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SEXO, GÉNERO Y SEXUALIDAD DESDE

UNA PERSPECTIVA POLÍTICO-RELACIONAL:


UNA OPORTUNIDAD PARA LA LUCHA FEMINISTA

Berta Buzón Carrasco

Magíster Género y Desarrollo (ICEI)


Ensayo sobre Pregunta nº 1, Módulo I
SEXO, GÉNERO Y SEXUALIDAD DESDE UNA PERSPECTIVA POLÍTICO-
RELACIONAL: UNA OPORTUNIDAD PARA LA LUCHA FEMINISTA

Berta Buzón Carrasco

“El uso riguroso de la categoría género conduce


ineluctablemente a la desencialización de la idea de mujer y de
hombre. Comprender los procesos psíquicos y sociales
mediante los cuales las personas nos convertimos en hombres y
mujeres dentro de un esquema cultural de género que postula la
complementariedad de los sexos y la normatividad de la
heterosexualidad, facilita la aceptación de la igualdad -psíquica y
social- de los seres humanos y la reconceptualización de la
homosexualidad” (Lamas, 1999: 173).

1. Cuestionando la opresión: el por qué del género como categoría analítica.

El modelo cultural dicotómico del que somos herederas, en su afán de ordenar y de


controlar el mundo, ha presentado a los seres humanos en dos categorías justificadas
biológicamente. Así, mujeres y hombres encarnarían naturalezas distintas que se
traducirían, “inevitablemente”, en formas de hacer, de pensar o de sentir distintas.
Estas bases naturales conducían a la inmutabilidad del modelo, al mismo tiempo que
la idea de complementariedad entre lo masculino y lo femenino reforzaba todo este
entramado de construcciones culturales. La complementariedad supone cuerpos
diferentes a los que les corresponden funciones distintas. Es decir, hablamos de dos
personas incompletas que se necesitan para alcanzar el equilibrio; dos mitades
condenadas a la dependencia mutua.

Este pensamiento binario convirtió, además, la diferencia en “base justificativa de la


desigualdad social” (Izquierdo, 2004: 115), al otorgar mayor valor y reconocimiento
social a las cualidades, actividades, etc., constitutivas de la masculinidad que a
aquellas consideradas femeninas. Se racionaliza así la subordinación de una buena
parte de la Humanidad.

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Aunque no hay duda de que existen múltiples antecedentes de resistencias a este
determinismo, se afirma que el feminismo tal y como hoy lo conocemos tiene sus
orígenes en la Ilustración, al tratar de universalizar los principios de igualdad y libertad,
y al tomar conciencia de que las desigualdades estructurales podían ser cambiadas.
Así, el feminismo, a partir de un movimiento social y político, se ha ido también
configurando como una tradición intelectual, una teoría crítica de la sociedad en tanto
que, además de describir, propone un proceso de cambio social. Desde esta
perspectiva, la teoría feminista ha tratado de explicitar las situaciones de
subordinación de las mujeres, así como de descifrar las claves de dicha opresión.

En la vocación teórica del feminismo radica su interés por conceptos metodológicos y


categorías analíticas que faciliten la tarea de clarificación y transformación de las
situaciones de opresión señaladas. Así, en los años 70, hizo suyo el término de género
“con la pretensión de diferenciar las construcciones sociales y culturales de la biología”
(Lamas, 1986: 173-198).

Mucho ha llovido desde entonces, y han sido muchos los usos que se le ha dado (y se
le sigue dando) al término. En algunos casos, género se emplea como sinónimo de
mujeres, con el riesgo que ello supone de seguir centrando la mirada en aquellas
personas que sufren la opresión, de victimizarlas (Lamas, 1999) e incluso de
responsabilizarlas. En otros casos, género se ha confundido con un área más de
conocimiento, olvidando el carácter transversal de éste en la realidad social. Más allá,
se ha convertido en una “coletilla” sin contenido para proyectos y programas que
persiguen una mayor probabilidad de ser subvencionados. Sin embargo, estos usos no
pueden hacernos olvidar las posibilidades ofrecidas por esta categoría al permitir
poner el acento en “el carácter relacional y por lo tanto político de las definiciones
normativas de la feminidad y la masculinidad” (Stolke, 2004: 88).

En un uso bastante generalizado, el género se entiende como el hecho social


construido a partir del hecho biológico que sería el sexo. El sexo se presenta en esta
concepción como un conjunto de características físicas, anatómicas, genitales de
origen biológico que tiene una persona; mientras que el género sería el conjunto de
roles, funciones, comportamientos, emociones, espacios, actitudes y aptitudes que la
sociedad espera que asumamos, dependiendo de si habitamos un cuerpo femenino o
masculino.

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Esta forma de entender el género, además de reproducir el pensamiento dicotómico
que enfrenta la cultura a la naturaleza y reducir la diversidad humana a dos
posibilidades, da por sentado que los cuerpos sexuados le anteceden y mantiene una
ilusión de esencia masculina y femenina: ser hombre o ser mujer, en definitiva, es
tener un cuerpo de hombre o de mujer (Torras, 2007).

2. Repensando el sexo: cuerpos y sexualidades.

No tardaron en escucharse voces que problematizaran el mencionado carácter natural


del sexo en la literatura feminista. Así, estas voces pusieron en cuestión la
preexistencia de un cuerpo sexuado en femenino y otro en masculino a partir del que
se construye el género, denunciando la operación de naturalización que se había
realizado del mismo.

En este sentido, Judith Butler, representa un importante cambio de perspectiva. Llama


la atención sobre la importancia “del lenguaje, del gesto y de todo tipo de signos
sociales simbólicos” (Butler, 1998: 296), a través de los que construimos la realidad
social. Siguiendo su “teoría de la performatividad”, son los efectos provocados por la
repetición de discursos y actos los que constituyen el género, y el sexo no es anterior
al género sino que constituye el primer acto de género. De este modo, sexualizar un
cuerpo es el primer efecto discursivo del género, forma parte de la representación, de
la performance de género. En esta performance, toda persona que no realice
correctamente los diversos actos de género (incluidos aquellos que conciernen al
cuerpo) será castigada, pues la performance necesita de la repetición de estos actos
para su reproducción y mantenimiento. (Butler, 1998).

De esta forma, las múltiples posibilidades de materializaciones corpóreas son negadas


y encorsetadas en el binomio hombre-mujer. Tal y como Meri Torras afirma, “hay una
jerarquización naturalizada y normativizadora que prescribe cuerpos, los hace legibles
según unos parámetros que se pretenden biológicos” (Torras, 2007: 12). Todos
aquellos cuerpos que no se ajusten a estos parámetros serán designados como
antinaturales y patológicos, y sufrirán la violencia del sistema que actúa para adaptar
cualquier desviación y eliminar cualquier rastro de ambigüedad que cuestione la
naturalidad del sistema binario establecido.

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Es el caso de los intersexos. Las personas etiquetadas como “intersexuales” o
“hermafroditas”, invisibilizadas ante la sociedad, nacen con rasgos anatómicos y
fisiológicos que quedan fuera de la clasificación hombre-mujer. Es entonces cuando la
medicina se encarga de adaptar los cuerpos al binarismo imperante, con la excusa de
la salud tanto física como emocional de las personas. Sin embargo, mientras la cirugía
supone un proceso destructivo y doloroso, que pocas veces se queda en una sola
intervención, la ambigüedad genital no conlleva ningún tipo de problema. Es la
violencia ejercida sobre unos cuerpos para determinar un único y verdadero sexo
(Chase, 1998). Esto demuestra que la concepción dicotómica se impone: una persona
sólo puede tener un sexo verdadero, y éste es el que le asigna la medicina (Trujillo,
2005).

Llegadas a este punto, no podemos olvidar una importante cuestión sobre la que
numerosas autoras (muchas con una importante influencia de Foucault) han llamado la
atención: este binarismo sexual del que venimos hablando se construye sobre la base
de la oposición y complementariedad de los sexos, así como sobre la normatividad
heterosexual; tres aspectos íntimamente relacionados. Como Butler señalaba,
basándose en otros autores, “la asociación de un sexo natural con un género distinto,
y con una ostensiblemente natural ‘atracción’ hacia el sexo/género opuesto, es una
conjunción nada natural de construcciones culturales al servicio de intereses
reproductivos” (Butler, 1998: 304). Aparecen así, estrechamente vinculados, el género
y la sexualidad: para asegurar la reproducción (preocupación de toda sociedad),
hombres y mujeres deben atraerse, lo que viene favorecido por el acento en las
diferencias de todo tipo y por la división sexual del trabajo, lo que construye una
esencia de complementariedad entre los sexos (Izquierdo, 2004).

Estas contribuciones rescataron los cuerpos y la sexualidad para colocarlos en el


centro de la opresión de las mujeres. Así, ya en 1975, Gayle Rubin analiza diversos
intentos históricos de explicación de dicha subordinación y concluye el fracaso de
estos por el olvido o la escasa centralidad otorgada a la sexualidad (Rubin, 1986). En
un primer momento, entiende esta norma heterosexual como parte de los mandatos de
género. Sin embargo, más tarde, aun reconociendo los cruces entre género y
sexualidad, aconseja el análisis por separado para dar cuenta de otras opresiones:

“El género afecta al funcionamiento del sistema sexual y éste ha poseído siempre
manifestaciones de género específicas. Pero aunque el sexo y el género están

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relacionados, no son la misma cosa y constituyen la base de dos áreas distintas de la
práctica social” (Rubin, 1989: 54).

Se establecen así dos sistemas de estratificación diferenciados (aunque íntimamente


relacionados): el genérico y el sexual. Este último establece una jerarquía que
determina qué orientaciones y prácticas sexuales son buenas, normales, legítimas, y
cuáles son malas, desviadas, ilegítimas. La heterosexualidad está en la cúspide de la
jerarquía de las prácticas sexuales y ha llevado asociados (hasta casi nuestros días en
que empiezan a cuestionarse tímidamente) los valores de la monogamia, la
reproducción, el amor y el matrimonio. Cualquier otra forma de sexualidad es
estigmatizada, reprimida y ocultada, de manera que no ponga en cuestión la
hegemonía heterosexual. Para legitimar y mantener tal hegemonía se ha recurrido
históricamente al mandato divino (a través de la Iglesia), a la naturaleza (a través de la
medicina) e incluso a la seguridad pública (a través de la Ley). Así, la homosexualidad,
el lesbianismo o la transexualidad, entre otras, pasaron de ser demonizadas, a ser
consideradas enfermedades, orientaciones sexuales patológicas y antinaturales, que
no se han librado de estar también relacionadas con la delincuencia. Las
consecuencias para aquellas personas que se desvíen de la norma pueden ir desde la
discriminación y la no aceptación social (con todo lo que ello supone para una persona
en cuanto al acceso a los derechos de ciudadanía) hasta la muerte, según el contexto.

En este sentido, feministas y no feministas han apelado a la necesidad de tener en


cuenta que en la construcción de la sexualidad participan múltiples fuerzas e
instituciones sociales (Osborne, 1995: 30). El éxito de estas fuerzas es que el control
que ejercen “lo tenemos incorporado, nos resulta, en principio, invisible, interiorizado,
naturalizado y cumple la función de mantenernos disciplinados dentro del sistema
social y económico, a fin de que sigamos funcionando dócilmente según los
engranajes de la máquina del poder” (Torras, 2007: 21-22).

De ahí la significativa afirmación de Rubin “la sexualidad es política” (1989: 56). Su


propuesta de diferenciar el género de la sexualidad permite explicar la opresión
específica que sufren, por ejemplo, las lesbianas: el estigma que recae sobre ellas no
se debe sólo a su condición de mujeres sino también a su orientación sexual, diferente
de la heterosexualidad hegemónica. Aunque, por otro lado, es difícil cuestionar que
exista una mayor constricción social sobre la sexualidad femenina que sobre la
masculina.

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Sería también interesante detenernos en el ejemplo de la transexualidad. Según el
sistema sexo-género, a un cuerpo sexuado femenino (o mejor, heterodesignado como
femenino) le corresponde un género femenino; del mismo modo que a un cuerpo
sexuado masculino le corresponde un género masculino. La existencia de personas
que rompan este continuo cuestiona la supuesta naturalidad de los cuerpos y
quebranta la estructura social. Por ello, aquellas personas que, habiendo sido
designados sus cuerpos como masculinos o femeninos, tienen una identidad
psicosocial contraria según este esquema, además de ser consideradas enfermas,
deben pasar por un largo proceso para ser consideradas social y legalmente conforme
a su identidad.

En nuestro país, como en otros, la transexualidad está considerada una enfermedad,


una patología psiquiátrica: la disforia de género. Y para pasar de un sexo-género a
otro, la Ley1 establece que la persona debe tener diagnosticada tal patología. Para
ello, deberá convencer al cuerpo psiquiátrico de que se siente hombre o mujer, (y de
que no es una rabieta temporal), a pesar de haber sido designada socialmente como
lo contrario. Para ello, deberá defender su masculinidad o feminidad a través de
actitudes, sentimientos, pensamientos, gustos, orientación sexual, etc.
estereotipadamente masculinos o femeninos: el “test de la vida real” mide cuánto se
tiene de femenino y/o de masculino. “Sobre la mesa está el derecho a la propia
identidad de sexo, el derecho a la propia expresión de género, el derecho a la opción
sexual y el derecho al propio cuerpo” (Martínez, 2005: 120). Una vez superado este
obstáculo, deberá someterse al menos a dos años de tratamiento médico para adaptar
su físico al sexo que reclama. Se trata de la ingesta de una gran cantidad de
hormonas, cuando no de una violenta cirugía de reasignación de sexo.

El objetivo es el control de los cuerpos y el mantenimiento del sistema sexo-género del


que venimos hablando. No pueden existir cuerpos ni identidades que generen duda o
ambigüedad. Sin embargo, la realidad es mucho más diversa: personas que no
encuentran nada incorrecto en su cuerpo, a pesar de sentirse del sexo contrario y
personas con diferentes orientaciones sexuales, independientemente de la
heterodesignación que reciban o de la identidad de género que afirmen, demuestran
que “tener identidad de mujer, sentirse mujer y ser femenino, o sea, asumir los
atributos que la cultura asigna a las mujeres no son procesos mecánicos, inherentes al
hecho de tener un cuerpo de mujer” (Lamas, 2000: 16).

1
LEY 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al
sexo de las personas.

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3. Desmontando las categorías

En las líneas anteriores hemos comprobado cómo la transexualidad amenaza tanto al


sistema dicotómico de género como a la heteronormatividad. Fueron feministas
lesbianas como Monique Wittig o Adriene Rich las que pusieron en primera línea el
concepto de “heteronormatividad”.

Wittig, en la línea de otras autoras mencionadas, centró su análisis en “problematizar


las identidades que supuestamente se desprenden del cuerpo y la sexualidad, es
decir, cuestionar la continuidad que se cree que existe entre el sexo y el género, así
como el binomio hombre-mujer” (Missé y Solá, 2009). Wittig plantea que los discursos
del “pensamiento heterosexual” ejercen un poder sobre los cuerpos y las
subjetividades que conlleva la opresión de aquellos cuerpos y sexualidades
“diferentes”. Esta diferencia, que ha servido de fundamento para la “sociedad
heterosexual”, enmascara un conflicto de intereses, encierra una suerte de opresión: el
otro/diferente no es sino el oprimido/dominado. Este pensamiento heterosexual se
asienta sobre categorías clave: hombre-mujer resultan categorías políticas cuyo uso a
través del lenguaje contribuye al mantenimiento y la reproducción de la
heteronormatividad (Wittig, 1992).

De ahí que, tanto ella como Rubin, Butler y otras, discutan las propias categorías
mujer-hombre que conllevan implícitas las normas de género y el mandato de
heterosexualidad, y apuesten por su deconstrucción. La polémica afirmación de Wittig
de que “las lesbianas no son mujeres” (1992: 57) se explica precisamente por ese
mandato heterosexual intrínseco a la categoría mujer.

4. Construyendo alternativas.

La intención de estas páginas es la de contribuir al derrumbe de las concepciones


biologicistas que establecen un modelo hegemónico de cuerpo y de identidad.
Destacar la importancia del carácter construido de la sexualidad, íntimamente ligado a
las construcciones de género, ha sido también empresa clara de las reflexiones
expuestas.

El modelo genérico binario asociado a la heterosexualidad obligatoria convierte en


antinatural, patológico, anormal e incluso criminal aquello que es diferente. Sin

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embargo, los ejemplos expuestos, cuestionan el modelo dicotómico y complementario
de género, así como la heterosexualidad a la que va ligada. De esta forma, “las
conceptualizaciones que vinculan determinantemente cuerpo, género e identidad se
estrellan contra la multiplicidad de identidades que hoy en día observamos en mujeres
y hombres” (Lamas, 2000: 16).

La importancia de cuestionar el modelo hegemónico responde a la urgencia de poner


fin tanto a la operación por la que la diferencia se convierte en desigualdad social,
como a la violencia que se ejerce sobre aquellas personas que escapan a estas
concepciones. Desnaturalizar este modelo limitante y opresivo posibilita acabar con el
estigma que recae sobre aquellas personas que no se ajusten al mismo, o que
constituyan el “otro/diferente” (Wittig, 1992) en las dicotomías establecidas: hombre-
mujer, heterosexualidad-homosexualidad, entre otras.

Hablar de género, por tanto, no puede ser sino hablar de las relaciones de poder que
se establecen entre sujetos sociales “legítimos” y aquellos que no lo son, entre grupos
dominadores y grupos dominados. Emplear la perspectiva de género supone desafiar
las estructuras sociales y poner en cuestión las propias categorías que contribuyen a
su mantenimiento.

A este respecto, no son pocos los miedos de una parte importante del feminismo.
Deconstruir la categoría mujer supone para muchas acabar con el sujeto político de
este movimiento, al igual que abrir este sujeto para reconocer la diversidad existente,
es pensado frecuentemente en términos de pérdida de unión y de fuerza. Sin
embargo, resultan imprescindibles las aportaciones de aquellas autoras que alertan
sobre la práctica política que la propia categoría identitaria “mujer” encierra, así como
sobre la fuente de exclusión en la que se convierte ésta como sujeto político único del
feminismo. Esto no supone abandonar totalmente estas categorías, sino más bien
realizar un uso estratégico de las mismas, teniendo siempre presente los significados
que implican (Butler, 1998). Por otro lado, la apertura del sujeto hacia la diversidad
más que una amenaza podría contemplarse como un enriquecimiento y una ventaja al
sumarse una multiplicidad de sujetos políticos (Missé y Solá, 2009).

No en vano, tarea primordial del feminismo es la denuncia de las relaciones de


opresión aquí descritas, así como la lucha por la consecución de una sociedad que
reconozca la diversidad existente y en la que los costes “en términos de sufrimiento
humano” (Lamas, 1999: 175) sean mínimos. Una sociedad basada más en las

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similitudes que en las diferencias, en la que éstas no supongan excusa para la
desigualdad, y en la que no se juzguen los cuerpos en función de modelos ideales ni
los actos sexuales más que “por la forma en que se tratan quienes participan en la
relación amorosa, por el nivel de consideración mutua, por la presencia o ausencia de
coerción y por la cantidad y calidad de placeres que aporta” (Rubin, 1989: 22). No hay
duda de que nuevas perspectivas, alianzas y estrategias de lucha redundarán
positivamente en la capacidad transformadora de este movimiento social e ideológico.

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