja el equilibrio
social de la etnia.
El palabrero es elegido invariablemente por el ofendido y no debe
pertenecer a ninguna de las partes enfrentadas. Cuando acepta el
encargo, se dirige a la ranchería del agresor para “llevarle la palabra”.
Ante el grupo reunido en pleno, el Pütchipuu aclara de entrada cuál
es su misión y quiénes se la encomendaron. Después expone la gra-
vedad del daño causado y señala el monto de la reparación exigida
Textos escogidos | 119

por los afectados. Si el jefe del clan está de acuerdo con la multa, lo
que sigue es fijar la forma de pago. Si no, tiene derecho a plantear una
contrapropuesta que el propio palabrero transmite a la familia que le
asignó la tarea. En algunos casos se necesitan varios viajes entre un
lugar y el otro. Pero casi siempre el problema se resuelve con una o
dos visitas. Cuando el culpable no tiene bienes para responder por su
infracción es declarado objetivo de guerra. Eso quiere decir que en
cualquier momento podría morir en un atentado. Se entiende que la
sentencia lo afecta a él y a cualquiera de sus parientes varones.
“Mandar la palabra” es ejecutar, a través de un ritual político, una
ley vieja y feroz. El palabrero no asume el papel de juez sino el de
mediador. Por tanto, se mantiene neutral todo el tiempo. Ni siquiera
toma partido por la familia que lo buscó. En el proceso de concer-
tación oye injurias, oye amenazas, pero solo transmite lo esencial de
las razones: “Fulano dice que puede pagarte con una recua de mulas”.
Como buen canciller, se permite introducir una promesa cordial
donde minutos antes había una sarta de adjetivos incendiarios: “Me
dijeron que van a ver si pueden reunir lo que tú pides”.
Se trata de un acto refinado en la forma pero inapelable en el fon-
do. Lo que te envían no es un dardo envenenado sino una palabra,
pero esa palabra es de acero, te cobra las cuentas pendientes, te en-
rostra las faltas cometidas y te amenaza de un modo tan sutil que no
puedes evitarlo. Claro que también te ofrece una nueva oportunidad.
Si usas con buen juicio el verbo que te mando, nos ganaremos ambos
la gracia de librarnos de la guerra.
Ni siquiera cuando hay una muerte de por medio los dolientes
pueden saltarse este ritual de conciliación para buscar la venganza
directa. La compensación es proporcional al tamaño de la afrenta y a
la posición social de la familia afectada. Se cobra por las calumnias,
120 | Alberto Salcedo Ramos

por los golpes físicos, por las imprudencias de borracho, por el hurto,
por las ofensas verbales y por el homicidio. El pago se efectúa en
dinero o con tierra y ganado. El palabrero no exige honorarios por
su trabajo pero el grupo que lo buscó le obsequia un porcentaje de la
indemnización.
•••
Arminda López les ordena a sus hijas Érica y Milagros que
apaguen el televisor y se pongan a hacer oficio. A una le pide que
barra. A la otra, que traiga dos vasos de chicha de maíz. Juan Sierra
Ipuana, entre tanto, ha dejado de mirar a las gallinas. Ahora pela una
vara delgada con un cuchillo basto de cocina.
De pronto, ruge el desierto. La arena se levanta, el viento arras-
tra una alpargata guaireña descosida en el empeine. “La brisa del
nordeste es una escoba loca”, dice Sierra Ipuana, sonriente, mientras
recibe el vaso de chicha que le trajo su hija. Cuando la muchacha se
aleja, la manta le tiembla en el cuerpo.
Sierra Ipuana añade que si no fuera por el viento, la tierra ya
se habría ahogado de calor. Su madre, otra criatura de metáforas,
afirmaba que en la Guajira las sequías eran tan intensas que a veces
las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin
saber nadar.
En esta ranchería, como en todas las de Manaure, los días fluyen
lentos, sin sobresaltos. Sierra Ipuana explica que el wayúu puede vivir
a su ritmo porque no tiene ninguna deuda pendiente con el cielo.
Tanto él como su mujer son hijos de wayúu con alijuna. Los mes-
tizos como ellos les enseñan a sus herederos la lengua nativa, pero
además los obligan a aprender castellano para que puedan entender
lo que dice la gente que vive más allá del desierto. A veces los mu-
Textos escogidos | 121

chachos repiten en español palabras que a sus padres no les causan


ninguna gracia, como “jean descaderado” y “condón”.
–¡Apaguen ese puñetero televisor! –chilla entonces Arminda por
enésima vez.
Terminada la chicha, Sierra Ipuana pide un vaso de agua para
hacer buches y sacarse los granos de maíz que se le quedaron atran-
cados entre los dientes. Después dice que no se cansa de agradecer
el poder transformador de la palabra. Una palabra bien dicha des-
arma al enemigo, acerca al que se encuentra lejos, abre las puertas
clausuradas, alegra al que está triste y apaga los incendios alevosos.
En cambio, cuando pronuncias una palabra altanera las palomas se
vuelven halcones, los ríos se salen de madre, los mares se enfurecen y
hasta el problema más inútil adquiere de repente la fuerza suficiente
para destruirte.
La tradición del palabrero es explicable porque en la cultura
wayúu la palabra es ley sagrada que no se lleva el viento. Además,
en una etnia quisquillosa y competidora por naturaleza siempre es
bienvenido el que sabe calmar los ánimos. Cada conciliador ostenta
una autoridad indiscutible. Tiene las llaves de la vida y de la muerte.
Sierra Ipuana considera que cumple bien su trabajo porque logra
que el ofendido reciba lo que se merece y el agresor no pague más
de lo que debe. Así el problema muere en el acto, sin ninguna conse-
cuencia lamentable.
Yo le digo que si nosotros, los alijunas, pusiéramos en práctica ese
ritual, con seguridad lo dañaríamos: el palabrero tendría tres secreta-
rias y dos asistentes, los periodistas publicaríamos los insultos secre-
tos de las partes durante el proceso de concertación y además habría
que autenticar mil papeles en una notaría. Si alguna vez se lograra un
122 | Alberto Salcedo Ramos

arreglo no sería en menos de cinco años. Y al final la indemnización


solo alcanzaría para pagar las comisiones de los intermediarios.
Sierra Ipuana sonríe con malicia, pero casi enseguida adopta un
rostro grave para reconocer que la justicia wayúu, como todo lo que
maneja el hombre, es falible. A veces la palabra se queda corta para
curar las heridas y acercar a los enemigos. Entonces se arma una
matazón en la que corre sangre inocente. Fue lo que sucedió en los
años setenta y ochenta del siglo pasado con las familias Cárdenas y
Valdeblánquez, y con los clanes de Raúl Gómez Castrillón –apodado
“El Gavilán Mayor”– y Juan Pinto.
La esposa le dirige una mirada tan severa como la que les envió
a sus hijas hace un momento, cuando tenían prendido el televisor, y
dice que hay ciertos problemas de la vida que no se pueden solucionar.
–Tampoco hay quien pueda acabar con la fiebre amarilla –exclama.
Viéndolo allí, con la camisa trepidante por la brisa del nordeste,
pienso que Sierra Ipuana, hombre de metáforas, no tendría cabida en
un mundo civilizado como el nuestro, en el que muchos pretenden
cobrar a la brava hasta lo que no se les debe pero nadie parece dis-
puesto a escuchar la palabra.

* Nota: En noviembre de 2010, la UNESCO declaró


a los palabreros wayúu Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
El árbitro que expulsó a Pelé

Guillermo Velásquez, más conocido como “El Chato”, debe de ser


el único árbitro de fútbol del mundo que registra en su hoja de vida
por lo menos cinco jugadores noqueados.
Ni Alberto Castronovo, ni Eduardo Luján Manera, ni los otros
futbolistas aporreados por él se enteraron de que su verdugo, antes de
ser árbitro profesional, había sido boxeador.
Velásquez sonríe mientras se mira los dos puños apretados. Luego
los voltea para donde yo estoy, como para notificarme que en esos
gruesos nudillos, pese a sus sesenta y nueve años, todavía quedan
restos de la potencia telúrica del pasado.
A continuación aclara que él no se hizo respetar por la fuerza –pues
no era invencible– sino porque tenía un temperamento sanguíneo
que se incendiaba ante el mínimo intento de atropello, y un amor
propio que le impedía soportar humillaciones. Si tuviera que arbitrar
otra vez, volvería a sancionar al saboteador y a castigar al tramposo.
Y, sobre todo, no ofrecería la otra mejilla para que el patán le repitiera
el golpe, ni pondría el otro ojo para que el cochino le lanzara un
segundo escupitajo, ni amonestaría con una simple tarjeta al grosero
que le mentara a la madre, sino que se vengaría en el acto de cada
agresión.
124 | Alberto Salcedo Ramos

El Chato estima que la compostura que se les exige a los árbitros es


hipócrita y tiene más vínculos con la política que con la ley. Según él,
un ser humano que recibe una patada y en vez de aparentar cortesía
tiene la oportunidad de desquitarse, resulta menos peligroso porque
se libera de odios futuros.
–Yo no andaba por las canchas repartiendo coñazos –explica–,
pero cuando había que pegar, pegaba, porque después me iba a ma-
tar la angustia de no haber reaccionado como hombre cuando me
provocaron. Cuando se tiene un carácter como el mío, responder a
las agresiones es una necesidad.
Le digo a Velásquez que cambiar la justicia por la venganza nos
devolvería a la época de las cavernas y añado que si al árbitro le dan
un pito y unas tarjetas, es justamente para que no tenga necesidad de
utilizar un garrote.
–Así es –admite con una rapidez que me indica que no le estoy
diciendo nada que él no haya pensado antes–. Pero fíjese usted que
a los futbolistas les dan una pelota para que le peguen patadas y
quieren pegarnos a nosotros.
Vuelvo a la carga con el argumento de que el día que se apruebe la
Ley del Talión en las canchas, tendremos más sangre que goles. Y El
Chato repite la misma frase de hace un momento: “Así es”. Enseguida,
con un movimiento resuelto de las manos, afirma que para evitar
ese riesgo hay que pedirles a los futbolistas que reclamen en buenos
términos y no con violencia.
–¿Y por qué no les pedimos a los árbitros que no les peguen a los
jugadores?
–Bueno, ahí le voy a contestar lo mismo que le contesté a un perio-
dista brasileño el día que expulsé a Pelé: no es bonito responder a un
Textos escogidos | 125

golpe con otro golpe, pero todavía no he visto la parte del reglamento
que diga que los árbitros tenemos que dejarnos pegar.
•••
Guillermo Velásquez mostró su vocación de juez desde la ado-
lescencia. Cuando sus padres discutían, lo buscaban a él para que
decidiera quién tenía la razón. Cuando sus hermanos peleaban, solo
él lograba reconciliarlos. Muy pronto, su capacidad de discernimien-
to y su sentido de la justicia fueron célebres en la familia. Primos, tíos
y otros parientes menos cercanos apelaban a él porque confiaban en
la ecuanimidad de sus sentencias.
Más tarde, cuando jugaba fútbol en el colegio Deogracias Cardona
de su natal Pereira, no asistía con sus compañeros de equipo a la
charla técnica de los entretiempos, sino que se iba con el árbitro a
analizar el reglamento.
Cuando finalmente reemplazó el balón por el silbato se liberó del
destino gris que le esperaba como futbolista y recuperó el respeto que
había conocido como consejero familiar. En ese momento descubrió
que la satisfacción del que aplica la ley depende más del poder que
ostenta que del bienestar que supuestamente le procura al prójimo.
Si la cancha es el universo completo y los jugadores son todas las
criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga,
encarna una autoridad más divina que humana, una presencia om-
nímoda que gobierna las acciones aunque no nos demos cuenta. Él y
solo él es capaz de detener la carrera del veloz atacante con un simple
movimiento de su mano. Él decide cuándo parar el partido y cuándo
reanudarlo, y en ambos casos determina el punto exacto de la tierra
en el que hombre y pelota se reencuentran. Ni el que es genio como
Maradona ni el que es bravucón como Chilavert tienen licencia para
tutearlo: deben dirigirse a él con una cierta reverencia caricaturesca –
126 | Alberto Salcedo Ramos

manos atrás y cabeza agachada–, y además están obligados a acatarlo


por los siglos de los siglos, aun cuando valide como gol una pelota
que pasó a quince metros del arco. Como a Dios, al árbitro habría que
inventárselo si no existiera. Los jugadores lo necesitan para justificar
sus pecados y para que él los ayude a ganar el cielo que ellos solos no
alcanzarían jamás de los jamases.
Desde el principio, El Chato disfrutó esa sensación de impor-
tancia que, según él, les gusta a casi todos sus colegas aunque no lo
reconozcan en público. Por eso ahora, mientras sorbe su café, levanta
la voz para decirme que no es ningún delito, como afirman algunas
personas, que el árbitro sea protagonista.
–¿Cómo no va a ser protagonista el juez que condena al matón
o que evita una desgracia? –se pregunta, alzando aún más el tono y
adoptando un cierto aire de orador–. Usted debe saber, como perio-
dista, que el problema no es la fama sino la mala fama.
Estamos sentados en la cafetería del parque El Salitre, en Bogotá.
Nuestros vecinos, muchos de ellos jóvenes que no lo conocen, lo
miran con insistencia, y él se regodea en su silla comprobando por
enésima vez que no nació para pasar desapercibido.
Estimulado por la atención del público, Velásquez enumera sus
méritos en voz alta: fue –me dice sin ruborizarse– el árbitro que les
abrió las puertas internacionales a sus compañeros colombianos.
Participó en la Copa Libertadores entre 1968 y 1982, pitó en cuatro
Juegos Olímpicos y fue juez de línea en uno de los partidos más
bellos que se hayan disputado jamás, el de Italia contra Alemania en
el Mundial del 70.
Después observa que nunca se tomó un trago el día antes de un
compromiso, que siempre se entrenó como si cada jornada fuera una
final y que cuando se retiró, en diciembre de 1982, era el árbitro que
Textos escogidos | 127

había pitado el mayor número de partidos en los cuales ganaban los


equipos chicos. “Y de visitantes”, añade.
–Lo mejor de todo –dice ahora– es que puedo jurar ante el país
que nunca me torcí. Cuando me equivoqué, me equivoqué de verdad
y no me hice el equivocado. Y no solamente por honesto, sino porque
siempre me quise mucho a mí mismo. Mi orgullo no me permitía
quedar como un chambón.
Le pregunto si pegarles a los jugadores, como él lo hizo, fue un
defecto o una virtud.
El Chato sonríe, me mira con malicia por encima de su pocillo.
Calla.
–Ay, hermano, dejemos eso quieto. No me haga enfermar.
–Por su sonrisa, parece que no se arrepiente.
–Mire: yo no me siento feliz de haber tenido un genio como el que
tuve. El temperamento me traicionaba y ese fue mi único error.
Después de unos segundos de silencio, en los que parece apenado,
encuentra un argumento que le devuelve la seguridad.
–¿Sabe una cosa? –me dice con el rostro iluminado–. Ser peleador
me sirvió para conservar la pureza. Cuando uno quiere imponer
siempre su autoridad, ya sea a las buenas o a las malas, no puede
darse el lujo de tener rabo de paja.
Llegado a este punto El Chato estima pertinente un par de aclara-
ciones: cuando le pegó a un jugador fue porque, indefectiblemente,
este le había pegado a él primero. Y en todo caso, aquellas fueron
calenturas pasajeras que nunca traspasaron los linderos del estadio.
Eso sí: insiste en que para no quedar rumiando odios, era absoluta-
mente necesario que le atizara un porrazo al agresor.
128 | Alberto Salcedo Ramos

Desde 1957, año de su debut en el torneo profesional colombiano,


aparecieron los problemas. Alberto Castronovo, jugador del Atlético
Nacional, aprovechó un embrollo para darle a Velásquez una patada
alevosa en la canilla. Velásquez se retorció en el suelo durante varios
minutos. Cuando se repuso del golpe actuó como si no supiera quién
le había pegado. De pronto, en un tiro de esquina, vio, nítida, la
oportunidad de desquitarse. Calculó que, por el momento, los espec-
tadores estarían pendientes del jugador que iba a cobrar y se colocó
en el área al lado de Castronovo. A continuación, lo conectó con un
derechazo en la barbilla. Castronovo rodó por el pasto, pero se levan-
tó enseguida, furioso, y se lió a golpes con el árbitro, en medio de la
sorpresa del público. Entonces, varios agentes de la policía entraron
en acción, dispuestos a retirar al jugador por la fuerza.
–No, señores –les dijo El Chato, autoritario–. ¡Háganme el favor y
dejan al caballero en la cancha, que no está expulsado!
–¡Pero cómo que no está expulsado, si vimos cómo le pegó a usted!
–¿Y no vieron cómo le pegué yo a él? Si se va Castronovo, me voy
yo también. Pero como donde manda árbitro no manda policía, he
dispuesto que ni se va él, ni me voy yo.
El Chato guiña un ojo y advierte que la justicia depende más del
sentido común de quien la aplica que de simples leyes escritas en
un papel. Para ilustrar su teoría, recuerda la vez que Miguel Ángel
Converti, atacante de Millonarios, recibió un pase de espaldas al arco,
en un clásico contra el Santa Fe. Desde antes de que Converti tomara
la pelota, Velásquez había sancionado fuera de lugar. Pero el jugador,
que al parecer no escuchó el silbato, llevó el lance hasta sus últimas
consecuencias: durmió el balón con el pecho, lo hizo rebotar sobre
su muslo izquierdo y luego se suspendió en el aire –cabeza hacia
abajo y pies hacia arriba– en una chilena espléndida. El proyectil se
Textos escogidos | 129

clavó en un ángulo imposible de la portería y Converti corrió como


loco hacia el banderín de córner, mirando hacia el cielo y zafándose
de los compañeros que querían abrazarlo, como si pensara que su
virtuosismo lo alejaba de los atletas y lo acercaba a los dioses.
–Si yo hubiera sabido que Converti iba a concluir esa jugada como
la concluyó –dice Velásquez–, no habría pitado el fuera de lugar. Fue
la única vez que quise hacerme el equivocado en una cancha, y créa-
me que lamento mi acierto como si fuera un error. Es lo que le vengo
diciendo: según las normas yo actué bien, pero no fue justo que le
robara semejante joya al público. Donde yo valide ese gol, hasta los
hinchas del Santa Fe se ponen contentos.
Le pido a Velásquez que me haga el inventario de los futbolistas
a los cuales golpeó y me responde, aparentemente apenado, que “eso
no vale la pena”.
–¿Por qué?
–Hombre, porque no fueron tantos. Pero ya que insiste en este
punto, diga que una vez le hinché el ojo a Orlando Herrera, del
Tolima, porque se propasó conmigo en un reclamo. ¿Y sabe qué pasó
en el partido siguiente que me tocó arbitrarle en Ibagué? Que el tipo
fue a buscarme a mi camerino y me llevó abrazado hasta la mitad de
la cancha. ¿No le parece bonito? Si no me reconocieran sentido de
la justicia, no me perdonarían. Yo habré sido brutal, pero soy más
humano que muchos de los que se creen mansas palomas, porque
pegué puños pero no maté a nadie con el pito.
•••
El Chato, que no cesa de ufanarse de su ecuanimidad, señala que si
hoy fuera otra vez el miércoles 17 de julio de 1968, volvería a expulsar
a Pelé.
130 | Alberto Salcedo Ramos

Ese día el Santos de Brasil, considerado el mejor equipo del mun-


do, enfrentaba en un partido amistoso a la selección Colombia que
participaría en los Juegos Olímpicos de México.
Muy temprano, Velásquez validó un gol de Colombia en aparente
fuera de lugar. Los brasileños se pusieron histéricos y cercaron al ár-
bitro. Uno de ellos, de apellido Lima, fue expulsado. Como se negaba
a abandonar la cancha, fue sacado por la policía. Cuando iba por la
pista atlética se les soltó a los agentes, se devolvió al terreno de juego
y le asestó una patada a Velásquez. Este le respondió con un leñazo
en el estómago, que generó un amago de gresca.
El partido continuó con muchas tensiones hasta el minuto treinta
y cinco del primer tiempo, cuando Pelé vio la tarjeta roja por recla-
mar, de mala manera, un supuesto penal en su contra. En principio
lució desconcertado, pero no tardó en aceptar el fallo. Entonces
emprendió el retiro de la cancha con un gesto irónico y desafiante,
como un monarca que se mofara de la orden de destierro impuesta
por su vasallo. “Ese tipo está loco”, repetía Pelé, una y otra vez, ante el
cronista de El Espectador que lo esperó en la pista atlética.
En ese momento los jugadores del Santos rodearon al árbitro.
–De veintiocho personas que tenía la delegación brasileña –re-
cuerda El Chato–, me agredieron veinticinco. Los únicos que no me
pegaron fueron el médico, el periodista y Pelé.
Velásquez se sintió empequeñecido, arruinado, cuando los sesenta
mil espectadores del estadio El Campín comenzaron a maldecirlo a
gritos y a pedir el regreso de Pelé. Después, cuando los directivos
de la Federación Colombiana de Fútbol decidieron que volviera el
futbolista y se fuera el árbitro –un hecho único en los anales del
deporte–, se acordó del refrán según el cual la justicia en nuestro país
“es para los de ruana”, y hasta agradeció que a Pelé no se le hubiera
Textos escogidos | 131

ocurrido asaltar un banco, “porque con seguridad aquí todavía lo


estuviéramos aplaudiendo”.
Adolorido más por la humillación pública que por los golpes re-
cibidos, El Chato demandó penalmente a la delegación brasileña. Lo
hizo por recomendación de Lisandro Martínez Zúñiga, magistrado
de la Corte Suprema de Justicia, que esa misma noche lo visitó en el
camerino para ofrecerle sus servicios como abogado.
Los jugadores del Santos permanecieron en Colombia casi dos
días más de lo previsto, retenidos en una comisaría, y al final tuvieron
que pagarle a Velásquez dieciocho mil pesos y ofrecerle excusas por
escrito, antes de poder viajar a su país.
Años después, ya retirado del fútbol, Velásquez buscó la manera
de encontrarse con Pelé. Entendía, como siempre, que más allá de las
leyes escritas necesitaba un acercamiento humano para quedar a paz
y salvo con su conciencia. El rey lo atendió en Miami y hasta lo invitó
a almorzar.
Ahora le pregunto a El Chato qué habría sucedido si Pelé le hubie-
ra pegado cuando él lo expulsó, y me pide, muy serio, que por favor
no le haga una pregunta tan perversa.
–Mire que me voy es a enfermar –añade.
–Es solo una suposición, no más que una suposición.
–Bueno, en ese caso, permítame responderle con una pregunta.
¿Usted qué cree que hubiera pasado?

* Esta crónica obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en el año 2002.
El bufón de los velorios

“Chivolito” jura por Inés Cuesta, su madre, que no se duerme


cada noche con la esperanza de que a la mañana siguiente amanezca
muerto alguno de sus paisanos. Luego carraspea, se queda pensativo.
Casi enseguida advierte que aunque a él le conviene la muerte del
prójimo, jamás se ha sentado en la terraza a esperar que eso ocurra.
La gente estira la pata porque le toca y no porque él se encargue de
liquidarla.
–Yo no tengo la culpa de que la trombosis ande suelta por las calles
buscando empleo –añade con una sonrisa malévola.
Chivolito, cuyo nombre de pila es Salomón Noriega Cuesta, le
debe el apodo a una pequeña verruga que tenía sobre la frente. Se
ha pasado los últimos cincuenta años de su vida contado chistes en
los velorios de Soledad, un pueblo de la costa Caribe de Colombia, a
casi mil kilómetros de Bogotá. Los asistentes se desternillan de la risa
y le brindan licor. Lo aplauden, le dan palmadas sobre los hombros.
Al final de la jornada, él extiende frente a ellos una gorra, para que
se la llenen de monedas. Casi siempre recoge entre ocho mil y doce
mil pesos.
A menudo son los propios dolientes quienes lo solicitan como
bufón, pues saben que su presencia le garantiza compañía al difunto.
También sus vecinos le avisan cuando alguien acaba de fallecer. Y
Textos escogidos | 133

a veces él mismo está pendiente de los carteles de exequias que los


deudos de los difuntos pegan en las paredes. En Soledad y en varios
barrios del sur de Barranquilla es popular la frase según la cual un
velorio donde falte Chivolito no tiene ni pizca de gracia.
Por lo general, Chivolito llega al velorio a las ocho de la noche.
Les da el pésame a los deudos y se sienta en la sala, al lado del ataúd.
Allí permanece un rato en silencio, con el rostro desconsolado. Es
su manera de expresar respeto por la ceremonia religiosa. Luego se
va hacia el patio o hacia el exterior de la casa –depende de dónde
esté el público– y comienza su función, que suele prolongarse hasta
el alba. Muchos de los asistentes le resultan ya familiares, pues son
vagabundos de feria que lo siguen de un lugar a otro. Como conocen
a fondo su repertorio, le van haciendo peticiones en voz alta, una
actitud similar a la de esos espectadores enardecidos que, en los con-
ciertos, les solicitan canciones a sus músicos favoritos. “¡Echa el del
man que tenía dos próstatas!”, le grita un calvo de bigote frondoso.
“Es mejor el del viagra pediátrico”, exclama un vendedor callejero de
butifarras. “Cuenta el de los esposos que se detestaban”, propone un
anciano desdentado. Ellos ignoran que, al recordarle a Chivolito sus
propios chistes, lo ayudan a combatir los estragos de su memoria, y a
seguir vigente a los setenta y ocho años.
Hubo un tiempo en que Chivolito sabía exactamente a cuántos
finados había visitado. Cargaba un bastón de guayacán en forma de
culebra, al cual le trazaba una raya con un cuchillo de cocina cada vez
que animaba un nuevo funeral. Hace veinte años el bastón se le ex-
travió y Chivolito dejó de llevar las cuentas: entonces había animado
novecientas dieciséis velaciones. Antes, cuando le sobraban arrestos,
recorría la costa Caribe de punta a punta, desde el Cabo de la Vela
hasta Bocas de Ceniza –unos quinientos kilómetros– en busca de
134 | Alberto Salcedo Ramos

velorios para sus humoradas. Ahora, viejo y achacoso, evita en lo


posible los lugares que están demasiado retirados de su casa.
Cuando no ejerce su oficio de bufón, Chivolito se la pasa refunfu-
ñando contra lo que él llama su “mala suerte”. Su inventario de quejas
es extenso: le duelen las articulaciones, le arde la garganta, duerme
muy poco. Le molesta la catarata del ojo izquierdo y le preocupa su
exceso de ácido úrico. A finales de los años setenta lo abandonó la
esposa y en 1996 se le murió la hija. Así que a estas alturas vive de
la caridad donde un compadre, en una pieza estrecha y oscura. No
es justo, dice, que a su edad deba recorrer tres kilómetros diarios
bajo los cuarenta grados centígrados de Soledad, para vender rifas y
ganarse apenas cinco mil pesos. En 2003 fue arrollado por un camión
(en este punto se levanta la bota del pantalón para mostrar la cicatriz
que le quedó en la rodilla). Y, como si fuera poco, su familia le dio la
espalda. Solo falta –remata con un suspiro– que los perros del barrio
lo confundan con un tarro de basura y se le orinen. Chivolito repite
su perorata ante todo el que se tropieza, sea conocido o desconocido.
Pero cuando está en los velorios contando chistes parece que olvidara
sus problemas. Le relampaguean los ojos, se le aviva la voz, sin duda
porque siente que, en esos momentos, ya no es el hombre apocado
que se confunde con el gentío mientras negocia su lotería, sino la
estrella de la noche, el blanco de todas las miradas.
•••
El féretro de José del Carmen Urueta, quien murió de muerte
natural a los setenta y tres años, preside la sala. Alrededor del ataúd
hay una rueda de mujeres apesadumbradas. Casi todas visten de
negro riguroso. Están rezando por el alma del muerto, con los ojos
entornados y un rosario entre las manos, a la altura del pecho.
Textos escogidos | 135

La casa es espaciosa, de paredes verdes descascarilladas. En un


rincón de la sala hay un mesón de madera rústica que tiene un Buda
de cerámica, un pavo real de hojalata y una bandeja de frutas artifi-
ciales. El tono de las mujeres es impetuoso.
–Dale, Señor, el descanso eterno –dice la que conduce la oración,
una mujer enjuta que tiene una verruga peluda en la nariz.
–Brille para él la Luz Perpetua –le responden las otras.
Hilda Salas, la viuda, está sentada en el centro del redondel, flan-
queada por dos mujeres rollizas que tratan de consolarla. Una le echa
loción mentolada en las sienes y la otra le abanica el pecho con un
sombrero de palma. De vez en cuando se zafa de sus comadres y se
asoma por la ventanilla del ataúd, para llorar sobre el rostro del di-
funto. Grita, se estremece. La mano izquierda, con la cual empuña un
pañuelo arrugado, se agita en el aire. Las otras mujeres se contagian
de su histeria y sueltan también un llanto estentóreo. Sin embargo,
no parecen tristes: tan solo interpretan, es evidente, un viejo libreto.
A diferencia de Chivolito, ellas encarnan la parte grave del espec-
táculo escénico. Pero, al igual que él, encuentran en el funeral una
posibilidad de protagonismo. En algunos pueblos pobres del Caribe
colombiano la muerte es una oportunidad de esparcimiento. La gente
acude a los velorios no solo para solidarizarse con los deudos, sino
también para combatir la rutina diaria, para tener algo que hacer.
Como no hay salas de cine que muestren muertos de mentira, toca
distraerse con los muertos de verdad.
A través de la ventana abierta se divisa la ancha calle, donde se
encuentran los otros asistentes al velorio. Hay que dar tan solo nueve
pasos para atravesar la sala y llegar a esta calzada, que es polvorienta
debido a que nunca ha sido pavimentada. Los dos extremos de la
avenida fueron acordonados con bancos de madera, para impedir el
136 | Alberto Salcedo Ramos

paso de los automóviles. Afuera, a diferencia de lo que ocurre en el


interior de la casa, todos son hombres. Están organizados también
en forma circular pero, en vez de rezar, ríen a carcajadas. La causa de
tanto jolgorio es el tipo de baja estatura que cuenta chistes en el centro
de la circunferencia. Esta noche Chivolito luce una camisa blanca de
lino, un pantalón caqui y unos mocasines blancos. La cachucha, en la
que más tarde recogerá el dinero, es verde. El hombre tiene una voz
chillona que taladra los oídos y una variadísima colección de adema-
nes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se
tira al piso, se alborota el pelo, saca un peine, se acicala con la raya en
la mitad, hace la mímica de un borracho, aplaude, se arrodilla. Parece
un muñeco de cuerda manipulado por un titiritero delirante.
–Chivolito, ¿por qué no cuentas el del hombre de las dos prósta-
tas? –interviene a gritos el vendedor de butifarras.
–Ese es muy largo –responde Chivolito sin mirar al autor de la
pregunta.
Una garrafa de ron blanco empieza a rodar de mano en mano. El
que la recibe apura un trago a pico de botella y enseguida se la pasa
al siguiente.
–Un monstruo se casó con una monstrua –vuelve a la carga
Chivolito con su voz penetrante–. Una noche el monstruo llegó a
la casa con tremenda borrachera. Y le dijo a la monstrua: bueno, mi
amor, vamos a acostarnos, que vengo con muchas ganas de hacerte
monstruosidades. La monstrua le contestó: ñerda, papi, hoy no se va
a poder, porque tengo la monstruación.
El chiste, pese a que es vulgar, parece demasiado sofisticado para
este auditorio del barrio Rebolo, en el sur de Barranquilla. La gente
se ríe de manera un tanto forzada. Ahora le toca a Chivolito el turno
de beberse su trago de ron. El hombre empina la botella con las dos
Textos escogidos | 137

manos y se la lleva a la boca, el rostro levantado y el cuello echado


hacia atrás, como si fuera a comenzar un solo de trompeta. Después
le entrega la garrafa al vendedor de butifarras, no sin antes limpiarse
los labios con la manga derecha de su camisa. Su semblante gozoso
dista mucho del aire de pena que tenía por la tarde, cuando esgrimía
por enésima vez su catálogo de dolencias.
–Bueno, les voy a contar un chiste muy apropiado para esta noche
–dice, con el rostro iluminado–. Dos esposos llevaban treinta años
sin hablarse. Una tarde el tipo fue al médico y se enteró de que se iba
a morir al día siguiente. Entonces llamó a la mujer: “Fíjate, Susana,
desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer
los gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo. Te
propongo lo siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos
vamos a cenar. Entramos a cine, tomamos vino y rematamos la no-
che en un motel”. Y le responde la esposa: “Nada de eso, malparido,
recuerda que yo tengo que madrugar a preparar el entierro”.
La risotada es estrepitosa. El anciano desdentado luce al borde de
un infarto. Se sacude, se golpea el pecho con la mano abierta. Los
ojos le lagrimean. En medio de la algarabía, ninguno de los radiantes
espectadores parece interesado en mirar hacia la sala, donde las
mujeres enlutadas continúan entregadas a su plegaria por el difunto.
Aunque no existen registros históricos sobre el origen de los bufo-
nes de velorio en el Caribe colombiano, se cree que es una tradición
de por lo menos un siglo. Resulta obvio suponer que el propósito
de esta costumbre es amortiguar el impacto que produce la pérdida
de un ser querido. Pero se trata, en realidad, de algo mucho más
profundo, relacionado con la naturaleza festiva de los habitantes. No
es que se cuenten chistes con la intención calculada de desterrar el
dolor y restaurar la alegría, sino que, sencillamente, la gente es así,
138 | Alberto Salcedo Ramos

gozosa, risueña. ¿Por qué diablos tendría que comportarse de ma-


nera distinta en los funerales? Sería como aceptar la derrota. Lejos
de humillarse ante la muerte, los hombres la desafían con el humor.
Por eso, al frente de la mayoría de cementerios de la región hay un
bar que se llama La última lágrima. Es una cultura tan hedonista que
pareciera inspirada siempre en la célebre sentencia de Lord Byron:
la vida es demasiado corta para desperdiciarla jugando ajedrez. O
rasgándose las vestiduras por algo que, a fin de cuentas, es inevitable.
•••
Chivolito está jugando dominó en una terraza del barrio Porvenir,
en Soledad, donde vive desde mediados de los años sesenta. Sus com-
pañeros de partida son el albañil Carlos Rico, el mecánico Heberto
Guzmán y el licenciado en Ciencias Sociales Agustín de la Hoz. El
tema de conversación es la muerte.
–Morirse es lo más fácil del mundo –opina Rico, a quien los demás
llaman “El Mono”–. Uno se acuesta vivo y amanece con la cabeza
doblada.
–Eso es verdad –tercia Guzmán–. La muerte es lo único que tene-
mos asegurado.
–Lo único –repite Chivolito con un gesto reflexivo, mientras juega
su ficha.
El profesor de la Hoz no dice nada. Está concentrado en la partida.
Son las tres de la tarde y la calle 17 es un hervidero de autobuses vie-
jos, carretillas tiradas por mulas y triciclos con carrocería habilitados
como taxis. El concierto de ruidos es atronador: el frenazo de un
camión, el chirrido de una segueta eléctrica, el pregón de un ven-
dedor de aguacates. Algunos de los transeúntes detienen su marcha
Textos escogidos | 139

y se quedan al lado de la mesa, mirando el juego. Chivolito sigue


hablando.
–La muerte era mejor negocio antes. Ahora se han puesto de moda
las cremaciones esas, porque salen baratas. Yo pregunto: ¿quieren
economizar? Amárrenle al cadáver una piedra en el tobillo y tírenlo
al río. Así les sale gratis y de paso se ahorran hasta la llorada.
Uno de los curiosos apiñados alrededor de los cuatro jugadores le
pregunta a Chivolito si para él también se ha desmejorado el negocio
de los velorios.
–¿Y a ti quién te dijo que yo vivo de los velorios? –responde, con
cara de ofendido–. En Soledad todo el mundo sabe que yo trabajo
vendiendo boletas de las Rifas JB. ¡Tú acabas de llegar de Marte y no
te has dado cuenta de esa vaina!
A continuación, en un tono sosegado, Chivolito le informa a su
interlocutor que todas las mañanas recorre a pie cerca de tres kilóme-
tros y vende ciento treinta boletas, a razón de cien pesos por unidad.
El dueño del negocio le paga el cuarenta por ciento de las ventas,
es decir, unos cinco mil pesos diarios. Es poco, advierte, pero ¿qué
más puede hacer un viejo de setenta y ocho años? Lo de las muertes
es una ayuda, por supuesto, pero no siempre se muere la gente y, en
todo caso, hay velorios de donde lo expulsan a la fuerza, porque los
deudos consideran que sus bufonadas son irrespetuosas.
–¿Irrespetuoso yo? –pregunta mientras se da golpes de pecho–.
Ellos son los que creman los cadáveres, o se ponen a pelear herencias
cuando el cajón todavía está en la sala. ¡Y el irrespetuoso soy yo!
Enseguida vuelve a desembuchar su lista de calamidades. Un pri-
mo panadero se esconde cuando lo ve, para no regalarle ni un mísero
pan. Un hijo extramatrimonial que tuvo en el pueblo de Malambo, se
140 | Alberto Salcedo Ramos

volvió ladrón y perdió la vida en una balacera. A veces le da mareo


y se queda sin visión durante unos segundos. A veces se le hinchan
los pies de tanto caminar bajo el sol. Lo peor de todo, dice, es que él
era talentoso y, sin embargo, no pudo derrotar a su “mal destino”.
En su juventud lo dejaban entrar gratis a las salas de cine, para que
con un megáfono le pusiera la voz a las películas de Chaplin. Ahí
donde lo ven, con su 1,55 de estatura, él protagonizó dos comedias
en el teatro Mogador. Todo el mundo pronosticaba que sería como
Cantinflas o como Germán Valdés, el popular “Tin Tan”. ¿Y quién es
Chivolito hoy? ¿Quién es, a ver? Un pobre tipo sin suerte. Menos mal
que todavía hay personas como el compadre Luis de los Ríos, que le
da posada y comida, concluye meditabundo.
Otro de los fisgones quiere saber cómo fue que Chivolito se hizo
contador de chistes en los velorios. Chivolito le responde que heredó
el oficio de su padre, Demetrio Noriega. Luego cuenta que su primera
función sucedió de manera accidental en 1956, cuando tenía veintio-
cho años. Esa noche había muerto la madre de Aristarco Sepúlveda,
uno de los más afamados bufones de velorios de Soledad. Sepúlveda,
un cincuentón de panza abultada, estaba tan conmocionado que no
se atrevía a animar la velación, y por eso le pidió el favor a Chivolito,
quien solo había ido a expresarle sus condolencias.
–Nosotros somos como los médicos –dice Chivolito ahora, con
cara de estar revelando el primer mandamiento de un decálogo tras-
cendental–. Cuando tenemos familiares implicados, buscamos a un
colega.
Uno de los asistentes se declara sorprendido. Chivolito advierte
que en sus correrías ha sido testigo y protagonista de muchos he-
chos asombrosos. Lo más insólito, dice, le ocurrió una noche en
que lo arrojaron a empujones de una rueda fúnebre en el barrio San
Textos escogidos | 141

Antonio, de Soledad. Chivolito emigró para la tienda del frente y se


puso a tomar cerveza con varios de sus fanáticos, quienes se fueron
detrás de él. Allá siguió contando los chistes. Al rato, las personas que
aún permanecían en la velación, atraídas por las carcajadas, también
se marcharon hacia la tienda. La estampida dejó al cadáver casi solo,
apenas con las cuatro rezanderas macilentas que lo acompañaban.
Entonces, al hijo mayor del finado no le quedó más remedio que
ofrecerle disculpas a Chivolito y suplicarle que regresara.
Mientras Chivolito hablaba, la partida de dominó había quedado
suspendida. Ahora, Carlos Rico lo amonesta.
–¡Juega rápido, no joda! –gruñe.
–Yo te creo a ti la mitad de lo que dices –le advierte Heberto
Guzmán.
Después se dirige al resto de contertulios.
–Llevamos cuarenta años oyéndole el cuento de la esposa que lo
dejó y de la hija que se le murió, y ni siquiera los más viejos del pueblo
conocieron a esas dos mujeres. Deja de hablar paja y pon rápido ese
doble seis, si no quieres que te lo ahorque.
Chivolito juega la ficha con un golpe seco sobre la mesa.
–¡Pa’ joderte, marica!
•••
El profesor Agustín de la Hoz llegó por la tarde al velorio en la
casa de la familia Urueta. Mientras arribaba el resto del personal, se
puso a dialogar con un hombre sobre la pésima campaña del Atlético
Junior en el torneo de fútbol colombiano. Después, la charla derivó
hacia la muerte.
–Como decía Quevedo, somos una presente sucesión de difuntos.
142 | Alberto Salcedo Ramos

Según de la Hoz, la costumbre de hacer ruido en los funerales ha


estado arraigada desde hace años en el Caribe, sobre todo en las zonas
rurales. La bulla de los dolientes en los sepelios es quizá un alarido de
pavor. Una manera de ahogar entre todos el implacable silencio de la
muerte. Durante los últimos años la tradición se ha ido perdiendo,
debido a la educación y a la influencia de culturas ajenas. Es posible
que Chivolito sea el último bufón de velorios que sobrevive.
En algunos pueblos de la costa Caribe despiden a los finados con
tambores. En otros les cantan coplas. Las plañideras a sueldo del
pasado son hoy una leyenda pintoresca, pero en la región no hay
entierro popular al que le falte su cortejo de mujeres quejumbrosas:
familiares, vecinas, amigas, conocidas o simples entrometidas. Se
apoderan del muerto sin autorización de nadie y lo lloran a grito
herido, como si establecieran una relación proporcional entre el
afecto y la potencia de su llanto. A ningún hijo de Dios le falta su
banda sonora desgarrada el día del entierro. Es la prueba de que no
vivió en vano, la evidencia de que dejó una huella. Si se miran bien
las cosas –añade el profesor de la Hoz–, este sollozo colectivo es un
baile de máscaras. Por eso, tal vez, la máxima fiesta de la región, el
Carnaval de Barranquilla, termina con el entierro multitudinario de
Joselito, un personaje simbólico: se muere para renacer. Para salvar
la próxima fiesta.
Y eso –salvar la fiesta a pesar de la muerte– es lo que procura
Chivolito esta noche, mientras cuenta sus chistes.
–Una viejita se desnudó frente al espejo y empezó a hablar con su
propia imagen. “Ay, mijita, estás toda arrugada como un acordeón.
Ya no eres la misma que martillaba con navegantes, choferes, poetas,
albañiles, músicos, zapateros, carpinteros, butifarreros, profesores y
futbolistas. ¡Estás llevada de la malparidez!”. De pronto se le salieron
Textos escogidos | 143

cuatro gotas de orín por donde sabemos, y dice la viejita: “Echeeeeee,


¡lloras porque te digo la verdad!”.
Esta vez el público aplaude además de reír a carcajadas. El calvo
de bigote frondoso le pasa la garrafa de ron blanco. El vendedor de
butifarras vuelve a pedirle el chiste del hombre de las dos próstatas.
Y la barahúnda parece fuera de control. Dentro de la casa, la viuda
luce tranquila a pesar de este alboroto, como si entendiera que es un
deber cristiano prestar su muerto, para que Chivolito y su comparsa
sepan que están vivos.
El pueblo que sobrevivió a una
masacre amenizada con gaitas

Sucede que los asesinos –advierto de pronto, mientras camino


frente al árbol donde fue colgada una de las sesenta y seis víctimas–
nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los
libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted,
y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos
bogotanos o pastusos sabrían siquiera que en el departamento de
Bolívar, en la costa Caribe de Colombia, hay un pueblo llamado El
Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son
visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen.
José Manuel Montes, mi guía, un campesino rollizo y taciturno
que se ha pasado la vida sembrando tabaco, asiente con la cabeza.
Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol
ya se ocultó pero su fogaje permanece concentrado en el aire. Mi
acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos
ahora, más o menos aquí, en la mitad de la cancha de fútbol, los
paramilitares torturaron a Eduardo Novoa Alvis, la primera de sus
víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de carnicería y
después le embutieron la cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el
vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para
celebrar su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían
sustraído de la Casa de la Cultura. En los alrededores desolados de
Textos escogidos | 145

este campo de microfútbol apenas hay un par de burros lánguidos


que se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible
imaginar cómo se veían esos espacios aquella mañana del viernes
18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes de El
Salado se encontraban apostados allí por orden de los verdugos.
–Casi toda la gente estaba sentada en ese costado –dice Montes,
mientras señala un montículo de arena parda que se encuentra per-
pendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia.
Hoy por la mañana, al despuntar el día, Édita Garrido me había
mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una aldeana enjuta de tez
cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares,
dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando en
ráfagas y profiriendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde
se hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros:
–¡Partida de malparidos: párense firmes, que somos los paracos y
vamos a acabar con este pueblo de mierda!
–¡Eso les pasa por ser sapos de la guerrilla!
Enseguida arrancaron a los pobladores de sus casas y los condu-
jeron como borregos de sacrificio hacia la cancha. Allí –aquí– los
obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del rectángulo donde
normalmente es situado el balón cuando va a empezar el partido
se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel
en el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes
acusaban de colaborarle a la guerrilla. En la lista, después de Novoa
Alvis, seguía Nayibis Osorio. La arrastraron prendida por el pelo
desde su casa hasta el templo, acusada de ser amante de un coman-
dante guerrillero. La sometieron al escarnio público, la fusilaron. Y a
continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una
146 | Alberto Salcedo Ramos

de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las
hojas de tabaco antes de extenderlas al sol.
–¿A quién le toca el turno? –preguntó en tono burlón uno de los
asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores.
El compañero que manejaba la lista le entregó el dato solicita-
do: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le
amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al
otro, al tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la
arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo
estrépito de tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a
Pedro Torres Montes, a Marcos Caro Torres, a José Urueta Guzmán y
a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por
aquel inesperado recodo del infierno.
Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: al que llore
lo desfiguramos a tiros. Otro levantó su arma por el aire como una
bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos
a alguien.
–Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me
toca a mí –repetía, mientras caminaba por entre el gentío con las
ínfulas de un guapetón de cine.
Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles de tambo-
res. Hacia el medio día, varios tramos de la cancha se encontraban
alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que
había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban
más nombres pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron
un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los
habitantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le
correspondiera el número treinta –advirtió uno de los verdugos– es-
tiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen Redondo y a Enrique
Textos escogidos | 147

Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en un


divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un
loro, y de otra, un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de
un círculo frenético. Cuando finalmente el gallo descuartizó al loro a
punta de picotazos, estalló una tremenda ovación.
Ahora, José Manuel Montes me explica que la mortandad de la
cancha era apenas una parte del desastre. El país ha conocido des-
pués –gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones de
los verdugos y al copioso archivo de la prensa– los pormenores de
la masacre. Fue consumada por trescientos hombres armados que
portaban brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Los paramilitares comenzaron a acordonar el área desde el miércoles
16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco sobre El Salado,
asesinaban a los campesinos que transitaban inermes por las veredas.
No los mataban a bala sino a golpes de martillo en la cabeza, para
evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se
encontraban aún en el pueblo.
El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron las casas que
permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron
abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas
mujeres adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche les
ordenaron a los sobrevivientes regresar a sus moradas. Pero eso sí:
les exigieron que durmieran con las puertas abiertas si no querían
amanecer con la piel agujereada. Entre tanto, ellos, los bárbaros, se
quedaron montando guardia por las calles: bebieron licor, cantaron,
aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las gaitas. Se mar-
charon el sábado 19 de febrero casi a las cinco de la tarde. A esa hora
los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con
el cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la
cancha que con tanto esfuerzo le habían construido a sus hijos cinco
148 | Alberto Salcedo Ramos

años atrás estaba convertida en una cloaca de matadero público:


manchones de sangre seca, enjambres de moscas, atmósfera pesti-
lente. Y, para rematar, los cerdos callejeros le caían a dentelladas a los
cadáveres, corrompidos ya por el sol.
–Mi marido –me dijo Édita Garrido esta mañana– ayudó a cargar
uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos llenas de
pellejo podrido.
Le reitero a José Manuel Montes que mi visita se debe a la mata-
zón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese presentado ese
hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo
frente a las vitrinas de un centro comercial en Bogotá, o extraviado
en una siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que algunos
de quienes todavía seguimos vivos pongamos los ojos más allá del
mundillo que nos tocó en suerte. Por eso nos conocemos usted y
yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los ciento cincuenta me-
tros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires.
Mientras avanzamos digo que acaso lo peor de estos atropellos es que
dejan una marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación
que la psiquis establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan
indisoluble como la que existe entre la herida y la cicatriz. No nos en-
gañemos: El Salado es “el pueblo de la masacre”, así como San Jacinto
es el de las hamacas, Tuchín el de los sombreros vueltiaos y Soledad
el de las butifarras.
Hemos llegado por fin al monumento erigido en honor a las perso-
nas acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las osamentas
se levanta una enorme cruz de cemento. La pusieron allí como el
típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la práctica,
como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida,
esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra,
Textos escogidos | 149

el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas


regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos
no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir
los nombres labrados en las lápidas con caligrafía primorosa, soy
consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas con
quienes ya no podré conversar. Habitantes de un país terriblemente
injusto que solo reconoce a su gente humilde cuando está enterrada
en una fosa.
•••
Domingo de rutina en El Salado: Nubia Urueta hierve el café
en una hornilla de barro. Vitaliano Cárdenas les echa maíz a las
gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel
Torres hiende la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar
una novilla. Juan Antonio Ramírez cuelga la angarilla de su burro en
una horqueta. Hugo Montes viaja hacia su parcela con un talego de
semillas de tabaco. Édita Garrido pela yucas con un cuchillo de pun-
ta roma. Eusebia Castro machaca panela con un martillo. Jámilton
Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de David Montes.
Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal,
fuma su tercer cigarrillo del día. Los demás lugareños seguramente
están dentro de sus moradas haciendo oficios domésticos, o en sus
cultivos agrandando los surcos de la tierra. A las ocho de la mañana
el sol flamea sobre los techos de las casas. Cualquier visitante
desprevenido pensaría que se encuentra en un pueblo donde la gente
vive su vida cotidiana de manera normal. Y hasta cierto punto es
así. Sin embargo –me advierte Oswaldo Torres–, tanto él como sus
paisanos saben que después de la masacre nada ha vuelto a ser como
en el pasado. Antes había más de seis mil habitantes. Ahora, menos
de novecientos. Los que se negaron a regresar, por tristeza o por
miedo, dejaron un vacío que todavía duele.
150 | Alberto Salcedo Ramos

Le digo a Oswaldo Torres que el sobreviviente de una masacre


carga su tragedia a cuestas como el camello su joroba, la lleva consigo
adondequiera que va. Lo que se encorva bajo el pesado bulto, en este
caso, no es el lomo sino el alma, usted lo sabe mejor que yo. Torres
expulsa una bocanada de humo larga y parsimoniosa. Luego admite
que, en efecto, hay traumas que perduran. Algunos de ellos atacan
a la víctima a través de los sentidos: un olor que permite evocar la
desgracia, una imagen que renueva la humillación. Durante mucho
tiempo los habitantes de El Salado esquivaron la música como quien
se aparta de un garrotazo. Como vieron agonizar a sus paisanos entre
ramalazos de cumbiamba improvisados por los verdugos, sentían,
quizá, que oír música equivalía a disparar otra vez los fusiles asesinos.
Por eso evitaban cualquier actividad que pudiese derivar en fiesta:
nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballo.
Pero en cierta ocasión un psicólogo social que escuchó sus testi-
monios en una terapia de grupo les aconsejó exorcizar el demonio.
Resultaba injusto que los tambores y gaitas de los ancestros, símbolos
de emancipación y deleite, permanecieran encadenados al terror. Así
que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico en la cancha
de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado
de velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente.
En este momento, paradójicamente, el sol se ha escondido. El
cielo encapotado amenaza con desgajarse en un aguacero. Torres re-
cuerda que cuando ocurrió la masacre, en febrero de 2000, todos los
habitantes se marcharon de El Salado. No se quedaron ni los perros,
dice. Pues bien: él, Torres, fue una de las ciento veinte personas –cien
hombres y veinte mujeres– que encabezaron el retorno a su tierra
en noviembre del año 2002. Cuando llegaron –cuenta– El Salado
se hallaba extraviado bajo un boscaje de más de dos metros de alto.
Uno de los paisanos se encaramó en el tanque elevado del acueducto
Textos escogidos | 151

para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. Enseguida se


entregaron a la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un
día, tres días, una semana enfrascados en una lucha primitiva contra
el entorno agresivo, como en los tiempos de las cavernas: corte un
bejuco por aquí, queme un panal de avispas furiosas por allá, mate
una serpiente cascabel por el otro lado. La proliferación de bichos era
desesperante.
–Si uno bostezaba –dice Torres– se tragaba un puñado de
mosquitos.
Para defenderse de las oleadas de insectos, todos, inclusive los no
fumadores, mantenían un tabaco encendido entre los labios. Además,
fumigaban el suelo con querosene, armaban fogatas al anochecer.
Dormían apretujados en cinco casas contiguas del Barrio Arriba,
pues temían que los bárbaros regresaran. Reunidos –decían– serían
menos vulnerables. Su consigna era que quien quisiera matarlos,
tendría que matarlos juntos. Tan grande era el miedo en aquellos
primeros días del retorno, que algunos dormían con los zapatos
puestos, listos para correr de madrugada en caso de que fuera ne-
cesario. Al principio subsistieron gracias a la caridad de los pueblos
vecinos –Canutal, Canutalito, El Carmen de Bolívar y Guaimaral–,
cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando
terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último mon-
tón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los
elementos perdidos del universo: el caney del patio, el establo, la
burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto
del gallo, el ladrido de los perros, los juegos de los niños, los amores
furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita
del compadre. Entonces volvieron los sobresaltos: la guerrilla de las
FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) los acusó de
152 | Alberto Salcedo Ramos

ser colaboradores clandestinos de los paramilitares. ¿Habrase visto


ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se les
consideraba compinches de los guerrilleros!
Mientras chupa su eterno cigarrillo, Oswaldo Torres advierte
que los problemas de orden público en El Salado se debían al simple
hecho de pertenecer geográficamente a los Montes de María, una
región agrícola y ganadera disputada durante años por guerrilleros
y paramilitares. En los periodos más críticos de la confrontación los
habitantes vivían atrapados entre el fuego cruzado, hicieran lo que
hicieran. Y siempre parecían sospechosos aunque no movieran ni
un dedo. Ciertamente, algunos paisanos –bajo intimidación o por
voluntad propia– le cooperaron a un bando o al otro. Tal circuns-
tancia resultaba inevitable dentro de un conflicto corrompido en el
cual los combatientes tomaban como escudo a la población civil.
Hugo Montes, un campesino que ni siquiera terminó la educación
primaria, me explicó el asunto, anoche, con un brochazo del sentido
común que les heredó a sus antepasados indígenas.
–Es que donde hay tanta gente, nunca falta el que mete la pata.
Enseguida encogió los hombros, me miró a los ojos y me retó con
una pregunta:
–¿Y qué podíamos hacer los demás, compa, qué podíamos hacer?
–Lo único que podíamos hacer –responde Torres ahora– era
pagar los platos rotos.
Su respiración es afanosa porque vamos subiendo una senda empi-
nada. De pronto, mira hacia el cielo como si suplicara clemencia, pero
en realidad –según me dice, jadeante– está inquieto por un nubarrón
que parece a punto de romperse encima de nuestras cabezas. Torres
retoma una idea que planteamos al principio de nuestra caminata:
Textos escogidos | 153

en este momento cualquier visitante desprevenido pensaría que los


pobladores de El Salado viven otra vez, venturosamente, su vida dia-
ria. Y hasta cierto punto es así –repite–, porque ellos han retornado
al terruño que aman. Mal que bien, hoy cuentan con la opción de
disfrutar en forma tranquila los actos más entrañables de la cotidia-
nidad, como se percibe en esta calle por la cual avanzamos: una niña
escruta el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en
el piso con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano
plácido. Sin embargo, ya nada será tan bueno como en la época de
los abuelos, cuando ningún hombre levantaba la mano contra el pró-
jimo, y los seres humanos se morían de puro viejos, acostados en sus
camas. La violencia les produjo muchos daños irreparables. Espantó,
a punta de bombazos y extorsiones, a las dos grandes empresas que
compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico,
la muerte y la destrucción. Provocó un éxodo pavoroso que dejó
el pueblo vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda
índole. Cuando los habitantes regresaron, casi dos años después de la
masacre, descubrieron con sorpresa que la mayor parte de la tierra en
la que antes sembraban tenía otros dueños. Ya no había ni maestros
ni médicos de planta, y ni siquiera un sacerdote dispuesto a abrir la
iglesia cada domingo.
El nubarrón suelta por fin una catarata de lluvia que rebota enar-
decida contra el suelo arenoso.
•••
Los dos únicos centros educativos que quedan en el pueblo funcio-
nan en una casa esquinera de paredes descoloridas. Uno es la Escuela
Mixta de El Salado, dueña de este inmueble, y otro, el Colegio de
Bachillerato Alfredo Vega. Varios chiquillos contentos corretean por
el patio esta mañana de lunes. En el primer salón que uno encuentra
154 | Alberto Salcedo Ramos

tras el portón los niños se aplican a la tarea de elaborar un cuadro


sinóptico sobre las bacterias y otro sobre las algas. El número de
alumnos ni siquiera sobrepasa el centenar, pero el problema mayor
es otro: el bachillerato apenas está aprobado hasta noveno grado.
Los estudiantes interesados en cursar los dos grados restantes deben
mudarse para El Carmen de Bolívar, lo que demanda unos gastos
que no se compadecen con la pobreza de casi todos pobladores. En
consecuencia, muchos jóvenes renuncian a concluir su educación y
se convierten en jornaleros, como sus padres.
Tal es el caso de María Magdalena Padilla, veinte años, quien a
esta hora hierve leche en una olla descascarada. En 2002, cuando re-
tornaron los habitantes tras la masacre, María Magdalena fue noticia
nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía
ausentarse de El Salado dejó a su hija de cinco años bajo la custodia
de María Magdalena. Para matar el tiempo, las dos criaturas se pusie-
ron a jugar a las clases: María Magdalena era la maestra, y la niña más
pequeña, la alumna. Una vecina que vio la escena también envió a su
hijo chiquito, y luego otra señora le siguió los pasos, y así se alargó la
cadena hasta llegar a treinta y ocho niños. Como no había escuelas,
el divertimento se fue tornando cada vez más serio. En esas apareció
una periodista que quedó maravillada con la historia, una periodista
que, folclóricamente, le estampilló a la protagonista el mote de “Seño
Mayito”, dizque porque María Magdalena sonaba demasiado formal.
El novelón caló en el alma de los colombianos. A María Magdalena
la retrataron al lado del presidente de la república, la ensalzaron en la
radio y en la televisión, la pasearon por las playas de Cartagena y por
los cerros de Bogotá. Le concedieron –vaya, vaya– el Premio Portafolio
Empresarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil arrinconado en
su habitación paupérrima. Los industriales le mandaron telegramas,
los gobernadores exaltaron su ejemplo. Pero en este momento María
Textos escogidos | 155

Magdalena se encuentra triste porque, después de todo, no ha podi-


do estudiar para ser profesora, como lo soñó desde la infancia. “No
tenemos dinero”, dice con resignación. Lejos de los reflectores y las
cámaras no resulta atractiva para los falsos mecenas que la saturaron
de promesas en el pasado. Pienso –pero no me atrevo a decírselo a
la muchacha– que ahí está pintado nuestro país: nos distraemos con
el símbolo para sacarle el cuerpo al problema real, que es la falta de
oportunidades para la gente pobre. Les damos alas a los personajes
ilusorios como “la Seño Mayito”, para después arrancárselas a los se-
res humanos de carne y hueso como María Magdalena. En el fondo,
creamos a estos héroes efímeros, simplemente, porque necesitamos
montar una parodia de solidaridad que alivie nuestras conciencias.
Eso sí: los problemas persisten, se agrandan. La vecina de María
Magdalena se llama Mayolis Mena Palencia y tiene veintitrés años.
Está sentada, adolorida, en un taburete de cuero. Ayer, después del
tremendo aguacero que cayó en El Salado, resbaló en el patio fangoso
de la casa y cayó de bruces contra un peñasco. Perdió el bebé de tres
meses que tenía en el vientre. Y ahora dice que todavía sangra, pero
que en el pueblo, desde los tiempos de la masacre, no hay ni puesto
de salud ni médico permanente. Yo la miro en silencio, cierro mi
libreta de notas, me despido de ella y me alejo, procurando pisar
con cuidado para no patinar en la bajada de la cuesta. Veo las calles
barrosas, veo un perro sarnoso, veo una casucha con agujeros de bala
en las paredes. Y me digo que los paramilitares y guerrilleros, pese a
que son un par de manadas de asesinos, no son los únicos que han
atropellado a esta pobre gente.
Las verdades de mi madre

En la infancia pensaba que Ledia Ramos Quiroz, mi madre, era


mayor que mi abuelo. Supongo que mi impresión se debía a que
ella, con sus 175 centímetros de estatura y su aire de mando, parecía
empequeñecer todo lo que la rodeaba.
Yo alardeaba frente a mis primos: les decía que mi madre era tan
inteligente que no necesitó nacer niña y por eso había sido grande
desde chiquita. Todo lo suyo era serio, desde el color de sus ensaladas
hasta el diseño de la ropa que nos compraba: camisas grises para mí,
faldas hasta los tobillos para mi hermana. A ella no le gustaban ni el
ruido, ni la histeria, ni las parejas que se besaban en la calle, ni los
niños que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos, ni las mujeres
que llamaban siete veces diarias a la casa del novio, ni los hombres
que se descamisaban en público.
Todavía hoy me parece que su sentido del deber era dramático y en
algunos casos hasta desconsiderado con ella misma. También se me
antojaba excesivo el rigor con el que solía entregarse a la búsqueda de
la verdad, aun en los casos en que esa verdad podía resultarle adversa
o dolorosa. Mi madre era incapaz de regalar un piropo en el que no
creyera. Mi madre odiaba el engaño, así este se mimetizara en un ob-
jetivo aparentemente razonable, como el de amortiguar la calamidad
con una pirueta del lenguaje. Mi madre jamás se ponía capuchón
para expresar –siempre en voz alta y sin rodeos– sus opiniones. Más
Textos escogidos | 157

de dos veces la vi correr el riesgo de decir verdades incómodas que


los demás temían, simplemente porque para ella ninguna mentira
era piadosa.
Cuando le salieron las canas, cuando le nacieron los primeros nie-
tos, aprendió –cautelosa, sabia– a manejar sus propias intolerancias,
para no sufrir a costa de ellas ni fastidiar a las demás personas con
sus reclamos. Ya no perdía el tiempo amonestando a los ruidosos
con una mirada fulminante, como en el pasado, sino que se apartaba
del escándalo, en busca de una trinchera donde poner a salvo su
tranquilidad.
En el centro de todo ese sentido psicorrígido del orden, mi madre
era un melocotón que se deshacía en el paladar: nos hacía cosquillas
hasta sacarnos las lágrimas, nos escondía un juguete cualquiera y
nos retaba a que lo encontráramos, mientras iba repitiendo en voz
alta las palabras “frío”, “tibio”, “caliente”, según estuviéramos lejos
o cerca de lograr el objetivo; nos daba un confite de almendra por
cada beso sonoro que estampáramos en sus mejillas. Si yo pudiera
morir acostado en mi cama mientras contemplo los arabescos de las
telarañas en el techo, y si tuviera, además, la oportunidad de elegir
en ese momento la imagen con la cual quisiera irme de este mundo,
escogería el siguiente recuerdo. Veinticuatro de diciembre de 1973.
Yo tenía diez años. Estaba estrenando un pantalón blanco de lino que
mi madre me había regalado ese mismo día, por la tarde, con una de
sus advertencias favoritas:
–Ya sabes, mijo: este pantalón es muy elegante. Trátalo como si
fuera un arreo de la iglesia.
Sin embargo, esa noche, en vez de andarme con remilgos para
proteger el pantalón como ella proponía, me fui a merodear por el
cine de Arenal, el pueblo en el que vivíamos. La calle, que en aquel
158 | Alberto Salcedo Ramos

tiempo no había sido pavimentada, era una polvareda de espanto


debido a la aglomeración de gente. La muchedumbre estaba reunida
alrededor de una mesa de madera rústica, sobre la cual giraba una
ruleta llena de números. Yo me quedé fascinado frente a los colores
de la rueda, frente al sonido que producía cuando rotaba, frente a los
alaridos tremendos de los adultos. Me impresionaba –supongo– el
poder imprevisible del azar. Entonces me animé a apostar los cinco
pesos que me había regalado mi tío Gonzalo y, para mi sorpresa,
gané: de un solo tirón resulté embolsándome treinta y cinco pesos.
Con las ganancias compré, entre otras cosas, una empanada de huevo
para obsequiársela a mi madre. Estaba tan embriagado por el sabor
del triunfo, que me guardé la empanada en el bolsillo izquierdo del
pantalón. Mientras corría desbocado hacia la casa, sentía la sensación
de llevar en el muslo un tizón prendido. En cuanto llegué, mi madre
notó, aterrorizada, el círculo amarillento de grasa que había converti-
do mi pantalón, mi fino pantalón, en un trapo de miseria. Enseguida
corrió hacia mí con el rostro transfigurado por la furia. Era evidente
que se aprestaba a troncharme la cabeza. En ese momento me saqué
el paquete del bolsillo y le dije:
–Mira lo que te compré, mami.
Su semblante pasó sin ninguna transición de la rabia al regocijo.
Me besó en la frente una y otra vez, me apretó emocionada contra su
pecho, los ojos llorosos, la risa alborozada, como celebrando de golpe
la ruina del pantalón, solo porque le permitía recibir aquel detalle
cariñoso de su hijo bruto. A menudo, cuando las cosas no van bien
para mí, me aferro a este recuerdo estremecedor como el náufrago al
salvavidas.
En mayo del año 2000, cuando me enteré de que mi madre pa-
decía cáncer de páncreas, les rogué a los médicos que le ocultaran la
Textos escogidos | 159

verdad. Quería evitar que el susto la matara antes que la enfermedad.


Los médicos desoyeron mis súplicas y le aventaron la mala noticia de
un modo que a mí se me antojó demasiado brutal. Ella se impresionó
mucho, lloró, rezó, dijo que quería seguir viva. Sin embargo, no resis-
tió la cirugía que le practicaron. A veces creo que no la mató el bisturí
sino la angustia de saber que estaba gravemente enferma. Entonces
repruebo al doctor que, en contra de mi voluntad, se atrevió a contar-
le el mal que tenía. Pero al final termino entendiendo que mi madre,
mujer de una sola pieza hasta el último aliento, no hubiera aceptado
ni siquiera esa mentira.
LA ÑAPA

Dos crónicas hasta ahora no publicadas en libro.


Cuando Matilde camina

Le llamaban Matilde, a secas, o simplemente Mati. Pero en 1970,


cuando se convirtió en musa de una célebre canción vallenata, todo
el mundo empezó a distinguirla como Matilde Lina. Al cabo de cua-
renta y un años ella también ha optado por nombrarse de la manera
en que la nombró el compositor Leandro Díaz. Es lo que hace ahora
mientras pasa las páginas de un viejo álbum familiar: señala cada
foto con el dedo índice y se menciona en tercera persona, como si
hablara de una Fulana distinta a ella.
–Esta es Matilde Lina cuando trabajaba en Telecom –dice, y
muestra a una cuarentona rolliza que habla por teléfono.
Luego frunce el ceño, entrecierra los ojos. Se nota que mira con
dificultad debido a la falta de sus lentes. En la página del álbum
que tiene abierta en este instante aparece una quinceañera delgada
y sonriente, sentada en el pasto al lado de un hombre que la mira
embelesado.
–Esa es Matilde Lina con un enamorado que tenía allá en El
Plan. Entonces cierra el álbum y señala la foto grande que está
colgada en la pared de la sala. En ella aparece la misma mujer, esta
vez de perfil, luciendo una cabellera encrespada que le llega hasta la
cintura.
–Así era Matilde Lina cuando Leandro la conoció.
164 | Alberto Salcedo Ramos

En aquel tiempo acababa de cumplir veintinueve años, agrega.


Después advierte que aunque Leandro la pretendió desde el primer
momento, el amor de los dos estaba predestinado a ser imposible. En
parte porque ella era una mujer casada. En parte porque Leandro, el
muy descarado, tenía entonces dos mujeres de planta y una provisio-
nal. ¡Y eso que es ciego de nacimiento!, exclama, mordisqueándose
el labio inferior. ¿Qué tal que hubiera visto? Así que lo mejor, como
aconsejaban los ancianos de su tierra, era dejar el machete en su vaina.
Porque lo cierto es que Matilde Lina nunca ha sido plato de segunda
mesa, como le hubiera tocado en caso de aceptarle los requiebros a
Leandro.
–¿Y si Leandro no hubiera tenido esas tres mujeres ni usted hu-
biera estado casada?
–Tampoco, tampoco. Matilde Lina siempre lo ha querido es como
amigo, y él lo sabe.
La mujer continúa un rato más hablando en la misma tónica:
Matilde Lina para allá y Matilde Lina para acá. Matilde Lina aquello
y Matilde Lina lo otro. Ciertamente –observa ahora–, los dos nom-
bres suyos fueron escogidos por sus padres, pero nadie le decía el
segundo. Cuando Leandro Díaz rescató ese “Lina” en el cuarto de San
Alejo, fue como si la hubiera rebautizado. En las calles de El Plan –el
caserío de La Guajira en el que nació– algunos la llamaban con los
estribillos de la canción.
–Adiós, “hembra muy popular”.
Otros le arrojaban al pasar un calificativo malicioso.
–¿Para dónde vas, Tormento de Leandro?
Claro que de todos los nombres que le trajo el renombre, el más
curioso fue el que le puso Luis Alberto Zequeira, su ex marido.
Textos escogidos | 165

Cuando Alfredo Gutiérrez grabó “Matilde Lina”, ella, que apenas


tenía treinta y cinco años, era ya una mujer separada con cuatro hijos
menores a su cargo. Zequeira la había abandonado debido a que se
enamoró de otra muchacha. Sin embargo, cuando se emborrachaba
en las cantinas le entraba la nostalgia por ella y ordenaba que repitie-
ran, una y otra vez, la canción que la nombraba. No la solicitaba con
su título original sino con uno inventado por él: “La viuda”.
–¡Pónganme “La viuda” de nuevo!
Así que entre muchos cantineros de la región el título alternativo
circulaba más que el oficial. Y muy pronto empezó a ser utilizado
también como apelativo para la mujer que inspiró la canción.
–Buenas tardes, Viuda Bonita.
La Viuda Bonita sonríe, se reacomoda en su mecedora. Es evi-
dente que disfruta explayándose en el tema. Es evidente que todavía
hoy, a sus setenta y seis años, se siente a gusto como personaje del
cancionero popular latinoamericano. Ella sabe –y lo dice engreída–
que hay grabadas más de cuarenta versiones de la canción, y que
entre quienes la han interpretado figuran el Gran Combo de Puerto
Rico, Diomedes Díaz, la Charanga América y Carlos Vives. Por eso
a estas alturas –advierte, orgullosa– está acostumbrada al asedio de
la prensa. Para no ir muy lejos, ayer se pasó todo el día con un grupo
de reporteros de Caracol Televisión. En este punto, ya entrada en
gastos, recita de memoria la lista de periodistas importantes que la
han entrevistado.
–¿Usted cree que si Leandro no fuera ciego hubiera dicho en la
canción que “cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana”?
En vez de responder, súbitamente empieza a entonar el pasaje
aludido:
166 | Alberto Salcedo Ramos

Si ven que un hombre llega a la Jagua


coge el camino y se va pa’ El Plan
está pendiente que en la sabana
vive una hembra muy popular.
Es elegante, todos la admiran
y en su tierra tiene fama
cuando Matilde camina
hasta sonríe la sabana.

La voz lozana de Matilde Lina contrasta con su apariencia de


abuela. Cualquiera que oiga la grabación de este fragmento podría
pensar que quien canta es una joven. Lo cierto, en todo caso, es que
ella sí representa mucha menos edad de la que tiene. A lo sumo unos
sesenta y cinco años. Se ve airosa, cuidada. Y eso que es una mujer
de las de antes, advierte. Es decir, de las que se le medían a cualquier
oficio casero sin detenerse a pensar que se le podían ajar las manos
o estropear las uñas. Si Leandro hubiera podido verla –tan menuda,
tan acompasada en el andar– ¿habría dicho que cuando ella camina
sonríe la sabana?
–Si Leandro lo dijo fue porque alguien se lo contó. ¿Usted cree que
él no averigua? Él es chismosísimo.
En este punto vuelve a hablar de sí misma en tercera persona:
Matilde Lina es conocida en el mundo gracias al paseo vallenato que
le compuso Leandro Díaz. Eso la halaga, sin duda. Pero el compositor
también debería vivir agradecido de ella, que le inspiró esa canción
tan bonita.
•••
Textos escogidos | 167

A sus ochenta y cuatro años Leandro Díaz luce ausente, ajeno a


todo cuanto sucede a su alrededor. Ninguna conversación se roba
su interés, ningún ruido lo inmuta. La causa de tal aislamiento es
una sordera progresiva que se ha apoderado de él en los últimos seis
años. Una sordera que, aparte de conferirle ese aire de desorientado,
lo muestra como lo que nunca fue: un hombre abatido. Salvo durante
su primera infancia allá en la finca Lagunita de la Sierra, cuando ape-
nas estaba familiarizándose con los elementos de su noche perpetua,
la ceguera congénita jamás lo doblegó. El silencio, en cambio, sí lo
desmoraliza. Después de todo, a lo largo de casi ocho décadas el oído
fue su principal punto de apoyo en medio de las tinieblas, lo que le
permitió descubrir el entorno. Gracias al oído aprendió a versificar y
a hacer melodías, las dos destrezas que le sirvieron para nombrar el
mundo. Sin esos primores, ¿cómo hubiera podido sobreponerse a la
fatalidad?
–Él solo oye si uno le pega la boca en la oreja y le habla durísimo
–aclara su hijo Ivo.
Están sentados sobre un cómodo sofá, en la casa que Ivo tiene en
el barrio Los Ángeles, de Valledupar. De repente, el hijo se pone las
manos en forma de bocina alrededor de la boca, y le habla a su padre
en el oído.
–Viejo, ¿usted hubiera podido componer si hubiera sido sordo de
nacimiento?
Leandro se queda absorto. Por un momento da la impresión de
que no hubiera escuchado la pregunta y siguiera naufragando en el
silencio. Se tienta la oreja derecha con la punta de los dedos, levanta
los ojos baldíos. Y empieza a mover la mandíbula sin ton ni son, un
hábito de anciano que también adquirió durante los últimos años. De
168 | Alberto Salcedo Ramos

pronto, justo cuando parece más ido de la conversación, suelta una


respuesta escueta:
–No, hijo, en ese caso no hubiera podido componer.
Si su padre hubiera sido sordo de nacimiento –razona Ivo a con-
tinuación–, no hubiese podido crear consonancias. Al no oír ni el
acordeón de Colacho Mendoza, ni el canto de Armando Zabaleta,
ni los versos de Tobías Enrique Pumarejo, ni la guitarra de Toño
Brahim, ni las anécdotas del viejo Emiliano Zuleta, ni los lamentos
de Lorenzo Morales, ni la bullaranga de una parranda matinal, ni las
voces cantarinas de ciertas mujeres, no habría forjado su obra mu-
sical. Es cierto que a pesar de ser ciego describió hermosamente los
paisajes de su región, pero tal prodigio solo fue posible porque podía
aguzar el oído para dialogar con la naturaleza y conocer la opinión
de los mayores. Si hubiese sido sordo no habría percibido jamás la
caída de las hojas secas y, en consecuencia, no existiría “El verano”,
esa bella canción dedicada a los árboles que lloran “viendo rodar su
vestido”. Tampoco habría notado cómo giran “las nubes del viento”
a las que se refiere en “Yo comprendo”, su merengue magistral. Ni
reconocido la altivez de Josefa Guerra, que lo motivó a crear el paseo
“La diosa coronada”. De esta pieza suya –dicho sea de paso– extrajo
Gabriel García Márquez el epígrafe para la novela El amor en los
tiempos del cólera:

En adelanto van estos lugares:


ya tienen su diosa coronada.

Si hubiese sido sordo, “las aguas claras del río Tocaimo” no habrían
podido darle “fuerzas para cantar”, ni habría llegado a su pensamien-
Textos escogidos | 169

to esa “bella melodíaaaaaaa”. En suma, no existiría Matilde Lina en su


vida, ni como canción ni como recuerdo.
Desprovisto de su repertorio no lo aclamarían los folcloristas, ni
lo rodearían las admiradoras, ni lo condecorarían los jerarcas de la
cultura. Ningún ensayista lo compararía con Homero, ningún can-
tante le llamaría “el trovador que ve con los ojos del alma”.
–Si mi papá hubiera sido sordo de nacimiento, yo no estaría aquí
echando el cuento.
Sin vista y sin oído –se pregunta Ivo después–, ¿cómo hubiera
podido su padre enamorar a su madre, la difunta Helena Clementina
Ramos, o a Nelly Soto, la otra señora con la que convivió? Tampoco
habría podido entenderse con Iselina Aragón, la mujer de Papayal a
la que le engendró un hijo.
–Bandido que fue el viejo, ¿oyó?
En este punto se cierra el círculo: sin oído no hay música, sin
música se alejan las mujeres y sin mujeres faltan los motivos para la
música.
–La música salvó a papá.
Durante su infancia en la finca Lagunita de la Sierra, Leandro
siempre fue el débil. El patito desplumado, el perrito rengo. Habitar
en un hato ganadero caluroso, a merced de las bestias y las saban-
dijas, era lo peor que podía sucederle a aquel niño ciego. Allí los
adultos –incluidos Abel Duarte y María Ignacia Díaz, sus padres–
andaban siempre apremiados por sus labores arduas. Él, entre tanto,
se sentía extraviado sin un lazarillo que le descifrara los caminos. Se
resbalaba en los barrancos, se descalabraba contra los horcones. En
sus canciones, por cierto, abundan las referencias al sufrimiento de
aquella época.
170 | Alberto Salcedo Ramos

Eso sí: el muchacho descubrió muy pronto una estrategia para


defenderse: mientras exhibiera alguna gracia que suscitara interés,
contaría con la consideración de los adultos. De ese modo le sobra-
rían los cuidados que le faltaban cuando simplemente era percibido
como un chico postrado por la ceguera. En principio lo que llamaba
la atención era su capacidad de predecir ciertos fenómenos naturales.
–Él decía: “hoy va a llover”. Entonces los mayores se le burlaban
en la cara: “veeee, y este pelao como que además de ciego está loco.
¡Cipote sol y viene a decir que hoy llueve!”. Al ratico caía el chaparrón.
–¿Cómo hacía para adivinar?
–Él me contó que aprendió a distinguir la dirección de la brisa.
Por eso sabía que cuando el viento soplaba hacia un lado específico
de la finca era porque iba a llover.
En todo caso, fue al mostrar su talento para el canto y la rima
cuando Leandro dejó en claro que no era un ser digno de lástima
sino de respeto. La música le fortaleció el carácter y, además, le
brindó la oportunidad de comprar maíz suficiente para amasar sus
propias arepas. Porque apenas estuvo en edad de responder por sí
mismo fundó un conjunto vallenato. Se presentaba en celebraciones
públicas, actuaba en fiestas particulares. En una comarca festiva por
excelencia nunca faltará un lugar especial para quienes saben atizar
el gozo. Leandro, siempre perspicaz, entendió eso muy pronto. Y
también entendió que los hacendados de esta región feudal tratan
mejor a quienes les animan sus parrandas que a quienes les ordeñan
sus vacas.
Por eso Ivo no quiere seguir imaginándose lo que habría ocurrido
si “el maestro Leandro” –así le llama a veces– hubiese sido sordo de
nacimiento.
Textos escogidos | 171

–Dejemos ese tema quieto, muchacho.


–Listo, lo dejamos quieto. Pero antes déjame preguntarle a tu papá
qué habría pasado si él nunca hubiera oído la voz de Matilde Lina.
La boca en el oído. La pregunta gritada. El viejo sonríe, mueve la
cabeza en sentido afirmativo.
–La hubiera olido. A mí siempre me ha gustado el olor de Matilde.
–¿A qué huele?
–A jabón de baño.
Pero si usted hubiera sido sordo de nacimiento, no hubiera podido
componerle la canción que le compuso.
–En ese caso, ella se hubiera quedado con su orgullo y yo sin mi
canción.
•••
En la casa de Matilde Lina Negrete, ubicada en el barrio Panamá,
de Valledupar, el sábado despunta en medio del ajetreo doméstico.
Mientras ella macera el maíz en un molino artesanal, su hija Marielsy
amasa las arepas. Ambas son guajiras tradicionales, de esas que se
inmolan en la cocina con tal de honrar a sus hombres: esposos,
hermanos, sobrinos, hijos. Invierten tanto tiempo y esfuerzo en la
preparación de los alimentos, que a veces no parece que se los fueran
a ofrecer a los seres humanos sino a los dioses. El maíz que muele
Matilde Lina, por ejemplo, permaneció en remojo toda la noche.
De ese modo la masa queda mucho más suave. Y ahora Marielsy le
agrega unos cuantos clavitos de olor al café negro, para que adquiera
un sabor más agradable.
–El hombre que se muere por un tinto de esos es Leandro Díaz
–dice Matilde Lina.
172 | Alberto Salcedo Ramos

Después, sin dejar de moler el maíz, señala que el encuentro entre


Matilde Lina y Leandro era inevitable, porque ambos frecuentaban
las mismas fiestas. A él lo contrataban para que cantara y a ella para
que les cocinara sancocho a los parranderos. Tarde o temprano te-
nían que tropezarse, insiste, pues además el acordeonero de Leandro,
Toño Salas, era el marido de Telesila Negrete, la hermana de ella. Y
como si fuera poco, Cecilia, otra hermana de Matilde Lina, fue novia
de Emiliano Zuleta Baquero, quien a su vez era hermano medio de
Toño Salas y amiguísimo de Leandro Díaz.
–Qué enredo, ¿verdad? –dice como si estuviera disculpándose.
Se conocieron en Manaure de la Montaña un día de 1964. Ambos
se encontraban de visita en la casa del compositor Juan Manuel
Muegues, quien era primo hermano de ella y amigo de él. Muy pron-
to, Leandro empezó a cortejarla. Matilde Lina lo aquietó con una
advertencia radical: él tenía más chance de achicar el río Marquezote
con una totuma que de conquistarla a ella. Primero, porque ella era
una mujer casada. Y segundo, porque él tan solo le despertaba un
sentimiento de amistad.
Leandro comprendió el mensaje. Así que durante los siguientes
encuentros casuales que tuvieron se mantuvo a una distancia pru-
dente. Pero a finales de 1969, cuando se enteró de que Matilde Lina
había sido abandonada por su esposo, volvió a la carga, llevando
como señuelo la canción.
Luis Alberto y Milcíades, dos de los hijos de Matilde Lina, llegan
de repente en busca del desayuno. Aunque ambos hayan montado
ranchos aparte, siempre encontrarán un plato servido en esta casa,
a cualquier hora del día o de la noche. En la región Caribe los hijos,
por mucho que crezcan, siguen cabiendo sin tropiezos bajo las faldas
de la mamá.
Textos escogidos | 173

–Leandro es un hombre muy inteligente pero se equivoca cuando


dice que yo fui orgullosa. Mi negativa no fue por orgullo sino porque
él nunca me gustó.
–¿Por qué?
–Matilde Lina no nació para él.
–Cuando la abandonó su esposo y salió esa canción tan bonita,
¿no hubieran podido intentar algo Leandro y usted?
–En ese momento conocí a un hombre bueno y me volví a casar.
Con él tuve al quinto de mis hijos.
–Pero usted enviudó hace años, y Leandro también. ¿No
podrían…?
–Y no solo eso, hay más coincidencias: él se quedó sordo y yo
sufro ahora del Vértigo de Ménière, que ataca los oídos.
–¿Usted lo quiere?
–Lo adoro, pero como amigo.
Después dice que además lo admira porque, a pesar de ser la cria-
tura más frágil de la tierra, se convirtió en un hombre fuerte sin usar
más coraza que su talento musical. Entonces tararea un fragmento
de “El cardón guajiro”, otra canción autobiográfica de Leandro que
le encanta.

Ayer tuve una reunión


con la pena y el olvido
después de una discusión
la pena perdió conmigo.
Yo soy el cardón guajiro
que no lo marchita el sol.
174 | Alberto Salcedo Ramos

“Matilde Lina”, la canción, tiene hoy más años de los que tenía
Matilde Lina, la mujer, cuando se la dedicaron. En sus versos el
trovador enamoradizo y la musa esquiva permanecerán siempre
unidos, como jamás pudieron estarlo en realidad. Si no existiera este
paseo, Matilde Lina se habría esfumado en la memoria de Leandro,
y Leandro en la memoria de Matilde Lina. Por eso, en cierta forma,
la canción es de todos modos una especie de vínculo matrimonial.
–¿Matrimonial? –refunfuña Matilde Lina–­. ¡Yo con Leandro no
me casaría ni loca!
–¿No dijo que lo adora?
–Solo como amigo. Lo adoro tanto que si él se muere primero que
yo, me voy a pie desde mi casa hasta el cementerio.
–Bueno, ahí sí lo mejor es que se vaya caminando, para que sonría
la sabana.

Revista SoHo, abril de 2011


La travesía de Wikdi

En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de


su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los
paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin em-
bargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda
atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de
susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su
rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio,
ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así
que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que
exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral.
Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de
extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día
y gélida durante la madrugada. Wikdi –trece años, cuerpo menudo–
tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que
prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre
lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.
–Menos mal que nos bañamos anoche –dice el padre.
–Esta noche volvemos al río –contesta el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón
de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno
de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo
176 | Alberto Salcedo Ramos

el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de


geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se
sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y
se dirige a mí.
–Cinco menos veinte –dice.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio.
Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la
mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese cami-
no tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los
únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el
nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una
madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana
Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes
de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su
etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se
plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido
entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas
mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran
convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo
miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su
raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergi-
do en las tinieblas. Eso sí –concluye con aire reflexivo–: aunque lleven
la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la
trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.
Prisciliano –treinta y ocho años, cuerpo menudo– espera que
el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en
la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará
habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar
vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el
Textos escogidos | 177

bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el


idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas
personas que no pertenecen a su etnia.
–El colegio está lejos –dice–, pero no hay ninguno cerca. El que
tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado,
y Wikdi ya está en séptimo.
–La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
–Así es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi –es decir,
Dios– Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine
su ciclo de secundaria.
–Nunca le he insinuado que elija esa opción –aclara–. Él vio el
ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que
adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, res-
ponde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos
del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva
y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y
a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines
de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia,
y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los
caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el
Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas,
oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado
ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras gene-
raciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de
un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.
–Las cinco y todavía oscuro –dice ahora Prisciliano.
178 | Alberto Salcedo Ramos

Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo


fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido
intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco
tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros
hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el
radio suena una conocida canción de despecho interpretada por
Darío Gómez.

Ya lo ves me tiré el matrimonio


y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.

El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo


el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha
empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las
tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabil-
do se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya
nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de
la comarca ya está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (¡kusal-
malo!), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo
los cuatro perros de la familia.
•••
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta cen-
tímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre
una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas
enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado
un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras,
Textos escogidos | 179

pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros


filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos
aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un
vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima
de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa:
aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo
atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos
en el agua, se remoja los brazos y el rostro.
Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido,
calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de
viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido
inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy
fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para
entender de qué les estoy hablando. En esta trocha –me contó Jáider
Durán, ex funcionario del municipio de Unguía– los caballos se hun-
den hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas.
Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de
esos que usa cierta gente en la ciudad –unos Converse, por ejemplo–
ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran
la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies
aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.
–¡Qué sed! –le digo a Wikdi.
–¿Usted no trajo agua?
–No.
–Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar
consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige
la información que acaba de suministrarme.
180 | Alberto Salcedo Ramos

–No, mentiras: faltan son cuatro puentes.


En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que
gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela,
es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada,
por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro
país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la
travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno
entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un
drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en
cualquier otro lugar de la periferia colombiana, es mero paisaje. Visto
desde cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en
pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece
debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón
entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia,
maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de
arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
–No.
–¿Tienes sed?
–Tampoco.
Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego,
sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin
desayunar.
–¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
–Yo voy sin desayunar pero en el colegio dan un refrigerio.
–Entonces comes cuando llegues.
–El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
Textos escogidos | 181

Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy con-


tando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los para-
militares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el
que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el
acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por
la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así
que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por
el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico,
tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el
mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un
paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad
de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo,
es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo
al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.
–Faltan dos puentes –dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un
atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose
muy cerca a él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a
punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo
otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.
–¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
–Me quedé así.
–Sí, pero ¿por qué?
–Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
–¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
–Porque yo me quedé quieto.
–¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
182 | Alberto Salcedo Ramos

–No sé.
–¿Tu papá te enseñó eso?
–No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo
que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos
hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al
llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las
necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás inte-
grantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque
ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la
copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la
aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.
–¿Tú por qué estás estudiando?
–Porque quiero ser profesor.
–¿Profesor de qué?
–De inglés y de matemáticas.
–¿Y eso para qué?
–Para que mis alumnos aprendan.
–¿Quiénes van a ser tus alumnos?
–Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía
el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de igno-
rancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce
las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la
posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las
víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó,
Textos escogidos | 183

según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a fina-


les de este mes, el 54 por ciento de los habitantes sobrevive gracias a
una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20 por ciento de la
población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma
región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una
emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce
niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en
eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el
mundo.
–Ese es el último puente –dice, mientras me dirige una mirada
astuta.
–¿El que está sobre el río Unguía?
–Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
•••
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961,
ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero
hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola
máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de en-
gorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la
última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años.
Tampoco quedan cuyes ni patos. En los dieciocho salones de clases
abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin bra-
zos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación:
los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria
USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado.
Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del
colegio es hacer un inventario de desastres.
184 | Alberto Salcedo Ramos

–Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio


diario –dice Benigno Murillo, el rector–. El Instituto Colombiano de
Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó
un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo.
Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jor-
nadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos
que vienen sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo “Séptimo A” van entrando
atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el
colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman
“Anderson”, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara
con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
–Anderson –dice el profesor de geografía–: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfo-
no celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo
me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global”, que los
pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan,
sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado
vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la
tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades,
al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin
necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y
ponerle el pecho al viaje.
–América es el segundo continente en extensión –lee el profesor
en el cuaderno de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra que desecho enseguida porque
me parece gastada por el abuso: “odisea”. Para entrar en este lugar de
la costa Pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más
hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos.
Textos escogidos | 185

El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes


ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana
abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese
mismo día viajé a Carepa –Urabá antioqueño– en una avioneta que
mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como
“una pequeña buseta con alas”. Enseguida tomé un taxi que, una hora
después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto
con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso
en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé
el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo
el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con
Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.
El profesor sigue hablando:
–Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de
América.
¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en
cuenta! Estas lejuras de pobres nunca le han interesado a los indolentes
gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En
la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la
gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte
con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las
Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda
tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de
15 a 24 años: 9,47 por ciento. Un estudio de 2009 determinó que en
el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación
primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además,
en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante
de los paramilitares en el área es apodado “El profe”.
186 | Alberto Salcedo Ramos

Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo


llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda
Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree
que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora
de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un
“profe” siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio
como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté
perdida en las tinieblas.

Revista SoHo, febrero de 2012


OCHO COLUMNAS DE PRENSA
Elogio del piropo

En este momento eres la dueña de la acera. Tu cuerpo, ceñido por


ese traje vaporoso, es un aullido del trópico. Y el balanceo musical
de tus caderas anticipa el desmadre del mapalé. No existe, te lo digo
sin rodeos, la mínima posibilidad de que uno te vea y voltee para
otra parte, haciéndose el desentendido, silbando, como si fingiera
que el mundo sigue tranquilo, como si ignorara que se aproxima un
temblor de tierra. Esto no es Suiza, querida, sino el Caribe. Así que
con toda seguridad los tipos que están sentados allá en la esquina, al
fondo de la calle, te van a lanzar un piropo.
Defiendo, ya lo sabes, el derecho al piropo. Tienes razón cuando
protestas contra los patanes que te enciman con lujuria y te dicen
palabrotas obscenas. A esos bárbaros deberían imponerles el castigo
de limpiar los baños de todas las cárceles de mujeres que hay en el
mundo. Así que no perdamos tiempo en ellos. Pero, además, no sobra
recordarte que lo que esos guaches te arrojan al pasar no son piropos.
En el idioma castizo de nuestros mayores, y en el Diccionario de la
Real Academia de la Lengua, piropo es sinónimo de flor, óyelo bien.
Por eso nuestras abuelas retribuían los cumplidos con aquella frase
atildada que ya casi no se usa: “gracias por la flor”.
Los hombres que lanzan piropos en las esquinas son, por lo gene-
ral, gente del populacho. Los magnates están en otra parte, querida,
en el Mar Báltico, o en Ibiza, embriagándose con sus doncellas de
190 | Alberto Salcedo Ramos

figurín. Si un magnate de esos te abordara en un salón de coctel,


seguramente llevaría la espada desenvainada, como el matador que
se apresta a dar la estocada final, porque esos monarcas son cons-
cientes de sus ventajas y las hacen valer a mansalva. En cambio, el
albañil de aquel edificio en construcción, ¿lo ves?, te suelta la lisonja
sin esperar ninguna contraprestación. Él sabe que tú no le dirás: “ay,
qué palabras tan graciosas: bájate rápido de ese andamio para que
hagamos el amor”. Simplemente quiere notificarte que existe y que te
admira. El hecho de que te obsequie el halago aun a sabiendas de que
no conseguirá ningún favor tuyo, es un detalle generoso, admítelo.
Los hacedores de piropos transforman la calle en un gran teatro de
la picaresca: “quisiera ser bizco para verte doble”. “Vete por la sombri-
ta, mamita, que el sol derrite los bombones”. Ellos no podrían elogiar
tus “hombros de champagne”, como Breton, ni invitarte a “florecer
volando en una bicicleta”, como Neruda, porque no son poetas de
oficio. Apenas son seres corrientes que dedican su chispa a la tarea
diaria de matar el tiempo que nos mata. Y fíjate que aunque no han
leído a tahúres del lenguaje como Ramón Gómez de la Serna, son
capaces de hacer unos juegos de palabras sorprendentes: “quisiera
ser tu profesor de tercero, para pasarte al cuarto”. Ahora que varias
calles se han convertido en focos de violencia, te pido, muchacha,
entender el significado social de esos chicos que dejan de jugar fút-
bol para lisonjearte cuando pasas. Ellos son a la convivencia lo que
Greenpeace es a la conservación de los bosques: defensores de una
forma de humor que nos sirve, al fin y al cabo, para celebrar la vida.

El Heraldo, febrero de 2010


Increíble pero cierto

Leí la noticia ayer en El Heraldo: en la Urbanización Los Cocos, de


Barranquilla, cuatro motociclistas encañonaron a las personas que
compraban votos para la candidata a la Cámara Isabel Figueroa, y
se robaron siete millones de pesos contantes y sonantes. En conse-
cuencia, muchos ciudadanos que habían vendido el voto se quedaron
sin recibir su paga. El cable remataba con la siguiente frase de un
denunciante: “ladrón que le roba a ladrón tiene cien años de perdón”.
Por cuenta de ese espíritu mágico del Caribe, presente hasta en las
malas noticias, lo que empezó como un fraude electoral y luego se
convirtió en un terrible asalto, al final fue un capítulo más de nuestra
comedia cotidiana. El hecho me hizo recordar otro caso en el cual
se combinaron lo dramático y lo cómico. Sucedió en Cartagena en
2005. Un señor ya jubilado que caminaba por la Plaza de la Aduana
sintió de repente unos retorcijones en el estómago. Angustiado, le
pidió a un vigilante del Banco del Comercio que le dejara usar el
baño. El vigilante accedió a la solicitud pero le puso una condición:
como el inodoro estaba dañado, le tocaba hacer su necesidad dentro
de una bolsa, que después tendría que llevarse. Cuando el jubilado
salió del banco, sudoroso, fue encañonado por cuatro delincuentes.
Pero para su fortuna no le arrebataron la vida, ni la mesada, sino
apenas la bolsa donde transportaba los residuos de su agonía.
192 | Alberto Salcedo Ramos

Cualquier escritor de ficción serio descartaría –por extravagante,


por chillón– el argumento anterior. En el Caribe, sin embargo, ese
tipo de acontecimientos que parecen irreales, concebidos por una
imaginación delirante, son pan de cada día. El principal problema
de los escritores –tanto de ficción como de no ficción– no es la falta
de temas, sino encontrar la forma de hacer creíble la realidad tan
demencial que tenemos. Nuestro repertorio de sucesos inverosímiles
es variadísimo. Va desde la muchacha que se rellena la barriga de
trapos para simular un embarazo de nueve hijos, hasta los novios que
se desatan a hacer el amor dentro de un cajero electrónico frente al
cual hay una larga fila de clientes esperando turno. Incluye, además,
a un par de amantes que fueron mordidos por una culebra dentro de
un motel llamado El Paraíso. Lo cual nos permite anotar, entre pa-
réntesis, que en el Caribe la realidad nos ayuda a confirmar algunos
postulados bíblicos: por ejemplo, que no hay paraíso sin serpiente.
Recuerdo una crónica de Gustavo Tatis sobre un burro callejero que
entró en un colegio del sur de Bolívar y se comió la plantilla de pago
de los maestros. Y también recuerdo un relato de Germán Danilo
Hernández sobre una de las islas de la bahía de Cartagena, donde una
mañana el mar agitado de diciembre trajo a la playa un cargamento
de cocaína. Los inocentes habitantes, que no sabían qué diablos con-
tenían aquellos costales, terminaron utilizando la cocaína como cal
para demarcar una cancha de fútbol.
La académica española Teresa Imízcoz dice que las historias
verdaderas son más exóticas que las inventadas. Por eso, contar la
verdad y solo la verdad es nuestra mejor manera de ser absolutamen-
te increíbles.

El Heraldo, mayo de 2010


La manteca que nos une

En una calle de Estocolmo, un haitiano tal vez piense que el ja-


maiquino que está a la vista, en la misma acera por donde él anda
extraviado, es uno de los suyos. Cuando lo oiga hablar en inglés quizá
sienta la decepción del sediento que, en el desierto, acaba de ver un
oasis donde no lo había.
Si al frente de los dos está una mesa de fritangas que no es ni
jamaiquina ni haitiana sino venezolana, uno y otro –y por supuesto
también el señor de Venezuela que vende las frituras– se sentirán en
familia.
Lo que nos divide en el Caribe, según el poeta dominicano Pedro
Mir, es la lengua. Lo que nos une, según la escritora puertorriqueña
Magali García Ramis, es la manteca. Empanadas repletas de carne
grasosa y vísceras de res que chorrean aceite encuentra uno en
Kingston y en Cartagena, en La Habana y en Portobello. En el Caribe
inglés y en el español, en el holandés y en el francés. A las diez de
la mañana o a las seis de la tarde muchísimas de nuestras calles se
convierten en comederos comunales. Y descomunales.
Hay otras cosas comunes, desde luego. En nuestro territorio
principió la colonización de América. El mar en el que nuestros an-
tepasados buscaban la armonía con el Universo, nos fue arrebatado
por las grandes potencias, que no lo usaron como fuente de belleza
194 | Alberto Salcedo Ramos

sino como teatro de guerra. También nos une el predominio de la luz


sobre la penumbra y un cierto garbo de danza que convierte el acto
de caminar en la antesala de la fiesta. Luego está el tambor, que nos
pone alas en los pies y nos hace pensar, como Giradoux, que el cuer-
po no debe ser la primera sepultura del esqueleto. Nadie quiere matar
ni matarse cuando suena el tambor, ya sea en un bolero cubano o en
un reggae de Jamaica. Tal vez por eso, pese a afrontar los más agudos
problemas sociales, el Caribe es la región del mundo que presenta el
menor índice de suicidios.
Entre todas las cosas que nos unen, nada tan sabroso como una
fritanga que extiende ante nuestros ojos su variedad de colores y
texturas. Pienso, por ejemplo, en una Reina Pepiada caraqueña, en
un mofongo de San Pedro de Macorís o en una butifarra de Soledad.
Se trata de un placer que en principio es óptico, y después, visceral.
No importa que, como dicen algunos, esta adicción a la grasa sea la
opción que elegimos en el Caribe para, de todos modos, suicidarnos.
Para perder lentamente en la mesa la vida que nos había devuelto el
baile.
El hombre del Caribe rechaza de plano todo lo que le priva del
placer. Comer coliflores es mucho más sano que comer papas relle-
nas, de acuerdo, pero también es mucho más triste. De la misma ma-
nera podrían imponernos la música de cámara, con el argumento de
que, a diferencia del salvaje tambor, es apacible y se puede escuchar
sin necesidad de despeinarse y sin sudar. ¡Que nos mate lo sabroso,
nunca lo insípido!
Si nos quitaran la manteca, no habría manera de que el pobre
haitiano extraviado en Suecia pudiera hermanarse con el jamaiquino
que también anda perdido y con el venezolano de la acera de enfrente,
Textos escogidos | 195

para sentir de una vez por todas que no hay aburrimiento que dure
cien años ni hombre del Caribe que lo resista.

El Heraldo, mayo de 2010


“Bacanidades” que matan

Una vez le oí decir a Juan Gossaín que el Caribe se lleva por dentro,
no por fuera. Se refería a quienes creen que mientras más alto griten
o más pregonen su “bacanidad”, son más Caribes.
Muchos pretenden que el Caribe sea una patria única, homogénea,
donde todos bailemos y sintamos del mismo modo. Algunos de quie-
nes piensan así consideran apátridas a quienes, como yo, detestan
la música champeta. Son los mismos que en tono histérico le gritan
“cachaco” a quien se pone una camisa negra como la de Juanes.
Se llenan la boca diciendo que el Caribe es una patria cultural
única, más importante que la patria política trazada por la carto-
grafía, como si no entendieran, o no quisieran entender, que ese
Caribe que les parece un cuerpo uniforme es en realidad un ente
disímil, plural, que nos impone la tolerancia como requisito para el
entendimiento. Un Caribe de Riohacha dista mucho de un Caribe
del Golfo de Morrosquillo. La diferencia no les quita el derecho a la
gracia del mar. Cada quien la vive a su modo y ninguno de los dos es
más Caribe que el otro.
Noto que en nuestra región hay muchas voces que proponen un
discurso sobre el Caribe que no está basado en la pluralidad sino en
la reproducción del mismo modelo centralista, excluyente, que con
Textos escogidos | 197

tantos golpes de pecho criticamos: así, Barranquilla y Cartagena son


la médula, y lo demás es periferia.
Confieso, además, que me parece de un simplismo insultante el
cliché según el cual el Caribe es un territorio de benevolencia sin par,
en el que no cabe la maldad humana porque el vaivén de la hamaca
no la deja prosperar, o porque el cielo siempre azul y el panorama
despejado de montañas forjan mejores personas. Me parece una vi-
sión ingenua e irresponsable, que nos ha hecho mucho daño porque
nos ha quitado la capacidad de autocrítica. Todavía a estas alturas oye
uno a ciertos paisanos consolándose con la idea de que la violencia
no es un asunto intrínseco de nuestro ser sino una plaga que nos
llegó desde otras tierras. Cerramos los ojos para emborracharnos
mejor con nuestra propia soberbia, y cuando los abrimos teníamos
los campos llenos de asesinos que cortaban cabezas con machete,
exactamente como ocurría en el resto de Colombia. Y no es que estos
bárbaros hayan proliferado en nuestras tierras por obra y gracia del
Espíritu Santo: fueron promovidos por gente de nuestra región.
El año pasado un jugador del Junior mató a un hincha irrespetuo-
so. El hincha fue intolerante con el jugador caído en desgracia. El ju-
gador fue intolerante con el hincha desadaptado. Y los dos generaron
una tragedia que a estas alturas ya no debería verse como algo aislado
sino como un hecho ligado a una tendencia alarmante: la de usar el
desparpajo no para celebrar la vida sino para canalizar las frustracio-
nes y agredir al prójimo. Sería interesante que alguien buscara en los
archivos de prensa las noticias relacionadas con bromas que, en los
últimos años, terminaron en muertes o, por lo menos, en riñas. Estoy
seguro de que nos llevaríamos una grandísima sorpresa. A fin de
cuentas, seguir creyendo que “Caribe” es sinónimo de “bacanidad”
no me parece “bacano”.

El Heraldo, junio de 2010


Made in Colombia

La palabra “colombianada” es uno de esos neologismos que la


Internet ha puesto de moda. No aparece en el diccionario oficial de
la lengua española pero todos sabemos lo que significa: un hecho
fundamentalmente cómico o raro, tan nuestro como el café y el
sombrero vueltiao: algo único que, para mal o para bien, no podría
florecer sino en nuestro suelo.
A menudo, la “colombianada” es una mofa risueña del hombre
al hambre. Por ejemplo, el taburete en el paradero de buses de
Sabanalarga, bajo un letrero que reza: “a 200 barras la sentada”. O el
alquiler callejero de pantalones en el Paseo Bolívar de Barranquilla,
para caballeros que necesiten ingresar a la Alcaldía y no puedan ha-
cerlo debido a que van vestidos con bermudas. O el curioso local que
queda ubicado frente al Colegio Palestina, de Bogotá, en la calle 80
con carrera 72: “expurgada de piojos y liendres en media hora”. O el
baño público de El Carmen de Bolívar en el que aparece el siguiente
aviso: “orinada, $200. Con peo, $300”.
La “colombianada” es, a ratos, una superstición singular: el amu-
leto en la manita del bebé recién nacido dizque para protegerlo del
“mal de ojo”. O la penca de sábila colgada detrás de la puerta como
talismán para garantizar la prosperidad. Están también, desde luego,
las recetas caseras insólitas que se propagan de boca en boca: orinar
sobre tizones prendidos para combatir la enuresis nocturna, o tomar
Textos escogidos | 199

agua de apio en ayunas para bajar de peso. Y ni hablar de los nombres


socarrones que muchas personas les ponen a sus negocios: en Cúcuta
hay un motel para enamorados que se llama “El reposo del guerrero”,
y en Bogotá, una tienda de licores que se llama “La cirrosis”.
Capítulo aparte merecen los malabares que inventan los pobres
para hacer rendir sus exiguos recursos: la ensalada rusa con galletas
de soda que reparte la gente en las fiestas populares de Barranquilla,
y que misteriosamente deja satisfechos a los familiares, a los vecinos,
a los invitados y a la inmensa horda de intrusos. La costumbre de
convertir los tarros desocupados de avena en jarrones para el jugo o
en cofres para el tocador. El hábito de partir las servilletas de papel
en cuatro partes, cada una de las cuales es un retazo transparente
que escasamente le alcanza a uno para limpiarse las uñas. Por ahí
derecho se llega a las muchas “colombianadas” incorporadas ya al
paisaje cotidiano, las cuales podrían servirle a cualquier europeo
despistado que aterrizara ahora mismo en nuestro país, para saber
al rompe que no se encuentra ni en Praga ni en Kyoto: los zapatos
estropeados colgados en los cables de la energía, o las misceláneas
más absurdas del mundo, como “Videopollos el Charlie, lo máximo
en películas y en pechugas”.
El país de las “colombianadas” conserva intactas sus ilusiones y
sabe reírse de sus desventuras. Forja el humor con el corazón, no con
el intelecto. Hay muchísimas naciones boyantes donde los trigales
son más fructíferos que los nuestros. Pero esta es la tierra que nos
hace vibrar el pecho. Con su subdesarrollo, con sus locuras. Séneca
solía decirlo mejor que yo: nadie ama a su patria porque es grande,
sino porque es suya.

El Heraldo, julio de 2010


El río de las luces

Esa noche, los habitantes del barrio Las Riberas del Jui, pertene-
ciente al pueblo de Tierralta, en Córdoba, acudieron al río Sinú para
honrar mediante un acto simbólico a los mártires de la violencia. El
punto de encuentro era un sitio conocido como “El Banquito”, donde
en el pasado reciente los escuadrones paramilitares conducían a sus
víctimas antes de asesinarlas.
Desde cuando se asentaron en Tierralta como desplazados, los
pobladores de Las Riberas del Jui no habían ido a ese barranco conti-
guo al río. Lo eludían porque lo consideraban asociado a la infamia y
al dolor. Pero aquella noche de octubre de 2010, gracias a los consejos
que recibieron durante sus acompañamientos sicosociales, decidie-
ron cambiar el enfoque: el río Sinú estuvo ahí desde siempre, y no
fue aliado sino víctima de los verdugos. Ciertamente, en el periodo
más crítico del conflicto armado los distintos grupos al margen de
la ley lo utilizaron como vertedero de cadáveres. Pero no hay que
olvidar que para los indígenas zenúes este dios tutelar nunca fue
un emblema de muerte sino de vida: propicia la armonía entre los
hombres y el Universo, irriga las praderas. De modo que la jornada
alegórica pretendía desagraviar al río y rendirle tributo a la memoria
de los difuntos.
Todos los asistentes a la cita tenían una historia triste que contar.
Olga Lucía, por ejemplo, se había venido huyendo del caserío de
Textos escogidos | 201

Baltazar, donde las balas criminales asesinaban diariamente a varios


de sus paisanos. Omar fue desplazado de Saiza por los paramilitares
y de Batata por los guerrilleros. Arrancados en forma brutal de sus
terruños, arruinados de la noche a la mañana, convertidos en parias
por la irracionalidad de los grupos armados, finalmente encontraron
un lugar donde establecerse. Al principio se situaron en el parque
principal de Tierralta, dentro de cobertizos improvisados con plás-
ticos. Comían gracias a la caridad pública, dormían sobre cartones.
Después de muchas penurias fueron reubicados en un lote bal-
dío de las afueras del pueblo, a orillas de la Quebrada del Jui. Allí
construyeron sus viviendas con materiales de poco valor: retazos de
madera, saldos de palma, restos de alambre. En este lugar se encuen-
tran a salvo de los bárbaros que en el pasado los acosaron, pero no de
los estragos de las lluvias: en los once años que llevan asentados en el
barrio han padecido muchas inundaciones.
Aquella noche de octubre cada aldeano llevó a la cita una pe-
queña canoa de madera. Cuando todos estuvieron reunidos en “El
Banquito”, se celebró una eucaristía. Algunas víctimas fueron recor-
dadas con sus nombres propios. El oficiante de la ceremonia religiosa
dijo que el perdón no se otorga por cortesía sino como resultado de
un paciente proceso espiritual. Hubo cánticos, ronda de testimonios.
Los pobladores colocaron en cada canoa una vela encendida, una
flor y una fotografía del ser querido inmolado en la guerra. A con-
tinuación lanzaron las embarcaciones al agua. Y permanecieron un
rato más en el barranco, viendo cómo el río negro de sus pesadillas,
transformado por la compasión en un torrente luminoso, recuperaba
de golpe su pureza original.

El Heraldo, enero de 2011


La paz de Usiacurí

Fue Charles Danah, editor del diario The Sun, quien acuñó esta
frase célebre: “noticia no es que un perro muerda a un hombre sino
que un hombre muerda a un perro”. Los sucesos insólitos siempre
han tenido acogida en los medios. La semana pasada, varios de estos
hechos curiosos le dieron la vuelta al mundo: el empresario David
Roberts creó un hotel de lujo para gallinas; la ladrona Tihesia Birdlong
fue capturada gracias a un detalle pintoresco: ella, que estaba vestida
de azul eléctrico, trató de parapetarse en un desfile donde todos los
caminantes iban ataviados de verde para honrar a San Patricio, pa-
trono de los labriegos. Hubo un tercer caso exótico: el camarógrafo
Clayton Bennett fue demandado por una pareja de recién casados,
debido a que olvidó grabar –en la ceremonia de bodas– la entrega de
los anillos.
Entre nosotros los sucesos insólitos suelen tener un tinte tragicó-
mico: un día dos amantes son mordidos por una serpiente venenosa
dentro de un motel llamado El paraíso; otro día unos esposos hu-
mildes se arruinan al festejar por error, en tremenda pachanga, una
lotería que no se ganaron; más tarde varios vendedores del mercado
público mueren borrachos, después de consumir licor adulterado.
La semana pasada nos enteramos de un acontecimiento extraño
que no encaja en ese molde melodramático: Usiacurí, bello pueblo
del departamento del Atlántico, lleva casi diez años sin registrar ni
Textos escogidos | 203

un solo homicidio. Que no maten a nadie en Costa Rica, terruño co-


nocido como la Suiza de Centroamérica, vaya y venga. Que la noticia
más triste del año en la pacífica Finlandia sea que un anciano enfermo
de Alzheimer se extravió en la calle, es un asunto normal. Pero que
en Colombia, país con una tasa anual de homicidios de 81.7 por cada
100 mil habitantes, exista un lugar en el que la gente no se asesina ni
por celos, ni por codicia, ni por ira, ni por pillaje, ni por vandalismo,
es algo grandioso. En el resto de Colombia hemos visto las peores
atrocidades de que se tenga memoria en el planeta, desde el crimen
de una anciana con un collar-bomba hasta el estrangulamiento de
una niña dentro de una estación de policía. Así que el respeto de los
usiacureños por la vida es un hecho que no debe resultar inadvertido.
Un hecho exótico, insisto, pero también maravilloso.
Ya desde finales de los años noventa Usiacurí venía generando
este tipo de noticias gratas. En aquella ocasión el juzgado promiscuo
municipal fue cerrado, debido a que se consideró que los tranquilos
habitantes no necesitan un juez para dirimir sus diferencias.
Usiacurí es un pueblo laborioso que deriva el sustento, sobre todo,
de las artesanías construidas con palma de iraca. Acaso al pasarse
los días tejiendo, sentados a las puertas de sus casas, los moradores
desarrollan la paciencia de Penélope. Sus manos, pájaros comanda-
dos por la humildad y el talento, están demasiado ocupadas creando
belleza como para ponerse a empuñar un machete contra el prójimo.
En estos tiempos tan ruines, Mr. Charles Danah, hay que brindarle
mayor atención a gente como los usiacureños, que no necesitan ni
morder a los perros ni morderse entre ellos para ser noticia.

El Heraldo, enero de 2011


Defensa del corroncho

Si algo extraño de San Estanislao, el pueblo en el cual me criaron


mis abuelos maternos, son los personajes corronchos de mi infancia.
Uno de ellos, Mane Chibolo –peón eterno en la finca del viejo Albe–,
llegó una mañana a la casa con el encargo de amansar un mulo ce-
rrero. Chibolo era corpulento, grandote, y tenía las manos enormes
repletas de callos. Cuando fue a colocarle la montura al mulo, este le
asestó una patada en el pecho. Entonces Chibolo lo derribó con un
puñetazo feroz en el hocico. A continuación se le sentó encima, a
horcajadas, y le soltó una advertencia rotunda:
–Maldito mulo: me ganarás en inteligencia, ¡pero en fuerza te
jodes!
También recuerdo la mañana en que fui con mi abuelo a la finca y
encontramos a uno de los ordeñadores, apodado El Docto, con el ojo
tumefacto y amoratado. Había peleado con uno de sus compañeros.
¿Por qué?, le preguntó mi abuelo.
–Ese tipo me dijo infeliz, me dijo desgraciado, me dijo hijuep… y
yo no le paré bolas. ¡Lo que sí no le podía aceptar era que me dijera
individuo!
¡Ah, los corronchos! ¿Cómo van a sobrevivir en este planeta
postmoderno saturado de tecnología y luces de neón? El hábitat
del corroncho es el pueblo pequeño, el villorrio donde todos los
Textos escogidos | 205

paisanos se conocen entre sí. Al corroncho no le cabe en la cabeza


que algunos lugares del mundo sean tan extensos como para que
las personas ignoren quiénes son sus vecinos. Me contaba un amigo
de Villa Rosa que un ganadero de su tierra envió al hijo, un joven
amante de las parrandas, a estudiar su carrera en Nueva York. El día
del cumpleaños del muchacho, el ganadero le dirigió a su mujer esta
frase maravillosa:
–Mija: ¡hoy debe estar Nueva York prendío!
El corroncho, tan despistado como ingenuo, no concibe lugares
inabarcables. Para él esas metrópolis lejanas que aparecen en la tele-
visión deberían divisarse en un solo golpe de ojo, tal y como sucede
con su aldea. Por eso supone que cuando un ser querido cumple años
hay conmoción en todo el globo terrestre, desde Praga hasta Repelón,
desde Buenos Aires hasta Curumaní. En su elemental concepción de
la vida no encaja nada que pueda desbordar su comprensión: ni las
ciudades grandes, ni los problemas algebraicos, ni las palabras doctas
como “individuo”. El corroncho, consciente de las limitaciones que le
impone su analfabetismo, se enorgullece de dones simples como la
fuerza para derrotar a un mulo (no importa que después de la pelea
el mulo luzca más “inteligente” que él).
El corroncho, ese lugareño desorientado y honorable, es hoy una
especie en vía de extinción. Hay que protegerla para seguir disfru-
tando, por lo menos, de sus ocurrencias poéticas que lo reconcilian a
uno con la Madre Tierra. Como esta que me contó mi amigo Alfonso
Hamburger. Una tarde el campesino Benjita Barraza montó en su
mula bajo un aguacero colosal. En el camino había un arroyo y por
eso la mula se negaba a continuar el viaje, pese a que él la espoleaba.
Entonces, desesperado, Benjita soltó aquella frase inolvidable:
206 | Alberto Salcedo Ramos

–Bueno ¿y esta mula “facta” por qué no se le mete al arroyo? ¿Sería


que planchó cinco mudas de ropa?

El Heraldo, febrero de 2011


SOBRE EL OFICIO DEL CRONISTA

Escribir crónicas es construir memoria. Me parece que el género es


apropiado para esos lectores que no llegan al texto con el único propó-
sito de atragantarse de datos, sino que además aspiran a ser tocados
por la belleza y pretenden convertir el acto de leer en una aventura
vital. La crónica contribuye a sensibilizar a la gente sobre ciertos
temas de interés. Los humaniza, los convierte en narración de calidad.
Del periodismo narrativo

Los escritores de ficción no son más importantes, per se, que los
de no ficción, solo porque imaginan sus argumentos en lugar de ape-
garse literalmente a los hechos y personajes de la vida real. Raymond
Carver, extraordinario poeta y narrador, decía que lo que define a
un escritor grande es “esa forma especial de contemplar las cosas y
el saber dar una expresión artística a sus contemplaciones”. En un
cuentista de la talla de Rulfo se aprecian esos dones, pero lo mismo se
puede decir de ciertos escritores notables de no ficción, como Joseph
Mitchell y Gay Talese.
Hay todavía muchos escritores de ficción convencidos de que
quienes escriben no ficción son indignos del calificativo de escrito-
res. Está claro que para ellos literatura es literatura y periodismo es
periodismo. Sé de muchos que cuando oyen hablar de periodismo
literario sacan la pistola de Goebbels para castigar al hereje. Para
ellos, eso es como revolver peras con cebolla larga, o sea, como jun-
tar dos elementos incompatibles, lo exquisito con lo grotesco, o lo
memorable con lo fugaz.
Es más frecuente hablar de los aportes de la literatura al periodis-
mo que de los aportes del periodismo a la literatura. Cuando se trata
del primer caso, que es lo predominante, se mencionan las técnicas
narrativas, el empleo del punto de vista, la construcción de imáge-
nes, el uso de las escenas y la creación de las atmósferas. Todos esos
210 | Alberto Salcedo Ramos

recursos, ciertamente, proceden de la literatura y contribuyen a em-


bellecer el periodismo en lo formal y a dotarlo de un poder mayor de
penetración. Pero veo que se habla muchísimo menos de los aportes
del periodismo a la literatura, lo cual se me antoja injusto. Muchos
grandes escritores se han referido a su deuda con el periodismo.
Pienso, por ejemplo, en Gabriel García Márquez, en Albert Camus,
en Truman Capote y, por supuesto, en Ernest Hemingway, aunque
este último dijo una vez que el periodismo es bueno para un escritor
siempre y cuando lo abandone a tiempo. Yo creo que el periodismo
adiestra al escritor en el descubrimiento de los temas esenciales para
el hombre. Me parece que en esta profesión uno tiene acceso a un
laboratorio excepcional en el que siempre se está en contacto con lo
más revelador de la condición humana. Uno aquí ve desde reyes has-
ta mendigos, truhanes, bárbaros, seres maravillosos, de todo, y eso
es útil para construir universos literarios creíbles y ambiciosos. En
los últimos años se han incrementado las novelas basadas en hechos
y personajes de la realidad. Me atrevería a decir que el periodismo le
sirve al escritor para humanizar su escritura y bajarse de la torre en la
que a veces se encuentra instalado.
Los periodistas narrativos creemos que para escribir sobre un
pueblo remoto no es necesario esperar a que ese pueblo sea asaltado
por algún grupo violento o embestido por una catástrofe natural.
El académico Norman Sims dice –y yo lo cito, a riesgo de sonar
pretencioso– que los periodistas narrativos no andan mendigando
las sobras del poder para ejercer su oficio. Y, como si fuera poco, el
periodismo narrativo que hoy leemos como información dentro de
unos años será leído como memoria.

El Heraldo, marzo de 2010


Papel y lápiz, por favor

I. Me contó Jaime García Márquez que en cierta ocasión iba pa-


seando en coche por el centro de Cartagena con su célebre hermano
mayor. De pronto vieron a una mujer bella caminando por el andén.
Gabo quiso decirle algo y por eso pidió que el coche se detuviera. Los
dos hermanos descendieron raudamente del vehículo. Y entonces,
¡oh, sorpresa!: la mujer ya no se encontraba en el lugar en el cual la
habían visto segundos antes. Intrigados, emprendieron un barrido
meticuloso por la cuadra, convencidos de que tarde o temprano la
hallarían. Pero sus esfuerzos fueron vanos.
A partir de aquel momento Gabo empezó a fantasear con el desti-
no que pudo haber tenido la mujer. Su imaginación delirante tramaba
numerosas conjeturas sobre la misteriosa desaparición. Cada vez que
se encontraba con Jaime añadía nuevas teorías, nuevos desenlaces
posibles. Así, las conversaciones sobre el tema se convertían en un
divertimento maravilloso.
Un día sucedió el milagro: Jaime iba caminando por la misma
calle del centro de Cartagena cuando vio a la mujer. Habló con ella, le
pidió sus datos personales. Enseguida buscó un teléfono para llamar
a Gabo a su casa de México y darle la buena noticia. La respuesta que
recibió desde el otro lado de la línea lo dejó de una sola pieza:
–¡Pero qué pendejo eres: me acabas de dañar el cuento!
212 | Alberto Salcedo Ramos

De ese modo, Jaime confirmó que para su hermano mayor nada


es tan importante como la literatura. Ni siquiera el hallazgo de la
mujer más bella de la tierra.

II. Aquella noche de 1955, cuando apenas contaba ocho años, Paul
Auster venía saliendo del estadio después de haber visto el partido
de su novena favorita, Los Gigantes de Nueva York. De repente se
topó con Willie Mays, la estrella del equipo. Sin pensarlo dos veces,
Auster le pidió un autógrafo. “Claro, niño, claro”, le respondió Mays.
“¿Tienes un lápiz?”. Desde luego, el niño no tenía un lápiz, y tampoco
su padre, ni su madre, ni ninguno de los otros adultos que estaban
abandonando el parque de béisbol. Mays se encogió de hombros,
dijo que lo lamentaba mucho y se alejó. Paul Auster lo acompañó
con la mirada hasta cuando se perdió de vista. Triste, frustrado. Esa
misma noche juró que nunca más andaría por la vida sin un lápiz en
el bolsillo.
Al cabo de los años llegó a la siguiente conclusión: “si hay un lápiz
en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas
tentado a usarlo. Me gusta decir que así fue como me convertí en
escritor”.

Tanto la mujer misteriosa del primer relato como el lápiz en el


bolsillo del segundo son testimonios fehacientes de la pasión por
el oficio narrativo. Conviene mirarse más a menudo en el espejo
de estos escritores que siempre encuentran pretextos de sobra para
trabajar, en lugar de encontrarlos para seguir anclados en los cafés
explicándoles a los contertulios por qué no pudieron hacer la novela
de sus sueños o por qué las musas conspiraron contra ellos. Balzac
lo expresaba de manera más ruda: “lo único que importa es poner el
Textos escogidos | 213

trasero en la silla cuantas veces sea necesario”. La moraleja es inquie-


tante: a cualquiera le dan ganas de ser escritor: lo jodido es sentarse
a escribir.

El Heraldo, abril de 2010


La roca de Flaubert

La historia me la contó Julián Lineros, reportero gráfico que ha


cubierto muchos sucesos del conflicto armado en Colombia. A un
pueblo del Putumayo llamado Piñuña Negra, reconocido fortín del
grupo guerrillero las FARC, llegaron en cierta ocasión varios convo-
yes de soldados regulares con el propósito de erradicar a los insur-
gentes. Los soldados, según Lineros, se apostaron en varios puntos
estratégicos para protegerse del fuego contrario. Los guerrilleros
estaban escondidos y lo único de ellos que se percibía en el pueblo
era el tableteo de sus ametralladoras. Los soldados demoraron cerca
de dos horas disparando impetuosamente contra aquel enemigo
invisible. Poco a poco empezaron a notar que las balas de la guerrilla
se iban silenciando, hasta que se callaron del todo. “O los matamos”,
concluyó el comandante, “o los hicimos huir”.
Después de tomar las precauciones del caso salieron de sus barri-
cadas para otear el panorama. Lo que descubrieron entonces los dejó
pasmados: los guerrilleros habían estado en el pueblo ese mismo día,
pero se marcharon, al parecer, cuando sintieron llegar a los soldados.
Eso sí: antes de irse colocaron en varios radiolas del pueblo discos
compactos que contenían disparos pregrabados.
El Ejército, como es apenas obvio, mantuvo en secreto aquella
heroica batalla suya contra un escuadrón de C.D.’s, lo cual confirma
la sentencia de Manuel Alcántara, el poeta andaluz: “lo curioso no
Textos escogidos | 215

es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra”. Una función


importante de la crónica es impedir, justamente, que la borren o que
pretendan escribirla siempre en pergaminos atildados en los que no
hay espacio ni para la derrota ni para el ridículo.
Lo que me gusta de esta historia no es su rareza circense, sino la
promesa que me regala: la realidad está llena de sucesos que merecen
ser contados y, por tanto, voy a pasarla bien mientras siga siendo
cronista. Porque como bien lo dice Leila Guerriero, mi admirada
amiga y colega argentina, la realidad, vista por los ojos de los buenos
cronistas, “es tan fantástica como la ficción”.
Mi Nirvana no empieza donde hay una noticia sino una historia
que me conmueve o me asombra. Una historia que, por ejemplo, me
permite narrar lo particular para interpretar lo universal. O que me
sirve para mostrar los conflictos del ser humano. Sigo al pie de la
letra un viejo consejo de Hemingway: “escribe sobre lo que conoces”.
Eso quiere decir, sobre lo que me habita, sobre lo que me pertenece.
Aunque el tema carezca de atractivo mediático, si creo en él lo asumo
hasta sus últimas consecuencias.
Me sentí especialmente orgulloso de mi oficio el día en que leí
esta declaración del escritor rumano Mircea Eliade: “en los campos
de concentración rusos los prisioneros que tenían la suerte de contar
con un narrador de historias en su barracón, han sobrevivido en
mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el infierno”.
Los contadores de historias también buscamos, a nuestro modo,
atravesar el infierno. Flaubert lo dijo hermosamente en una de sus
cartas: un escritor se aferra a su obra como a una roca, para no des-
aparecer bajo las olas del mundo que lo rodea.

El Heraldo, abril de 2010


Consejos para un joven que
quiere ser cronista

Si no eres porfiado, olvídalo. De entrada te dirán que no hay


espacio, ni dinero, ni lectores. En vez de perder tiempo quejándote,
pon el trasero en la silla como proponía Balzac. Y cuando empieces
a trabajar escucha el consejo de Katherine Ann Porter: no te enredes
en asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único que debe
importarle es contar la historia.
Cuando la historia es buena y está bien contada posiblemente le
interesará a algún editor. Pero nadie te lo garantiza. En caso de que
no la publiquen, por lo menos te quedará una crónica ya terminada.
Guárdala como un tesoro: podría motivarte a hacer otra. Si dejas de
escribir cuando los editores te cierran las puertas, tal vez mereces que
te las cierren.
Aunque tengas un trabajo de tiempo completo en un periódico o
manejes un camión de carga, debes escribir. Ninguna excusa es vá-
lida. Si solo atiendes los llamados del estómago, ¿para qué seguimos
hablando?
Cree en los temas que te impulsen a escribir. Ya lo dijo Mailer:
cuando un tema atrape tu atención no lo sometas a la duda.
Puedes escribir sobre lo que quieras: sobre un asaltante de cami-
nos, sobre las enaguas de tu abuela, sobre el escolta del presidente,
Textos escogidos | 217

sobre la caspa de Tarzán, sobre lo triste, sobre lo folclórico, sobre lo


trágico, sobre el frío, sobre el calor, sobre la levadura del pan francés
o sobre la máquina de afeitar de Einstein. Pero por favor no aburras
al lector. Escribir crónicas es narrar, narrar es seducir. Los buenos
contadores de historias convierten el verbo narrar en sinónimo de
encoñar. Son como don Vito Corleone: le hacen al lector una oferta
que no puede rechazar.
Confieso que me producen alergia las historias que lo reducen
todo al blanco y al negro. Desconfío de las moralejas y por eso no
leo fábulas. O las abandono a tiempo para que el lobo viva tranquilo
después de comerse a Caperucita Roja y para que el dueño de la
gallina de los huevos de oro pueda sacrificarla sin remordimientos.
Algunos pretenden escribir mientras bailan una cumbiamba o
asisten a un partido de fútbol. Pero el trabajo es una cosa, y el recreo,
otra. Concéntrate en tu oficio. Si no le dedicas al texto toda tu aten-
ción, posiblemente el lector tampoco lo hará.
Estar aislado es duro, te lo advierto, en especial cuando escribes
historias de largo aliento. Sabes cuándo comienzas pero no cuándo
terminas. En cierta ocasión me sentí tan oprimido por el encierro que
consideré como mi gran utopía salir a pagar el recibo del teléfono.
Luego están las dificultades propias del oficio: en una jornada solo
alcanzas a precisar un adjetivo, y al día siguiente lo borras porque ya
no te gusta. Acuérdate de Dorothy Parker: “odio escribir, pero amo
haber escrito”.
Si cuidas la escritura, si no te conformas con juntar las palabras
de cualquier manera, lo más seguro es que tiendas a bloquearte.
Bloquearse es un gaje del oficio. Indica que asumes el trabajo en se-
rio. Sal a la calle a renovarte. Tomar distancia también es una forma
de escribir.
218 | Alberto Salcedo Ramos

Si eres de los reporteros que no leen más que noticias, declárate


perdido. Hay que tener buenos referentes en el oficio. Solo al oír las
voces de los maestros –Talese, Capote, Hemingway– y mirar el mun-
do con curiosidad genuina aprenderás a encontrar tu propia voz.
Por mucho que ciertos reporteros y editores ortodoxos renieguen
de la crónica, tú tienes que creer. La crónica le pone rostro y alma a
la noticia para atender a un tipo de lector que no solo quiere atragan-
tarse de datos. Algunos suponen que las verdades que no contienen
el destape de una olla podrida son indignas de ser publicadas. En un
continente saturado de corrupción siempre será apreciada la figura
del higienista que fumiga a las alimañas. Sin embargo, me temo que la
verdad no se encuentra solamente regando plaguicidas o frecuentan-
do los manteles de los poderosos, sino también prestándole atención
a la gente común y corriente, aquella que, por desdicha, solo existe
para la gran prensa en la medida en que muere o mata.

Revista El Malpensante, noviembre de 2011

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