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Foto: AP.

MIL PALABRAS POR UNA IMAGEN


¡Putin sonríe!
2015/12/11
POR ANTONIO CABALLERO

Este irreconocible señor de la foto es Vladimir Putin sonriendo. Es increíble que en los 15
años que lleva mojando prensa —como presidente de Rusia, como primer ministro, como
presidente otra vez — nunca se haya visto a Putin sonreír en una fotografía. Y aquí está,
por fin, en El Espectador del 25 de noviembre, en una foto medio borrosa y pequeñita, poco
adecuada para festejar el acontecimiento. Nada comparable había ocurrido en el mundo
desde 1930, cuando la prensa universal destacó la noticia en todos los continentes como la
más importante producida por el recién inventado cine parlante: GARBO TALKS! (Greta
Garbo habla). Hoy la historia se repite: ¡PUTIN SONRÍE!

No parecía posible. Llevábamos 15 años viendo a Putin posar ante las cámaras en la mayor
variedad de actitudes imaginable: estrechando la mano de otros jefes de Estado, pescando
salmón con el torso desnudo, disparando pistola o rifle de mira telescópica, montando a
caballo, cazando osos, pilotando un submarino, practicando judo, nadando con delfines. Y
nunca sonreía. Hiciera lo que hiciera, guardaba siempre el mismo semblante inmóvil de
cadáver: pálido, desvaído de color y de pelo, con los pequeños ojos tártaros incoloros,
glaucos, encapotados bajo el peso del párpado, semioculta la mirada quieta de pájaro de
presa, recta y horizontal la larga boca eslava que podría ser sensual si no estuviera
férreamente sometida a la voluntad de las comisuras siempre tensas. Una sonrisa, jamás. Su
arquitectura facial no parecía permitírselo. Era capaz, a veces, de contraer los labios una
mueca meliflua que era como el remedo de una sonrisa de eclesiástico, o de estirarlos, sin
separarlos, en una contorsión de burla pérfida, casi exageradamente pérfida, de malo de tira
cómica. Si quisiera, podría obtener un papel de malo de película de James Bond, haciendo
sin torcer el gesto las mismas cosas que estos suelen hacer: estrangular, sacar ojos, conducir
automóviles. Sonreír, nunca.

He buscado en Google sonrisas de Vladimir Putin. No las hay. Lo más parecido que
encontré, entre cientos de fotografías de su cara inexpresiva de muerto, fue un esbozo de
aleteo lascivo de los labios cuando miraba a una bella gimnasta de quien se dice que es su
amante.

Pero ya digo: es que no tiene una cara hecha para sonreír. Mírenlo en esta foto: se le nota
que no sabe. Se le endurecen los hombros, comprimidos por la chaqueta oscura, y se le
hincha el cuello bajo el nudo de la corbata; se le aprietan los ojos hundidos y bizquean en el
fondo de las órbitas; el labio superior se le estira sobre los dientes diminutos. Y parece que
fuera a mover las orejas.

Esa incapacidad física para la sonrisa, que es lo que distingue a los seres humanos de los
robots, debe ser una secuela neurológica del primer oficio de Putin, que durante 20 años fue
el agente secreto. Su juventud transcurrió en las oficinas cavernosas del Comité para la
Seguridad del Estado de la Unión Soviética, el temido KGB. De ahí, cuando con el
hundimiento del comunismo se desmanteló la URSS y su organismo de espionaje fue
disuelto, pasó a hacer el mismo trabajo en el recién creado FSB, Servicio Nacional de
Seguridad de Rusia, del cual pronto llegó a ser director. A continuación saltó al cargo de
vicepresidente de Rusia bajo Boris Yeltsin, y sin transición al de presidente, que sigue
ocupando hoy al cabo de 15 años. Su carrera recuerda la del santo patrón de los espías, el
tenebroso Joseph Fouché, que como perpetuo ministro de la Policía dirigió los servicios
secretos de Francia durante la Revolución, el Consulado, el Imperio, la Restauración de la
Monarquía, los Cien Días napoleónicos y la Restauración definitiva, retirándose al fin
convertido en el hombre más rico de Francia. Tampoco él, como Putin, sonrió nunca en sus
retratos.

Como presidente, Putin ha conseguido empezar a recuperar en parte el perdido poder


imperial de Rusia, aplastando las sublevaciones nacionalistas que siguieron al
desmembramiento de la URSS y recuperando por la fuerza los territorios de Crimea y de
media Ucrania rusófona, y restaurando su influencia en el Oriente Medio a través de su
apoyo al gobierno sirio. Y es por eso que hoy, por fin, sonríe.

No es una sonrisa abierta, profesional, de modelo odontológico norteamericano, digamos:


como la que tenía John Kennedy o la que sabía encender y apagar a voluntad Jimmy Carter
como si apretara un botón eléctrico. Pero tal vez esta indecisa media sonrisa, de una sola
ristra de dientecillos grisáceos como perlas cultivadas, de mejillas encendidas por la
emoción y ojitos tapados no ya por la caída del párpado superior sino por el ascenso del
inferior, y de orejas altas y puntudas como de gnomo de jardín, tal vez esta sonrisa todavía
más mecánica que verdaderamente humana empiece a perder Vladimir Putin su prestigio de
hombre serio.

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