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Aunque no hay duda de que existen múltiples antecedentes de resistencias a este
determinismo, se afirma que el feminismo tal y como hoy lo conocemos tiene sus
orígenes en la Ilustración, al tratar de universalizar los principios de igualdad y libertad,
y al tomar conciencia de que las desigualdades estructurales podían ser cambiadas.
Así, el feminismo, a partir de un movimiento social y político, se ha ido también
configurando como una tradición intelectual, una teoría crítica de la sociedad en tanto
que, además de describir, propone un proceso de cambio social. Desde esta
perspectiva, la teoría feminista ha tratado de explicitar las situaciones de
subordinación de las mujeres, así como de descifrar las claves de dicha opresión.
Mucho ha llovido desde entonces, y han sido muchos los usos que se le ha dado (y se
le sigue dando) al término. En algunos casos, género se emplea como sinónimo de
mujeres, con el riesgo que ello supone de seguir centrando la mirada en aquellas
personas que sufren la opresión, de victimizarlas (Lamas, 1999) e incluso de
responsabilizarlas. En otros casos, género se ha confundido con un área más de
conocimiento, olvidando el carácter transversal de éste en la realidad social. Más allá,
se ha convertido en una “coletilla” sin contenido para proyectos y programas que
persiguen una mayor probabilidad de ser subvencionados. Sin embargo, estos usos no
pueden hacernos olvidar las posibilidades ofrecidas por esta categoría al permitir
poner el acento en “el carácter relacional y por lo tanto político de las definiciones
normativas de la feminidad y la masculinidad” (Stolke, 2004: 88).
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Esta forma de entender el género, además de reproducir el pensamiento dicotómico
que enfrenta la cultura a la naturaleza y reducir la diversidad humana a dos
posibilidades, da por sentado que los cuerpos sexuados le anteceden y mantiene una
ilusión de esencia masculina y femenina: ser hombre o ser mujer, en definitiva, es
tener un cuerpo de hombre o de mujer (Torras, 2007).
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Es el caso de los intersexos. Las personas etiquetadas como “intersexuales” o
“hermafroditas”, invisibilizadas ante la sociedad, nacen con rasgos anatómicos y
fisiológicos que quedan fuera de la clasificación hombre-mujer. Es entonces cuando la
medicina se encarga de adaptar los cuerpos al binarismo imperante, con la excusa de
la salud tanto física como emocional de las personas. Sin embargo, mientras la cirugía
supone un proceso destructivo y doloroso, que pocas veces se queda en una sola
intervención, la ambigüedad genital no conlleva ningún tipo de problema. Es la
violencia ejercida sobre unos cuerpos para determinar un único y verdadero sexo
(Chase, 1998). Esto demuestra que la concepción dicotómica se impone: una persona
sólo puede tener un sexo verdadero, y éste es el que le asigna la medicina (Trujillo,
2005).
Llegadas a este punto, no podemos olvidar una importante cuestión sobre la que
numerosas autoras (muchas con una importante influencia de Foucault) han llamado la
atención: este binarismo sexual del que venimos hablando se construye sobre la base
de la oposición y complementariedad de los sexos, así como sobre la normatividad
heterosexual; tres aspectos íntimamente relacionados. Como Butler señalaba,
basándose en otros autores, “la asociación de un sexo natural con un género distinto,
y con una ostensiblemente natural ‘atracción’ hacia el sexo/género opuesto, es una
conjunción nada natural de construcciones culturales al servicio de intereses
reproductivos” (Butler, 1998: 304). Aparecen así, estrechamente vinculados, el género
y la sexualidad: para asegurar la reproducción (preocupación de toda sociedad),
hombres y mujeres deben atraerse, lo que viene favorecido por el acento en las
diferencias de todo tipo y por la división sexual del trabajo, lo que construye una
esencia de complementariedad entre los sexos (Izquierdo, 2004).
“El género afecta al funcionamiento del sistema sexual y éste ha poseído siempre
manifestaciones de género específicas. Pero aunque el sexo y el género están
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relacionados, no son la misma cosa y constituyen la base de dos áreas distintas de la
práctica social” (Rubin, 1989: 54).
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Sería también interesante detenernos en el ejemplo de la transexualidad. Según el
sistema sexo-género, a un cuerpo sexuado femenino (o mejor, heterodesignado como
femenino) le corresponde un género femenino; del mismo modo que a un cuerpo
sexuado masculino le corresponde un género masculino. La existencia de personas
que rompan este continuo cuestiona la supuesta naturalidad de los cuerpos y
quebranta la estructura social. Por ello, aquellas personas que, habiendo sido
designados sus cuerpos como masculinos o femeninos, tienen una identidad
psicosocial contraria según este esquema, además de ser consideradas enfermas,
deben pasar por un largo proceso para ser consideradas social y legalmente conforme
a su identidad.
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LEY 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al
sexo de las personas.
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3. Desmontando las categorías
De ahí que, tanto ella como Rubin, Butler y otras, discutan las propias categorías
mujer-hombre que conllevan implícitas las normas de género y el mandato de
heterosexualidad, y apuesten por su deconstrucción. La polémica afirmación de Wittig
de que “las lesbianas no son mujeres” (1992: 57) se explica precisamente por ese
mandato heterosexual intrínseco a la categoría mujer.
4. Construyendo alternativas.
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embargo, los ejemplos expuestos, cuestionan el modelo dicotómico y complementario
de género, así como la heterosexualidad a la que va ligada. De esta forma, “las
conceptualizaciones que vinculan determinantemente cuerpo, género e identidad se
estrellan contra la multiplicidad de identidades que hoy en día observamos en mujeres
y hombres” (Lamas, 2000: 16).
Hablar de género, por tanto, no puede ser sino hablar de las relaciones de poder que
se establecen entre sujetos sociales “legítimos” y aquellos que no lo son, entre grupos
dominadores y grupos dominados. Emplear la perspectiva de género supone desafiar
las estructuras sociales y poner en cuestión las propias categorías que contribuyen a
su mantenimiento.
A este respecto, no son pocos los miedos de una parte importante del feminismo.
Deconstruir la categoría mujer supone para muchas acabar con el sujeto político de
este movimiento, al igual que abrir este sujeto para reconocer la diversidad existente,
es pensado frecuentemente en términos de pérdida de unión y de fuerza. Sin
embargo, resultan imprescindibles las aportaciones de aquellas autoras que alertan
sobre la práctica política que la propia categoría identitaria “mujer” encierra, así como
sobre la fuente de exclusión en la que se convierte ésta como sujeto político único del
feminismo. Esto no supone abandonar totalmente estas categorías, sino más bien
realizar un uso estratégico de las mismas, teniendo siempre presente los significados
que implican (Butler, 1998). Por otro lado, la apertura del sujeto hacia la diversidad
más que una amenaza podría contemplarse como un enriquecimiento y una ventaja al
sumarse una multiplicidad de sujetos políticos (Missé y Solá, 2009).
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similitudes que en las diferencias, en la que éstas no supongan excusa para la
desigualdad, y en la que no se juzguen los cuerpos en función de modelos ideales ni
los actos sexuales más que “por la forma en que se tratan quienes participan en la
relación amorosa, por el nivel de consideración mutua, por la presencia o ausencia de
coerción y por la cantidad y calidad de placeres que aporta” (Rubin, 1989: 22). No hay
duda de que nuevas perspectivas, alianzas y estrategias de lucha redundarán
positivamente en la capacidad transformadora de este movimiento social e ideológico.
Bibliografía
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SCOTT, Joan W. (1996 [1986]) “El género: una categoría útil para el análisis histórico”.
En: Marta Lamas (comp.), El género: la construcción cultural de la diferencia sexual.
México: PUEG. P. 265-302.
STOLKE, Verena (2004) “La mujeres puro cuento: la cultura del género”. Estudios
Feministas, vol. 12, nº 2, mayo-agosto. P. 77-105.
TORRAS, Meri (2007) “El delito del cuerpo. De la evidencia del cuerpo al cuerpo en
evidencia“. En: Meri Torras (ed.), Cuerpo e identidad. Estudios de género y sexualidad
I. Barcelona: Edicions UAB. P. 11-36.
TRUJILLO, Gracia (2005) “Desde los márgenes. Prácticas y representaciones de los
grupos queer en el Estado español”. En: VV. AA., El eje del mal es heterosexual.
Figuraciones, movimientos y prácticas feministas queer. Madrid: Traficantes de
Sueños. P. 29-44.
WITTIG, Monique (2004 [1980]) “El pensamiento heterosexual”. En: El pensamiento
heterosexual y otros ensayos. Barcelona: EGALES. P. 45-57.
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