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Un joven no se pule él solo, haciendo lo que le dé la gana. Pero hay algo peor a
que se manden solos, y es mandarlos mal.
Un estudiante del colegio Marco Fidel Suárez de Bogotá murió por consumir una
mezcla de sustancias enervantes y varios más resultaron intoxicados. Hubo
escándalo y las autoridades distritales y nacionales se rasgaron las vestiduras,
como si desconocieran en qué pasos andan los adolescentes de hoy: inhalan
hasta Frutiño.
Sin embargo, si bien ese decreto llevó a que se perdiera la exigencia académica,
la autoridad se había perdido antes, con la Constitución de 1991 y el cacareado
“libre desarrollo de la personalidad”. A partir de entonces se les arrebató toda la
autoridad a los docentes y hasta a los mismos padres de familia, trastrocando los
paradigmas de autoridad en un abrir y cerrar de ojos. Se llegó a que los
estudiantes no solo desobedecen olímpicamente a sus maestros, sino que incluso
los agreden sin recibir castigo alguno, algo impensable hace apenas un cuarto de
siglo. Y los padres dejaron de ser aliados de los docentes en la formación de sus
hijos para convertirse en alcahuetes que también suelen maltratar a los
profesores.
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