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Personalismo o liderazgo

Juan Carlos Rey


Serie
Cuadernos
de Ideas
Políticas “Amanecimos sobre la palabra angustia” fueron palabras
democrático
empleadas por un estudiante poeta de la llamada “generación del
28” para describir el estado de espíritu que condujo ese año a
El caso de Rómulo Betancourt
una inmensa mayoría de universitarios caraqueños a enfrentar la
“dictadura perpetua” del general Juan Vicente Gómez. Dictadura
que había convertido a la Venezuela que pintaba bien la glosa                                               
Nº 5 inventada por el inextinguible humor popular venezolano para

Personalismo oliderazgo democrático  El caso de Rómulo Betancourt


referirse a Unión, paz y trabajo, el lema favorito del gobierno:
“Unión en las cárceles, paz en los cementerios y trabajo en las
carreteras”.

Aunque trascendente, el gesto estudiantil de lucha por la


libertad tenía ya tradición en un país con simultáneas historia de
dictadores e historia de resistencia a las dictaduras, en cuyo último
desempeño, en conjunto con el combate por el gobierno civil, los
estudiantes habían ocupado un lugar desde tiempos del doctor José
María Vargas, el Rector de Universidad devenido Presidente de la
República en 1834.

Por su audacia, los universitarios de 1928 debieron soportar


cárceles, trabajos forzados y exilios, pero, en compensación,
Serie
marcaron un punto particularmente luminoso en “la larga marcha
Cuadernos
Juan Carlos Rey 
del pueblo venezolano hacia la democracia”.
de Ideas
Este libro reúne algunos de un número incontables de
Políticas
testimonios (manifiestos, discursos, poemas, cartas y hasta diarios)
que permiten seguirle la pista, desde 1914 a 1958, a combates que
todavía hoy tienen capacidad de convocatoria, permitiendo hacer
buena, para bien o para mal, la frase del poeta Antonio Machado:
“Hoy es siempre todavía”.

Nº 5
Personalismo o liderazgo
democrático
El caso de Rómulo Betancourt

Juan Carlos Rey


Coordinación de la edición: Virginia Betancourt Valverde

© De esta edición para todos los países


Fundación Rómulo Betancourt, Caracas, Venezuela, 2008

Diseño de portada: Analiesse Ibarra


Ilustración de portada: Pedro León Zapata

Hecho el depósito de Ley


Depósito Legal: lf 53920073204082

ISBN:

Paginación y arte final: Helena Maso


Impresión:
Introducción

Si nos propusiéramos evaluar la capacidad de un político


en función de su habilidad para conquistar y conservar el po-
der, y tratásemos de medir tal capacidad a través de indicado-
res tales como el tiempo durante el cual gobernó y la cuantía de
recursos de todo tipo de los que dispuso, sin duda que varios
presidentes venezolanos, tanto de la época democrática como
anteriores a la misma, parecerían que superan a Rómulo Betan-
court. Su extraordinaria capacidad política, que es reconocida
por sus propios enemigos, no se refleja en los escasos 8 años, de
las dos ocasiones —muy distintas entre sí, pero ambas llenas de
dificultades— en que desempeñó la Jefatura del Estado. Pero si
quisiéramos medir la influencia que llegó a ejercer en la política
venezolana y su capacidad para señalar nuevos rumbos y para
crear, en función de ellos, instituciones y formas de vida per-
durables, creo que podemos afirmar —aunque carezcamos para
una eventual medición de indicadores sencillos y confiables—,
que son muy pocos los políticos en toda la historia venezolana
que pueden comparársele.
El tema central de este ensayo es especialmente oportuno,
en momentos en que en Venezuela estamos viviendo una grave
crisis de la institucionalidad política y un auge desenfrenado de
un personalismo caudillista, contra el que Betancourt luchó gran
parte de su vida. El ensayo consta de dos partes. En la primera,
se describe esa lucha a favor de la institucionalidad democrática,

5
que se desarrolla mediante la creación de un partido responsa-
ble, que finalmente va a ser AD, y que culmina en el quinque-
nio1959–1964, durante el cual Betancourt ejerció por elección
democrática la Jefatura del Estado, y en el que logra realizar el
ideal por el que siempre había luchado: la instauración en Ve-
nezuela de un orden político democrático estable, como nunca
antes lo había conocido el país, que perduró por todo el resto del
siglo. En la segunda parte del ensayo analizo la crisis e involución
de los partidos responsables, especialmente de AD, proceso que
se acelera sobre todo después de la muerte de Betancourt, y que
en mi opinión fue uno de los factores más importantes para el
total hundimiento, al culminar el siglo, de la democracia repre-
sentativa que habíamos instaurado a partir de 1958.
Ni que decir tiene que, dados los límites que me impone esta
presentación, sólo podré tratar en ella un aspecto muy reducido
y concreto, escogido entre la gran riqueza de ideas y actividades
que Betancourt desplegó. Se trata de su concepción acerca de la
contribución de los partidos políticos —y ante todo de Acción
Democrática— a la institucionalidad republicana democrática.
Sirva, sin embargo, para justificar mi elección la convicción del
propio Betancourt —según el testimonio de su secretario en la
Presidencia y confidente Ramón J. Velásquez (1988, p. XXXII)—
de que su obra central, aquella de la que se sentía más orgulloso,
no era el haber sido por dos veces Jefe de Estado, sino el haber
creado una institución, como el Partido Acción Democrática,
que fue decisiva para la modernización y para la instauración de
la democracia en Venezuela.

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I

Un partido responsable:
Acción Democrática

¿Caudillo tradicional o líder moderno?

Entre los enemigos de Rómulo Betancourt (pues a todo


gran hombre, en especial si es político, no le pueden faltar ad-
versarios), algunos lo han tildado como el último gran caudi-
llo del siglo XIX, tratando maliciosamente, mediante el uso de
este calificativo, de desacreditar su obra política, al presentarlo
como un dirigente personalista y arbitrario, además de anticuado,
pues tales son las características negativas que tradicionalmente
se han atribuido a nuestros caudillos históricos. Pero, en reali-
dad, sería mejor calificarlo como el primer y más grande líder
político venezolano del siglo XX. Líder y caudillo son términos
que se oponen y que se refieren, respectivamente, a las dos caras
enfrentadas de la política venezolana: el institucionalismo como
opuesto al personalismo político.
La contraposición entre el caudillismo, como expresión del
personalismo autoritario tradicional, y el liderazgo, propio de
una sociedad moderna y políticamente más abierta, es un tema
de discusión muy importante en la Venezuela posgomecista.
Un desarrollo típico del tema fue el de Augusto Mijares, quien
considera al caudillo como una fuerza personalista, egoísta y
antisocial (Mijares 1998, p.181), que sólo busca el poder para
los propios beneficios; y, en cambio, “el líder tiene la ambición

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en grande de fundar un verdadero régimen político, de realizar
una obra trascendente” (Ibid., p. 184). Pero en unas notas es-
critas en 1947, Mijares advierte que el “liderismo” (que así es
como Mijares llama al liderazgo o liderato) amenaza con incu-
rrir en los mismo vicios del caudillismo, que nunca desaparece
totalmente, por obra del sectarismo, que lleva al aumento del
poder del líder, que usa la violencia sin frenos, y que se vuelve
irresponsable con los que se supone debe representar. Con esto
la diferencia entre estas dos categorías pierde toda connotación
histórica o sociológica y se convierten en calificativos predomi-
nantemente morales.
El propio Betancourt, en entrevista de Alicia Freilich de
Segal, respondió, con gran claridad, a quienes lo consideraban
un caudillo:

“Yo no soy un caudillo. El caudillo corresponde a otra etapa, cuan-


do todo el país era un feudo. Dentro de una sociedad moderna
con clases sociales, alguien que quiere mandar solo, sin estructura
política, sin organización, sin programa ni ideología, es inactual
y claro, antihistórico. Soy más bien un líder porque me toca ac-
tuar en una sociedad que como la venezolana, está saliendo de
su etapa pastoril, preindustrial, y está en una etapa de transición
hacia la modernidad” (Freilich de Segal 1977, p. 29).

Varios son los aspectos de estas afirmaciones dignos de su-


brayarse. Aunque en la referencia a las distintas bases socioeco-
nómicas de las dos diferentes formas de dirección política, se po-
dría ver el remanente de una antigua influencia del pensamiento
marxista, se trata, más bien, de una concepción que responde
al pensamiento sobre la modernización o el desarrollo político,

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de signo predominantemente evolucionista, que prevaleció en
el mundo occidental a partir de la década de los años 50. Pero,
sobre todo, Betancourt pone en claro que no se puede gobernar
en una sociedad que avanza por las vías de la modernización sin
partidos políticos dotados de estructura, organización, progra-
ma e ideología igualmente modernas, o según la concepción de
Duverger, sin un partido de masas contrapuesto a los partidos de
notables o de cuadros.
Desde la muerte de Gómez, los sectores políticos que bus-
caban una democratización o, por lo menos, una liberalización
del país, reaccionaron contra el personalismo y el caudillismo,
cuya expresión máxima identificaban con el gomecismo, y pro-
clamaron decididamente ser anti–personalistas, llegando inclu-
sive a crear nuevos partidos que se identificaron con esa deno-
minación, como es el caso del Partido Anti–personalista. Pero la
mayoría de los viejos caudillos que volvían del exilio o, incluso,
muchos de los jóvenes que habían permanecido en el país, no
entendían otra forma de organización política que el viejo es-
quema de los partidos de notables del siglo XIX. De modo que
Betancourt, en su discurso del 8 de marzo de 1936 en el Teatro
Metropolitano, los acusaba de propugnar “antiguallas oligár-
quicas”, sin programas ni estructuras democráticas, al estilo de
los antiguos y extintos partidos Liberal y Conservador, que “no
fueron sino agrupaciones personalistas, clanes, teniendo como
único objetivo el botín presupuestal y como único norte el ma-
chete ensangrentado de los caudillos o la palabrería insincera
y demagógica de los Antonio Leocadio Guzmán” (Betancourt
1998, p. 194).

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Los partidos doctrinarios y los partidos personalistas
como residuos del siglo XIX

La única modernización que los propulsores del viejo mo-


delo de partidos conservadores y liberales concebían como po-
sible y que estaban dispuestos a aceptar, era, cuando mucho, la
de librarlos de sus degeneraciones personalistas, para convertir-
los en partidos doctrinarios, conforme al antiguo ideal que había
prevalecido en el siglo XIX.
Hemos hecho referencia a los partidos doctrinarios, contra-
poniéndolos a los partidos personalistas (o personales), usando una
distinción que se desarrolló en Venezuela durante el siglo XIX,
para evaluar a los partidos políticos y que perduró aún durante
el XX; de modo que debemos referirnos a su significado. Los lla-
mados partidos doctrinarios toman su nombre de la doctrina que
defienden, entendiendo por tal los grandes objetivos políticos que
figuran en sus programas.1 Los partidos personalistas o electorales,
en cambio, sólo aspiran a conquistar el poder para disfrutar de
las ventajas, especialmente materiales, que él trae consigo.
Para los autores que desarrollan esta distinción, los parti-
dos doctrinarios son absolutamente necesarios para que funcio-
ne un sistema democrático representativo; pero, según ellos, en
Iberoamérica la mayoría de los partidos carece de doctrina y de
programas que expresen sus verdaderos objetivos, pues su única
aspiración es conquistar el poder para obtener los cargos y las

1 La distinción entre partidos doctrinarios, por un lado, y partidos eleccionarios o per-


sonales, por otro, es desarrollada especialmente en dos artículos titulados “Elecciones”,
publicados en El Venezolano, Nº 235 y 236, el 20 y 27 de abril de 1844, reproducidos
en La Doctrina Liberal. Antonio Leocadio Guzmán, Tomo I. Congreso de la República.
Pensamiento Político Venezolano del Siglo XIX. Vol. 5. Caracas, 1983, pp. 324–341.

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demás ventajas materiales que él acarrea, de manera que sólo se
distinguen unos de otros por los nombres de sus dirigentes.
Resulta, así, que para una parte importante del pensamien-
to político venezolano del siglo XIX, los graves males políticos
del país son el resultado de una degeneración de los partidos
políticos, que han dejado de ser doctrinarios para corromperse y
convertirse en puramente personalistas. La solución que se pro-
ponía para tales males consistía, o bien en la regeneración de los
partidos políticos, por medio de la vuelta a su pureza doctrina-
ria original, o bien en la creación de nuevos partidos que desde
el principio fueran realmente doctrinarios.
Desde fines del siglo XIX, se desarrolló en Venezuela una
crítica implacable a los partidos políticos, por obra de los pen-
sadores positivistas, para los cuales no se podía hablar de que
esas organizaciones políticas hubieran degenerado, pues siem-
pre habían sido partidos personalistas, formados por alianzas
de caudillos con fines utilitarios, que se valían de las ideologías
y los grandes principios políticos que proclamaban, como velos
(hoy diríamos, como ideologías), con que cubrir sus apetencias
personales; de modo que, en realidad, nunca habían sido verda-
deros partidos doctrinarios.
No vamos a detenernos aquí a examinar los razonamientos
que desarrollaron sobre este particular autores como Gil Fortoul,
Vallenilla Lanz o Pedro Manuel Arcaya, entre otros (véase Rey
2003, p. 15–19), que sirvieron para legitimar las dictaduras de
Castro y Gómez y que éstos utilizaron para justificar la liquida-
ción o el exilio de los caudillos y de los partidos tradicionales;
pero sí vamos a referirnos a las ideas, muy pesimistas acerca de
los partidos políticos, que exponía, en 1909, Rómulo Gallegos
en la revista La Alborada, en las que se muestra la influencia que

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en esta época ejercía sobre él, al menos parcialmente, el pensa-
miento positivista (Ibid., p. 16).
Ante los males políticos de Venezuela, que se manifesta-
ban en la interminable sucesión de caudillos, la única solución
posible, según Gallegos, era el establecimiento de instituciones
que le dieran al país estabilidad y paz, como los partidos polí-
ticos modernos. Pero reconocía que la idea de un partido polí-
tico no había podido penetrar en el corazón de nuestras masas
populares, que apenas alcanzaban a conocer los nombres y los
caudillos de los mismos. Según Gallegos el caudillismo y el per-
sonalismo de nuestro país se debían a la incapacidad de nuestra
raza para captar ideas abstractas, pues debido a su mentalidad
rudimentaria nuestro pueblo no podía comprender una doctri-
na, de manera que necesitaba concretarse en la persona de un
caudillo que hiciera de intercesor entre la ciudadanía y la pa-
tria. La psicología de las multitudes y el aislamiento de nuestras
agrupaciones étnicas eran la causa principal de la incapacidad
nacional para formar instituciones, de modo que, según Galle-
gos, “los partidos políticos —si es que alguna vez habremos de
dar a las palabras su verdadera acepción— no han existido aun
en Venezuela” (Gallegos [1909] 1983a, p. 536).
Sin embargo, algo más de treinta años después, en 1941, por
una iniciativa impulsada en gran parte por Rómulo Betancourt,
desde su exilio chileno, Gallegos acepó ser postulado como can-
didato presidencial simbólico del PDN (Partido Democrático
Nacional) clandestino, contra la candidatura oficial del general
Isaías Medina, recorriendo todo el país en una acción de verda-
dera pedagogía política nacional —pues se daba por seguro el
triunfo del candidato del gobierno— demostrando su fe en la
posibilidad de construir un partido de masas moderno. Con ello

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se creó un “vasto movimiento de opinión”, que, según Juan Bau-
tista Fuenmayor, “permitió a Betancourt transformar su peque-
ño partido clandestino en un movimiento de masas, que unos
meses después logró el reconocimiento legal con el nombre de
Acción Democrática” (Fuenmayor 1968, p. 234).

Partidos de masas y democracia de masas

A la muerte de Gómez, ninguno de los intentos de cons-


tituir o de recrear partidos, al estilo de los viejos, como el Libe-
ral y el Conservador, tuvieron éxito, y sólo pudo prevalecer, a
la larga, una concepción totalmente nueva de organización po-
lítica, ya vislumbrada por Rómulo Betancourt desde el Plan de
Barranquilla, en 1931, cuyas ideas al respecto eran compartidas
por el grupo de jóvenes venezolanos exilados que se agruparon
con él en ARDI (1931–1936). El nuevo partido no sólo debía
ser ideológico (adjetivo equivalente, pero preferido al antiguo de
doctrinario) sino, sobre todo, iba a ser un partido de masas, lo
que implicaba diferencias de organización muy marcadas con
los partidos de notables tradicionales.
Ya en 1932, en su folleto Con quién estamos y contra quién
estamos, escrito desde el exilio, Rómulo Betancourt rechazaba los
viejos partidos tradicionales venezolanos, godos y liberales, no
sólo por su carencia de una adecuada ideología, sino también por
la falta de una organización moderna, y se manifestaba en favor
de un partido de un nuevo tipo, un partido de masas, cuyo nú-
cleo inicial lo formaban los miembros de ARDI, que sólo podría
constituirse realmente al volver a Venezuela, en un futuro:

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“Creemos que será la masa misma quien plasme su propio des-
tino, quien forje para su clase condiciones de vida mejores. Por
eso al anarcointelectualismo de los políticos injertados en poetas,
con reminiscencias en su teoría de torres de marfil y demás ego-
latrías petulantes, oponemos la concepción multitudinaria de la
política, la política de masas. Somos, necesariamente, vehemen-
tes convencidos de la urgencia en que estamos en Venezuela de
disciplinar fuerzas, hoy anarquizadas, dentro del molde riguro-
so de la ideología y de la táctica partidista, y consecuentes con
esa convicción, nuestro grupo está ya cohesionado por algo más
concreto y obligador —la disciplina de partido— que aquellos
bajos vínculos —solidaridad de generación, amistad personal,
etc.,— que hasta ayer nomás nos amalgamaban confusamente.
Ya constituimos, desde aquí y para mañana, el núcleo inicial,
consciente de lo que quiere y seguro de lo que podrá hacer, de
un partido político revolucionario, de confesa y militante filia-
ción socialista” (Betancourt 1990, pp. 393–394).

Ese nuevo partido sólo iba a empezar a concretarse muerto


Gómez, sobre todo a partir de 1938, mediante los intentos de
desarrollar el Partido Democrático Nacional (PDN) como or-
ganización autónoma, después de su deslinde ideológico con los
comunistas, Sólo logró su plena cristalización en 1941, pues hubo
que esperar hasta este año para que el gobierno reconociera su
legalidad, bajo el nuevo nombre de Acción Democrática (AD).
Hay que recordar que a diferencia de algunos de los países
europeos, en que los partidos de masas fueron naciendo natural-
mente a medida que se desarrolló un proceso continuo de de-
mocratización, mediante una extensión progresiva del sufragio,
en Venezuela el PDN siempre permaneció como partido clan-

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destino; e incluso después que AD obtuvo por fin la legalización,
se mantuvo aún un régimen de participación política muy limi-
tada, con un sufrago restringido (pues se negaba el voto, en las
elecciones nacionales, a la gran mayoría de la población como
eran las mujeres y los analfabetos), y en el que las elecciones del
Presidente y del Senado eran indirectas. Lo cual explica el radi-
calismo del nuevo partido, y el que estuviera dispuesto a apoyar
un golpe militar, como la vía para una inmediata democratiza-
ción electoral.

La tipología de Duverger acerca de la organización


partidista

Para comprender cabalmente la contraposición existen-


te entre las dos clases de partidos (de notables y de masas) que
hemos venido mencionando, debemos referirnos a la tipología
desarrollada por Duverger en 1951, en su obra, ya clásica, Los
Partidos Políticos (Duverger 1957).
Recordemos, brevemente, que él distingue entre los dos ti-
pos de partidos, atendiendo, por una parte, al marco político–
constitucional en que nacen y, por otra parte, a su forma de or-
ganización interna. En atención a la primera de esas variables,
los partidos de notables (o de cuadros, como Duverger prefiere
llamarles) correspondían a los Estados liberales europeos del si-
glo XIX, caracterizados por la dominación política de unas éli-
tes, con sistemas representativos, pero con sufragio restringido o
limitado por exigírsele al elector ciertas condiciones económicas
(sufragio censitario) y/o culturales, como saber leer y escribir.
Mientras que, en cambio, los partidos de masas desarrollados sobre

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todo por los movimientos socialistas y obreros, correspondían a
los Estados con sufragio universal y una democracia de masas,
que reconocían los derechos sociales y económicos a favor de las
clases más desfavorecidas.
En atención a la segunda variable —la estructura interna
del partido, que es, en gran parte, función de la primera—, los
partidos de cuadros o de notables son asociaciones cuyo único
fin es la conquista del poder mediante las elecciones, y por ello
están formados por un número relativamente escaso de miem-
bros, reclutados entre las personas que por su poder, prestigio e
influencia son capaces de atraer votos y hacer frente a los gastos
electorales; con una organización interna bastante laxa e inter-
mitente, que sólo perdura durante las épocas electorales; carente
de democracia interna y con relaciones personales fundadas en
nexos tales como el parentesco y la amistad; y con obligaciones
difusas y poco institucionalizadas.
Frente a este tipo de asociaciones contrastan los partidos de
masas, en especial aquellos que asumen modalidades democrá-
ticas, como las desarrolladas por los partidos socialistas y obre-
ros europeos (para nuestra exposición no interesan los partidos
de masas que tomaron la forma de partidos únicos, fascistas o
comunistas). Estos partidos intentaban reclutar una amplia mi-
litancia, constituida fundamentalmente por trabajadores y, en
menor medida, por personas pertenecientes a la clase media,
que aspiraban a encuadrar en forma continua y permanente, y
no simplemente con ocasión de las elecciones. Además de pro-
ponerse conquistar el poder mediante el voto, aspiraban a con-
vertirse en instrumento de una transformación profunda del
país, que llevase el proceso de democratización a las esferas eco-
nómica y social.

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Se preocupaban muy especialmente por el mejoramiento
cultural, social y económico de sus afiliados, prestando especial
atención a su cultura política. Los estatutos formales de tales par-
tidos, establecían inequívocamente la democracia interna, aun-
que en la práctica se daban frecuentes desviaciones antidemo-
cráticas u oligárquicas. Me refiero a “las tendencias oligárquicas
de la democracia moderna” presentes en los partidos socialistas
y obreros europeos, que Robert Michels describió en 1911, en
su libro clásico, Los Partidos Políticos (Michels 1969).
Estaban dotados de una organización rígida, con la adhe-
sión del militante estrictamente formalizada, lo mismo que sus
obligaciones, entre las que destacaban, ante todo, la de asistir
regularmente a las reuniones de los organismos de base, en los
que todos los miembros deberían militar regularmente, y la de
obedecer las decisiones de la dirección, que se suponía expresa-
ba la voluntad de la mayoría, pero también muchas otras. Para
respaldar el cumplimiento de tales obligaciones el partido dis-
ponía de una estricta disciplina, con penas a los contraventores,
que en los casos graves podían llegar hasta la expulsión.
Duverger creía que el futuro político pertenecía a los parti-
dos de masas, pues el desarrollo de los mismos iba a ser la con-
secuencia inevitable de la necesaria democratización progresiva
y creciente de la humanidad. Y aunque la mayoría de ejemplos
empíricos en los que basa su teoría son europeos, fenómenos se-
mejantes a los por él descritos ocurrieron a partir de la mitad del
siglo pasado en América Latina, en donde se produjo un pro-
ceso de democratización, no sólo política sino también en ma-
teria social, que estuvo unido a la aparición o al afianzamiento
de partidos “modernos”, que han sido llamados partidos de tipo
“aprista” o nacional–revolucionarios, entre los que destaca AD,

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y que siguen, muy de cerca, el modelo de los partidos de masas
descrito por Duverger.
Sin embargo, hay que tener presente que tanto AD como su
precursor PDN adoptaron la estructura de un partido de masas,
mucho antes de que Duverger escribiera su libro, y que Betan-
court y sus compañeros no cesaron de proclamar la necesidad de
un partido de ese nuevo tipo desde la época de ARDI, hacia los
años 1931–36. Volviendo a la década de los 50, según Robert J.
Alexander, además de AD, adoptan un esquema de organización
semejante a la descrita de los partidos de masas el APRA perua-
no, Liberación Nacional de Costa Rica, el Movimiento Nacional
Revolucionario de Bolivia, el Partido Revolucionario Dominicano
y el Partido Democrático de Puerto Rico, entre otros (Alexander
1964, pp 101–125).

Las decisiones y la responsabilidad política colectivas


en los partidos de masas

En los partidos de masas, la dirección y la responsabilidad


políticas no son individuales y personales, como ocurría en los
viejos partidos de notables, sino colectivas e institucionales. Se
trata de unas características cuya importancia ya fue subrayada
por Betancourt, desde muy temprano, y que no dejó de reite-
rar durante toda su vida política. Veámoslo con tres ejemplos
correspondientes a otros tantos momentos, muy diferentes, de
la misma.
La idea de que en un partido de masas la dirección debía ser
colectiva, así como de la necesidad de que todos sus militantes
se sometieran disciplinariamente a las decisiones que tomara la

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mayoría, estuvo muy presente en Betancourt desde los prime-
ros años de ARDI. Ya en 1932, respondiendo desde San José
de Costa Rica a una invitación que le había dirigido José Rafael
Pocaterra, quien conocía, sin duda, el liderazgo y autoridad que
Betancourt ejercía sobre aquel grupo, éste le contestaba que le
era imposible responder a la proposición, pues en Costa Rica no
había una mayoría de la asociación, y los militantes individuales
como él, por mucha autoridad que gozasen, no podían resolver
nada por el grupo, sino que se requería una decisión colectiva:

“No se trata […] de indecisión de mi parte para resolver en este o


en aquel sentido, sino de la posición especial de quien renunció,
convencido de que así da más eficacia a su acción, a la sedicen-
te libertad individual de criterio, para acordar el suyo al criterio
de grupo, y su actividad a la disciplina de grupo” (en Pocaterra
1973, p. 278).

Un momento estelar en el que se hizo patente el carácter


colectivo de las decisiones del partido fue, en vísperas del 18 de
octubre de 1945, cuando en la entrevista que Betancourt tuvo,
en compañía de Leoni, con los militares que les proponían par-
ticipar en el golpe que preparaban, ante la invitación que éstos
hicieron de que fuera el propio Betancourt quien presidiera el
gobierno provisional, pues conocían su liderazgo sobre el Parti-
do y la autoridad de que gozaba en la opinión pública nacional,
éste les respondió: “Leoni y yo no nos pertenecemos a nosotros
mismos. Somos dirigentes de Acción Democrática. Sólo después
de que informemos a la Dirección del Partido, podemos traer
una respuesta a la proposición de ustedes” (Betancourt 1979, p.
306). Y, efectivamente, sólo cuando después de presentar dicho

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informe, obtuvieron el visto bueno colectivo del “comando del
Partido”, fue aceptada dicha proposición.2
Por último. una vez triunfante la “Revolución” y consti-
tuida la Junta de Gobierno, con mayoría de AD, y en la que
Betancourt ocupó la Presidencia, las decisiones siempre fueron
colectivas, y aunque, como era lógico, las opiniones del Presi-
dente tenían un especial peso, nunca trató de imponerlas frente
a una eventual opinión mayoritaria. Recordemos que, además
de Betancourt, la Junta estaba formada por otros tres dirigentes
de AD (Raúl Leoni, Gonzalo Barrios y Luís Beltrán Prieto), un
independiente (Edmundo Fernández) y dos militares (mayor
Carlos Delgado Chalbaud y capitán Mario Vagas).
Winfield Burgraff, un analista, que ha estudiado las polí-
ticas de ese período, ha señalado que el papel decisivo en tales
decisiones fue de la dirección colectiva del partido, hasta el pun-
to de que “la Junta actuó como simple ratificadora del Comité
Ejecutivo Nacional de AD, que era el organismo encargado de
formular la política partidista” (Burgraff 1972, p. 80).
Por otra parte, es conveniente que nos detengamos unos
momentos en desarrollar algunas reflexiones generales sobre la
cuestión de la responsabilidad política colectiva e institucional
del partido, pues aunque no es frecuente que las veamos explí-
citas en declaraciones de Betancourt, constituyen, sin duda,

2 Las razones que llevaron a AD a participar en el golpe del 18 de Octubre, son am-
pliamente expuestas en distintos trabajos incluidos en el libro de Betancourt al que se
refiere la nota anterior. Aunque la decisión de participar en el golpe fue colectiva (del
“comando del Partido”), con el fin de salvar la responsabilidad de AD, para el caso de
que la intentona fallara, se hizo pasar por una decisión personal de los dirigentes que lle-
varon a cabo las negociaciones con los militares. Véase, sin embargo, la interpretación,
no exenta de polémica, sobre este episodio de Manuel Caballero, (1998), pp. 9–39.

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los fundamentos de su actuación política y de la de Acción
Democrática.
En una democracia es necesario distinguir la responsabilidad
política de los gobernantes de sus otros tipos de responsabilida-
des, y, en particular, de la responsabilidad moral y de la jurídi-
co–penal. (Para un desarrollo más completo de esta importante
cuestión, véase, Rey 2003b, pp. 63–69)
La responsabilidad política tiene por base la obligación del
gobernante de hacer todo lo posible para cumplir las ofertas y
promesas que hizo a los electores. La sanción, en caso de que
no cumpla, es sobre todo de naturaleza política, y consiste en
ser removido del cargo que ocupa. Tal sanción puede ejercerse
de dos maneras: en primer lugar, puede ser una responsabilidad
política difusa, que se ejerce con cada nueva elección, pues en
tal ocasión el elector puede juzgar si el candidato que se presen-
ta a la reelección ha cumplido o no con sus ofertas electorales
y, en consecuencia, premiarlo, volviéndole a elegir, si su juicio
es positivo, o castigarlo, votando por otro candidato, si tal jui-
cio es negativo.
Pero también puede ser una responsabilidad política espe-
cífica, que se da en aquellos sistemas políticos en que es posi-
ble remover a un representante antes de que finalice el período
para el que fue electo, como ocurre en los regímenes parlamen-
tarios, cuando por un voto de censura se disuelve el parlamento
y se convoca a nuevas elecciones; o mediante instituciones tales
como el impeachment norteamericano; o incluso mediante un
referendo revocatorio (recall), en los pocos países en que existe.
Originalmente, la responsabilidad política era individual
y personal, pues se pensaba que existía una obligación de cada
representante individual con cada uno de sus electores, y que a

21
ese representante se le “castigaba” personalmente con la no re-
elección, si no cumplía sus promesas. Pero este procedimiento
presenta dos notorias deficiencias. Primera, en muchos sistemas
políticos democráticos la posibilidad de reelección de los repre-
sentantes está restringida o limitada a cierto número de veces,
bastante reducido. Con lo cual, desde el momento en que al re-
presentante se le prohibía presentarse a la reelección, se hace im-
posible que el pueblo pueda ejercer una eventual sanción, burlán-
dose, de esta manera, la supuesta responsabilidad política. Pero,
además, se suponía que el representante debía estar interesado
en la propia reelección, pero si faltara tal interés y decidiera no
presentarse a una eventual reelección, sería la propia voluntad
del antiguo representante la que haría nugatoria su eventual res-
ponsabilidad política.
Sin embargo, tales dificultades se superan por medio de
los partidos de masas, que son capaces de desarrollar una nueva
forma de responsabilidad política que no es individual ni perso-
nal, sino institucional y colectiva (véase Rey 2003b, pp. 69–73).
Pues ahora, no es sólo el candidato, como persona individual,
quien va a ser el responsable, sino que es sobre todo el partido
que lo postula, el que se hace responsable como colectividad,
ante los electores, comprometiéndose a que quienes son postu-
lados bajo su patrocinio cumplan con las promesas que figuran
en el programa electoral que el partido respalda. La disciplina
interna del partido, que prevé la posibilidad de expulsión de sus
miembros, incluyendo los representantes electos, en caso de des-
obediencia, debería obligar a éstos a hacer todo lo posible para
cumplir con sus ofertas.
Se trata de una forma de responsabilidad política colectiva
mucho más segura y efectiva que la individual y personal, pues

22
como ya hemos señalado, existen circunstancias que pueden lle-
var a que la responsabilidad política individual del representan-
te sea inútil o imposible de ejercer. Pero en el caso del partido,
lo que hace que su responsabilidad pueda ser efectiva, es, por
una parte, la continuidad de esa organización, como institu-
ción relativamente permanente, que existe más allá de las vidas
y de las circunstancias personales de sus candidatos; y, por otra
parte, que es de la esencia de la institución partidista, tratar de
obtener el poder gubernamental y conservarlo, una vez obteni-
do. Por tanto, resulta perfectamente racional que sea al partido,
más que al candidato individual, al que corresponda la respon-
sabilidad política; y que, por consiguiente, sea también al par-
tido al que el elector premie o castigue, votando o no a favor
de los candidatos incluidos en las listas electorales presentadas
por esa organización, teniendo en cuenta, sobre todo, para to-
mar tal decisión, si el partido ha sido capaz de asegurar que sus
anteriores representantes (que pueden ser distintos de los que
presenta para la nueva elección) cumplieron en lo esencial con
sus ofertas electorales.
La dirección y la responsabilidad política colectiva fueron
preocupación permanente de AD, como lo subrayó muy explí-
citamente Rómulo Betancourt, en su carácter de Presidente del
partido, al regresar al país tras la caída de Pérez Jiménez, en el
informe político que presentó en 1958 a la IX Convención Na-
cional, en la que dijo:

“[…] Acción Democrática que ha sido, es y será un Partido de


comando y solidaridad colectivos, resulta siempre apto para
analizar todas las situaciones vividas por la Organización y las
responsabilidades asumidas por ella como algo que a todos nos

23
compete, y en los aciertos y en los errores todos sabemos asu-
mir la cuota–parte que nos corresponde. Este Partido nació hace
veintiún años con sus mismas características de hoy, como Orga-
nización que nunca ha girado en torno al mesianismo caudillista
sino como entidad política moderna y revolucionaria, y en todas
las circunstancias de su vida ya larga, en la cual ha afrontado los
más diversos avatares, siempre fue conducida no por individua-
lidades imperiosas, sino por comandos grupales. Esta circuns-
tancia le da a nuestra Organización posibilidad de enjuiciar sus
éxitos y descalabros, como balance positivo o negativo de una
gestión compartida por direcciones pluripersonales, y no como
resultado de la clarividencia o de la incapacidad de un jefe” (Be-
tancourt 2006, pp. 275).

Personalismo y liderazgo en los partidos modernos:


el caso de AD

Hemos visto que los modernos partidos de masas, como


fueron tanto el PDN como AD, en Venezuela, se caracterizan
por la despersonalización y la institucionalización de la direc-
ción y de la responsabilidad política, que pasan a ser colectivas,
a diferencia de lo que ocurría en los partidos de notables, en que
eran personales e individuales. Pero esto no significa que en los
partidos de masas la personalidad de los líderes deje de tener im-
portancia. Por el contrario, los fenómenos de personalización de
la política son muy frecuentes y significativos en las democracias
modernas con partidos de masas, pues en tales organizaciones
suelen surgir grandes líderes en los que los electores pueden lle-
gar a personificar el partido.

24
Sin embargo, es preciso distinguir los fenómenos de perso-
nalización de la política, que pueden darse incluso en el interior
de un partido de masas institucionalizado, de lo que ocurre en los
partidos personalistas (es decir, en los partidos que fueron creados
como instrumentos al servicio de un caudillo; o que, habiendo
tenido otro origen, son capturados, en un momento dado, por un
caudillo y son puestos al servicio de su voluntad). En un partido
de masas institucionalizado, existe una ideología, un programa y
una organización, que van a servir de marco obligatorio dentro
del cual la acción del líder debe canalizarse y proyectarse. En tal
caso, la eventual conquista del poder no es sino un medio para
que el líder realice la ideología y el programa del partido, que se
le imponen y que él está obligado a cumplir.
Pero, en el caso de un partido personalista, su organización,
su programa y hasta su eventual ideología están determinados
por la voluntad del caudillo, al que sus seguidores otorgan una
carta blanca, y la conquista del poder no es sino el medio para
que pueda realizar su voluntad según su total arbitrio.
Un par de ejemplos pueden servir para ilustrar los anteriores
razonamientos. Podemos, con toda propiedad, referirnos a AD
como “el partido de Betancourt”, pero aquí la preposición “de”
se refiere, fundamentalmente, a la pertenencia del líder al partido,
y en ningún caso significa que el partido sea de su propiedad y que
pueda hacer con él lo que a bien tenga. Sería imposible estudiar
un partido como AD sin tener en cuenta la personalidad de Be-
tancourt, su principal creador y líder, quien gozó de la máxima
autoridad política y moral dentro de esa organización, y sobre la
cual ejerció una influencia en muchos casos determinante.
Pero no hay que olvidar que AD en sus inicios fue un par-
tido político moderno que contaba con una dirección colectiva

25
de la que formaban parte personas extraordinarias, dotadas de
una capacidad política e intelectual fuera de lo común, y cuyas
decisiones se tomaban tras deliberaciones y debates en que in-
tervenía toda la dirección, y que estaban muy lejos de ser sim-
ples aclamaciones de las ideas del líder máximo. Distinto es el
caso cuando hablamos del “partido de Hitler”, pues aquí pode-
mos utilizar la preposición “de” par indicar que el führer era el
dueño absoluto del partido, del que podía disponer a su total
voluntad, de modo que, como decían muy fielmente los nacio-
nal–socialistas alemanes: el programa del partido se resume en
dos palabras: Adolf Hitler.
AD fue el primer y más importante partido de masas de
Venezuela, que durante muchos años mantuvo una hegemonía
indiscutible y sirvió como modelo organizativo para todas las
otras organizaciones políticas que hasta fines del siglo pasado tu-
vieron alguna figuración en el país. Betancourt canalizó y poten-
ció sus extraordinarias cualidades personales para el liderazgo, a
través de tal partido, que, sin embargo, contaba con dirección y
responsabilidad política colectivas, y que lejos de servirle como
un instrumento para realizar sus eventuales ambiciones perso-
nales, fue una verdadera institución, relativamente impersonal,
concebida para modernizar y democratizar al país, y al servicio
de cuyas ideas el mismo Betancourt y muchos otros líderes con-
sagraron sus vidas.
Betancourt es un caso paradigmático de una persona que
desde sus primeros pasos en la política (ya desde los tiempos de
ARDI y su primer exilio, al final de la vida de Gómez) com-
prendió la importancia decisiva que iba a tener la creación de
un partido de masas moderno, como institución indispensable
para la realización de un proyecto de modernización y de de-

26
mocratización integral del país. Su caso contrasta con el de Jó-
vito Villalba, líder, junto con él, de los sucesos estudiantiles del
año 1928, dotado de cualidades oratorias y de una popularidad
probablemente superiores a las de Betancourt; pero, en cam-
bio, totalmente carente de capacidad y de interés para la orga-
nización partidista; de modo que la carrera política de Villalba
se basó fundamentalmente en sus mencionadas facultades ora-
torias que lo hacía muy popular entre el público que le oía. De
modo que, como dice de él Betancourt, con cierta sorna, Jóvito
Villalba “no se había interesado en la organización de un Partido,
y en los años que Acción Democrática combatía fieramente en la
calle y estructuraba fuerzas en toda la República, él pronunciaba
en el Senado discretos discursos de profesor de Derecho Constitu-
cional” (Betancourt 1956, p. 212).
Betancourt se refería al período de 1941–45, en el que la
dirección de A.D. había trazado la famosa consigna de: «Ni un
solo distrito, ni un solo municipio, sin un organismo de Partido».
Cuando Villalba se dio cuenta —viendo el ejemplo de Betancourt
y de AD— de la necesidad de contar, para su éxito político, con
un partido, como había sido incapaz de crearlo, se apoderó —gra-
cias, fundamentalmente, a sus facultades oratorias—, de uno ya
existente (URD), fundado por personalidades que provenían, en
gran parte, de la llamada “ala luminosa” del Partido Democrático
Venezolano (PDV) que respaldaba a Medina.

Los partidos personalistas en la Venezuela del siglo XX

Después de 1958, con una democracia plena, pues el sufragio


universal y directo había sido establecido totalmente en el país, se

27
continuaron creando partidos en torno a una persona, para servir
de apoyo a su candidatura presidencial, pero que escasamente so-
brevivieron pasadas las elecciones para las que fueron creados. Es
especialmente interesante, para nuestros propósitos, el caso de Ar-
turo Úslar Pietri, pues puede considerarse como la figura conser-
vadora de mayor calibre intelectual de su tiempo, que se opuso en
teoría y en la práctica a Betancourt y, en especial, a la concepción
de éste acerca de lo que debe ser un partido de masas, de la cual
AD era la concreción.
Lejos de dar por terminada su carrera política con la caída del
Presidente Medina, Úslar la reanudó años más tarde, tras el derro-
camiento de Pérez Jiménez, mediante una organización electoral,
Independientes Pro Frente Nacional (IPFN), para participar en las
elecciones de 1963, como candidato independiente a la Presiden-
cia. Su relativo éxito electoral, por el alto número de votos que
recibió, le llevó a convertir la organización en un partido polí-
tico, el Frente Nacional Democrático (FND), que aunque conta-
ba con algunos miembros distinguidos, se basaba en la relativa
popularidad electoral y en el prestigio personal de Úslar, de tal
manera que al poco tiempo de que éste se retirara de la organi-
zación, el partido prácticamente se extinguió.
Úslar Pietri, como buen conservador, nunca comprendió
cuales son, en realidad, las funciones y el significado de los par-
tidos de masas en una democracia moderna, con votaciones di-
rectas y con sufragio realmente universal, y los rechazó por con-
siderarlos partidos del tipo leninistas, en atención a su fuerte
organización y a la severa disciplina interna que los caracterizan.
Partidario de una representación política entendida como una
relación personal entre el elector y el elegido, defendió la idea
de que la intermediación que ejercen esos partidos debería su-

28
primirse, pues significaba, en realidad, una mediatización de la
libertad del votante. Consecuente con tales ideas, Úslar fue un
paladín de la personalización del sufragio, un enemigo acérrimo
de las votaciones por medio de listas, y un crítico implacable de
la llamada partidocracia, que en el fondo era una invectiva con-
tra los modernos partidos de masa.

Del rechazo del “espíritu de partido” a las acusaciones


de “sectarismo adeco”

En la historia política venezolana, desde los tiempos de Bo-


lívar, siempre se ha mantenido una cierta tradición conservadora,
fuertemente antipartidista, que identifica la idea de partido con
la de facción, confundiendo ambos conceptos, y que rechaza el
llamado espíritu de partido (o espíritu de facción), considerándo-
lo como el peor mal, pues significa que se da preferencia al inte-
rés particular o al de un grupo, por encima del interés general o
del bien común (Para un mayor desarrollo de lo que sigue, véase
mi ensayo “Esplendores y miserias de los partidos políticos…”,
Loc. cit., pp. 11–13 y 18–27).
Un gobierno de partido es aquel que pretende imponer un
interés particular, que puede ser, incluso, el de una mayoría, en
vez de respetar el interés general. Los partidos políticos de nota-
bles del siglo XIX venezolano, a los que ya nos hemos referido,
en la medida que pretendían ser doctrinarios negaban que repre-
sentaran un interés particular (grupal, de clase o corporativo),
y pretendían, en cambio, representar puntos de vista diferentes
sobre como entender el interés general, o maneras distintas de
concebir el bien común.

29
Por otra parte, ningún gobierno del siglo XX venezolano
había osado proclamar que representaba un partido o facción.
Tanto Castro, como sobre todo Gómez se ufanaban de haber
acabado con los caudillos y partidos que habían devastado a Ve-
nezuela, y de haber unificado y traído la paz a la nación, libe-
rándola de las facciones.
Fue notoria la desconfianza de López Contreras hacia los
partidos políticos, recordando las exhortaciones de Bolívar —di-
rigidas, en realidad, contra las facciones—, y cuando tuvo que
crear una organización política, que le permitiera controlar las
muy limitadas elecciones, en lugar de crear un partido inventó las
Agrupaciones Cívicas Bolivarianas, con el pretexto de exaltar el
espíritu nacional del Libertador, que el régimen pretendía encar-
nar. Por otra parte, basándose en el famoso inciso 6º del artículo
32 de la Constitución de 1928, ilegalizó a varias organizaciones
políticas populares y negó la legalización del PDN.
En cambio, su sucesor. Medina Angarita, reconoció la nece-
sidad de los partidos políticos para la democracia, y no sólo creo
en 1941 su propio partido de apoyo al gobierno sino que, ese
mismo año, legalizó AD y, poco después, al Partido Comunis-
ta. Ejemplo cabal de un partido personalista, durante el gobierno
de Medina, fue la organización que creó, originalmente llama-
do Partidarios de la Política del Gobierno (PPG), nombre que
definía bien la “función esencial e inmediata” del partido, que
era—como el propio Presidente Medina reconoció— “defender
la política del Gobierno” (Medina 1963, p. 26) Pero, poco des-
pués, fue transformado en el Partido Democrático Venezolano
(PDV), sin cambiar en nada su función original. En realidad po-
dría haberse llamado “Partidarios del Presidente Medina”, pues
era la adhesión personal a éste la que lo definía.

30
La decisión de crear el PPG y su conversión posterior en el
PDV se hizo desde el palacio de Miraflores, mediante telegramas
enviados a los presidentes de los Estados, dándoles instrucciones
de cómo proceder y de que tenían que incorporar al mismo a los
empleados públicos y a personas de calidad afectos al gobierno.
El ventajismo derivado de la intervención gubernamental fue evi-
dente. El Presidente Medina ha reconocido que los miembros del
Partido, que eran altos empleados del Gobierno, frecuentemente
ministros, “excitaban a los hombres que servían como funciona-
rios públicos a que ingresaran al Partido que defendía las ideas
políticas del Gobierno”, pero, según él, tal excitación no se hacía
“nunca con carácter compulsivo” (Ibid., p. 28).
Un papel esencial en tal creación fue desempeñado por Ar-
turo Úslar Pietri, como ministro, asesor principal y cerebro gris
del Presidente, quien fue el autor de los estatutos y del progra-
ma del PDV, además de uno de sus principales líderes. Fue un
partido creado por un acto presidencial, bajo la autoridad del
Jefe de Estado y de sus ministros y hombres de confianza, caren-
te de democracia interna, y aunque logró la adhesión de algu-
nos intelectuales de valía —“el ala luminosa del PDV”, la llamó
Andrés Eloy Blanco—, no tuvo ningún arraigo popular, hasta
el punto que un eminente intelectual y político lopecista, el Dr.
Tulio Chiossone, calificó al PDV como una manifestación de
“mantuanismo político” (Chiossone 1979, p. 74).
Medina mantuvo, hasta su derrocamiento, un régimen oli-
gárquico, con participación restringida y elecciones indirectas.
Las reformas “democratizadoras” de la Constitución en 1945,
se limitaron a reestablecer la elección directa de los diputados,
algo que existía antes de Gómez, y permitir el voto a las mujeres,
pero sólo para los comicios municipales. No es de extrañar que

31
un político como Medina y su principal consejero, Úslar Pie-
tri, que se rehusaron a establecer una verdadera democracia de
masas, con sufragio universal y elecciones directas, fuesen inca-
paces de reconocer la necesidad de un partido de masas, que es
imprescindible en sociedades con una democracia también de
masas y, en cambio, la organización política que crearon para
respaldar a su gobierno, se asemejara al modelo de un partido
de notables.
La negativa de Medina y su equipo a una verdadera demo-
cratización de Venezuela es comprensible. Para las clases con-
servadoras, el mayor peligro, en caso de que se establezca una
democracia plena, es el posible triunfo electoral de demagogos,
apoyados por masas irresponsables, sin cultura ni propiedad, que
establezcan un gobierno en favor de los intereses de dichas ma-
sas, violando los derechos de las minorías. El remedio contra tal
peligro es establecer un gobierno representativo, pero no estric-
tamente democrático, en que el sufragio esté restringido por ra-
zones económicas y/o culturales, y en que las elecciones no sean
directas, sino escalonadas y por etapas, pues se supone que estos
mecanismos sirven para evitar que el “espíritu de partido” y los
intereses de las masas, contaminen las decisiones del gobierno,
y para asegurar que gobiernen los mejores y que sus políticas ex-
presen la voluntad general y estén dirigidas al bien común.
Naturalmente que se podía objetar, y así lo hicieron los que
quedaban excluidos por este sistema, como era el caso de AD,
que tales ideas no eran sino una ideología con la cual se trataba
de ocultar el dominio de unas clases, y que las limitaciones al
sufragio y el voto indirecto, lejos de estar destinados a garantizar
el gobierno de los mejores y a que prevaleciera el interés general,

32
tenían como función preservar la dominación de quienes tenían
el poder económico y social.
Un partido como el PDN o, después, AD, que se procla-
maron “el partido del pueblo”, no tenía ningún inconveniente
en declarar, desde sus inicios, que representaba los intereses de
un conjunto de las clases oprimidas y productivas, no sólo con-
tra el imperialismo, sino contra los latifundistas y el resto de las
clases explotadoras, parasitarias y no productivas, y se compro-
metía a gobernar para defender esos derechos. “El pueblo” que
representaban el PDN o AD, no estaba formado por la totali-
dad de la población, sino que excluía a las partes consideradas
más reaccionarias de la misma. Tal era el “espíritu” propio de
estos partidos.
Una característica muy importante de AD durante el trienio
1945–1948 fue su orientación excesivamente ideológica, que fue
una de las causas del fracaso de su gobierno. Me explico: entre
los diversos objetivos que se propone cualquier partido político,
uno que no puede faltar, pues de no estar presente no sería un
verdadero partido, es el de conquistar el poder gubernamental,
y si se trata de un partido democrático, se supone que a través
de las elecciones. Y una vez conquistado tratar de conservarlo.
Podemos llamar a éstos, objetivos pragmáticos o de poder. Pero,
en la medida en que no se trate de un partido puramente prag-
mático también aspirará a realizar en el poder ciertos programas
de gobierno, de acuerdo a sus ideologías. Llamaremos a estos
otros, objetivos ideológicos.
En realidad son raros los partidos que no tengan, en ma-
yor o menor medida, ambos tipos de objetivos, y lo que varía,
de uno a otro, es el grado de importancia que atribuye a cada
uno de ellos, y la forma de resolver los eventuales conflictos que

33
se pueden pensar entre ambas categorías de objetivos. Podemos
decir de un partido que es predominantemente pragmático cuan-
do, en caso de conflicto entre las dos clases de objetivos, está
dispuesto a sacrificar sus objetivos ideológicos, con tal de que
aumenten sus probabilidades de conquistar el poder (o que au-
menten las probabilidades de conservar el poder, en caso de que
ya lo haya conquistado).
En cambo, diremos que un partido es predominantemente
ideológico, si, con tal de no sacrificar sus objetivos ideológicos,
esta dispuesto que disminuyan sus probabilidades de conquistar
el poder (o que, una vez conquistado el poder, está dispuesto a
que aumente el riesgo de ser derrocado, con tal de no renunciar
a sus objetivos ideológicos).
AD, que desde su orígenes tuvo una orientación claramen-
te ideológica (pues aspiraba a conquistar el poder, no como un
fin en sí, sino para trasformar a Venezuela) la mantuvo duran-
te el trienio 1945–1948, pues el objetivo fundamental que se
propuso fue la realización del programa que correspondía a su
ideología, que contemplaba la incorporación de las masas hasta
entonces excluidas, no sólo a la participación política, sino tam-
bién a la económica y social, aun a costa de que con ello se pu-
siera en grave peligro conservar el poder ya conquistado, por la
oposición que había que esperar de las clase conservadoras. Lo
cual le llevo, en varias ocasiones, a una política sectaria y poco
prudente, que por la falta de realismo y de un mínimo pragma-
tismo puso en peligro la conservación del poder, hasta perderlo
totalmente.
A esto se une que, dadas las amplias mayorías que AD con-
siguió en las sucesivas elecciones, durante el trienio, el partido
llegó a identificar su propia mayoría electoral con la expresión

34
de la voluntad general russoniana, que era de obligatorio cum-
plimiento para todos los ciudadanos, no sólo por un deber jurí-
dico, sino también moral; y, desarrollando al máximo el espíritu
sectario, en el partido se llegó a considerar que la oposición no
era sino la expresión de un espíritu antinacional y faccioso, ética-
mente reprobable que merecía ser reprimido e incluso destruido.
Olvidaban, los que de esta manera pretendían apoyarse en ideas
de Rousseau que, para éste, una condición esencial para que pue-
da manifestarse la voluntad general era que no se permitieran los
partidos o las facciones, y en cambo, aquí, se estaba identificando
la voluntad del partido, AD, con la voluntad general.
Para la oposición en cambio, la mayoría electoral del partido
gubernamental no expresaba la voluntad general sino la oclocracia
(o la pardocracia de Bolívar), es decir, la voluntad irracional, in-
justa y tiránica de las masas que trata de imponer a todo el país
los intereses de una facción, aunque sea mayoritaria.
Cuando hablamos de una orientación predominantemente
ideológica y de un extremo sectarismo, no queremos decir que
fueron fenómenos universales en AD, pero sí lo suficientemen-
te generalizados, como para constituir la imagen más visible del
partido. Sin embargo, hay que hacer referencia, pese a todo, al
sano realismo y moderado pragmatismo de un dirigente como
Betancourt, como Presidente de la Junta quien, en las difíciles
circunstancias de una “revolución” en plena marcha, trató de
impedir—aunque no siempre con éxito—que se incurriera en
extremismos, llegando a tener, en más de una ocasión, enfren-
tamientos con los elementos más sectarios de su propio partido.
Recordemos, como ejemplos, su inconformidad con la forma en
que se manejó la cuestión de los juicios por corrupción a algunos
altos personajes del gobierno anterior; o también su desagrado

35
por los errores cometidos con el Decreto 321, finalmente en-
mendado, después de haberse producido un grave daño ante
la opinión pública. Pese a esto, Betancourt frecuentemente fue
considerado, en tanto que principal líder de AD, como el máxi-
mo representante e impulsor del sectarismo partidista, y como
el responsable de desviar al Presidente Gallegos de sus deberes
de gobernar para todos los venezolanos.
Bajo la Junta Revolucionaria de Gobierno, pese a que AD
contaba, además de la presidencia, con la mayoría de sus inte-
grantes, no se podía proclamar abiertamente que se trataba de
un “gobierno de partido”; pues Acción Democrática había lle-
gado al poder por medio de un golpe militar, y por consiguien-
te carecía de lo que se llama “legitimidad de origen”; pero, ade-
más, el gobierno era compartido con los militares, que aunque
desde un punto de vista formal estaban en minoría dentro de
la Junta, contaban con un poder real y ejercían una constante
vigilancia para evitar que “el espíritu de partido”, contra el cual
había advertido insistentemente el Libertador, (“espíritu” que
muchos consideraban encarnado en AD) se impusiera en el país.
Pero, tras los continuos y aplastantes triunfos electorales de AD,
que culminaron con la elección de Gallegos, el Presidente recién
elegido anunció la instauración de “un gobierno de partido” y
traspasó así los límites de lo que la mayoría de los militares y de
la oposición consideraban tolerable.
En su discurso inaugural, al asumir la presidencia, Rómu-
lo Gallegos, en 1948, afirmó que, frente a los gobiernos de los
caudillos y de las clases hegemónicas que tradicionalmente ha-
bían dominado Venezuela, ahora se iba a iniciar un ”gobierno de
partido”, pues el éxito abrumador de AD en las elecciones hacía
que la constitución de tal forma de gobierno, fuera no sólo un

36
derecho sino también un deber (Gallegos 1983b, p. 210) . Se-
gún Gallegos, sería un gobierno para llevar a cabo el programa
de AD y que estaría integrado, en su gran mayoría, por personas
de ese partido, a los que se sumarían algunos independientes,
siempre que estuvieran de acuerdo con los principios y plantea-
mientos de Acción Democrática. Gallegos excluía, explícitamen-
te, la participación en el mismo de miembros de los partidos de
oposición ya constituidos.
A partir de tales razonamientos la oposición pudo concluir
que el nuevo gobierno no era el de todos los venezolanos, sino sólo
el de un partido, AD. En varios pasajes del discurso, Gallegos
hace verdaderos malabarismos verbales, sin mucho éxito, para
presentar como compatibles sus obligaciones partidistas con sus
deberes como Presidente de todos los venezolanos:

“Doctrinaria y disciplinariamente continúo unido a la ideología


y al programa de mi partido por una obligación indeclinable,
pero entregado por él a compromisos con la totalidad del pue-
blo venezolano, no será el interés partidario el móvil de mi con-
ducta de hoy en adelante, sino el de todo el país cuyo gobierno
me ha confiado. Venezuela entera es el objeto único de mis pre-
ferencias” (Ibid. id.).

Se trataba de una compatibilidad muy difícil de concebir y


poco creíble para la oposición, de forma que fue la acusación de
que el Presidente gobernaba para un partido, y no para todos los
venezolanos, uno de los principales argumentos que utilizaron
los militares para derrocarlo, cuando apenas habían transcurri-
do nueve meses desde su toma de posesión.

37
El Pacto de Punto Fijo y la culminación del combate
político de Betancourt

A partir de 1958, tuvieron lugar dos acontecimientos po-


líticos de extraordinaria importancia, impulsados en gran par-
te, por Rómulo Betancourt: la firma del llamado Pacto de Punto
Fijo, complementado, poco después, por el Programa Mínimo
Conjunto suscrito por los candidatos de los partidos que habían
suscrito dicho Pacto); y la decisión de AD de liberar al presi-
dente electo de la disciplina partidista. Estos dos acontecimien-
tos alteraron muy sensiblemente dos ideas que hasta entonces
habían sido consideras esenciales para AD: la idea de “gobierno
de partido” y la idea de la necesaria sumisión de todo militante
a la disciplina partidista.
No vamos a detenernos aquí en las circunstancias, moti-
vaciones y demás detalles de dicho Pacto (sobre tales aspectos
consúltese la excelente exposición de Naudy Suárez 2006). Con-
tentémonos con recordar que mediante él los tres grandes parti-
dos democráticos (AD, COPEI y URD), excluyendo al Partido
Comunista, se comprometían a formar, con independencia de
quién resultase ganador, un gobierno de unidad nacional, con un
programa mínimo o común, y en el que todos ellos participarían,
sin predominio de ninguno en el gabinete gubernamental.
Por si eso no fuera suficiente, el partido AD decidió, por
propuesta de Betancourt, que a partir de las elecciones de 1958
el Presidente electo quedaba liberado de la disciplina partidista.
La decisión se repitió con los siguientes candidatos presidencia-
les de AD, y fue seguida por COPEI con los propios. Con tal
decisión se trataba de evitar la repetición de la antigua acusa-
ción, utilizada en 1948 para derrocar al Presidente Gallegos, de

38
haber implantado un gobierno que seguía las órdenes de AD, y
no un gobierno de todos los venezolanos.
Para la presidencia de Betancourt, la liberación de la disci-
plina partidista, además de tener un efecto beneficioso sobre la
opinión pública, le facilitó la libertad de maniobra que requería
para el manejo de las relaciones y obligaciones resultantes del
Pacto de Punto Fijo, que, finalmente, quedaría reducido a CO-
PEI en 1960, y también para otras negociaciones con diversos
sectores. Pero no dejó de crearle problemas con los elementos
más sectarios del propio partido, principalmente con el “grupo
ARS”, que llegó en algún momento a controlar la dirección del
partido y consideraba a COPEI, bajo la óptica propia del trie-
nio 45–48, no cómo un socio leal en el gobierno, sino como un
enemigo a derrotar.
Pese a estar liberado de la disciplina partidista, en diversos
momentos de su presidencia Betancourt hizo énfasis en que con-
tinuaba siendo miembro de AD. Así, en el mensaje con motivo
de los veinte años de fundación del Partido, subrayó su papel
como fundador y constructor del Partido e indicó que, con in-
dependencia de cualquier error en que hubiera podido incurrir
como Presidente, “hay un consenso general de que en Miraflores
siempre he sido leal a los ideales de Acción Democrática” (Be-
tancourt, citado por Alexander 1982, p. 443).
Pese a la mencionada liberación, no dejó de atender las
ideas y los deseos de los líderes de AD, pues se reunía los martes
de cada semana con el Comité Ejecutivo Nacional del Partido,
con el que discutía las diferencias entre las políticas del gobierno
y los puntos de vista que mantenía el Partido, para llegar, en la
mayoría de los casos, a un común acuerdo. Cuando esto no era
posible, el Presidente y los ministros eran libres de seguir la línea

39
de conducta que consideraban la mejor; pero el Partido también
era libre para dar a conocer públicamente su opinión contraria
sobre esa materia. Según una entrevista que Paz Galarraga, Se-
cretario General de AD, durante parte de esa presidencia, con-
cedió a Alexander (Ibid.) unas cuantas veces las reuniones fueron
acaloradas y al menos en dos ocasiones Betancourt amenazó con
renunciar a la Presidencia de la República si el partido insistía
en tomar una posición distinta a la suya.
Betancourt fue celoso defensor, frente al partido, de sus pre-
rrogativas como Presidente, de manera que cuando decidió rom-
per relaciones con Cuba lo hizo aunque la dirección del Partido,
temporalmente en manos del grupo ARS, manifestó su posición.
Tampoco permitió que el partido seleccionase los principales
puestos de su administración, de los que dispuso atendiendo a
las necesidades de constituir un gobierno no partidista, de uni-
dad nacional y de satisfacer las obligaciones contraídas con los
partidos del Pacto de Punto Fijo. Es evidente, en todo caso, que
la liberación de la disciplina partidista significó un aumento de
los poderes personales del Presidente y una disminución de los
controles de su partido
Son comprensibles las razones que pudieron justificar, en
1958, que AD adoptase la medida de liberación de la disciplina
partidista, utilizadas por Betancourt y aún Leoni con prudencia.
Pero una vez superada la situación de peligro para la democra-
cia, que existió durante los primeros dos períodos presidencia-
les, desapareció la razón principal para su mantenimiento. Me
atrevo a afirmar que al mantenerse tal medida, desapareció una
importante fuente de control político del presidente, por parte
de su propio partido. Con ello se potenció la irresponsabilidad

40
política presidencial y se exacerbó el personalismo de los Jefes
de Estado, tanto de AD como de COPEI.
Por otra parte, a partir del Pacto de Punto Fijo se produ-
jo un cambio importantísimo en la orientación de los objetivos
de los partidos AD y COPEI. Como antes vimos, durante el
trienio su orientación fue predominantemente ideológica, en
el sentido que el objetivo fundamental de la organización era la
realización del programa que correspondía a su ideología, aun
a costa de poner en peligro las posibilidades de conservar el po-
der. Pero a partir de 1958, como consecuencia de la experiencia
del trienio y del aprendizaje forzoso que significaron los nueve
años de dictadura, tanto AD como COPEI van a experimentar
un importante cambio en su orientación, cambio que se expre-
sa en el Pacto de Punto Fijo, del que, sin duda, Betancourt es
artífice principalísimo.
El objetivo fundamental y prioritario que se propuso AD,
en adelante, no fue ya la realización de su ideología, ni tampo-
co mantenerse en el poder, ganando las próximas elecciones,
sino asegurar el mantenimiento del régimen democrático, aun-
que para ello hubiera que sacrificar parcialmente o posponer los
otros dos tipos de objetivos.3 La actitud de Betancourt durante
su presidencia fue muy clara a este respecto. Por una parte, estuvo
dispuesto a diferir varios de los objetivos que tradicionalmente
habían figurado en el programa de AD, provocando críticas y
descontento en algunos sectores internos, que incluso veían en
tal comportamiento una traición, arriesgándose con ello a una

3 En algunos artículos me he referido a esta nueva orientación partidista como “pre-


dominantemente institucional”. Para un tratamiento más extenso de esta cuestión
puede verse: Rey (1990) especialmente pp. 105–108; y Rey (1991), especialmente
pp. 557–560.

41
escisión partidista. Por otra parte, permitió e incluso impulsó
la división del propio partido (siempre en aras de la conserva-
ción del régimen democrático); y estuvo dispuesto, en cambio,
a propiciar el fortalecimiento del que había sido su tradicional
enemigo, COPEI; aun a costa de disminuir, con todo ello, la
probabilidades de triunfo electoral de AD en las próximas elec-
ciones, con tal de aumentar de esta forma las probabilidades de
que la democracia perdurara y se fortaleciera.
En el caso del MIR se trató de una escisión claramente ideo-
lógica. Lo que en un principio pretendió presentarse como una
diferencia entre una AD de izquierda, pues así se proclamaban
los jóvenes disidentes, y una AD de derecha, representada por la
“vieja guardia”, pronto se vio que no se trataba de una diferencia
entre dos alas o tendencias que compartían una ideología básica
común. La ideología del MIR, claramente marxista–leninista,
pretendía retrotraer al partido a la situación anterior a la ruptu-
ra ideológica de 1939, cuando el PDN se deslindó nítidamente
de los comunistas.
En cambio es difícil percibir elementos ideológicos en la
escisión del grupo ARS que se explica, más bien, como una
fractura faccional, con amplios antecedentes en tal tipo de con-
ducta, que aspiraba a controlar el partido y que, en un estilo
sectario, muy propio del trienio 1945–48, consideraba a CO-
PEI como su enemigo jurado, y no comprendía la necesidad de
contar con su colaboración para preservar la democracia. Más
difícil me resulta comprender la ruptura con el MEP, que lleva
a Betancourt, parcialmente retirado del activismo político y en
Europa, a movilizar toda su influencia y los recursos morales de
que dispone para hacer frente a un movimiento que, tanto por
la catadura moral de varios de sus líderes subalternos, como por

42
sus afinidades ideológicas, ve que, en caso de triunfar, sería un
gran peligro para la democracia de Venezuela.
Debemos subrayar que Betancourt, fundador y máximo di-
rigente de AD, cuyo mayor orgullo, según su propia confesión,
fue la creación de ese partido, no vaciló en poner por encima de
los intereses del mismo la preservación y el fortalecimiento de
la democracia de Venezuela.
Como se sabe Betancourt logró su objetivo prioritario, y
tuvo la satisfacción de que, por primera vez en la historia de Ve-
nezuela, un Presidente elegido por el sufragio universal directo
y secreto de los ciudadanos, pudo entregar el poder, al terminar
su mandato, a otro Presidente igualmente elegido. Para aumen-
tar su satisfacción, la persona a quien entregó la presidencia fue
al candidato de su propio partido que, pese a la disminución del
caudal electoral de AD, finalmente resultó ganador.
Terminado su período presidencial, Betancourt, conscien-
te de su propia influencia sobre el partido, prefirió abandonar
el país, para evitar que su sola presencia en Venezuela diera lu-
gar a la acusación de estarse inmiscuyendo en las decisiones de
su sucesor Leoni. Posteriormente quedó claro que no pensaba
aspirar de nuevo a la presidencia, una vez pasados los diez años
en los que, según la Constitución de 1961, podía optar por una
nueva elección.

43
II

La crisis e involución de los


partidos responsables y el auge
del personalismo presidencial

La crisis de la democracia representativa venezolana

Durante las dos primeras décadas de los gobiernos demo-


cráticos que siguieron al derrocamiento de la dictadura de Pé-
rez Jiménez, en 1958, Venezuela fue un modelo de democracia
representativa estable y exitosa, que contrastaba con la que ha-
bía sido su propia historia anterior y con el cuadro general de
autocracias que en esos tiempos prevalecieron en América Lati-
na. Pero ya para fines de los años 70, comenzó a desarrollarse, al
principio en forma un tanto latente o larvada, una crisis de esa
democracia representativa, que estalló espectacularmente el 27
de febrero de 1989 con los motines llamados el Caracazo y al-
canzo su clímax en 1999, al aprobarse una nueva Constitución
que sancionaba una nueva forma de gobierno al rechazar la idea
de una democracia representativa y propugnar, en su lugar, una
democracia participativa y protagónica.
En efecto, en una intervención en la XXI Convención Anual
de Acción Democrática en febrero de 1981, apenas un mes antes
de su fallecimiento, Rómulo Betancourt se mostraba muy cons-
ciente de la crisis, tanto política como económica, que se em-
pezaba a manifestarse en Venezuela y que él denunciaba como
una “falta de fe que se ha extendido en el país” y que atribuía a

45
una “falta de confianza en el régimen democrático” (Betancourt
2006, p. 443).
Durante las dos décadas que siguieron a la muerte de Be-
tancourt, pese a algunos intentos que se hicieron para enderezar
el curso de los acontecimientos, la crisis de la democracia repre-
sentativa no hizo sino agravarse, para estallar espectacularmen-
te el 27 de febrero de 1989 con el Caracazo, alcanzar su clímax
en 1998 con el triunfo en las elecciones de Hugo Chávez, quien
había encabezado el golpe de Estado fallido de febrero de 1992 y
la aprobación en1999, de una nueva Constitución que pretendía
borrar la idea de la democracia representativa, propugnando, en
su lugar, una democracia participativa y protagónica. Pero el nue-
vo gobierno, que no va respetar el reciente texto constitucional,
va a significar el completo hundimiento de la institucionalidad
política que se había impuesto con la democracia representati-
va, después de 1958, y el auge desenfrenado del personalismo
caudillista.
Sin embargo, como vamos a tratar de ver a continuación,
ya en el transcurso de la democracia representativa, aparecie-
ron y se desarrollaron algunos rasgos de personalismo político
que sirvieron para minar la institucionalidad de nuestro siste-
ma político.
Resulta una tarea sumamente difícil tratar de explicar la
crisis y eventual colapso de un régimen político, que se debe a
una pluralidad de factores, pertenecientes a diversos niveles de
la realidad que interactúan en forma muy compleja. Sería una
insensatez de mi parte pretender, en estas breves páginas, dar
una explicación ni siquiera aproximada de tan complejo proce-
so. Me limitaré a destacar el papel que en el mismo han jugado
tres factores políticos.

46
En primer lugar, ciertas acciones y omisiones de nuestro
sistema de partidos políticos; en segundo lugar la existencia de un
sistema de decisiones de Estado, distinto al sistema de partidos,
y en tercer lugar los poderes que se han concentrado en el Presi-
dente de la República. Como consecuencia de la conjunción de
la acción de esos tres factores, el sistema político venezolano ha
venido fortaleciendo, cada vez más, rasgos personalistas.

La involución de los partidos políticos

Desde 1958 los partidos políticos democráticos de Venezue-


la, especialmente AD, pero también COPEI, han jugado en la
vida del país un papel tal, que por su importancia y prominen-
cia, no sólo en la política sino, en general, en toda la sociedad,
probablemente no es comparable al de ninguna otra democracia
competitiva (Rey 1991, pp. 79–114). Dichos partidos, además
de haber sido determinantes para la creación y el mantenimien-
to de nuestra democracia contemporánea, ejercieron muchas
funciones tanto políticas como sociales, que excedían las pura-
mente electorales. Desde 1958, no sólo ejercieron en forma ex-
clusiva las funciones electorales, sino que jugaron un papel muy
prominente como los principales y en muchas ocasiones únicos
canalizadores de las restantes funciones políticas, como son, en-
tre otras, las de reclutamiento y de socialización política (que
incluye la creación de una cultura política democrática), la de
agregación de demandas al Estado y la de generación de apoyos
tanto al gobierno como al régimen político.
Se ha llegado a decir que los partidos venezolanos no sólo
se convirtieron en órganos indispensables para la formación de

47
la voluntad estatal, sino que se produjo un grado tal de articu-
lación y conexión entre ellos y el Estado venezolano, pues co-
paron sus principales centros de decisión, hasta el punto que
se pudo calificar a éste como un “Estado de Partidos” (Brewer
1988). Sin embargo, quienes usaron tal calificación parecían ig-
norar que durante el desarrollo de nuestra democracia, se creó
en nuestro país un poderoso sistema para la toma de decisiones
del Estado, de carácter semi–corporativo (pieza fundamental de
lo que acostumbro a llamar sistema populista de conciliación), dis-
tinto, paralelo e independiente del sistema de partidos, al cual
se debió, en no pequeña medida, la crisis de nuestra democracia
representativa, pues no hacía posible el ejercicio de la responsa-
bilidad política.
Se ha afirmado que nuestra democracia degeneró en una
“partidocracia”, pues “ha dejado de ser el gobierno del pueblo y
para el pueblo y se ha convertido en un gobierno, no sólo de los
partidos sino para los partidos” (Brewer 1985, p. 57); y no sólo
se ha llegado a considerar a éstos como responsables de la crisis
política e institucional del Estado venezolano, sino que Brewer
les acusa, también, de haber usurpado las funciones propias de
la sociedad civil y de ahogar sus iniciativas y posibilidades de li-
bre desenvolvimiento (Brewer 1988).
Dada la importancia y magnitud del papel jugado por nues-
tros partidos políticos, no es de extrañar que a medida en que
avanzaba la conciencia de la crisis de nuestra democracia repre-
sentativa, haya aumentado el número de quienes culparan de ella
a los partidos. Pero, en lugar de tratar de identificar y de propo-
ner soluciones para corregir los defectos del funcionamiento de
nuestro sistema de partidos, el remedio que poco a poco se con-
virtió en el más popular, por lo simplista, fue el de reducir radi-

48
calmente o, incluso, eliminar totalmente la función mediadora
que los partidos ejercían entre los electores y sus representantes,
para establecer una relación personal y directa entre ambos.
Con tal propuesta se demostraba que se desconocía la im-
portancia que tiene, para el adecuado funcionamiento de la de-
mocracia representativa, no la responsabilidad personal del re-
presentante individual, sino la responsabilidad colectiva de los
partidos político, como tuvimos ocasión de ver en la primera
parte, al tratar de los partidos de masas. En el fondo se trataba
de explicar las fallas del funcionamiento de la democracia re-
presentativa a partir de los defectos personales de los elegidos,
sin comprender la importancia que tiene el adecuado funciona-
miento de los mecanismos semiautomáticos de la competencia
electoral entre partidos responsables.

Las condiciones para que exista un partido responsable

En un sistema con partidos responsables, dotados de una


organización y de una ideología apropiadas, en el que haya de-
mocracia partidista interna, y en el que exista libre acceso a la
competencia electoral por parte de cualquier otra organización
política que aspire a participar en ella, las elecciones sucesivas
y la alternabilidad que de ellas puede resultar, se convierten en
un mecanismo semiautomático que premia el cumplimiento y
castiga el incumplimiento de las ofertas electorales y hace efec-
tiva, de esta manera, la responsabilidad política del elegido fren-
te al elector.
Si los partidos existentes defraudan sucesivamente al elec-
torado, y la democracia interna de los mismos no es capaz de

49
producir un cambio de dirigentes, de programas o de ambos, el
libre acceso a las elecciones permitirá que surjan partidos nuevos
que conquisten el favor de los ciudadanos y desplacen a los anti-
guos, de manera que se asegure un equilibrio, al menos a mediano
o a largo plazo, en el que se satisfarán las preferencias de los vo-
tantes. Pero la existencia del conjunto de condiciones necesarias
para tal resultado no es cosa fácil y, como vamos a ver a conti-
nuación, en el caso de Venezuela, la aparición de fallas en varias
de ellas fue uno de los principales factores, aunque no el único,
de la crisis que sufrió nuestra democracia representativa.
Un partido responsable es lo contrario de un partido demagó-
gico, que en cada momento se limita a seguir los deseos o incluso
los caprichos del pueblo, para así obtener el respaldo de la mayo-
ría. Un partido responsable debe tratar de ejercer una dirección
y un liderazgo sobre la opinión pública del país, para tratar de
influir sobre ella y eventualmente cambiarla, de acuerdo al pro-
pio ideario, y no limitarse a seguir servilmente dicha opinión, de
acuerdo a la información que le suministran las encuestas.
Se trata de una tarea muy compleja, que requiere varias
condiciones adicionales, como son las siguientes:
1) el partido ha de ser capaz de examinar rigurosamente
la situación del país, e inspirándose en sus principios doctrina-
rios, elaborar un programa en el que se expongan las reformas
que se propone realizar para mejorarla, en caso de triunfar en
las elecciones;
2) el partido ha de tratar de convencer a la mayoría de la ciu-
dadanía de las bondades de tal programa y que el partido cuenta
con la voluntad y la capacidad para llevarlo a cabo;

50
3) una vez que resulte ganador en la contienda electoral,
el partido debe realizar todos los esfuerzos para cumplir, lo más
fielmente posible, sus promesas u ofertas electorales;
4) el partido debe contar con una organización y una dis-
ciplina interna, lo suficientemente sólidas como para que le per-
mitan cumplir con dichas ofertas, obligando a ello a sus mili-
tantes, si es necesario bajo la amenaza de sanciones, incluyendo
la expulsión. Tal disciplina no debe ser confundida nunca con
la negación de la democracia pues, como luego vemos, ésta úl-
tima es una de las condiciones necesarias para que los partidos
puedan cumplir con sus responsabilidades.
Podemos decir que las mencionadas condiciones fueron las
que inspiraron a AD, bajo la conducción de Rómulo Betancourt,
desde su fundación como partido de masas y se aplicaron, en
términos generales, hasta 1948. Hemos visto, sin embargo, que
un rasgo negativo de AD durante ese período fue una orienta-
ción excesivamente ideológica y en ocasiones un extremo secta-
rismo, que fue utilizado como pretexto para el golpe de Estado
que derrocó a Gallegos.
Vimos, también, que para evitar los males y los peligros del
pasado, con el Pacto de Punto Fijo se institucionalizó un impor-
tante cambio en la orientación de los objetivos de AD y tam-
bién de COPEI, pues se pospusieron los tradicionales objetivos
ideológicos, o incluso los eventuales objetivos de poder, para dar
prioridad al mantenimiento del régimen democrático. Se supo-
nía que la posposición de los respectivos objetivos ideológicos
y programáticos que AD y COPEI habían acordado en 1958,
en aras del mantenimiento de la democracia, era un expediente
temporal adoptado en una situación de emergencia, por los pe-
ligros que en aquellos momentos había para el mantenimiento

51
del nuevo régimen, pero que debía cesar tan pronto como des-
apareciera la doble amenaza a la democracia de la derecha mili-
tarista y de la guerrilla marxista–leninista.
Sin embargo, una vez desaparecidas tales amenazas, lo cual
se puede decir que ocurre aproximadamente hacia los inicios de
la primera presidencia de Caldera, cuando ya AD y COPEI po-
dían abandonar su anterior preocupación obsesiva por la pre-
servación de la democracia, en lugar de tratar de recuperar los
objetivos ideológicos que en el pasado les había motivado, se
van a convertir, cada vez mas, en partidos crecientemente prag-
máticos, con una orientación hacia el puro poder, hasta el punto
de que en varios aspectos se van a parecer a nuestros partidos
personalistas del siglo XIX.
AD se va a alejar, cada vez más, del ideal del partido respon-
sable de Betancourt y sus compañeros, renunciando a las fun-
ciones de conducción y liderazgo sobre la opinión pública que
tradicionalmente había ejercido, para amenazar con convertirse
en un receptáculo ideológicamente vacío, sin preferencias pro-
pias, que se limitaba a recoger los resultados que les proporcio-
nan las encuestas de opinión pública, para acomodar sus ofertas
electorales a las que parecían ser las opiniones de la mayoría. Y
un proceso semejante ocurre en COPEI.
Como resultado de esta creciente pragmatización, nuestros
principales partidos, AD y COPEI, se convirtieron en lo que los
norteamericanos llaman catch–all parties que no se oponen entre
sí en función de sus diferencias ideológicas, expresadas a través
de programas políticos también diferentes, sino que se limitan a
una competencia por el éxito electoral en el que la única función
del programa es maximizar los votos que obtendrán.

52
La competencia electoral duopólica
y el “turno” en el poder

Esto lleva, inevitablemente a una aproximación entre los


dos principales partidos, cuyas ofertas electorales se asemejan
cada vez más, en función de las preferencias de las mayorías,
según las recogían las encuestas pre–electorales, y que trataban
de diferenciarlas en las campañas electorales utilizando los mé-
todos típicos de competencia entre los oligopolistas, a través de
una propaganda tendente a producir una desinformación que
imposibilitara la comparación.
En general la propaganda electoral se va a centrar en las cua-
lidades personales, reales o inventadas, del candidato a la presi-
dencia. En aquellos temas generales en la que la distribución de
la preferencia de los electores suele ser estadísticamente normal,
las ofertas electorales de los partidos convergen hacia el centro,
buscando la atracción del votante medio.
Pero en aquellas otras cuestiones en que existe incertidum-
bre sobre la distribución de tales preferencias, las ofertas son muy
generales y abstractas o vagas. Y junto a todas esas se presenta un
agregado de ofertas concretas y específicas para satisfacer diver-
sos intereses sectoriales. De esta manera se pretende lograr una
amplia y heterogénea coalición de intereses diversos que aspira
a obtener la mayoría para lograr el éxito electoral. Pero una vez
que se ha conquistado el poder resulta difícil satisfacer a todos
esos intereses, y cuanto más amplia y heterogénea es la coalición
que llevó al triunfo la dificultad es mayor. De modo que paulati-
namente se van produciendo crecientes descontentos y rupturas
en la coalición inicial. Además, cuanto más escasean los recursos
gubernamentales, el deterioro es más rápido y amplio.

53
El resultado es que el ejercicio de la función gubernamen-
tal, en tales condiciones, lleva necesariamente a un desgaste del
caudal electoral con que se llegó al poder. Bajo estas circunstan-
cias, la función del principal partido de oposición parece muy
sencilla: la de criticar sistemáticamente a las políticas del gobier-
no no para modificarlas o para proporcionar otras alternativas
viables, sino con el fin de capitalizar su fracaso, formando una
coalición ganadora con todos los descontentos o desencantados
con esas políticas.
Si el descontento con el gobierno es suficientemente pro-
fundo funciona el “péndulo” electoral y el principal partido de
oposición logra sustituirlo en las siguientes elecciones. De esta
manera los dos principales partidos se turnan periódicamente
en el ejercicio de las funciones gubernamentales. Pero, a la lar-
ga, la repetición de los mismos partidos produce el hastío de los
electores que conducen a la abstención.

La búsqueda del poder y los combates


entre los partidos e intra–partidistas

A partir del momento en que el objetivo fundamental —y


en muchas ocasiones el único— de los partidos es la conquista
del poder, no vacilan en utilizar cualquier medio en el enfren-
tamiento con el contrario, sin reparar en límites para vencerlo.
Mientras hubo amenazas directas, de derecha o de izquierda, a
la democracia, los partidos respetaron las “pautas de conviven-
cia”, formalizadas en el Pacto de Punto Fijo, tendentes a que no
se consideraran enemigos irreconciliables, sino a lograr “la inte-
ligencia, mutuo respeto y cooperación” entre ellos, lo que impli-

54
caba la prohibición de usar ciertos métodos o procedimientos y,
en concreto, la despersonalización del debate y la erradicación
de la violencia interpartidista.
Pero, una vez desaparecidas las amenazas directas a la de-
mocracia, los partidos dejan de temer que los eventuales ataques
mutuos vayan a poner en peligro la estabilidad del sistema. Con
ello se van a crear las condiciones para que llegue un momento
en el que los partidos, con una orientación cada vez más prag-
mática, usen todos los recursos disponibles para conquistar el
poder y mantenerse en él, sin que tengan inconvenientes en uti-
lizar las peores armas para atacar el partido contrario.
Ya desde 1973 los ataques virulentos y las acusaciones recí-
procas entre AD y COPEI, incluyendo los ataques personales,
con motivo de la campaña electoral, nada tiene que ver con el
combate electoral entre caballeros propugnado por el Pacto de
Punto Fijo. Pero es sobre todo a partir de 1978, con la campaña
presidencial y el posterior gobierno de Luís Herrera cuando el
país volvió a vivir un clima de “canibalismo político” partidista
como no se recordaba desde el trienio 1945–1948.
Por otra parte, hay que subrayar que, mientras la lucha
contra la corrupción —preocupación obsesiva de Rómulo Be-
tancourt— fue una de las grandes banderas de los primeros go-
biernos democráticos contra la dictadura de Pérez Jiménez, en la
medida que los recursos económicos se convirtieron en una con-
dición indispensable para el éxito electoral, se llegó a tolerar el
uso ilegal de fondos del Estado, no para beneficio personal, pero
sí para obtener los recursos económicos que necesita el partido
para derrotar al contrario. Abierta esta vía, se convierte en un
pretexto para toda clase de abusos y para el uso de la corrupción
en beneficio personal, y también para las acusaciones de corrup-

55
ción contra el contrario, así sean falsas, como un medio a través
del cual se van a obtener ventajas electorales frente a él.
Las acusaciones de corrupción como arma político–electo-
ral, que son nulas durante la presidencia de Betancourt y muy
escasas con Leoni y Caldera, se convierten en un continuo es-
cándalo a partir de la primera presidencia de Carlos Andrés Pé-
rez. De manera que en una conferencia en 1978 Rafael Calde-
ra afirmó “la corrupción constituye la mayor amenaza para el
futuro de la institucionalidad democrática”; y un año después,
Luís Beltrán Prieto Figueroa, haciendo un balance de los veinti-
cinco años de la democracia venezolana, consideraba la corrup-
ción como “el peor mal que agobia a la República”. El resultado
previsible fue el desprestigio mutuo, de ambos partidos, a lo que
también ayudó mucho el faccionalismo interno.
En cuanto los partidos se orientan pragmáticamente por el
poder éste ya no es un medio para la realización del programa
sino que se convierte en la fuente de recompensas y satisfaccio-
nes para gran parte de la militancia. Frente a los partidos ideo-
lógicos, en que las pugnas internas daban lugar a escisiones por
diferencias de principios, cuando los partidos se convierten en
pragmáticos ocurre la faccionalización, un proceso muy seme-
jante a lo que ocurría con los partidos del siglo XIX, caracteri-
zado por la aparición de grupos de descasa duración y sin nin-
guna estructura organizativa en torno a caudillos, unidos por
relaciones puramente personales, que no encarnan diferencias
ideológicas, pues sólo están interesados en puestos y emolumen-
tos y que, con este fin, luchan por la conquista de posiciones y
de poder dentro del partido. Se trata de facciones que no vacilan
en emplear en sus enfrentamientos internos las mismas tácticas,
totalmente carentes de escrúpulos que caracterizan los enfren-

56
tamientos entre partidos rivales. La unidad formal del partido
puede mantenerse pero no pasa de ser una laxa federación de
facciones cuya vinculación se limita a la necesidad de asegurar
el mínimo de coordinación, que permita la conquista del poder,
y el consiguiente reparto del botín.
Los enfrentamientos, primero entre partidos, y después en-
tre facciones en el interior de cada partido dieron como resultado
el total desprestigio del sistema partidista venezolano.

El duopolio partidista

La presencia en cualquier país de partidos organizados im-


plica siempre un elemento oligopólico en la vida política, pues
para que hubiera una competencia política perfecta sería necesa-
rio, como proponía Rousseau, prohibir los partidos, que él llama-
ba facciones, para que cada individuo decidiese individualmente,
sin tener la posibilidad de concertar su acción con otros. Esto,
de ser posible, resultaría indeseable, pues, como hemos visto en
la parte primera de este ensayo, los partidos políticos de masas
son indispensables para la moderna democracia de masas, y si
se eliminara el papel que en ésta deben desempeñar serían sus-
tituidos por organizaciones de intereses privados, por demago-
gos o por líderes irresponsables que pretenden tener un contacto
directo con el pueblo por medio de la aclamación. Ninguno de
estos eventuales sustitutos sería capaz de ejercer cabalmente las
funciones de los partidos.
Pero sin pretender eliminar a los partidos y, por tanto, re-
conociendo que es necesario mantener ciertos elemento de oli-
gopolio, lo que hay que intentar eliminar son las más toscas

57
“barreras de entrada” a la competencia electoral: sobre todo los
monopolios partidistas y especialmente los duopolios, que como
Hirschman (1977) ha demostrado, son particularmente nocivos,
especialmente cuando no están contrarrestados por una demo-
cracia interna de los partidos.
Una adecuada competencia electoral entre partidos requiere
el libre acceso de nuevos partidos a dicha competencia, para que si
los partidos existentes fracasan en cumplir sus responsabilidades,
puedan surgir otros que les disputen el favor del electorado.
En Venezuela, a partir de 1973 se ha implantado un sis-
tema de competencia electoral duopólica entre AD y COPEI,
en el que se apuntaban varios de los rasgos indeseables de este
tipo de competencia señaladas por Hirschman. La aparición de
la concentración duopólica no se debió en nuestro país a nin-
gún privilegio legal, pues más bien nuestra legislación electoral
fue excesivamente liberal en lo referente a la posibilidad de crear
partido y lanzar candidato que participe en las elecciones, sino
más bien en el alto grado de especialización, profesionalización y
sofisticación que en Venezuela alcanzaron los partidos políticos,
y de los extraordinarios recursos que eran y son necesarios para
financiar su mantenimiento, no sólo electoral, sino también en
sus actividades permanentes y cotidianas.
En este sentido, un factor de primera importancia para re-
forzar la concentración oligopólica fue el empleo de los moder-
nos mass media y en especial la televisión en las campañas elec-
torales, que hizo necesaria la utilización de una gran cantidad
de dinero, o en su defecto, del favor de los propietarios de tales me-
dios, una condición necesaria para el éxito electoral. El acceso
a tales medios, favorecido por la riqueza petrolera, se convirtió

58
en una “barrera de entrada” decisiva que favoreció la concentra-
ción duopólica.
En efecto, al lado de los recursos financieros con fines elec-
torales recibidos oficialmente por los partidos del Estado, que
en realidad sólo representaban una pequeña proporción del gas-
to electoral total, la mayoría de tales recursos provenían de dos
fuentes principales: la utilización ilegítima de los recursos del
Estado (obtenidos por medio de alguna forma de corrupción
administrativa, como “comisiones” sobre los contratos públi-
cos) y de los aportes voluntarios de los sectores económicamen-
te poderosos.
En cuanto a la obtención ilegal de los recursos del Estado,
sólo tenían acceso a ella los partidos que habían ocupado u ocu-
paban alguna posición en alguno de los niveles o ramas del poder
público, lo cual tenía como consecuencia una concentración del
poder partidista. En la medida en que un partido había ocupado
u ocupaba el poder, y había obtenido recursos por ese medio,
aumentaban las posibilidades de ocuparlo en el futuro.
En cuanto a los aportes de los económicamente podero-
sos, incluyendo los favores de quienes controlan los mass media,
aunque no podían determinar quien sería el ganador, sí pueden
decidir quién no lo sería, pues poseían en la práctica un derecho
de veto sobre los candidatos o partidos considerados indeseables,
negándoles el acceso a los medios, y excluyéndolos de tal forma
de las posibilidades del éxito electoral. De esta manera, a través
de financiamiento privado, prácticamente sin límites y sin con-
troles, se mediatizaba la actuación de quienes resultaban electos
por parte de quienes los financiaban y se debilitaba la responsa-
bilidad frente a los electores

59
Al menos desde 1980 tanto politólogos y juristas prove-
nientes de las universidades, como los propios partidos políti-
cos tenían claras las distorsiones a la libre competencia electoral
entre partidos que resultaban del sistema de financiamiento de
las campañas electorales existentes y propusieron normas para
corregir la situación (Rey et alii 1981). Lo mismo hizo algunos
años más tarde, durante la presidencia de Lusinchi, la Comisión
Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), pero aunque
se mejoró y se hizo más equitativa la financiación procedente
del Estado, no se establecieron límites precisos a la financiación
privada ni al total de gastos, y, desde luego, continuó sin freno
la proveniente de la corrupción.

La necesidad de la democracia interna en los partidos

La democracia interna de los partidos comprende, al me-


nos, las siguientes cuestiones: 1) la participación de sus miem-
bros en la elaboración y aprobación de la doctrina y programas
del partido; 2) las elecciones periódicas, mediante votación de-
mocrática de todas sus autoridades; y 3) la designación por la
base de los candidatos a todos los puestos electivos.
La situación de la clandestinidad en que se desenvolvió la
vida del PDN (1937–1941), le impidió desarrollar una orga-
nización democrática, como en cambio lo hizo AD tan pronto
como adquirió el status de un partido legal en 1941. Sin embar-
go, esa situación apenas duró siete años, pues en 1948, al pasar
de nuevo a la clandestinidad, por ser ilegalizada por la Junta de
Gobierno, tuvo que adoptar una organización que en muchos
aspectos recordaba a las células comunistas y que implicaba im-

60
portantes restricciones a la democracia interna. Reconquistada
la legalidad en 1958 el partido volvió a tratar de recuperar la de-
mocracia interna, pero con dificultades, como vamos a ver.
El modelo de los partidos de masas, que había servido de
inspiración a AD, suponía —a diferencia de los partidos de no-
tables, claramente oligárquicos—, una plena democracia interna.
Sin embargo, hace cerca de cien años, Robert Michels formu-
laba su famosa “ley de hierro de las oligarquías”, según la cual
la misma tendencia a la democratización que lleva a la creación
de los grandes partidos de masas, se convertía en la práctica en
su contrario —es decir, en la negación de la democracia— por
la inevitable tendencia que, según él, caracterizaba a tales par-
tidos, a la burocratización, creándose oligarquías internas que
llegaban a apoderarse de los mismos y a sustraerlos del control
de las masas (Michels 1969). Hay quienes consideran esta ten-
dencia como algo inevitable y contra la cual es inútil luchar, pues
la necesidad de una sólida organización y liderazgo, así como
la de una férrea disciplina partidista, sería la causa del fin de la
democracia interna.
No faltan estudiosos de AD y biógrafos de Betancourt que
han identificado, equivocadamente, las características estructu-
rales de un partido de masas, que sin duda están presentes en
AD, con la organización propia de un partido leninista, carente
de toda democracia. Aquí sólo podemos esbozar dos importan-
tes aclaraciones. En primer lugar, que entre las tendencias oligár-
quicas existentes en los partidos socialistas alemanes anteriores a
la primera guerra mundial, estudiados por Michels (algunas de
las cuales han podido estar presentes en AD), y la organización
del partido leninista solo existen algunas semejanzas puramen-
te formales y exteriores. En segundo lugar, la pretendida “ley”

61
inevitable descubierta por Michels no es tal, sino una tendencia
empírica que sin duda existe en muchos casos, pero que no es
ineluctable, pues se puede combatir y vencer mediante normas
e instituciones adecuadas.
Dicho esto hay que reconocer que efectivamente, a par-
tir de 1958 se dieron en AD ciertos rasgos que no favorecían la
democracia interna, y que se creyeron necesarios para la estabi-
lidad democrática, como son la ya mencionada liberación del
presidente de la disciplina interna del partido. Pero también se
concentró el poder en las élites partidistas, a través de procedi-
mientos tales como las elecciones a la dirección del partido poco
frecuentes y no directas, además de designaciones ex–officio; y
ausencia de democracia en la elaboración de las listas de candi-
datos al Congreso en las elecciones, en las que se reservaban los
principales puestos “salidores” para los candidatos que designase
la dirección nacional del partido.
A lo anterior hay que añadir la falta de participación de la
militancia del partido en la renovación de las bases ideológicas
y programáticas que en lo esencial continuaban siendo las mis-
mas del trienio 1945–48. Problemas semejantes de falta de de-
mocracia interna afectaban a COPEI.
Debe decirse que entre las propuestas de reforma más auda-
ces e interesantes de la COPRE, durante el gobierno de Lusinchi,
estaban las dirigidas a la total democracia interna de los partidos,
tanto en la elección de sus directivas como en la designación de
sus candidatos a los cargos electorales. Entre las primeras estaba
la prohibición de cargos vitalicios que no fueran puramente ho-
noríficos; la obligación de renovación periódica, mediante elec-
ciones internas de los cargos de dirigencia partidista a todos los
niveles; la fijación de materias para las cuales se exige consulta

62
directa de la base del partido mediante referéndum o elecciones
directas de primer grado; la prohibición de delegados ex–officio
o en general no electivos a las Asambleas, Congresos o Conven-
ciones de carácter deliberativo del partido o, al menos, reducción
drástica de su porcentaje: prohibición de todos los sistemas de
elección indirecta más allá del segundo grado.
Entre las reformas que se proponían para la nominación
de los candidatos presentados por el partido para ocupar cargos
públicos electivos, estaban la obligación de utilizar en todos los
niveles —desde los Concejos Municipales hasta la Presidencia
de la República— sistemas de elecciones primarias a cargo de
los militantes de base respetivos.
Ninguna de las dos iniciativas de la COPRE prosperaron,
no sólo por oposición de los dos principales partidos, cuyos di-
rigentes no querían disminuir su poder, sino también por falta
de apoyo de la mayoría de los ciudadanos que no pertenecía a
los partidos quienes, hartos de éstos, y considerándolos como
los responsables de todos los males, en lugar de interesarse en el
mejoramiento de los mismos, a lo que aspiraban más bien era
a que los partidos desaparecieran de la escena política, sin dar-
se cuenta de las implicaciones negativas que esto tendría para la
democracia representativa.

La creación de un sistema populista de conciliación

La estabilidad y continuidad de un nuevo gobierno demo-


crático iba a depender de su capacidad de satisfacer dos necesi-
dades, hasta cierto punto contradictorias. Por una parte, la ne-
cesidad de mantener la confianza de la mayoría de la población

63
en la democracia representativa, y, por otra parte, dar seguridad
a los sectores poderosos, pero minoritarios, que sus intereses
fundamentales y vitales —incluso su propia existencia como
actores políticos— no serían amenazados por la decisión de la
mayoría, pues se temía que de no ser así su desconfianza hacia
la democracia les podría llevar, como ya ocurrió en 1948, a no
aceptar el nuevo régimen.
Para hacer frente a ambas necesidades —que era imposible
satisfacer simultáneamente mediante un sistema puramente de-
mocrático, basado en el voto de la mayoría— junto al sistema
democrático, que resultaba de la competencia electoral, se creó
otro sistema para la toma de algunas importantes decisiones, pa-
ralelo, en el cual el partido que había contado con la votación de
la mayoría renunciaba a imponer unilateralmente su voluntad
(aunque desde un punto de vista jurídico–formal tuviera dere-
cho a hacerlo), de modo que las decisiones se iban a tomar tras
un diálogo y en concertación entre quien era mayoritario y los
sectores minoritarios. Se trataba de “la política del diálogo” con
los más diversos sectores, que Betancourt definió como caracte-
rística de su gobierno.
Dicho sistema, al que en varios de mis escritos he llamado
sistema populista de conciliación (véase, sobre todo, Rey 1991,
pp. 542–545), se basaba en la formación de una gran coalición
o alianza, en parte expresa y en parte tácita, de partidos y grupos
sociales diversos, heterogéneos y poderosos, basada en el recono-
cimiento de la legitimidad de los distintos intereses que abarcaba
y en la creación de un sistema de negociaciones, transacciones
y conciliación entre todos ellos, de manera que todos pudieran
ser satisfechos, así fuera parcialmente.

64
De modo que junto al sistema de participación y represen-
tación estrictamente democrático, resultado de la competencia
electoral entre los partidos, en el que las decisiones se adopta-
ban de acuerdo a la regla de la mayoría, existía otro sistema no
estrictamente democrático, de naturaleza semi–corporativa, en
el que grupos minoritarios iban a tener una representación y
participación privilegiada en la toma de decisiones públicas que
afectaban sus intereses fundamentales, que les proporcionaba
una influencia sobre las mismas mucho mayor que la que les
hubiera correspondido de acuerdo exclusivamente a pura fuer-
za numérica.
El sistema populista de conciliación, al que me estoy refirien-
do, es obra del consenso de los tres partidos democráticos, pero
va a llegar a adquirir una vida independiente y dotada de un di-
namismo propio. El sistema resulta mucho más visible, por lo
explícito y notorio, en su funcionamiento en el ámbito de los
partidos políticos, verdaderos artífices del mismo.
Este sistema se desarrolló originalmente a través del Pacto
tripartito de Punto Fijo, que sólo duró el primer período pre-
sidencial, y que ya, a fines de 1960, se redujo sólo a AD y CO-
PEI, al retirarse URD del gobierno; pero comprende también
varios otros pactos partidistas posteriores (como por ejemplo el
de Ancha Base de Leoni, con URD de Jóvito Villalba y el FND
de Úslar Pietri). Pero, más allá de la duración formal de tales
pactos, el “espíritu de Punto Fijo”, o “el Puntofijismo” como es
llamado despectivamente, se ha mantenido por lo menos hasta
1988, a través de acuerdos no escritos de que ciertas decisiones
fundamentales sólo podían ser tomadas mediante el consenso de
los principales partidos. Así, por ejemplo, funcionó el llamado
“pacto institucional”, que nunca ha sido escrito, ni formalizado

65
por el cual los titulares de ciertos cargos públicos de alto nivel
debían ser designados mediante acuerdo entre los principales
partidos, sin que el mayoritario pueda imponer unilateralmen-
te su voluntad.
Lo mismo ocurría, más allá de tal pacto, para la toma de
decisiones que afectaban los intereses vitales del país, como por
ejemplo, las negociaciones en materia de límites fronterizos, o
para las decisiones fundamentales en materia petrolera.
Simultáneamente a los pactos partidistas, se desarrolló un
sistema informal que incluía la consulta de las decisiones del
Presidente, que se consideraban fundamentales para el país, al
empresariado, a través de la dirección de Fedecámaras, a los tra-
bajadores, a través de la dirección de la CTV, a las Fuerzas Ar-
madas, a través del Alto Mando Militar y a la Iglesia Católica, a
través de su más alta jerarquía.

Los poderes del Presidente sobre la A dministración


Pública Descentralizada

Pero había muchas decisiones del Ejecutivo que no podían


ser consideradas como decisiones políticas fundamentales, pues
eran de naturaleza propiamente administrativa, de modo que
no se justificaba que fueran sometidas a un proceso de consulta
con tantos actores y a un nivel tan alto como los que acabamos
de describir en el anterior punto y aparte, así que se consideró
suficiente, para manejarlas adecuadamente, valerse de un siste-
ma para la consulta y la toma de decisiones, tanto en la admi-
nistración central como en la descentralizada, a cargo de órga-
nos colegiados en los cuales junto a los funcionarios públicos y

66
representantes del gobierno, que se suponía que representaban
el interés general y que ordinariamente eran su componente ma-
yoritario, se incluía un cierto número de representantes de los
intereses privados especiales que se consideraba que podían ser
particularmente afectados por dichas decisiones. 4
Se trataba, sin embargo, de una forma de representación
que no era democrática, pues la mayoría de las veces se limitaba
a ser una representación virtual, de modo que aunque se suponía
que existía una comunidad de intereses entre los representantes
y los representados, pues ambos debían pertenecer a una misma
categoría socio–económica, la elección del representante no era
el resultado de la votación en la que participaban todos aque-
llos que se suponía debían ser representados, como debía serlo
si se tratase de una representación realmente democrática, sino
que era el producto de una designación a cargo, o bien de la di-
rectiva de la principal organización corporativa, empresarial o
sindical, que agrupaba a la mayoría de los interesados, o bien,
más frecuentemente, del propio Presidente de la República. En
el sistema venezolano de administración descentralizada, eran
muy pocos los órganos colegiados en los que existía una repre-
sentación realmente democrática, pues la elección democrática
era solamente un método típico de integración de los órganos
colegiados de las universidades, de las Academias y de los cole-
gios profesionales.

4 Para una descripción general de la participación de intereses privados en el sistema


de administración descentralizada venezolano, véase Combellas (1975), pp. 109–132.
Para una descripción más completa y detallada del conjunto de tales instituciones, así
como del variable grado de participación, en cada una de ellas, tanto del sector pri-
vado como del Gobierno, según los distintos Presidentes, es indispensable consultar
el libro de Brian F. Crisp (1997)

67
La representación de intereses privados, a la que me he re-
ferido, era frecuente en muchos de los organismos administra-
tivos dotados de funciones tanto activas (es decir, autorizados a
tomar decisiones obligatorias) como puramente asesoras o con-
sultivas de la administración central, que estaban encargados de
las funciones tradicionales, como eran la de policía (regulación y
control), la de fomento y la de servicio público, a las que habría
que añadir la nueva función de planificación, que se desarrolló
bajo la forma de planificación concertada.
El que en muchas ocasiones la participación de los repre-
sentantes de intereses privados fuese en organismos de carácter
técnico o con funciones puramente consultivas no debe llevarnos
a subestimar el poder que tal participación otorgaba a los secto-
res privados, especialmente cuando se trataba de organismos de
asesoría de carácter permanente, pues varios de ellos determina-
ron de hecho, durante años, las políticas que sobre determinadas
materias de gran importancia siguieron algunos ministerios.
Pero, en todo caso, las decisiones y actuaciones de la admi-
nistración central, estaban sometidas, a los controles ordinarios
que, de acuerdo a la Constitución y las leyes, el Congreso podía
ejercer sobre el Ejecutivo, siempre que los partidos allí represen-
tados estuvieran dispuestos a ejercerlos.
Distinta era la situación de una descomunal administración
descentralizada, pues por algunas razones que vamos a apuntar,
escapaba en la práctica al control del Congreso. Se trataba de
una parte cada vez más importante de la administración, pro-
ducto de un crecimiento desordenado y caprichoso, que había
dado lugar a un cúmulo de entes descentralizados, en forma de
Institutos Autónomos y empresas del Estado, en cuyos orga-
nismos de dirección, de acuerdo a las normas jurídicas que los

68
crearon, participaban, junto a los representantes del gobierno,
sectores empresariales, laborales, además de profesiones y gre-
mios diversos.
En teoría, se suponía que los Institutos Autónomos respon-
dían a la conveniencia de dotar de autonomía jurídica (perso-
nalidad jurídica y patrimonio autónomo) a un servicio público,
mientras que las empresas del Estado, dotadas también de per-
sonalidad jurídica y patrimonio propio, respondían a las funcio-
nes empresariales (industriales o comerciales) de éste. Pero, en la
práctica, más que una diferencia en cuanto a sus funciones, la
principal se iba a deber a los distintos procedimientos jurídicos
que eran necesarios parar crea ambos.
En efecto, la Constitución de 1961 estableció que los Insti-
tutos Autónomos sólo podían ser creados mediante una ley del
Congreso, lo cual representaba una dificultad para el Ejecutivo,
frente a la Constitución perezjimenista de 1953, que autoriza-
ba al Presidente a crear tales Institutos mediante un simple de-
creto ejecutivo. Sin embargo, bajo la Constitución de 1961, el
Ejecutivo gozaba de total de libertad para crear, sin intervención
del Congreso, empresas del Estado, bajo la forma de socieda-
des mercantiles, utilizando el procedimiento establecido en el
Código de Comercio; o también podría constituir libremente
asociaciones civiles o fundaciones, conforme lo que dispone el
Código Civil.
Esto trajo como una de sus consecuencias que la utilización
de las formas jurídicas de Instituto Autónomo o de empresa del
Estado, no respondió la mayoría de las veces a la función que
iba a cumplir la entidad, sino a la mayor o menor comodidad
que ofrecían las normas vigentes para su creación. Así, pode-
mos encontrar Institutos Autónomos que en realidad cumplen

69
funciones empresariales, y en cambio hallamos establecimien-
tos con la forma de empresas del Estado que no llevan a cabo
funciones empresariales, sino alguna de las funciones adminis-
trativas tradicionales.
El Ejecutivo ejercía su control básico sobre los Institutos
Autónomos a través de la tutela del Ministerio al que estaba ads-
crito, de acuerdo a la ley específica que lo había creado. En el
caso de las empresas del Estado, el control del Ejecutivo se ejer-
ce mediante su participación como accionista en las Asambleas
de las Empresas de acuerdo al Código de Comercio.
Pero el control que el Congreso debería ejercer sobre el
conjunto de la administración pública descentralizada, resulta-
ba muy difícil de ser ejercido por las razones que vamos a seña-
lar. La Constitución de 1961 preveía, aunque sólo en una forma
genérica, la posibilidad de que el Congreso ejerciera un control
sobre los Institutos Autónomos, las empresas del Estado y, en
general, sobre los entes en los cuales el Estado tenga una parti-
cipación decisiva.
En la misma forma genérica, preveía que a través de sus
Comisiones el Congreso pudiera ejercer las investigaciones que
considerara oportunas sobre todos los entes que forman la admi-
nistración descentralizada. Sin embargo, faltaba una normativa
general que regulara la Administración Descentralizada y que
permitiera al Congreso tener un adecuado conocimiento de los
asuntos financieros y presupuestarios de los Institutos Autóno-
mos y de las empresas del Estado. Los diversos proyectos de ley,
con los que se pretendía regular esta materia, proporcionando
tanto al Ejecutivo como al Congreso los instrumentos necesarios
para poder ejercer tal control, no prosperaron. De manera que
faltaba en Venezuela una norma, como la que existe en muchos

70
países, según la cual el presupuesto general de la Nación debía
estar acompañado de los presupuestos detallados de los entes
descentralizados. El Congreso —y por tanto los partidos repre-
sentados en el mismo— carecían incluso de la información sobre
tales presupuestos y de los instrumentos efectivos para intervenir
en su formulación y en el control de su ejecución.
La situación mejoró un poco a partir de 1976, pues ese
año fue sancionada, por primera vez, la Ley Orgánica de Régi-
men Presupuestario, que uniformó el régimen presupuestario
de los Institutos autónomos. La competencia para aprobar los
presupuestos de cada uno de los Institutos Autónomos conti-
nuó estando reservada al Presidente de la República en Consejo
de Ministros. También el seguimiento y control de la ejecución
presupuestaria  correspondía al Ejecutivo, a través del Ministe-
rio de adscripción, y de la OCEPRE, pues cada Instituto Au-
tónomo debía remitirles mensualmente un informe de su ges-
tión presupuestaria. El Congreso sólo podía ejercer un control
indirecto sobre los presupuestos de los Institutos Autónomos,
porque de conformidad con el artículo 54 de la Ley Orgánica
del Régimen Presupuestario estaba facultado para modificar los
aportes que figuraban en la Ley de Presupuesto para  dichos Ins-
titutos, aportes que aparecían en el presupuesto correspondiente
a cada órgano de adscripción. Lo que no conocía era el detalle
de los presupuestos de  cada Instituto, y a tenor de la ley todo el
control en realidad era ejercido por el propio Ejecutivo. Es cier-
to que el presupuesto detallado de los Institutos Autónomos se
publicaba en la Gaceta Oficial, pero en una fecha distinta a la
de la publicación de la Ley de Presupuesto, y lógicamente me-
diante un acto del Ejecutivo.

71
La falta de adecuados controles del Congreso sobre la ad-
ministración descentralizada, era particularmente alarmante, si
tenemos en cuenta que la parte del gasto público consolidado,
correspondiente a dicha administración, era la que había sufri-
do un desarrollo más espectacular durante la democracia, pues
mientras en 1959 su nivel era relativamente modesto, aumentó
aparatosamente, sobre todo a partir de 1974, durante la prime-
ra presidencia de Carlos Andrés Pérez. En efecto, de acuerdo a
datos de García Araujo (1975), en 1960 el gasto total de la ad-
ministración pública descentralizada abarcaba el 30 por ciento
del total del gasto público consolidado, y, dentro de él, el 7 por
ciento correspondía a los Institutos Autonómicos y el 23 por
ciento a las empresas del Estado; en cambio en 1974, la admi-
nistración pública descentralizada ya alcanzaba el 62 por ciento
del total del gasto público consolidado, del cual el 13 por cien-
to pertenecía a los Institutos Autonómicos y el 49 por ciento a
las empresas del Estado.
El desarrollo espectacular de las empresas del Estado signifi-
caba que, a partir de 1974, la gran mayoría del gasto público para
el desarrollo económico y social, que el Estado venezolano llevaba a
cabo, no iba a estar incluida en el presupuesto público que es pre-
sentado y aprobado cada año por el Congreso, ni estaría sometido a
los controles presupuestarios normales de éste (y por consiguiente es-
caparía al control de los partidos políticos allí representados).
De manera que, como se señaló en un trabajo precursor (García
Araujo 1975), los directorios del conjunto de las empresas del
Estado, que son los que decidían sobre tales gastos, sin ningu-
na intervención del Congreso, constituían de hecho una poderosa
oligarquía cuyo único control político era el que quisiera y pudiera
ejercer el Presidente de la República.

72
El Congreso (y por tanto, los partidos políticos allí represen-
tados) carecía de controles sobre la distribución de ese gasto, de
modo que había surgido una poderosísima oligarquía burocráti-
ca, constituida por unas decenas de Presidentes y Directores de
esas empresas, que deciden sobre cómo y dónde se va a emplear
e invertir una buena parte de los gastos públicos (casi la mitad
del total). Parte considerable de esa oligarquía esta formada por
representantes diversos del sector privado,5 pero la mayoría de
ella, que representaba al Gobierno, sólo respondía a los deseos del
Presidente de la República que los nombraba y removía a su volun-
tad. Se trataba de un grupo de personas que por diversas razones
—y no necesariamente por su militancia partidista— cuenta con
la confianza personal del Presidente.
El hecho de que a menudo los representantes del Gobier-
no en el sistema de administración descentralizada, nombrados
por el Presidente, fueran miembros de su partido no significa-
ba que ese partido influyera, a través de ellos, en las decisiones
de esos organismos, pues en la mayoría de los casos, pese a su
formal pertenencia partidista, no eran políticos profesionales y
cuando participaban como representantes del Estado en los en-
tes de la administración descentralizada, no estaban cumplien-
do funciones partidistas.
Estos funcionarios forman lo que podríamos llamar una
burocracia o tecnocracia económica gubernamental, integrada
por personas que tienen similar educación, status y funciones

5 La participación de representantes del sector privado, tanto empresarios como tra-


bajadores, es importante, pero varía notablemente con los distintos Presidentes de la
República. Véase el Apéndice del libro de Crisp (1997), que presenta los datos cuan-
titativos sobre los porcentajes de representantes de los diversos sectores en las direc-
tivas de los organismos descentralizados, según los Presidentes.

73
que los empresarios privados y que se entrecruzan con éstos.
Son funcionarios que se supone que poseen un conocimiento
experto por lo que invocan principios técnicos que les permiten
tener la última palabra frente a los políticos. Su nombramien-
to no lo deben al partido, ante el cual no son responsables, sino
al Presidente, que a su vez está liberado de disciplina partidista.
Se trata, por tanto, de un sistema bajo la absoluta autoridad del
Presidente de la República, a través del cual los poderes de los
Jefes de Estado venezolanos, que de hecho no están sometidos al
control del Congreso, han aumentado considerablemente.

Los otros poderes del Presidente de la R epública y su


contribución al desarrollo del personalismo político

Tanto los constitucionalistas como los politólogos están


de acuerdo en reconocer que los regímenes presidencialistas fo-
mentan, en mayor medida que los parlamentarios, el desplie-
gue del personalismo y del autoritarismo de quien dirige el go-
bierno, incluso en los países con más sólidas tradiciones cívicas
y democráticas.
Ello va a depender, en gran medida, de diversos factores
históricos y de la existencia de instituciones políticas y jurídicas
para evitar que eso ocurra, como son la existencia de un sólido
partido de masas moderno, no personalista, dispuesto a ejercer
una dirección y una responsabilidad política colectivas, así como
un adecuado diseño constitucional que vigile los poderes con-
cretos que se le asignen al presidente y que garantice el funcio-
namiento de la división de poderes y de un sistema de controles
sobre el Ejecutivo.

74
En América Latina y, en especial, en Venezuela, ha habido
una poderosa tradición personalista y autoritaria según la cual el
poder supremo debe corresponder al Presidente de la Republica,
de modo que la función del partido de gobierno y del Congreso
se limitaba a manifestar frente a él una solidaridad sin reservas,
y llegaba a declinar sus responsabilidades legislativas propias ce-
diéndoselas al Ejecutivo. Pero, como ya hemos explicado, en el
caso de la Venezuela en el período 1945–48, el propio Betan-
court y AD establecieron una responsabilidad y dirección polí-
tica colectiva del partido, hasta el punto que ese fue uno de los
reproches al gobierno de Rómulo Gallegos que se utilizó como
pretextos para su derrocamiento.
Hemos visto que con el gobierno de Rómulo Betancourt,
a partir de 1959, la liberación al Presidente de la disciplina par-
tidista fue un factor que, sin duda, disminuyó los controles del
partido y sirvió en el futuro para fomentar al personalismo presi-
dencial. Por otra parte hay que recordar que durante algo más de
un año, Betancourt gobernó con la constitución perezjimenista
de 1953, pues la Junta de Gobierno había decidido en 1958 de-
jarla vigente, que daba grandes poderes al Presidente. En cambio,
la Constitución de 1961, aunque contemplaba la posibilidad de
reforzar los poderes del Presidente en casos excepcionales y en
situaciones de emergencia, pero siempre bajo el control último
del Congreso, preveía para tiempos normales una división de
poderes y suficientes controles sobre el Jefe del Estado.
La norma constitucional de 1961 que prohibía la reelección
del Presidente por los dos períodos subsiguientes, al unirse con
la decisión del partido AD de liberar de la disciplina partidista
al Presidente de la República, tuvo en el futuro una repercusión
imprevista que iba a resultar sumamente negativa. Por un lado,

75
esa liberación hizo que el partido careciese de sanciones discipli-
narias efectivas por medio de las cuales pudiera obligar al Presi-
dente a cumplir con las ofertas o promesas electorales, de manera
que carecía de un instrumento necesario para cumplir con su res-
ponsabilidad colectiva. Pero, por otra parte, como el presidente
no podía presentarse a la reelección inmediata, era imposible que
los electores pudieran hacer efectiva su responsabilidad personal
o individual, castigándole no votando por él.
De esta manera va a desaparecer la responsabilidad política
democrática del Presidente pues ya no responde ni ante su par-
tido, pues está liberado de su disciplina, ni ante el electorado,
pues no puede presentarse a la reelección durante los siguientes
dos períodos, de modo que se podría decir, para el futuro, que
los presidentes de Venezuela, como los déspotas del pasado, sólo
van a responder ante Dios y ante la historia. Hemos visto que
éste no fue el caso de Betancourt, que uso tal liberación con gran
prudencia. Pero no ocurrió lo mismo en el futuro.
Como vamos a ver, AD y COPEI, los dos partidos políti-
cos que consiguieron elegir a un Presidente, no sólo lo libera-
ron de la disciplina partidista sino que llegaron a renunciar a sus
funciones y obligaciones como partidos de gobierno responsa-
bles, pues no solo manifestaron en el Congreso una solidaridad
sin reservas hacia las acciones o deseos del Presidente, sino que
en muchos casos llegaron a declinar sus responsabilidades legis-
lativas, cediéndoselas al Jefe del Estado al permitirle conservar
indefinidamente ciertos poderes de emergencia, o también por
medio de delegaciones legislativas que en ocasiones fueron ver-
daderos cheques en blanco.

76
Los poderes extraordinarios del Presidente:
la suspensión de garantías constitucionales
y las delegaciones legislativas

Desde el primer año de su gobierno, 1959, el Presidente


Betancourt, ante las amenazas de golpe de Estado y las acciones
de los grupos subversivos que combatían el gobierno democrá-
tico, amparándose en las facultades que le daba la Constitución
de 1953, suspendió temporalmente varias garantías constitu-
cionales. Al promulgarse la Constitución de 1961, que también
autorizaba dichas medidas, aunque con menos amplitud y más
controles sobre el Ejecutivo que la de 1953, Betancourt ratificó
la suspensión, pues aun subsistían las razones que habían lleva-
do a tal decisión. Pero el propio Presidente Betancourt, el 3 de
enero de 1963, restableció todas las garantías que habían sido
suspendidas, con la sola excepción de la de liberad económica
(libertad de industria y comercio), que permaneció suspendida
por otros 28 años (hasta 1991).
La Constitución autorizaba a que mientras durara esa situa-
ción el Presidente podía regular, mediante decretos de emergen-
cia, el uso de las libertades restringidas. Como consecuencia de
la permanente suspensión de las garantías, muchas regulaciones
de la actividad económica, que en otros países son el resultado
de la legislación ordinaria y normal del Congreso, en Venezuela
fueron reguladas por el Presidente mediante decretos–leyes de
emergencia, cuya vigencia se pudo mantener durante muchos
años, gracias a la anormal situación de suspensión indefinida de
las garantías de libertad de industria y comercio.
Basado en ese poder, que se suponía que debía ser provisio-
nal y excepcional, pero que de hecho se convirtió en permanente

77
y normal, el Presidente pudo regular mediante decretos las más
diversas actividades económicas, entendiendo este término en
un sentido muy amplio, que en la práctica incluye casi cualquier
actividad social. Fue durante la primera Presidencia de Carlos
Andrés Pérez cuando la capacidad reguladora del Ejecutivo, ba-
sada en estos poderes, llegó al máximo.
Es importante señalar que el Congreso hubiera podido de-
clarar, en cualquier momento, la restitución de las garantías por
haber cesado las causas que justificaron su suspensión, pero lo
cierto es que ningún partido o coalición de partidos de los que
alguna vez consiguieron controlar la mayoría en el Congreso, y
AD fue el único partido que por si sólo obtuvo dicha mayoría,
quiso hacerlo y así privar de tales poderes al Presidente. El pre-
texto utilizado para mantener la suspensión de la garantía de la
libertad económica por 28 años, fue la falta de leyes ordinarias
adecuadas que regularan el mundo de la economía, por lo cual
era necesario que el Presidente dispusiera de los poderes para ha-
cerlo. Pero, lo cierto es que el Congreso no se preocupó durante
todo ese tiempo de dictar las leyes necesarias para remediar esa
carencia y aunque en dos ocasiones le otorgó amplísimos poderes
a los Presidentes para legislar, mediante decretos–leyes, sobre las
más diversas materias económicas, los Jefes de Estado siguieron
utilizando los poderes que tenían, en virtud de la suspensión de
la garantía de la libertad económica, para regular tales materias.
De manera que podemos decir que en éste aspecto, el pecado
de los partidos con mayoría en el Congreso fue de omisión más
que de comisión.
Curiosamente, no fue el Congreso, sino el propio Pérez,
durante su segunda presidencia, quien puso fin a esa situación,
restituyendo en 1991 las libertades económicas. Pero por una

78
ironía histórica, se vio obligado, en tres ocasiones (el llamado
Caracazo del 28 de febrero de 1989 y en los dos intentos de
golpe fallidos del 4 de febrero y del 27 de septiembre de 1992),
a suspender las garantías constitucionales relativas a las liberta-
des civiles y a los derechos políticos, que durante los últimos 28
años se había mantenido incólumes, lo cual fue un indicador
inequívoco del grado de gravedad de la crisis de la democracia
representativa venezolana.
La crisis continuó durante el gobierno siguiente, la segun-
da presidencia de Caldera, quien mediante el Decreto Nº 241
del 27 de junio de 1994, suspendió de nuevo un conjunto de
garantías constitucionales, incluyendo esta vez también las eco-
nómicas. Aunque el Congreso mediante un Acuerdo del 21 de
julio de este año, acordó restituir la mayoría de esas garantías,
tal decisión en la práctica no surtió ningún efecto, pues en la
misma Gaceta en que dicho Acuerdo fue publicado apareció el
Decreto Nº 285 del Presidente, por el cual, en abierto desafío a
la mayoría del Legislativo y a la Constitución vigente, volvía a
suspender las garantías restituidas por el Congreso.
Esta decisión del Presidente representaba un abierto triun-
fo del personalismo sobre el institucionalismo, y pudo prevale-
cer al contar con el favor de la opinión pública. En efecto, en
una encuesta a escala nacional, a finales de 1994, cuando se les
preguntó a los venezolanos si consideraban necesarios los parti-
dos políticos, sólo el 53 por ciento de los encuestados contestó
afirmativamente, mientras que el 43 por ciento lo negó. Ade-
más, el 70,7 por ciento estaba dispuesto a aceptar que en caso
de un conflicto entre el Presidente y los parlamentarios, el Jefe
de Estado disolviera el Congreso y gobernara por decreto, mien-
tras que sólo el 19,8 por ciento se opondría. Y, por si esto fuera

79
poco, el 80,9 por ciento prefería que el pueblo fuera consulta-
do directamente sobre cuestiones básicas, en vez de dejar que
las discutieran los parlamentarios, pues sólo el 13,3 por ciento
preferiría que lo hicieran los representantes (datos tomados de
Pirelli y Rial 1995, Cuadros Nº 4, 5 y 8).
Todo lo anterior demostraba que la opinión pública vene-
zolana cuestionaba seriamente no sólo a los partidos sino a la
misma democracia representativa, pues prefería una democracia
directa, en la que se prescindía de los partidos y confiaba en la
personalidad del Presidente más que en éstos.
Pero, además de los poderes extraordinarios de los que go-
zaba el Jefe de Estado en caso de suspensión de las garantías
constitucionales, la Constitución venezolana de 1961 permitía
al Congreso autorizar al Presidente a “dictar medidas extraordi-
narias en materia económica o financiera”, cuando lo requiriera
el interés público. Se suponía que se trataba de medidas en cierta
manera excepcionales que se justificaban por haber sobrevenido
circunstancias extraordinarias, pero que no debían confundir-
se con los decretos de emergencia dictados por el Presidente en
caso de suspensión de garantías. El objeto de tal legislación de-
legada en el Ejecutivo no podía versar sobre cualquier asunto,
sino sólo en materia económica o financiera, aunque de hecho
se tendió a interpretar bastante ampliamente tales materias. El
Congreso debía fijar la mayor o menor amplitud de tales pode-
res y el tiempo para ejercerlos.
Varios Presidentes venezolanos solicitaron y obtuvieron au-
torizaciones del Congreso para dictar decretos legislativos por
tiempo limitado en diversas ocasiones: Betancourt, durante el
período 1960–1961, Pérez (1974–75), Lusinchi (1974–75), Ra-
món J. Velásquez (1973). El caso de Rafael Caldera (en 1994) es

80
excepcional, porque sólo contaba con el apoyo de una minoría
del Congreso, y la iniciativa partió del partido de la oposición
AD. En el caso de Betancourt la concesión de la delegación le-
gislativa se justificaba por la crítica situación económica, que
exigía medidas drásticas y urgentes, como la rebaja de sueldos
de los empleados públicos o el control cambiario.
En el caso de Pérez, la delegación se produjo en una situa-
ción de increíble bonanza económica; y los poderes que se le
otorgaron fueron tan amplios y sobre tantas materias que equi-
valían al otorgamiento por el Congreso de una carta en blanco
para legislar. También fueron muy amplios, aunque en menor
medida, los poderes para legislar que recibió Lusinchi. En todo
caso, a través de estas delegaciones legislativas, el partido que
contaba con mayoría en el Congreso, en dos ocasiones (la pri-
mera presidencia de Carlos Andrés Pérez y la de Lusinchi) abdi-
có temporalmente a sus potestades legislativas, a favor del Pre-
sidente, que pudo sumar estos nuevos poderes a los que ya tenía
en virtud de estar suspendida la libertad económica.

Conclusiones

Crear y desarrollar un partido popular, capaz de conquis-


tar la confianza del pueblo en la democracia representativa para
conseguir no sólo libertad, sino también justicia y bienestar,
fue una tarea grandiosa que llevó muchos años y requirió nu-
merosos esfuerzos. Un partido como ese no es simplemente un
instrumento para la conquista del poder, sino una herramien-
ta para la construcción de la democracia, y eso explica que Ró-
mulo Betancourt expresase que su máximo orgullo era haberlo

81
fundado. A nombre de AD, Betancourt asumió ante el pueblo
la responsabilidad de cumplir con ese ofrecimiento; el pueblo
confió en él, y el partido, por su parte, supo cumplir durante
años su promesa.
Pero se trata de una responsabilidad que no se cumple una
sola vez y para siempre, sino que requiere continuidad. Y si lle-
ga el momento en que el partido político se muestra incapaz de
seguir cumpliendo con ella, resulta inevitable que tarde o tem-
prano se produzca la quiebra de la esperanza que los ciudadanos
depositaron en la democracia representativa. Desgraciadamente,
este proceso de destrucción puede tomar mucho menos tiempo,
que el que fue necesario para construirlo.
Hemos visto que un proceso semejante se produjo en Vene-
zuela, de modo que la gran confianza que los ciudadanos pusie-
ron en los gobiernos democráticos durante las primeras décadas
posteriores a 1958, fue diluyéndose paulatinamente, de forma
que en 1981, Betancourt, ya retirado de la vida política activa,
lo percibía con claridad y llamaba infructuosamente a su parti-
do a tomar medidas para superarlo.
Sin pretender presentar un análisis completo de las nu-
merosas causas de la crisis de nuestra democracia representati-
va ya hemos visto un conjunto de factores, relacionados con los
partidos políticos, que en mi opinión han contribuido especial-
mente a dicha crisis. Se trata de una conjunción de factores cuyas
consecuencias fueron un notable debilitamiento de los controles
institucionales, tanto políticos como jurídicos, de nuestro sistema
político, y un gran desarrollo del personalismo presidencial.
Se ha culpado a los principales partidos venezolanos de ser
los responsables de la crisis de nuestra democracia. Sin duda que
quienes esto dicen no carecen de razón, pues en un sistema en

82
que los partidos políticos han tenido tantas y tan importantes
funciones que cumplir, no pueden dejar de tener una respon-
sabilidad, por acción y por omisión, en su posterior destino. Ya
nos hemos referido a algunos cambios internos en AD, por los
cuales dejó de responder al modelo de un partido político res-
ponsable, que era el que había seguido bajo la conducción co-
lectiva y de Betancourt desde su fundación.
También nos hemos referido al creciente pragmatismo,
que ha hecho que ese partido se oriente hacia el puro poder;
o a la falta de democracia interna; o también la ausencia de li-
bre competencia interpartidista, sustituida por un duopolio,
todo lo cual tuvo las consecuencias, que hemos señalado, en su
comportamiento.
Pero además de estas modificaciones, los partidos abandona-
ron sus responsabilidades tanto políticas como constitucionales,
pues, por una parte, renunciaron a ejercerlas sobre sus Presidentes
y, por otra, no dudaron en entregarles poderes extraordinarios,
más allá de lo que aconsejaba una elemental prudencia política,
y contra el espíritu de la Constitución.
No sólo continuaron liberando a su candidato a la presiden-
cia de la disciplina del partido en todas las elecciones, más allá
de las circunstancias iniciales, en que efectivamente se justifica-
ba; pero, de forma semejante, mantuvieron suspendidas conti-
nuamente las garantías constitucionales relativas a las libertades
económicas, convirtiendo los que se suponía debían ser poderes
excepcionales y temporales del Presidente, en facultades norma-
les y permanentes. A esto hay que añadir las delegaciones legis-
lativas otorgadas por los partidos en el Congreso.
Por otra parte, ya hemos mencionado la creación de un des-
mesurado sistema de Administración Pública Descentralizada,

83
colocado bajo la autoridad suprema y exclusiva del Presidente,
compuesto pon una pluralidad de entidades que a partir de 1974
van a concentrar la gran mayoría del gasto público del Estado
venezolano. Se trataba de un poderosísimo sistema de toma de
decisiones estatales distinto e independiente del sistema de par-
tidos, que tomaba sus decisiones al margen y sin el control del
Congreso (y, por tanto, de los partidos en él representados). La
conjunción de todos estos factores constituye una verdadera de-
jación, por parte de los partidos políticos mayoritarios, de sus
responsabilidades políticas y constitucionales.
Lo cierto es que la mayoría de la opinión pública, lleva-
da cada vez más por un sentimiento antipartidista, atribuía los
males de nuestro sistema político a la partidocracia, sin tener en
cuenta que una parte muy importante de las decisiones estata-
les —la mayor, en lo que se refiere al gasto público— se origi-
naba en un sistema que estaba bajo el exclusivo control del Pre-
sidente que, habiendo sido liberado de la disciplina partidista,
podía tomar tales decisiones no sólo sin contar con la opinión
de su partido, sino frecuentemente contra dicha opinión, como
fue el caso, particularmente, de la segunda presidencia de Car-
los Andrés Pérez.
Incluso, reputados expertos, conocidos por sus análisis pu-
blicados sobre nuestras instituciones, acusaban a los partidos
políticos venezolanos de haber destruido la democracia para
suplantarla por una partidocracia, pues “ha dejado de ser el go-
bierno del pueblo y para el pueblo y se ha convertido en un go-
bierno, no sólo de los partidos sino para los partidos” (Brewer
1985, p. 57). Y recomendaban, como uno de los remedios ante
tal situación, “despartidizar” el Estado, para así darle acceso a
sus decisiones al sector privado. Pero con ello se estaba ignoran-

84
do, por una parte, que los partidos habían llegado a hacer deja-
ción de sus deberes de participación, y, por otra, se desconocía
la importante participación (por cierto, anti–democrática, por
ser privilegiada), del sector privado en el sistema semi–corpora-
tivo de toma de decisiones formado por la Administración Pú-
blica Descentralizada.
En vez de analizar seriamente las causas de las fallas en la
responsabilidad política de nuestros partidos, para tratar de co-
rregirlas, la opinión pública, mayoritariamente antipartidista,
ignorando la función que ellos deben cumplir para el funciona-
miento adecuado de una democracia representativa, se inclinó
por la solución más simplista y tosca: tratar de disminuir drás-
ticamente la intervención de los partidos y en el extremo, si era
posible, suprimirlos.
Con tal fin, se propusieron diversas reformas del sistema
electoral pero que sólo avanzaron algunos primeros pasos en
dicha dirección. Incluso se intentó una Reforma General de la
Constitución de 1962, elaborada por una Comisión Bicameral
del Congreso de la República, bajo la presidencia del Dr. Rafael
Caldera, que no llegó a prosperar; incluía como novedad un con-
junto de referéndum que por su número y variedad nunca an-
tes había sido incorporado en las constituciones de ningún país
del mundo. Se trataba de eliminar las funciones de los partidos
como intermediarios entre el elector y el representante, para es-
tablecer, en cambio, una relación directa entre ambos.
Con ello se pretendía que la responsabilidad política per-
sonal del representante individual sustituyera a la responsabili-
dad institucional y colectiva del partido, lo cual —como hemos
explicado en la primera parte de este ensayo— significaría una
seria involución para el desarrollo de la democracia de masas.

85
Pero todos éstos no eran sino avisos que anunciaban la quiebra
final de la democracia representativa, que se selló con la reforma
constitucional de 1999.
Pero los intentos de suprimir a los partidos políticos res-
ponsables —y junto a ellos a los políticos profesionales que los
dirigen— lejos de superar la democracia representativa, susti-
tuyéndola por otra supuestamente preferible, así se llame par-
ticipativa o protagónica, sólo puede tener como resultado que
muchas de las principales funciones absolutamente necesarias,
desempeñadas por los partidos, no serán llevadas a cabo por na-
die, o —lo que puede ser peor— quedarían a cargo de los mass
media o de poderosas organizaciones de intereses privados, am-
bos irresponsables.
En cuanto a los políticos profesionales, su ausencia será
llenada por líderes mesiánicos o carismáticos o por demagogos
irresponsables, que sólo pueden ofrecer, para sustituir a la res-
ponsabilidad institucional y colectiva de los partidos, una ende-
ble y poco fiable responsabilidad personal e individual.
En todo caso, ante la involución y colapso de los partidos
responsables, las ideas y las acciones de Rómulo Betancourt so-
bre esas organizaciones políticas, pueden sernos muy provecho-
sas para preparar un futuro mejor.

86
Apéndices
1

LOS MIEMBROS DE LA JUNTA REVOLUCIONARIA DE


GOBIERNO SE AUTOINHABILITAN PARA POSTULARSE
COMO CANDIDATOS A LA PRESIDENCIA DE LA
REPÚBLICA (22 DE OCTUBRE DE 1945)

LA JUNTA REVOLUCIONARIA DE GOBIERNO DE LOS ESTADOS


UNIDOS DE VENEZUELA, ACATANDO EL IMPERATIVO COMPRO-
MISO DE ANTIPERSONALISMO QUE TIENE CONTRAÍDO CON
LA NACIÓN, Y CONVENCIDA DE QUE GOBERNAR ES TAMBIÉN
EDUCAR CON EL EJEMPLO, DICTA EL SIGUIENTE

DECRETO N° 9

Artículo 1°. Los miembros de la Junta Revolucionaria de


Gobierno de los Estados Unidos de Venezuela, creada la misma
noche en que triunfó definitivamente la insurrección del Ejército
y pueblo unidos, quedan inhabilitados para postular sus nom-
bres como candidatos a la Presidencia de la República, y para
ejercer este alto cargo cuando en fecha próxima elija el pueblo
venezolano su Primer Magistrado.
Dado, firmado y sellado en el Palacio de Miraflores, en Ca-
racas, a los veintidós días del mes de octubre de mil novecien-
tos cuarenta y cinco.– Año 136° de la Independencia y 87° de
la Federación.
(L.S.)
RÓMULO BETANCOURT

89
MAYOR CARLOS DELGADO CHALBAUD
RAÚL LEONI
CAPITÁN MARIO VARGAS
GONZALO BARRIOS
LUIS B. PRIETO F.
EDMUNDO FERNÁNDEZ

Fuente: ESTADOS UNIDOS DE VENEZUE-


LA, Gaceta Oficial. Caracas, martes 23 de octu-
bre de 1945. Año LXXIV, Mes I, N° 21.841, pp.
147– 233. Reproducido en: CONGRESO DE
LA REPÚBLICA. Pensamiento Político Venezo-
lano del Siglo XX. Documentos para su Estudio,
tomo nº 50, p. 29.

90
2
INFORME POLÍTICO PRESENTADO POR BETANCOURT,
EN SU CONDICIÓN DE PRESIDENTE DE A.D.,
EL 12 DE AGOSTO DE 1958, AL PARTIDO,
EN SU IX CONVENCIÓN NACIONAL

Compañeros de la Novena Convención Nacional de Ac-


ción Democrática:

Este informe político tiene, necesariamente, que ser a gran-


des rasgos porque abarcará más de una década de vida partidista.
Tendrá peculiaridades de dramático acento, ya que en lo refe-
rente a un largo lapso de nuestra vida de Partido, a los primeros
cinco años de clandestinidad, deberá ser analizado y enjuiciado
sin la presencia física entre nosotros de quienes entonces esta-
ban en el timón del Partido y que hoy nos acompañan sólo con
la presencia imperecedera de su recuerdo: Leonardo Ruiz Pine-
da y Alberto Carnevali.

Acción Democrática, partido de comando colectivo

pero Acción Democrática que ha sido, es y será un Partido


de comando y solidaridad colectivos, resulta siempre apto para
analizar todas las situaciones vividas por la Organización y las
responsabilidades asumidas por ella como algo que a todos nos
compete, y en los aciertos y errores todos sabemos asumir la cuo-
ta–parte que nos corresponde. Este Partido nació hace veintiún
años con sus mismas características de hoy, como Organización
que nunca ha girado en torno al mesianismo caudillista sino

91
como entidad política moderna y revolucionaria, y en todas las
circunstancias de su vida ya larga, en la cual ha afrontado los más
diversos avatares, siempre fue conducida no por individualidades
imperiosas, sino por comandos grupales. Esta circunstancia le da
a nuestra Organización posibilidad de enjuiciar sus éxitos y sus
descalabros, como balance positivo o negativo de una gestión
compartida por direcciones pluripersonales, y no como resulta-
do de la clarividencia o de la incapacidad de un jefe.
Aun cuando se trata de un estilo de vida partidista cono-
cido perfectamente de toda nuestra vasta militancia, no resulta
inoficioso este introito. Porque en este momento de hacer un
recuento y balance de nuestra labor de diez años y de otear los
rumbos que nos conduzcan en el futuro hacia el cabal cumpli-
miento de nuestras responsabilidades históricas con Venezuela,
resulta de utilidad reafirmar conceptos que forman parte sus-
tancial de nuestra manera de ser y de nuestra manera de com-
portarnos. Si no fuera así, resultaría mezquino y desintegrador
un debate en el cual se personalizara en éste o aquel compañero
lo que de positivo o de negativo se haya hecho durante los años
corridos entre mayo de 1948 en que se realizó la VIII Conven-
ción, y este agosto de 1958 en que de nuevo podemos congre-
garnos para discutir nuestros problemas de Partido y las grandes
cuestiones nacionales.

El 24 de noviembre de 1948

A raíz del derrocamiento de gobierno constitucional presi-


dido por nuestro ilustre y querido compañero Rómulo Gallegos,
adoptó la primera dirección nacional clandestina del Partido el

92
atinado acuerdo de no enfrascarnos en el debate de las causas
que produjeron el 24 de noviembre. Teníamos por delante la re-
cia tarea de conducir al pueblo de Venezuela a la lucha contra la
usurpación y hubiera sido actitud suicida la de entregarnos en
esos momentos al casi masoquista empeño de analizar por qué
fue derrocado nuestro gobierno. No se trataba de adoptar una
cómoda posición de avestruz que hunde el cuello en la arena,
porque también acordó ese primer comando en la clandestini-
dad que el debate sobre lo sucedido se realizara al reunirse una
Convención Nacional del Partido, ya recuperado por Venezue-
la el imperio de las libertades democráticas. En sus líneas fun-
damentales esta justificada y clarividente decisión del CEN fue
cumplida disciplinadamente por su militancia. Pero no resulta
un secreto para ninguno de nosotros que durante los primeros
años posteriores al 24 de noviembre de 1948, que abriera para
Venezuela una década de opresión, fueron esos sucesos objeto
de continuas controversias en las cárceles, en la clandestinidad y
en el exilio. Hoy, a distancia de una década, ha disminuido, sin
desaparecer, el interés de la militancia por ese acontecimiento,
pero también se aprecia ahora mayor serenidad para enjuiciarlo
y por eso pueden ser revisados esos sucesos con métodos analí-
ticos y fríos y sin derivar hacia la despersonalizada actitud del
historiador profesional, sino con la intención confesa de extraer
lecciones que guíen y orienten nuestra conducta futura.
El 24 de noviembre no puede ser apreciado en su real di-
mensión si se olvida el marco histórico dentro del cual se realizó
nuestro ascenso al poder. Llegamos al gobierno el 18 de octubre
de 1945, no como resultado de una insurgencia popular sino de
un golpe de Estado. No obstante que el régimen entonces go-
bernante había cerrado los caminos del sufragio libre y de que el

93
pueblo se encontraba en lamentables condiciones económicas,
tratamos de evitar hasta el último momento la solución de fuer-
za; y es materia de historia, irrebatible, la magnitud del esfuerzo
conciliatorio realizado por nuestra Organización para hallarle
una salida evolutiva y pacífica, pero compatible con la dignidad
de la República, a la profunda crisis que vivía Venezuela. Esos
esfuerzos resultaron fallidos y se produjo el 18 de octubre. Lle-
gamos al gobierno y en tres años de gestión de la cosa pública,
dejamos impresas en obras administrativas y en normas legales
la impronta de nuestro ideario revolucionario. No nos limitamos
a garantizar y a presidir las primeras elecciones realmente libres
de la historia nacional, y a moralizar la administración pública,
gestiones que bien hubieran podido realizar equipos demolibe-
rales. También ofrecimos la primera oportunidad a los trabaja-
dores de Venezuela para organizarse sin cortapisas en la ciudad
y en el campo, y se puede decir, sin que nadie pueda rectificarlo,
que fue durante el trienio 45–48 cuando el movimiento obrero
venezolano adquirió verdadero desarrollo; revisamos las relacio-
nes del Estado–Empresas en la industria petrolera con un sen-
tido de anti–imperialismo realista y no palabrero, y la fórmula
50–50, que entonces se conceptuó como la adecuada y justa,
irradió más allá de nuestras fronteras y contribuyó al despertar
redentista de los pueblos petrolíferos del Medio Oriente; se die-
ron pasos positivos hacia la realización de una reforma agraria y
en Ley promulgada en 1948 dejamos articulados en un estatuto
legislativo nuestros definidos planes para modificar en el campo
los sistemas de producción y de tenencia de la tierra, a favor, con-
juntamente, de las masas campesinas desposeídas y del desarro-
llo agrícola nacional. Con la Corporación de Fomento creamos
el instrumento que iba a darle impulso a una industria nacional

94
vigorosa, base irrenunciable para la creación de una economía
autónoma y propia; y por último, mediante una reorientación
de los ingresos fiscales —sustancialmente acrecidos por una nue-
va y resuelta política fiscal de mayores gravámenes a las rentas y
de disminución de los impuestos que inciden sobre el consumi-
dor— comenzamos a atender los grandes problemas que tenía
planteado el país: vivienda, salubridad, educación, electrificación,
servicio público, transporte marítimo y aéreo.
Seríamos unos narcisistas miopes si afirmáramos que esa
política de definido signo nacionalista y revolucionario se cum-
plió sin fallas y errores. Incurrimos más de una vez en vacila-
ciones y en titubeos. Pero lo cierto es que en su conjunto esa
política se ajustó a nuestro programa y que aun cuando no lle-
gó a solucionar los problemas que a través de un siglo de vida
republicana venían gravitando sobre los hombros de las mayo-
rías venezolanas, es indudable que el pueblo sabía comprender
y apreciar cómo era a favor suyo que se administraba y se legis-
laba. Dentro del régimen democrático no se ha descubierto un
sistema que pueda sustituir a los resultados de los comicios para
apreciar el grado de popularidad o desprestigio de una gestión
de gobierno, y es un hecho bien sabido que en los tres procesos
electorales realizados entre los años 46 y 48, el 70 por ciento del
electorado sufragó por la tarjeta blanca.
Esa política que así tenía el consenso y respaldo de las ma-
yorías nacionales concitó poderosas resistencias. Los sectores eco-
nómicos criollos y extranjeros que veían afectados sus exagera-
dos privilegios, no ocultaban su enemistad a ese estilo nuevo de
gobernar. La casi totalidad de la prensa periódica nos era hostil
y todos los Partidos, los anteriores al 18 de octubre y los orga-
nizados al amparo del clima de libertades públicas por nuestro

95
gobierno creado, formaron un intransigente frente unido de
oposición al régimen de A.D. Con ecuanimidad de juicio debe
decirse que al evaluar esa actitud de los Partidos Políticos no re-
sulta fácil señalar a quién le cabe mayor responsabilidad por esa
feroz pugna interpartidaria, si a nosotros, demasiado arrogan-
tes por ese millón de votos con que nos respaldaba el pueblo,
o si a las demás organizaciones, que al hacernos una enconada
oposición, olvidaban que ella contribuía a socavar las bases de
un orden de cosas donde habían podido actuar legalmente unas
organizaciones que hasta entonces no disfrutaron de cabal liber-
tad de acción, y nacer, actuar y desarrollarse otras. Pero lo cierto
es que existió durante ese trienio una verdadera guerra civil in-
cruenta entre los Partidos Políticos y una manera casi animal de
embestirse mutuamente. Fue por la brecha abierta en el frente
civil por donde irrumpió la asonada militar del 24 de noviem-
bre. En una América Latina donde existe un evidente sistema
de vasos comunicaciones entre los pueblos que la integran, ese
acontecimiento no fue sólo resultado de factores estrictamente ve-
nezolanos. Fue también expresión local de una marea de ascenso
dictatorial que se había iniciado en la Argentina de Perón y que
repercutió en Lima pocos meses antes del 24 de noviembre con
el derrocamiento del gobierno constitucional y la instauración
de la dictadura de Odría. Dentro de esa ley de flujo y reflujo que
ha signado la historia política contemporánea latinoamericana,
era aquel un momento de ascenso en la marea reaccionaria y es
de pensarse que dentro de la situación internacional de aquella
hora, cuando parecía inminente una tercera guerra mundial y las
pugnas entre Oriente y Occidente amenazaban con desembocar
en estallido bélico, esas cuarteladas recibieran estímulo y aliento

96
de quienes creían mejor garantizada la seguridad continental por
gobiernos autoritarios que por gobiernos democráticos.
El 24 de noviembre fue resultado de esa confluencia de fac-
tores. Apreciado ese hecho con perspectiva crítica podría decirse
que el mayor error cometido por el Gobierno y por el Partido
fue el de confiarse demasiado en que un régimen nacido con un
impresionante aval de respaldo colectivo y presidido por un ve-
nezolano de tan ilustres ejecutorias, estaba a cubierto del riesgo
de la subversión. No se apreciaba suficientemente que ese riesgo
amenaza y amenazará quién sabe por cuánto tiempo a los regí-
menes democráticos de América Latina, porque aún en nues-
tros pueblos actúan poderosos sectores sociales inadaptados al
clima de las libertades públicas y porque la tradición española
del “pronunciamiento” ha dejado su secuela en grupos milita-
res. Lo aprueba así el hecho de que aún en países de una vida
republicana menos accidentada que la nuestra, y donde ha sido
más normal el proceso de los gobiernos nacidos de elecciones,
también se han apreciado en los últimos tiempos fenómenos si-
milares al que vivió y sufrió Venezuela el 24 de noviembre. Co-
lombia y Cuba, para citar dos ejemplos bien conocidos, han visto
suplantado en los últimos años el sistema representativo de go-
bierno por la omnímoda voluntad de dictadores militares. Ese
exceso de confianza del gobierno y del Partido en la gran fuerza
moral que respaldaba el régimen democrático fue, posiblemente,
la causa que los llevara a no movilizar, como alerta y prevención
a los conspiradores, a las multitudes laboriosas y a conducirlas a
la calle, cuando aún no se había consumado la traición del Esta-
do Mayor de entonces a su compromiso con la ley y con la Re-
pública. Esa movilización hubiera sido perfectamente posible,
porque es falsa la teoría de que para aquel momento estaba ya

97
quebrantada la fe del pueblo en su gobierno. Testimonio de que
esa fe estaba intacta lo dio la masiva concentración realizada en
Caracas el 18 de octubre de 1948, un mes antes de la asonada y
que fue la asamblea multitudinaria más numerosa que para en-
tonces se hubiera realizado en Venezuela. Y es pueril la creencia
que algunos tienen, o simulan tener, de que esa movilización
no se realizó por temor a ver al pueblo en la calle y de que ya en
ella resultara incontrolable. En otras ocasiones —concretamen-
te, en enero de 1946— fue mediante la detención de un gru-
po de conspiradores y de una enérgica movilización del pueblo
como pudo paralizarse un peligroso conato de subversión; y en
ese momento, ni el Partido ni el gobierno dudaron de la efica-
cia de la presencia caudalosa del pueblo en la calle para parali-
zar la rebelión reaccionaria. No puede dejarse sin señalamiento
el hecho de que en nuestras propias filas había cierto escepticis-
mo acerca de la verdad de los complots sediciosos. Tanto voceó
la oposición que la Junta Revolucionaria inventaba movimien-
tos subversivos inexistentes con fines e intenciones turbias que
la prédica reiterada sembró en algunas zonas del Partido dudas
acerca de la autenticidad de los planes sediciosos.
Parece, sin embargo, que no puede caber duda de que el
mayor error cometido en los días que precedieron al 24 de no-
viembre, fue el de no haber utilizado a su debido tiempo, y jun-
to con determinadas medidas de gobierno, ese poderoso instru-
mento de soporte de los regímenes democráticos constituido
por la acción y presencia de las multitudes en las calles. Y más,
cuando se ha podido comprobar posteriormente que una por-
ción muy apreciable, tal vez mayoritaria, de la oficialidad de las
distintas armas, no estaba implicada en los manejos conspirati-
vos del Estado Mayor, realizados por un pequeño grupo de Jefes

98
enquistados en el Ministerio de la Defensa y quienes utilizaron
para llevar adelante sus planes los mecanismos de la sujeción
disciplinaria y del respeto a las órdenes impartidas por los altos
comandos castrenses.
Las lecciones de lo ocurrido en ese 24 de noviembre, que
nuestra historia recogerá como un día de infamia para sus au-
tores, son valederas tanto para A.D., como para las otras orga-
nizaciones políticas. La más importante de ellas es la de que las
naturales diferencias ideológicas entre las colectividades políticas
deben dirimirse en planos de serenidad y que cualesquiera que
sean los criterios contrapuestos que se profesen para enjuiciar los
problemas del país y sus posibles soluciones, el enguerrillamiento
interpartidario, el canibalismo político, ya no deben reaparecer
en Venezuela. Recordando el 24 de noviembre, todos los Parti-
dos y grupos sociales de vocación democrática deben atemperar
la discordia ideológica, porque las zanjas que ella abre cuando se
exacerba crean el clima propicio a la recurrencia dictatorial.
La segunda lección es la de que los partidos democráticos
—y el nuestro en singular posición por la forma como influye
sobre la vida el país— deben mantenerse en permanente estado
de alerta para la defensa de las instituciones democráticas pues
sobre ellas seguirán gravitando peligros y acechanzas mientras
un firme respeto a los sistemas de derecho no se haya afirmado
definitivamente en la mente de todos los sectores, civiles y mi-
litares, de la nación.
Y, por último, debe realizarse una labor de conjunto por
todas las colectividades democráticas para limar malentendidos
y suspicacias entre las Fuerzas Armadas y los Partidos Políticos,
porque uno de los factores de mayor rango que contribuyeron a
la peripecia regresiva del 24 de noviembre, fue la malintencionada

99
prédica que desde el Estado Mayor de entonces se irradió hacia
Academia Militares y hacia Cuarteles en el sentido de que A.D.
alimentaba la idea de substituir los cuadros regulares de la ins-
titución castrense por milicias populares. Se ha especulado por
gentes que no profesan simpatías a nuestra Organización con la
tesis de que si no se pudo prevenir el cuartelazo de noviembre
fue debido a un proceso de desmoralización operando en las fi-
las del Partido, por la acción corrosiva y corruptora del Poder.
Según esa acomodaticia y feble teoría, la gente de Acción Demo-
crática se había burocratizado y había perdido su antigua com-
batividad. Las especulaciones en ese sentido que pudieron for-
mularse en las postrimerías del 48, quedaron hechas trizas con
las páginas inmortales que escribió nuestro Partido durante los
diez años de la resistencia.

La resistencia

El Partido había cometido errores en su gestión de gobierno.


Hubo fallas administrativas, desaciertos políticos y dimos más
de una demostración, especialmente en las pequeñas comuni-
dades de la provincia, de una intolerancia agresiva hacia las mi-
norías opositoras. Pero, como contrapartidas que favorablemen-
te balancean esos desaciertos, dos logros se apuntan en el haber
de nuestra Organización: el de haber demostrado una voluntad
firme y sostenida de procurarles soluciones a los problemas del
país, aplazados por décadas de incuria gubernamental; y la de
haber sido inexorables con nosotros mismos en lo que se refiere
a la pulcritud en el manejo de los dineros públicos. Y por eso,
cuando fuimos desplazados violentamente del Poder, nos com-

100
portamos como lo que siempre habíamos sido, como colectividad
acerada y aguerrida, a la cual no le restó ímpetu ni fe el ejercicio
del gobierno, porque para nosotros no significó comodidades y
molicie. Sería extemporáneo y hasta inelegante que aquí se hi-
ciera un recuento pormenorizado de esa dura lucha que libró
nuestro Partido en la clandestinidad. El número impresionante
de sus bajas ilustres, cuyos nombres están inscritos en la histo-
ria del heroísmo nacional, es prueba palmaria, y muy viva en la
conciencia de los venezolanos, de que A. D. fue la avanzada civil
más resuelta y arriesgada en la lucha contra la tiranía. Desde el
punto de vista interno del Partido sí vale la pena analizar algu-
nas modalidades de esa intensa e ininterrumpida lucha realizada
por nuestros cuadros clandestinos.
Las tareas realizadas por el Partido en los meses inmedia-
tamente posteriores a la instauración de la dictadura se orienta-
ron en dos sentidos: 1°) en el de la denuncia, realizada en escala
nacional e internacional, de los atropellos a las libertades fun-
damentales que estaba realizando el gobierno de la usurpación,
y 2°) la estructuración de un aparato organizativo clandestino,
labor difícil para un Partido que llevaba siete años como colec-
tividad legalizada y que ya había olvidado los sistemas de lucha
en las catacumbas aplicados en su primer cuatrienio de vida, del
37 al 41. No fue fácil esa tarea porque bastante rechazo ofrecía
a los ineludibles métodos de la organización vertical una mili-
tancia que se había formado y educado dentro de un sistema de
democracia interna; de colaboración de muchos en la elabora-
ción de las directivas emanadas de los organismos dirigentes y
de la escogencia de éstos por el sistema de asambleas libres. Esas
dificultades fueron superadas por los valerosos equipos energé-
ticos integrados por líderes políticos, sindicales, de estudiantes

101
y de profesionales, que asumieron los comandos del Partido en
toda la República. Y el movimiento de la resistencia adquirió un
vigor extraordinario y tanto, que muy pocas experiencias existen
en América Latina de cruzadas políticas clandestinas con tan ex-
tensa red de penetración en todos los sectores sociales y con una
tan profunda influencia sobre el pueblo.
En el exilio se trabajaba en forma coincidente, en cuanto a
fervor accióndemocratista, con la labor que realizaban los com-
pañeros en la clandestinidad. Se logró mediante ese esfuerzo
algo que puede concretarse así: se desacreditó en forma defini-
tiva al régimen que desgobernaba a nuestro país. Los periódicos
democráticos más importantes de ambas Américas y de Europa
fueron sistemáticos en su denuncia y crítica de lo que sucedía
en Venezuela; y Parlamentos, Congresos Obreros, Profesiona-
les y Estudiantiles, denunciaron reiteradamente lo que sucedía
en nuestro país.
Pero algo más importante fue que los hombres de Acción
Democrática en el exilio establecieron sólidos vínculos de com-
pañerismo fraternal con los más destacados líderes y con las
militancias de movimientos similares al nuestro que, en el Go-
bierno o en la oposición, actúan en los otros países de la Amé-
rica Latina. Así echamos las bases para el entendimiento entre
las corrientes políticas sociales latinoamericanas del gran frente
de liberación continental del cual nuestro Partido tiene que ser
uno de los más decidido abanderados.
Trascendida la etapa de creación del aparato clandestino in-
terno; ya en posesión de poderosos instrumentos de propagan-
da, nacionales y en el exterior, a través de los cuales se minaba
el crédito del régimen dictatorial, el Partido debió enfrentar un
problema de doble faz. De un lado, la presión de la militancia

102
sobre los organismos de dirección para que de lo meramente de-
nunciativo de los atropellos dictatoriales se pasara la lucha abierta
para derrocar al despotismo en ciernes; del otro, la búsqueda de
contacto con el Partido de grupos numerosos de oficiales de las
Fuerzas Armadas que por vocación democrática o espíritu ins-
titucional rechazaban la idea de prestarle apoyo a un orden de
cosas repudiado por el país.
La confluencia de esos factores explica por qué el Partido
tuvo en determinados momentos una marcada proyección ha-
cia lo conspirativo. Ni jurídica ni políticamente podrían ser ob-
jetadas las gestiones encaminadas a derrocar por la fuerza a un
régimen que de ella había nacido y que humillaba y sojuzgaba a
la Nación. El derecho de rechazar la arbitrariedad por todos los
medios al alcance del ciudadano, constituye un legado histórico
de nuestra nacionalidad; es precepto constitucional en las Car-
tas Fundamentales de algunos países, la de Estados Unidos de
América entre ellas, y ha adquirido rango de precepto universal
al ser inscrito en los textos normativos de las Naciones Unidas.
Es el universal derecho de resistencia a la opresión.
Por diversas circunstancias y por causas varias ninguno de
esos esfuerzos para derrocar el despotismo por métodos violen-
tos culminaron en resultados exitosos. Algunos brotes fallidos
hubo; otros, no llegaron a producirse. Pero si el hecho de haber-
se procurado el derrocamiento del despotismo por métodos in-
surreccionales no merece objeción a la luz de los principios del
Derecho Público y en concordancia con una práctica que muchas
veces han utilizado, y siguen utilizando, los núcleos combatien-
tes por la libertad en todos los pueblos oprimidos de la tierra,
en cambio sí debemos hacernos con sinceridad una autocrítica.
La de que en determinados momentos fueron descuidados los

103
trabajos primarios, básicos, irrenunciables, de organización per-
manente del Partido y de orientación ideológica de sus militantes
para actuar todos los cuadros partidistas disparados hacia un solo
objetivo. Y ello trajo como consecuencia que de cada una de las
intentonas frustradas quedara como saldo negativo en las filas de
A. D., el desánimo de muchos militantes y la desorganización de
los equipos de comando en escala regional o distrital.
Con la misma franqueza con que se señala y critica este error
debemos proclamar como un acierto de nuestra Organización
el de haber procurado siempre, a partir del 24 de noviembre,
que se integrara un frente nacional de resistencia; y de que ese
frente presionara al régimen para lograr un aflojamiento de sus
métodos represivos, mediante el establecimiento de los derechos
básicos de la ciudadanía.
Fue nuestro Partido el más resuelto propulsor de ese frente
nacional antidictatorial por estar convencido de que sería más
fácil y rápida la victoria si en vez del binomio pugnaz Acción
Democrática contra usurpación, se articulaba para combatir-
la un vasto bloque, que comprendiera a todos los Partidos y a
todos los sectores sociales democráticos. Para facilitar este pa-
triótico empeño olvidamos agravios recientes, conceptuándo-
los como irracionales manifestaciones de apasionamiento; y en
nuestra prensa de la clandestinidad y del exilio comenzamos a
eliminar toda clase de ataques a los otros Partidos Políticos. Así,
nos constituimos en la más decidida fuerza impulsora de aquel
magnífico movimiento de opinión pública desatado en 1950, a
través del cual profesores universitarios, intelectuales, profesio-
nales, estudiantes y trabajadores reclamaron del régimen dicta-
torial rectificación de sus métodos represivos y restablecimiento
de las garantías constitucionales.

104
Entre esas garantías pedíamos con insistencia y expresan-
do a través de constantes manifiestos lo que era el clamor en la
calle, la que es esencial de toda colectividad civilizada: la de ele-
gir sus gobernantes. No asumimos la actitud intransigente de
negarle cualidad al régimen de usurpación para llamar a comi-
cios a causa de su origen espurio; y no nos encasillamos en la
solución insurreccional como en la única que debía trajinarse. Y
cuando se anunció oficialmente, en 1952, que se llamaría al país
a elecciones, declaró el Comité Ejecutivo Nacional, en mensaje
dirigido a la Nación, que anuentes estábamos a depositar nues-
tros votos por candidatos de otras parcialidades políticas, y con
ese proceder contribuíamos a sacar al país del abismo a que se
le había conducido.
La respuesta de la dictadura fue la de intensificar la represión
contra el Partido y contra otros sectores políticos, que actuaban
dentro de una muy precaria legalidad. Hombres del Partido in-
crustados en oficinas oficiales pasaron a la Organización doce-
nas de mensajes telegráficos en clave reveladores de que estaba
en marcha un calculado e inescrupuloso plan de fraude electo-
ral. Los Partidos COPEI y URD en vista del clima de represión
bajo el cual se preparaban los amañados comicios, vacilaban para
participar en el proceso de elecciones y pocas semanas antes de
la fecha en que éstas iban a realizarse, aún no habían decidido su
posición de concurrencia o de abstención. Mientras tanto, nu-
merosos grupos de la oficialidad castrense en servicio activo se
articulaban en un agresivo movimiento de repulsa a la dictadura
y con la intención de procurar su derrocamiento antes de que
escenificara una retadora farsa de elecciones prefabricadas. Esta
confluencia de circunstancias indujo a la Dirección Nacional del
Partido a pedirle a la militancia que se abstuviera de concurrir a

105
los comicios. Esa actitud abstencionista fue difundida en mani-
fiesto lanzado a la Nación el 13 de septiembre de 1952, en do-
cumento suscrito por mí como Presidente del Partido en el exi-
lio y por el gran compañero Leonardo Ruiz Pineda, Secretario
General del CEN en la clandestinidad.
Violentos y sucesivos hechos contribuyeron a darle un vira-
je a la situación del país. El brote militar insurgente de Maracay,
el popular de Turén y el cívico– popular de Maturín, fueron re-
primidos a sangre y fuego, y sin que se produjera la insurgencia
prevista en varias guarniciones de la República. Y en una calle
de Caracas fue alevosamente asesinado el compañero Leonardo
Ruiz Pineda, máximo conductor del Partido en la clandestini-
dad y héroe de la resistencia civil. La marea de indignación que
se desató por esos desafíos que a nuestra dignidad de pueblo le
lanzaba el despotismo, sembró desconcierto y miedo en las filas
oficiales. Los Partidos legalizados pudieron vocear vibrantes con-
signas democráticas ante enormes multitudes enardecidas, sin
que se encarcelara o deportara a los jefes de esas organizaciones;
y cuando se realizaron las elecciones sabemos todos cómo la Na-
ción, en fiero alarde de dignidad cívica, se volcó sobre las urnas
para votar masivamente contra la dictadura y contra su comparsa
de partiquinos, el llamado Frente Electoral Independiente.
El descarado irrespeto a la voluntad nacional que fue el se-
gundo cuartelazo del 2 de diciembre de 1952 no pudo ser re-
plicado con una arrolladora huelga general, porque los cuadros
de los Partidos y del movimiento obrero clandestino no estaban
debidamente adecuados para esa coyuntura. Con admirable es-
píritu crítico así lo reconocía aquel gran conductor y estratega
político que fue Alberto Carnevali. En mensaje de una página,
dirigido, desde su escondite a uno de sus enlaces con la calle de-

106
cía que los trabajadores y grupos ciudadanos de diversas posi-
ciones sociales sí habían intentado organizar manifestaciones en
distintos sitios de la ciudad, pero que este movimiento de masas
no había alcanzado una magnitud de fuerza arrolladora debido
a la misma circunstancia de insuficiente ajuste organizativo por
la cual el asesinato de Leonardo pudo cumplirse sin que la sote-
rrada y profunda indignación colectiva se hiciera presente en las
calles, en las fábricas, en las Universidades. Observaba Carnevali
que esa ausencia dentro del Partido y del Movimiento Sindical
clandestino de rodajes bien articulados de transmisión entre los
comandos dirigentes y la ancha base de masas eran secuela de la
excesiva polarización hacia lo conspirativo que había caracteri-
zado algunas etapas de la vida del Partido. Y anunciaba ese gran
compañero el plan que ya se había trazado la Dirección después
de auto–rectificar errores: el de reorganizar nuestros cuadros de
acuerdo con los esquemas clásicos en los Partidos Políticos po-
pulares, con los tentáculos dirigidos a todas las zonas neurálgicas
del complejo nacional y con eficaces puentes de contacto entre
los organismos de comando y las directivas medias, y entre éstas
y los sectores populares. En faenas vinculadas a ese empeño fue
apresado para hallar muerte y gloria en un camastro carcelario.
No se empecinó el Partido en continuar trajinando la sola
senda que conducía a la salida insurreccional. Diezmados sus
cuadros de comando por el asesinato de sus líderes en las calles y
en las cárceles, por las torturas y por la implacable persecución a
dirigentes y militantes, el Partido acordó replegarse sobre sí mis-
mo para reorganizar sus efectivos. Inclusive se paralizó por al-
gún tiempo la edición de propaganda y pacientemente se dedicó
nuestra gente a reestructurar sus comandos regionales, sus grupos
de base, sus fracciones obreras, estudiantiles y profesionales. Y

107
al propio tiempo reactivó su llamado cordial a los otros sectores
políticos, ya para ese momento perseguidos, unos abiertamente
y otros condenados a la forzosa inactividad, a fin de que se in-
tegrara un frente nacional de resistencia.
Sin desesperarnos por los sucesivos descalabros; sin dejarnos
impresionar por la aparente fortaleza de un régimen superarmado
y que sin control alguno de opinión pública organizada manejada
a su solo arbitrio presupuestos fabulosos, los dirigentes del Parti-
do en el exilio y en la clandestinidad intercambiamos ideas hasta
llegar a articular lo que en nuestro lenguaje se llamó La Nueva
Táctica. Adquirió forma precisa en los debates de la Conferencia
de Exilados que se realizó en Puerto Rico en 1956.
La apreciación que se hizo fue la de que era inevitable una
crisis del régimen despótico cuando se acercara la terminación
del mandato de cinco años que ejercía el déspota, y ello debido
tanto a razones nacionales como internacionales. Las primeras
derivadas del creciente descontento que contra las práctica de
latrocinio y crimen del hamponato se percibía tanto en los sec-
tores civiles como en los militares; y porque la experiencia po-
lítica venezolana de su vida como República nos aleccionaba
en el sentido de que si algo repudiaba este pueblo era el “conti-
nuismo” de gobernantes autoelegidos que pretendieran perpe-
tuarse en el Poder. Y al propio tiempo apreciábamos cómo en
América Latina estaban desmoronándose unas detrás de otras,
seguramente con mucho desvelo y preocupación de los grupos
dictatorialistas del Departamento de Estado, las dictaduras ge-
melas de la de Caracas; y por acción violenta, como en Argen-
tina y Colombia, o por tránsito evolutivo, como en Perú, des-
aparecían del escenario público los cofrades émulos de quienes
despotizaban nuestro pueblo.

108
La llamada NUEVA TÁCTICA comenzó a dar sus resulta-
dos exitosos. Los más calificados periódicos de Estados Unidos
y de América Latina publicaron reiteradas notas y comentarios
destacando la sensatez de la oposición venezolana, que deponía
viejas rencillas para presentar un frente unido, y que a un ré-
gimen de implacable odio a sus opositores sólo le pedía que le
permitiera concurrir pacíficamente a unos comicios siquiera to-
lerables. Esas publicaciones de prensa se hicieron circular pro-
fusamente en el país y a ellas vino a darle hábil y eficaz respaldo
indirecto lo publicado por algunos sacerdotes católicos en el ór-
gano oficial de la Curia.
Así se echaron las bases del movimiento unitario que cul-
minó en las jornadas del 23 de enero, réplica indignada de un
pueblo al reto plebiscitario y expresión tumultosa y resuelta de
un odio contra la tiranía que durante diez años se acendró en la
conciencia del pueblo, de la inteligencia nacional y de impor-
tantes sectores de las Fuerzas Armadas.
No tenemos interés sectario en hacer una especie de con-
tabilización de los esfuerzos realizados por cada uno de los Par-
tidos políticos y por cada uno de los sectores democráticos de la
colectividad venezolana para el logro de las jornadas que culmi-
naron en el 23 de enero. Pero lo que sí debemos decirnos, para
reafirmar nuestra fe en el Partido y para tener confianza en su re-
ciedumbre, es que acaso esas jornadas históricas no habrían sido
posible sin ese obstinado, perseverante, indesmayable esfuerzo
de Acción Democrática para mantener viva durante diez años
dentro de la conciencia y el corazón de las masas populares la
llama de la rebeldía y de la fe en el triunfo final. Con sus acier-
tos y con sus errores, la década transcurrida del 24 de noviem-
bre de 1948 al 24 de enero de 1958, será timbre de honor para

109
nuestro Partido y una de sus mejores credenciales para ocupar
sitio esclarecido en la historia nacional.

De Enero a Agosto de 1958

Producido el derrocamiento de la tiranía seguramente que


hubiera podido utilizarse la coyuntura para el logro de una lim-
pieza a fondo en los cuadros del Estado de numerosas excrecen-
cias dictatoriales, una mala herencia más del despotismo. Pero
es evidente que nuestro Partido atravesaba otra difícil etapa de
reorganización de sus efectivos, después de la ruda remezón casi
desmanteladora a que se le sometiera a mediados de 1956. En
todo caso, no es método recomendable ese de detenerse con ex-
cesiva morosidad a preguntarse de qué manera diferente hubie-
ran podido producirse los hechos de haber contado el pueblo
para ese momento con una vanguardia partidista conductora
estructurada en escala nacional y con fines tácticos prefijados
de antemano. Esa organización no existía sino potencialmen-
te el 23 de enero, ya que el Partido como organización sólo en
Caracas y en algunas ciudades de la República contaba con or-
ganismos de comando.
Surgido el nuevo régimen, el Partido adoptó frente a él una
cautelosa y serena actitud de expectativa. Los dirigentes exilados,
acosados a preguntas por los periodistas de los diarios, radioe-
misoras y televisoras, para que emitieran juicio acerca del nuevo
orden de cosas, dijeron que esperaban antes de opinar los pro-
nunciamientos precisos del Gobierno de facto de respeto a las
libertades públicas y de llamamiento del país a elecciones. Sin-
cronizaba esta actitud con la del comando interno, que refor-

110
zado y ampliado por dirigentes regresados del exilio, adoptó la
posición responsable de respaldar el nuevo régimen sólo cuan-
do dio manifestaciones inequívocas de su respeto a las libertades
públicas, al abrirle las puertas de las cárceles a los secuestrados
políticos, suprimir la censura a la prensa y autorizar el regreso
de todos los exilados.

Acción Democrática y su posición lealmente unitaria

El CEN, después de analizar escrutadoramente la situación


política del país postdictadura, trazó los siguientes rumbos a su
vasta militancia en toda la República:
1. Defender la tesis de unidad nacional, conservando la re-
presentación que había tenido dentro de la Junta Patriótica en
las etapas precursoras del 23 de enero y contribuir a mantener
ese organismo como símbolo de la unidad nacional, pero coin-
cidiendo con la casi totalidad de los Partidos en él representados
en que estando ya en funcionamiento normal las colectividades
políticas no resultaba aconsejable que ese organismo invadiera
campos reservados a los Partidos.
2. Mantener con los otros Partidos un acuerdo, que en el
léxico de estos días ha recibido el nombre de tregua política.
Propusimos de primeros que los Partidos durante un tiempo
determinado no sacaran sus efectivos a la calle, sino que realiza-
ran en locales cerrados sus labores de organización, adoctrina-
miento y proselitismo; y ello porque pensamos que en un país
en el cual durante tantos años estuvieron yuguladas las liberta-
des ciudadanas, podría ser esa presencia masiva de la militancia
partidista en la calle un motivo de alarma para sectores sociales

111
tan influyentes como asustadizos, y un buen pretexto que esgri-
mir por los sectores dictatoriales incrustados en organismos del
Estado. La tregua política comportaba y comporta la renuncia
a la querella interpartidaria y el empeño para buscar soluciones
conjuntas a los problemas políticos, económicos y sociales que
dejó el despotismo al país.
3. Adoptar frente a la Junta de Gobierno una actitud de
respaldo, expresada sobriamente, con dignidad republicana, sin
caer en los extremos de cortesanía y de incondicionalismo, in-
compatibles con nuestro modo de ser colectivo y con nuestro
estilo político. Al propio tiempo se trazó la línea de que el Par-
tido no procuraría obtener para hombres de sus filas cargos bu-
rocráticos de carácter político y de que sólo serían aceptables
para nuestros militantes el ejercicio de aquellas funciones a las
cuales los elevara su capacidad técnica y siendo llamados a ellas
por los titulares de los Despachos Ejecutivos, sin presión algu-
na del Partido.
4. Junto con la tregua política propiciamos, a través de nues-
tras fracciones sindicales, la unidad del movimiento laboral y el
avenimiento obrero–patronal. La primera porque un movimien-
to obrero unido parece ser fórmula más eficaz que la de la frag-
mentación de fuerzas laborales en el cumplimiento por éstas de
sus funciones específicas en defensa de los intereses económicos
de los trabajadores, y en las de carácter general como soporte y
defensa del régimen democrático.
5. Trazamos a nuestra militancia en toda la República la con-
signa del reagrupamiento y reestructuración de nuestros viejos
cuadros y de las nuevas promociones juveniles incorporadas al
Partido en los años de la resistencia, porque estamos conscientes
de que un Partido como el nuestro se diferencia fundamental-

112
mente de los inorgánicos movimientos liberales del siglo pasado
en que encuadra, disciplina y educa teórica y prácticamente a
sus efectivos, para hacer de cada uno de ellos un militante res-
ponsable y consciente.
6. Aleccionados por viejas experiencias, la más dramática de
ellas la del 24 de noviembre de 1948, pedimos a nuestra militan-
cia que se mantuviera en estado de alerta y dispuesta a concurrir
masivamente a las calles en defensa del orden democrático recién
establecido porque signos diversos se manifestaban de que grupos
civiles de mentalidad dictatorial, responsables de una ofensiva de
hojas sueltas y de panfletos calumniosos lanzada contra nuestro
Partido, tenía estrechos nexos y contactos frecuentes con miem-
bros de la Institución Armada que ocupaban destacadas posicio-
nes dentro de ella. No se nos escapaba que esta activa campaña
difamatoria contra el Partido tenía objetivos más de fondo que
los de exteriorizar odios hacia una colectividad política de recia
beligerancia frente a los sectores reaccionarios. Se trataba, como
lo reveló el debelado golpe del 23 de julio, de crear un clima
justificador de la asonada regresionista.
Tanto en escala nacional como en escala regional, no ha sido
fácil el cumplimiento de estas directrices trazadas inicialmente
por el CEN y ratificadas, ampliadas y mejoradas en el pleno de
dirigentes celebrado en Caracas durante el mes de mayo.

R elaciones con la Junta de Gobierno

En las relaciones con el Gobierno Nacional, que en general


se han caracterizado por la cordialidad y respeto mutuo entre
los miembros de la Junta y la Dirección de A. D. se planteó más

113
de una vez de parte nuestra la observación crítica de que se nos
llamaba a Miraflores cuando estaba creada una crisis y de hecho
para informarnos acerca de decisiones adoptadas con anterio-
ridad. Recibíamos, simplemente, una información a posteriori
sobre medidas de gobierno ya en marcha. En las observaciones
críticas que se le formulaban a la Junta por ese proceder coin-
cidían con nosotros los representantes de los Partidos Copei y
URD, ya que sólo a las tres organizaciones se las convocaba en
Miraflores. Fue seguramente acogiendo esas críticas que el Go-
bierno propuso la creación de la nonata Junta Consultiva. En
principio fue aceptada esa fórmula por los dirigentes de A. D.
Copei y URD, y aun se contribuyó a modificar la redacción del
decreto que iba a crear ese organismo, y precisando todos que la
aceptación era ad–referéndum, porque debíamos elevarla al co-
nocimiento de las respectivas directivas de los Partidos. La nues-
tra aceptó esa proposición por conceptuar que era una forma de
hacer llegar los puntos de vista del Partido hasta los miembros
del Ejecutivo Colegiado y sin que por eso fuéramos correspon-
sables de la gestión administrativa del régimen. Nos interesaba,
básicamente, utilizar esas reuniones para insistir hasta el fastidio
en la necesidad de la adopción de medidas enérgicas, de emer-
gencia, contra la desocupación, el alto costo de la vida, la trágica
situación del campesinado, la falta de crédito para los agriculto-
res, etc. El hecho de que formara parte de ese Consejo Consul-
tivo el alto mando militar lejos de considerarlo inconveniente
lo conceptuamos útil, porque hubiera permitido hacer llegar a
ese sector, en una forma directa, los criterios y puntos de vista
de los Partidos, y desvirtuar las mentiras emponzoñadas que los
empresarios de la idea dictatorial difundían en los medios cas-
trenses acerca de todas las organizaciones partidistas, de manera

114
más insistente en lo que se refería a A. D. y a su programa. La
actitud inicial de Copei y URD acerca del Consejo Consultivo
fue rectificada posteriormente por esas organizaciones y en de-
finitiva fracasó por esa circunstancia la idea de creación de ese
organismo de interrelación entre Gobierno y Partidos.

El entendimiento con los otros Partidos

Es bien sabido que con todo y los rozamientos que hayan


surgido entre nuestra organización y otras en algunas zonas del
país, se ha mantenido en términos generales un clima de enten-
dimiento y cordialidad con ellas. Con personeros de todos los
Partidos nos hemos reunido en la Mesa Redonda en que se ha
estado estudiando la cuestión electoral. Se pecaría de crasa es-
tolidez si se dijera que en las relaciones interpartidarias se han
eliminado las zancadillas y el golpe bajo; pero es evidente que se
han hecho esfuerzos y sacrificios, seguramente los más de parte
nuestra, para evitar la recaída en las querellas subalternas.
Este mantenimiento de la unidad con los Partidos no ha
sido obstáculo para que el nuestro asuma sus propias responsabi-
lidades autónomas y adopte posiciones diferenciadas en determi-
nadas ocasiones. Así sucedió, para hacer referencia a un reciente
y sobresaltante hecho, en la noche del 23 de julio. En algunas
zonas prevalecía la creencia de que era posible la transacción y
el acuerdo con el grupo virtualmente alzado en La Planicie; y
en esa coyuntura nuestro Partido asumió la responsabilidad de
propiciar en todos los organismos civiles la consigna de huel-
ga y de luchas indefinidas mientras no fuese dominada la insu-
bordinación y no se aplicaran a sus promotores las sanciones a

115
que se hubieran hecho acreedores por el golpe de Estado que
pusieron en ejecución para hacer retroceder al país a una nue-
va dictadura.

La cuestión de los comunistas

Tema que ha sido objeto de interrogantes por parte de al-


gunos compañeros, es el de la especie de segregación de que ha
sido objeto el Partido Comunista dentro de la comunidad inter-
partidista. Hay que distinguir a ese respecto su marginamiento
en determinados actos oficiales, el cual ha sido resuelto y eje-
cutado por la Junta de Gobierno por propia decisión. Y en lo
relativo a sus relaciones con otros partidos debe ser informada
la Convención que en reunión conjunta realizada hace algunos
meses entre delegados de nuestro Partido, de URD y COPEI
con los Comunistas, éstos aceptaron que por las muy particula-
res características de su filosofía doctrinaria y su ubicación en el
campo de la política internacional, no podrán negar el legítimo
derecho de los Partidos nacionales a suscribir documentos y de-
claraciones públicas con exclusión de ellos. Posteriormente, en
una de las primeras reuniones de las Mesas Redondas de Partidos,
admitieron la realidad insoslayable de que el próximo gobierno
no podrá tener una fisonomía frente–popularista, con presen-
cia de comunistas en cargos ministeriales, y otros del Estado de
carácter no técnico, sino definidamente políticos.
En conexión con este asunto de las relaciones con el Parti-
do Comunista ha habido limitados e inimportantes rozamientos
internos. Es que algunos compañeros han entendido que debe
volverse al menestrón confusionista de 1936, cuando lo cierto

116
es que todos los Partidos tienen hoy su perfil diferenciado y pro-
pio; y otros pocos, seguramente por desconocimiento de nuestra
doctrina y de nuestra conducta política autónoma, ven a A. D. y
al PCV como una especie de animal bifronte, cuando nos sepa-
ran profundas diferencias ideológicas y tácticas. La ratificación
y remozamiento de su programa y el encuadramiento cabal de
su doctrina que hará A. D. en esta Convención, pondrán cese a
esos desorientadores equívocos.

El problema electoral

El planteamiento de la cuestión electoral, una de las que ló-


gicamente constituye asunto focal de esta Convención, será pre-
sentado por la Comisión que escogiera el CEN. Por elemental
delicadeza propuse y logré que triunfara dentro del organismo de
Dirección Nacional del Partido la tesis de que se me eximiera de
plantear esta cuestión eleccionaria como parte del informe polí-
tico. Sin procurarlo y sin desearlo, mi nombre ha estado envuel-
to, a través de comentarios de prensa extraña a nuestro control,
en ese controvertido campo de las candidaturas. Y como perso-
nalmente ni deseo ni busco postulaciones, he preferido que sea
un calificado equipo de compañeros el que recoja y resuma ante
la Convención las distintas modalidades que ofrece el problema
electoral. En la hora final del debate sí expondré el criterio que
profeso acerca de este asunto de cardinal interés para la Repú-
blica. Criterio que no dudo coincidirá en lo fundamental con
el de la totalidad de los asambleístas, por cuanto todos creemos
que nuestras concesiones a favor de la unidad nacional jamás po-
drían llegar hasta el sacrificio, en aras de fáciles acomodos, de la

117
fe y de la confianza depositadas en A. D. por una determinante
porción del pueblo venezolano.
Concluiré este informe diciendo que no hay motivo algu-
no para dudar de que será estudiado y discutido por los compa-
ñeros integrantes de la Novena Convención del Partido con el
mismo ánimo de sinceridad, de buena fe y de deseo de acertar
con que ha sido elaborado.

Caracas, 12 de agosto de 1958

Fuente: BETANCOURT, Rómulo: ob. cit., pp.


158–190.

118
3
CARTA DE RENUNCIA A UNA NUEVA CANDIDATURA
PRESIDENCIAL (20 DE JULIO DE 1972)

“Conciudadanos:
Mi regreso al país, para vivir en Venezuela en forma perma-
nente, ha reactivado la publicación en diversos medios de comu-
nicación social acerca de una supuesta aspiración mía a volver de
nuevo a ser Jefe de Estado. Por esa circunstancia vengo a declarar,
en forma clara y enfática, que no seré candidato a la Presidencia
de la República en los comicios a realizarse en 1973.
Esta decisión no debiera sorprender a nadie. Porque ha
sido precedida de afirmaciones en el mismo sentido hechas en
forma pública y recogidas en documentos oficiales, en libros y
periódicos.
El 2 de abril de 1964 me juramenté como Senador Vitalicio
en mi calidad de ex Jefe de Estado y por mandato de la Consti-
tución ante el Senado de la República. En … escrita que hice en
esa oportunidad hay un párrafo definidor de posiciones que no se
presta a equívoco. Es este escrito a renglón seguido del anuncio
que hacía de viajar por tiempo indefinido fuera del país:

“Y es por sentido de responsabilidad y de franqueza que debo


adelantar cómo, a mi regreso a Venezuela, no haré activa vida par-
lamentaria. Es mi firme propósito anunciado y reiterado, mante-
nerme en mi condición de ex Presidente de Venezuela al margen
de la diaria y ardorosa contienda política. Estoy consciente de
que cumpliré mejor y con mayor eficacia al actuar como factor
de conciliación y de armonía entre los venezolanos y de apoyo a

119
sus libres instituciones democráticas, en la medida en que deje de
ser un personaje controversial y proclive a la sospecha de ambi-
ciones políticas nuevas. Ninguna de ese carácter tengo después de
haberme correspondido en dos oportunidades, y en condiciones
disímiles, regir desde Miraflores los destinos del país”.

Meses antes, el 3 de enero de 1964, en rueda de prensa en


Miraflores que publicaron todos los periódicos venezolanos y
está insertada en el libro que recoge mis papeles de gobernante,
había sido aún más enfático. Así me expresé:

“Rotunda y categóricamente digo que no volveré a ser más Pre-


sidente de Venezuela. Ya lo he sido en dos oportunidades y hay
que darles ocasión de ejercer la primera magistratura, con todo
lo que comporta de responsabilidad y de satisfacciones, a otros
venezolanos”.

Fiel a ese definido compromiso adquirido ante el país y ante


mi propia conciencia he sido en el transcurso de los años corridos,
desde cuando fueron dichas esas palabras y el tiempo de hoy. En
ninguna ocasión ni a ninguna persona le he insinuado siquiera
la posibilidad de que había variado el criterio que en forma tan
diáfana hice del conocimiento público en 1964.
Durante más de cuarenta años he actuado en la vida pú-
blica nacional. Lo accidentado del proceso político venezolano,
signado por largas dictaduras y autocracias ha determinado que
en la cárcel, en la persecución y el exilio haya transcurrido par-
te apreciable de ese lapso de mi vida. Otras veces he actuado en
la oposición legal o gobernado. En todo momento, en las cir-
cunstancias adversas como en las propicias, me ha animado la

120
intención de servirle al país y de procurar consolidar su institu-
cionalidad democrática.
Los aciertos y errores de mi gestión de hombre público los
juzgará la historia. Me atengo a su fallo.
Milito y militaré siempre en Acción Democrática, parti-
do que contribuí a forjar. Hasta el último momento de sus vi-
das esclarecidas tuvieron fe en su programa y en su conducta
hombres que han hecho historia como Rómulo Gallegos, Raúl
Leoni, Andrés Eloy Blanco, Valmore Rodríguez, Alberto Carne-
vali, Antonio Pinto Salinas, Luis Hurtado y tantos otros, muer-
tos unos en su tierra natal o extranjera, algunos en el exilio, y
otros asesinados por la ominosa policía política de la dictadura
derrocada el 23 de enero de 1958. Millares de venezolanos de
todos los estratos sociales tienen depositada su confianza en Ac-
ción Democrática. Los votos de esa caudalosa militancia y los
de sus innúmeros simpatizantes llevarán a Miraflores en 1973
al candidato idóneo y capaz que escoja la convención próxima
a realizarse. Candidato cuyo programa de gobierno se ajustará a
los reclamos de la Venezuela de hoy, urgida de un régimen de-
mocrático dinámico y de una cruzada a fondo contra la pobreza
que agobia a un sector determinante de la población.
Seguirá en mí viva y ardiente la pasión y devoción por Ve-
nezuela y por su pueblo. Procuraré servirle al país en la medida
de mis posibilidades. Pero queda ratificado, en forma inmodifi-
cable, mi propósito de no aspirar ya más al ejercicio de la Presi-
dencia de la República.
Rómulo Betancourt.”
Fuente: El Nacional, n° 10.378 del viernes 21 de
julio de 1972, p. 1 (Betancourt en reunión del
CEN de AD / No Seré Candidato).

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tancourt, 1988.

124
Índice

Introducción......................................................................5

I . Un partido responsable: Acción


Democrática................................................................7
. ¿Caudillo tradicional o líder moderno?..........................7
. Los partidos doctrinarios y los partidos personalistas
como residuos del siglo XIX.............................................10
. Partidos de masas y democracia de masas.......................13
. La tipología de Duverger acerca de la organización
partidista.............................................................................. 15
. Las decisiones y la responsabilidad política colectivas
en los partidos de masas.....................................................18
. Personalismo y liderazgo en los partidos modernos:
el caso de AD.......................................................................24
. Los partidos personalistas
en la Venezuela del siglo XX............................................28
. Del rechazo del “espíritu de partido”
a las acusaciones de “sectarismo adeco”.........................29
. El Pacto de Punto Fijo y la culminación
del combate político de Betancourt...............................38

II . La crisis e involución de los partidos


responsables y el auge del personalismo
presidencial................................................................45
. La crisis de la democracia representativa
venezolana...........................................................................45
. La involución de los partidos políticos..........................47
. Las condiciones para que exista
un partido responsable......................................................49
. La competencia electoral duopólica
y el “turno” en el poder.....................................................53
. La búsqueda del poder y los combates entre
los partidos e intra–partidistas.......................................54
. El duopolio partidista........................................................57
. La necesidad de la democracia interna
en los partidos.....................................................................60
. La creación de un sistema populista de conciliación...63
. Los poderes del Presidente sobre la Administración
Pública Descentralizada .................................................66
. Los otros poderes del Presidente de la República
y su contribución al desarrollo del personalismo
político................................................................................. 74
. Los poderes extraordinarios del Presidente:
la suspensión de garantías constitucionales
y las delegaciones legislativas.........................................77
. Conclusiones.......................................................................81

Apéndices..............................................................................87

BIBLIOGRAFÍA.......................................................................120
Títulos de la Serie Cuadernos de Ideas Políticas

Nº 1. Punto Fijo y otros puntos.


Los grandes acuerdos políticos de 1958.
Estudio preliminar de Naudy Suárez Figueroa, 2006.
Nº 2. El Plan de Barranquilla, 1931
Estudio preliminar de Manuel Caballero, 2007.
Nº 3. La Generación del 28 y otras generaciones.
Antología de textos
Compilación de Naudy Suárez Figueroa, 2007.
Nº 4. La Nacionalización Petrolera. 1976
Culminación de una Política
Estudio preliminar de Eduardo Mayobre, 2007.
Este libro se terminó de imprimir en

en el mes de febrero de 8.


En su composición se usaron tipos
de la familia AGaramond.
En su impresión se utilizó papel Venelibro,  gramos
y Glacé  gramos para la tapa.
Personalismo o liderazgo

Juan Carlos Rey


Serie
Cuadernos
de Ideas
Políticas “Amanecimos sobre la palabra angustia” fueron palabras
democrático
empleadas por un estudiante poeta de la llamada “generación del
28” para describir el estado de espíritu que condujo ese año a
El caso de Rómulo Betancourt
una inmensa mayoría de universitarios caraqueños a enfrentar la
“dictadura perpetua” del general Juan Vicente Gómez. Dictadura
que había convertido a la Venezuela que pintaba bien la glosa                                               
Nº 5 inventada por el inextinguible humor popular venezolano para

Personalismo oliderazgo democrático  El caso de Rómulo Betancourt


referirse a Unión, paz y trabajo, el lema favorito del gobierno:
“Unión en las cárceles, paz en los cementerios y trabajo en las
carreteras”.

Aunque trascendente, el gesto estudiantil de lucha por la


libertad tenía ya tradición en un país con simultáneas historia de
dictadores e historia de resistencia a las dictaduras, en cuyo último
desempeño, en conjunto con el combate por el gobierno civil, los
estudiantes habían ocupado un lugar desde tiempos del doctor José
María Vargas, el Rector de Universidad devenido Presidente de la
República en 1834.

Por su audacia, los universitarios de 1928 debieron soportar


cárceles, trabajos forzados y exilios, pero, en compensación,
Serie
marcaron un punto particularmente luminoso en “la larga marcha
Cuadernos
Juan Carlos Rey 
del pueblo venezolano hacia la democracia”.
de Ideas
Este libro reúne algunos de un número incontables de
Políticas
testimonios (manifiestos, discursos, poemas, cartas y hasta diarios)
que permiten seguirle la pista, desde 1914 a 1958, a combates que
todavía hoy tienen capacidad de convocatoria, permitiendo hacer
buena, para bien o para mal, la frase del poeta Antonio Machado:
“Hoy es siempre todavía”.

Nº 5

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