Está en la página 1de 7

y le expresó sus esperanzas de que se encontrasen todos en St. James.

Darcy se encogió de
hombros, pero cuando ya sir

William no podía verle.

La vulgaridad de la señora Philips fue otra y quizá la mayor de las contribuciones impuestas a su
paciencia, pues aunque dicha

señora, lo mismo que su hermana, le tenía demasiado respeto para hablarle con la familiaridad a
que se prestaba el buen humor de

Bingley, no podía abrir la boca sin decir una vulgaridad. Ni siquiera aquel respeto que la reportaba
un poco consiguió darle

alguna elegancia. Elizabeth hacía todo lo que podía para protegerle de todos y siempre procuraba
tenerle junto a ella o junto a

las personas de su familia cuya conversación no le mortificaba. Las molestias que acarreó todo
esto quitaron al noviazgo buena

parte de sus placeres, pero añadieron mayores esperanzas al futuro. Elizabeth pensaba con delicia
en el porvenir, cuando

estuvieran alejados de aquella sociedad tan ingrata para ambos y disfrutando de la comodidad y la
elegancia de su tertulia

familiar de Pemberley.

CAPÍTULO LXI
El día en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran bienaventuranza
para todos sus sentimientos

maternales. Puede suponerse con qué delicioso orgullo visitó después a la señora Bingley y habló
de la señora Darcy. Querría poder

decir, en atención a su familia, que el cumplimiento de sus más vivos anhelos al ver colocadas a
tantas de sus hijas, surtió el

feliz efecto de convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa para toda su vida; pero quizá
fue una suerte para su marido

(que no habría podido gozar de la dicha del hogar en forma tan desusada) que siguiese
ocasionalmente nerviosa e invariablemente

mentecata.

El señor Bennet echó mucho de menos a su Elizabeth; su afecto por ella le sacó de casa con una
frecuencia que no habría logrado

ninguna otra cosa. Le deleitaba ir a Pemberley, especialmente cuando menos le esperaban.

Bingley y Jane sólo estuvieron un año en Netherfield. La proximidad de su madre y de los parientes
de Meryton no era deseable ni

aun contando con el fácil carácter de Bingley y con el cariñoso corazón de Jane. Entonces se realizó
el sueño dorado de las

hermanas de Bingley; éste compró una posesión en un condado cercano a Derbyshire, y Jane y
Elizabeth, para colmo de su felicidad,

no estuvieron más que a treinta millas de distancia.

Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo con sus dos hermanas
mayores; y frecuentando una
sociedad tan superior a la que siempre había conocido, progresó notablemente. Su temperamento
no era tan indomable como el de

Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó, gracias a una atención y dirección conveniente, a ser menos
irritable, menos ignorante

y menos insípida.

Como era natural, la apartaron cuidadosamente de las anteriores desventajas de la compañía de


Lydia, y aunque la señora Wickham la

invitó muchas veces a ir a su casa, con la promesa de bailes y galanes, su padre nunca consintió
que fuese.

Mary fue la única que se quedó en la casa y se vio obligada a no despegarse de las faldas de la
señora Bennet, que no sabía estar

sola. Con tal motivo tuvo que mezclarse más con el mundo, pero pudo todavía moralizar acerca de
todas las visitas de las mañanas,

y como ahora no la mortificaban las comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su


padre sospechó que había aceptado el

cambio sin disgusto.

Nueva pagina

160

En cuanto a Wickham y Lydia, las bodas de sus hermanas les dejaron tal como estaban. Él
aceptaba filosóficamente la convicción de
que Elizabeth sabría ahora todas sus falsedades y toda su ingratitud que antes había ignorado;
pero, no obstante, alimentaba aún

la esperanza de que Darcy influiría para labrar su suerte. La carta de felicitación por su matrimonio
que Elizabeth recibió de

Lydia daba a entender que tal esperanza era acariciada, si no por él mismo, por lo menos por su
mujer. Decía textualmente así:

«Mi querida Lizzy: Te deseo la mayor felicidad. Si quieres al señor Darcy la mitad de lo que yo
quiero a mi adorado Wickham, serás

muy dichosa. Es un gran consuelo pensar que eres tan rica; y cuando no tengas nada más que
hacer, acuérdate de nosotros. Estoy

segura de que a Wickham le gustaría muchísimo un destino de la corte, y nunca tendremos


bastante dinero para vivir allí sin alguna

ayuda. Me refiero a una plaza de trescientas o cuatrocientas libras anuales aproximadamente;


pero, de todos modos, no le hables a

Darcy de eso si no lo crees conveniente.»

Y como daba la casualidad de que Elizabeth lo creía muy inconveniente, en su contestación trató
de poner fin a todo ruego y sueño

de esa índole. Pero con frecuencia le mandaba todas las ayudas que le permitía su práctica de lo
que ella llamaba economía en sus

gastos privados. Siempre se vio que los ingresos administrados por personas tan manirrotas como
ellos dos y tan descuidados por el

porvenir, habían de ser insuficientes para mantenerse. Cada vez que se mudaban, o Jane o ella
recibían alguna súplica de auxilio
para pagar sus cuentas. Su vida, incluso después de que la paz les confinó a un hogar, era
extremadamente agitada. Siempre andaban

cambiándose de un lado para otro en busca de una casa más barata y siempre gastando más de lo
que podían. El afecto de Wickham por

Lydia no tardó en convertirse en indiferencia; el de Lydia duró un poco más, y a pesar de su


juventud y de su aire, conservó todos

los derechos a la reputación que su matrimonio le había dado.

Aunque Darcy nunca recibió a Wickham en Pemberley, le ayudó a progresar en su carrera por
consideración a Elizabeth. Lydia les

hizo alguna que otra visita cuando su marido iba a divertirse a Londres o iba a tomar baños. A
menudo pasaban temporadas con los

Bingley, hasta tan punto que lograron acabar con el buen humor de Bingley y llegó a insinuarles
que se largasen.

La señorita Bingley quedó muy resentida con el matrimonio de Darcy, pero en cuanto se creyó con
derecho a visitar Pemberley, se le

pasó el resentimiento: estuvo más loca que nunca por Georgiana, casi tan atenta con Darcy como
en otro tiempo y tan cortés con

Elizabeth que le pagó sus atrasos de urbanidad.

Georgiana se quedó entonces a vivir en Pemberley y se encariñó con su hermana tanto como
Darcy había previsto. Las dos se querían

tiernamente. Georgiana tenía el más alto concepto de Elizabeth, aunque al principio se asombrase
y casi se asustase al ver lo
juguetona que era con su hermano; veía a aquel hombre que siempre le había inspirado un
respeto que casi sobrepasaba al cariño,

convertido en objeto de francas bromas. Su entendimiento recibió unas luces con las que nunca se
había tropezado.

Ilustrada por Elizabeth, empezó a comprender que una mujer puede tomarse con su marido unas
libertades que un hermano nunca puede

tolerar a una hermana diez años menor que él.

Lady Catherine se puso como una fiera con la boda de su sobrino, y como abrió la esclusa a toda su
genuina franqueza al contestar

a la carta en la que él le informaba de su compromiso, usó un lenguaje tan inmoderado,


especialmente al referirse a Elizabeth, que

sus relaciones quedaron interrumpidas por algún tiempo. Pero, al final, convencido por Elizabeth,
Darcy accedió a perdonar la

ofensa y buscó la reconciliación. Su tía resistió todavía un poquito, pero cedió o a su cariño por él o
a su curiosidad por ver

cómo se comportaba su esposa, de modo que se dignó visitarles en Pemberley, a pesar de la


profanación que habían sufrido sus

bosques no sólo por la presencia de semejante dueña, sino también por las visitas de sus tíos de
Londres.

Con los Gardiner estuvieron siempre los Darcy en las más íntima relación. Darcy, lo mismo que
Elizabeth, les quería de veras;

ambos sentían la más ardiente gratitud por las personas que, al llevar a Elizabeth a Derbyshire,
habían sido las causantes de su

unión.
Nueva pagina

161

También podría gustarte