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TROYA ESTÁ AFUERA

EL SOL ESTÁ ADENTRO



Aramendi, Monica
Troya está afuera y el sol está adentro / Monica Aramendi.
1a ed . - Miramar : Editorial M.B., 2018.
100 p. ; 21 x 14 cm.

ISBN 978-987-42-9771-6

1. Antología de Cuentos. I. Título.


CDD A863

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Diseño de portada: Daniel Boh

Maqueta de edición: Mariana Boh


editorialmb@gmail.com
Se terminó de imprimir en Editorial M.B., Miramar, en el mes de sep-
tiembre de 2018.
Mónica Aramendi

TROYA ESTÁ AFUERA

EL SOL ESTÁ ADENTRO


“Es como en las grandes historias, Señor Frodo, las que real-
mente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros.
Ésas de las que no quieres saber el final… Porque ¿cómo van
a acabar bien? ¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después
de tanta maldad como ha sufrido? Pero al final, todo es pasajero.
Como esta sombra, incluso la oscuridad se acaba, para dar paso
a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún.”

J. R. R. Tolkien.
DEDICATORIA

A mis padres y Granny.


A mis amadas mascotas
A mi amigo Alberto que está detrás
de la Puerta de la Eternidad.
A Mariana Boh
. .
A cada una de mis QQ . . HH . .
A Dios, siempre.

AGRADECIMIENTOS

A Nora Burllaire,
Maby Rogríguez Korol,
Daniel Boh,
Tomás Ponce de León,
Wally Kairus,
Liliana Quevedo
y a mi hermano del alma Ignacio Matías Muslera (Nacho)
PRÓLOGO
“Jamás existió otro comienzo que este de ahora,
ni más juventud ni vejez que la de hoy;
y jamás existirá otra perfección que la de ahora
ni otro paraíso ni otro infierno que este de hoy.”
Walt Whitman
Hojas de hierba

¿Qué es el tiempo? ¿Acaso, existe fuera del indi-


viduo humano? ¿Es realmente posible mensurarlo?
O sólo acontece un eterno presente que fenece en el
mismo momento en que se actualiza, inasible, inabar-
cable. Un presente que se vuelve una paradoja de sí
mismo por cuanto se convierte en algo ido al mismo
segundo de nombrarlo.
El tiempo, la búsqueda del tiempo, del lugar-no
lugar, la luz y su inseparable compañera oscuridad y
las díadas que signan el mundo humano y que nos
posibilitan comprender y objetivarlo sobrevuelan las
páginas de este viaje vital de Mónica Aramendi en este
Troya está afuera y el sol está adentro .
Sus cuentos nos invitan a navegar en las sinuosas
aguas del fondo de la conciencia humana.
Emprender la lectura es sumergirse en los diferen-
tes estadios de la búsqueda existencial del individuo.

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Búsqueda signada por el desconocimiento, por la mu-
danza, por el cambio de forma, por sendas que apa-
recen y desaparecen. Búsqueda impulsada por la vo-
luntad de una consciencia que no cesa de batallar, que
no se detiene y que trabaja laboriosamente su propio e
intimo jardín interior, procurando los mejores frutos.
El camino del autoconocimiento, su labor es tan
antigua como la misma existencia humana, ese anhe-
lo por contemplar esa chispa vital que da sentido al
devenir, que convierte todos los presentes en perpe-
tua eternidad. La referencia más antigua relacionada
con esta búsqueda, -que es sin duda el camino que
emprende la autora-, la encontramos en la sentencia
escrita en el pronaos del templo de Delfos, que según
testimonios antiguos, procede de un conjunto de sen-
tencias que los Siete Sabios1 ofrecieron en el siglo VI
a.C. y reza “conócete a ti mismo.” Se consideraba que
el individuo debía asumir el compromiso de hallar su
propia sabiduría. Ese peregrinar, esa lucha por encon-
trar la senda invaden el libro. Por ejemplo en El grito
nos dice:

“ porque era uno junto a la luz que no muere”

1.- Los Siete Sabios eran Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bías de Priene, Solón de
Atenas, Creóbulo de Lindos, Misón de Quene y Quilón de Esparta. Ellos vivieron
en el período 650-550 a.C. y fueron reconocidos por su sabiduría práctica, expresada
en aforismos y sentencias breves y cargadas de sentido orientador para los hombres.

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y allí la idea de eternidad, de infinitud, en tanto que en
La vieja casona es la mudanza, -en un sentido profundo-
aquello que cambia para adquirir su verdadera forma,
y el reconocimiento del ser que se ha desvanecido en
el camino que transitamos. Espejos que poseen reali-
dades propias, como portales a otros mundos, a otras
dimensiones, a otros estados de consciencia y un lugar
que se reitera, el centro del alma humana, que hace
posible que todas las otras realidades devengan a la
existencia. Y el cuestionamiento por el tiempo que se
reitera en Parálisis, Sin tiempo y se describe magistral-
mente en Un cuento largo:
“Parada en medio de la sala siempre antigua, para no que-
brar la oquedad del tiempo, comienzo a leer en voz alta, de una
hoja en blanco, un cuento largo. Un cuento que nunca se acabe
para que el reloj siga detenido, para que sea noche y día con-
gregados y para que el fin del tiempo sea esa simple eternidad.”
Aramendi, que en esta ocasión nos regala cuentos
de una profundidad que anidan en el alma del lector,
no puede dejar de ser la poeta que la habita y con sus
ojos plagados de metáforas describe un mundo que
se embellece al ser reconstruido bajo su escritura. Se
atreve a ofrecernos sus propias versiones de obras de
Poe en el caso de Re visión y de Cortazar en Tomados.
Dice en las últimas oraciones del primero:

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“desde la muerte, desde el tiempo eterno donde ella duerme,
volverá para no irse.”
En tanto que en el segundo, resuelve una situación ten-
sa con un hilarante recurso creativo que es un sello regis-
trado de su trabajo. Creatividad desbordante encauzada
bajo su magistral manejo de las palabras. Palabras que se
transforman en ladrillos que construyen puentes. Puentes
que acercan mundos posibles y crean dimensiones donde
todo es verosímil, donde el único límite lo establece aque-
llo que nos atrevamos a pensar. Puentes que nos allanan
un viaje interior. Viaje interior que se convierte en eter-
no y que mientras más “caminamos” en la búsqueda de
aquello que nos moviliza, más nos aliviana y permite que
nuestro espíritu despliegue sus alas. Aprender a desapren-
der, ver más allá de los sentidos, atreverse a adentrarse en
la contemplación de las formas que nos habitan, de las
luces y las sombras, y asumir que el todo se compone de
las pequeñas partes que le dan sentido.
Y la última estación del viaje Troya está afuera y el sol
está adentro, una senda que se traza a sí misma, cua-
dernos que se escriben y signan un viaje o un viaje
que acontece y que se narra, en definitiva un mundo
de posibilidades. Una invitación a soltar amarras y a
enfrentar los múltiples temores que anidan en el esce-
nario de nuestro mundo interior, temores gigantescos
que muchas veces no existen más que en nuestra ima-
ginación.

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José Ortega y Gasset refería que el individuo hu-
mano es él y su circunstancia. Es decir, el ser va ha-
ciéndose, apareciéndose, fabricándose a sí mismo a
lo largo del tiempo, siempre condicionado por la cir-
cunstancia, por el contexto en que se encuentra in-
merso. El autoconocimiento implica comprender esa
circunstancia a medida que se avanza en la compren-
sión individual. Otrora constructora de muros, levan-
tados con sus mismas palabras, palabras que eran la-
drillos. Ladrillos que marcaban distancias. Distancias
que señalaban lejanías, esta autora, elige hoy, moldear-
se nuevamente -con el arduo trabajo que ello signifi-
ca- y darse en estas páginas plagadas de esperanza, de
búsqueda, de sentido vital, sabiendo que las batallas
más difíciles son las que se libran hacia el interior de la
consciencia, pero, escudándose en la infinita luz pro-
tectora del sol que alumbra la más oscura de la noches
interiores. Sol que anida en nuestro corazón al otro
lado del miedo.

Mariana Boh

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EL GRITO

El niño sordo no pudo escuchar la explosión. El


niño mudo no podría haber preguntado. Su mirada
soltaba espuma. La espuma del mar que era su espejo.
Al caer la tarde giró su cabeza. Vio la destrucción.
No supo cuándo había sucedido. Vio a nadie. Sólo
una centena de caracoles se alejaban del lugar.
Atónito, los siguió. Sus pies descalzos pisaban la
baba como camino de toda la incógnita. Siguió la este-
la de los últimos habitantes: asqueado, valiente y lleno
de turbación.
No existía paisaje posible, solamente un adelante
de saliva.
Horas y horas y horas de días caminando. Bucólico,
los siguió hasta la línea posible del mundo.
En el mismo límite del universo, en lo alto de la
barranca galáctica, se detuvo. Los caracoles decidie-
ron seguir el destino desesperanzador de los hombres
arrojándose al vacío. Sintió el fin de los tiempos y al
tiempo sin detenerse.

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Comprendió la desesperación de los hombres por
desaparecer antes que sufrir, antes que luchar. Los vio
flotando entre galaxias, perdidos. Giró su cabeza y vio
el estallido destructor de lo que fuera su hogar. Con la
mirada replegada asistió al exterminio de la esperanza.
Gritó. Su alarido inaudible retumbó en el caos de
un universo que tiene la forma de la nada, el fondo del
todo. Su grito mudo recorrió las estaciones y estribó
los espacios desconocidos.
Huérfano, sin remedio para los que se habían ido,
regresó sobre sus pasos lentos, sobre la sombra de
la baba hasta llegar, con los años, al lugar de su casa
ancestral.

Ya hombre, se sentó frente a la costa, igual que an-


tes. Más sordo y más mudo que nunca.
La saliva le supo a sal y sus ojos se hicieron de mar.
No existían otros intersticios en el panorama de
sus pensamientos.
Un bermejo sol se acostaba en el horizonte. Se des-
pedía lento.
Acosado por la criticada desesperanza hurgó en sus
adentros mendigando alguna respuesta para quebran-
tarla.
Así, sin más, se lanzó al mar. Nadó. Nadó por años
apurado por un sol que se atrevía a desaparecer.

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Con el gris del cansancio pudo arribar, en el instan-
te justo, al umbral. Un límite que comenzaba.
Una brazada más y se incrustó en el fuego. Todo el
ardor se le grabó en la mirada. Junto al astro, se hun-
dió en el horizonte.
Se hizo la noche total, la noche que no alcanzó a
ver porque era uno junto a la luz que no muere.
Con él, una mínima esperanza navega por el uni-
verso.

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LA VIEJA CASONA

Decidí visitar la casa a la que me había muda-


do el día que cumplí cinco años. Estaba abandonada.
Atravesé un jardín descuidado y, simplemente, abrí la
puerta.
Me vi obligada a retener el aliento frente a ese in-
menso salón absolutamente vacío. Cada una de las
estancias también estaban desnudas. Despojadas de
cualquier toque humano, de todo olor. Sólo paredes
de un color indefinido.
Recorrí cada rincón bajo la luz mortecina de esca-
sas bombitas de luz. Ya anochecía. Me sentí desolada,
debo reconocer que quizás la ilusión había sido exa-
gerada. No volví a sentir ni los olores, ni los colores,
ni las palabras; nada de lo que mi memoria parecía
atesorar.
Me acomodé en una de las habitaciones para pasar
la noche. Era como una pequeña y transitoria mudan-
za, una mudanza de un día. Desde el interior veía un
inmenso espejo ubicado en el pasillo de distribución.
Podía ver reflejadas las entradas a las demás habitacio-

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nes. Eso me tranquilizó. Después de todo estaba sola
en la casona.
Recostada sobre la única cama y un viejo colchón,
me arropé con dos frazadas que había llevado e inten-
té dormir. No pude. Las horas pasaban y el insomnio,
que olía a soledad, permanecía conmigo.
En un instante fugaz, vi deslizarse una figura por
delante del espejo. El sobresalto fue tal que pegué un
grito. Nadie respondió ni escuché otro ruido, supuse
entonces que había sido una visión fruto de pensa-
mientos confusos y del sueño que no llegaba. Intenté
tranquilizarme. Sin embargo, minutos después, co-
menzaron a reflejarse viejas figuras que iban y venían,
entrando y saliendo de los cuartos.
Me levanté descompuesta del horror y me paré
bajo el dintel de la puerta. Las figuras seguían yen-
do y viniendo a su antojo. Pero sólo en el espejo. No
aparecían en otro lado. Miré, con el atrevimiento de la
desesperación, cada una de las otras estancias. Nada.
Nadie.
Volví para esconderme en la mía y al pasar frente a
aquel azogue macabro, con un esfuerzo sobrehumano
y temiendo volver a ver esas viejas y grotescas figuras,
lo desafié. Me detuve frente a él y un alarido conmo-
vió mi íntegra existencia. Yo no me veía. El espejo no
me reflejaba. Los otros existían en el cristal, no en la
realidad. Yo no existía en el espejo.

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Quise correr hacia la puerta de salida, pero no tuve
el coraje suficiente. No podía saber qué había en el
resto de la casa. Me acurruqué en posición fetal en
un rincón del dormitorio y lloré. Lloré el resto de la
noche mientras las figuras seguían paseándose en el
reflejo.
Ésta no podía haber sido mi casa. Hielo y pavor.
Cerré los ojos y, con la lentitud de lo deseado, comen-
zó a amanecer.
La habitación tenía una ventana, que en la noche
no había notado. La abrí y, de pronto, apareció ante
mí un enorme jardín. Allí estaban mis padres, mis
tíos, mis hermanos y todos jugaban y todos hablaban
y corrían. Sonreí. Sonreí con lágrimas de la noche que
continuaban descendiendo por las mejillas.
De pronto escuché la voz de mi madre diciendo:
Carmencitaaa! Carmen, soy yo. Carmencita. Giré rá-
pido para reunirme con ellos en el jardín. Unos pasos
decididos y de nuevo la parálisis. Al salir de la habita-
ción me enfrenté al espejo. En él, los veía reír y dis-
frutar. Allí estaban. Pero, yo no. Otra vez el espejo me
negaba de la realidad. Un nuevo grito, esta vez desga-
rrador, atravesó mi garganta y el cristal se quebró en
mil pedazos.
Ellos también desaparecieron.
Los testigos habían dicho que todo fue muy abrup-
to, que se escuchó un grito requiriendo a alguien de

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nombre Carmencita, que una niña de unos cinco años
salió corriendo de la casa y que el camión de mudan-
zas retrocedió sin verla, sin tiempo de frenar. Fatal.

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PARÁLISIS

La mujer se levantó muy temprano. Con una lenti-


tud y esmero imposibles ordenó la casa. Desempolvó
los lugares más recónditos, lustró los muebles, puso
flores en los floreros, sacudió las cortinas, aromatizó
los ambientes, se bañó y se sentó en un sillón cerca del
fuego que ardía potente. Aún faltaba mucho para el
mediodía. Desde las paredes los relojes la vieron abrir
sobre sus faldas un libro que tenía a mano.
Lo abrió en la primera página. Comenzó a leer y
no lo dejó sino hasta las nueve de la noche. Olvidó o
quiso olvidar el almuerzo, el té de la tarde y alimentar
el fuego que, lentamente, se había extinguido para ese
momento.
Quizás fuera el frío o un desliz en la lectura, pero
a esa hora, intempestivamente, dejó de leer. Puso el
tomo sobre la mesita que estaba a su lado y plegó el
vértice de la hoja hasta donde había llegado.
Había llegado hasta la última página. Allí quedo
abierto. Abierto y abandonado.
A partir de ese momento la atrapó una ansiedad
guardada.

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Recorrió una y mil veces la habitación. Salió para
buscar leña y luego volvió a retocar cada detalle de la
casa.
Él le había dicho que regresaría ese día. Ése y no
otro. Ése o nunca.
Cuando los relojes dieron las diez de la noche co-
menzó a impacientarse. Recién allí se percató de la os-
curidad que había caído, como un puñal, sobre la casa.
Todos los climas habían pasado a lo largo de las horas:
hubo sol, luego una leve llovizna, soplaron ráfagas de
viento arrancando hojas de los árboles del parque y,
en ese instante, un cielo estrellado y una luna inmensa
la saludaron a través de la ventana.
Sólo ella podría explicar el motivo de su fuga en el
tiempo, de la ausencia de ansiedad hasta ese minuto.
Pero lo cierto es que, de pronto, todo se atoró en su
memoria, todo latió en un galope arrebatador.
Cada vez se hicieron más ligeros sus movimientos,
sus atisbos hacia el horizonte oscuro, cada vez fueron
más seguidas sus miradas hacia los relojes.
Suele decirse que cuando uno espera, el tiempo
pasa más lentamente, pero en este caso fue decidida-
mente lo contrario.
Las últimas horas del día se iban rápido, demasiado
rápido.
A las 23.45 ella acercó una silla a la ventana y ya

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no se movió de allí. Sólo le quedaban quince minutos
para regocijarse o despedir la esperanza.
Su corazón estaba en el afuera y sus oídos en el
tic-tac de los relojes, que pronto darían las doce cam-
panadas. Tañido de encuentro o de adiós.
Sus manos sobre la falda se pusieron en oración,
los ojos se perdieron en otro tiempo y fue allí, justo a
las 23.59, cuando un soplo de tiempo atravesó la sala.
Ese soplo dio vuelta la última página del libro que
había estado leyendo.
Los relojes se detuvieron.
Ella no lo supo. Ella nunca sabrá que el tiempo
dejó de existir. Con el libro cerrado, ella jamás se en-
terará del final de la novela, del final de la historia.
Ella, esperará por siempre.

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SIN TIEMPO

Todo sucedió en un día de otoño, a pleno sol. La


brisa apenas movía las hojas más altas de los árboles.
Perfecto para dar un paseo. Así la mujer salió de su
casa, sin rumbo cierto y sin tiempo prefijado.
Se encontró en un barrio de casas con frentes blan-
cos y jardines aún floridos, como si otoño se hubiera
demorado en ese lugar. Casas sin rejas, casas alegres,
casas con patios y árboles en sus veredas; jardines
donde los malvones y las margaritas se mezclan con
los espinillos y los rosales, conviviendo en un mundo
posible.
En algún momento de esa caminata, a la hora de la
siesta de domingo, tuvo la sensación de que no avan-
zaba en el recorrido. Todas esas casas blancas se pare-
cían demasiado. Algo se movió en las entrañas. Dudó.
Su cabeza iba de derecha a izquierda oteando todo.
Lo que más llamo su atención, además de esa exa-
cerbada semejanza, fue la ausencia de personas en la
calle; la ausencia de chicos jugando a la pelota o an-
dando en bicicleta, de hombres lavando sus autos, de
mujeres arreglando jardines.
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Cruzó una y otra bocacalle, adentrándose en un
lugar que parecía no tener fin. No dobló en ninguna
esquina, siempre derecho, siempre hacia delante. El
adelante seguía y seguía.
Las horas pasaron. El sol ya daba de frente cegan-
do un poco su visión.
Unas cuadras más y regresaría, se dijo. Siguió. Si-
guió, pero algo llamó su atención. Creyó vislumbrar
en la cuadra siguiente un trazo de oscuridad, como
una mancha de tinta sobre un papel virgen. Debía ser
la última cuadra. Así lo supuso porque más allá no
podía distinguir nada. Sólo luz sobre un horizonte que
apenas podía imaginar.
Aprovechó esa diferencia y apuró el paso, un poco,
sólo un poco.
Sobre el final de la hilera de casas idénticas, blancas,
hermosas, se encontró frente a una edificación desa-
gradable que representaba un escándalo en medio de
tanta albura y prolijidad.
La casa vieja, despintada, forrada de moho, sin flo-
res, sin verdes. Una enredadera subía por los muros,
aferrada a un tiempo que parecía habérsele escapado.
No comprendió su existencia en ese lugar ni vis-
lumbró nada que le diera sentido. Sin embargo per-
cibió el movimiento de unas cortinas en la mínima
ventana del frente, junto a una puerta vieja y ajada.

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Resultaba una paradoja el hecho de que en todo el
recorrido, ésa, justo ésa, fuera la única casa en la que
asomara algo de vida. Un dejo vital en un lugar que la
lógica decía que no podía existir.
Sin embargo allí estaba. La casa y ella. Ella frente
a esa perversa intromisión en el barrio blanco. Una
hendidura en el paisaje.
La puerta no hubiera resistido el más mínimo em-
pujón; sin embargo y a pesar del temor, extranjera
arriesgada, quiso entrar. Tocó el picaporte y, sorpresi-
vamente, una fuerza débil, pero fuerza al fin, siguió su
movimiento desde adentro y la abrió.
Paralizada, su miedo cobró aristas filosas. Ya no
era sólo por atreverse, sino por lo que pudiera asomar
de ese monumento al abandono.
Su cara se enfrentó a la de otra mujer. Una mujer
vieja. Sus pies no querían moverse. Pero se movió y
entró.
Sentado en una poltrona, un hombre también viejo.
Las dos figuras pasaron a un segundo plano. La as-
pereza de todo lo que había en la estancia llamó pode-
rosamente su atención. Era otro mundo, otro tiempo.
Un olor nauseabundo manaba de cada rincón. Los
muebles tapados, un sillón, una mesa, un enorme es-
pejo de luna amarilla y un deslucido aparador.
Sobre ese mueble la foto de una joven pareja, con

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traje de bodas. Ambos hermosos y de rostros felices.
Él, ojos claros y un bigote disimulando el labio lepo-
rino. Ella, de mirada extravagante, difícilmente olvi-
dable.
En ese momento volvió su cabeza y los vio senta-
dos, juntos, en el pequeño sillón. Tan pequeño y de-
teriorado como sus cuerpos. Los de la fotografía eran
ellos, jóvenes.
Nadie dijo una sola palabra. A esa altura, no supo
qué hacia allí y, menos aún, qué hacer.
La tarde se enfriaba, señal de que el tiempo trans-
curría y debía regresar. Nada había en ese lugar año-
so que justificara tanta aprehensión y la retuviera allí.
Nada encontró para justificar su pánico ante la visión
exterior de la casona.
El sol comenzaba a desteñirse sobre ese horizon-
te extraño pero sólo un haz de luz, en ese treinta de
abril, se filtraba en la casa en sombras.
Ese único rayo se detuvo en una puerta interior.
Una puerta que no recordaba haber visto.
Ya que los ancianos no reparaban en ella, recorrió
la sala y se acercó lentamente. A su paso: cortinados
atestados de tierra, pisos de color irreconocible, pare-
des ennegrecidas por el tiempo y, aquí y allá, algún so-
nido que revelaba el trabajo de postergados insectos.
Superado el temor decidió abrirla.

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El cuarto era exactamente igual al otro. Pero éste
olía a limpio, a flores; los cortinados blancos con di-
minutas pintas celestes dejaban entrar un sol que pa-
recía de plena primavera.
Sobre el aparador lustrado, un espejo nuevo y una
foto. Una foto con la imagen de dos ancianos toma-
dos del hombro. Él, ojos claros, hermosa sonrisa y un
bigote adusto disimulando el labio leporino; ella, de
mirada extravagante, difícilmente olvidable.

Mantuvo la puerta abierta por un instante mínimo


y, entonces, todo se amalgamó. Se confundieron la
tierra con la limpieza, la náusea con el perfume. Todo
iba y venía de una habitación a la otra. Olores viejos
mezclados con los nuevos, tornando el aire indefini-
ble.
La mujer corrió. Atravesó urgente la vieja sala sin
mirar nada más que la puerta de salida, con el único y
urgente objetivo de huir del lugar.
Con el sol de la tarde ante sus ojos, de una tarde
que creyó haber extraviado, salió. Cerró tras de sí la
puerta de calle. Caminó tropezando hacia su casa con
la única intención de aliviar la memoria y olvidar el
encuentro.
Antes de llegar al fin de la cuadra volvió, instintiva-
mente, la mirada.

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Por la puerta trasera asomó la joven pareja. Co-
menzaron a plantar macizos de flores primaverales.
Por la puerta delantera aparecieron, lentos, los an-
cianos. Con manos temblorosas recogían las hojas
ocres del otoño.
Avanzaban de derecha a izquierda unos; de izquier-
da a derecha los otros.
En la mitad del recorrido, exactamente en la mitad,
los cuatro cuerpos se atravesaron. No se veían. No
se sabían. Simplemente se atravesaron en un tiempo
eterno que parecía contenerlos ajenos a todo espacio.
Los jóvenes siguieron plantando donde los viejos
habían recogido y los mayores recogieron donde los
otros sembraron.

La mujer corrió. Corrió con el sol a sus espaldas y


una larga sombra la precedía. Corrió rumbo a su casa.
Necesitaba saber si alguna vez había salido de ella.

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RE VISIÓN
Inspirado en la obra
“El Cuervo” de Edgar Alan Poe

El hombre tendido sobre la cama se cubrió con


una manta pesada y antigua para luchar con la noche
fría, mortal. Un náufrago en la habitación despoblada.
Su cama y él. Su cama, él y una puerta siempre cerra-
da.
Los ojos recorrieron las paredes sombrías.
De pronto se detuvo en una mancha que hasta ese
momento había ignorado. No pensó en nada; asoma-
ron sentimientos contradictorios y se desorientó. Vio
formas que deambulaban, figuras atroces. Desvió la
mirada, pero aquella forma indefinida se desprendió
de la pared posándose en su almohada.
La sombra de la figura volaba, volaba siempre ante
sus ojos.
El terror era su prisión.

Solamente atina a cerrar sus párpados.


El hombre se despierta con el mismo pavor del sueño.
Toma una hoja de papel y escribe. Escribe acerca

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de una figura con forma de cuervo delineada sobre el
dintel de la puerta siempre cerrada.
Entre el espanto y el deslumbramiento, sentado en
su cama, vuelve a cerrar los ojos, vuelve a querer dor-
mirse.

Pero no se dormirá.
Un ruido en la puerta y otro en la ventana lo para-
lizarán hasta quedar sin ojos que reflejen algo distin-
to al cuervo sobre el dintel de la puerta de entrada.
Tapará sus oídos para alejar los golpes. Sin embargo
no cesarán, se harán más duros, más fuertes, más in-
soportables. Un viento imposible moverá las cortinas
interiores. La desesperación lo empujará a descorrer-
las y cerrar una ventana que estaba cerrada.
Un ala golpeará el vidrio. Esa revelación le traerá
algo de calma; podrá pensar que ha sido un pájaro el
causante de tan escalofriantes ruidos.
Sin embargo, al levantar la ventana, el cuervo saldrá
volando hacia ningún lugar. El viento helado le pegará
en la cara y en las manos apuradas en clausurar los
vidrios.
Volverá a su cama para recuperarse del miedo, del
desasosiego y de su antigua tristeza.
No tendrá tiempo de dormir. Una palabra se colará
en su habitación, como antes la informe figura. La
palabra “jamás”.
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Su alma enlutada se incorporará con desesperación.
Frente a sus ojos, sobre el dintel de la puerta siempre
cerrada, su amada, Leonora.
Desde la muerte, desde el tiempo eterno donde ella
duerme, volverá para no irse.
Como en los recuerdos, se unirán en un tiempo
que aún no llegó.  

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UN CUENTO LARGO

El reloj marca las 12 en punto.


Apoltronado en el sofá, mi padre lee la primera
página de un libro. Los leños iluminan su cara con-
centrada, impenetrable. Se detiene en algún lugar del
texto. La lámpara a kerosene, bien cerca del rostro en
la noche cerrada, es la única luz posible para sus ojos
cansados.
Mi madre descorre las cortinas del ventanal. Mira
el paisaje que se despliega hasta el horizonte. Como
cada vez, le canta a los canteros en flor, susurra deseos
para que el viento se los lleve lejos, acomoda sus ojos
en la luz de la tarde soleada y agita una mano al paso
raudo de una bandada de golondrinas.
Con destellos plenos en sus manos, mi hermano
juega interminables partidas de truco con el rey, la
sota y el caballo. A él no le gustan los solitarios.
El reloj marca las 12 en punto.
No sé si alguna vez habrá hecho sonar campanadas
o si acaso las tiene. Sólo sé de ese abrazo de dos agujas
que nunca quieren separarse.

34
El reloj marca las 12 en punto.
Parada en medio de la sala siempre antigua, para
no quebrar la oquedad del tiempo, comienzo a leer,
en voz alta, de una hoja en blanco, un cuento largo.
Un cuento que nunca se acabe para que el reloj siga
detenido, para que sea noche y día congregados y para
que el fin del tiempo sea esta simple eternidad.

35
TOMADOS
Una atrevida, posible, continuación a la obra
“Casa Tomada”, de Julio Cortázar

Cuando Irene y yo dejamos la casa, decidimos ir


a vivir a un viejo departamento en la calle Corrientes.
Habíamos llegado con lo puesto. El lugar era pe-
queño; en realidad lo elegimos así ya que aún nos du-
raba el temor y el desasosiego que la toma de la gran
casona familiar nos había provocado.
Las paredes blancas, los ventanales en cada habita-
ción y el living daban a la calle. Eso lo hacía parecer un
poco más grande. Sólo tenía una puerta; la de servicio,
clausurada desde mucho tiempo atrás.
Esa puerta de entrada también podía ser de salida y
fue nuestra mayor preocupación durante los primeros
días. Siempre cerrada. Así nos asegurábamos de que
nadie quisiera entrar o asomar a la vivienda.
Como siempre, los días pasaban lentos como siem-
pre los habíamos vivido y como siempre los seguía-
mos deseando.
El primer año transcurrió en un clima de descan-
so y desintoxicación de los sucesos padecidos, casi
vacacional. Intentamos continuar con el ritmo que

36
había marcado, desde siempre, nuestras vidas. Pocas
palabras; ella tejía y tejía, cocinábamos y limpiábamos
alternadamente; algún que otro comentario sobre un
mueble extrañado o los retratos de nuestros padres
que habían quedado allá.
Sin embargo a pesar de nuestra buena voluntad y
esa comunión que nos había trasformado desde hacía
demasiados años en un matrimonio de hermanos, se
hizo difícil sostener el tiempo. Era escaso el espacio
con que contábamos en el nuevo hogar. Yo solía en-
redarme con las hebras de lana, pateaba sus ovillos. Y
ella tropezaba con mis libros; libros que una vez al mes
salía a comprar, ya que toda la colección familiar había
quedado en la casa tomada. Teníamos que entrar por
turnos a la cocina dadas sus escasas dimensiones; de
noche yo la molestaba con mis resoplidos y ella con el
roce de las agujas. Eso pasa porque los departamentos
tienen paredes más finas que las viejas casas.
Poco a poco fue quedando menos espacio para co-
locar mis libros y sus tejidos. Durante el segundo año
habíamos cerrado las persianas para apoyar estantes.
Nos redujimos al living. De hecho, las habitaciones
dejaron de ser un lugar de reparo o intimidad en cual-
quier momento del día, para convertirse, solamente,
en el refugio de las horas de sueño nocturno.
Cambiamos la mesa grande por una pequeña y de-
jamos dos sillas. Las habitaciones no alcanzaban y la

37
cocina dejó de serlo. En lo que habían sido alacenas
yo guardaba los libros que iban acrecentando mi co-
lección y la heladera se convirtió en el armario donde
Irene guardaba sus ovillos de lana.
Hasta entonces, yo solía salir, como dije, una vez al
mes. Compraba mis libros, traía mercadería y comes-
tibles para ese tiempo y muchos kilos de lana para mi
hermana. Pero, con el problema de no poder usar la
cocina, tuvimos la idea de utilizar un delivery. Desde
entonces las llaves de la puerta de entrada y de salida
estuvieron a mano de cualquiera de los dos. Aunque
era yo quien me ocupaba de ese menester.
Cuando Irene tenía que destejer algún pulóver por-
que las mangas me iban muy cortas o alguna cuestión
por el estilo, yo debía refugiarme en el baño porque el
despliegue de lana era mayor que cuando sólo estaba
tejiendo. Cuando ella concluía, daba tres golpecitos a
la puerta como señal para que yo pudiera regresar a la
estancia.
Teníamos lo necesario y no habíamos llevado más
que lo puesto, pero lentamente mi literatura ocupó la
mitad del departamento y las prendas tejidas por Ire-
ne, la otra mitad. Cuando nos bañábamos cuidábamos
no salpicar las cajas apiladas en el piso del baño; aun-
que debidamente protegidas no podían humedecerse.
Tanto la ropa como el papel sufren mucho por causa
del agua.

38
Poco o nada hablábamos; mucho menos que en
la vieja casa. Quizás algún “¿A qué hora te vas a ba-
ñar? ¿Querés que pida la comida ahora? ¿Dónde te
parece que ponga estas bufandas nuevas? ¿Necesitás
más lana?” Cosas así. Por supuesto, los consabidos:
“Hola” por la mañana, después de levantarnos del si-
llón que compartíamos en el comedor, “que duermas
bien” o “ya es invierno, creo que voy a tejer un poco
más rápido”
El tercer año fue el más complicado. Además de
vernos reducidos a un ínfimo espacio, yo ya no logra-
ba encontrar el libro que buscaba y no podía llegar
hasta las habitaciones o a la cocina e Irene se descon-
certaba al tener a la vista tanta diversidad de prendas y
colores. Esto de los colores era lo preocupante ya que
no podía decidir cuál nuevo tono mandar a comprar,
parecía haberlos usado todos y en todas las combina-
ciones.
Esta situación nos provocó un desconocido mal-
humor. Sin necesidad de palabras, como siempre,
reconocimos nuestras mutuas molestias. Y allí aso-
maron palabras que resultaron fatales: “¿Te acordás?
¡Qué cómodos vivíamos allá! ¿Seguirá estando? ¿Qué
nos pasó, Julio?”
Una mañana, luego de que el mensajero nos trajera
el desayuno, Irene me miró profundamente. Yo, sim-
plemente, asentí.

39
Abrimos la puerta y salimos al pasillo. Vi la palidez
en el rostro de ella cuando tiré la llave por la ranura del
buzón luego de haberme cerciorado de que estuviera
bien cerrada.
Luego el ascensor y la calle.
Una calle que se nos hizo desconocida.
Le pasé mi brazo por sobre su hombro y camina-
mos. Caminamos lentos rumbo a la casa.
Reconocimos el barrio aunque había casas nuevas
y otras remodeladas. La nuestra estaba igual, exacta-
mente igual. Como si el tiempo no hubiera podido
asustarla.
Ambos pensamos que quizás ya no estuviera to-
mada.
Escuché los latidos urgentes de Irene y su voz quie-
ta diciéndome: “Julio, buscá las llaves”
Mis ojos se incrustaron en el justo lugar donde la
alcantarilla había abierto su boca para tragarla el día
que nos fuimos. Pero la alcantarilla no estaba.
El viejo empedrado era una cinta de asfalto, liso y
flamante. Ella también notó la ausencia.
Resignados, nos acercamos a vieja puerta, a la puer-
ta que yo mismo había cerrado.
Mientras una caricia de real despedida la recorría
con nuestros ojos, descubrimos una hebra de lana
asomando por debajo. Hebra que ella había abando-
nado en la carrera de la huida.
40
Como si fuera el hilo de Ariadna creímos podía
llevarnos a su interior. Tiramos de ella, horas, días,
meses, años.
Ovillos de lana se acumularon en la calle. Primero
cientos, luego miles, después ya no pude contarlos.
Lentamente, la casa fue destejiéndose hasta desa-
parecer.

41
FIESTA

La casa, en medio del bosque, estaba totalmente


cerrada. Las ventanas con rejas y tapiada con maderas
por dentro. La puerta hermética, con tablas de refuer-
zo por dentro y por fuera.
Los invitados partieron de a poco, y cuando se reti-
ró el último, dos horas antes de la caía del sol, él quitó
una tabla de una de las ventanas, sólo una, para que
entrara un poco de claridad.
Lentamente, él y ella, comenzaron a limpiar toda
la estancia: lavaron y guardaron minuciosamente la
enorme cantidad de platos, copas, bandejas; vaciaron
las botellas y las ordenaron en el lavadero, así poco a
poco la cocina comenzó a relucir. Barrieron los pi-
sos. Las mesas arrinconadas, tumbadas, con restos de
comida en sus manteles quedaron limpias y puestas
en su lugar; las trece sillas, apiladas en una de las pie-
zas de huéspedes. Las alfombras barridas, el piso y los
muebles lustrados, los sillones cepillados y cubiertos
con fundas. Carpetas nuevas, floreros y adornos, en su
lugar. Hasta repasaron las paredes y plumerearon los
techos, las lámparas, luces y cuadros.
42
En fin, no quedó rincón alguno sin ser meticulosa-
mente aseado y puesto en orden.
Tardaron en hacer el trabajo el tiempo justo, justo
antes de que el sol desapareciera tras el horizonte.
En ese momento, él volvió a colocar la tabla que
retirara de la ventana. La clavó, asegurándola fuerte-
mente.
La noche regresó al interior de todas y cada una de
las habitaciones. No hubo un resquicio por el que la
luz pudiera penetrar.
Ellos se tomaron de la mano y se sentaron en uno
de los sillones de dos cuerpos.
Sus ojos, en la oscuridad, comenzaron a escudriñar
cada rincón y vieron. Vieron cómo, tan parsimoniosa-
mente como ellos habían limpiado, la casa comenzó a
oler a humedad. Los pisos, las alfombras y los muebles
se fueron llenando de polvillo, los floreros se cayeron,
algunos destrozándose, la canilla de la cocina goteó
hasta dejar una mancha de sarro en el recorrido de la
pileta. Una araña comenzó su labor de tejido sobre
lámparas, rincones, cuadros, patas de muebles. Los si-
llones y los manteles recién cambiados se llenaron de
moho; el techo despidió aserrín que se depositó sobre
cada lugar de la casa. Las cucarachas hicieron su nido
y tuvieron sus crías.
No quedó rincón alguno sin aparecer sucio nueva-
mente. Sucio de vejez y abandono.

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Fue en ese momento en que la pareja se levantó del
sillón. Tomados de las manos se dirigieron a la puerta
y, simplemente, la atravesaron.
Juntos, se perdieron entre el ramaje del bosque os-
curo apurando sus pasos para que el alba no los apa-
gara.

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AUNQUE LOS RELOJES
DIGAN LO CONTRARIO

Un viejo árbol sin hojas, y toda la frialdad del in-


vierno a la hora de las sombras, miran a dos niños
jugando a la Rayuela pintada sobre el gris de la calle
adoquinada.
Se acelera el juego contra la lentitud del tiempo.

Mañana será otro día. Un día de primavera donde


los brotes explotan el amanecer de otro juego y las
veredas se visten de otros niños jugando y otra gente
en la que se vislumbra el rostro sonriente.
La Rayuela tarda un poco más. La luz permite ver
el justo lugar donde cae la piedra y el cordón de la
vereda es, apenas, una simple línea que divide dos pai-
sajes.
Un hombre mira a tres niños jugando.

El verano cae rojo sobre el empedrado y quema las


manos de los cuatro niños alborotados por el juego
contra la tarde simple.

45
Un joven sentado en el umbral marmóreo de la vie-
ja casona, los mira. Sonríe a la par y les pega un grito
cuando la trampa se acomoda en alguno o ríe a carca-
jadas cuando la piedra termina en el intersticio de dos
adoquines, en otros, en cualquiera, menos dentro de
la Rayuela.

Las tardes de otoño se pintan de sepia mientras los


pibes saltan alternando los pies en cada cuadro, levan-
tando la piedra, sosteniendo la risa y carcajeando las
caídas. Remeras sucias de asombro, ajenos al tiempo
que gira a su alrededor buscando sentido a las cosas.
El ritmo arbitrario del juego se hace paisaje en la
calle vacía de gente.
Nadie los mira. El mundo y el tiempo les pertenece,
como les pertenece la tierra donde inician la carrera y
el deseo ardiente de ver morir el día al llegar al paraíso.
Cinco chicos desafiantes de este tiempo que muda,
que gira, que pierde la partida.
Cinco chicos que fueron.

46
MUJER DE DOS MUNDOS

La joven, con sus pies despojados, toca el agua fría


del mar. Un cosquilleo le recorre el cuerpo. Está des-
nuda frente a esa inmensidad casi sobrenatural. Una
inmensidad absolutamente azul abrazada a otra gran-
deza igualmente azul.
El viento despeina su cabello negro, largo, y estre-
mece su piel blanca. Definitivamente blanca. El ocaso
se refleja en ese cuerpo al son del baile de las nubes
que corren inquietas para salir de la escena y no turbar
el paisaje.
La joven se sienta en la arena. La toca, la desme-
nuza entre sus dedos. Mira con extrañeza ese mundo
áspero y el otro, suave y líquido. Las conchillas se ad-
hieren a las partes del cuerpo posadas sobre la orilla
mientras las olas bañan la piel que enamora la blanca
y espesa espuma.
Las manos juegan con el agua que se escurre entre
ellas y entre las piernas que descansan en ese lugar
entre seco y húmedo: el límite, la orilla.

47
El murmullo del mar, monocorde y desigual; el
chasquido suena suave, como notas recién escritas so-
bre un pentagrama; la despedida del agua sobre las
caracolas, un sonajero.
En un instante se pone de pie. Abre sus brazos
como alas y camina unos pasos, adentrándose en el
mar.
Atrás, la arena seca acariciada por el viento en sur-
cos como trigal.
Un sólo instante, íntimo, de duda se perfila en el
imperceptible movimiento de las arterias y, en ellas,
toda la sangre. Así, simplemente así, toma la decisión.
Gira sobre sí misma, sin bajar los brazos. Más aún,
la dama desnuda arrasa el aire y lo voltea. No se mue-
ve del lugar, sus pies firmes en la arena y, en sus ojos,
todo, absolutamente todo el mar.

El sol arde sobre el mediodía del desierto sin gente


y sin pájaros. Todos cobijados en las casa cuadradas
con una sola ventana, sin árboles que las protejan, sin
más que sus soledades y el profundo silencio entre las
enormes dunas que el viento muda, peina y despeina
como un campo sembrado.
Sólo las huellas de viento.
La mujer de ojos de mar, sentada allá, muy lejos,
tras las lomadas de arena que la esconden desde hace

48
una eternidad, escucha solamente el latido de su cora-
zón. Palpa la arena fina y ardiente. La mujer desnuda
bajo un sol insoslayable. Una mujer sin tiempo.
La mirada se pierde tras el horizonte absolutamen-
te amarillo, un horizonte desteñido por el reflejo del
calor, un horizonte indefinido, sin límite. La aridez
seca sus ojos. Ojos detenidos en ningún lugar.
Mueve sus manos para asir la arena y dejarla es-
currir entre sus dedos. Dedos en eterno movimien-
to. Hurga, cava lentamente y descubre que todo es
igual. Una monotonía que sólo existe en el desierto
más cruel.
Vuelve a su quietud y una lágrima asoma a los ojos.
Llora por primera vez con sus ojos de mar.
Acaba el llanto, todo el llanto. Llora el agua guar-
dada, atrevidamente, en alguna otra eternidad. Lo ha
desahogado todo.

La mujer se levanta, desnuda, y eleva sus brazos


como alas mientras el agua del mar baña sus pies de
espuma.

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50
TROYA ESTÁ AFUERA

EL SOL ESTÁ ADENTRO

51
TROYANOS

Son los esfuerzos nuestros, de los desventurados,


son los esfuerzos nuestros como los de los troyanos.
Algo conseguimos; nos reponemos
un poco; y empezamos
a tener coraje y buenas esperanzas.
Pero siempre algo surge y nos detiene.
Aquiles en el foso enfrente a nosotros
sale y con grandes voces nos espanta.
Son los esfuerzos nuestros como los de los troyanos.
Creemos que con decisión y audacia
cambiaremos la animosidad de la suerte,
y nos quedamos afuera para combatir.
………….”
Constantino Petrou Cavafis,

52
INICIO

Lo único cierto es que ese día era un aniversario muy


triste y que abuela me había dicho algo que no podía
recordar. De todos los acontecimientos restantes no
estaba segura.
No estaba segura porque no los recordaba o, quizás,
porque no me importaron o peor aún porque no ha-
bían sucedido.
De todas maneras la situación me puso tensa y la ca-
beza y el estómago dieron señales de ello. Hacía un
tiempo que me sentía desorientada, desasosegada,
con los pensamientos sombríos y no podía entender
la razón, pero todo me daba temor, tristeza. Fue ese el
motivo por el cual, un año atrás, me había ido a vivir
a esa casa frente al mar, sola. A Horacio le pedí el clá-
sico tiempo y aunque él me visitaba de tanto en tanto,
en un viaje agotador, solamente para saber cómo es-
taba, yo no tenía respuestas.
La habitación se había achicado lo suficiente como
para que la noche, la de afuera, no me alcanzara. Com-
pulsivamente salí a la terraza y una bocanada de nada
calmó mi ánimo extraviado. Bajé la escalera de madera

53
hasta que mis pies desnudos palparon la arena fría, la
arena densa. El sonido del mar, como siempre, me
atrajo. Pulsé los tiempos de las olas con los mismos
pies; los perdí en el petróleo del agua. El estómago y
la cabeza ya no estaban. Sólo la noche y mis pies.
Lenta, regresé a la casa. La escalera de madera se sen-
tía tibia.
Cerré las ventanas, inútilmente, ya que no había ha-
bitantes en varios kilómetros; otro motivo para estar
allí. Un cielo encapotado y denso, por lógica sin luna
ni estrellas. Cerré todo y tomé la decisión de partir sin
pensar, sin preguntarme, sin responderme y sin rum-
bo prefijado. Necesitaba escapar de toda la inercia y
los pensamientos recurrentes y sinsentido. Nada tenía
sentido en esos momentos de mi vida.
Las valijas hechas en poco tiempo, poca ropa ya que
no tenía idea del camino que iba a tomar, mis tres
libros preferidos: La invención de Morel, La Piedra
Lunar y las Obras Completas de Alejandra, libros que
siempre habían dormido a mi lado, y cuatro cuader-
nos en blanco. La notebook se abrió con el sólo fin
de informarme el vuelo más próximo con cualquier
destino. Cumplida la misión la guardé como desde
tiempo atrás no hacía y me senté a esperar al remis
para llegar a tiempo al aeropuerto.
En mi sillón preferido orientado hacia el gran venta-
nal que da al mar, miré las cortinas corridas que tapa-

54
ban las ventanas cerradas que a su vez escondían una
noche demasiado oscura.
Intempestivamente mudé de ánimo y decidí quedar-
me.
Por el cansancio del día o de días o de vaya a saber
cuántas cosas y los ojos cerrados, la inevitable som-
nolencia atrapó la conciencia y el cuerpo. Dormité un
rato y de pronto, en esos momentos en que la cabeza
da un golpe de gracia al sueño al caerse sobre el pe-
cho, desperté con un sobresalto en la casa apagada.
Extendí la mano para encender la lámpara que des-
cansaba sobre una mesita llena de libros, caracoles y
piedras extravagantes que suelo recoger en la playa.
La luz filtró mis ojos. Una luz cálida, serena como el
crepitar de los leños en un fogón junto al mar. Me
levanté lenta. Un baño tibio era mi acostumbrada so-
lución para casos similares, situaciones en las que no
encontraba sentido alguno a las cosas y menos aún a
mis pensamientos.
Salí de la ducha y me apoyé en el lavabo mirándome
al espejo, contracara de lo que se ve, el cristal que se
burla cuando uno quiere hablar consigo y le respon-
de nadie, sólo es una la voz que se escucha; el espejo
donde, se supone, la imagen está invertida, pero yo
movía mi brazo derecho y en el espejo el brazo que se
movía estaba a la derecha, lo mismo que mi ojo y mis
piernas. ¿Cuál es la inversión? pensé. Nada de lo que

55
se suele decir es tan así, nada es completo ni nada se
percibe como la verdad total.
Me tiré sobre la cama, tan mojada y tan desnuda como
había salido de la ducha.
Cuando vislumbré ese mágico reflejo de un sol que
aún no asomaba, me vestí, tomé la valija, tapié las
ventanas con los postigos y, antes de cerrar la puer-
ta, subí al techo de la casa para quitar la veleta. Cada
vez que partía la retiraba y guardaba adentro. Así, era
una casa sin orientación y los vientos podrían venir de
cualquier parte, rodearla de arena y sal. Una casa sola.
Nada más que eso.
En el momento en que llegó el remis yo ya estaba
lista. Solamente me faltaba cerrar con llave la puerta y
asegurarme de ello con varias pruebas en el picaporte.
Una compulsión inmanejable, necesidad imperiosa
de cerciorarme que nadie podía entrar en ella cuando
yo no estaba. Si estaba adentro no me importaba en
absoluto que estuviera con llave o no, no me importa-
ba que alguien pudiera entrar. Algo había en esa casa
que me pertenecía y ninguna otra persona más que
yo podía conocerlo. El problema es que nunca había
sabido qué era.

56
LA CEGUERA

Era el mes de noviembre y Felicity fue mi primer des-


tino elegido al azar. Supongo que al azar porque tam-
bién era un lugar de playa, salvaje, agreste, apenas un
poco más poblado que el lugar donde vivía.
Me hospedé en un hotel muy moderno frente al mar.
Al conserje le extrañó que pidiera una habitación en
el primer piso ya que la mayoría de los pasajeros eli-
gen pisos altos para mirar el paisaje, según me dijo. A
mí nunca me gustó mirar las cosas desde muy arriba,
ver techos, cabezas de alfiler caminado por las calles,
lomos de animales o banderines ondulando; mirar así
es como ver la tapa de un envase y no tener la más
elemental idea del contenido, de la marca, de las ca-
racterísticas.
El balcón terraza era muy cómodo y daba derecho al
este. Me encantan los amaneceres y mis ojos podrían
estar a la altura de las olas, de la misma boya luminosa
que despierta cada día. Sin embargo, en ese tiempo,
no pude ver ningún amanecer.
Los primeros días me dediqué a descansar. El desa-
yuno no se servía muy temprano y eso me permitía
remolonear en la habitación, preparar tranquilamente
el bolso de playa y luego bajar al comedor donde me
encontré durante tres días, absolutamente sola. Silen-

57
cio apacible y gente muy atenta que me indicó algunos
sitios que podía visitar, parejes no muy exóticos pero
que para el lugar eran todo un atractivo. Sin embargo,
los primeros días fueron de sosiego, desayuno y playa,
tirada en la arena tibia y un sol que no lastimaba. Por
la tarde repetía la rutina hasta que la luz decidía partir
y esconderse en un lugar que no llegaba a ver. Una
ducha, cena frugal y un sueño temprano.
Ese bienestar me resultaba ajeno pero suele suceder
los primeros días en que cambiamos de aire, de am-
biente; nos desconectamos de todo conflicto y disfru-
tamos con tanta vehemencia que al fin y al cabo nos
cansamos.
Al despertar del cuarto día decidí cambiar la rutina
y empezar a conocer los alrededores de esa villa bal-
nearia, pero debo decir que nunca pude despertarme
lo suficientemente temprano como para ver el ama-
necer.
Me asombró ver el comedor con bastante gente. Qui-
zás era un día especial, un fin de semana largo o algo
por el estilo pero, de hecho, había seis mesas ocupa-
das: dos con parejas, tres de ellas con lo que supuse
eran familia, y en la otra, un hombre. Saludé al entrar
pero solamente me respondió el hombre. Su cara me
resultó familiar, sin embargo no me esforcé en re-
cordar. Ése era uno de mis problemas en los últimos
tiempos. Recordar me causaba vértigo, aunque no sé

58
si por el riesgo de llegar a alcanzar lo que la memoria
había borrado o el no poder hacerlo. Los restantes
pasajeros, ocupados charlando, quizás no oyeron mi
saludo que por otra parte había sido tímido. El hom-
bre dijo sus buenos días con una sonrisa muy amable,
lo que me quitó la duda inicial que como un chispa-
zo había cruzado por mi mente: que este hombre de
unos sesenta años había llegado, triste, a sanar alguna
pena de amor en este lugar alejado. Pero la cara afable
y el tono de su voz me lo desmintieron, o eso creí.
Me ubiqué en una mesa de espaldas a él, mirando ha-
cia la playa. Esta vez habían cambiado los manteles,
colocado flores en las mesas. Todo lo sentí más alegre
pero no estoy segura de si esa alegría transitoria se
debía a los cambios en el ambiente, a la presencia de
esas personas que llenaban de voces el lugar o por la
sonrisa gentil de aquel hombre.
Tomé café con leche, pan de miel, manteca y dulces
caseros y bebí un gran vaso de jugo. Otro era el disfru-
te. Cuando me levanté, giré la cabeza hacia su mesa.
No me vio. Parecía leer en la taza la borra inexistente
del café. Solamente vi el cabello entrecano y sus ma-
nos abrazándola. Me fui a la playa. Caminé la orilla del
mar una y otra vez dejando surcos en la arena, dibujos
informes y piedritas pateadas al azar. Fue allí cuando
vi por primera vez a la mujer oscura.
Una rara sensación en mi estómago y en mis piernas

59
hizo que me detuviera. Ella venía en sentido contra-
rio, venía hacia mí por la misma orilla. Ella y un perro
a su lado.
Por alguna razón que no pude comprender las sensa-
ciones pacíficas se transformaron en temor y, abrup-
tamente, me alejé de la orilla rumbo a la reposera que
había dejado en la arena tibia.
Desde allí la vi pasar con un paso de marcha, lento,
acompasado y firme. El cielo despejado no permitía
desperdiciar los momentos así que retomé la idea que
había tenido al despertar, la idea de alejarme un poco.
En realidad quería alejarme de la esa mujer.
Dejé bolso, reposera y uno de mis libros y me diri-
gí hacia el sur, hacia unas dunas levemente sinuosas
pero donde los pasos se endurecen para desafiar la
densidad de la arena; pastos a cada tramo donde las
lagartijas jugaban a esconderse. Respiré hondo tras el
esfuerzo desacostumbrado y me sentí como una ca-
minante en el desierto; abracé la brisa del norte y, al
girar mi cabeza ella estaba allí, sentada, con el perro
junto a ella.
¿Cómo había llegado? ¿Cómo antes que yo? ¿Cómo
con su edad? ¿Cómo esa negrura contrastado con un
paisaje bello?
Descendí con la ligereza con que todo cae, con la que
todo se desmorona, con la que un meteorito juega
con la gravedad. Recogí mis cosas y regresé al hotel.

60
No sabía quién era, no supe qué desconocida sordi-
dez se había instalado en mí, pero se había quedado
allí, en mi estómago, en mis piernas. La sordidez y la
negrura.
Amaneció con nubes bajas, y una lejana bruma allí,
donde debía estar el horizonte, promesa de que, una
vez más, no vería la salida del sol.
Las arenas de la playa sólo mostraban pisadas de ga-
viotas grabadas en el atardecer del día anterior. La
zona de los acantilados era propicia para un día sin
sol. Caminé hasta ellos con el plomo del clima y la hu-
medad de un viento norte que hizo me arrepintiera de
no haber llevado mi traje de baño y hacer escapadas
hasta el mar pero, por alguna razón, el recuerdo de la
mujer oscura hizo que me alejara de la orilla.
No eran rocas firmes sino tosca, más blanda, más dé-
bil. En el ascenso raspé mis rodillas como en las aven-
turas de la infancia, rompí una alpargata, perdí la otra;
vi un atajo para llegar hasta lo más alto. Un atajo que
era ni más ni menos que una abertura que permitía
hacer un trayecto más largo pero más fácil. Dentro del
hoyo me encontré con palomas y murciélagos que allí
tenían sus nidos, huecos perfectos en los peñascos.
Por ese camino avisté el mar gris bajo mis ojos. Desde
lo alto se ve hermoso, pensé, sin embargo siempre me
había gustado mirar la vida y las cosas desde la altura
de mi mirada – creo que ya he contado eso. Sereno
reflejo del cielo me quedé admirándolo.

61
En determinadas situaciones sólo basta un instante
para que lo blanco se torne negro, lo hermoso en feo
y la paz en el movimiento convulso del miedo.
Desde el oeste vi moverse una sombra, una sombra
dónde no había nada que pudiera proyectarla, y la
sombra se sentó en lo más alto del barranco. Más alto
de lo que yo había llegado. Era la mujer, la mujer os-
cura que el día anterior había sofocado mi momento
de placidez. Ahora también lo hacía. Se sentó con el
rostro hacia el este y con el perro junto a ella.
Desanduve el camino a la carrera y me dirigí sin nin-
guna distracción hacia el hotel. Una vez más no logra-
ba entender cómo esa mujer mayor, toda vestida de
negro en un día de agobio había podido llegar hasta
ese lugar. Una vez más provocó en mí todo el silencio
que supongo deben sentir aquellos cuya vida se desar-
ma en un instante, cuando todo lo ansiado desaparece
y queda un abismo en las entrañas. Terror, parálisis,
tribulación. Eso sentí, no tanto por los interrogantes
y la extrañeza, sino por lo que podía ser una posible
respuesta; su presencia oscura como una sombra, una
sombra que no era la mía.
El resto de la tarde y todo el siguiente día lo pasé en
la habitación pensando y no pensando, sintiendo y no
sintiendo. La lluvia anunciada por el cielo color acero
y la insoportable humedad de la mañana se desplomó
en forma de vendaval. Por la ventana solamente podía

62
ver la cascada de agua cayendo recta desde un arriba
inconmensurable. Ni una gota de viento, ningún otro
sonido que no fuera el repiqueteo de las gotas.
Me quedé dormida con el sonido de la lluvia y desper-
té con un grito atorado en la garganta.
Esta vez recordé, recordé el sueño espantoso que ha-
bía tenido, algo que había enterrado allá, demasiado
lejos y, entonces, me aterroricé.
Tenía cinco años y una muñeca negra. La dejaba
arrumbada entre mis otros juguetes para no darle im-
portancia pero, de alguna manera, siempre asomaba,
supongo que por el color diferente a los otros y, desde
algún fondo, me saludaba. No me gustaban las muñe-
cas negras. Un día me canse de verla, de que ella me
encontrara y con su inmovilidad y sus ojos clavados
en los míos, me paralizara. Eran ojos inmóviles, como
los de toda muñeca de goma, y muy azules. Me cansé
de tener miedo a su color y a esos ojos que me busca-
ban y, con la impunidad de los niños, la tiré a la basura
no sin antes borrarle los ojos.
A la noche de ese día mi madre la encontró. Me dio
un gran reto pero, al fin y al cabo, los chicos solemos
romper y tirar juguetes que no nos gustan. Cuando
me preguntó el motivo no supe qué decirle; las chicas
negras no me gustaban. La muñeca no estaba rota,
solamente no la quería y menos con ojos azules. Nada
más. Me mando a la cama pero no pude dormir.

63
A partir de ese día soñé con la muñeca por largo tiem-
po. Eran pesadillas y gritaba. Gritaba porque ella se-
guía estando en mi pieza, aparecía en cualquier lado,
en cualquier costado escondido de mis sueños y los
ojos azules no eran de muñera, eran los de mi madre
acusándome, acosándome, persiguiéndome. Nunca
conté mis sueños, me sentía culpable pero no sabía
de qué. Había hecho lo que quería. Nunca había en-
tendido qué me disgustaba ni qué me acosaba, antes
y después de tirar la muñeca, antes de privarle que sus
ojos me miraran y ahora yo miraba en sueños los ojos
nuevos con espanto. Esto duró un largo y tenebroso
tiempo.
Pasaron años en los que otras actividades propias del
crecimiento, los estudios y las salidas y los noviecitos
y todo lo que iba sucediendo en mi vida, como en la
de cualquiera que va pasando en el tiempo, para que
olvidara aquel momento. Pasó demasiado. Tanto que
la visión de la mujer oscura despertó el recuerdo con
brutal nitidez.
El recuerdo no vino solo sino acompañado de otros
destellos de tantos miedos y lo que consideré hasta
este momento como costumbres, obsesiones y hasta
mañas que me acompañaron en la vida. Temor a las
sombras, a la soledad, a los gatos negros, cortes de
luz, hasta la necesidad imperiosa de ver los amanece-
res y escapar de la gente pero no saber qué hacer con

64
esa libertad que me pertenecía. Momentos en que no
podía escribir una sola palabra si la idea que asomaba,
por más original que fuera, tenía que ver con retazos
de mis recuerdos, ya que al fin y al cabo los persona-
jes de ficción siempre iban a tener algo de mí y de mi
vida. Así, en ese lugar, entendí.
Entendí mis miedos. La mujer oscura de la playa aso-
mó como la antigua muñeca perdida en el arcón de los
juguetes o presencia en mis sueños.
Un temblor en todo mi cuerpo fue la revelación y la-
menté haber recordado y sentí bronca por la mujer
que me había hecho recordar.
Me tomé dos pastillas para los nervios y volví a dor-
mirme.
Bajé a desayunar y pedí la cuenta. Ya no quería perma-
necer más tiempo en Felicity.
En el salón comedor no estaba más que yo, tal como
los primeros días. Ya no estaban las familias, las pare-
jas ni el hombre que había llamado mi atención. Comí
rápido y, al acercarme a pagar mi estadía y recibir la
gentileza del conserje por haber elegido el hotel, el lu-
gar y todas las palabras que suelen decirles a los clien-
tes con el deseo de que vuelvan o se vayan conformes,
unas palabras salieron de mi boca sin que mi mente
atinara a callarlas.
-Ah, ¿usted se refiere a la señorita Lola?

65
No recuerdo haber dicho nada más pero algo en mi
rostro lo habrá hecho ya que el hombre siguió hablan-
do.
-Llegó al pueblo hace aproximadamente unos cuaren-
ta años, nunca se le conoció familiar ni pareja alguna.
De muy joven y por muchos años trabajó en un bar de
la zona sur muy frecuentado por los turistas, era la en-
cargada de dar la bienvenida a todos los que entraban.
No sabemos cómo pero su trabajo era impecable, la
gente la apreciaba mucho y su gentileza se destacaba.
Nunca nadie entendió cómo lo hacía. -Siguió dicien-
do el conserje como si tuviera necesidad de hablar de
ella. - Vio…digo… por su ceguera.
No dudo que habrá visto mi cara desencajada por el
asombro ya que se acodó en el mostrador como si lo
hubiera invitado a ahondar en la historia.
-¿Sabe lo que es aún más extraño? -Me preguntó o
quizás se preguntó contestándose al mismo tiempo.
-Lo más extraño es que con sol o sin sol, ella sale a ca-
minar todas las mañanas y los atardeceres y su rostro
siempre se endereza hacia el justo lugar donde está o
debería estar. No importa que nadie logre verlo vió …
como en días como hoy… ella sabe el lugar exacto y
aunque cambie su posición por el paso de las estacio-
nes, ella lo sabe o qué se yo ...
En ese momento atiné a una frase que pretendía ex-

66
humar todo mi pánico, como si fuese una explicación
a tanto desconcierto.
-Lleva un perro lazarillo. -Dije.
-¡El perro! -Exclamó el hombre con una sonrisa que
le iluminó el rostro. -El perro se acopló a su ella. Era
un perro callejero, jugaba con todos y corría las som-
bras de las nubes sobre la arena. Una vez tuvo una
pelea muy, muy fea con otro perro, ella lo curó y lo
cuidó con un amor infinito. Desde entonces… sí des-
de entonces, se han hecho más compañeros que nun-
ca, le diría que inseparables. Es extraño y grandioso
verlos juntos haciendo lo que pocos se animarían a
hacer, especialmente desde aquella pelea que le conté
en la que el perrito se salvó pero quedó ciego, como
ella. Cosas del destino, vio –dijo con dulzura.
Creí estar adentro de otra pesadilla atroz y huí del lu-
gar para despertarme.

67
CAMPANAS

Cuando partí hacia Glastowsun me calmé un poco,


miré el paisaje pero tardé horas en despegarme de
aquella experiencia.
Este viaje había sido emprendido sin objetivo ni de-
masiado entusiasmo. Una escapada hacia lugares im-
pensados. No elegía zonas para ir, sólo elegía nom-
bres que me llamaban la atención sacados de algún
diccionario de geografía. En todas las oportunidades
vi la cara de extrañeza de quien me estaba vendiendo
el boleto, pero mi rostro no debía dejar pasar ningún
asomo de duda y nunca trataron de explicarme o aco-
tar nada.
Después de la experiencia en Felicity cualquier lugar
iba a ser mejor y me haría olvidar los indeseables re-
cuerdos que habían asomado.
La ventanilla reflejaba mi cara, mi cansancio y mi ex-
presión ambigua.

Noche cerrada. El viaje, esta vez, había sido en micro,


supongo que porque el destino no tenía aeropuerto
o simplemente porque quedaba no demasiado lejos.
Tampoco puedo saber si fue por la distancia o era
mi percepción de eso llamado tiempo y un espacio

68
exterior que no se lograba ver. Sólo supongo porque
el viaje fue eterno. No sé cuánto. Desde hace demasia-
dos años no uso reloj. Eso de mirar una aguja girando
en derredor de un círculo con números me parece un
absurdo.
El chofer tuvo la gentileza de subir los faros para acer-
carme al único lugar abierto a esa hora de la madru-
gada cuando me avisó que había llegado a destino.
Única pasajera en este viaje, entré al lugar con la in-
tención de esperar el amanecer y buscar hospedaje en
ese lugar en el que había decidido permanecer sola-
mente dos días, contado el de llegada y el de partida.
Un penetrante olor a cebo acompañaba la noche y la
total falta de luz eléctrica. Es feo arribar a un lugar
desconocido justo el día en que se corta la luz en todo
el pueblo, pensé.
El olor de las velas sobre la mesa y en los candelabros
colgantes se mezcló con el del café con leche. No me
apetecía nada más. A medida que mis ojos se fueron
acostumbrando a la penumbra y mis oídos a la inexis-
tencia de sonidos conocidos, percibí uno, rumoroso,
lento, salpicado de otros silencios y leves golpes in-
constantes. La luminosidad del alba dio la orden de
apagar las velas; fue allí cuando me asomé a la calle
con la modorra del sueño acumulado, el aburrimiento
y el olor a cera.

69
Ese olor mortuorio lo recuerdo con placer compara-
do con el que me abrazó apenas quise dar una boca-
nada fresca fuera del local.
Un paredón salpicado de humedad, una decena de
barcazas golpeándose entre sí y un líquido que no po-
dría definir, mostraron sus dientes en un idioma des-
conocido pero que reconocí decía: Puerto.
La exhalación que había tragado con asco era una
mezcla de agua estancada, óxido ancestral de los cas-
cos detenidos, olor a pescados viejos, algas que apri-
sionaban maderas, velámenes y el paradojal aroma de
pescado fresco que en nada se compadecía con ese es-
tanque de aguas detenidas que, sin embargo, se empe-
cinaban en demostrar algo vital moviendo levemente
todo lo que cayera en sus entrañas.
Decir que todo era lúgubre no alcanza a definirlo pero,
a la vez, la curiosidad y la extravagancia del lugar hizo
que no huyera despavorida el primer día.
Me alojé en un cuarto ya que no había ningún tipo de
hospedaje en el lugar. El encargado del bar, con una
gentileza que no emanaba de su rostro ni de su tono
de voz, me dio la dirección de una casa pequeña que
estaba disponible ya que su morador había fallecido,
Un hombre demasiado viejo, demasiado blanco, no
sólo por el color de sus canas y su barba sino por su
piel harta de escuchar el latido de la sangre en su cuer-
po, dijo. -Demasiado viejo.

70
Llegué a la casa, alguien abrió la puerta, expliqué cómo
había llegado hasta esa dirección y sin más pero con
menos simpatía y menos entusiasmo del que se pue-
da suponer, me entregaron las llaves. Aboné el precio
por una sola noche. Luego de ducharme, mientras me
vestía, observé el total despojo del lugar: una cama,
un pequeño armario, dos sillas y, en el baño, la blan-
cura que me hizo recordar la descripción que del ante-
rior morador me diera el hombre del bar. Al cerrar la
pueda detrás de mí, no sentí la compulsión de realizar
varias pruebas en el picaporte para asegurarme que
nadie podía entrar en ella. Ello sucedía en mi hogar,
solamente allí.
Pretendí sentirme parte de ese pueblo al que mi loca
idea de elegir nombres de destinos me había llevado.
Las calles empedradas parecían ser lo más nuevo. Ve-
redas angostas que obligan a acariciar las paredes.
Vislumbré extrañas construcciones en forma de pila-
res, unas tres por cuadra, parecidas a los postes de luz.
Sólo parecidas. En cada uno de esos pilares, al ano-
checer, una caravana de hombres colocaban un cirio y
lo encendían. Igual recorrido hacían a la medianoche
para apagarlos cuando ya todo el pueblo estaba en sus
casas. Fue ese el motivo por el cual no había visto luz
alguna al llegar y fueron esas sombras que se proyec-
taban mínimas las que me daban miedo.
Las imágenes religiosas dormían a cada tramo, los

71
huecos en las paredes no eran ruinosos sino adapta-
dos para colocar estampas, flores o alguna vela en-
cendida aún en pleno día. Gárgolas y calaveras en
cualquier lugar y en todo lugar. Mirara hacia donde
mirara, templos y capillas. Luego comprendí que la
gente que vi en las calles se dirigía hacia ellas y como
estaban ubicadas en todas direcciones no había podi-
do darme cuenta de ello. Mi lógica es la de aquellos
que nos creemos medianamente normales ,así que
supuse cada uno iba a una tarea y destino diferente.
Claro que, como los que nos creemos medianamen-
te normales y rutinarios no percibí ningún comercio,
oficina o establecimiento público. Sólo casas de idén-
tico color sufrido y los templos acoplados a ellas.
Pasaron las horas y, por puro instinto o pura necesi-
dad de hallar algo diferente, caminé todas calles que se
anteponían. Lo más cansador era subir y bajar, cons-
tantemente, las escaleras que las poblaban. No sé si
cada construcción estaba más arriba o más abajo que
las otras. Un laberinto hubiera sido más lógico que
ese derrotero. No lo sabré nunca. Con una botella de
agua y un par de sándwiches, que había comprado en
el bar de la terminal, pasé el día.
Una bandeja de plata se sostenía sobre la cabeza del
lugar pero no parecía amenazar lluvia, apenas una
repetición del lugar, una compañía necesaria al sentir
de una ciudad en simulacro de duelo perpetuo.

72
Comenzó a oscurecer y las nubes acompañaron. En
ese momento, instantes antes de dar vuelta sobre mis
pasos para regresar a la habitación, un repiqueteo len-
to de las campanas del templo más alto, llamaron a
unción.
De todas partes apareció gente en dirección a él.
Aguardé unos minutos para asegurarme que ése era
el motivo y seguirlos de lejos. Era una forma de no
sentir más la insolencia de la falta de luz y el escrúpulo
o acostarme en la cama de alguien que ya no estaba
entre los vivos. Algo sucedía allá arriba. Todos se ha-
bían detenido en la puerta y del interior de la iglesia
salió otra cantidad de gente.
Subí a trancos o mejor dicho a la carrera la escalera,
enorme como enorme la construcción, peldaños an-
gostos y resbaladizos. Llegué a tiempo para confun-
dirme con todos, con los que habían llegado para ver
a los que salían llorando a mares ante un féretro. El
resto los imitaba.
Muchos años, demasiados, habían pasado desde que
algún lugareño falleciera, lo que significaba todo un
acontecimiento. La mayoría nunca había presenciado
una Misa de Cuerpo Presente ni tenido la oportunidad
de ver un cortejo fúnebre o, más aún, saber acera de
un muerto. Para la mayoría la muerte era una novedad.
Esto lo supe porque el encargado del bar me lo dijo
antes de partir y también antes de partir me confesó

73
que si no hubiera sido por este acontecimiento yo no
hubiera podido tener un lugar donde quedarme.
Nunca sabré el motivo pero, de hecho, fue la única
persona con la que me atreví a cruzar algunas pala-
bras más que un buen día, gracias o hasta luego y él
a confesar detalles. Quizás supuso que había elegido
ese destino con el fin con que tantos lo habían elegi-
do demasiados años atrás. Pero tampoco descifré cuál
podría ser.
Me sentí el personaje de una película de terror en las
entrañas de la roca perdida, entre hollín y oscuridad,
como quién vive con el ombligo doblado sobre el om-
bligo mirando el polvo en sus ojos. Sólo polvo de ayer.
Casi nadie había conocido la muerte hasta esa tarde.
Me acosté temprano, antes de que encendieran y lue-
go apagaron los cirios en las calles. No quería ver ese
espectáculo, no quería sentir lo que realmente sentía.
Dos pastillas para dormir hasta que asomara la lumi-
nosidad del amanecer, nunca el sol. Desperté con el
sobresalto de una pesadilla que no recordé pero tengo
la certeza de qué se trató. No cabía otro tema posible
en ese lugar.
Antes de hacer mi valija y dirigirme a la terminal tuve
una imperiosa necesidad que no sé si tenía relación
con el lugar o con un viejo dicho que repetía mi bis-
abuelo “Una persona que ama la vida debe, por lo
menos una vez en ella, visitar un cementerio”

74
Preparé mis piernas para un trayecto con leves sinuo-
sidades de piedra dura y despareja, preparé mi espíritu
para visitar a los que ya nada podían contarme, a los
que nada podría preguntarles.
Sobre el único desnivel bien empinado, se abrió un
paisaje de cielo y tumbas, amplio, con algunos arbus-
tos desperdigados entre ellos. No podría decir si mu-
chas o pocas. Una cruz torcida, un ángel caído o la
más atroz imagen de una loza tragada a medias por
la tierra, era lo único visible. Medida de años, de si-
glos. Imposible desentrañar. Sin flores ni floreros, la
maleza y el tiempo cubrían nombres y hombres que
fueron. Casi al final, casi escondida, casi sin historia,
aún un montículo de tierra, me recordó que reciente-
mente había muerto alguien, un hombre demasiado
viejo, demasiado blanco y quizás el único que alguna
vez había conocido este camposanto.
Partí en el micro de la tarde.
Única pasajera. Pensé que en esta zona nadie llegaba
ni nadie partía, solamente permanecía. Circunvaló el
pueblo con la lentitud del desgano que yo también
sentía, no por irme sino por haber llegado.
Desde la ventanilla, desde una posición distante y aje-
na al paraje, con el corazón aliviado, pude ver todo
Glastowsun. Una vez más me contradije con la idea
obsesiva de querer observar el mundo y las cosas a la
misma altura de los ojos.

75
El cementerio, en la meseta, abarcaba todo el pueblo.
El cementerio estaba arriba del pueblo. El cementerio
por encima de todos los habitantes, de las casas, los
cirios y las iglesias; el cementerio era el cielo del lugar.
Siempre había creído que los muertos dormían debajo
de la tierra que los hombres caminamos pero allí me
habían demostrado que hay mil formas de morir antes
de morir, de morir de alma y no de cuerpo, de morir
de desesperanza, de falta de deseos, de ignorancia y
desconsuelo, en el grito de los muertos tallados como
insignias. Una vez más una impresión que desquiciaba
mi espíritu me ganó en la batalla interna que se había
gestado en mis vísceras desde hacía un tiempo atrás
cuando empecé a sentir que no tenía sentido la vida,
cuando sólo escribir me acurrucaba en las entrañas de
los que habían partido, en los sepulcros que cargaba
en las espaldas, en el tiempo que no se iba ni venía. En
lo ignorado que buscaba y no amanecía.
Seguí mi viaje. No tenía motivos para volver, menos
en ese fugaz tiempo en que los temores escondidos
flameaban en mi mente. Maldecí recordar más que
cuando maldecía por no recordar.

76
LA BRÚJULA

Calchaquí era un nombre muy simpático y conocido.


Un nombre familiar y hacia allí me dirigí.
Antes que el avión tocara tierra y en el sobrevuelo que
debió hacer para que le dieran pista, me había sosega-
do por las malas elecciones de los destinos anteriores.
Después de todo podían ser meras casualidades. Yo
no elegía.
Desde las alturas –una vez más la altura– se veían
bosques y llanos y pequeñas casas enclavadas en los
mismos. Mi instinto me dijo que allí pasaría unos días
tranquilos, alejada de las experiencias vividas y, quizás,
amansaría mi espíritu y mi cabeza de los tantos engen-
dros que había resucitado, de los fantasmas que había
guardado en algún lugar de mí durante demasiados
años.
La pequeña cabaña tenía todas las comodidades, por
lo menos las que yo prendo siempre; sencillez, lim-
pieza, buen servicio. Pero a ésta se le sumaban otras
que en ningún otro lado hubiera pretendido. La ven-
tana de la habitación y la del comedor daban al sur, de
manera que si el calor del viento norte apretaba, en la
cabaña no lo sentiría. El living daba al oeste ya que,
según me explicaron también, era majestuoso ver caer
el sol entre las enramadas. Si bien debían vender sus

77
servicios, debo reconocer que al fin y al cabo estas
cosas así sucedieron.
Las hojas de los árboles saludaban al son del canto
de la brisa, se enojaban con el aire que las sacudía y,
en cada atardecer, los penachos más altos semejaban
faros. Faros de retazos de sol.
Una Secuoya, árbol de California que no nace natu-
ralmente en otra parte del mundo. Podría haber una
explicación a esa primera intriga pero no intenté bus-
carla. Bien o mal hecho no lo hice y esa fue la primera
de las tantas sorpresas que el lugar me deparó.
No recuerdo haber contado que una de las cosas que
jamás dejo de llevar conmigo, vaya a donde vaya, es
una brújula. Me la regaló mi padre cuando era chica
y, a pesar de los años, la mantengo impecable, prote-
gida entre dos capas de algodones dentro de su cajita
original. Una de mis fascinaciones es mirar el cielo, el
horizonte, las nubes de altura y de superficie, obser-
varlas para determinar los vientos, las diferentes for-
mas, colores y estados de amaneceres y ocasos. Amo
el cielo, ese lugar de la naturaleza que está más allá de
las bellezas cercanas.
Miro hacia arriba y lejos. ¿Será por eso la manía de no
querer estar yo a más altura de lo que amo? Aunque
en este viaje ya había trasgredido en dos oportunida-
des esa ridiculez.
Tan así me perdía entre las sensaciones de lo agres-

78
te que, con el tiempo, entendí eso que dicen algunos
acerca de la realidad. Dicen que no existe, que cada
uno la percibe de una forma diferente, que todo nos
dice algo de una manera que solamente cada cual pue-
de entender, que los símbolos son símbolos de una
verdad oculta a nuestros sentidos limitados. Tal vez
yo ya había incorporado a mi vida una lógica de lo
real que no se compadecía con otras. Tal vez por ello
este viaje extraño que había decidido emprender y no
emprender..
Tal vez este lugar tenía algo que decirme. Y así fue.
Fue el lugar, la brújula y el sol.
No había abierto la caja desde mi partida. No la había
necesitado. Pero mañana la abriré, me dije instantes
antes de dormirme.
Internarme en uno de los sectores del bosque, lo ame-
ritaba. Había descubierto y preguntado acerca de una
zona donde las ramas, los troncos, hasta la tierra pa-
recían una masa uniforme, parecían uno, desde lejos.
Un monte donde la palabra frondosidad resulta pe-
queña para definirlo.
Así comencé a recorrer la reserva, así mis pies lentos
se atrevieron a adentrarse en un lugar donde la som-
bra no lo hacía tenebroso. A cada paso, sobre el único
sendero a la vista, me asombré ante los árboles y ar-
bustos inmensos, las aves que se cruzaban a mi paso
sin demostrar temor a mi presencia, donde la tierra

79
era plácida. Caminé un tiempo indefinido hasta que
el sendero me mostró una curva importante. Allí me
detuve, saqué la brújula de mi mochila para verificar la
ubicación y orientarme ya que, por lógica, luego debía
regresar. La brújula marcó el norte. Me dirigí al norte.
La guardé y seguí por ese camino que sentía virgen a
pesar de saber que cada día era recorrido por muchas
personas.
Otro viro en el camino, más cerrado que el anterior.
La desorientación me atrapó ya que no esperaba tan-
tas vueltas. Volví a consultar mi brújula. Por extraño
que parezca marcó nuevamente el norte. Era imposi-
ble, estaba dando un giro y seguía diciéndome que el
norte quedaba hacia donde yo me dirigía y, antes, ha-
bía hecho lo mismo, yendo en otra notoria dirección.
La sacudí, limpié y volví a colocarla en la palma de mi
mano. El norte seguía fijo, adelante. Decidí guardarla.
No tenía sentido, me desorientaba más, me confundía
más. Seguiría el sendero y regresaría sobre mis pasos.
Tampoco quedaba demasiado tiempo. Me había in-
ternado lo suficiente como para notar que la umbra
era aviso de que el sol estaba partiendo de ese mundo
fantástico, de naturaleza plena, sofisticada vegetación,
y animales sin acechanza.
En un instante me encontré parada entre dos inmen-
sas Acacias, sus ramas entrelazadas dejaron ver un haz
de luz jamás imaginado que se mostró un sol reful-

80
gente en algún punto único, al final de un camino.
Absorta, incrédula y temerosa me paré entre los dos
troncos, mirando hacia lo que parecía ser el final de
ese sendero.
Allí parada, me vi. Me vi desnuda recogiendo aromas
en un mundo desconocido. El sendero era de una vir-
ginidad cierta. Me vi transitando un espacio de frutos
nuevos, aves y trinos azules, pequeños pájaros entre
las ramas, con manos de savia y sed de vuelo. Sentí el
aliento de la brisa y de las nubes. Sin dolor, mis pies
descalzos. Un sendero sin atajos. Una ventana abierta
que me aguardaba. Despojada de todo, como un re-
cién nacido, me vestía de luz. Caminaba hacia algún
lugar, todo olía a libertad dentro de ese espacio en
que otra yo, otra persona idéntica y absolutamente di-
ferente a mí, se movía y se me mostraba de espaldas.
El espejo más invertido en el que jamás me había con-
templado. No entendí. No atiné, solo me contemplé
en un lugar que no habitaba.
Palpé mi ropa, la mochila, miré mis pies calzados y
quise gritarme, llamarme, preguntarme hacia a dónde
iba, en dónde estaba. De mi boca no salió sonido al-
guno. Cualquier palabra que pensara se transformaba
en silencio.
Intenté una vez más explotar la palabra que no podía.
Intempestivamente, como un grito, de mi boca asomó
una sola palabra. Una palabra desconocida. No era la
palabra que intentaba decir, sino un sonido soberano.
El temor se convirtió en terror. Corrí lo más ligero

81
que pude por el sendero que me había llevado hasta
allí, un espacio ignoto donde me había contemplado
en un secreto no construido y en el espejo transfor-
mado de mi ser.
Cuando llegué a la salida de la reserva era noche ce-
rrada.
Nada podía calmar mi angustia, ¿Quién no hubiera
sentido angustia al verse imaginada o soñada o desea-
da y absolutamente desconocida?
Me acosté, dormí y al amanecer con dudas y certezas,
con temor y esperanzas, con la incertidumbre que na-
die más que uno mismo puede develar, me dirigí hasta
el poblado para que algún relojero revisara mi brújula
y partiría lo antes posible.
No cabía en mí la idea de tanta experiencia extraña.
Una sensación de bronca trepó desde mis pies hasta
mi cabeza y al pasar por el estómago un sabor agrio
amenazó con descomponer aún más mi vida y este
viaje.
Apenas un instante para entregarle mi brújula y co-
mentarle que andaba mal.
-¿Cómo lo sabe? -Interrogo displicente.
Le conté el desajuste que había tenido en la reserva
casi como al descuido, presuponiendo que era un
desperfecto fácil de solucionar, quizás algún material
magnético en la zona, o vaya a saber qué cosa que ni
se me cruzo por la cabeza.

82
Toda mi explicación tuvo por objeto provocar en el
hombre otra pregunta.
- ¿Estuvo en la reserva? ¿Qué le pareció, disfrutó?
Aunque eran preguntas inocentes de un lugareño a
una turista, lo que menos deseaba era contar mi expe-
riencia, lo que menos quería era recordar, conversar.
Solamente arreglar mi brújula, hacer las valijas e irme
a la terminal.
La mirada del hombre entre dulce y dubitativa me in-
citó a responder algo. Algunas palabras sencillas acer-
ca de la belleza del lugar. No más que eso pensé en
decirle. Sin embrago al querer expresarlas la sensación
de impotencia volvió a instalarse en mí.
Ninguna palabra asomó a mis labios sólo y nueva-
mente aquella palabra ininteligibles como la que me
había escuchado decir frente a la visión incierta que
aún me conmovía.
Sentí vergüenza o algo peor. La mirada hasta entonces
dubitativa del relojero se convirtió en sonrisa abierta.
-Nadie puede decirla. Bienvenida. Has encontrado tu
camino. -Dijo con placidez.
Me extendió la brújula, la tome en mis manos, la mire
y sin guardarla di media vuelta y me retiré apurada.
Mi espalda escuchó sus últimas palabras.
-Ya nunca más la necesitaras. Has hallado tu norte.

83
El barro

“Mientras que todas las otras guerras han sido peleadas por la
conquista de bienes o territorios, la de Troya se libró en pos de
lo inmaterial: fue la belleza el botín que valió la sangre de los
guerreros.”
Claudio Kairus

Creí que mi viaje había terminado, que la última ex-


periencia era el final de un aprendizaje que no había
soñado, que no había entendido más que superficial-
mente. Sin embargo un impulso de esos que suelen
arrebatarme hizo que mi estómago me dijera que de-
bía hacer una última parada.
Esta vez no busque nombre alguno hacia a dónde di-
rigirme. Me acerqué a la ventanilla y pedí un pasaje al
norte.
-¿Al norte de dónde?
-De acá, lo más al norte que tenga.
-Pero…hay muchos destinos al norte.
-Busque, por favor, el que quede más cerca del justo
norte.
-Pero….es…
-No importa qué sea o dónde sea…por favor… -casi
rogué.

84
La mirada de asombro del hombre la presintieron mis
espaldas mientras me alejaba a paso ligero para alcan-
zar el trasporte que estaba a punto de salir.

Arribé a un lugar como tantos, en nada diferente a los


que había conocido en todos mis viajes, en los otro
viajes, los que programaba y buscaba destinos y tours
para recorrer. No quería estar allí. Adentro y afuera
de la terminal comercios, gente corriendo un apuro
incomprensible, vidrieras y adornos y luces de neón.
En un instante de desilusión estuve a punto de re-
gresar y me recriminé por haberme dejado llevar por
impulsos.
Sin embargo estaba allí y yo lo había decidido. Tome
un taxi y le pedí que me llevara al norte.
Con el taxista se repitió la conversación que había te-
nido en la terminal al comprar el pasaje. Pero de igual
manera y vaya a saber por qué terminan accediendo
a mis extravagancias. Tomó calles, rotondas, una ruta
larga. Al final de la cinta de asfalto apareció un cami-
no de tierra. Tomamos por él y todo lo que había visto
desapareció ante una planicie de campos verdes.
El camino terminaba abruptamente, cerrado por una
gran extensión de girasoles a mirada pura hacia el sol.
-Es acá. –Me dijo –Amunet.
-Amunet. –Repetí.
Bajé, le pagué y sin más comencé a caminar.

85
Asomándose por la ventanilla me gritó:
-Al anochecer vendré a buscarla.
No respondí y la polvareda lo desdibujó en el regreso.
Era pleno mediodía, sol abrasador y viento tibio del
norte. Solo vi un caserío. Pequeñas construcciones
prefabricadas, dispersas, cultivos en los fondos, pe-
rros jugando por las calles de tierra. A esa hora no vi
más que a una o dos personas haciendo alguna labor
fuera de las casas. A nadie parecía llamarle la atención
mi presencia.
Así seguí caminando con el cansancio del día, con el
pudor de una invasora. Caminé y dos cusquitos me
siguieron gran parte del camino, Mis zapatillas esta-
ban llevas de polvo y mi cara seca. Seguí con destino
a lo que parecía un monte para sentarme a descansar.
Parece que los árboles siempre me esperan, me dije,
pesando en el viaje anterior.
Al llegar me di cuenta que eran más que un pequeño
montículo verde, resultó más profundo, más fron-
doso y fresco de lo que pensaba. Me alegre por ello
y seguí internándome mientras escuchaba un rumor
lejano de agua que alentó mis pasos.
En algún lugar, en algún momento, la arboleda desa-
pareció y asomó un gran espacio, rodeado de árboles,
pero como si algo o alguien hubiera quitado los tron-
cos adrede. Un círculo perfecto y un silencio de brisa.

86
Allá, cerca de un riacho, una casita humilde y un hom-
bre de espaldas a mí.
Nuevamente me sentí una usurpadora pero necesi-
taba beber agua y descansar un poco. Caminé lento
hacia él. Cerca, escuche que canturreaba una canción
que no reconocí pero sonaba suave y cálida, serena
como todo ese lugar.
A punto de decir algo para no causar una incomodi-
dad o un sobresalto, ese hombre me ganó de mano de
una manera indecible. Miré la voz que veía del lugar
donde estaba. Se levantó y una sonrisa sobre el rostro
con tez de bronce me serenó.
-Es aquí – Me dijo.
Tantas cosas habían pasado en este extraño viaje que
por un instante creí saber que nada debía buscar y
entregarme a lo que estaba sintiendo, ir hacia donde
los pasos me llevaban por una vez en toda mi vida,
aunque no supiera hacia dónde iba, qué buscaba, si
acaso era algo.
Me presenté como pude, balbuceando disculpas por
entrar al lugar y con la rigidez en los labios que que-
rían llorar y gritar.
Me dio la mano, dijo llamarse Arquímedes, que era
alfarero y vivía en ese lugar desde hacía muchos años,
fabricaba todo tipo de artesanías pero lo que más
amaba era fabricar vasijas. La tierra tan seca del lugar

87
no era obstáculo, tenía un gran pozo de agua y la na-
turaleza le brindaba lo necesario para hacer su trabajo.
Mientras contaba estas cosas no dejó de acariciar la
tierra húmeda en sus manos y, lentamente, le daba
forma. Esos movimientos suaves -todo allí era suave-
me conmovieron, rozaron algún lugar dentro. Cada
vez que acariciaba torneando lo que sería una vasija,
mi corazón latía a su ritmo: lento, tranquilo, sedante.
Fue en ese momento en que me atreví a pedirle me
enseñara a hacerlas, que le pagaría por ello.
-Compartir no tiene precio, no porque no pueda va-
luarse, sino porque no debe tenerlo.
Así comencé a aprender.
En los cuatro días que estuve en el lugar me dediqué
a hacer vasija tras vasija, recogiendo tierra del vado
del arroyo. Trabaje de sol a sol feliz. Por la noches
dormía en un deposito donde el guardaba todos sus
instrumentos de trabajo y que acomodo dándome un
colchón y una lámpara. Eran noches plácidas. Cená-
bamos en su casilla y luego me iba a descansar com-
prometida con mi aprendizaje. La última noche no
pude conciliar el sueño y toqué a la puerta de la casa.
Me abrió desconcertado ya que nunca lo había hecho.
Entré con una sonrisa y le extendí una vasija que ha-
bía hecho ese día, la que considere más linda, mejor
hecha.

88
Él sonrió y la colocó en un lugar preferencial de su
casilla. Se dio vuelta y me dijo:
-Vamos a ver tus otras obras.
Sentí vergüenza pero accedí.
En un rincón de mi guarida, como yo la llamaba, estaban
todas las que había hecho desde el primer día, desde
la más informe y ridícula hasta la que no había llegado
siquiera a decorar. Él me hizo acercar a ellas y asomar-
me adentro de cada una.
-¿Qué ves?
-¿Adentro? …nada. -respondí.
-¿Y en la nueva y la que consideras más perfecta que
viste adentro?
- No miré, pero ... supongo que nada tampoco.
Me tomó del hombro y fuimos a sentarnos en el es-
calón de la entrada bajo un cielo repleto de estrellas
como sólo se ve en los lugares aislados de las luces.
Con voz pausada, como en susurros, dijo: Pensarás
que estoy loco al preguntarte qué viste adentro de las
vasijas. Pero el alfarero sólo construye un continente
para que cada uno vea en él lo que es. Adentro están
los recuerdos, la búsqueda, los deseos, esperanzas, la
falta, el todo. La vasija sos vos. Como sos la roca, esa
que los escultores le dan forma y sentido a la materia
informe. Te estuviste construyendo estuviste apren-
diendo a construirte y esa es la mejor misión en la
vida.

89
Me miró como esperando una respuesta pero no la
tenía, sólo pensé en aquella visión en el bosque, des-
nuda ante mí y dentro de una luz.
-¿Si debo vivir hincada buscando la huella, el polvo
que fui, la sombra que adelanta el tiempo por vivir, si
es tan profundo el hoyo donde guardo el atisbo de luz
y el lugar donde me sumerjo para ser? ¿Cómo es eso
de morir de pie?
No respondió, me besó con dulzura y me dio las bue-
nas noches.
-Supongo que ahora yo debo buscar las respuestas
a esas preguntas que encandilan mis sentidos…Es
tiempo de partir.
El último día me desperté temprano y lo pasé disfru-
tando cada rincón del paisaje con la certeza de que
nunca volvería a estar allí.
Me bañé en el río como cada día, miré mi reflejo en
el agua mansa pero nunca igual, aplaudí cuando las
hojas de los árboles se entrenían con el viento y to-
qué las rocas vírgenes bajo el arrullo de los pájaros y
ladridos de perros. El sol siempre abrasador, envol-
vente. Abandonada a la frágil balsa, caminé sobre los
rayos del lugar donde se concentra el todo, hacia el
centro cambiante que muda ayeres y consagra presen-
tes. Arrebaté la belleza que aplaude en el corazón del
universo.
Al atardecer me acompañó hasta el lugar desde donde

90
regresaría. Caminamos el poblado que ya comenzaba
a dormirse. Miré las sombras de los cuerpos que se
nos adelantaban mientras el sol se ponía a nuestras
espaldas.
-La hora de la sombras largas – Dije con voz de tris-
teza -la hora donde se van destiñendo los colores del
día ...
-Estás triste… ¿Por qué?.
- El sol ya se va –y una lágrima corrió por mi mejilla.
Él puso la mano sobre mi hombro y me acurrucó jun-
to a si.
-Siempre hay cosas raras en el mundo, cosas que qui-
tan la paz, que tapan el sol…
- El sol nunca se va. No te preocupes, te lo digo de
verdad. Siempre hay escondido algo que no podrás
ver en ese afuera, un algo oculto en algún lugar y ese
algo atravesará todas las murallas que se interpongan
en tu vida. Ya sabes que las hay sino…no hubieras
pensado en eso, pero confía en que siempre hay sol,
hay luz, hay claridad más allá de la umbra, más allá de
los claroscuros, siempre adentro del todo hay alguna
luz, sólo tenes que buscarla y el resto de las sombras
se derribarán. Pero…la luz más importante es la que
vos llevas, la que enciende tus mañanas y camina de-
lante para guiarte. Nadie más que vos puede encon-
trarla. Ahora el sol se duerme un tiempo pero, por ley,
vuelve a sonreír en el oriente cada día. En tus noches

91
y tus días, en el tiempo que dure cada uno. Está en tu
alma.
-Fueron sus últimas palabras y también las mías.
En el comienzo del camino de tierra por el que había
llegado, le di un abrazo y subí al taxi. El auto arrancó,
giró y regresó por el mismo camino sobre el que me
había llevado.
Por la ventanilla lo vi desdibujarse con una mano alza-
da despidiéndome.
El taxista no dijo nada.
Mi reacción fue de extrañeza pero sentía tanta calma
que sólo atiné a preguntar:
-¿Cómo estaba usted allí?
- Le dije que estaría esperándola al atardecer…
No hubo necesidad de más palabras. Hubieran sido
en vano.
Me dejó en la terminal y, por primera vez en este reco-
rrido, pedí un boleto de regreso a mi pueblo.

Ahora tenía un destino. Ya no me sentía una pasajera


en el ocaso.

92
INICIO

Encendí las luces, desarmé las valijas, dejé las prendas


sobre la cama, acomodé los libros sobre la mesa de
luz y los cuadernos al lado de mi sillón, junto a un
vaso de whisky.
Nada había leído en todo el viaje, nada había escrito.
Todo había sido demasiado insólito, como la revela-
ción detrás de una obscena conciencia oscurecida. Me
di una ducha caliente y, arropada, volví al sillón, no sin
antes apagar todas las luces.
Pensé, cómo se pueden pensar en las cosas extrava-
gantes y diversas, tratando de encontrar un sentido a
esa experiencia. Recordé como el día en que partiera:
que ese día era un aniversario muy triste y que abuela
me había dicho algo que no podía recordar. El resto,
un vidrio esmerilado. Sólo relámpagos, destellos, imá-
genes, frases sueltas. Quizás el cansancio, quizás.
En ese instante, que es ahora, afloran: la mujer oscura
que siempre miraba, sin ver, al sol, los que no cono-
cían a la muerte pero vivían sucumbidos, mi imagen
desnuda frente a mí como en un espejo imaginario y,
la voz de Melquíades hablando de vasijas forjadas, de
la nada y el todo, del cincel que golpea el mármol para
darle forma y las sombras y el sol que daba vueltas a

93
mi alrededor y me poseía, y la brújula y el norte y el
sol y el oriente.
Tres golpes a la puerta me sobresaltaron. La casa se-
guía oscura pero por algunas ranuras se filtraba una
luz. Entre dormida me levanté y la abrí. Una figura se
recortaba a contraluz y esa luz me encandiló.
El sol asomaba pleno sobre el horizonte bordando
surcos de plata en el mar.
-Helena…¿Qué pasa?
Tardé unos minutos en darme cuenta que era Ho-
racio, por un instante pensé que era el hombre que
había visto en el comedor del hotel en mi primera
parada del viaje.
-¿Estás bien?
-Si, ¿por qué?
- No sé…me pareció raro ver puestos los postigos y
vos somnolienta a esta hora, somnolienta y encerrada.
-Es que …debo haberme quedado dormida en el si-
llón. Llegué muy tarde y muy cansada del viaje.
-¿De qué viaje?
- Esperá que ahora te cuento, es tanta mi contrarie-
dad mezclada con dudas y respuestas …todo fue tan
extraño.
Me abrazó con la ternura acostumbrada y sus besos
dulces olieron a frutos salvajes y gotas de mar.
Cuando salí del baño ya más recompuesta y luego de

94
una taza de café, ante su mirada extraña y mi extrañe-
za por la suya, comenzó a observar las valijas abiertas
y la ropa sobre la cama.
-¿A dónde te vas? ¿No pensabas decirme nada? ¿Qué
pasa?
- No, no me voy a ningún lado…vengo. Te dije que
me fui de viaje. Sé que fue algo intempestivo y no te
avisé pero necesité escapar …aunque….
Me interrumpió alterado.
-¿Escapar de qué? ¿A dónde te fuiste? No. No te fuis-
te, te vas…
- No me voy a ningún lado y por un buen tiempo te
lo aseguro.
- Tenes la ropa lista para meter en las valijas…
- No, las saqué apenas llegué y no tuve tiempo de
guardarla…fundida. Un viaje muy extraño.
-No puedo entenderte …si antes… hace….
-¿Hace cuánto...qué?...no empecés con los reclamos.
Él bajó a cabeza y aferró la taza con las dos manos.
Igual que aquel hombre. A ambos se les veía solamen-
te el cabello entrecano y adivinaba una mirada en la
hondura del negro café.
-¿Por qué me miras así?
Debí haber disimulado por lo menos hasta que le con-
tara todo el viaje y pudiera entender y, a lo mejor, yo
también podría entender.

95
-No seas tan ansioso, demasiada incertidumbre y mu-
cho en qué pensar …dame tiempo. Aguantame que
me pongo un abrigo y vamos a caminar por la pla-
ya…la extraño ¿sabes?...y te cuento…bueno si es que
puedo.
Mientras yo decía y pensaba estas cosas, mientras iba
a buscar mi campera preferida para las caminatas, él se
había sentado en mi sillón, como tantas veces y estaba
hojeando los cuadernos.
-No pude escribir nada. Ni una línea…
En ese momento se levantó de golpe, miró los posti-
gos aún sin sacar, las cortinas cerradas y se dio vuelta
hacia mí con dos cuadernos abiertos. Caminó lento y
me fue mostrando el resto.
Estaban todos escritos. Cada página, cada una de ellas
y de cada uno de ellos. Parado frente a mí comenzó a
leer párrafos sueltos de una historia, de un viaje. Eran
mis vivencias, era algo así como mi diario. Pero yo
no había escrito una sola palabra y de eso también se
dio cuenta porque no era ni mi letra ni mi estilo de
escritura.
-Esto es rarísimo y muy…jugoso… pero…¿de quién
es?
- No lo sé, yo no lo escribí te digo pero…pero es lo
que me pasó en el viaje que hice en este tiempo.
-¿Qué tiempo, qué viaje?…si…

96
-Me fui de viaje te digo, un viaje raro, movilizador
hasta te diría revelador….me fui…no ves que recién
llego…
La discusión y las contradicciones llegaron a un pun-
to sin retorno. Le dije que era mejor seguir hablando
afuera mientras caminábamos y el sol se levantaba ha-
cia el cielo. -Hace mucho que no lo veo sobre el mar.
Callado, me siguió. Cerré la puerta y bajé los escalo-
nes de madera hasta tocar la arena. Se detuvo como
esperando algo y yo lo miré con los ojos llenos de más
interrogantes.
-La puerta -Me dijo con un temblor en la voz.
-Ya la cerré.
-Si, ya sé pero…no tocaste el picaporte para asegu-
rarte. Desde que te conozco jamás, jamás dejas de
hacerlo…es tu manía.
En ese instante me di cuenta que era cierto lo que me
decía. En ese instante y como una ráfaga de memoria
inconclusa sentí que aquello que supuestamente mu-
cho atesoraba y, por tanto tiempo, creí se encontraba
en algún lugar de la casa, lo llevaba conmigo.
-El sol está adentro de mí. -Respondí con una sonrisa
suave.
La luz amanecida se esquinaba en mi antigua oscuri-
dad, en algún bolsillo del sol, en la sombra de la vida
desaprovechada, en el límite del destino y en cualquier

97
esperanza. Con un suspiro de alivio sonreí y murmuré
a su oído mientras lo tomaba del brazo.

El resto es pura anécdota. Eso solemos decir los que


no sabemos cómo contar cosas que son pantallazos
de existencia, recortes de tiempo y sucesos que mar-
can nuestra vida. Una vida llena de intrigas que ador-
naban la historia de un sol que me había prohibido en
vano .
Creo que le conté una historia mientras mi rostro se
iluminaba con el sol del oriente.
Nos alejamos lentos. La veleta giraba en todas direc-
ciones. Esa veleta colocada en el techo de mi casa y
que había sacado antes de partir, como siempre, pero
que no había colocado al regresar.

98
Indice

PRÓLOGO..............................................................................9

EL GRITO..............................................................................15

LA VIEJA CASONA.............................................................18

PARÁLISIS..............................................................................22

SIN TIEMPO..........................................................................25

RE VISIÓN.............................................................................31

UN CUENTO LARGO........................................................34

TOMADOS.............................................................................36
FIESTA....................................................................................42

AUNQUE LOS RELOJES ..................................................45

DIGAN LO CONTRARIO.................................................45

MUJER DE DOS MUNDOS..............................................47

TROYA ESTÁ AFUERA Y

EL SOL ESTÁ ADENTRO.................................................51

99
100

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