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DORMIDOS NO MAÚLLAN
MEGGY WILLIAMS
Los gatos dormidos no maúllan
ISBN 978-84-697-4232-7
Primera edición
Era verano y los colegios estaban de vacaciones. Laura, una niña de unos diez
años tenía por costumbre acudir todas las mañanas a la droguería del barrio.
Sus padres trabajaban y ella se quedaba sola en casa así que no tenía nada
mejor que hacer.
Esa mañana Laura entró en la tienda como cada día, empujando la pesada
puerta de cristal, costosa de abrir debido a su mal estado. Echó un vistazo
rápido y vio que no había nadie. Fue avanzando sigilosamente por el primer
pasillo creyendo que nadie la observaba. Al llegar al final se encontró con la
puerta del despacho, que estaba entreabierta. Miró por un momento a ambos
lados y asomó la cabeza con gran curiosidad. Una mesa de madera comida
por la carcoma a juego con una silla decoraba con aire triste la estancia.
Alrededor de ellas, varias estanterías metálicas oxidadas con carpetas viejas y
descoloridas que desprendían un desagradable olor a moho. Al momento se
percató que no eran las carpetas lo único maloliente de ese lugar. Las paredes
lisas, que en algún momento fueron de un blanco reluciente con seguridad,
ahora estaban amarillentas y verdes sin duda debido a una intensa humedad
en el edificio.
Laura entró. Por un momento le dieron ganas de salir de ese apestoso sitio,
tuvo que taparse la nariz con la mano ya que aquel hedor era insoportable. Se
dio la vuelta y justo antes de volver a pisar la tienda divisó una pequeña
puerta de madera detrás de las estanterías que quedaban a mano izquierda.
Que extraño… ¿Dónde llevaría esa puerta escondida y porqué estaba tapada
para que no la viera nadie?
—¡Ding dong!—Sonó el timbre de la puerta. Entró una pareja de clientes. La
niña dio un salto del susto y salió disparada hacía la calle, no sin antes hacer
lo que había ido a hacer. Cogió una caja de chicles del mostrador creyendo
que no la veía nadie y se fue. Craso error… La dueña sacó la cabeza de detrás
de una pila de detergentes, lo había visto todo…
Era un local mediano, ni muy grande ni muy pequeño, y tenía dos largos
pasillos. En la entrada al lado de la caja registradora compartían zona las
cremas de belleza con las colonias, algunos geles de ducha, maquillajes
varios y otros enseres de limpieza corporal. Más adelante el olor a ropa
limpia embriagaba a todo aquel que entraba, te encontrabas con todo tipo de
detergentes y suavizantes. A la izquierda una amplia gama de jabones y
quitamanchas para la lavadora. A mano derecha quedaban lejías, botellas de
aguafuerte y amoníacos, limpieza dura de la casa en general. En el segundo
pasillo, jabones para lavavajillas, ambientadores con todo tipo de perfumes y
útiles de limpieza tales como fregonas y cubos.
Eugenia era una mujer de unos cuarenta años. Ojos oscuros, morena con el
pelo liso y una nariz alargada, tenía un aspecto bastante desaliñado. Aunque
siempre sonreía y era atenta y considerada con los clientes era la viva imagen
estereotipada de la bruja de cuento de hadas.
Era vecina del barrio de toda la vida y hacía muchos años que tenía la tienda
allí. Conocía a todo el mundo y todos la conocían. Todas las mañanas a partir
de las diez aparecían las ancianas a hacer su compra de rigor, siempre había
algo que comprar. Se les había acabado el papel higiénico o la lejía para
echar un chorrito todos los días al inodoro. Aprovechaban para conversar con
Eugenia de esto y de aquello. El tiempo, la política y las últimas hazañas de
hijos y nietos eran los temas favoritos de las clientas. También había las
amantes de los animales siempre con alguna anécdota sobre su adorable
perrito o gatito, a lo que ella siempre respondía:
Como cada día Eugenia entraba y encendía luces, máquinas etc… Cuando
todo estaba listo entraba en el pequeño almacén a ver qué podía sacar de
género antes de que empezara a entrar la clientela fuerte. Alguna lejía, algún
detergente que se había vendido el día anterior a última hora. A decir verdad,
tenía la tienda impecable, todo en su sitio bien puesto, todo limpio, daba
gusto entrar y ver un trabajo bien hecho.
Eugenia tenía muy pocos beneficios. Vendía sí, pero no era suficiente. Entre
lo poco que generaba y todo lo que le robaban, realmente trabajaba como se
suele decir “por amor al arte”. Se quedó escondida cerca de la entrada porque
sabía que esa mujer iba a regresar, no le cabía duda. Y así fue.
CAPÍTULO 2: AMOR A LOS
ANIMALES
Vicente vivía en un cuarto sin ascensor, en uno de esos edificios de los años
sesenta de los que todavía abundaban en Barcelona. La finca estaba muy
poco cuidada, la escalera era estrecha con escalones altos y las paredes eran
de un blanco que se había puesto grisáceo con los años. Cuando llegabas al
rellano de Vicente la cosa no mejoraba. De la puerta de entrada colgaba justo
encima de la mirilla un cristo en su cruz hecho de barro con una inscripción
en sus pies: Cristo es misericordioso. Estaba pintado con gran detalle, sus
cabellos, su corona de espinas, los ojos dejando caer una lágrima
ensangrentada de un rojo vivo. La imagen del Cristo no invitaba
precisamente a entrar. Una vez dentro lo primero que te encontrabas era el
recibidor con un espejo rectangular coronado por una Virgen María. El
comedor distribuidor que era a su vez sala de estar, estaba decorado con
muebles de un estilo ya un tanto antiguo, de antes de los ochenta. Un gran
mueble de madera a mano izquierda con varias vitrinas por donde asomaban
un juego de vasos y copas de cristal, se podían contar más de cien piezas en
total. En medio del mueble un gran espacio para el televisor, un televisor de
tubo de unas treinta y dos pulgadas. Justo enfrente del mueble un sofá de dos
plazas colocado a modo de separación entre la sala de estar y el comedor y a
su derecha al lado de la pared un sillón a juego, todo de escay de un color
rojo sangre muy chillón. Detrás del sofá una gran mesa con dos sillas también
a juego y un bufé coronado por una ensaladera con frutas de plástico
colocado encima de un tapete de ganchillo de un color amarillento. Entre la
mesa y el sofá estaba la puerta de la cocina. Era una cocina cuadrada más
bien pequeña con muebles blancos muy tocados por el paso del tiempo. Se
notaba la falta de higiene miraras donde miraras. El olor a grasa era cargante,
parecía que el hombre hubiera sobrevivido los últimos diez años a base de
croquetas, pizzas y patatas fritas. Es muy probable que el tapete del bufé
fuera en otros tiempos de un blanco impecable.
En el mismo comedor había tres puertas más. Una era la del baño, de forma
alargada con unas baldosas blancas con cenefas de color azul marino. Justo al
lado de la puerta una pica antigua con su espejo, seguido de un bidé y un
váter y al final una bañera con una cortina llena de gatitos que resultaba hasta
entrañable en comparación con el resto de la decoración. Las otras dos
puertas eran las dos habitaciones de la casa. La de sus padres era como un
santuario para Vicente, prácticamente no ponía los pies allí. La había dejado
tal cual se quedó al fallecer ellos. La suya era la más pequeña, nada fuera de
lo común: una cama mediana con unas sábanas que harían estremecer a
cualquier decorador y un armario lleno de pinzas antipolillas con un olor
bastante desagradable. Su habitación era la única que daba a exterior. Tenía
una ventana que daba a la calle, pero casi siempre estaba con las persianas
bajadas y las cortinas corridas, unas cortinas de encaje de color salmón.
Por las mañanas a primera hora salía a trabajar y regresaba a casa pronto,
sobre las tres de la tarde. No volvía a pisar la calle hasta el día siguiente para
volver al trabajo. El único día que se dejaba ver era el viernes, día que
aprovechaba para hacer la compra y todo seguido volver a encerrarse en su
lúgubre casa a toda prisa. Las cajeras del súper decían que ése hombre “les
daba repelús”. Al principio sólo se reían de él, pero con el paso del tiempo
pasó de hacerles gracia a darles miedo y acabaron por llamarle el “psicópata”
del barrio. Cada vez que aparecía por la puerta todo el mundo se escondía y
siempre acababa tocándole a Arantxa, la cajera más joven.
Vicente le tenía cierto aprecio a la chica, ya que era la única que le dirigía la
palabra. Antes siempre preguntaba por ella, ahora ya no le hacía falta, no
quedaba nadie más que quisiera atenderle.
Eran las 4.05 y Vicente había tenido una pesadilla. Salió del baño después de
vaciar la cisterna y se quedó un segundo parado delante de la habitación de
sus padres. Les echaba de menos pero estaba aprendiendo a sobrellevarlo.
Antes de volver a la cama se acercó a la cocina y fue hacía la nevera sin
encender ninguna luz. La abrió y se quedó un momento pensativo mirando
dentro. Tenía que ir a comprar con urgencia. Acabó sacando una salchicha de
frankfurt y se la comió en tres bocados. La pesadilla le había despertado el
hambre. Sacó un cartón de leche y bebió de él un largo trago hasta quedar
saciado. Volviendo hacía su habitación acarició de pasada a uno de sus
queridos gatos y volvió a pararse en la habitación de sus difuntos
progenitores. Sonrió. Volvió a meterse en su cama y se durmió.
CAPÍTULO 3: LA CAJERA DEL
SÚPER
Jenny llevaba siendo compañera de Arantxa unos cuatro años. Era el tiempo
que llevaba trabajando en el súper. Arantxa llevaba algunos más en la
empresa, tenía más experiencia. Se habían convertido en grandes amigas y
solían salir juntas a hacer el descanso por las tardes. Era el turno que tenían
en el súper. De dos a nueve. A ellas les iba bien, eran jóvenes y les gustaba
poder levantarse tarde sin que el despertador las molestara antes de las once
de la mañana. Eran completamente distintas, mientras que Arantxa era una
persona responsable y seria con aspiraciones a algo más, Jenny estaba bien
como estaba. Tenían 25 años las dos, se llevaban pocos meses de diferencia.
A Jenny le bastaba con saber que a final de mes tendría su sueldo para poder
pateárselo en tiendas, mientras sus padres la mantenían a cuerpo de rey. Era
una chica bastante… Cómo decirlo… Alocada. No conocía la palabra
“mañana”, era vivir hoy para el hoy, y mañana Dios dirá. Era lo contrario de
Arantxa. No tenía pareja fija, andaba con varios ligues a la vez y no le
importaba, le gustaba. Cuando se obsesionaba con alguien tenía que
conseguirlo fuera como fuera, y así había sido hasta ahora… Hasta que
conoció a Alfredo.
—Yo estoy hasta los huevos de que ésas tiparracas se toquen los cojones toda
la mañana! Siempre nos dejan la peor parte a nosotras.
—Bueno Jenny, ya sabes, es lo que hay. Hay que joderse. Ellas tienen que
colocar etiquetas todas las mañanas y entran a las siete y media lo cual es una
putada. Además reciben los pedidos de proveedor directo y tienen que
reponerlo.
—Esas son las excusas que te ponen y tú te las crees. Y una mierda, de eso
nada… El otro día cuando David se fue al banco me metí en el despacho a
mirar los vídeos. Y te aseguro que se pasan media mañana en la caja sentadas
mirando el móvil. ¡Tendríamos que cambiar el turno y tener las tardes libres
nosotras!
Jenny se había quedado tan embobada que ni siquiera tuvo palabras para
interrumpir a su compañera quien, sin pestañear un segundo, seguía inmersa
en su monólogo del súper y de cuanto trabajo estaban teniendo. Jenny se
había quedado colgada en las nubes, pero esta vez era distinto, esta vez creía
que se había enamorado…
Nunca antes se había dado cuenta de lo encantador que llegaba a ser Alfredo.
Ese cabello cortito rubio, esos ojos color caramelo brillantes y grandes, ese
cuerpo tan endemoniadamente bien hecho y bien esculpido. Madre mía,
Alfredo se había convertido en un dios. Ahora tenía que ser suyo. A la fuerza,
ningún hombre se había resistido antes a Jenny y ninguno lo haría. Ella era la
típica chica de barrio: pelo liso largo y moreno, ojos castaños, una buena
estatura y un buen físico en general. Generosos pechos siempre engalanados
con los mejores sujetadores del mercado, y esa camisa del uniforme de
trabajo siempre con un botón desabrochado de más. Ese día sintió la
necesidad de desabrocharse otro botón más.
—Tía, ¿te has desabrochado otro botón? No me lo puedo creer… ¡Te mola el
del bar!
—Qué fuerte. Tú no sabrías tener una pareja estable ni de coña. ¡Ja ja!
Alfredo salió con su bandeja esta vez en la mano derecha con su café con
leche y cruasán para Jenny y su café con hielo y magdalena para Arantxa.
Con su gran y hermosa sonrisa se inclinó hacía las chicas y dijo: “La
merienda está servida”. Y puso las tazas y platos encima de la mesa. Antes de
darse la vuelta le volvió a guiñar el ojo a Jenny. Ésta no se lo podía creer: lo
tenía en el bote.
—Madre mía tía, ¿lo has visto? Es la segunda vez que me guiña el ojo.
—No no no, esta vez es distinto. Este chico… Bufff… Tiene algo.
—Joder, que no que no es lo mismo. Esos estaban buenos, pero este… Este
tiene algo. Me he enamorado de verdad. Siento algo… Aquí…
Jenny no se lo podía creer. Era verdad que ella creía que se había enamorado.
Pero no sabía dónde se estaba metiendo…
Le veía todos los días. Nunca le había prestado atención. Es curioso cómo se
habla tanto del amor a primera vista cuando en realidad te acabas
enamorando de alguien a quien ya conoces de hace tiempo. Pero Alfredo…
No era quien todo el mundo creía. Guardaba un oscuro secreto. Jenny, con su
ingenuidad y joven inocencia estaba a punto de descubrirlo. Siguió yendo con
su amiga a merendar todos los días al bar. Seguía deleitándose cada día con la
preciosa mirada de su enamorado sin mediar palabra con él. Pero empezó a
impacientarse. Le estaba llevando demasiado tiempo el estúpido cortejo. Él
permanecía impasible a sus miradas, a sus botones desabrochados, a los ya
desesperados lametones a la taza del café en cuanto él miraba… No había
manera. Así que un buen día se lanzó.
CAPÍTULO 4: EL DEL BAR
El bar era bastante pequeño pero suficientemente grande para todos los que
acudían a él. Poca clientela pero muy fiel. Por las mañanas los de siempre
llegaban pronto a desayunar su cortadito o café con leche. A mediodía venían
los que se tomaban su aperitivo antes de comer, solían ser sesentones
acostumbrados a tener a la mujer en casa preparando la comida mientras ellos
se bebían unas cuantas copas de lo que fuera. A primera hora de la tarde la
merienda, otra vez la cafetera echaba humo. Siempre iban las cajeras del
súper de la calle de al lado en su descanso a tomarse su café con una o dos
pastas. Y a partir de entonces, ya empezaban a llegar los alcohólicos del
barrio y empezaban la ronda de cervezas, unos antes, otros más tarde. Todos
iban llegando a sus respectivas horas. Por la noche a partir de las ocho o
nueve siempre había gente que iba a picar algo y ya de paso cenaba. Y como
no, los viernes y sábados cerraba un poco más tarde ya bien entrada la
madrugada, horas en que aprovechaban los más fiesteros del barrio para
tomarse unos cuantos cubatas. No les iba mal.
Junto a él trabajaba su mujer, que no estaba siempre pero solía ir a echar una
mano una vez al día. No necesitaban de más personal, así que ellos dos
llevaban el negocio. Era un matrimonio encantador con una hija encantadora.
Hacía ya un tiempo que Alfredo le tenía dicho a su mujer que no hacía falta
que trabajara tanto, que se podía tomar las tardes libres y dedicarse a su
pasión que era escribir. Podía ir al bar un rato por las mañanas si quería
ayudar con los desayunos pero por las tardes se podía quedar en casa. Ella
estaba encantada, claro. Lo que no sabía es que ese derroche de generosidad
se debía a que una muchacha llevaba acosándolo unos meses y Alfredo
intentaba que no coincidiera con su mujer. Las intenciones de la chica
estaban claras pero, ¿y las de Alfredo? ¿Pensaba sucumbir a los deseos de la
joven y engañar a su esposa? ¿O simplemente no quería meterse en
problemas? Alfredo era un libro cerrado.
Era una de las cajeras del súper de la calle de al lado que iban todas las tardes
a merendar al bar sobre las seis. Hasta el momento sólo habían sido
insinuaciones medio discretas. Cada tarde le servía un café con leche y un
cruasán y ella le ponía ojitos o le echaba sonrisas acompañadas de un guiño
de ojo. Una de las veces hasta se atrevió a hacerle un cruce de piernas a lo
Sharon Stone aunque con los pantalones del uniforme pues no era lo mismo.
A Alfredo le entró la risa floja y todo. No podía creerse que esa “niñata” le
tirara los tejos. Pero lo que al principio le hacía gracia acabó por aburrirle e
incomodarle. La cosa empezaba a ser pesada. Pero ella no se cansaba, cuanto
más tiempo pasaba más tozuda estaba. Y un día cruzó la raya.
—Hola, perdona nunca me he presentado aunque vengo cada día, jeje. Soy
Jenny, ¿qué tal?
Alfredo se la quedó mirando mientras se secaba las manos con una toalla y le
dio la mano.
—Ya bueno… Mira, lo siento pero estoy casado y… Eres muy guapa y eso
pero de verdad que no puedo.
Jenny no se dio por vencida, fue hacía el baño con una sonrisa y
asegurándose de menear bien el trasero para que él lo viera. Al salir Alfredo
entraba de la terraza y ella aprovechó para echársele encima y darle un gran
beso en la boca. Él la apartó bruscamente.
—¡¿Qué haces?!
A las dos menos cuarto Arantxa alargaba el tiempo que le quedaba para
entrar a trabajar con un cigarro en la boca. Jenny no estaba, una de dos: o
había llegado pronto y ya estaba dentro o, lo más probable, llegaba tarde
como de costumbre.
Arantxa aborrecía ese trabajo. Se preguntaba una y otra vez porqué había
tenido que dejar la carrera de derecho a medias para poder hacer turno
completo en el súper. Cómo lamentaba estar perdiendo el tiempo en aquel
pequeño infierno capitalista-consumista.
En total eran ocho trabajadores, cuatro por turno, y el encargado. Por las
tardes junto a ella y Jenny solía estar Roberto o Juana. Roberto era un chico
joven, muy majo e inteligente. Era muy maduro para su edad. Juana era más
mayor, tenía dos niños, pero era bastante infantil. No todos se llevaban bien
con todos pero todo el mundo se llevaba bien con Arantxa. Era alguien
siempre dispuesta a echar una mano si hacía falta y nunca buscaba
problemas. Aunque ser cajera no fuera lo suyo lo hacía muy bien, era la
mejor trabajadora del súper.
Esa tarde le tocaba a Roberto. Entraron y dejaron sus cosas en las taquillas
del baño. Jenny increíblemente había llegado pronto. Las de la mañana
habían dejado género por reponer. Se pusieron a trabajar mientras iba
entrando la clientela.
Hacía unos meses que la empresa había cambiado al encargado del súper. El
señor Francisco había sido un buen jefe, era amable y correcto. Pero lo
trasladaron y en su lugar pusieron a David. Arantxa le decía a Jenny que el
día menos pensado la iba a despedir y ella le contestaba que era una
paranoica.
Esa tarde Arantxa estaba nerviosa. Ella y Jenny iban a montar un pequeño
teatrillo para engañar al jefe y que Jenny pudiera salir antes del trabajo.
Arantxa era la cómplice.
Pero Arantxa pensó que la que necesitaría suerte era ella. David estaba en el
despacho revisando papeles cómo solía hacer. Arantxa entró.
David pestañeó sin girar la cabeza y seguidamente dio un golpe con el puño
derecho encima de la mesa.
—Pues somos tres, ya me dirás quién saldrá a hacer los repartos a domicilio.
Bueno, claro, ¡ya lo hará David! Ponte en su caja anda, pero ¡quítate esa cara
de perro que llevas siempre, sonríe un poco que asustas a los clientes!
Se puso en caja de mala gana con esa cara de perro que le habían prohibido
mostrar, pero era la única que le salía. Primer cliente. Un chico de treinta y
largos años, corpulento, con barba y luciendo orgulloso una camiseta de una
famosa serie de televisión. Llevaba varias bolsas de patatas fritas, golosinas y
un desodorante cuyo anuncio televisivo augura que con él las mujeres se te
echan encima. Arantxa se lo miró y esbozó una media sonrisa pensando que
lo único que se le iba a echar encima al muchacho eran los piojos.
En la cola para pagar una familia con cuatro niños de diferentes edades
armaban un escándalo considerable. Los niños berreaban pidiendo chucherías
y la madre les contestaba con unos alaridos que hacían que Arantxa tuviera
que alzar la voz.
—Ya, pues no lo llevo así que cóbrame. Me imagino que eres nueva porque
aquí nunca me habían pedido el DNI antes.
Siguiente cliente. Un señor mayor con una caja de preservativos. Era cliente
habitual y Arantxa sabía que su mujer llevaba DIU. “Maldito viejo verde”
pensó.
Mientras cogía el dinero vio algo que le hizo dar un vuelco a su corazón.
Alguien se acababa de incorporar el último en la cola de caja y ella ni
siquiera lo había visto entrar. Se le puso la piel de gallina y el vello de todo
su cuerpo se erizó como el de un animal que acaba de sentir la presencia de
un fantasma. No podía ser él, hoy no.
Era el cliente más temido del barrio, lo apodaban “el psicópata”. Era un
hombre tímido e introvertido, había desarrollado tics cada vez que se ponía
nervioso que solía ser cada vez que tenía que hablar con alguien. Sudaba,
tartamudeaba y mantenía la mirada fija en un punto que nunca eran los ojos
de su interlocutor. Era un hombre extraño.
El hombre llevaba una gran compra. Cuatro sacos de arena de gato, veinte
latas de comida de gato, dos sacos de pienso de tres quilos, una caja de leche,
un paquete de pan de molde y diez paquetes de salchichas.
—Muy bien, pues como Jenny se ha ido y tú has sido tan amable de NO
avisarme me quedaré en tu caja cobrando mientras tú le llevas esto al
caballero.
El “psicópata” miraba al hombre con odio. Arantxa le caía muy bien y su jefe
no la estaba tratando como se merecía. Por primera vez en mucho tiempo
clavó su mirada en los ojos de alguien. Cuando David se percató dibujó una
pequeña sonrisa que se fue tornando en una mueca de culpabilidad, incluso
miedo al ver esos ojos clavados en él pidiendo sangre en silencio.
David llevaba poco tiempo en esa tienda. La empresa lo había trasladado allí
sólo ellos sabían el porqué. Era muy habitual que en las tiendas donde él
estaba salieran cajeras ladronas por doquier. Cada mes echaba a alguien que
había metido la mano en la caja fuerte. Quizá mala suerte. Quizá no.
Arantxa se le había metido entre ceja y ceja. Tenía que librarse de ella pero
por algún extraño motivo la temía. Sabía que no era como las demás. Le
hacía sentirse incómodo.
—A ver, ¿le has dado al botón de subtotal? No, ¿verdad? Venga, prueba
ahora.
—¡Me tienes hasta los cojones con tonterías, coño! ¡No eres más que una
puta inútil, ¿te enteras?!
—¡Cómo vuelvas a molestarme por una gilipollez así, te vas a la puta calle!
¡¿Te queda clarito?!
Arantxa era una excelente reponedora y David sabía que odiaba atender a los
clientes, así que la dejaba en la caja cobrando durante largas horas. Cuando
venía algún cliente de los pesados llamaba a las demás a hacer otra cosa bien
lejos de la caja para que Arantxa tuviera que lidiar ella sola con el susodicho
cliente. Cuando no había mucho trabajo por hacer le ordenaba trabajos
pesados que no hacía nadie como limpiar y ordenar el almacén. Se creía el
rey del mundo dándole órdenes. Disfrutaba siendo el jefe. Lo que más
hubiera detestado en esta vida hubiera sido ser el criado de alguien.
CAPÍTULO 7: LA YONQUI Y LA
NIÑA
—¡Psssst! Oye—susurró David desde la esquina a una mujer que iba delante
suyo. La mujer se paró y se giró. Se acercó a él muy tranquilamente.
—¿Lo de siempre?
—Por favor… Nnno nno llame usted a la policía por favor, mis niños tienen
que comer.
—Por supuesto cielo, ya lo sé. Por eso no quiero llamar a nadie, quiero
ayudarte.
Mientras tanto Eugenia se las había apañado para salir a la tienda sin que
Laura se diera cuenta y al comprobar que no había nadie puso un letrero en la
puerta que ponía: “Vuelvo en cinco minutos, disculpen las molestias”. Echó
una ojeada al chico del bar, distraído poniendo mesas para variar.
Seguidamente sacó un candado de debajo la caja y lo puso en la pesada
puerta de cristal. Se detuvo un segundo con la mirada vidriosa y perdida y
esbozó una sonrisa que hubiera dejado de piedra a la mismísima Medusa.
Se encontró un enorme sótano con las paredes de piedra que puede que en
otra época fuera una bodega. Estaba lleno de cajas de madera grandes y
alargadas. Eran ataúdes caseros.
—Pensándolo bien no ha sido muy buena idea dejar que nuestra amiga
derramara su sangre por todo el suelo. Es heroinómana ¿sabes? Espero no
coger VIH limpiándolo, a veces soy imbécil. Pero se lo merecía. No hace más
que venir a robarme. No está bien coger lo que no es tuyo.
Al tiempo que hablaba se había sacado unos guantes de látex del bolsillo del
pantalón y se los había puesto delicadamente en las manos. Laura se la
miraba, la escuchaba sin poder reaccionar. Estaba en shock.
—Ayyyy, esas manos las tienes muy laaargas a ver si te las tendré que
cortar…
—Cariño… No estés tan callada, ¿qué haces ahí parada? ¿Te parece buena
idea ahora ir por las tiendas robando y riéndote de la gente honrada que
trabaja para poder comer? ¿Qué te parece?
—¿Qué vamos a coger para ti? A ver a ver… Una espada… No, poco
manejable. A ver, quizás algo más pequeño, quizás… Estaba por aquí…
Algunos cuchillos estaban nuevos a estrenar. Otros se notaban que eran los
favoritos de la mujer ya que la mayoría estaban gastados y manchados con
sangre. Ella tenía sus preferencias.
—Te voy a contar una historia. Había una vez un chico, mayor que tú, quizá
tendría 16 años. Venía todos los días a mi droguería, todos los malditos
días… Puede que como tú no tuviera con qué distraerse y no supiera qué
hacer con su valioso tiempo. Así que venía, daba vueltas, me cambiaba las
cosas de sitio y cogía los desodorantes y se los echaba encima con mucho
descaro. Cada vez que la dueña iba a decirle que eso no estaba bien, él con
muy mala educación le contestaba groserías y cosas muy feas. Era un
maleducado, “un gamberro” diría la gente ¿verdad? No, era más que eso. Era
un criminal en potencia. Si yo no hubiera intervenido vete a saber cuántas
cosas malas hubiera podido hacer de adulto. Hubiera robado, violado y cosas
mucho peores. Pero yo lo evité. Un día le dije que tenía en la trastienda una
videoconsola muy chula que se había dejado una pareja en navidades,
seguramente el regalo para su hijo. Que me acompañara que yo se la
regalaba, ya que no tenía a quien dársela. Y me acompañó… Y bajó aquí
igual que has hecho tú. Me lo pasé muy bien con él, la verdad. Un mes
estuvimos jugando, todo un mes. Y míralo, aquí está, un poco desmejorado,
pero aquí está…
—¡Mira! ¿Te gusta éste pintalabios? ¿Te gusta pintarte los labios verdad?
¡Pues éste color te sienta muy bien!
CAPÍTULO 8: UN BUEN SITIO
PARA EL AMOR
Un día como tantos otros, Arantxa y Jenny fueron a merendar. Por una sola
vez en la vida, Alfredo estaba esperando impaciente. Se sentaron como
siempre en su mesa de siempre. Pidieron lo de siempre. Pero esta vez iba a
ser la última de todas. No iban a volver allí, nunca.
—Hola—dijo Arantxa.
—Mira, sobre las ocho me haré la enferma, le dirás a David que me he ido
súper mareada a casa y ya está, no me voy a perder una oportunidad como
ésta.
—Me da igual, se habrá discutido con su mujer o lo que sea, me importa bien
poco.
—Madre mía.
Tal y como habían quedado, a las ocho Jenny hizo su numerito y Arantxa fue
a decírselo a David, quien se rebotó bastante. Jenny estaba enfrente del bar
justo a las ocho y cuarto. Alfredo salió y le dijo que lo esperara en la esquina
porque tenía que venir su mujer a sustituirlo y no quería que los viera juntos,
obviamente.
—Hola.
—Vale.
—Te voy a llevar a un sitio tranquilo. Voy mucho por allí, me da paz…
—¿Es tu coche?
—Sí. Sube.
—¡No! Aquí nos pueden ver. Ten un poco de paciencia, ya queda poco.
—¿Dónde me llevas?
Jenny no era una persona con muchas luces como se suele decir, se hubiera
subido en el coche del hombre del saco sin darle importancia, pero incluso
siendo ella tenía una sensación extraña en el cuerpo. Había ido todo muy
deprisa, no estaba acostumbrada a que le dieran calabazas y menos a que de
pronto todo cambiara. Se había subido muchas veces en el coche de un
extraño, pero esta vez tenía una curiosidad enorme sobre adonde se dirigían.
—Ya hemos llegado. No hay sitio en el mundo más tranquilo que este. Aquí
estaremos solos, muy solos...—Y le dedicó una mirada y una sonrisa tan
extremadamente agradables que Jenny se deshizo del todo.
—Uuuuu… ¡Fiesta!
Alfredo miró a Jenny. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y vendó los
ojos a la chica. “Tengo una sorpresa para ti” le dijo. Se levantó y volvió a
esos arbustos de donde había sacado la botella pero esta vez sacó un largo
trozo de cuerda.
—Levántate.
Ella seguía con los ojos tapados disfrutando de cada momento de seducción.
Arrastró el pañuelo que le tapaba los ojos hasta su boca. Se apartó de ella un
par de metros y empezó a reír a carcajadas. Jenny estaba confundida.
CAPÍTULO 9: HERMANOS
HASTA QUE LA MUERTE NOS
SEPARE
Eugenia señaló su brazo izquierdo. Una brecha enorme dejaba ver el hueso
desnudo de la mujer entre el codo y el hombro.
—¿Cuantas veces hemos hablado del tema? La última vez te dije que no
cogieras a niños, que la policía y los padres se acabarían echando encima de
ti. Sólo adultos dijimos. Pero nunca me haces caso, siempre vas a la tuya.
Vicente dejaba que su hermana se desahogara hablando. Fue otra vez hacía el
armario y cogió una pequeña caja de latón escondida en el fondo. La llevó
donde se encontraba Eugenia y se sentó enfrente suyo. Dejó la caja en el
suelo y la abrió. De ella sacó una aguja de coser e hilo negro. Enhebró
cuidadosamente la aguja y empezó a coser el brazo destrozado de su
hermana. Los gritos de dolor resonaban de tal manera en el amplio sótano
que parecía haber sido construido con el mismo propósito de albergarlos. El
olor a óxido era insoportable, pero ellos estaban acostumbrados, no le daban
importancia. Dos cuerpos yacían sin vida junto a todos los que descansaban
dentro de sus ataúdes caseros.
Subieron las escaleras hasta el despacho y allí Vicente le puso su abrigo por
encima a su hermana para tapar el maltrecho brazo. Salieron de la droguería
cometiendo el pequeño error de no bajar la persiana del todo. Anduvieron
unos pocos metros hasta llegar a la portería de Vicente situada en la misma
calle. Los cuatro pisos se le hicieron muy pesados a Eugenia, quien intentaba
ir lo más rápido posible para que ningún vecino los viera. Al llegar a casa,
Vicente dejó el imán que había usado para abrir el candado de la tienda
encima de la mesa del comedor, el mismo que había usado para volver a
cerrar desde fuera. Acompañó a su hermana a la habitación de sus padres y la
ayudó a recostarse en la cama.
—No está bien lo que haces. Ahora me tocará a mí limpiar todo ese desastre
que tienes en el sótano de la tienda. Cada vez se te va más de las manos. Mira
tu brazo. Te podría haber hecho algo peor. Y ahora ¿qué haremos con ella?
¿Y con los demás? Y qué voy a hacer contigo…
Se levantó y fue a la cocina a comer algo. Se dio cuenta tarde de que no había
pasado por el súper. Tendría que dejar a su hermana sola un momento para ir
a comprar.
Llegó al portal decidida a llamar al timbre pero en ese momento salió una
vecina y le abrió la puerta.
—¡Gracias!—Respondió Arantxa.
Una vez dentro dejó el carro a un lado y fue bajando las cajas, sabiendo que
las tendría que subir una a una por esos cuatro pisos.
Eran tres cajas. Arantxa pensó que quizás repartiendo el peso podría subirlo
todo solamente en dos veces. Abrió las cajas y empezó a estudiar las
posibilidades. Dos sacos de arena y uno de pienso más latas y las
salchichas… No, demasiado peso. Dos sacos de arena y la leche y uno de
pienso y… No, no había manera de encontrar la fórmula para hacer sólo dos
viajes. Tendría que hacer tres forzosamente.
“Menudo hijo de puta” pensaba mientras cargaba esos treinta quilos de peso.
El sindicato les había dicho que lo máximo que se podía cargar eran veinte. Y
allí estaba ella, preguntándose porqué ese hijo de perra no podía irse al
infierno de dónde provenía y dejarla en paz.
Segunda planta. Con lo bien que había estado todos esos años en el súper y
ahora tenía que llegar ese desalmado a hacerle la vida imposible. Estaba
convencida de que iba a despedirla cualquier día, cuando ella podría haber
llegado lejos en la empresa, inspectora, supervisora de zona o a las oficinas,
¿quién sabe?
—¿Quién es?
—Si.
—¿Traes la compra?
—Sí, una caja, tengo dos más abajo. ¿Le ayudo a entrar ésta o voy a buscar
las otras?
—No, no, no entres. Nooo hace falta que me ayudes, tu ve a buscar las otras
cajas y yo las iré entrando.
—Bueno, es que pesan ¿sabe? Podría ser que… ¿Bajara usted a ayudarme?
Arantxa empezó a bajar por las escaleras un tanto irritada por la mala
educación del señor Pérez. Realmente era un tipo desagradable. Aunque él
nunca hubiera querido ser desagradable con Arantxa, le sabía mal no poder
abrirle la puerta. La chica era muy maja y muy guapa… Quizás en otra
ocasión la hubiera invitado a un café, e incluso la hubiera llevado al cine, a
cenar… Quizás podrían llegar a ser amigos.
Cuando llegó abajo, cogió la segunda caja y se armó de valor para subirla.
Todavía le quedaba la última.
Llegó al cuarto otra vez. Extasiada, soltó la caja casi con violencia. Esperaba
no haber roto nada. Esperó otro minuto hasta reponer fuerzas para llamar al
timbre. Vicente volvió a contestar desde detrás de la puerta.
—No, ¡espera!
Vicente abrió un poco la puerta sólo para dejar ver su rostro. Se sentía
culpable.
—Te pido perdón porque antes quizás he sido muy brusco contigo. Es que…
—Señor Pérez…
—Vicente, está bien. No quisiera ser atrevida, pero ¿me invitaría a un vaso de
agua por favor? Estoy un poco deshidratada.
Dejó la puerta entreabierta. Arantxa volvió a pensar que tal vez no era tan
mala persona. Quiso ser agradecida y pensó que debía entrarle la caja al
hombre para que él no se molestara. Cogió la caja y entró con mucho cuidado
para que no se escapara ningún gato. Una vez dentro cerró la puerta tras de sí
sin hacer ruido. Las luces estaban apagadas, no se veía nada. Cruzó el
recibidor mirando al suelo con miedo de no pisar nada. Se extrañó que no
salieran los famosos gatos. Entró en el salón en cuyo final se veía la cocina
con la luz encendida. Fue hacía allí con cuidado, le pareció rozar algo con la
pierna. Dejó la pesada caja encima del mármol. Vicente no estaba. Puso un
pie en el comedor y al momento se dio cuenta de que había un gatito negro a
su izquierda encima de la mesa. Sin luz no veía muy bien pero se acercó a
acariciarlo. Arantxa frunció el ceño. El gato estaba muy frío y no se movía.
Instintivamente pasó la mano derecha por la pared hasta encontrar el
interruptor y encendió la luz. Recorrió el comedor con la mirada, estupefacta.
Estaba lleno de gatos. Disecados. Por el suelo, encima de muebles, del sofá,
estaban por todas partes. Había decenas de ellos. En una milésima de
segundo Arantxa entendió que nunca tenía que haber entrado allí. Empezó a
andar deprisa hacía la puerta cuando a medio camino alguien le agarró el
brazo. Era Eugenia.
Arantxa gritó y forcejeó con Eugenia hasta caer de espaldas al sofá. Vicente
salió de repente de la habitación de los padres, cogió a su hermana y la
zarandeó hasta hacerle perder el conocimiento. Antes que Arantxa
consiguiera ponerse de pie Vicente voló hacía la puerta y cerró con llave. Se
puso delante de la chica.
—Lo sé y…
Vicente la escuchaba con atención. Pero qué guapa era esa chica. En cuanto
le veía el rostro con esa hermosa sonrisa tan dulce, tan inocente, su alma se
apaciguaba. Arantxa era distinta, no era como los demás.
—Calcetines.
—¿Cómo?
Vicente parecía más tranquilo. Aunque seguía con sus tics y signos de
nerviosismo, ya ni siquiera tartamudeaba. Parecía que se encontraba en su
salsa.
—Me gustan mucho los animales. Los gatos, en concreto. Me transmiten paz.
Son tranquilos y por mucho que digan tan leales como los perros. No son
como las personas. Las personas son malas por naturaleza. Como ese jefe
tuyo, es muy malo contigo.
—Yo también creo que las personas son malas. La mayoría. Pero tú eres
distinto. Eres muy bueno, se te ve. Teniendo tanto amor por los gatos tienes
que ser buena persona.
Se fueron tomando el café con calma sorbo a sorbo, sin prisas. Entablaron
una conversación agradable incluso para Arantxa, quién por momentos se
olvidaba de la rocambolesca situación en la que estaba sumida. De vez en
cuando ojeaba esos ojos cristalinos e incluso le parecían graciosos.
Empezaron a hablar de David. Arantxa estaba más que harta de hablar con
Jenny sobre el tema y que su amiga sin muchas luces le respondiera siempre
que estaba paranoica. Sin embargo, había conectado de alguna forma con
Vicente. La entendía perfectamente. Él veía la maldad en David, la presentía,
casi como hacían los gatos, presentía el mal en él. La comprendía.
—Cógelo.
—Tú cógelo.
Antes de que pudiera ingeniarse una respuesta factible a la vez para ambos y
poder salir de allí, Vicente le cogió el teléfono y se puso al auricular.
—Ah, y de paso suba la última caja del reparto que la niña se ha dejado
abajo. ¡Dese prisa!
Vicente se sentía halagado y feliz por primera vez en su vida. Eugenia seguía
en el suelo inconsciente.
CAPÍTULO 11: DESCANSE EN
PAZ
Eran las diez y media de la noche. Una enorme luna llena emanaba una luz
blanca muy hermosa. Parecía alumbrar la ciudad desde lo alto del cielo
acompañada de centenares de estrellas. El cementerio del barrio estaba un
poco apartado del bullicio de la urbe, todo era calma, tranquilidad. No había
un alma en la calle. Se escuchaba el murmullo de las hojas de los árboles
mecidas por un leve viento. En el centro del camposanto, una escena
pintoresca. Una chica con los brazos atados a una escultura y la boca tapada
observaba a su captor quien reía y reía sin parar.
—Las redes sociales están haciendo mucho daño a los niños. O quizás los
niños son así y han sido así siempre sólo que ahora todo se sabe. ¿Quién
sabe? Te guste o no soy un desconocido. ¡No me conoces! ¿Cómo eres capaz
de decir que me quieres? No sabes nada de mí y créeme, hubiera sido mejor
para ti no haber insistido de esa manera.
Alfredo fue a recoger la botella de whisky que Jenny había dejado en el suelo
y se plantó delante la tumba de Ernesto. Le dio un buen trago y siguió
hablando.
—Me quedé huérfano con dos años. Mis padres murieron sin familia y yo
estuve en hogares de acogida hasta los nueve años. Entonces apareció
Ernesto y se quedó conmigo. Su mujer era un tanto extraña, muy distante y
fría pero él era muy cariñoso conmigo. Los primeros meses fueron muy
bonitos, tengo un buen recuerdo de la primera época. Ernesto me compraba
juguetes y chucherías y todo lo que yo quería. Tenía el bar y pasaba más
tiempo allí que en cualquier otro lugar pero yo me sentía a gusto. Los clientes
eran agradables y no tenía que ver a mi madre adoptiva durante largos ratos.
Pero un día todo cambió.
Una noche no recuerdo el porqué, estaba con él cerrando el bar, era tarde.
Cerraba desde dentro porque el local comunica con la casa. Su mujer ya
estaría durmiendo. Se sirvió una copa de coñac y se sentó en una de las sillas
en una posición cómoda. Abrió las piernas y se desabrochó los pantalones.
“Ven, siéntate aquí” me dijo, y me invitó a sentarme en su regazo. Me senté
inocentemente. Me cogió la mano y me la puso en su entrepierna. Yo no
entendía qué hacía. La movía y la movía y me tocaba. Le pregunté qué hacía
y me contestó que me hacía “cariñitos” porque me quería mucho. Hijo de
puta. Me quería mucho el hijo de puta.
—¡Tienes idea de lo que he pasado! ¡¿Tienes idea de lo que supone una niña
encima de mí todo el santo día!?
—Desgraciada.
Por muy simple que pareciera la muchacha, en el fondo era peleona y muy
inteligente y sabía que iba a salir de allí aunque fuera con la columna a
cuestas. Lo que no se esperaba era lo que iba a ver a continuación, una
imagen que no podría borrar de su psique jamás de los jamases mientras le
quedara un mínimo de cordura en su interior.
Jenny salió corriendo sin mirar atrás, tal como si la persiguieran mil
demonios, como si todos los muertos del cementerio se hubieran levantado y
anduvieran tras de sí. Consiguió salir del recinto y siguió corriendo unas
cuantas manzanas más, hasta quedar exhausta. Paró y recostó su espalda
contra la pared unos minutos. Sacó el móvil. Tenía un mensaje.
CAPÍTULO 12: LOS GATOS
DORMIDOS NO MAÚLLAN
—Mil disculpas por los daños que le haya podido ocasionar mi cajera—dijo
mientras dejaba la pesada caja en el suelo—. ¡Cómo se puede ser tan inútil!
David se quedó perplejo unos segundos y tras mirar a Arantxa empezó a reír.
—¿Perdón? ¿Es una broma? Es una broma, ¿no Arantxa? Venga ya, vámonos
—dijo cogiéndola por el brazo haciendo el gesto de marchar. Pero la mirada
que vio en ella hizo que le cambiara el semblante y la soltara.
***
David se dio cuenta que alguien le había vestido con un traje nuevo muy
elegante.
David giró la cabeza y chilló de auténtico horror. El mismo horror que había
hecho salir corriendo a Arantxa. Al lado de la cama, la visión esperpéntica de
los cuerpos de dos ancianos sentados en sus butacas heló la sangre del
encargado del súper. Tenían los ojos de cristal y la cara llena de cicatrices.
Vicente se acercó a él con otra inyección preparada pero se detuvo antes de
administrársela.
—No. Creo que contigo nos olvidaremos de sedantes. Será más divertido,
¿no crees?
EPÍLOGO
Era un barrio normal con gente normal con vidas normales. A algunos les
gustaba llevarse lo que no es suyo, a otros les gustaba colocarse con cualquier
tipo de droga… Otros disfrutaban acariciando gatos disecados y formando
una bonita familia con un mayordomo y todo recién incorporado, y a otros les
entusiasmaba hacérselo con cadáveres. Algunas disfrutaban acosando a
chicos guapos y otras sencillamente hacían su trabajo. Psicópatas,
esquizofrénicos sin diagnosticar, necrófilos… Era otro día más en la tediosa
rutina de la gente normal, sólo otro día más…