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LOS GATOS

DORMIDOS NO MAÚLLAN
MEGGY WILLIAMS
Los gatos dormidos no maúllan

©Meggy Williams, 2017

Diseño de portada: Meggy Williams

Maquetación: Meggy Williams

ISBN 978-84-697-4232-7

Primera edición

Barcelona, España 2017

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial


de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia,
grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del
copyright. la infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra
la propiedad intelectual.
INTRODUCCIÓN
Era un bonito lunes del mes de agosto por la mañana. Hacía un par de horas
que había amanecido en Barcelona y se podían empezar a notar los efectos
del sol. En un barrio no muy céntrico de la ciudad, a las nueve en punto se
escuchaba el estruendo de todas las persianas de los locales que subían dando
así la bienvenida a sus preciados clientes. El chico del bar empezaba a sacar
las mesas de la terraza mientras cómo cada día el primer cliente le pedía un
cortado desde lejos. La dependienta de la droguería barría su trozo de acera.
Un par de perros ladraban como locos desde el alféizar de sus respectivas
ventanas animándose mutuamente. Un señor con gafas salía a su balcón a
regar unos geranios un tanto mustios que reinaban colgados en sus macetas.
El súper del barrio abría sus puertas. Era la rutina de un barrio normal, uno
como cualquier otro…
CAPÍTULO 1: LA DEPENDIENTA
DE LA DROGUERÍA

Era verano y los colegios estaban de vacaciones. Laura, una niña de unos diez
años tenía por costumbre acudir todas las mañanas a la droguería del barrio.
Sus padres trabajaban y ella se quedaba sola en casa así que no tenía nada
mejor que hacer.

Esa mañana Laura entró en la tienda como cada día, empujando la pesada
puerta de cristal, costosa de abrir debido a su mal estado. Echó un vistazo
rápido y vio que no había nadie. Fue avanzando sigilosamente por el primer
pasillo creyendo que nadie la observaba. Al llegar al final se encontró con la
puerta del despacho, que estaba entreabierta. Miró por un momento a ambos
lados y asomó la cabeza con gran curiosidad. Una mesa de madera comida
por la carcoma a juego con una silla decoraba con aire triste la estancia.
Alrededor de ellas, varias estanterías metálicas oxidadas con carpetas viejas y
descoloridas que desprendían un desagradable olor a moho. Al momento se
percató que no eran las carpetas lo único maloliente de ese lugar. Las paredes
lisas, que en algún momento fueron de un blanco reluciente con seguridad,
ahora estaban amarillentas y verdes sin duda debido a una intensa humedad
en el edificio.

Laura entró. Por un momento le dieron ganas de salir de ese apestoso sitio,
tuvo que taparse la nariz con la mano ya que aquel hedor era insoportable. Se
dio la vuelta y justo antes de volver a pisar la tienda divisó una pequeña
puerta de madera detrás de las estanterías que quedaban a mano izquierda.
Que extraño… ¿Dónde llevaría esa puerta escondida y porqué estaba tapada
para que no la viera nadie?
—¡Ding dong!—Sonó el timbre de la puerta. Entró una pareja de clientes. La
niña dio un salto del susto y salió disparada hacía la calle, no sin antes hacer
lo que había ido a hacer. Cogió una caja de chicles del mostrador creyendo
que no la veía nadie y se fue. Craso error… La dueña sacó la cabeza de detrás
de una pila de detergentes, lo había visto todo…

—¡Sucia rata ladrona!—murmuró—. Mañana vuelve que te tendré una


pequeña sorpresa preparada…

Al día siguiente, Eugenia, la dueña de la droguería del barrio volvió a subir la


persiana a las nueve de la mañana como todos los días.

Era un local mediano, ni muy grande ni muy pequeño, y tenía dos largos
pasillos. En la entrada al lado de la caja registradora compartían zona las
cremas de belleza con las colonias, algunos geles de ducha, maquillajes
varios y otros enseres de limpieza corporal. Más adelante el olor a ropa
limpia embriagaba a todo aquel que entraba, te encontrabas con todo tipo de
detergentes y suavizantes. A la izquierda una amplia gama de jabones y
quitamanchas para la lavadora. A mano derecha quedaban lejías, botellas de
aguafuerte y amoníacos, limpieza dura de la casa en general. En el segundo
pasillo, jabones para lavavajillas, ambientadores con todo tipo de perfumes y
útiles de limpieza tales como fregonas y cubos.

Al final de la tienda una puerta daba a un apartado donde la dueña había


montado un pequeño despacho con toda la documentación pertinente del
negocio.

Eugenia era una mujer de unos cuarenta años. Ojos oscuros, morena con el
pelo liso y una nariz alargada, tenía un aspecto bastante desaliñado. Aunque
siempre sonreía y era atenta y considerada con los clientes era la viva imagen
estereotipada de la bruja de cuento de hadas.

Era vecina del barrio de toda la vida y hacía muchos años que tenía la tienda
allí. Conocía a todo el mundo y todos la conocían. Todas las mañanas a partir
de las diez aparecían las ancianas a hacer su compra de rigor, siempre había
algo que comprar. Se les había acabado el papel higiénico o la lejía para
echar un chorrito todos los días al inodoro. Aprovechaban para conversar con
Eugenia de esto y de aquello. El tiempo, la política y las últimas hazañas de
hijos y nietos eran los temas favoritos de las clientas. También había las
amantes de los animales siempre con alguna anécdota sobre su adorable
perrito o gatito, a lo que ella siempre respondía:

—¡Uy! Mi hermano sí que es un verdadero amante de los animales. ¡Tiene la


casa llena de gatos!—Y todas se echaban a reír.

Eugenia estaba soltera y no tenía hijos. Tenía un hermano que vivía en la


calle de al lado y no tenía a nadie más. Vivía sola. Prácticamente toda su vida
era la droguería y pasaba en ella la mayor parte del tiempo.

Como cada día Eugenia entraba y encendía luces, máquinas etc… Cuando
todo estaba listo entraba en el pequeño almacén a ver qué podía sacar de
género antes de que empezara a entrar la clientela fuerte. Alguna lejía, algún
detergente que se había vendido el día anterior a última hora. A decir verdad,
tenía la tienda impecable, todo en su sitio bien puesto, todo limpio, daba
gusto entrar y ver un trabajo bien hecho.

A primera hora no solía venir mucha gente. Eugenia entraba en el almacén


sin mucha preocupación, aunque de vez en cuando tenía que estar alerta pues
había mucho maleante en ese barrio, aunque cada vez quedaban menos…

El timbre de la puerta sonó, y entró corriendo una mujer que apresuradamente


empezó a llenarse el bolso de maquillaje caro. Eugenia estaba en la otra punta
de la tienda y no se percataba. Salió un tanto preocupada y fue hacía la
entrada justo cuando la mujer salía. Se quedó parada un momento y pensó.
“Se acabó, esto no me vuelve a pasar” se dijo a sí misma.

Eugenia tenía muy pocos beneficios. Vendía sí, pero no era suficiente. Entre
lo poco que generaba y todo lo que le robaban, realmente trabajaba como se
suele decir “por amor al arte”. Se quedó escondida cerca de la entrada porque
sabía que esa mujer iba a regresar, no le cabía duda. Y así fue.
CAPÍTULO 2: AMOR A LOS
ANIMALES

Vicente se despertó alterado a las cuatro de la madrugada. Tanto él como la


cama estaban empapados en sudor. A tientas alargó el brazo hacía la mesita
de noche hasta alcanzar sus gafas de pasta y con algo de dificultad se las
puso. Giró la cabeza hacía la derecha. El despertador marcaba las 4.05. Con
la habitación a oscuras se incorporó e intentó meter sus pequeños pies en las
viejas zapatillas que le había regalado su hermana pequeña en unas navidades
años atrás. Cuando por fin lo consiguió se dirigió al baño de su pequeño piso
a vaciarse la vejiga. El baño olía mal, al igual que el resto de la casa. Vicente
no era una persona muy limpia y desde que murieron sus padres poca cosa
había hecho en el piso que le dejaron.

Vicente vivía en un cuarto sin ascensor, en uno de esos edificios de los años
sesenta de los que todavía abundaban en Barcelona. La finca estaba muy
poco cuidada, la escalera era estrecha con escalones altos y las paredes eran
de un blanco que se había puesto grisáceo con los años. Cuando llegabas al
rellano de Vicente la cosa no mejoraba. De la puerta de entrada colgaba justo
encima de la mirilla un cristo en su cruz hecho de barro con una inscripción
en sus pies: Cristo es misericordioso. Estaba pintado con gran detalle, sus
cabellos, su corona de espinas, los ojos dejando caer una lágrima
ensangrentada de un rojo vivo. La imagen del Cristo no invitaba
precisamente a entrar. Una vez dentro lo primero que te encontrabas era el
recibidor con un espejo rectangular coronado por una Virgen María. El
comedor distribuidor que era a su vez sala de estar, estaba decorado con
muebles de un estilo ya un tanto antiguo, de antes de los ochenta. Un gran
mueble de madera a mano izquierda con varias vitrinas por donde asomaban
un juego de vasos y copas de cristal, se podían contar más de cien piezas en
total. En medio del mueble un gran espacio para el televisor, un televisor de
tubo de unas treinta y dos pulgadas. Justo enfrente del mueble un sofá de dos
plazas colocado a modo de separación entre la sala de estar y el comedor y a
su derecha al lado de la pared un sillón a juego, todo de escay de un color
rojo sangre muy chillón. Detrás del sofá una gran mesa con dos sillas también
a juego y un bufé coronado por una ensaladera con frutas de plástico
colocado encima de un tapete de ganchillo de un color amarillento. Entre la
mesa y el sofá estaba la puerta de la cocina. Era una cocina cuadrada más
bien pequeña con muebles blancos muy tocados por el paso del tiempo. Se
notaba la falta de higiene miraras donde miraras. El olor a grasa era cargante,
parecía que el hombre hubiera sobrevivido los últimos diez años a base de
croquetas, pizzas y patatas fritas. Es muy probable que el tapete del bufé
fuera en otros tiempos de un blanco impecable.

En el mismo comedor había tres puertas más. Una era la del baño, de forma
alargada con unas baldosas blancas con cenefas de color azul marino. Justo al
lado de la puerta una pica antigua con su espejo, seguido de un bidé y un
váter y al final una bañera con una cortina llena de gatitos que resultaba hasta
entrañable en comparación con el resto de la decoración. Las otras dos
puertas eran las dos habitaciones de la casa. La de sus padres era como un
santuario para Vicente, prácticamente no ponía los pies allí. La había dejado
tal cual se quedó al fallecer ellos. La suya era la más pequeña, nada fuera de
lo común: una cama mediana con unas sábanas que harían estremecer a
cualquier decorador y un armario lleno de pinzas antipolillas con un olor
bastante desagradable. Su habitación era la única que daba a exterior. Tenía
una ventana que daba a la calle, pero casi siempre estaba con las persianas
bajadas y las cortinas corridas, unas cortinas de encaje de color salmón.

Vicente era un amante de los animales, en particular de los gatos. Tenía la


casa llena de ellos. Le gustaba pasarse largos ratos acariciándolos lentamente.
Le gustaba sentir el tacto del pelo entre sus dedos, hacerles arrumacos y
darles besitos. Le hacían compañía. Estaba realmente sólo. La única familia
que le quedaba era su hermana y aunque eran vecinos y ella tenía una tienda
en el barrio se veían poco. No tenía pareja, nunca se le habían conocido
novias o amigas, y en el trabajo pasaba de puntillas sin hablar con nadie. La
gente más bien huía de él en cuanto le veían entrar. Era un tipo raro.
Cuarentón, bajito aunque fornido, calvo y con bigote y ésas gafas de pasta
negras que llevaba siempre consigo. Vestía de un modo muy clásico con las
típicas camisetas blancas y el jersey de lana por encima de ésos que regalan
las madres con mucho orgullo a los hijos enmadrados.

Llevaba toda la vida en casa de sus padres. Éstos lo habían mimado


demasiado y lo habían tratado como a un niño pequeño desde siempre. Eran
de esas personas que no se dan cuenta de que algo no va bien con la criatura y
se empeñan en verlo todo desde el lado positivo. Habían fallecido hacía unos
meses pero no había habido ni siquiera funeral. Algún vecino se quejó a
Vicente por no haberles hecho una despedida como Dios manda, pero él ni se
inmutaba. Parecía que vivía en otro planeta, que hablaba otro idioma, nadie
sabía lo que pasaba por su cabeza.

Por las mañanas a primera hora salía a trabajar y regresaba a casa pronto,
sobre las tres de la tarde. No volvía a pisar la calle hasta el día siguiente para
volver al trabajo. El único día que se dejaba ver era el viernes, día que
aprovechaba para hacer la compra y todo seguido volver a encerrarse en su
lúgubre casa a toda prisa. Las cajeras del súper decían que ése hombre “les
daba repelús”. Al principio sólo se reían de él, pero con el paso del tiempo
pasó de hacerles gracia a darles miedo y acabaron por llamarle el “psicópata”
del barrio. Cada vez que aparecía por la puerta todo el mundo se escondía y
siempre acababa tocándole a Arantxa, la cajera más joven.

Vicente le tenía cierto aprecio a la chica, ya que era la única que le dirigía la
palabra. Antes siempre preguntaba por ella, ahora ya no le hacía falta, no
quedaba nadie más que quisiera atenderle.

Eran las 4.05 y Vicente había tenido una pesadilla. Salió del baño después de
vaciar la cisterna y se quedó un segundo parado delante de la habitación de
sus padres. Les echaba de menos pero estaba aprendiendo a sobrellevarlo.
Antes de volver a la cama se acercó a la cocina y fue hacía la nevera sin
encender ninguna luz. La abrió y se quedó un momento pensativo mirando
dentro. Tenía que ir a comprar con urgencia. Acabó sacando una salchicha de
frankfurt y se la comió en tres bocados. La pesadilla le había despertado el
hambre. Sacó un cartón de leche y bebió de él un largo trago hasta quedar
saciado. Volviendo hacía su habitación acarició de pasada a uno de sus
queridos gatos y volvió a pararse en la habitación de sus difuntos
progenitores. Sonrió. Volvió a meterse en su cama y se durmió.
CAPÍTULO 3: LA CAJERA DEL
SÚPER

Jenny llevaba siendo compañera de Arantxa unos cuatro años. Era el tiempo
que llevaba trabajando en el súper. Arantxa llevaba algunos más en la
empresa, tenía más experiencia. Se habían convertido en grandes amigas y
solían salir juntas a hacer el descanso por las tardes. Era el turno que tenían
en el súper. De dos a nueve. A ellas les iba bien, eran jóvenes y les gustaba
poder levantarse tarde sin que el despertador las molestara antes de las once
de la mañana. Eran completamente distintas, mientras que Arantxa era una
persona responsable y seria con aspiraciones a algo más, Jenny estaba bien
como estaba. Tenían 25 años las dos, se llevaban pocos meses de diferencia.
A Jenny le bastaba con saber que a final de mes tendría su sueldo para poder
pateárselo en tiendas, mientras sus padres la mantenían a cuerpo de rey. Era
una chica bastante… Cómo decirlo… Alocada. No conocía la palabra
“mañana”, era vivir hoy para el hoy, y mañana Dios dirá. Era lo contrario de
Arantxa. No tenía pareja fija, andaba con varios ligues a la vez y no le
importaba, le gustaba. Cuando se obsesionaba con alguien tenía que
conseguirlo fuera como fuera, y así había sido hasta ahora… Hasta que
conoció a Alfredo.

Llevaban un año yendo a merendar al Ernesto. Y Jenny estaba eufórica desde


hacía dos meses. Se había encaprichado con el chico del bar. Llevaba mucho
tiempo sirviéndole el mismo café con leche con su cruasán a las seis de la
tarde, pero un día todo cambió.

Ese día Arantxa y Jenny se fueron como siempre al Ernesto a merendar. Un


día cualquiera, les había llegado mucho género ese día y por la razón que
fuera “las del turno de la mañana” habían tenido más trabajo de lo normal y
no se habían esmerado mucho.
Fueron andando hasta el bar despotricando de las compañeras como de
costumbre aunque ese día más de lo normal. Llegaron y se sentaron en una de
las cuatro mesas que conformaban la pequeña terraza ya que tenían que fumar
a la par que merendar.

—Yo estoy hasta los huevos de que ésas tiparracas se toquen los cojones toda
la mañana! Siempre nos dejan la peor parte a nosotras.

—Bueno Jenny, ya sabes, es lo que hay. Hay que joderse. Ellas tienen que
colocar etiquetas todas las mañanas y entran a las siete y media lo cual es una
putada. Además reciben los pedidos de proveedor directo y tienen que
reponerlo.

—Esas son las excusas que te ponen y tú te las crees. Y una mierda, de eso
nada… El otro día cuando David se fue al banco me metí en el despacho a
mirar los vídeos. Y te aseguro que se pasan media mañana en la caja sentadas
mirando el móvil. ¡Tendríamos que cambiar el turno y tener las tardes libres
nosotras!

—Ja ja ja ja ja ja, y ¿quién coño se levantaría a las seis de la mañana? ¡Tú


seguro que no!

Alfredo salió del bar y se acercó a las chicas a pedirles nota.

—Buenas tardes—dijo con su impecable sonrisa—. Qué tomaremos hoy, ¿lo


de siempre?

Jenny en su ya normal desvarío de aires de grandeza sufrió un shock de


enamoramiento al divisar un guiño de ojo del barman sólo para ella al
terminar la frase. Le entró de todo y por todo el cuerpo. Sufrió lo que ella
denomina “un flechazo de cupido”.

—Sí lo de siempre, gracias.—susurró Arantxa sin ni siquiera levantar la vista,


estaba muy atareada rebuscando el tabaco en el bolsillo grande de su bolso de
mercadillo.

Alfredo se dio la vuelta y volvió a entrar en el bar con una bandeja en la


mano izquierda.
—Yo es que flipo mucho—dijo Arantxa sin levantar la vista. Jenny se había
quedado embobada siguiendo al barman que después de tantos meses
acababa de ser introducido en su radar hormonal.

Jenny se había quedado tan embobada que ni siquiera tuvo palabras para
interrumpir a su compañera quien, sin pestañear un segundo, seguía inmersa
en su monólogo del súper y de cuanto trabajo estaban teniendo. Jenny se
había quedado colgada en las nubes, pero esta vez era distinto, esta vez creía
que se había enamorado…

Nunca antes se había dado cuenta de lo encantador que llegaba a ser Alfredo.
Ese cabello cortito rubio, esos ojos color caramelo brillantes y grandes, ese
cuerpo tan endemoniadamente bien hecho y bien esculpido. Madre mía,
Alfredo se había convertido en un dios. Ahora tenía que ser suyo. A la fuerza,
ningún hombre se había resistido antes a Jenny y ninguno lo haría. Ella era la
típica chica de barrio: pelo liso largo y moreno, ojos castaños, una buena
estatura y un buen físico en general. Generosos pechos siempre engalanados
con los mejores sujetadores del mercado, y esa camisa del uniforme de
trabajo siempre con un botón desabrochado de más. Ese día sintió la
necesidad de desabrocharse otro botón más.

—Tía, ¿te has desabrochado otro botón? No me lo puedo creer… ¡Te mola el
del bar!

—¡¿Qué dices?! Tú estás mal de la cabeza.

—¿Otra vez, tía?

—Es que no sé de qué me estás hablando…

—Qué fuerte. Tú no sabrías tener una pareja estable ni de coña. ¡Ja ja!

Alfredo salió con su bandeja esta vez en la mano derecha con su café con
leche y cruasán para Jenny y su café con hielo y magdalena para Arantxa.
Con su gran y hermosa sonrisa se inclinó hacía las chicas y dijo: “La
merienda está servida”. Y puso las tazas y platos encima de la mesa. Antes de
darse la vuelta le volvió a guiñar el ojo a Jenny. Ésta no se lo podía creer: lo
tenía en el bote.
—Madre mía tía, ¿lo has visto? Es la segunda vez que me guiña el ojo.

—Se le debe haber metido algo…

—¡No jodas, no te rías! Va en serio.

—Ay Jenny, si me dieran un euro por cada vez que te enamoras…

—No no no, esta vez es distinto. Este chico… Bufff… Tiene algo.

—Y tanto, como el mulato de la frutería, el árabe de la carnicería, el


morenazo del banco…

—Joder, que no que no es lo mismo. Esos estaban buenos, pero este… Este
tiene algo. Me he enamorado de verdad. Siento algo… Aquí…

Jenny cogió la mano de Arantxa y se la puso en su pecho, justo en el corazón.

—¿Lo sientes tía? Late sólo por él.

Jenny no se lo podía creer. Era verdad que ella creía que se había enamorado.
Pero no sabía dónde se estaba metiendo…

Le veía todos los días. Nunca le había prestado atención. Es curioso cómo se
habla tanto del amor a primera vista cuando en realidad te acabas
enamorando de alguien a quien ya conoces de hace tiempo. Pero Alfredo…
No era quien todo el mundo creía. Guardaba un oscuro secreto. Jenny, con su
ingenuidad y joven inocencia estaba a punto de descubrirlo. Siguió yendo con
su amiga a merendar todos los días al bar. Seguía deleitándose cada día con la
preciosa mirada de su enamorado sin mediar palabra con él. Pero empezó a
impacientarse. Le estaba llevando demasiado tiempo el estúpido cortejo. Él
permanecía impasible a sus miradas, a sus botones desabrochados, a los ya
desesperados lametones a la taza del café en cuanto él miraba… No había
manera. Así que un buen día se lanzó.
CAPÍTULO 4: EL DEL BAR

El bar del barrio se llamaba Ernesto aunque lo regentaba Alfredo, un antiguo


empleado que se acabó quedando el negocio. Alfredo era un chico de 35 años
muy majo decían todos los que le conocían. Era muy simpático y agradable,
siempre tenía una sonrisa en los labios y una palabra amable para cada
cliente. Estaba casado y tenía una niña pequeña, era la típica familia feliz a la
que todo el mundo envidiaba. Cada mañana abría el bar que con tanto cariño
le había dejado su antiguo jefe. Cuando le diagnosticaron cáncer de pulmón y
le dijeron que le quedaban seis meses de vida no lo dudó, lo puso todo a
nombre de Alfredo. Seis meses de vida que se acabaron acortando a dos.
Pobre Ernesto, con lo bueno que era. Trataba a Alfredo como al hijo que
nunca tuvo. Le quería mucho.

El bar era bastante pequeño pero suficientemente grande para todos los que
acudían a él. Poca clientela pero muy fiel. Por las mañanas los de siempre
llegaban pronto a desayunar su cortadito o café con leche. A mediodía venían
los que se tomaban su aperitivo antes de comer, solían ser sesentones
acostumbrados a tener a la mujer en casa preparando la comida mientras ellos
se bebían unas cuantas copas de lo que fuera. A primera hora de la tarde la
merienda, otra vez la cafetera echaba humo. Siempre iban las cajeras del
súper de la calle de al lado en su descanso a tomarse su café con una o dos
pastas. Y a partir de entonces, ya empezaban a llegar los alcohólicos del
barrio y empezaban la ronda de cervezas, unos antes, otros más tarde. Todos
iban llegando a sus respectivas horas. Por la noche a partir de las ocho o
nueve siempre había gente que iba a picar algo y ya de paso cenaba. Y como
no, los viernes y sábados cerraba un poco más tarde ya bien entrada la
madrugada, horas en que aprovechaban los más fiesteros del barrio para
tomarse unos cuantos cubatas. No les iba mal.
Junto a él trabajaba su mujer, que no estaba siempre pero solía ir a echar una
mano una vez al día. No necesitaban de más personal, así que ellos dos
llevaban el negocio. Era un matrimonio encantador con una hija encantadora.

Alfredo le debía mucho a Ernesto, había sido como un padre para él y


muchas noches se acercaba al cementerio del barrio donde estaba enterrado
para estar con él a solas. Su mujer le notaba tocado, pero le dejaba hacer.

Hacía ya un tiempo que Alfredo le tenía dicho a su mujer que no hacía falta
que trabajara tanto, que se podía tomar las tardes libres y dedicarse a su
pasión que era escribir. Podía ir al bar un rato por las mañanas si quería
ayudar con los desayunos pero por las tardes se podía quedar en casa. Ella
estaba encantada, claro. Lo que no sabía es que ese derroche de generosidad
se debía a que una muchacha llevaba acosándolo unos meses y Alfredo
intentaba que no coincidiera con su mujer. Las intenciones de la chica
estaban claras pero, ¿y las de Alfredo? ¿Pensaba sucumbir a los deseos de la
joven y engañar a su esposa? ¿O simplemente no quería meterse en
problemas? Alfredo era un libro cerrado.

Era una de las cajeras del súper de la calle de al lado que iban todas las tardes
a merendar al bar sobre las seis. Hasta el momento sólo habían sido
insinuaciones medio discretas. Cada tarde le servía un café con leche y un
cruasán y ella le ponía ojitos o le echaba sonrisas acompañadas de un guiño
de ojo. Una de las veces hasta se atrevió a hacerle un cruce de piernas a lo
Sharon Stone aunque con los pantalones del uniforme pues no era lo mismo.
A Alfredo le entró la risa floja y todo. No podía creerse que esa “niñata” le
tirara los tejos. Pero lo que al principio le hacía gracia acabó por aburrirle e
incomodarle. La cosa empezaba a ser pesada. Pero ella no se cansaba, cuanto
más tiempo pasaba más tozuda estaba. Y un día cruzó la raya.

Alfredo estaba en la barra limpiando vasos y platos un tanto distraído cuando


de repente apareció Jenny, apoyándose en la barra con una postura que a ella
le parecía muy sexy.

—Hola, perdona nunca me he presentado aunque vengo cada día, jeje. Soy
Jenny, ¿qué tal?

Alfredo se la quedó mirando mientras se secaba las manos con una toalla y le
dio la mano.

—Yo soy Alfredo.

—Oye, si quieres alguna noche me paso y me invitas a unos chupitos… Y


luego ya veremos cómo acabamos la noche…

Su actitud sugerente hizo titubear por un momento a Alfredo. Pero enseguida


contestó fríamente:

—Lo siento, no invito a chupitos. Además, por la noche viene mi mujer a


trabajar y cómo comprenderás… No me parece buena idea.

—Bueno, pues no pasa nada. Podemos quedar en otro sitio…

Alfredo se la quedó mirando con cara de pocos amigos.

—No soy celosa…

—Ya bueno… Mira, lo siento pero estoy casado y… Eres muy guapa y eso
pero de verdad que no puedo.

—Vale. Voy al baño.

Jenny no se dio por vencida, fue hacía el baño con una sonrisa y
asegurándose de menear bien el trasero para que él lo viera. Al salir Alfredo
entraba de la terraza y ella aprovechó para echársele encima y darle un gran
beso en la boca. Él la apartó bruscamente.

—¡¿Qué haces?!

—Sólo quería que lo probaras.

—Mira, de verdad, no puedo. Ahora, por favor, tengo trabajo.

Jenny no se lo creía. La habían rechazado por primera vez en su vida. No


podía ser.
CAPÍTULO 5: LA CAJERA CON
LA CARA DE PERRO

A las dos menos cuarto Arantxa alargaba el tiempo que le quedaba para
entrar a trabajar con un cigarro en la boca. Jenny no estaba, una de dos: o
había llegado pronto y ya estaba dentro o, lo más probable, llegaba tarde
como de costumbre.

Arantxa aborrecía ese trabajo. Se preguntaba una y otra vez porqué había
tenido que dejar la carrera de derecho a medias para poder hacer turno
completo en el súper. Cómo lamentaba estar perdiendo el tiempo en aquel
pequeño infierno capitalista-consumista.

En total eran ocho trabajadores, cuatro por turno, y el encargado. Por las
tardes junto a ella y Jenny solía estar Roberto o Juana. Roberto era un chico
joven, muy majo e inteligente. Era muy maduro para su edad. Juana era más
mayor, tenía dos niños, pero era bastante infantil. No todos se llevaban bien
con todos pero todo el mundo se llevaba bien con Arantxa. Era alguien
siempre dispuesta a echar una mano si hacía falta y nunca buscaba
problemas. Aunque ser cajera no fuera lo suyo lo hacía muy bien, era la
mejor trabajadora del súper.

Esa tarde le tocaba a Roberto. Entraron y dejaron sus cosas en las taquillas
del baño. Jenny increíblemente había llegado pronto. Las de la mañana
habían dejado género por reponer. Se pusieron a trabajar mientras iba
entrando la clientela.

—¡Uff! ¡Qué bien estás aquí dentro!


Arantxa echó una leve mirada de reojo a una señora que acababa de entrar.
Esa zona de Barcelona estaba a unos veintiocho grados así que todo el que
entraba por la puerta constataba la obviedad de que el aire acondicionado
hacía una gran tarea. Unos trescientos clientes al día de media eran
demasiadas obviedades para Arantxa. Siempre pensaba en la misma
respuesta: “estaría mejor en mi casa”. No le hubiera importado ir a pasar
calor mientras fuera lejos del súper.

La mayoría de días Arantxa observaba atentamente a la gente cual socióloga


realizando su tesis. Veía a las mujeres coquetas delante de los expositores de
maquillaje, pasaban largos períodos de tiempo mirando colores, formas, tipos
de pintauñas, labiales, lápices y sombras de ojos…

Arantxa no lograba entender cómo esas mujeres pasaban horas de su


maravilloso tiempo con tales banalidades pudiendo estar en un parque lleno
de árboles, andando descalzas por el césped, sintiendo su textura debajo los
pies desnudos, olfateando cada planta y flor. En casa leyendo un libro con
una reconfortante taza de café en una mano y un cigarrillo a medias en la
otra. Quizás en lugar de un café caliente con ese calor sofocante sería más
agradable estar sentada en una terraza delante del mar con una buena copa de
cerveza helada conversando con alguien. O dando un paseo en bici por la
ciudad, o a pie, visitando monumentos, museos, plazas, parques, playas,
teatros, cines, bares, restaurantes… Cualquier cosa era mejor que estar allí.

Hacía unos meses que la empresa había cambiado al encargado del súper. El
señor Francisco había sido un buen jefe, era amable y correcto. Pero lo
trasladaron y en su lugar pusieron a David. Arantxa le decía a Jenny que el
día menos pensado la iba a despedir y ella le contestaba que era una
paranoica.

Esa tarde Arantxa estaba nerviosa. Ella y Jenny iban a montar un pequeño
teatrillo para engañar al jefe y que Jenny pudiera salir antes del trabajo.
Arantxa era la cómplice.

A la hora indicada Jenny salió escopeteada hacía el vestidor a buscar sus


cosas dispuesta a irse.

—¡Arantxa! Me voy, ve a decírselo a David.


—Pero, espera, ¿no vas a venir conmigo?

—No tengo tiempo, me voy. ¡Deséame suerte!

Pero Arantxa pensó que la que necesitaría suerte era ella. David estaba en el
despacho revisando papeles cómo solía hacer. Arantxa entró.

—Mira David, Jenny se acaba de ir porque se estaba mareando y…

David pestañeó sin girar la cabeza y seguidamente dio un golpe con el puño
derecho encima de la mesa.

—Pues somos tres, ya me dirás quién saldrá a hacer los repartos a domicilio.
Bueno, claro, ¡ya lo hará David! Ponte en su caja anda, pero ¡quítate esa cara
de perro que llevas siempre, sonríe un poco que asustas a los clientes!

Se puso en caja de mala gana con esa cara de perro que le habían prohibido
mostrar, pero era la única que le salía. Primer cliente. Un chico de treinta y
largos años, corpulento, con barba y luciendo orgulloso una camiseta de una
famosa serie de televisión. Llevaba varias bolsas de patatas fritas, golosinas y
un desodorante cuyo anuncio televisivo augura que con él las mujeres se te
echan encima. Arantxa se lo miró y esbozó una media sonrisa pensando que
lo único que se le iba a echar encima al muchacho eran los piojos.

Siguiente cliente, una chica joven. Bien peinada, maquillada, vestida y


perfumada, llevaba más de sesenta euros entre productos para el cabello y el
cuerpo. Todo un derroche de glamour.

En la cola para pagar una familia con cuatro niños de diferentes edades
armaban un escándalo considerable. Los niños berreaban pidiendo chucherías
y la madre les contestaba con unos alaridos que hacían que Arantxa tuviera
que alzar la voz.

—¡Sesenta y dos con setenta!

Los niños empezaron a coger unos paquetes de chicles de al lado de la caja y


a tirarlos al suelo fruto de su gran berrinche. La chica sacó una tarjeta de
crédito y se la ofreció a la cajera.
—¿Me enseña su DNI, por favor?

—No lo necesitas, funciona con el PIN.

—Bueno, es por su seguridad.

—Ya, pues no lo llevo así que cóbrame. Me imagino que eres nueva porque
aquí nunca me habían pedido el DNI antes.

Arantxa bajó la vista y resopló mientras seguían lloviendo paquetes de


chicles sin cesar y los berridos de los niños y la madre se le clavaban en el
tímpano.

Siguiente cliente. Un señor mayor con una caja de preservativos. Era cliente
habitual y Arantxa sabía que su mujer llevaba DIU. “Maldito viejo verde”
pensó.

—Seis con noventa y nueve.

Mientras cogía el dinero vio algo que le hizo dar un vuelco a su corazón.
Alguien se acababa de incorporar el último en la cola de caja y ella ni
siquiera lo había visto entrar. Se le puso la piel de gallina y el vello de todo
su cuerpo se erizó como el de un animal que acaba de sentir la presencia de
un fantasma. No podía ser él, hoy no.

Era el cliente más temido del barrio, lo apodaban “el psicópata”. Era un
hombre tímido e introvertido, había desarrollado tics cada vez que se ponía
nervioso que solía ser cada vez que tenía que hablar con alguien. Sudaba,
tartamudeaba y mantenía la mirada fija en un punto que nunca eran los ojos
de su interlocutor. Era un hombre extraño.

—Ho…ho…hola Arantxa—murmulló—.Me alegra mucho verte, cómo a


veces vengo y no estás tú en…en…en la caja. La otra chica no me gusta.
Eeee…eee…es muy ordinaria—dijo haciendo una clara alusión a Jenny.

—Quisiera que me lo trajeran a casa, ¿ppppuede ser?

Arantxa le respondió que no había problema e inmediatamente llamó a David


al despacho.
—Un domicilio. Sí. Vale.

El hombre llevaba una gran compra. Cuatro sacos de arena de gato, veinte
latas de comida de gato, dos sacos de pienso de tres quilos, una caja de leche,
un paquete de pan de molde y diez paquetes de salchichas.

—Vivo en un cuarto sin ascensor, ¿sabes?

Le entregó una tarjeta de crédito y un DNI: Vicente Pérez Pérez. El hombre


se dispuso a teclear su número secreto no sin antes taparse con media
chaqueta para que nadie pudiera verlo. Arantxa se giró para ahorrarle los
nervios. Apareció David.

—¿Dónde está la compra?

—Es esta David.

—Muy bien, pues como Jenny se ha ido y tú has sido tan amable de NO
avisarme me quedaré en tu caja cobrando mientras tú le llevas esto al
caballero.

El “psicópata” miraba al hombre con odio. Arantxa le caía muy bien y su jefe
no la estaba tratando como se merecía. Por primera vez en mucho tiempo
clavó su mirada en los ojos de alguien. Cuando David se percató dibujó una
pequeña sonrisa que se fue tornando en una mueca de culpabilidad, incluso
miedo al ver esos ojos clavados en él pidiendo sangre en silencio.

—Bueno, se está haciendo tarde pero no pasa nada, la chica le llevará la


compra sobre las nueve. Plegarás un poco más tarde pero así aprenderás para
otra vez. Y no te preocupes, yo te estaré esperando aquí para cerrar.

El cliente se marchó después de darle las gracias a su cajera favorita, contento


de que fuera ella quien iba a llevarle el pedido, pero furioso con su
encargado.
CAPÍTULO 6: EL JEFE LADRÓN

El supermercado del barrio contaba con un encargado un tanto peculiar. Se


llamaba David. No era el jefe insoportable al que todo el mundo odia, era
peor que eso. Era cocainómano, manipulador y cobarde, no existía en el
mundo alguien tan rastrero y patético como él. Tenía deudas, muchas. Había
encontrado por casualidad a una yonqui que le hacía de camello mientras
esquivaba a los otros a los que tanto dinero debía. Era un hombre con una
doble vida. A los ojos de todo el mundo era encantador, todas sus cajeras
estaban locas por él y las que no lo llegaban a estar iban a la calle. Sabía
manipular a la gente y la verdad es que con una plantilla de niñas que no
llegaban a los treinta le era muy fácil tenerlas encandiladas. Aunque muchas
veces las hiciera salir llorando de su despacho, ellas inocentes no se daban
cuenta de nada. Las tenía a todas comiendo de su mano, bueno, a todas
menos a Arantxa. Esa chica le había salido peleona, no se lo ponía fácil. Era
la mejor cajera de todas pero… Si no podía hacerla sucumbir a sus deseos,
¿para qué la quería?

David llevaba poco tiempo en esa tienda. La empresa lo había trasladado allí
sólo ellos sabían el porqué. Era muy habitual que en las tiendas donde él
estaba salieran cajeras ladronas por doquier. Cada mes echaba a alguien que
había metido la mano en la caja fuerte. Quizá mala suerte. Quizá no.

Arantxa se le había metido entre ceja y ceja. Tenía que librarse de ella pero
por algún extraño motivo la temía. Sabía que no era como las demás. Le
hacía sentirse incómodo.

—¡Toc toc!—llamaron a la puerta del despacho. David estaba dentro mirando


papeles como solía hacer. Era una cajera nueva de dieciocho años que no se
aclaraba mucho.
—¡Entra!

—Hola David. Oye, tengo que hacer un descuento y la caja no me lo acepta


—.dijo con voz temblorosa.

—Me cago en—.dijo David mientras se levantaba bruscamente de la silla


para salir afuera.

—A ver, ¿le has dado al botón de subtotal? No, ¿verdad? Venga, prueba
ahora.

—Ah sí, ¡ya está! ¡Gracias David!—dijo toda risueña.

David se le acercó al oído y le susurró:

—Oye, cuando acabes de cobrar pásate por mi despacho, ¿OK?

Y se dio la vuelta para volver a encerrarse en el despacho. La chica le hizo


caso y al terminar con la cola de clientes volvió a llamar a la puerta. David le
abrió.

—Haz el favor, pasa y cierra la puerta—.dijo solemnemente.

Una vez cerrada la puerta se transformó.

—¡Me tienes hasta los cojones con tonterías, coño! ¡No eres más que una
puta inútil, ¿te enteras?!

Se levantó de la silla y se quedó a un palmo de la chica mientras la intimidaba


señalándola continuamente con el dedo en la cara.

—¡Cómo vuelvas a molestarme por una gilipollez así, te vas a la puta calle!
¡¿Te queda clarito?!

La chica empezó a llorar y gimotear y salió corriendo del despacho. David se


quedó un momento parado antes de reaccionar. Fue hacía la caja fuerte y la
abrió. Sacó trescientos euros y se los guardó en la cartera. A continuación,
cogió el teléfono para hablar con el jefe de recursos humanos.
—Oye Andrés, sí soy yo. Oye mira que necesito que me preparéis una carta
de despido para la chica nueva. Acabo de hacer recuento de dinero y me
faltan 300 euros, estoy seguro que ha sido ella. Sí otra vez, ya lo sé es
acojonante, no valoran un puesto de trabajo para nada. OK. Sí, Claudia
Martínez. Mañana la despido.

Hubiera podido hacer una fortuna si no fuera porque le gustaba demasiado


colocarse. Pobre desgraciado. Iba a acabar mal, muy mal.

Colgó el teléfono y se quedó pensando. La había cagado. Tenía que echar a


Arantxa urgentemente y acababa de llamar diciendo que era otra la que
robaba. Había jugado mal sus cartas esta vez. Tendría que esperar uno o dos
meses antes de volver a intentarlo, si no levantaría demasiadas sospechas.
Tenía que pensar algo y rápido.

Pero bueno, si no podía echarla al menos disfrutaría torturándola de la mejor


manera que podía: en el trabajo.

Arantxa era una excelente reponedora y David sabía que odiaba atender a los
clientes, así que la dejaba en la caja cobrando durante largas horas. Cuando
venía algún cliente de los pesados llamaba a las demás a hacer otra cosa bien
lejos de la caja para que Arantxa tuviera que lidiar ella sola con el susodicho
cliente. Cuando no había mucho trabajo por hacer le ordenaba trabajos
pesados que no hacía nadie como limpiar y ordenar el almacén. Se creía el
rey del mundo dándole órdenes. Disfrutaba siendo el jefe. Lo que más
hubiera detestado en esta vida hubiera sido ser el criado de alguien.
CAPÍTULO 7: LA YONQUI Y LA
NIÑA

—¡Psssst! Oye—susurró David desde la esquina a una mujer que iba delante
suyo. La mujer se paró y se giró. Se acercó a él muy tranquilamente.

—¿Tienes lo mío o qué?

—¿Lo de siempre?

—Sí, sí, lo de siempre.

—Pues ya sabes, son 300.

David sacó trescientos euros de su cartera y se los dio a la mujer quien a su


vez sacó una bolsita de plástico con cocaína y se la pasó a David.

—Dentro de unos días necesitaré más.

—Por aquí estaré, como siempre.

David se giró y se fue hacía el súper. La mujer, Elena, siguió adelante y se


paró frente a la droguería. “Podría volver a entrar y pillar alguna cosa más”
pensó. De lo que sacaba vendiendo droga y lo que robaba tenía para poder
chutarse cuando lo necesitaba.

Entró a la tienda. No había moros en la costa. Se fue directa a la estantería de


colonias y empezó a cogerlas de dos en dos y a metérselas en el bolso. De
repente se sobresaltó al ver a Eugenia apoyada en la pared con una amplia
sonrisa y una mirada extraña.
—Qué mal lo tienes que estar pasando para tener que recurrir a esto...

La mujer se la miraba con los ojos desencajados.

—Por favor… Nnno nno llame usted a la policía por favor, mis niños tienen
que comer.

—Por supuesto cielo, ya lo sé. Por eso no quiero llamar a nadie, quiero
ayudarte.

La mujer se la miraba con estupefacción. No entendía nada. Se podían


apreciar en sus brazos claras marcas de pinchazos. Elena ni siquiera tenía
hijos.

—Mira, yo voy a morirme dentro de pocos meses, ¿sabes? Y quiero ayudarte,


en serio. Voy a darte lo que necesitas, voy a quitarte ese sufrimiento que
invade tu ser ahora mismo. Acompáñame dentro y te daré dinero de la caja
fuerte. Pero espera, pondré el candado en la puerta para que no nos
molesten…

Fue hacía la puerta y puso el candado. Guio a Elena hacía la oficina. La


mujer no se lo pensó y la siguió pensando que se había vuelto loca pero
bueno, si era cierto que iba a morir a lo mejor hablaba en serio.

Llegaron al despacho y Eugenia le enseñó la caja fuerte:

—Mira, toma la llave, va en serio. Ábrela, hay la recaudación de toda la


semana.

La mujer obedeció atónita y al darse cuenta que la llave encajaba empezó a


sonreír pensando que le acababa de tocar la lotería, mientras tanto Eugenia se
daba la vuelta y aprovechando la nube en la que se encontraba Elena, dio
unos pasos atrás y cogió el martillo que tenía preparado en la cajonera de la
mesa, antes de que la yonqui se diera la vuelta Eugenia le dio un golpe seco
en la cabeza y la dejó inconsciente, desplomándose en el suelo como una
pluma en el viento.

Laura no volvió hasta al cabo de unos días. Llevaba un severo empacho de


chicles y no le había hecho falta regresar a por más mercancía hasta ese día.
Además, se había levantado con más energía de la habitual y hoy iba a tirar la
casa por la ventana, quizás hoy se llevaba algo más que golosinas.

Las nueve y media de la mañana. Abrió despacito la pesada puerta de cristal


y entró. Eugenia no estaba por ninguna parte. Se quedó un largo rato mirando
un expositor de maquillaje. Se entretuvo tocando los pintauñas y hasta se
pintó los labios con un pintalabios de lo más bonito. Sacó la cabeza por el
primer pasillo de detergentes y no había nadie ni se escuchaba nada. Avanzó
unos pasos hasta asomarse al segundo pasillo. Lo mismo. Nada ni nadie, ni
una pizca de ruido a lo lejos, parecía una tienda fantasma. Al fondo otra vez
la puerta del despacho entreabierta, a lo que Laura no pudo resistirse y entró
por segunda y última vez. Esta vez la pequeña puerta de madera de detrás de
las estanterías metálicas estaba abierta de par en par. Laura dio un paso, se
veía luz. Dio otro paso hacía esa extraña entrada a no se sabía qué. Otro paso.
Sabía que nada bueno se iba a encontrar ahí dentro, pero la curiosidad iba
ganando la partida. Otro paso y ya estaba, estaba delante mismo de la puerta
cuyo otro lado era escalofriante. Una especie de túnel rocoso muy estrecho
con unas escaleras de madera que bajaban con la suficiente inclinación como
para no llegar a ver lo que había en el fondo. Una bombilla vieja colgaba
solitaria de un cable en lo alto. Laura puso su pie izquierdo en el primer
escalón.

Mientras tanto Eugenia se las había apañado para salir a la tienda sin que
Laura se diera cuenta y al comprobar que no había nadie puso un letrero en la
puerta que ponía: “Vuelvo en cinco minutos, disculpen las molestias”. Echó
una ojeada al chico del bar, distraído poniendo mesas para variar.
Seguidamente sacó un candado de debajo la caja y lo puso en la pesada
puerta de cristal. Se detuvo un segundo con la mirada vidriosa y perdida y
esbozó una sonrisa que hubiera dejado de piedra a la mismísima Medusa.

Avanzó tranquilamente dando tiempo a que la curiosidad de la pequeña


hiciera efecto por sí misma, quitándole así mucho trabajo pesado. Cuando
llegó al despacho efectivamente la niña se había metido sola en la boca del
lobo.

Laura siguió bajando por la escalera ajena a Eugenia y al llegar abajo el


corazón le dio un vuelco tan grande que por un momento pensó que le había
estallado dentro del pecho.

Se encontró un enorme sótano con las paredes de piedra que puede que en
otra época fuera una bodega. Estaba lleno de cajas de madera grandes y
alargadas. Eran ataúdes caseros.

—Hola cielo. ¿Te gusta mi pequeño cuarto secreto?— Apareció Eugenia


quién ya había cerrado la pequeña puerta detrás suyo.

Laura estaba temblando de la cabeza a los pies. Un miedo que no había


experimentado en su corta vida se apoderó de todo su cuerpo dejándola
paralizada. Delante suyo a sus pies, un enorme charco de sangre que caía de
un cuerpo colgado del techo.

—Pensándolo bien no ha sido muy buena idea dejar que nuestra amiga
derramara su sangre por todo el suelo. Es heroinómana ¿sabes? Espero no
coger VIH limpiándolo, a veces soy imbécil. Pero se lo merecía. No hace más
que venir a robarme. No está bien coger lo que no es tuyo.

Al tiempo que hablaba se había sacado unos guantes de látex del bolsillo del
pantalón y se los había puesto delicadamente en las manos. Laura se la
miraba, la escuchaba sin poder reaccionar. Estaba en shock.

—Aaaaayuuda…—balbuceaba la mujer colgada todavía con un aliento de


vida. Laura volvió a asustarse y se echó hacía atrás hasta poner su espalda
contra la pared con los ojos desencajados. La mujer estiraba la mano en señal
de auxilio.

—Ayyyy, esas manos las tienes muy laaargas a ver si te las tendré que
cortar…

Eugenia se acercó a la mujer y cogió una de sus manos sacándose a su paso


del otro bolsillo una navaja bien afilada.

—Ay amor… Qué manía con robar, robar, robar…

Empezó a deslizar la navaja por la mano de Elena, subió por su brazo


lentamente hasta llegar al hombro y volvió a bajar por el brazo en un alarde
de poder sabiendo que ella esperaba lo peor en cualquier momento. Hizo un
amago de clavarle la navaja en el pecho, pero sólo vacilaba. Se reía. Laura
miraba estupefacta. No podía creer lo que veía. No podía creer nada, seguía
con la espalda pegada a la pared y los ojos desencajados. Giraba la cabeza a
un lado y a otro y no entendía nada de lo que estaba pasando ni de lo que
estaba viendo. Era muy joven. Sus padres la habían malcriado hasta los
límites y hacía lo que quería con todo el mundo, estaba acostumbrada a
salirse con la suya. Esa situación estaba totalmente fuera de sus entendederas.

—Cariño… No estés tan callada, ¿qué haces ahí parada? ¿Te parece buena
idea ahora ir por las tiendas robando y riéndote de la gente honrada que
trabaja para poder comer? ¿Qué te parece?

Eugenia dejó la mano de Elena y fue hacía la niña. Parecía hundirse en la


pared como si ésta estuviera hecha de mantequilla a medida que la mujer se le
acercaba con la navaja en la mano. Antes de llegar a ella se frenó, giró la
cabeza y dio unos pasos hacía un armario que había al fondo a la izquierda.
Lo abrió con toda la tranquilidad del mundo y se puso a observar. Estaba
lleno de armas blancas, desde navajas y cuchillos de todo tipo y tamaño hasta
espadas y hachas también de todas las medidas posibles. El armario estaba
desordenado, todo estaba muy mezclado aunque parecía que Eugenia sabía
perfectamente donde estaba cada cosa.

—¿Qué vamos a coger para ti? A ver a ver… Una espada… No, poco
manejable. A ver, quizás algo más pequeño, quizás… Estaba por aquí…

Algunos cuchillos estaban nuevos a estrenar. Otros se notaban que eran los
favoritos de la mujer ya que la mayoría estaban gastados y manchados con
sangre. Ella tenía sus preferencias.

—Aaaaahhh—exclamó Elena con la voz rota, casi como si en un ataque de


celos reclamara la atención de la psicópata para ella sola.

—¡Se acabó! ¡Estoy hasta los cojones de ti!

Se apresuró a sacar un hacha enorme del armario y corrió hacía la yonqui


mientras Laura rompía a llorar como un bebé mientras se deslizaba pared
abajo hasta quedar sentada en el suelo. Elena gritaba todo lo que podía y de
pronto paró. Otro hilo de sangre empezó a salir de su cráneo recorriéndole
todo el rostro, bajando por el cuello, atravesando su pecho y así hasta salpicar
el suelo de cemento. Eugenia se apartó del cuerpo de la mujer que yacía con
un hacha clavada en medio de la frente y enfurecida empezó a gritar.

—¿¡Porqué cojones me tenéis que sacar de quicio de ésta manera!? ¡No


quería acabar tan pronto con ella! ¡Quería disfrutarlo! ¡Mierda!

Eugenia estaba fuera de sí. Empezó a propinar golpes al cadáver de Elena


como si de un saco de boxeo se tratara enfadada consigo misma por haber
acabado con su sufrimiento tan pronto. No le gustaba quedarse sin juguetes a
la primera de cambio. Laura estaba histérica. Se arrastró hacía el fondo de la
habitación donde estaban las cajas de madera y se puso en pie como pudo,
agarrándose a una de ellas como si de un salvavidas se tratara. Se agarró tan
fuerte que la tapa se desprendió de la caja y cayó al suelo dejando ver su
oscuro interior.

Eugenia volvió a la realidad y vio una imagen realmente bella, le empezaron


a brillar los ojos de felicidad. La niña estaba delante de uno de sus ejemplares
más valiosos. Eugenia estaba encantada de que así fuera. Ya no podría jugar
más con su odiada yonqui pero allí estaba Laura, a quién todavía le quedaba
mucho por ver. Con las manos ensangrentadas se dirigió apaciblemente hacía
ella. Se quedó de pie observando la caja abierta.

—Te voy a contar una historia. Había una vez un chico, mayor que tú, quizá
tendría 16 años. Venía todos los días a mi droguería, todos los malditos
días… Puede que como tú no tuviera con qué distraerse y no supiera qué
hacer con su valioso tiempo. Así que venía, daba vueltas, me cambiaba las
cosas de sitio y cogía los desodorantes y se los echaba encima con mucho
descaro. Cada vez que la dueña iba a decirle que eso no estaba bien, él con
muy mala educación le contestaba groserías y cosas muy feas. Era un
maleducado, “un gamberro” diría la gente ¿verdad? No, era más que eso. Era
un criminal en potencia. Si yo no hubiera intervenido vete a saber cuántas
cosas malas hubiera podido hacer de adulto. Hubiera robado, violado y cosas
mucho peores. Pero yo lo evité. Un día le dije que tenía en la trastienda una
videoconsola muy chula que se había dejado una pareja en navidades,
seguramente el regalo para su hijo. Que me acompañara que yo se la
regalaba, ya que no tenía a quien dársela. Y me acompañó… Y bajó aquí
igual que has hecho tú. Me lo pasé muy bien con él, la verdad. Un mes
estuvimos jugando, todo un mes. Y míralo, aquí está, un poco desmejorado,
pero aquí está…

En la caja de madera había el cadáver de un joven en estado de putrefacción.


Llevaba tiempo ahí. Olía muy mal.

—Recuerdo el primer día—dijo con una amplia sonrisa—, es como si lo


estuviera viendo ahora mismo. Se puso a mirar por todas partes, impaciente,
reclamándome la consola… Y cuando le dije que no había consola se me
echó encima intentando pegarme, el muy bruto. Tuve que atarlo bien fuerte
porque era un chico muy nervioso y malcriado y no paraba quieto. Se ponía
muy gallito al principio, luchaba y luchaba por su vida. Pero un día dejó de
luchar porque se dio cuenta de que nunca iba a salir de aquí. Me lo pasé muy
bien devolviéndole todas las groserías que me había hecho y dicho. Un día
venía y le traía algo para comer, otro día jugábamos un poco, yo le cortaba un
dedo, otro día otro… A veces le dejaba solo durante un par o tres de días. Se
volvió loco el pobre. Otro día le clavaba pinchos en los pies, alguna que otra
vez le cortaba solamente un poquito… Pero nunca hubiera aprendido la
lección. Es como tú, nunca aprenderéis.

Giró la cabeza hacía la niña y la cogió por el mentón. Le empezó a pasar la


mano llena de sangre por la boca y la llevó violentamente delante de un
espejo que había al lado de la entrada.

—¡Mira! ¿Te gusta éste pintalabios? ¿Te gusta pintarte los labios verdad?
¡Pues éste color te sienta muy bien!
CAPÍTULO 8: UN BUEN SITIO
PARA EL AMOR

A Alfredo empezaba a sacarle de quicio su admiradora quien ya se había


convertido en una acosadora en toda regla. Jenny se había obsesionado de tal
manera que ya le daba igual todo. No le importaba lo más mínimo aparecer
por el bar a cualquier hora incluso estando la mujer de Alfredo. Se escapaba
del trabajo a todas horas con cualquier excusa. Iba a buscar cambio para las
cajas registradoras, se adjudicaba los repartos a domicilio e incluso salía dos
veces a merendar el mismo día. Tenía bastante confianza con David y se lo
permitía prácticamente todo. Los clientes del bar empezaban a darse cuenta y
se echaban unas buenas risas con el espectáculo. Una vez fue a decirle que
dejara a su mujer que tenía que escaparse con ella lejos de allí para empezar
de nuevo, que era el amor de su vida. Alfredo se la quería quitar de encima
como hiciera falta y un buen día se le paró el cerebro y dio con la solución.
Era un tanto drástica pero no había otra salida. Jenny iba a correr la misma
suerte que Ernesto…

Un día como tantos otros, Arantxa y Jenny fueron a merendar. Por una sola
vez en la vida, Alfredo estaba esperando impaciente. Se sentaron como
siempre en su mesa de siempre. Pidieron lo de siempre. Pero esta vez iba a
ser la última de todas. No iban a volver allí, nunca.

—Hola chicas— dijo Alfredo con un tono sospechosamente amigable.

—Hola—dijo Arantxa.

—Hola...—soltó sorprendida Jenny.


—Oye Jenny… Había pensado que esta tarde plegaré antes para ir a hacer
unos recados. Si quieres puedes acompañarme y hablamos un poco…

Jenny estaba en shock. Increíble. Había logrado hacerle sucumbir.

—Muy bien… ¿A qué hora?

—Había pensado sobre las ocho y media o así.

—Vale, sin problema. Aquí estaré…

Alfredo volvió a entrar en el bar. Arantxa no se lo podía creer.

—Eeehhh… ¿Y cómo piensas hacerlo teniendo en cuenta que acabas el turno


a las nueve?

—Mira, sobre las ocho me haré la enferma, le dirás a David que me he ido
súper mareada a casa y ya está, no me voy a perder una oportunidad como
ésta.

—¿Y no te parece extraño que haya cambiado de opinión tan


repentinamente?

—Me da igual, se habrá discutido con su mujer o lo que sea, me importa bien
poco.

—Madre mía.

Tal y como habían quedado, a las ocho Jenny hizo su numerito y Arantxa fue
a decírselo a David, quien se rebotó bastante. Jenny estaba enfrente del bar
justo a las ocho y cuarto. Alfredo salió y le dijo que lo esperara en la esquina
porque tenía que venir su mujer a sustituirlo y no quería que los viera juntos,
obviamente.

Al cabo de unos minutos ya con su mujer en el bar, Alfredo salió y se dirigió


a encontrarse con Jenny en la esquina. Ella estaba esperando con delirio, muy
nerviosa. Fumaba sin parar, cuando terminaba un pitillo se encendía otro al
momento. Se dio cuenta enseguida de que no podía oler a tabaco de esa
manera, ¿qué pensaría Alfredo? Se puso a rebuscar en su bolso y sacó un
paquete de chicles de eucalipto de esos tan fuertes que te dejan la lengua
adormecida. Se puso a masticar rápidamente. Al instante apareció Alfredo.

—Hola.

—Hola. ¿Estás preparada? Te voy a llevar a dar un paseo.

—Vale.

Alfredo emprendió la marcha y Jenny lo siguió, aunque no sabía adonde, le


daba igual.

—Te voy a llevar a un sitio tranquilo. Voy mucho por allí, me da paz…

Se paró delante de un coche aparcado y sacó las llaves.

—¿Es tu coche?

—Sí. Sube.

Y así lo hizo. Se sentó en el asiento del copiloto muy emocionada como si la


fuera a llevar al mejor lugar del planeta. Alfredo puso las llaves en el
contacto y arrancó. Jenny le puso la mano en la pierna derecha a lo que él
reaccionó apartándola violentamente.

—¡No! Aquí nos pueden ver. Ten un poco de paciencia, ya queda poco.

—¿Dónde me llevas?

—Tranquila, es un sitio precioso.

Jenny no era una persona con muchas luces como se suele decir, se hubiera
subido en el coche del hombre del saco sin darle importancia, pero incluso
siendo ella tenía una sensación extraña en el cuerpo. Había ido todo muy
deprisa, no estaba acostumbrada a que le dieran calabazas y menos a que de
pronto todo cambiara. Se había subido muchas veces en el coche de un
extraño, pero esta vez tenía una curiosidad enorme sobre adonde se dirigían.

Iban pasando calles y los dos estaban callados.


—Bueno… Si no me dices donde vamos al menos dime algo…

—Si, bueno, perdona es que ha sido todo muy repentino. No quisiera


asustarte.

Jenny soltó una carcajada.

—¡No! ¿Cómo vas a asustarme? Lo único que me asusta es que me hayas


citado para decirme que no me quieres, que no quieres nada conmigo. Eso me
pondría muy triste…—dijo con un tono infantil y haciendo pucheros. A lo
que Alfredo sonrió.

Tardaron unos diez minutos más en llegar a su destino. Jenny se quedó


boquiabierta al ver delante suyo el cementerio del barrio. Él aparcó y apagó el
motor. Miró a Jenny y dijo:

—Ya hemos llegado. No hay sitio en el mundo más tranquilo que este. Aquí
estaremos solos, muy solos...—Y le dedicó una mirada y una sonrisa tan
extremadamente agradables que Jenny se deshizo del todo.

Bajaron del coche y Alfredo se acercó a ella, la cogió de la mano


cariñosamente como solo hacen los enamorados. Le iba acariciando
suavemente cada dedo, le recorría con sus dedos todos sus huesos y
articulaciones con una delicadeza sublime de camino hacía la entrada al
cementerio. Ella estaba en las nubes. Al fin y al cabo tenía razón. ¿Qué mejor
sitio para estar tranquilos? Ninguno. Iban andando hacía la puerta y él la
acercaba a su cuerpo con una mano mientras con la otra cogía la suya. Jenny
apoyó su cabeza en el pecho de él. Qué feliz se sentía.

Entraron en el cementerio. No había nadie. En un cementerio pequeño de


barrio entre semana no suele haber gente, sólo los fines de semana. Estarían
realmente solos. Fueron entrando poco a poco muy acaramelados, pasaban al
lado de tumbas y nichos sin preocupación. Iban adentrándose en el lúgubre
lugar como si pasearan por las calles de París. El sol se iba escondiendo
dejando paso a una noche estrellada. Alfredo se quedó parado delante de una
tumba. Era la de Ernesto.

—Ven, siéntate aquí a mi lado.


Se sentaron encima de la tumba. Alfredo sacó una botella de whisky que
tenía escondida entre unos arbustos y se la ofreció a Jenny.

—Uuuuu… ¡Fiesta!

La cogió y la abrió. Dio un largo trago antes de pasársela a él quién hizo lo


mismo.

Jenny no pudo aguantarse y se echó encima de Alfredo. Le empezó a besar


apasionadamente mientras intentaba quitarle la ropa. Él se separó y sonrió.

—Eh… Tranquiiila… Todo a su tiempo. Te tengo una sorpresa preparada.


Bebe, tu bebe...

Jenny seguía bebiendo de la botella. Empezaron a hablar de cosas banales.


Ella le explicaba historias de su trabajo, le explicaba cosas de Arantxa, la que
consideraba su mejor amiga, cosas de David, un hijo de puta cabrón que la
dejaba tranquila porque le lamía el culo. Él se lo pasaba bien escuchando con
atención. Pasó un buen rato y el whisky empezaba a hacer su efecto.

—¿Sabes dónde estamos sentados? Es la tumba de mi antiguo jefe, Ernesto.

—Uuuuu… Qué mal rollo.

—No, al contrario. Muchas veces vengo aquí a pasar el rato. Me relaja. Me


quería mucho, mucho, mucho…

Alfredo miró a Jenny. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y vendó los
ojos a la chica. “Tengo una sorpresa para ti” le dijo. Se levantó y volvió a
esos arbustos de donde había sacado la botella pero esta vez sacó un largo
trozo de cuerda.

—Levántate.

Ella dejó la botella en el suelo y se levantó. Alfredo sorprendió a la chica por


la espalda abrazándola por la cintura y poniendo su mejilla junto a la suya. Se
levantaron juntos y él la guio hasta una escultura de forma alargada como una
columna con una cruz en lo alto.
—Tengo ganas de jugar Jenny… ¿Te apetece? Déjate llevar…

Ella seguía con los ojos tapados disfrutando de cada momento de seducción.

Alfredo le ató las muñecas por detrás de la columna y besó cariñosamente su


oreja. Jenny sonreía.

Arrastró el pañuelo que le tapaba los ojos hasta su boca. Se apartó de ella un
par de metros y empezó a reír a carcajadas. Jenny estaba confundida.
CAPÍTULO 9: HERMANOS
HASTA QUE LA MUERTE NOS
SEPARE

La pequeña puerta de madera se abrió lentamente. Las gastadas bisagras de


hierro chirriaron como el llanto de un gato agonizando. Un hombre bajó las
pequeñas escaleras pausadamente, una a una, sin prisa. Al llegar al final del
túnel rocoso se detuvo unos instantes delante del sótano. Sacó de un bolsillo
un par de bolsas de plástico que se colocó en los pies para no ensuciarse de
sangre. Miró alrededor y se dirigió al armario de las armas, de donde sacó un
par de guantes de látex limpios. Se los puso con calma, con la solemnidad de
un cirujano que procede a operar. Hizo una mueca de desagrado al
contemplar la sanguinolenta escena delante suyo. A Vicente no le importaba
el polvo acumulado en los muebles de su casa pero se veía superado cuando
se trataba de secreciones humanas, según él las bacterias campaban a sus
anchas. Una mujer colgaba de una cuerda atada al techo, una niña estaba
tumbada boca abajo encima de una caja de madera y Eugenia yacía sentada
en el suelo mientras lloraba y lloraba desolada.

—¡Hermano! Menos mal que has venido… No quería quedarme sola.

Un hacha empapada en sangre parecía contemplar la escena desde el centro


del sótano.

—A ver Eugenia—dijo Vicente en un tono condescendiente—¿Qué has


hecho ésta vez?

—Mira lo que me obligan a hacer. ¡Yo no quería! Se me ha echado encima la


niña con el hacha, hermano, mira lo que me ha hecho, mira.

Eugenia señaló su brazo izquierdo. Una brecha enorme dejaba ver el hueso
desnudo de la mujer entre el codo y el hombro.

—Me he distraído un segundo y ha empezado a atacarme. Hemos forcejeado


unos segundos y la mala pécora ¡ha cogido el hacha y me lo ha clavado!
¡Será malcriada!

—¿Cuantas veces hemos hablado del tema? La última vez te dije que no
cogieras a niños, que la policía y los padres se acabarían echando encima de
ti. Sólo adultos dijimos. Pero nunca me haces caso, siempre vas a la tuya.

—No quería matarla. La he empujado y ha caído mal, dándose un golpe en el


cuello.

Vicente dejaba que su hermana se desahogara hablando. Fue otra vez hacía el
armario y cogió una pequeña caja de latón escondida en el fondo. La llevó
donde se encontraba Eugenia y se sentó enfrente suyo. Dejó la caja en el
suelo y la abrió. De ella sacó una aguja de coser e hilo negro. Enhebró
cuidadosamente la aguja y empezó a coser el brazo destrozado de su
hermana. Los gritos de dolor resonaban de tal manera en el amplio sótano
que parecía haber sido construido con el mismo propósito de albergarlos. El
olor a óxido era insoportable, pero ellos estaban acostumbrados, no le daban
importancia. Dos cuerpos yacían sin vida junto a todos los que descansaban
dentro de sus ataúdes caseros.

—Deberías venir a mi casa y allí te acabaré de curar.

Subieron las escaleras hasta el despacho y allí Vicente le puso su abrigo por
encima a su hermana para tapar el maltrecho brazo. Salieron de la droguería
cometiendo el pequeño error de no bajar la persiana del todo. Anduvieron
unos pocos metros hasta llegar a la portería de Vicente situada en la misma
calle. Los cuatro pisos se le hicieron muy pesados a Eugenia, quien intentaba
ir lo más rápido posible para que ningún vecino los viera. Al llegar a casa,
Vicente dejó el imán que había usado para abrir el candado de la tienda
encima de la mesa del comedor, el mismo que había usado para volver a
cerrar desde fuera. Acompañó a su hermana a la habitación de sus padres y la
ayudó a recostarse en la cama.

—¡Me duele mucho!

—Tranquila, ahora te daré calmantes para que se te pase.

Vicente se dirigió a la vieja cajonera de sus padres que se encontraba a mano


derecha de la cama y abrió el primer cajón. Estaba repleto de utensilios
quirúrgicos y tubos con diferentes compuestos químicos. Cogió una
jeringuilla que tenía preparada hacía tiempo con una alta dosis de morfina en
cuyo cristal había algo escrito. Se sentó al borde de la cama al lado de su
hermana.

—No está bien lo que haces. Ahora me tocará a mí limpiar todo ese desastre
que tienes en el sótano de la tienda. Cada vez se te va más de las manos. Mira
tu brazo. Te podría haber hecho algo peor. Y ahora ¿qué haremos con ella?
¿Y con los demás? Y qué voy a hacer contigo…

Vicente acarició la mejilla de su hermana cariñosamente. Le cogió el brazo


bueno y le arremangó la ropa. Cogió la jeringuilla y se la introdujo.

—Hermano… ¿Qué es lo que pone en la jeringuilla? ¿Qué has escrito? ¿Qué


me estás inyectando? ¡Todavía es pronto!

—Tranquila, ya está. Ahora te relajarás. Duerme tranquila.

Eugenia no tuvo tiempo de reaccionar quedándose dormida en cuestión de


segundos. La morfina había hecho su efecto rápidamente. Vicente miró a la
nada y sonrió.

—Papá y mamá, ahora ya somos una familia completa.

Se levantó y fue a la cocina a comer algo. Se dio cuenta tarde de que no había
pasado por el súper. Tendría que dejar a su hermana sola un momento para ir
a comprar.

Dejó la jeringuilla vacía encima del mármol de la cocina. En ella había un


nombre escrito: EUGENIA.
CAPÍTULO 10: REPARTO A
DOMICILIO

Un poco antes de cerrar David mandó a Arantxa a hacer el reparto. La chica


cogió un carro con las cajas que llevaban la compra y se dispuso a ir a casa
“del psicópata”. Tenía un mal presentimiento, no le gustaba ese hombre y
David lo sabía, por eso la había mandado a ella. El trayecto era corto, el
hombre vivía a dos manzanas del súper. A medio camino paró y se fumó un
pitillo para recuperar fuerzas. Por un momento se había olvidado
completamente de su amiga Jenny, y de lo que estaría haciendo en ese
momento con Alfredo. Su cabeza no veía más allá de dejar ése maldito
pedido y salir corriendo cuanto antes mejor. El señor Pérez la ponía muy
nerviosa. Mucho.

Tanta comida y arena de gatos, quizá tenía decenas de gatos en su casa,


estaba a punto de descubrirlo.

Llegó al portal decidida a llamar al timbre pero en ese momento salió una
vecina y le abrió la puerta.

—¡Gracias!—Respondió Arantxa.

Una vez dentro dejó el carro a un lado y fue bajando las cajas, sabiendo que
las tendría que subir una a una por esos cuatro pisos.

Eran tres cajas. Arantxa pensó que quizás repartiendo el peso podría subirlo
todo solamente en dos veces. Abrió las cajas y empezó a estudiar las
posibilidades. Dos sacos de arena y uno de pienso más latas y las
salchichas… No, demasiado peso. Dos sacos de arena y la leche y uno de
pienso y… No, no había manera de encontrar la fórmula para hacer sólo dos
viajes. Tendría que hacer tres forzosamente.

Empezó repartiendo el peso de las tres cajas. Cogió la primera en brazos y


empezó a subir. Los escalones eran altísimos. De repente se olvidó de las
malas sensaciones que le daban ese hombre y empezó a pensar en su jefe y en
lo mezquino que había sido al hacerle pasar por todo eso.

“Menudo hijo de puta” pensaba mientras cargaba esos treinta quilos de peso.
El sindicato les había dicho que lo máximo que se podía cargar eran veinte. Y
allí estaba ella, preguntándose porqué ese hijo de perra no podía irse al
infierno de dónde provenía y dejarla en paz.

Primera planta. Arantxa se ahogaba, el hecho de fumar tampoco ayudaba.


Paró unos segundos y siguió subiendo escalón a escalón. Pensó por un
momento que quizás tenía que haber llamado al piso desde abajo. Quizá el
hombre se hubiera ofrecido a ayudar. Quizá no era tan malo como parecía.

Segunda planta. Con lo bien que había estado todos esos años en el súper y
ahora tenía que llegar ese desalmado a hacerle la vida imposible. Estaba
convencida de que iba a despedirla cualquier día, cuando ella podría haber
llegado lejos en la empresa, inspectora, supervisora de zona o a las oficinas,
¿quién sabe?

Tercera planta. La excitación de estar pensando en el hijo de puta de David la


hizo saltarse un piso y ni siquiera se dio cuenta de haber pasado el tercero
hasta que llegó al cuarto que por suerte era el último, si no tal vez hubiera
subido diez pisos más sin darse cuenta.

Un siniestro cristo colgado le dió la bienvenida. Ella sonrió, no hubiera


esperado menos de tal personaje. Llamó al timbre, ésta vez sí. Tuvo que
esperar unos segundos. Escuchó el ruido de los pasos de Vicente que se paró
detrás de la puerta para mirar por la mirilla un instante. Al cabo de unos
cuántos segundos contestó desde detrás de la puerta.

—¿Quién es?

—Del súper, le traigo su pedido.


—¿Arantxa?

—Si.

Vicente había olvidado por completo su pedido. Estaba muy atareado y no se


había dado cuenta de lo que suponía ahora una extraña en su casa. Nadie
podía meter las narices en sus asuntos.

Se aseguró de cerrar la puerta del recibidor y abrió con el pestillo puesto.

—¿Traes la compra?

—Sí, una caja, tengo dos más abajo. ¿Le ayudo a entrar ésta o voy a buscar
las otras?

—No, no, no entres. Nooo hace falta que me ayudes, tu ve a buscar las otras
cajas y yo las iré entrando.

—Bueno, es que pesan ¿sabe? Podría ser que… ¿Bajara usted a ayudarme?

—No, no, imposible, no puedo dejar a los gatos solos. Ya me encargo yo de


las cajas que vayas dejando aquí.

Arantxa esperó unos instantes. Vicente no abría la puerta, seguía detrás de


ella asomado a la mirilla.

—No puedo abrir hasta que bajes. Los gatos.

Arantxa empezó a bajar por las escaleras un tanto irritada por la mala
educación del señor Pérez. Realmente era un tipo desagradable. Aunque él
nunca hubiera querido ser desagradable con Arantxa, le sabía mal no poder
abrirle la puerta. La chica era muy maja y muy guapa… Quizás en otra
ocasión la hubiera invitado a un café, e incluso la hubiera llevado al cine, a
cenar… Quizás podrían llegar a ser amigos.

Cuando llegó abajo, cogió la segunda caja y se armó de valor para subirla.
Todavía le quedaba la última.

Primer piso. Llevaba demasiado peso en la caja pero estaba decidida a no


hacer un cuarto viaje. Los malditos escalones la estaban matando. Altos y
estrechos, alguno estaba roto, debía ir con cuidado al pisar.

Segundo piso. El corazón le latía rápido, se notaba las pulsaciones aceleradas.

Tercer piso. Paró a descansar un minuto. Se notaba el cuerpo caliente y


advirtió una gota de sudor que empezaba a resbalarle por la mejilla.

Llegó al cuarto otra vez. Extasiada, soltó la caja casi con violencia. Esperaba
no haber roto nada. Esperó otro minuto hasta reponer fuerzas para llamar al
timbre. Vicente volvió a contestar desde detrás de la puerta.

—Voy a por la última.

—No, ¡espera!

Vicente abrió un poco la puerta sólo para dejar ver su rostro. Se sentía
culpable.

—Te pido perdón porque antes quizás he sido muy brusco contigo. Es que…

—Los gatos, lo entiendo.

Vicente sonrió inocentemente y echó la mirada al suelo como un niño tímido


que acaba de ver a su amada.

—Señor Pérez…

—Vicente, por favor.

—Vicente, está bien. No quisiera ser atrevida, pero ¿me invitaría a un vaso de
agua por favor? Estoy un poco deshidratada.

—Sí, ¡por supuesto! Ahora mismo voy a buscarlo, espera aquí.

Dejó la puerta entreabierta. Arantxa volvió a pensar que tal vez no era tan
mala persona. Quiso ser agradecida y pensó que debía entrarle la caja al
hombre para que él no se molestara. Cogió la caja y entró con mucho cuidado
para que no se escapara ningún gato. Una vez dentro cerró la puerta tras de sí
sin hacer ruido. Las luces estaban apagadas, no se veía nada. Cruzó el
recibidor mirando al suelo con miedo de no pisar nada. Se extrañó que no
salieran los famosos gatos. Entró en el salón en cuyo final se veía la cocina
con la luz encendida. Fue hacía allí con cuidado, le pareció rozar algo con la
pierna. Dejó la pesada caja encima del mármol. Vicente no estaba. Puso un
pie en el comedor y al momento se dio cuenta de que había un gatito negro a
su izquierda encima de la mesa. Sin luz no veía muy bien pero se acercó a
acariciarlo. Arantxa frunció el ceño. El gato estaba muy frío y no se movía.
Instintivamente pasó la mano derecha por la pared hasta encontrar el
interruptor y encendió la luz. Recorrió el comedor con la mirada, estupefacta.
Estaba lleno de gatos. Disecados. Por el suelo, encima de muebles, del sofá,
estaban por todas partes. Había decenas de ellos. En una milésima de
segundo Arantxa entendió que nunca tenía que haber entrado allí. Empezó a
andar deprisa hacía la puerta cuando a medio camino alguien le agarró el
brazo. Era Eugenia.

—¿Dónde vas bonita? Tienes que sacarme de aquí.

Arantxa gritó y forcejeó con Eugenia hasta caer de espaldas al sofá. Vicente
salió de repente de la habitación de los padres, cogió a su hermana y la
zarandeó hasta hacerle perder el conocimiento. Antes que Arantxa
consiguiera ponerse de pie Vicente voló hacía la puerta y cerró con llave. Se
puso delante de la chica.

—Ttte dije que no entraras.

—Lo sé y…

—¡¡Dije que no entraras!!

—Oiga, señor Pérez… Vicente–Ahora era a ella a quien le temblaba la voz


—.Yo salgo y le voy a buscar la caja que falta y ya me voy. No quiero
problemas, no me importa lo que haga en su casa, es su casa y puede hacer lo
que quiera.

—¡¡No debiste entrar!! ¿Y si les hubiera pasado algo a los gatos?

Arantxa miró a su alrededor y pensó un momento. Tenía que enfriarse la


cabeza y pensar. No le iba a servir el pedir clemencia, pero en seguida se dio
cuenta de que ese hombre estaba completamente fuera de la realidad. Si
quería salir sana y salva tenía que hablar su mismo idioma. Tenía que meterse
en su mundo, un mundo paralelo que había montado solo. Se sentó
tranquilamente en el sofá y empezó a acariciar un gato que tenía al lado. Echó
una mirada a Vicente y le sonrió.

—Vicente… ¿Porque no me invitas a un café y me hablas de éstas adorables


criaturas? ¡Son preciosas! Mira que guapo es este, ¿cómo se llama?

El hombre no sabía cómo reaccionar. No confiaba en ningún ser humano.


Dicen que cree el ladrón que todos son de su condición. ¿Se estaba riendo de
él? Sí, se estaba riendo de él. O quizás no. Miles de pensamientos
sobrevolaban la cabeza de Vicente a un ritmo frenético. Unos positivos, otros
muy negativos. ¿Qué pensaría Arantxa después de haber visto a su hermana?
No parecía preocupada. Algo andaba mal.

—Lo siento, lo siento de verdad. Tienes razón Vicente, no debí haber


entrado. No quisiera haber hecho daño a tus animales. Perdóname. Hablemos
un rato tranquilamente como dos buenos amigos. Venga, ¿Qué me dices de
ése café?

Vicente la escuchaba con atención. Pero qué guapa era esa chica. En cuanto
le veía el rostro con esa hermosa sonrisa tan dulce, tan inocente, su alma se
apaciguaba. Arantxa era distinta, no era como los demás.

—Voy a hacer el café.

Mientras el hombre iba a preparar el café Arantxa intentaba calmarse para no


parecer asustada. Tenía la mano posada encima de un gato tieso que la miraba
fijamente con sus ojos de cristal. Esos ojos, parecía que la estaban mirando
desde el otro mundo. Se veía a la legua que Vicente no era muy diestro como
taxidermista. La piel estaba mal cosida y dejaba entrever partes del interior
del animal sobresaliendo, desprendían un olor realmente extraño, se mezclaba
el hedor a carne muerta con las sustancias químicas debidamente
administradas. La chica no se atrevía a girar la cabeza para ver cómo estaba
la mujer. Tenía medio brazo cosido y un aspecto aterrador. Tenía que borrar
el miedo de su cuerpo y ponerse en situación.
—Aquí lo tienes.

Vicente le acercó una taza de café humeante y se sentó a su lado.

—Calcetines.

—¿Cómo?

—Me has preguntado el nombre. Se llama calcetines.

—Ah, sí. Es muy guapo. Todos son muy bonitos.

Vicente parecía más tranquilo. Aunque seguía con sus tics y signos de
nerviosismo, ya ni siquiera tartamudeaba. Parecía que se encontraba en su
salsa.

—Me gustan mucho los animales. Los gatos, en concreto. Me transmiten paz.
Son tranquilos y por mucho que digan tan leales como los perros. No son
como las personas. Las personas son malas por naturaleza. Como ese jefe
tuyo, es muy malo contigo.

—Yo también creo que las personas son malas. La mayoría. Pero tú eres
distinto. Eres muy bueno, se te ve. Teniendo tanto amor por los gatos tienes
que ser buena persona.

Se fueron tomando el café con calma sorbo a sorbo, sin prisas. Entablaron
una conversación agradable incluso para Arantxa, quién por momentos se
olvidaba de la rocambolesca situación en la que estaba sumida. De vez en
cuando ojeaba esos ojos cristalinos e incluso le parecían graciosos.
Empezaron a hablar de David. Arantxa estaba más que harta de hablar con
Jenny sobre el tema y que su amiga sin muchas luces le respondiera siempre
que estaba paranoica. Sin embargo, había conectado de alguna forma con
Vicente. La entendía perfectamente. Él veía la maldad en David, la presentía,
casi como hacían los gatos, presentía el mal en él. La comprendía.

—Me gustaría que no volviera a meterse contigo nunca más.

—Es mi jefe, qué voy a hacer…


—Quiero ayudarte. Eres una buena chica y te mereces lo mejor.

En ése preciso instante el móvil de Arantxa sonó.

—Es él. Se estará preguntando porqué tardo tanto.

—Cógelo.

—Y… y ¿qué le digo?

—Tú cógelo.

—¿David? Ssí, se ha hecho tarde es que…

Antes de que pudiera ingeniarse una respuesta factible a la vez para ambos y
poder salir de allí, Vicente le cogió el teléfono y se puso al auricular.

—¿Hola? Ya puede perder el culo y venir a mí casa. ¡¿Qué tipo de personal


tienen en esta empresa?! ¡Me lo ha tirado todo por la escalera! ¡Como lo oye!
Ahora lo está recogiendo. Haga el favor de venir a buscar a su empleada
ahora mismo.

Arantxa le hizo señas indicándole la caja que aún permanecía abajo.

—Ah, y de paso suba la última caja del reparto que la niña se ha dejado
abajo. ¡Dese prisa!

Arantxa no tenía ni idea de adonde quería ir a parar ese hombre haciendo ir a


David a su casa. Aunque cierto morbo le recorría el cuerpo para ver qué
escarmiento le tenía preparado, sólo pensaba en cómo salir de allí.

—¿Qué le vas a decir?

—Tu tranquila, déjame a mí. Ya no te molestará más.

Arantxa empezaba a sentir pena por el desgraciado de su jefe. No tenía idea


de la retorcida artimaña que le tenía preparada. De repente le apareció en la
cabeza una imagen rocambolesca a la par que divertida, David tieso con los
ojos de cristal…
—Muchas gracias Vicente. Eres un buen hombre.

Vicente se sentía halagado y feliz por primera vez en su vida. Eugenia seguía
en el suelo inconsciente.
CAPÍTULO 11: DESCANSE EN
PAZ

Eran las diez y media de la noche. Una enorme luna llena emanaba una luz
blanca muy hermosa. Parecía alumbrar la ciudad desde lo alto del cielo
acompañada de centenares de estrellas. El cementerio del barrio estaba un
poco apartado del bullicio de la urbe, todo era calma, tranquilidad. No había
un alma en la calle. Se escuchaba el murmullo de las hojas de los árboles
mecidas por un leve viento. En el centro del camposanto, una escena
pintoresca. Una chica con los brazos atados a una escultura y la boca tapada
observaba a su captor quien reía y reía sin parar.

—Jenny de verdad no sé qué decir… Me tienes asombrado. ¡Ha sido tan


fácil! La juventud de ahora sois increíbles. Te subes al coche de un extraño,
te dejas meter en el cementerio. ¡Te dejas vendar los ojos y atar las manos!

Y volvió a soltar una gran carcajada.

—Las redes sociales están haciendo mucho daño a los niños. O quizás los
niños son así y han sido así siempre sólo que ahora todo se sabe. ¿Quién
sabe? Te guste o no soy un desconocido. ¡No me conoces! ¿Cómo eres capaz
de decir que me quieres? No sabes nada de mí y créeme, hubiera sido mejor
para ti no haber insistido de esa manera.

Jenny empezó a farfullar algo. Alfredo se le acercó y le apretó el pañuelo un


poco más. Cambió a una actitud seria.

—Eres una puñetera acosadora y me estás jodiendo la vida. Nunca he tenido


una vida fácil, siempre me he encontrado con gente decidida a hacerme daño.
Estaba la mar de tranquilo desde que murió ese hijo de puta que tienes aquí al
lado. Y apareces tú. Para complicarme la vida otra vez.

Alfredo fue a recoger la botella de whisky que Jenny había dejado en el suelo
y se plantó delante la tumba de Ernesto. Le dio un buen trago y siguió
hablando.

—Me quedé huérfano con dos años. Mis padres murieron sin familia y yo
estuve en hogares de acogida hasta los nueve años. Entonces apareció
Ernesto y se quedó conmigo. Su mujer era un tanto extraña, muy distante y
fría pero él era muy cariñoso conmigo. Los primeros meses fueron muy
bonitos, tengo un buen recuerdo de la primera época. Ernesto me compraba
juguetes y chucherías y todo lo que yo quería. Tenía el bar y pasaba más
tiempo allí que en cualquier otro lugar pero yo me sentía a gusto. Los clientes
eran agradables y no tenía que ver a mi madre adoptiva durante largos ratos.
Pero un día todo cambió.

Una noche no recuerdo el porqué, estaba con él cerrando el bar, era tarde.
Cerraba desde dentro porque el local comunica con la casa. Su mujer ya
estaría durmiendo. Se sirvió una copa de coñac y se sentó en una de las sillas
en una posición cómoda. Abrió las piernas y se desabrochó los pantalones.
“Ven, siéntate aquí” me dijo, y me invitó a sentarme en su regazo. Me senté
inocentemente. Me cogió la mano y me la puso en su entrepierna. Yo no
entendía qué hacía. La movía y la movía y me tocaba. Le pregunté qué hacía
y me contestó que me hacía “cariñitos” porque me quería mucho. Hijo de
puta. Me quería mucho el hijo de puta.

Jenny no se movía. Le miraba con asombro al tiempo que él narraba su atroz


historia.

—Pasaron muchos años y él continuaba con sus cariñitos. Además de los


abusos físicos también estaban los psicológicos. Me manipuló hasta el punto
de hacerme sentir culpable e incluso me sentía mal cuando no me tocaba.

Se quedó callado unos segundos mirando al suelo. Se giró y violentamente se


acercó otra vez a Jenny.

—¡Tienes idea de lo que he pasado! ¡¿Tienes idea de lo que supone una niña
encima de mí todo el santo día!?

Jenny giró la cabeza y cerró los ojos mientras Alfredo le gritaba.

—¡Mírame!—dijo cogiéndole el mentón a la chica—.Eres penosa. Eres una


chica sin gracia, barriobajera, ni siquiera eres bonita. Y te crees una diosa del
amor, ¡por dios! ¡Mírate! No tienes nada. ¡Nada! Nunca hubieras llegado a
conseguir un hombre de verdad. Sólo se te acercan los gañanes de barrio.

Jenny empezó a llorar. Le estaban partiendo el corazón. Eso le hacía más


daño que todo lo demás. Ése hombre estaba desquiciado. Puede que Jenny le
hubiera sacado de quicio. Puede que se hubiera excedido en sus cumplidos,
en sus visitas, en sus intentos fallidos de contacto. Se había excedido en
muchas más cosas de las que había contado a Arantxa. Se había quedado por
las noches escondida para verle cerrar el bar, espiando por las ventanas de su
casa, observando a su mujer e hija todos los días. Llamando a su casa para
escuchar su voz. Efectivamente, Jenny era toda una acosadora, y Alfredo lo
sabía. Y se lo haría pagar.

—Desgraciada.

Alfredo rodeó la columna y le propinó un puñetazo, el cual hizo temblar la


escultura a causa de la muy anciana y desgastada piedra de que estaba hecha.
Él no se dio cuenta, pero la chica sí. El temblor había provocado que la
cuerda con la que la chica estaba maniatada se soltara un poco y
aprovechando que Alfredo estaba distraído empezó a dar de sí la cuerda con
la que tan cariñosamente la había atado su amado. Movía las dos manos a un
lado y al otro sigilosamente para hacer el mínimo ruido posible.

Alfredo estaba inmerso en su historia hasta el punto de haberse olvidado casi


de la chica. Volvió a situarse enfrente de su pederasta padre y se agachó. Con
ambas manos cogió la losa de piedra con la que estaba cubierta la tumba y
empezó a deslizarla lateralmente. Jenny empezó a sentir miedo de verdad y
empezó a darse prisa con el tema de la cuerda.

Él seguía arrastrando la pesada piedra hacía un lado hasta dejar el contenido


del sepulcro completamente a la vista. Era Ernesto.
—Le diagnosticaron cáncer. Le dijeron que le quedaban seis meses de vida.
Un viejo contacto en el hospital cambió unas muestras de un pobre hombre
que me imagino que ya estará por aquí cerca. Al menos no le llegaron a dar la
mala noticia. Era lo único que teníamos al alcance de la mano. Aun así, seis
meses me parecieron una eternidad. Así que lo solucioné en tres.

Una clienta del bar, Elena, me consiguió un veneno indetectable en sangre


que consiguió dormir a Ernesto pareciendo que había sido el cáncer el
culpable de habérselo llevado antes de tiempo. Los médicos no sospecharon.
Mi mujer no sospechó. Nadie sospechó nada ya que todo el mundo esperaba
la trágica noticia tarde o temprano. Me libré de él de una vez por todas,
después de todo lo que me había hecho, no iba a esperar a que muriera de
viejo.

Jenny debía darse prisa. Después de la confesión no esperaba que el loco de


Alfredo la soltara sin más. Sus intenciones habían quedado patentes. Le iba a
hacer un sitio en la cama del viejo. Y eso no podía ser.

Por muy simple que pareciera la muchacha, en el fondo era peleona y muy
inteligente y sabía que iba a salir de allí aunque fuera con la columna a
cuestas. Lo que no se esperaba era lo que iba a ver a continuación, una
imagen que no podría borrar de su psique jamás de los jamases mientras le
quedara un mínimo de cordura en su interior.

Alfredo se quedó parado observando el cuerpo sin vida de Ernesto. Sin


mediar palabra, se bajó cuidadosamente los pantalones, seguidamente su ropa
interior y se colocó encima del cadáver. Jenny no podía creer lo que veían sus
ojos. Le entraron náuseas y tuvo que dejar de mirar enseguida. Alfredo seguía
y seguía sin cesar encima del cadáver de su abusador, ahora convertido en él.

Eran ya más de las once de la noche. La temperatura había descendido


ligeramente aunque el ambiente seguía siendo caluroso. Un pequeño gorrión
se había posado sobre el pie derecho de Jenny. Giraba la cabeza con
movimientos cortos y rápidos de un lado a otro. Jenny lo miraba y procuraba
no moverse para que el pequeño animal no huyera espantado. La hacía sentir
bien, era lo único amable en aquel sitio aterrador.

—Hijo de puta, maldito hijo de puta…—susurraba Alfredo una y otra vez.


El pequeño gorrión giró la cabeza hacía Alfredo. Luego miró a la chica a la
cara y bajó de su pie. Se quedó en el suelo un instante y subió a su hombro.
Empezó a rascar la columna con el pico y empezaron a saltar diminutos
trozos de piedra al suelo. Volvió a mirar a Jenny y salió volando.

Ésta no se lo pensó más y aprovechó el momento de lujuria de Alfredo para


actuar. La columna estaba muy deteriorada y Jenny era una chica fuerte.
Movió su cuerpo adelante y atrás como si estuviera sacando una muela de
raíz mientras se acababa de soltar las manos de la cuerda. Una vez tuvo las
manos libres dio un fuerte empujón a la columna la cual acabó cediendo,
cayendo encima de Alfredo que quedó sepultado entre su abusador y la
columna procurándole un fuerte golpe en la cabeza que acabaría con su
oscura vida en un instante.

Jenny salió corriendo sin mirar atrás, tal como si la persiguieran mil
demonios, como si todos los muertos del cementerio se hubieran levantado y
anduvieran tras de sí. Consiguió salir del recinto y siguió corriendo unas
cuantas manzanas más, hasta quedar exhausta. Paró y recostó su espalda
contra la pared unos minutos. Sacó el móvil. Tenía un mensaje.
CAPÍTULO 12: LOS GATOS
DORMIDOS NO MAÚLLAN

—Llevaré a mi hermana con mis padres. La pondré cómoda.

—¿Es tu hermana? ¿Tus padres están aquí?—dijo descolocada Arantxa.

—Por supuesto. Somos una familia unida y feliz.

Vicente se inclinó y cogió a su hermana por los brazos, arrastrándola por el


suelo hasta la habitación de los padres. Arantxa, que seguía sentada en el sofá
aprovechó la ocasión para coger disimuladamente el móvil de su bolsillo y
marcar un mensaje: Estoy en casa del psicópata. Calle Trauma 7, llama a la
policía y ven corriendo creo que va a matarme.

Consiguió dejar el teléfono en modo silencio y lo introdujo cuidadosamente


en el bolsillo de su pantalón justo a tiempo. Al momento Vicente salió de la
habitación y fue al sofá a sentarse al lado de la chica.

El tiempo pasaba con lentitud. Ambos permanecían en silencio. De fondo se


escuchaba el tic-tac de un gran reloj de péndulo, probablemente provenía de
la habitación de los padres. Hacía rato que Arantxa había perdido la noción
del tiempo aun habiendo tenido el teléfono en la mano hacía un momento, su
cerebro no había procesado la información, al menos conscientemente.

Al hombre se le notaba inquieto, más a medida que transcurrían los minutos.


Sacudía las piernas y movía las manos constantemente a un ritmo cada vez
más frenético. Pasaron quince minutos hasta que llamaron al timbre. Arantxa
se puso de pie mientras Vicente abría la puerta a través del interfono. El
tiempo que tardó David en subir las escaleras se le hizo eterno a Arantxa.
Cuando apareció por la puerta acarreaba con él la dichosa última caja del
pedido.

—Mil disculpas por los daños que le haya podido ocasionar mi cajera—dijo
mientras dejaba la pesada caja en el suelo—. ¡Cómo se puede ser tan inútil!

Arantxa no hablaba, no se movía, ni siquiera osaba respirar. Se hizo el


silencio más absoluto de nuevo. Vicente cerró la puerta con llave, no tenía
intenciones de que nadie saliera de allí esa noche. Entró en el comedor
mientras David seguía abochornando a su cajera, increpándola con el dedo
sin cesar.

—Tenéis que llevaros bien a partir de ahora—dijo Vicente en un tono


amigable—me vais a hacer compañía. Hasta ayer estaba muy solo, tenía que
encargarme de mis padres que no se pueden valer por ellos mismos. Pero hoy
todo es distinto. Tengo a mi hermana, a ti Arantxa que sé que serás una buena
esposa, y a ti, que me vas a ayudar mucho en las tareas del hogar.

David se quedó perplejo unos segundos y tras mirar a Arantxa empezó a reír.

—¿Perdón? ¿Es una broma? Es una broma, ¿no Arantxa? Venga ya, vámonos
—dijo cogiéndola por el brazo haciendo el gesto de marchar. Pero la mirada
que vio en ella hizo que le cambiara el semblante y la soltara.

—Ya lo he dicho. Nadie se va a ir de aquí.

—¿De qué va esto?

—Esto va de que aquí en el bolsillo tengo un regalo para ti—dijo Vicente


sacando una jeringuilla.

—Oiga, no sé de qué va esto, pero yo me voy. ¡Quédese con la chica, la chica


me da igual!

David se puso detrás de la chica cual cachorrito asustado mientras intentaba


convencer a Vicente.

—Yo no le voy a servir de nada, de hecho se me da todo muy mal, estoy de


jefe por enchufe, si yo no sé hacer nada, en cambio la chica sí. Hombre, no es
muy agraciada físicamente pero le puede venir bien…

—¡Cállate! ¡Basta! ¡Estás hablando de mi prometida y es una chica


maravillosa! ¡Lo único que has hecho siempre es faltarle al respeto! ¡Vas a
pagarlo!

El hombre totalmente desquiciado se echó encima de David, lo que obligó a


Arantxa a quitarse de en medio. Forcejearon un buen rato. David aguantaba
con fuerza el brazo de Vicente que lo amenazaba con la aguja. Arantxa
miraba alrededor en busca de algún objeto que le sirviera de arma. Los dos
hombres peleaban a muerte y la chica apabullada se escondió en la habitación
donde se encontraba Eugenia. Olía fuerte y se escuchaba la respiración de la
mujer, seguía viva. Cuando encendió la luz un grito de horror escapó de su
garganta. Salió corriendo de la habitación pasando por en medio de los dos
hombres que seguían ensalzados en su combate personal. Corrió hasta la
puerta, encontrándose con la suerte de que Vicente había dejado las llaves
puestas. Un error grave por su parte. Temblando consiguió girar la llave y
salir disparada escaleras abajo sin mirar atrás. Vicente al darse cuenta de la
huida de su amada gritó su nombre a pleno pulmón mientras David
aprovechaba la distracción para propinarle un puñetazo. Aturdido pero
enrabietado como si le hubieran quitado lo más preciado de su existencia
agarró la aguja y con decisión la clavó en el cuello de David, quién al
momento cayó redondo en el suelo.
CAPÍTULO 13: UN BARRIO
NORMAL

Eran alrededor de las once de la noche. Arantxa salió de la portería y la


puerta se cerró tras de sí. Se quedó quieta de espaldas al edificio. Poco a poco
dejó caer su peso hasta quedar sentada en el suelo. Sentía su corazón
bombeando sangre a mil por hora. No reaccionaba a ningún estímulo, yacía
completamente aletargada con los ojos abiertos de par en par. Una imagen le
sobrevolaba la cabeza una y otra vez. Estaba en la calle pero no veía la calle,
visualizaba esa imagen cómo si todavía estuviera delante de ella. Ruido de
algún coche a lo lejos, alguna moto. Una persiana bajando. Una pareja
saliendo de un portal conversaban ajenos a la chica. Se alejaron y
desaparecieron al girar la calle. Pasaron más de veinte minutos.

Con la mirada perdida, giró la cabeza, primero a su izquierda, luego a su


derecha. No entendía qué hacía allí. Miró un momento al interfono. Observó
el botón del cuarto piso con atención, cómo si le recordara algo sin saber muy
bien el qué. “David, David…” susurró. Poco a poco fue volviendo en sí.
Empezó a andar calle arriba sin prisa, poniendo toda su atención en sus pies
que se deslizaban como a cámara lenta baldosa a baldosa. Llegó arriba y
volvió a detenerse. A lo lejos alguien venía corriendo, pero Arantxa no le
prestó atención.

Jenny había recibido el mensaje de su compañera y se dirigía corriendo al


lugar de los hechos. Al ver a su amiga en mitad de la calle gritó “Arantxa” y
fue hacía ella. Una enfrente de la otra se miraron sin articular palabra, ambas
agotadas, ambas exhaustas, ambas en shock. Se fundieron en un abrazo y
rompieron a llorar.
Entre gimoteos y lágrimas se consolaron como pudieron. Decidieron no
avisar a la policía e hicieron la promesa de no volver nunca a ese lugar.

***

David abrió los ojos lentamente. Al principio veía borroso y no recordaba


nada. Desorientado, no sabía dónde estaba. Poco a poco volvió en sí y
recobró la visión. Enseguida se percató de que estaba tumbado en una cama
grande atado de pies y manos al cabecero de hierro. Se sobresaltó al ver a su
lado a Eugenia, quien seguía durmiendo, también maniatada. Enfrente tenía a
Vicente rebuscando entre los instrumentos de su cajón.

—¡Ah! Ya te has despertado. El traje te queda muy bien.

David se dio cuenta que alguien le había vestido con un traje nuevo muy
elegante.

—Vas a ser un mayordomo excelente. Ahí tienes a tus amos, salúdales.

David giró la cabeza y chilló de auténtico horror. El mismo horror que había
hecho salir corriendo a Arantxa. Al lado de la cama, la visión esperpéntica de
los cuerpos de dos ancianos sentados en sus butacas heló la sangre del
encargado del súper. Tenían los ojos de cristal y la cara llena de cicatrices.
Vicente se acercó a él con otra inyección preparada pero se detuvo antes de
administrársela.

—No. Creo que contigo nos olvidaremos de sedantes. Será más divertido,
¿no crees?
EPÍLOGO

Era un bonito día de agosto por la mañana. En Barcelona el sol ya había


salido hacía un buen rato y empezaban a notarse sus efectos. Normalmente, a
las nueve en punto se escuchaba el estruendo de todas las persianas de los
locales del barrio que subían dando así la bienvenida a sus preciados clientes.
Un par de perros ladraban como locos desde el alféizar de sus respectivas
ventanas animándose mutuamente. El bar permanecía cerrado. Su dueña
empapada en lágrimas estaba pegando un letrero a la persiana que ponía
“cerrado por motivos personales”. En el súper de la calle de al lado hacían
cola las empleadas esperando que su jefe llegara para abrirles la puerta.
Nunca iba a llegar. La droguería tampoco abrió ese día. Dentro de ella, una
niña malherida conseguía llegar a la puerta de cristal cerrada por dentro con
llave.

Era un barrio normal con gente normal con vidas normales. A algunos les
gustaba llevarse lo que no es suyo, a otros les gustaba colocarse con cualquier
tipo de droga… Otros disfrutaban acariciando gatos disecados y formando
una bonita familia con un mayordomo y todo recién incorporado, y a otros les
entusiasmaba hacérselo con cadáveres. Algunas disfrutaban acosando a
chicos guapos y otras sencillamente hacían su trabajo. Psicópatas,
esquizofrénicos sin diagnosticar, necrófilos… Era otro día más en la tediosa
rutina de la gente normal, sólo otro día más…

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