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l pasado, el presente y el futuro se entrecruzan en una constelación de imágenes mentales que

constantemente pugnan entre sí y que generan un tenso campo gravitatorio entre la conciencia
personal de cada uno de nosotros y las representaciones colectivas de las sociedades de las que
somos simultáneamente, y en mayor o menor grado, activos copartícipes y modestas criaturas
individuales. La religión es una de esas representaciones colectivas que han brillado
persistentemente desde la noche de los tiempos. Su brillo como el de la luciérnaga, al decir de
Schopenhauer, necesita la oscuridad para lucir[1]. El mismo Freud a sus diecisiete años recurría
también a la metáfora lumínica para manifestar su ateísmo: “para los oscuros caminos de Dios
nadie ha inventado todavía una linterna”[2]. Claro que, como diré luego, una cuestión relevante es
el hecho fehaciente de que su pervivencia, como la del liquen pegado a la roca, no reside solo en
una batalla entre la luz y las tinieblas, la verdad y la falsedad, el bien y el mal.

Mi libro, Verdades sospechosas. Religión, historia y capitalismo, pese a lo que pueda parecer a
simple vista por su título, afronta un ensayo sobre algunas de las claves más relevantes de la
tradición religiosa judeocristiana en Occidente y, por extensión, se interroga acerca de la
subsistencia histórica del fenómeno religioso en sociedades sometidas a distintas modalidades de
producción y de dominación ayer y hoy. Pero no solo. Aborda también, de manera muy
sobresaliente, qué problemas de nuestro presente y de nuestro pasado convergen en un futuro
lleno de acechanzas y, cada vez más, poblado y regido por verdades sospechosas, a menudo
heredadas como consecuencia de la metamorfosis de unos subterráneos estratos dogmáticos,
religiosos y laicos, sedimentados en el curso de la inquietante e infeliz historia de la especie
humana. La escritura de este texto a través de esta suerte de exploración geológica, aunque no
siempre lo parezca a primera vista, persigue ofrecer alguna respuesta a múltiples interrogantes
acerca de nuestro porvenir y para ello traza una genealogía de asuntos históricos y teóricos cuya
problematización se alimenta de la llama siempre viva de mi propia experiencia vital y de las
ilusiones (en la doble acepción del término) que, dentro de ella, se fueron forjando. Sin duda,
somos hijos de nuestro tiempo, pero un itinerario personal es un traje demasiado estrecho para
embutir algunos de los grandes problemas comunes a ciclos históricos de carácter mucho más
vasto. Así, bien podría aseverarse que el tiempo largo de la modernidad en Occidente, que supuso
el desencantamiento del mundo, la consiguiente crítica de la religión y el hallazgo de utopías
alternativas, envuelve y mece los sueños seculares de muchas generaciones, entre ellas la mía. Esa
era la atmósfera de toda una época.

Fernando Pessoa (imagen: Casa Fernando Pessoa / observador.pt)

“Nací en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes había perdido la creencia en Dios, por la
misma razón por la que sus mayores la habían tenido (sin saber por qué). Y entonces, como el
espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de
los jóvenes escogió la humanidad como sucedáneo de Dios.
(…). Este culto a la humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me pareció siempre una
revivificación de los cultos antiguos, donde los animales eran como dioses, o los dioses tenían
cabezas de animales.

(…) No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón;
no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante
nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida”[3].

En el caso del autor de este texto, Fernando Pessoa (1888-1935), se afronta el


“desencantamiento” como un no creer en nada excepto en la creación estética. Es un ejemplo
extremado de ese espíritu que trajo la razón moderna. Sin embargo, tras la crítica moderna de la
religión hubo quien, a diferencia del escritor portugués, sustituyó las creencias en la divinidad por
la fe en un futuro terrenal emancipado de dogmas teológicos. En 1935, el año de su muerte,
Europa estaba empezando a mostrar tendencias inequívocas hacia el fascismo y el conflicto bélico
generalizado, que acabarían desatando una catástrofe descomunal de sangre y fuego. En 1936, la
guerra civil española de fuerte tinte clasista y religioso, llevó a muchos y muchas a empuñar las
armas para defender la democracia republicana, jóvenes que, a menudo creían más en la
humanidad que en divinidad alguna. Esa fue la generación antifascista por excelencia, que dejó sus
vidas, sus cuerpos y sus almas, en el campo de Marte y en ese oprobioso invento, los campos de
concentración y exterminio, símbolo de las terroríficas experiencias políticas del siglo XX. En cierto
modo, el voluntarismo revolucionario y antifascista, y la consiguiente convicción de que el cambio
social podría traer una nueva sociedad mediante la destrucción del capitalismo, se había recrecido
con la era de transformaciones sociopolíticas radicales que amanece en la Rusia en 1917 y declina
en el Berlín de 1989. Quien escribe estas líneas fue testigo del último tramo de esa coyuntura
histórica que para muchos colocó al proletariado y al socialismo como el horizonte de expectativas
más deseable.

Claude-Henri de Saint-Simon (imagen: Wikimedia Commons)

A pesar de los pesares, la religión cristiana, en las diferentes variantes, persistió e incluso, tras la
caída del comunismo soviético, tuvo un renacimiento evidente en los países de Europa del este. Ya
decía uno de los fundadores de la sociología, el conde Saint-Simon, que “la religión no puede
desaparecer del mundo, se transforma”[4]. No obstante, es de todo punto verdad que, al menos
desde la Revolución francesa de 1789, y durante casi dos siglos, la confianza depositada en una
humanidad salvada y redimida sin necesidad de acudir a leyendas religiosas, fue una esperanza
profunda y una incesante búsqueda principalmente entre los sectores políticos adscritos a las filas
del marxismo revolucionario. Bien es cierto que, contra lo que pudiera parecer a primera vista, con
frecuencia el encofrado profundo de esas creencias revolucionarias tuvo como lecho tradiciones
cristianas subyacentes y de larga data. En esta dirección interpretativa ha insistido en nuestro
tiempo John Gray, profesor británico de las ideas políticas, para más señas ateo y liberal: “Los
revolucionarios contemporáneos comparten estas creencias [en el milenarismo]. Pero mientras
que los milenaristas creían que solo Dios podía rehacer el mundo, los revolucionarios modernos
imaginaron que este podría ser remodelado por la acción exclusiva de la humanidad”

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