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Aún así al despertar siempre acaricia mi cabello rebelde y esponjado, se endereza y sin
notar mi rostro sin maquillaje, pálido como el de un difunto me llama bonita, me hecha
las "flores" necesarias para darle al día mi mejor sonrisa.
Ya de pie corre a hacerme el desayuno. Soy de las flojas que salen a la mera hora a
todos lados, pero él nunca me deja ir al trabajo sin comer y claro está, sin un beso que
me acaricie el alma.
Y es que él (según sus palabras) se enamoró de mis defectos, aunque admitió que
admira mis virtudes. Es un valiente lo sé y es que nunca nadie se interesó en acariciar
mis cicatrices, en poner atención a mis silencios, en estar presente en mis días
asquerosos, esos que provocan tormentas aterradoras, que me dejan insensible, opaca y
hasta en ocasiones derrotada.
Él me ama hasta en esos momentos, me lo dice cuando más necesito escucharlo, cuando
estoy a punto de mandar todo al diablo, cuando la vida saca lo peor de mí.
Él es el hombre que aprendió a querer la espina antes de aceptar la rosa, el que se ríe de
mis boberas en lugar de armar batallas, el que cree que mis imperfecciones me dan
identidad, el que simplemente amó lo que soy en realidad.
Sí amó y ama a la mujer atrás de aquel vestido que costó la millonada, la que descalza
no alcanza a medir ni un metro y medio, de la que se queda desnuda cuando se quita la
mascara de imponente, seductora y poderosa.
Hoy le grito al mundo que el amor verdadero existe porque yo, como él lo hace amo sus
fantasmas, sus temores, sus defectos. Nos amamos porque entendimos el amor no es
perfección, es comprensión