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Textos Escogidos Alberto Salcedo Ramos PDF
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(1991)
La música, el camino
Muy temprano, Catalino Parra observó que el mundo es, en
esencia, una música. Son musicales sus ríos y sus piedras, cantan sus
animales y sus árboles, y sus objetos se pueden reciclar hasta hacerlos
música viva, palpitante: música creada con la propia naturaleza.
Desde el principio fue muy divertido: se trataba de mirar aten-
tamente las cosas e imaginar el modo más apropiado de tentarles la
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música con que Dios las había concebido, o analizar de qué manera
se podrían convertir en instrumentos musicales.
“Aquí no hay misterios. No señor. Fíjese que usted coge un cue-
ro, para hacer un tambor, y primero lo cura y lo pone en remojo, y
después lo guinda al sol. Mientras el cuero se seca, ya usted tiene el
ritmo en la sangre. El tiempo hará el resto. El tiempo y el sol tienen
su música, y usted también tiene la suya”.
Después, a Catano le fue imposible contemplar cualquier elemento
de la Creación sin su relación indisoluble con la música. Así, cuando
veía el árbol de totumo, advertía –ya sin proponérselo– el sonido de
la maraca. El cuero de ternero de vientre lo trasladaba hacia un golpe
de tambor próximo a germinar. El cactus era, en realidad, un grito
de gaita que se cuajaba lentamente, abonado por el sol y la tierra. Las
plumas de pato, la cera de abeja montuna, el carbón vegetal, la caña
de millo, fueron música desde siempre, desde mucho antes de que él
supiera mirar el mundo. El mundo que es una música.
A los diez años descubrió la gaita. Habían llegado a Soplaviento
unos músicos llamados “Los Pileles”, de Repelón, Atlántico, armados
con unos ritmos de fiebre que taladraban el cuerpo para sacarle sus
sensualidades originarias.
“Todo se movía cuando ellos tocaban, porque lo que tocaban era
como un mandato. Sí, apenas los vi, supe que sería músico de gaita”.
El estímulo fortaleció su vocación y le llevó a fabricar un guacho
con tapitas de cerveza y una tabla. El rústico instrumento que, des-
pués de todo, producía un buen sonido al sobarlo con las manos, le
avivó el instinto y le obligó a decidirse de una vez por todas: él era un
hombre primitivo y conservaría, como sus antepasados, la armonía
con el Universo hasta el final de su vida. La música era el camino.
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La presencia de El Chispón
Catalino Parra nació en 1925, en Soplaviento, Bolívar, un pue-
blo flagelado por las epidemias, las inundaciones y la miseria, que
ha construido con su propio padecimiento una de las tradiciones
verbales más alegres –ironías de la cultura– y más ricas de la Costa
Atlántica.
Lamido por el Canal del Dique –brazo del río Magdalena–,
Soplaviento se inunda casi todos los años, desde comienzos de siglo,
sin que los gobiernos de turno hayan tomado las elementales medidas
de protección contra una calamidad que arrolla las calles y las casas,
ocasiona enfermedades, devasta los cultivos, dificulta el transporte
de alimentos desde las capitales cercanas y aumenta el costo de la
vida.
Allí, en esa desolación permanente, surgió el clarinete virtuoso
de Clímaco Sarmiento (el autor de “La vaca vieja” y “Pie pelúo”), la
trompeta sandunguera de José Catalino Ortiz y los versos espléndi-
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Josefa Matía
Para conversar contigo
Josefa Matía
En los claros de la noche
Josefa Matía.
(Josefa Matía)
Catalino Parra jamás buscó los temas. Más bien los temas –que
prefiguraron su vida– lo reconocieron a él y eligieron su voz para
transparentarse en sus historias sencillas y jocosas, contadas con un
lenguaje penetrante. Tampoco se preocupó por cantar cosas distintas
de las que a él le nacían, así los otros motivos, que le eran ajenos,
tuvieran más interés para los comerciantes de discos. Por ello su
creación es pareja y coherente, y tiene la huella de su estilo. Parra
está en perfecta comunión con su universo y, a menudo, mientras
sus canciones nos revelan su realidad, esta termina por revelarnos al
autor.
En el quicio de mi casa
yo tengo una aseguranza
pero el diablo anda atrás
para ver si se le alcanza.
Ay, me sobé, me sobé, por debajo de la puerta.
(Me sobé – Inédita)
La armonía última
“Bastante que caminamos con Los Gaiteros de San Jacinto.
Bastante. En la primera gira, que fue en 1964, anduvimos por toda
Colombia. En el 68, después de regresar de las Olimpiadas de México,
adonde representamos a Colombia, fuimos a grabar. A mí me avisa-
ron en Soplaviento y yo le dije a mi compadre Alejo “Sangre en la
uña” que se preparara, que nos íbamos para Bogotá, a grabar”.
–Compa, yo creo que no voy a poder ir, me dijo él.
–¡Cómo que no va! ¿Y entonces quién nos toca el pito de caña de
millo? Déjese de eso, Alejo. Ajá, ¿y por qué es que no quiere ir?
–Compa: lo que pasa es que no estoy aparente.
–¿Que no está aparente? ¿Cómo así?
–No estoy aparente, compa, porque no tengo sino una muda de
ropa.
–Ah, pero eso no es grave. Vamos, que allá están interesados en
que usted vaya y es seguro que le toman cariño y lo aperan.
“Pero como mi compadre Alejo Manjarrez era así como era, brio-
so y porfiado, nadie lo convenció de que fuera. ¡Y todo por no estar
aparente!”.
“Total: solo viajamos Toño Fernández, Juan y José Lara, Pedro
Nolasco Mejía, Andrés Landeros y yo. ¡Qué grupo ese! ¿Usted ha
visto algo igual? Bueno, sí: después hubo muchos problemas y Toño
agarró su rumbo y los Lara agarraron el suyo. Pero ese grupo así, jun-
to, era de ver cuando tocaba, oyó. Fíjese que esta música de gaitas casi
no tenía salida ni sus intérpretes eran conocidos, y, cuando nosotros
la cogimos, la levantamos y la hicimos conocer”.
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La nueva ola
Autor: Catalino Parra*
Ya en Cartagena no bailan
como antes se bailaba
con este baile moderno
no se mueven donde se paran.
II
No bailan porro ni cumbia
porque eso no está de moda
pobre de esas muchachitas
que están en la nueva ola.
III
Cuando están en la caseta
y el novio se quiere ir
se le agarran de la mano
tú no me dejas aquí.
El credo de Leandro
–Bueno, hablemos de sus canciones…
–Sí, está bien. Pero primero diga que yo no acepto que las casas
de discos me impongan temas, porque eso es absurdo. Ellos, los del
negocio, saben cómo vender sus discos. Nosotros debemos saber
cómo componer nuestras canciones.
–A usted nunca se le ha visto furioso y ahora parece estarlo.
–No tengo por qué negarlo. Es que me han tratado mal. En sesenta
años de vida he escrito más de trescientas canciones, muchas de las
cuales se siguen vendiendo bastante, y, sin embargo, aquí estoy… No,
qué va, así no se puede. ¡Si usted supiera que por la canción que más
me ha dado, “La gordita”, no recibí ni doscientos mil pesos, con todo
lo que tuve que pelear para que me pagaran puntual! ¡En cambio, vea
usted lo que ganan los temáticos de ahora!
–Maestro: pero usted es uno de los pocos trovadores viejos a
quienes los intérpretes de hoy tienen en cuenta. No solo le piden
canciones permanentemente, sino que también le regraban temas ya
conocidos, como “La diosa coronada”.
–¡Qué bonito! ¡Todo eso suena muy bonito! Lo malo es que no
pagan. La palabra exacta ya la inventaron. ¿Se la puedo deletrear?
R-e-g-a-l-í-a-s. Y como se trata de regalías, creen que viene de regalo,
como algo que se nos da a título de favor en vez de ser el pago de un
trabajo que realizamos y que influye en el progreso de la gente. Ahora
yo le pregunto a usted: ¿dónde están las entidades que defienden a los
artistas?
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vez llegaron unos europeos para que les cantara el valse “La diosa
coronada”, y yo les dije que tenía una canción con ese nombre pero
que no era valse sino vallenato. (Lo que pasó fue que Gabito les tomó
el pelo en el libro). Lo importante para mí es que ellos la oyeron en
vallenato y se fueron más contentos que si la hubieran oído como
valse.
asado. De modo que volvía a casa como había salido, con apenas
unas cuantas monedas más en la mochila.
En una de esas parrandas encontró la voz que cambió el curso de
su vida: la voz de una mujer que se le acercó para pedirle una can-
ción. Se llamaba Helena Clementina Ramos y lo de la canción había
sido solo un pretexto para acercarse a él, después de haberlo pensado
tanto en los últimos días. Leandro le respondió que no tenía ningún
inconveniente en cantarle la canción, siempre y cuando estuvieran
los dos solos, y ella le dijo que estaría pendiente en la ventana, por la
noche.
Helena estuvo esperando en la ventana hasta las tres de la madru-
gada, cuando apareció él, acompañado por sus guitarristas, y entonó
“A mí no me consuela nadie”, la canción que ella le había pedido por
la tarde. Hablaron. Se tomaron de las manos. Y después, según Hugo
Araújo, Leandro dijo que había que seguir bebiendo por lo menos
dos días más, porque apenas ahora, a los veintisiete años, había con-
seguido su primera novia oficial.
Se casaron en 1955 y en treinta y tres años de convivencia han te-
nido cinco hijos, pero no recuerdan haber discutido en forma grave,
a pesar de que Leandro, poco después de haber conocido a Helena,
se enamoró de Nelly Soto, otra mujer de San Diego, con quien tuvo
tres hijos.
En la actualidad, convive con ambas mujeres, aunque duerme
siempre en casa de Helena, en el barrio Niño Jesús. Por las tardes
visita a Nelly Soto, al otro extremo del pueblo, en el sector de Las
Flores. Cuentan sus vecinos que algunas veces Leandro ha olvidado
la visita a Nelly Soto, y su propia esposa le recuerda la obligación de
ver a los otros hijos y llevarles algo para que no se sientan solos.
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Vamos a pintar
–¿Qué es lo que más le gusta?
–Escribir canciones y cantárselas a mis amigos en las parrandas.
–Si tuviera que escoger entre su vida y sus canciones, ¿con qué se
quedaría?
–Mis canciones son mi vida.
–¿Y la familia?
–Ah, esa es la otra parte importante de mi vida. Tengo ocho hijos
y cinco nietos. Y eso, junto con mis trescientas canciones, será lo
único que dejaré.
–¿Qué es lo que más recuerda de lo que ha aprendido?
–Que uno debe poner su vida en todo lo que hace, y no solo en las
cosas que más quiere, para que todo salga bien.
–¿Hay alguna pregunta que a usted le gustaría responder y que
nunca le hayan hecho?
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–Bueno, sí. Ya que usted ha insistido en que soy una persona triste
porque lo ha escuchado en alguna de mis canciones, ¿por qué no me
da la oportunidad de hablar de la felicidad?
–¡Buena idea!
–La felicidad es una inquietud que todos tenemos. ¿Y cuántas
veces no pasamos por alto la felicidad? Por ejemplo, ahora, hablando
con usted, me siento feliz. Creo que usted también siente lo mismo.
Y, sin embargo, probablemente no nos habíamos dado cuenta antes
de que estamos felices.
–¿Cómo define la felicidad?
–Le digo que la felicidad es pintada por el hombre. Si uno está en
paz consigo y con Dios, limpio ante el mundo, está feliz. Lo que pasa
es que esta situación cada quien la pinta y la ve a su manera, porque
la felicidad no es una figura única para todo el mundo, una figura
que todos podamos ver a la misma altura, como una estrella, por
ejemplo, y decir: “caramba, aquello que se ve allá es la felicidad”. No,
la felicidad es creada por el hombre.
–¿Ya usted creó la suya?
–He vivido muchos momentos agradables y de todos ellos he
creado mi felicidad. A veces no soy tan feliz como quisiera, pero
estoy vivo y estar vivo es lo que se necesita para pintar la felicidad.
* Este reportaje obtuvo el Gran Premio de Periodismo India Catalina en el año 1989.
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Matilde Lina
Autor: Leandro Díaz
–Si yo no supiera pasar los golpes, tal vez. Pero yo me cuido. Tengo
buena vista y me protejo bien.
–¿Crees que vas a ser campeón mundial?
–Claro, mi vale. Si no, no estuviera aquí. Yo voy a ser alguien. ¿Ya
apuntó mi nombre?
Los golpes no son vitamina
cuánto duré en la lona! Dicen que más de media hora. Dicen que en
mi esquina me lloraron. Dicen que “Peppermint” no fue capaz de
agacharse para ver cómo me había dejado. Cuando abrí los ojos, una
luz me encandiló la cara y sentí que mi cuerpo estaba dando vueltas.
No distinguía nada. Apenas veía como un humito. No sé si lloré o si
fue que pensé que estaba llorando. Pero quizás lloré, porque no era
para menos y no me da pena decirlo. Escuché de pronto que alguien
gritó que me retirara del boxeo y pedí algo para el dolor de cabeza.
En ese momento quedé inconsciente de nuevo. Casi un día en un
sueño parecido a la muerte”.
A pesar de que “Mochila” quedó con un “ruidito” en la cabeza,
aceptó combatir contra José Isaacs Marín, el 29 de octubre de 1969,
y la Federación Nacional de Boxeo, en uno de sus habituales actos
irresponsables, le concedió la autorización.
“A mí me revisó un médico. Lo que pasa es que en aquella época a
los boxeadores no nos hacían radiografías, ni electrocardiogramas, ni
encefalogramas, ni nada de eso. Solo nos mandaban a sacar la lengua
y nos examinaban un poco las pupilas. El tipo dijo que yo estaba en
buenas condiciones y que podía pelear. Caramba, y Marín me estrelló
en el primer asalto con una combinación que él manejaba muy bien:
gancho de izquierda al hígado y recto de derecha al mentón. De esa
no se salvaba ni un burro. A los pocos días fue cuando me dio la
trombosis y desde entonces la vida no ha sido igual para mí”.
tiene es que rezarse el cuerpo, para que los golpes no se ceben aden-
tro”. O se justifican con argumentos, tales como “qué va, mi vale, más
peligroso es ser político o periodista, porque en ese caso no te van a
dar golpes sino bala”.
Alfonso “El pelúo” Arnedo considera que en la actualidad el
boxeo es más humano, debido a que las entidades que lo manejan
expidieron normas con ese fin, tales como el acortamiento de los
combates, la suspensión inmediata de las contiendas en las cuales
hay un púgil indefenso y el nuevo diseño de los guantes, encaminado
a reducir los casos de desprendimiento de retina. Hace veinte años
era muy raro que los árbitros suspendieran las peleas donde uno de
los contrincantes presentaba heridas o contusiones, mientras que
ahora esta clase de baldaduras, aparte de ameritar la revisión médica,
justifica parar el combate en forma definitiva.
Arnedo, quien vocaliza con grandes dificultades debido a los
daños que le dejó el boxeo, coincide con “Mochila” Herrera en que
los boxeadores contemporáneos con él eran más guerreros que los
actuales: “si yo apareciera en este tiempo, con las condiciones que
tenía en mi época, haría una fiesta con los boxeadores de ahora”.
“El pelúo” estima que su principal ventaja, en este caso, sería el he-
cho de que los boxeadores de ahora solo pelean doce asaltos, mientras
que él peleaba quince pero se preparaba para veinte. “A nosotros nos
gustaba meternos en el centro de la candela. Cuando nos hacían una
herida en los párpados, por ejemplo, no nos arrugábamos creyendo
que se nos iba a acabar el mundo o a salir el ojo por esa cortadura.
Al contrario: cuando eso nos ocurría, era cuando más buscábamos la
candela. Quizá por eso es que ahora estamos jodidos”, dice.
Pese a las normas que pretenden humanizar el boxeo, el fantasma
de la muerte sigue latente, y no solo por los golpes que repercuten
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–Mira, El mocho tiene muchas cosas que contar. Sin vanidad, jefe,
sin vanidad. No te lo digo por vanidad. Cuando uno ha sido degene-
rado los recuerdos duelen.
Un señor con cara de vendedor de pólizas pasa en ese momento
por el Muelle de los Pegasos, con unos zapatos que parecen recién
salidos de la erupción de un volcán. El mocho lo descubre. Enseguida,
haciendo un gran esfuerzo por hablar claro, le plantea su oferta.
–Venga, jefe, y le dejo esos zapatos como nuevos.
Pero el señor parece sordo. O no está interesado en el servicio,
porque sigue de largo con su tranco acelerado. Desde su banquito de
lustrabotas, El mocho refunfuña.
–Y después se queja de la situación el muy puerco.
Luego se dirige de nuevo al periodista.
–Además, el tipo tiene más maletín que educación. ¡Vendedor
con esos zapatos tan cochinos! ¿Qué le costaba contestarme, aunque
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dijera que no? ¡Si por lo menos hubiera llevado los zapatos limpios! El
mocho espanta a algunos, pero lo único que quiere es trabajar, viejo.
El aire huele a chorros de alcohol y a ceniza de tabaco rancio. El
mocho, entre tanto, luce pasmado y quebradizo, hablando más con
las intenciones que con las palabras. Tiradas en el piso, sus muletas
producen la impresión de un par de banderas derrotadas. En cambio,
la botella de licor barato que consume con avidez tiene la apariencia
de un estandarte, único punto de apoyo que El mocho precisa para su
doloroso viaje emocional.
–La gente no conoce al diablo. ¿Cuáles cachos, jefe, cuáles cachos?
El diablo no se parece a un hombrecito con cachos y trinche.
Diagonal al Muelle de los Pegasos, por la Puerta del Reloj, un
grupo de seres enrojecidos confirma que el sol cumple su oficio. Por
esta época del año suelen llegar a Cartagena, y riegan chucherías por
el piso, se bañan en las fuentes públicas, se encaraman en cuanto
monumento encuentran a tiro de fotografía. Si gastan mucho dinero
en la ciudad, ciertos líderes locales piensan que son unos visitantes
divertidísimos, pero si no gastan nada, esos mismos líderes pegarán
el grito en el cielo contra los turistas tacaños y bandoleros que atentan
contra un Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad.
–...los turistas tampoco se parecen al diablo. Vienen sucios y ni
zapatos traen. ¡Mochooo, lo tuyo no es con gente descalza!
Hace una pausa y enciende un nuevo cigarrillo. Para saber cuán-
tos se ha fumado en el rato, habría que revisar la cajetilla de veinte
unidades que abrió hace poco más de media hora.
–El diablo es la plata. La gente cree que el hombre despilfarrador
quema la plata. No, no... la plata es el diablo y no tiene cachos. La
plata es la que lo quema a uno... el mismito diablo.
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detrás de mí. Y no actuaba para caerle bien a nadie, sino que yo soy
así. Yo parezco caribeño.
Era tanto el carisma con el que yo atendía a la gente en ese restau-
rante, que un día llegaron tres tipos de los duros de la marihuana y me
propusieron trabajo. Claro, me dijeron que acá tenía que ser simpático
como yo era, pero no tan hablador, y por la plata que pagaban hasta me
hubiera cosido la boca, hermano. Bueno, es una exageración, porque yo
soy hablador, no sapo.
En esa época la ganancia de la marihuana era como un chorro de
agua cuando se deja el grifo abierto: plata líquida y circulante. Y así
como la gente nunca cree que se pueda acabar el agua que sale por
la llave, tampoco cree que la plata que cae de esa manera se acabe.
Pero se acaba. Eso sí: también acaba con la gente. La plata es la que
lo quema a uno, no uno a la plata. Fíjate que la mayoría de esa gente
acaba mal, quemada por la plata. El que queda vivo es porque tiene
suerte y debería agradecerle a Dios. El problema es que uno es débil,
degenerado. Como que uno nace con eso.
El negocio fue bueno mientras los gringos aprendían a sembrar su
propia marihuana. Después la plata se volvió humo. O quizás fue an-
tes. Es que había mucha gente bruta para los negocios, hermano: fíjate
que muchos tipos mandaban para Estados Unidos un barco lleno de
marihuana, y con lo que se ganaban en el cruce, hacían después unas
parrandas de días enteros. Como se suponía que eran unas fiestas finas,
no se brindaba marihuana sino perico, cocaína. Una sola totuma de
aquel perico valía lo que valía la mitad del cargamento de marihuana
del barco que coronó.
O los tipos no sabían sumar ni restar o eran más degenerados que
yo. Para no alargarte el cuento, lo que me hizo venir para Cartagena,
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Piensa uno que con estos zapatos, aunque no estén tan sucios
como los del presunto vendedor de pólizas de la víspera, debe ser
muy difícil ser periodista.
–Para hablar conmigo es mejor por la mañana. Por la tarde estoy
nostálgico.
Tampoco es gratuito pensar que si en vez de perder el pie izquier-
do el lustrador de calzado hubiera perdido la lengua, quizás se habría
suicidado.
–Un embolador que sabe escuchar, aprende muchas cosas. Yo he
visto aquí a unos señores soltando unos rollos geniales. Si un tipo no
es filósofo mientras le limpian los zapatos, es porque nunca va a ser
filósofo.
–Uy, viejo Mocho, estás cotizado: entrevista con grabadora y todo.
¿Eso dónde va a salir publicado?
El que habla es un vendedor de agua de coco que se dispone a
acomodarse en el muelle, a la espera de los turistas deshidratados que
más tarde partirán hacia las islas de la Bahía de Cartagena. El hombre
se dirige al periodista.
–A este mocho lo queremos mucho. Es mal hablado, a veces se
aparta de uno para estar solo, pero no se mete con nadie. Aquí siem-
pre hay roces, problemas, y El mocho nunca está metido. ¿Ya te contó
la historia de las putas?
Desde su banquito, Loaiza sonríe, agradecido.
–Me gusta que la gente me reconozca. Ya vas a ver cómo me salu-
dan. Parezco un político en tiempo de elecciones.
–Bien, Mocho, hablamos –dice el de los cocos.
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Las mujeres, así sean putas, vinieron al mundo para recibir afecto, no
porrazos. Los golpes dejémoslos para nosotros los hombres.
Ah, haciendo memoria, sabes qué, una sola vez le pegué a una puta.
Por pura necesidad. Fue una puta gorda que se me cayó al agua, en un
accidente parecido al mío, con la suerte para ella de que no cayó debajo
del motor. Cuando me tiré al agua para salvarla, la gorda me abrazó
con una fuerza de gorila impresionante, que si no me avispo nos aho-
gamos los dos. Tuve que meterle una trompada en la mandíbula para
que me soltara. Antes de aporrearla, no hubo manera de convencerla
de que si no me soltaba nos moriríamos ambos. Así que me tocó pegarle
en la punta de la barbilla. Es la única vez que le he pegado a una mujer.
La única.
Así que para mí las putas eran negocio y eran gente. Yo también era
negocio para ellas. Y también gente. Cuando me acostaba con alguna,
no me cobraba. Eso sería como si tú quisieras enseñar a tu papá a
hacer hijos. Me tocaba, viejo, me tocaba. Tú sabes, como hombre, que
músculo que no se utiliza se atrofia. Pero nunca he sabido que haya
dejado algún hijo por ahí. Pienso que no. Mejor así, porque no hubiera
sido algo apropiado para ese pelado. Imagínate: su madre puta y yo un
degenerado que no ha podido dejar ni el trago ni la droga.
No es que para que una mujer me guste tenga que ser puta, sino que
ese era el medio en el que me movía. Enamorado he estado una sola
vez, y si te cuento de quién te vas a caer de espaldas: toda una reina,
una dama, una señora joven y bonita que, como dice la canción, me
castiga. Tiene algo su boca, que al verla que cruza...
Por primera vez le veo una cara untada de felicidad. Como parte
de la tortura a la que me quiere someter, se calla un momento para
colocarse el zapato que ha estado brillando de manera obsesiva. Una
nueva mirada alrededor y, sin embargo, no se observa el zapato huér-
fano de su pie izquierdo.
–Mira, cuando me accidenté, estuve dos meses recluido en el
Hospital Universitario de Cartagena. Por esos días, me acuerdo como
si fuera hoy, se realizó el Concurso Nacional de Belleza, una cosa que
no me gustaba pero que me tocó ver, obligado por las circunstancias.
Al muchacho que estaba conmigo en la pieza, sus familiares le habían
traído desde Valledupar un televisor y los dos nos vimos el reinado
ese de principio a fin. Él decía que ganaba la Señorita Santander. A mí
me gustaba la de Bolívar, que fue la que ganó. Yo tengo un ojo clínico
para la belleza de la mujer. Hasta podría ser jurado de ese concurso.
–¡No me diga que su amor fue Susana Caldas!... o Ángela Patricia
Janiot.
–¡No jodaaaa, y después dicen que no ven reinados, ahhhh! Está
bien: no te pude joder. Es Susana Caldas. ¡Por Dios que a ella no le va
a gustar la declaración de un tipo como yo!
–No me parece malo.
–A mí tampoco. A la que no le va a gustar es a ella. Pero quiero
aclararte que este es un amor sin esperanzas. Es más: no pienso de-
cirle nada, si llegaran a presentármela. ¡Qué se va a fijar ella en un
pobre mocho como yo!
–¿Y antes hubiera podido conquistarla?
–De pronto, jefe, de pronto. Porque yo estaba enamorado limpia-
mente y ese era mi mejor capital. Físicamente no le hubiera gustado,
de eso estoy seguro. Pero con detalles, con una florecita, una serena-
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tica, una mirada de amor sincero, que ella viera que yo me corregía
del todo solo por quererla... ¡quién sabe! Hermano, cuando uno tiene
amor por dentro todo es posible. El problema es que nunca tuve un
amor de donde agarrarme, un motivo, uno solito, para no vivir como
si la vida fuera un suicidio que se cumple minuto a minuto. Uno
debe tener motivos por los que valga la pena vivir. Lástima haberlo
aprendido tarde. Lástima que aunque lo sé no me sirva para nada,
porque estoy acabado. Lástima que no tengo motivos para reírme las
24 horas del día, como sería mi deseo.
–¿Usted sufre por ella?
–No, al contrario. Ella es lo único que tengo para alegrarme de
vez en cuando. A veces la he visto pasar por aquí, cuando va para el
Centro de Convenciones, y he bajado la vista para no darme cuenta
de que ella ni siquiera me determina. Lo único que yo le diría, con el
alma de mi alma, es gracias. Ella no sabe que me ha dado un motivo
de alegría.
–¿De dónde pudo salir ese enamoramiento?
Su rostro persevera en la felicidad con una concentración tal que
si se acabara el mundo, si los ríos se llenaran de cucarachas espan-
tosas y los árboles se cayeran, y Cartagena fuera borrada del mapa
y él quedara solo en su pequeño espacio, solo con sus cepillos y sus
betunes, seguiría hablando de su amor sin parar y sin notar lo que
había ocurrido a su alrededor.
–Con una mujer así, me hubiera compuesto. Yo quiero decirle
solamente que le doy las gracias. Yo no quiero que me pare bolas.
Quizás si me parara bolas me moriría de susto. Me daría mucho
miedo.
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bosquejo previo con las voces que voy oyendo en el camino. Ahora
el turno es para Billy Chams, el empresario boxístico barranquillero.
Alguna vez que Pambelé trató de rehabilitarse, Billy le brindó la
oportunidad de trabajar en su cuerda como entrenador. Quienes lo
veían en aquella época –verbigracia, el periodista José Marenco– se
asombraban con su progreso: estaba juicioso, totalmente entregado
a sus deberes. La sobriedad se le acabó la noche en que peleó Miguel
Happy Lora contra Lucio Metralleta López. Antes del combate, los
organizadores de la velada les rindieron honores a los campeones
mundiales de boxeo –retirados o activos– que había producido
Colombia. Uno a uno, los homenajeados fueron subiendo al ring
para recibir el respaldo del público. Cuando le tocó el turno a
Pambelé, tambalearon las graderías. La gente, tal vez conmovida por
la recuperación de su ídolo, se puso de pie y le tributó el más grande
aplauso que se haya oído jamás en la Plaza de Toros de Cartagena.
Esa noche Pambelé se perdió, en sentido metafórico y en sentido
literal. Pero antes de evaporarse en las tinieblas lo vieron tirar puños
en el aire, destapar una botella de ron y gritar que él es el único, el
campeóoooon mundiaaaaaaaaal. Nunca más volvió a asomar sus
narices por la oficina de Billy Chams.
El médico Christian Ayola declara que las drogas y el alcohol no
ocasionaron el problema de Pambelé, como todo el mundo cree, sino
que lo agravaron. Ayola descarta, además, posibles secuelas del boxeo,
ya que Pambelé no fue un hombre golpeado. “Yo estudié su cerebro
y no tiene ni una sola lesión neurológica”, agrega. “Mi diagnóstico
es el siguiente: trastorno bipolar afectivo, lo que anteriormente se
conocía como enfermedad maniaco-depresiva”. Según Ayola, se trata
de un mal genético que Pambelé heredó de su madre, doña Ceferina
Reyes. “Obviamente, en el caso de él la crisis se recrudece por el uso
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por los afectados. Si el jefe del clan está de acuerdo con la multa, lo
que sigue es fijar la forma de pago. Si no, tiene derecho a plantear una
contrapropuesta que el propio palabrero transmite a la familia que le
asignó la tarea. En algunos casos se necesitan varios viajes entre un
lugar y el otro. Pero casi siempre el problema se resuelve con una o
dos visitas. Cuando el culpable no tiene bienes para responder por su
infracción es declarado objetivo de guerra. Eso quiere decir que en
cualquier momento podría morir en un atentado. Se entiende que la
sentencia lo afecta a él y a cualquiera de sus parientes varones.
“Mandar la palabra” es ejecutar, a través de un ritual político, una
ley vieja y feroz. El palabrero no asume el papel de juez sino el de
mediador. Por tanto, se mantiene neutral todo el tiempo. Ni siquiera
toma partido por la familia que lo buscó. En el proceso de concer-
tación oye injurias, oye amenazas, pero solo transmite lo esencial de
las razones: “Fulano dice que puede pagarte con una recua de mulas”.
Como buen canciller, se permite introducir una promesa cordial
donde minutos antes había una sarta de adjetivos incendiarios: “Me
dijeron que van a ver si pueden reunir lo que tú pides”.
Se trata de un acto refinado en la forma pero inapelable en el fon-
do. Lo que te envían no es un dardo envenenado sino una palabra,
pero esa palabra es de acero, te cobra las cuentas pendientes, te en-
rostra las faltas cometidas y te amenaza de un modo tan sutil que no
puedes evitarlo. Claro que también te ofrece una nueva oportunidad.
Si usas con buen juicio el verbo que te mando, nos ganaremos ambos
la gracia de librarnos de la guerra.
Ni siquiera cuando hay una muerte de por medio los dolientes
pueden saltarse este ritual de conciliación para buscar la venganza
directa. La compensación es proporcional al tamaño de la afrenta y a
la posición social de la familia afectada. Se cobra por las calumnias,
120 | Alberto Salcedo Ramos
por los golpes físicos, por las imprudencias de borracho, por el hurto,
por las ofensas verbales y por el homicidio. El pago se efectúa en
dinero o con tierra y ganado. El palabrero no exige honorarios por
su trabajo pero el grupo que lo buscó le obsequia un porcentaje de la
indemnización.
•••
Arminda López les ordena a sus hijas Érica y Milagros que
apaguen el televisor y se pongan a hacer oficio. A una le pide que
barra. A la otra, que traiga dos vasos de chicha de maíz. Juan Sierra
Ipuana, entre tanto, ha dejado de mirar a las gallinas. Ahora pela una
vara delgada con un cuchillo basto de cocina.
De pronto, ruge el desierto. La arena se levanta, el viento arras-
tra una alpargata guaireña descosida en el empeine. “La brisa del
nordeste es una escoba loca”, dice Sierra Ipuana, sonriente, mientras
recibe el vaso de chicha que le trajo su hija. Cuando la muchacha se
aleja, la manta le tiembla en el cuerpo.
Sierra Ipuana añade que si no fuera por el viento, la tierra ya
se habría ahogado de calor. Su madre, otra criatura de metáforas,
afirmaba que en la Guajira las sequías eran tan intensas que a veces
las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin
saber nadar.
En esta ranchería, como en todas las de Manaure, los días fluyen
lentos, sin sobresaltos. Sierra Ipuana explica que el wayúu puede vivir
a su ritmo porque no tiene ninguna deuda pendiente con el cielo.
Tanto él como su mujer son hijos de wayúu con alijuna. Los mes-
tizos como ellos les enseñan a sus herederos la lengua nativa, pero
además los obligan a aprender castellano para que puedan entender
lo que dice la gente que vive más allá del desierto. A veces los mu-
Textos escogidos | 121
golpe con otro golpe, pero todavía no he visto la parte del reglamento
que diga que los árbitros tenemos que dejarnos pegar.
•••
Guillermo Velásquez mostró su vocación de juez desde la ado-
lescencia. Cuando sus padres discutían, lo buscaban a él para que
decidiera quién tenía la razón. Cuando sus hermanos peleaban, solo
él lograba reconciliarlos. Muy pronto, su capacidad de discernimien-
to y su sentido de la justicia fueron célebres en la familia. Primos, tíos
y otros parientes menos cercanos apelaban a él porque confiaban en
la ecuanimidad de sus sentencias.
Más tarde, cuando jugaba fútbol en el colegio Deogracias Cardona
de su natal Pereira, no asistía con sus compañeros de equipo a la
charla técnica de los entretiempos, sino que se iba con el árbitro a
analizar el reglamento.
Cuando finalmente reemplazó el balón por el silbato se liberó del
destino gris que le esperaba como futbolista y recuperó el respeto que
había conocido como consejero familiar. En ese momento descubrió
que la satisfacción del que aplica la ley depende más del poder que
ostenta que del bienestar que supuestamente le procura al prójimo.
Si la cancha es el universo completo y los jugadores son todas las
criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga,
encarna una autoridad más divina que humana, una presencia om-
nímoda que gobierna las acciones aunque no nos demos cuenta. Él y
solo él es capaz de detener la carrera del veloz atacante con un simple
movimiento de su mano. Él decide cuándo parar el partido y cuándo
reanudarlo, y en ambos casos determina el punto exacto de la tierra
en el que hombre y pelota se reencuentran. Ni el que es genio como
Maradona ni el que es bravucón como Chilavert tienen licencia para
tutearlo: deben dirigirse a él con una cierta reverencia caricaturesca –
126 | Alberto Salcedo Ramos
* Esta crónica obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en el año 2002.
El bufón de los velorios
de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las
hojas de tabaco antes de extenderlas al sol.
–¿A quién le toca el turno? –preguntó en tono burlón uno de los
asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores.
El compañero que manejaba la lista le entregó el dato solicita-
do: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le
amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al
otro, al tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la
arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo
estrépito de tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a
Pedro Torres Montes, a Marcos Caro Torres, a José Urueta Guzmán y
a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por
aquel inesperado recodo del infierno.
Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: al que llore
lo desfiguramos a tiros. Otro levantó su arma por el aire como una
bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos
a alguien.
–Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me
toca a mí –repetía, mientras caminaba por entre el gentío con las
ínfulas de un guapetón de cine.
Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles de tambo-
res. Hacia el medio día, varios tramos de la cancha se encontraban
alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que
había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban
más nombres pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron
un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los
habitantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le
correspondiera el número treinta –advirtió uno de los verdugos– es-
tiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen Redondo y a Enrique
Textos escogidos | 147
Si hubiese sido sordo, “las aguas claras del río Tocaimo” no habrían
podido darle “fuerzas para cantar”, ni habría llegado a su pensamien-
Textos escogidos | 169
“Matilde Lina”, la canción, tiene hoy más años de los que tenía
Matilde Lina, la mujer, cuando se la dedicaron. En sus versos el
trovador enamoradizo y la musa esquiva permanecerán siempre
unidos, como jamás pudieron estarlo en realidad. Si no existiera este
paseo, Matilde Lina se habría esfumado en la memoria de Leandro,
y Leandro en la memoria de Matilde Lina. Por eso, en cierta forma,
la canción es de todos modos una especie de vínculo matrimonial.
–¿Matrimonial? –refunfuña Matilde Lina–. ¡Yo con Leandro no
me casaría ni loca!
–¿No dijo que lo adora?
–Solo como amigo. Lo adoro tanto que si él se muere primero que
yo, me voy a pie desde mi casa hasta el cementerio.
–Bueno, ahí sí lo mejor es que se vaya caminando, para que sonría
la sabana.
–No sé.
–¿Tu papá te enseñó eso?
–No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo
que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos
hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al
llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las
necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás inte-
grantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque
ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la
copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la
aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.
–¿Tú por qué estás estudiando?
–Porque quiero ser profesor.
–¿Profesor de qué?
–De inglés y de matemáticas.
–¿Y eso para qué?
–Para que mis alumnos aprendan.
–¿Quiénes van a ser tus alumnos?
–Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía
el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de igno-
rancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce
las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la
posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las
víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó,
Textos escogidos | 183
para sentir de una vez por todas que no hay aburrimiento que dure
cien años ni hombre del Caribe que lo resista.
Una vez le oí decir a Juan Gossaín que el Caribe se lleva por dentro,
no por fuera. Se refería a quienes creen que mientras más alto griten
o más pregonen su “bacanidad”, son más Caribes.
Muchos pretenden que el Caribe sea una patria única, homogénea,
donde todos bailemos y sintamos del mismo modo. Algunos de quie-
nes piensan así consideran apátridas a quienes, como yo, detestan
la música champeta. Son los mismos que en tono histérico le gritan
“cachaco” a quien se pone una camisa negra como la de Juanes.
Se llenan la boca diciendo que el Caribe es una patria cultural
única, más importante que la patria política trazada por la carto-
grafía, como si no entendieran, o no quisieran entender, que ese
Caribe que les parece un cuerpo uniforme es en realidad un ente
disímil, plural, que nos impone la tolerancia como requisito para el
entendimiento. Un Caribe de Riohacha dista mucho de un Caribe
del Golfo de Morrosquillo. La diferencia no les quita el derecho a la
gracia del mar. Cada quien la vive a su modo y ninguno de los dos es
más Caribe que el otro.
Noto que en nuestra región hay muchas voces que proponen un
discurso sobre el Caribe que no está basado en la pluralidad sino en
la reproducción del mismo modelo centralista, excluyente, que con
Textos escogidos | 197
Esa noche, los habitantes del barrio Las Riberas del Jui, pertene-
ciente al pueblo de Tierralta, en Córdoba, acudieron al río Sinú para
honrar mediante un acto simbólico a los mártires de la violencia. El
punto de encuentro era un sitio conocido como “El Banquito”, donde
en el pasado reciente los escuadrones paramilitares conducían a sus
víctimas antes de asesinarlas.
Desde cuando se asentaron en Tierralta como desplazados, los
pobladores de Las Riberas del Jui no habían ido a ese barranco conti-
guo al río. Lo eludían porque lo consideraban asociado a la infamia y
al dolor. Pero aquella noche de octubre de 2010, gracias a los consejos
que recibieron durante sus acompañamientos sicosociales, decidie-
ron cambiar el enfoque: el río Sinú estuvo ahí desde siempre, y no
fue aliado sino víctima de los verdugos. Ciertamente, en el periodo
más crítico del conflicto armado los distintos grupos al margen de
la ley lo utilizaron como vertedero de cadáveres. Pero no hay que
olvidar que para los indígenas zenúes este dios tutelar nunca fue
un emblema de muerte sino de vida: propicia la armonía entre los
hombres y el Universo, irriga las praderas. De modo que la jornada
alegórica pretendía desagraviar al río y rendirle tributo a la memoria
de los difuntos.
Todos los asistentes a la cita tenían una historia triste que contar.
Olga Lucía, por ejemplo, se había venido huyendo del caserío de
Textos escogidos | 201
Fue Charles Danah, editor del diario The Sun, quien acuñó esta
frase célebre: “noticia no es que un perro muerda a un hombre sino
que un hombre muerda a un perro”. Los sucesos insólitos siempre
han tenido acogida en los medios. La semana pasada, varios de estos
hechos curiosos le dieron la vuelta al mundo: el empresario David
Roberts creó un hotel de lujo para gallinas; la ladrona Tihesia Birdlong
fue capturada gracias a un detalle pintoresco: ella, que estaba vestida
de azul eléctrico, trató de parapetarse en un desfile donde todos los
caminantes iban ataviados de verde para honrar a San Patricio, pa-
trono de los labriegos. Hubo un tercer caso exótico: el camarógrafo
Clayton Bennett fue demandado por una pareja de recién casados,
debido a que olvidó grabar –en la ceremonia de bodas– la entrega de
los anillos.
Entre nosotros los sucesos insólitos suelen tener un tinte tragicó-
mico: un día dos amantes son mordidos por una serpiente venenosa
dentro de un motel llamado El paraíso; otro día unos esposos hu-
mildes se arruinan al festejar por error, en tremenda pachanga, una
lotería que no se ganaron; más tarde varios vendedores del mercado
público mueren borrachos, después de consumir licor adulterado.
La semana pasada nos enteramos de un acontecimiento extraño
que no encaja en ese molde melodramático: Usiacurí, bello pueblo
del departamento del Atlántico, lleva casi diez años sin registrar ni
Textos escogidos | 203
Los escritores de ficción no son más importantes, per se, que los
de no ficción, solo porque imaginan sus argumentos en lugar de ape-
garse literalmente a los hechos y personajes de la vida real. Raymond
Carver, extraordinario poeta y narrador, decía que lo que define a
un escritor grande es “esa forma especial de contemplar las cosas y
el saber dar una expresión artística a sus contemplaciones”. En un
cuentista de la talla de Rulfo se aprecian esos dones, pero lo mismo se
puede decir de ciertos escritores notables de no ficción, como Joseph
Mitchell y Gay Talese.
Hay todavía muchos escritores de ficción convencidos de que
quienes escriben no ficción son indignos del calificativo de escrito-
res. Está claro que para ellos literatura es literatura y periodismo es
periodismo. Sé de muchos que cuando oyen hablar de periodismo
literario sacan la pistola de Goebbels para castigar al hereje. Para
ellos, eso es como revolver peras con cebolla larga, o sea, como jun-
tar dos elementos incompatibles, lo exquisito con lo grotesco, o lo
memorable con lo fugaz.
Es más frecuente hablar de los aportes de la literatura al periodis-
mo que de los aportes del periodismo a la literatura. Cuando se trata
del primer caso, que es lo predominante, se mencionan las técnicas
narrativas, el empleo del punto de vista, la construcción de imáge-
nes, el uso de las escenas y la creación de las atmósferas. Todos esos
210 | Alberto Salcedo Ramos
II. Aquella noche de 1955, cuando apenas contaba ocho años, Paul
Auster venía saliendo del estadio después de haber visto el partido
de su novena favorita, Los Gigantes de Nueva York. De repente se
topó con Willie Mays, la estrella del equipo. Sin pensarlo dos veces,
Auster le pidió un autógrafo. “Claro, niño, claro”, le respondió Mays.
“¿Tienes un lápiz?”. Desde luego, el niño no tenía un lápiz, y tampoco
su padre, ni su madre, ni ninguno de los otros adultos que estaban
abandonando el parque de béisbol. Mays se encogió de hombros,
dijo que lo lamentaba mucho y se alejó. Paul Auster lo acompañó
con la mirada hasta cuando se perdió de vista. Triste, frustrado. Esa
misma noche juró que nunca más andaría por la vida sin un lápiz en
el bolsillo.
Al cabo de los años llegó a la siguiente conclusión: “si hay un lápiz
en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas
tentado a usarlo. Me gusta decir que así fue como me convertí en
escritor”.