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Sabía por conocer los escritos herméticos de los místicos ancestrales que la figura del huevo estaba

cargada de significados. El germen habita en su interior. Lo había podido observar en los huevos de
las salamandras de la montaña. Había observado como se desarrollaba un nuevo ser a partir de la
aparente nada y de esa manera se materializaba el espíritu de la divinidad. También había observado
con detenimiento las mutaciones, de como las salamandras de río no paren huevos, sino larvas.
Pudo contemplar como las larvas se transformaban y, donde había un pez nadador, devenía un
animal terrestre. El misterio que encerraban estas transformaciones lo fascinaba, lo dejaba perplejo,
le permitía hundirse en la inmensidad de lo absoluto, de lo eterno, de aquel germen primordial que
engendra todas las formas y nunca se deja ver de manera directa.
Cansado de pensar, un día se recostó en su dura cama de celda monacal y tuvo un sueño. Soñó que
se encontraba en un lugar oscuro, parecido a su celda. Podía respirar la humedad, sentir el frío que
le tallaba la carne, sus pies descalzos caminaban lo áspero de un piso rocoso. En un rincón del
cuarto observó un brillo, como el reflejo de un espejo, pero al acercarse descubrió que era una
esfera de cristal que encerraba una pequeña niña, del tamaño de una muñeca, pero viviente. La niña
sufría y golpeando las paredes de la esfera que la atrapaba. Decidido, pero con sumo cuidado, tomo
un trozo de madera y usándolo como martillo, quebró delicadamente la esfera para liberarla. Al
instante la doncella creció hasta alcanzar la talla de un ser humano. Aquella figura angelical había
despertado toda su ternura. Había aprendido que Pitágoras decía que las cuerdas de cítara que
esconden un mismo tono vibran al unísono cuando se acercan unas a las otras. Y sintió que en su
corazón comenzaba a agitarse a un ritmo grave, ancestralmente conocido para él, del color oscuro
de la vid recién cosechada. Sintió que una cálida ráfaga de sangre inundaba su rostro. Comprendió
que así como las sustancias amoniacales buscan por afinidad al sulfuro, esa doncella ejercía una
atracción irresistible sobre él. Cerrando sus ojos sintió la calidez de un beso infinito en el que fluía
las esencias de ambos transformados en lo Uno. Al abrir los ojos pudo percibir un leve crujido que
fue creciendo hasta transformarse en un ruido ensordecedor. Instintivamente se agachó y mientras
esto hacía, las paredes rocosas comenzaron a resquebrajarse y un viento lacerante arrastró los
escombros. Mantuvo todo el tiempo a la doncella tomada de una mano hasta que un dolor
intensísimo nacido de las profundidades de su propio pecho hizo saltar su carne en mil pedazos. De
sus despojos emergió un ser alado que era él mismo, la doncella seguía contemplándolo y en ese
instante comprendió que la estirpe de ambos era de la misma esencia, de luz y noche, amanecer y
crepúsculo.
Despertó lleno de desesperación, su pechos se inflaba por la respiración angustiosa, y no podía
comprender que era lo que lo inquietaba tanto de aquellas imágenes ilusorias.
Los días pasaron, pero aquel sueño y la figura de aquella doncella persistieron en su memoria
torturándolo día y noche. Encerraban un enigma que no era capaz de comprender. A tal grado
alcanzó su sufrimiento que decidió emprender un viaje para visitar a un viejo sabio que vivía en las
montañas septentrionales. Quizás el pudiera ayudarlo a descifrar aquel enigma.
Luego de viajar varios días y sin poder desprenderse de las obsesivas imágenes, llegó finalmente a
una pequeña casa que se hundía en la ladera rocosa de la montaña. Entró haciendo una reverencia al
sabio que dormitaba frente un pequeño hogar. Antes de que pudiera articular palabra el sabio le dijo:
“Lo que soñaste guarda un presagio y así como la serpiente debe mudar de piel o la crisálida se
transforma en mariposa llegará el día en que tu también tendrás que mutar y devenir algo nuevo,
serán días extraños que mezclarán las esencias de la miel más dulce y la tristeza más amarga. Nadie
puede transformarse sin enterrar un pedazo de su vida, y devenimos sobre los cadáveres de nosotros
mismos, una parte tuya deberá morir, el altar donde veneras a tus ancestros más queridos se
derrumbará y derramarás las lágrimas más amargas, pero vivirás naciendo a una nueva vida más
luminosa y pura”. Ambos permanecieron en silencio un largo rato hasta que él preguntó: “¿Y ella?”.
El sabio guardó silencio un largo rato y luego dijo: “Ella llegará un día no muy lejano, cargada con
los encantos de la luna llena, y tu deberás decidir. La vida encierra infinitos misterios, pero
finalmente no es más que un cúmulo de encuentros y de decisiones”.

El crepúsculo cálido se mezclaba con el frío de la noche, su corazón se desgarraba en preguntas


sobre la misteriosa armonía entre el macrocosmos y el microcosmos. Las lágrimas amargas que
había pronosticado el sabio rodaban oscuras por su rostro. A sus pies yacían los fragmentos de
aquellas figuras de terracota que alguna vez habían representado a los doce dioses principales y a
sus ancestros. Ella llegó y se sentó a su lado. Tímidamente la tomó de la mano... y decidió.

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