Está en la página 1de 23

PRESENTACIÓN

Por primera vez se publica la versión oficial española del Ceremonial de los obispos
promulgado según los Decretos del Sacrosanto Concilio Vaticano II con la autoridad de su
santidad Juan Pablo II, cuya edición típica latina vio la luz en el año 1984. Fue uno de los
últimos libros litúrgicos relacionados con la reforma determinada por el citado Concilio. Esta
edición ha de sustituir en España a una precedente, aprobada por la Congregación para el
Culto Divino con fecha de 14 de septiembre del mismo año (cf. Prot. N. CD 1300/84) y que
había sido preparada por el departamento de Liturgia del CELAM según el encargo de la XX
Asamblea Ordinaria del citado organismo en San José de Costa Rica en marzo de 1985.

En la historia de la liturgia existieron diversos y sucesivos libros, denominados Ordines romani,


que describían y determinaban cómo habían de realizarse las celebraciones y ritos litúrgicos.
En el Proemio de la edición típica de la que deriva esta versión, se ofrece una relación histórica
acerca de estos libros hasta la llegada del Concilio Vaticano II, que da una idea del alcance y de
la autoridad de que gozaron. No obstante, en clave de continuidad substancial, la referida
edición manifiesta asimismo una moderada apertura a las legítimas costumbres y tradiciones
de las Iglesias particulares.

Al poner este volumen en las manos de los responsables de la vida litúrgica de las Iglesias y
comunidades cristianas, la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española
desea llamar la atención acerca del significado y la finalidad de este libro, que conserva un
título tradicional que puede no ser bien interpretado. En efecto, aunque hace referencia a los
obispos, que son siempre los últimos responsables de la vida litúrgica de sus diócesis, este libro
debe ser conocido y aplicado por todas las personas que intervienen en la liturgia, desde los
ministros hasta los fieles.

En definitiva, se trata de observar lo dispuesto en los libros litúrgicos ya editados dentro del
espíritu que presidió las determinaciones del Concilio Vaticano II, orientadas a la realización de
una liturgia que reúna las condiciones de verdad, nobleza, sencillez y eficacia pastoral (cf. SC,
nn. 11, 14, 21, etc.). Expresamente se indica en la introducción del libro que sus nombras se
orientan a «una liturgia episcopal que sea sencilla y al mismo tiempo noble y plena de eficacia
pastoral, de tal manera que pueda convertirse en ejemplo para todas las demás
celebraciones».

En este sentido deben entenderse también las referencias al maestro de ceremonias al servicio
de la liturgia como manifestación privilegiada de la Iglesia particular.

Madrid, 23 de junio de 2019


Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

✠ JULIÁN LÓPEZ MARTÍN


Obispo de León
Presidente de la Comisión
Episcopal de Liturgia

PROEMIO
1. HISTORIA DEL LIBRO CEREMONIAL DE LOS OBISPOS

El Ceremonial de los obispos que estaba en uso hasta nuestros días se publicó por orden del
sumo pontífice Clemente VIII, el año 1600. Aquella edición no era sino una revisión y
corrección, de acuerdo con el espíritu de la reforma tridentina, de una obra aprobada desde
hacía mucho tiempo.

En efecto, el Ceremonial de los obispos sucede a los Ordines Romani, que desde finales del
siglo séptimo recogían las normas para las acciones litúrgicas que realizaban los romanos
pontífices. Entre estos Ordines, el que aparece catalogado con el número trece en el Museo
itálico de Juan Mabillon, publicado por mandato del beato Gregorio X (1271-1276) en torno al
año 1273, en el Concilio II de Lyon (1274), no llevaba el título de Ceremonial de los obispos;
pero en él se describían las ceremonias de la elección y ordenación del papa, con algunas
indicaciones para la misa papal y las celebraciones a lo largo del año.

Casi cuarenta años después, aparece otro Ordo Romanus, catalogado con el número XIV, entre
1314 y 1320 —preparado por encargo del cardenal Santiago Cayetano Stefaneschi y publicado
más tarde, hacia el año 1341—, que describía las acciones sagradas que se realizaban en la
elección y coronación del sumo pontífice, y sobre todo con ocasión de concilios generales,
canonizaciones y coronaciones de emperadores y reyes.

Este mismo libro se publicó en tiempos de Benedicto XII (1334-1342) y de Clemente VI (1342-
1352), muy ampliado; además, bajo el beato Urbano V (1362-1370) se le añadió un
suplemento sobre la muerte del sumo pontífice y sobre la situación de los cardenales.

Catalogado con el número XV en la obra de Mabillon, otro Ordo o Liber de Cæremoniis


Ecclesiæ Romanæ fue elaborado por el patriarca Pedro Ameil, a finales del siglo XIV, en el
pontificado de Urbano VI (1378-1389); poco después fue enriquecido por Pedro Assalbit,
obispo de Bayona, bajo Martín V (1417-1431), y, junto con los manuscritos de Aviñón, se le dio
el nombre de Liber Cæremoniarum Sacræ Romanæ Ecclesiæ, y estuvo en uso en la Curia papal,
hasta que, por mandato de Inocencio VIII (1484-1492), Agustín Patrizi, obispo de Pienza y
Montalcino, terminó un nuevo Ceremonial el 1488. Este libro fue editado con una nueva
redacción en Venecia, el año 1516, por Cristóbal Marcello, arzobispo electo de Corfú, bajo el
título Rituum ecclesiasticarum sive sacrarum Cærimoniarum sanctæ Romanæ Ecclesiæ libri
tres non ante impressi y su uso se ha mantenido en las ceremonias del romano pontífice hasta
nuestros días.

A partir del Ceremonial precedente, París de Grassi, ceremoniero mayor del papa Julio II (1503-
1513), no solo extrajo un Ordo Romanus para la liturgia papal, sino que también compuso una
obra a la que posteriormente, el año 1564, se le dio el título de De Cæremoniis Cardinalium et
Episcoporum in eorum dioecesibus libri duo, en la que se adoptó la liturgia papal a la liturgia
episcopal, en concreto a la de Bolonia.

El día 15 de diciembre del año 1582, Gregorio XIII (1572-1585) instituyó una comisión, que fue
el precedente de la Congregación para los Sagrados Ritos y Ceremonias, presidida por el
cardenal Gabriel Paleotti, con objetivo de revisar la citada obra de De Grassi Librum
Cæremoniarum pro Cardinalibus et Episcopis. El promotor y animador de esta reforma, ante el
papa Gregorio XIII, había sido san Carlos Borromeo, que en ese momento residía en Roma;
pero con su muerte, el año 1584, se detuvieron los trabajos de esa comisión.
Sixto V (1585-1590) no solo creó, el 22 de febrero de 1588, la Congregación para los Sagrados
Ritos y Ceremonias con el fin de revisar los libros litúrgicos, sino que también ordenó, el día 19
de marzo de 1586, que le llevaran de la Biblioteca Vaticana numerosos códices para elaborar
él, personalmente, una nueva regulación de los ritos sagrados. Se desconoce cuál fue el
resultado.

Por fin, el día 14 de julio de 1600, Clemente VIII (1592-1605), al publicar el Ceremonial de los
obispos, llevó a término la obra de renovación de este libro. Para su redacción utilizó con
libertad no solo las obras precedentes de Patrizzi y de De Grassi, sino también, según parece,
las de otros muchos, hoy desconocidos. Colaboraron en este trabajo varones ilustres en
santidad y doctrina, que en aquel momento trabajaban en la Sagrada Congregación de Ritos:
los cardenales César Baronio, san Roberto Bellarmino y Silvio Antoniano. En la bula
introductoria nunca se habla de un nuevo libro sino, siempre, de la revisión del Ceremonial de
los obispos, obra de todos conocida.

Sin embargo, ya el día 30 de julio de 1650, Inocencio X (1644-1655) publicó una nueva versión,
corregida y revisada, del Ceremonial de los obispos, obra que, un siglo después, el papa
Benedicto XIII (1724-1730), en razón de su interés por los ritos sagrados, reeditó el día 7 de
marzo de 1727, tras corregir algunos pasajes oscuros y ambiguos, o contradictorios entre sí.
Por fin, quince años más tarde, el 25 de marzo de 1742, Benedicto XIV (1740-1758), quien
había sido oficial de la Sagrada Congregación de Ritos, hizo una nueva edición del Ceremonial,
añadiendo el libro III, con todo lo referente al Estado Romano Eclesiástico, y elogiando,
además, el método de la escuela litúrgica, cuya sede en aquel momento se encontraba en el
Colegio Romano Gregoriano, de la Compañía de Jesús.

Más recientemente, León XIII (1878-1903), el año 1886, ordenó publicar una nueva edición
típica del Ceremonial de los obispos en la que se conservaba íntegramente el libro III, aunque
ya no tenía relevancia, pues el Estado Eclesiástico había sido suprimido o, más bien, reducido a
la Ciudad del Vaticano.

Finalmente, el Concilio Ecuménico Vaticano II ordenó la reforma de todos los ritos y libros
sagrados, y así fue necesario rehacer por completo el Ceremonial de los obispos y publicarlo
con una estructura diferente.

2. VALOR DEL LIBRO CEREMONIAL DE LOS OBISPOS

Los sumos pontífices que promulgaron las diferentes ediciones del Ceremonial de los obispos,
de hecho, editaron un libro cuyas normas debían ser observadas por todos y para siempre,
pero no quisieron ni abolir ni derogar las antiguas ceremonias que fueran conformes con el
espíritu Ceremonial.

Este libro, acomodado a las normas del Concilio Vaticano II, viene a ocupar el lugar del
Ceremonial anterior, que en lo sucesivo debe considerarse totalmente abrogado, y ha sido
redactado de tal modo que puedan conservarse, oportunamente, las costumbres y tradiciones
locales, que son, para cada una de las Iglesias particulares, como un tesoro propio del que
disfrutan, transmitiéndolas a las generaciones futuras, siempre y cuando resulten conformes
con la liturgia renovada por mandato del Concilio Vaticano II.

La mayor parte de las normas litúrgicas que el nuevo Ceremonial ofrece conservan la
obligatoriedad vigente en los libros litúrgicos ya publicados. Pero si se da alguna variación en el
nuevo Ceremonial, habrá que observarla tal como se indica en el mismo Ceremonial.
El resto de las normas que aparecen en este Ceremonial tienen por objeto lograr una liturgia
episcopal que sea a un tiempo sencilla y noble, y además, llena de eficacia pastoral, de modo
que pueda convertirse en modelo para todas las demás celebraciones.

Para que tal intención pastoral llegue más fácilmente a cumplirse, este libro ha sido redactado
de modo que el obispo y los demás ministros, y en especial los maestros de ceremonias,
puedan hallar en él cuanto es preciso para que las celebraciones litúrgicas que el obispo
preside no sean una mera organización de ceremonias sino, de acuerdo con el sentir del
Concilio Vaticano II, la principal manifestación de la Iglesia particular.

PRIMERA PARTE
LA LITURGIA EPISCOPAL
EN GENERAL

CAPÍTULO I

ÍNDOLE E IMPORTANCIA
DE LA LITURGIA EPISCOPAL

I. DIGNIDAD DE LA IGLESIA PARTICULAR

1. «La diócesis es una parte del pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente
con la colaboración de su presbiterio. Así, unida a un pastor, que la reúne en el Espíritu Santo
por medio del Evangelio y la eucaristía, constituye una Iglesia particular. En ella está
verdaderamente presente y actúa en la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica» [1].
Aún más, en ella se hace presente Cristo, de cuya fuerza participa la Iglesia [2]. Acertadamente
lo ha expuesto san Ignacio: «Dondequiera que apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre,
al modo que dondequiera que estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal» [3].

2. Corresponde así a la Iglesia particular la dignidad de Iglesia de Cristo. De hecho, no se trata


de una reunión de determinadas personas que por propia iniciativa se asocian en aras de un
fin determinado, sino un don perfecto que proviene del Padre de la luz. Y tampoco ha de ser
considerada como una mera circunscripción administrativa del pueblo de Dios, pues ella
misma, a su manera, contiene y manifesta la naturaleza de la Iglesia universal que manó del
costado de Cristo crucificado, que unida a Cristo vive y crece permanentemente en la
eucaristía y es madre de los fieles; es «en su lugar, el nuevo pueblo, que Dios llamó en el
Espíritu Santo y en todo tipo de plenitud» [4].

3. No existe asamblea legítima de fieles ni comunidad en torno al altar si no es bajo el sagrado


ministerio del obispo [5]. De esta forma, la reunión de la Iglesia particular se difunde y vive en
cada grupo de fieles, al frente de los cuales el obispo coloca a sus presbíteros, para que bajo su
autoridad santifiquen y gobiernen aquella porción del rebaño del Señor que les ha sido
encomendada [6].

4. Y así como la Iglesia universal se hace presente y se manifiesta en la Iglesia particular [7], de
la misma manera las Iglesias particulares aportan los dones que poseen a las restantes partes y
a toda la Iglesia, «de manera que el conjunto y cada una de sus partes se enriquecen con el
compartir mutuo y con la búsqueda de plenitud en la unidad» [8].
II. EL OBISPO, FUNDAMENTO Y SIGNO DE COMUNIÓN
EN LA IGLESIA PARTICULAR

5. El obispo, revestido de la plenitud del sacramento del Orden, gobierna la Iglesia particular
como vicario y legado de Cristo en comunión y bajo la autoridad del romano pontífice [9].

Pues los obispos, «puestos por el Espíritu Santo, suceden a los apóstoles como pastores de las
almas [...]. Cristo, en efecto, dio a los apóstoles y a sus sucesores el mandato y la potestad de
enseñar a todas las gentes, santificar a todos los hombres y ser sus pastores. El Espíritu Santo
que han recibido ha hecho de los obispos los verdaderos y auténticos maestros de la fe,
pontífices y pastores» [10].

6. El obispo, por la predicación del Evangelio, convoca a los hombres a la fe, con la fuerza del
Espíritu, o los confirma en la fe viva, proponiéndoles íntegro el misterio de Cristo [11].

7. El obispo santifica a los fieles por medio de los sacramentos, cuya administración adecuada y
fructuosa regula con su autoridad. Él mismo dispone la administración del bautismo, por
medio del cual se concede la participación en el sacerdocio real de Cristo. Él es el ministro
originario de la confirmación; él es también dispensador de las sagradas órdenes y moderador
de la disciplina de la penitencia. Toda legítima celebración de la eucaristía está dirigida por él, y
mediante ella vive y crece continuamente la Iglesia. Con solicitud exhorta e instruye a su
pueblo para que participe plenamente, con fe y con respeto, en la liturgia y sobre todo en el
santo sacrificio de la misa [12].

8. Por el obispo, a quien acompañan los presbíteros, está presente, en medio de los creyentes,
el Señor Jesucristo, Sumo Pontífice. Pues, sentado a la derecha del Padre, no abandona nunca
la comunidad de sus pontífices, que, elegidos para apacentar la grey del Señor, son ministros
de Cristo y dispensadores de los misterio de Dios [13]. Por ello, «el obispo debe ser
considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la
vida en Cristo de sus fieles» [14].

9. El obispo, en efecto, es «el administrador de la gracia del sumo sacerdocio» [15] y de él


dependen en el ejercicio de su potestad tanto los presbíteros, que ciertamente han sido
constituidos par ser próvidos cooperadores del orden episcopal y verdaderos sacerdotes del
Nuevo Testamento, como los diáconos, que, ordenados para el ministerio, están al servicio del
pueblo de Dios en comunión con el obispo y su presbiterio; así pues, el propio obispo es el
principal administrador de los ministerios de Dios, como es también el moderador, promotor y
custodio de toda la vida litúrgica en la Iglesia que le ha sido encomendada [16]. Pues a él le
«fue conferida la tarea de ofrecer a la Divina Majestad el culto cristiano y de regularlo según
los mandamientos del Señor y las leyes de la Iglesia, que su criterio particular determinará más
tarde para su diócesis» [17].

10. El obispo gobierna la Iglesia particular que le ha sido encomendada, mediante sus consejos,
recomendaciones y ejemplos, y además con la autoridad y la potestad sagrada que recibió con
la ordenación episcopal [18] de la que se sirve para edificar a su rebaño en la verdad y en la
santidad. «Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo, como la Iglesia a Cristo y
como Jesucristo al Padre, para que todo se integre en la unidad y crezca para gloria de Dios»
[19].

III. IMPORTANCIA DE LA LITURGIA EPISCOPAL


11. La tarea del obispo, como doctor, santificador y pastor de su Iglesia, resalta especialmente
en la celebración de la sagrada liturgia que realiza con su pueblo.

«Por eso, es necesario que todos concedan gran importancia a la vida litúrgica de la diócesis en
torno al obispo, sobre todo en la iglesia-catedral, persuadidos de que la principal
manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo santo
de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma eucaristía, en una
misma oración, junto al único altar, que el obispo preside rodeado de su presbiterio y sus
ministros» [20].

12. En consecuencia, las celebraciones sagradas presididas por el obispo manifiestan el


misterio de la Iglesia en el que Cristo está presente; no son, por tanto, un simple adorno
ceremonial. Además, es conveniente que tales celebraciones sirvan de modelo para toda la
diócesis y destaquen por la activa participación del pueblo. Por tanto, la comunidad reunida
tome parte en estas celebraciones con el canto, el diálogo, el silencio sagrado, la atención
interna y la participación sacramental.

13. En determinadas ocasiones y en las fechas más relevantes del año litúrgico prepárense
estas celebraciones, que son manifestación plena de la Iglesia particular, e invítese a ellas al
pueblo de los diferentes lugares de la diócesis y, en la medida de lo posible, a los presbíteros.
Para que lo fieles y presbíteros que han de venir de todas las partes puedan reunirse más
facilmente, anúnciense tales celebraciones varias veces, en diversos lugares de la diócesis.

14. En estas reuniones, extiéndase la caridad de los fieles a la Iglesia universal y estimúlese en
ellos el aridente servicio del Evangelio y de los hombres.

IV. EL OFICIO DE PREDICAR QUE CORRESPONDE AL OBISPO

15. Entre los principales oficios del obispo destaca la predicación del Evangelio. El obispo es, en
efecto, predicador de la fe, que lleva nuevos discípulos a Cristo y es el maestro auténtico, o
sea, dotado de la autoridad de Cristo, que predica, al pueblo que le ha sido confiado, la fe que
ha de ser creída y la conducta que se debe observar; e ilumina con la luz del Espíritu Santo,
sacando del tesoro de la revelación lo nuevo y lo viejo, hace que dé fruto, y su vigilancia aleja
los errores que amenazan a su rebaño [21].

Cumple el obispo tal cometido en la sagrada liturgia, al hacer la homilía en la misa, en las
celebraciones de la Palabra de Dios y, dado el caso, en Laudes y Vísperas, y también cuando
imparte la catequesis y cuando exhorta en la celebración del sacramentos y sacramentales.

16. Esta predicación tiene «como fuentes principales la Sagrada Escritura y la liturgia, ya que es
un anuncio de las maravillas de Dios en la historio de la salvación, es decir del misterio de
Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, sobre todo en las celebraciones
litúrgicas» [22].

17. Así como la predicación es un oficio propio del obispo, los demás ministros sagrados solo lo
realizan en su nombre, y corresponde al obispo hacer él mismo la homilía cuando preside la
acción litúrgica. El obispo predicará sentado en la cátedra, con mitra y báculo, a no ser que
considere conveniente otra cosa.

__________
[1] CONCILIO VATICANO II, Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia,
Christus Dominus, n. 11; cf. Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 23.

[2] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 26.

[3] SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los esmirniotas, 8, 2: ed. Funk I, p. 283 (ed. BAC 629,
p. 413).

[4] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 26.

[5] Cf. ibíd., n. 26

[6] Cf. ibíd., nn. 26, 28; Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 41.

[7] Cf. CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium, n. 23.

[8] Ibíd., n. 13.

[9] Cf. ibíd., nn, 26, 27; Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia, Christus
Dominus, n. 3.

[10] CONCILIO VATICANO II, Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia,
Christus Dominus, n. 2.

[11] Cf. ibíd., n. 12.

[12] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 26;
Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia, Christus Dominus, n. 15.

[13] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 21.

[14] CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, n.
41.

[15] Oración de la ordenación episcopal en rito bizantino; Euchologion to mega, Roma 1873, p.
139; CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 26.

[16] Cf. CONCILIO VATICANO II, Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia,
Christus Dominus, n. 15.

[17] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 26.

[18] Cf. ibíd., n. 21; Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia, Christus
Dominus, n. 3.

[19] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 27.

[20] CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, n.
41.

[21] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 25.
[22] CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, n.
35.

CAPÍTULO II

OFICIOS Y MINISTERIOS
EN LA LITURGIA EPISCOPAL

18. En toda comunidad congregada «en torno al altar, presidida por el ministerio sagrado del
obispo», se manifiesta «el símbolo de aquel gran amor y de la unidad del Cuerpo místico, sin la
que no puede uno salvarse» [23].

Es muy conveniente, por tanto, que siempre que el obispo participe en alguna acción litúrgica
en la que el pueblo está congregado, sea él quien presida la celebración, por estar investido de
la plenitud del sacramento del Orden. Esto se hace no para acrecentar la solemnidad externa
del rito, sino para significar más evidentemente la luz del misterio de la Iglesia.

También conviene que el obispo asocie a los presbíteros a la celebración.

Si el obispo preside la eucaristía sin celebrarla, será él quien modere la liturgia de la Palabra y
quien concluya la misa con el rito de despedida [24], según las indicaciones que se dan más
abajo, nn. 176-185.

19. En la asamblea reunida para celebrar la liturgia, sobre todo cuando preside el obispo, cada
uno tiene el derecho y la obligación de cumplir su propio cometido conforme a su orden y su
función. Por ello, todos, tanto los ministros como los fieles, al desempeñar su propio oficio,
harán todo y solo aquello que les corresponda [25]. De este modo, la Iglesia se manifiesta en
sus diferentes órdenes y ministerios, como un cuerpo, cuyos diversos miembros constituyen
una unidad [26].

Los presbíteros

20. Los presbíteros, aun cuando no poseen la plenitud del sacerdocio y dependen del obispo
en el ejercicio de su potestad, están vinculados a él en la dignidad sacerdotal.

Ellos, próvidos cooperadores del orden episcopal y su ayuda e instrumento, llamados a servir
al pueblo de Dios, forman junto a su obispo un único presbiterio, y bajo su autoridad santifica y
rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada [27].

21. Se recomienda vivamente, por lo tanto, que en las celebraciones litúrgicas, el obispo tenga
presbíteros que lo asistan. Más aún, que cuando el obispo preside la eucaristía, los presbíteros
concelebren con él, para significar el misterio de unidad de la Iglesia por medio de la eucaristía
y para mostrarse ante la comunidad como el presbiterio del obispo.

22. Los presbíteros que participan en las celebraciones episcopales realizarán, solamente,
aquello que le corresponde a los presbíteros [28]; pero en ausencia de diáconos, podrán suplir
algunas funciones del diácono, aunque nunca revestidos con las vestiduras de este.

Los diáconos
23. Los diáconos ocupan el primer lugar entre los ministros, pues ya desde los primeros
tiempos de la Iglesia este orden fue tenido en gran consideración. Los diáconos, varones de
buena fama y llenos de sabiduría [29], deberán comportarse, con la ayuda de Dios, de manera
tal que sean reconocidos como auténticos discípulos [30] de aquel que no ha venido a ser
servido sino a servir [31], y que en medio de sus discípulos estuvo como el que sirve [32].

24. Fortalecidos por el don del Espíritu, prestan ayuda al obispo y a su presbiterio en el
ministerio de la Palabra, del altar y de la caridad. Como ministros del altar, anuncian el
Evangelio, ayudan en la celebración del sacrificio y distribuyen el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Los diáconos consideran al obispo como un padre, y préstenle su ayuda como al mismo Señor
Jesucristo, Pontífice eterno, presente en medio de su pueblo.

25. En las celebraciones litúrgicas corresponde al diácono asistir al celebrante; servir en el


altar, también con el libro o el cáliz; dirigir la asamblea de los fieles con oportunas moniciones;
proponer las intenciones de la oración universal.

En ausencia de otros ministros, él mimo desempeña las otras tareas, si fuera necesario [33].

En el caso de que el altar no estuviera orientado hacia el pueblo, el diácono se colocará


siempre de cara a la asamblea para pronunciar las moniciones.

26. En las celebraciones litúrgicas presidas por el obispo, de ordinario, los diáconos serán al
menos tres: uno se ocupará del Evangelio y de altar, y dos asistirán al obispo. Si hubiera más,
se distribuirán las tareas entre ellos [34], y al menos uno se ocupará de la participación activa
de los fieles.

Los acólitos

27. En el servicio del altar, el acólito tiene una funciones propias, que él ha de cumplir, aun
cunado estén presentes otros ministros de orden superior.

28. El acólito ha sido instituido para ayudar al diácono y servir al sacerdote. A él le corresponde
cuidar del servicio del altar y asistir al diácono y al sacerdote en las acciones litúrgicas,
especialmente en la celebración de la misa. Será además cometido de los acólitos, en su
calidad de ministros extraordinarios, distribuir la sagrada comunión, conforme a las normas del
derecho.

Cuando sea necesario, él instruirá a los que le ayudan en las acciones litúrgicas llevando el
libro, la cruz, los ciriales, el incensario, o a los que cumplen otras tareas semejantes. Además,
es deseable que ne las celebraciones presididas por el obispo, los acólitos sean ministros
ritualmente instituidos y, si son varios, se repartan entre ellos las tareas [35].

29. Para poder cumplir estas tareas con mayor dignidad, el acólito participará en la sagrada
eucaristía con piedad cada día más ardiente, se alimentará de ella y adquirirá un conocimiento
más profundo de ella. Además, procure captar el sentido profundo y espiritual de lo que
realiza, de tal manera que cada día su entrega a Dios sea completa y esto le lleve a crecer en
un sincero amor al Cuerpo místico de Cristo, que es el pueblo de Dios, sobre todo en los
débiles y en los enfermos.

Los lectores
30. En la celebración litúrgica el lector tiene el oficio propio que debe cumplir él mismo,
aunque estén presentes otros ministros de orden superior [36].

31. El lector, que es el primero entre los ministros inferiores que aparece en la historia, y se
encuentra en todas las Iglesias y siempre se ha conservado, ha sido instituido para ejercer su
oficio propio, que es leer la Palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por ello, proclama las
lecturas en la misa y en otras acciones sagradas, excepto el Evangelio; en ausencia del salmista,
recita el salmo responsorial; en ausencia del diácono, pronuncia las intenciones de la oración
universal.

Además, si fuere necesario, cuide la preparación de los fieles, para que puedan leer la Sagrada
Escritura en las acciones litúrgicas. Igualmente, en las celebraciones presididas por el obispo,
es conveniente que lean lectores ritualmente instituidos y que, si son varios, se distribuyan las
lecturas entre ellos [37].

32. Recordando la dignidad de la Palabra de Dios y la importancia de su oficio, cuide siempre


una buena entonación y pronunciación, para que los participantes puedan escuchar con
claridad la Palabra de Dios.

Cuando anuncia a otros la Palabra divina, con docilidad, él mismo recíbala y medítela con
atención, para testimoniarla con su vida.

El salmista

33. Dado que los cantos entre las lecturas tienen una gran importancia litúrgica y pastoral,
conviene que en las celebraciones presididas por el obispo, sobre todo en la iglesia-catedral,
haya un salmista o cantor del salmo u otro canto bíblico, así como el Gradual y el Aleluya, de
forma responsorial o directa; para que, de esta manera, los fieles encuentren ayuda adecuada
para el canto y para meditar el sentido de los textos [38].

El maestro de ceremonias

34. La celebración, sobre todo si es el obispo quien la preside, para que pueda destacar por la
dignidad, la sencillez y el orden, necesita un maestro de ceremonias que se encargue de
prepararla y dirigirla, en íntima colaboración con el obispo y con todos aquellos que tienen
algún cometido que cumplir, sobre todo desde el punto de vista pastoral.

El maestro de ceremonias deber ser verdaderamente experto en sagrada liturgia, en su


historia, su naturaleza, sus leyes y preceptos; pero también deber ser experto en temas
pastorales, de modo que sea capaz de organizar las celebraciones sagradas, para facilitar una
fructuosa participación del pueblo y promover también su digna realización.

Cuide que se respeten las normas de las celebraciones sagradas, conforme a su verdadero
espíritu, y vele también por las legítimas tradiciones de la Iglesia particular que resulten
pastoralmente provechosas.

35. Coordine oportunamente a los cantores, ayudantes, ministros y celebrantes en todo lo que
haya que hacer y decir; aunque dentro de la celebración actúe con la máxima discreción; no
diga nada innecesario, no ocupe el lugar de los diáconos y de los ayudantes, junto al celebre, y,
finalmente, realice todo con piedad, paciencia y diligencia.
36. El maestro de ceremonias llevará alba o vestidura talar con sobrepelliz. En el caso de que
haya recibido la ordenación de diácono, podrá ir revestido, durante la celebración, con la
dalmática y con el resto de vestiduras de su orden.

El sacristán

37. Junto con el maestro de ceremonias, aunque en segundo lugar, el sacristán prepara las
celebraciones del obispo. Disponga con cuidado los libros para proclamar la Palabra de Dios y
recitar las oraciones, los ornamentos y todo aquello que sea necesario para la celebración.
Ocúpese de hacer sonar las campanas para las celebraciones sagradas. Procure mantener el
silencio y el decoro en la sacristía y en la sacristía mayor. Conserve en las mejores condiciones
el ajuar procedente de la tradición local, sin minusvalorarlo. Cuando haya que proceder a la
adquisición de elementos nuevos, elíjanse conforme a los criterios del arte actual, aunque
evitando el mero afán de novedades.

38. El cuidado del lugar para las celebraciones sagradas reclama, en primer término, una
exquisita limpieza del suelo, en las paredes y en todas las imágenes y objetos que se utilizan o
están a la vista. Evítese en la ornamentación tanto lo suntuoso como lo mezquino a fin de
observar las importantes normas artísticas de noble sencillez y buen gusto. Valórese lo que
debe admitirse y el modo de disponer lo característico de los pueblos y las tradiciones locales,
«siempre que es´te al servicio de los templos y ritos sagrados con el debido respeto y honor»
[39].

El ornato de la Iglesia deberá ser tal que se perciba como signo de amor y reverencia hacia
Dios; deberá inspirar en el pueblo de Dios el sentido propio de las fiestas y la alegría de
corazón y la piedad.

El coro y los músicos

39. Todos aquellos que de modo especial participan en el canto y en la música sagrada, se el
maestro de coro, sena los cantores, sea el organista u otros, observen cuidadosamente lo que
sobre estos oficios se indica en los libros litúrgicos y en otros documentos publicados por la
Sede Apostólica [40].

40. Los músicos tengan siempre presente, sobre todo, las nomas que tiene que ver con la
participación del pueblo en el canto. Además tengan cuidado para que el canto manifieste el
sentido universal de las celebraciones que preside el obispo; por ello, los fieles sean capaces de
recitar o de cantar las partes del ordinario de la misa que les corresponden, tanto en lengua
vernácula como en latín.

41. Desde el Miércoles de Ceniza hasta el himno Gloria de la Vigilia pascual y en las
celebraciones de difuntos, el sonido del órgano y de los demás instrumentos musicales se
limitará a sostener el canto [41]. Se exceptúan de esta norma el domingo Lætare (IV domingo
de Cuaresma), las solemnidades y fiestas.

Terminado el himno Gloria de la misa en la Cena del Señor, hasta el momento en que se cante
dicho himno en la Vigilia pascual, el órgano y los demás instrumentos musicales solo se
utilizarán para sostener el canto.

En el tiempo de Adviento, los instrumentos musicales se emplearán con la moderación que


conviena al carácter de gozosa expectación de este tiempo, pero sin anticipar la alegría plena
de la Natividad del Señor.
__________

[23] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 26.

[24] Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Instrucción para simplificar los ritos y las
insignias pontificales, Pontificales ritus (21.VI.1968), n. 24: AAS 60 (1968), p. 410.

[25] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 28.

[26] Cf. ibíd., n. 26.

[27] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 28.

[28] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 28.

[29] Cf. Hch 6, 3.

[30] Cf. Jn 13, 35.

[31] Cf. Mt 20, 28.

[32] Cf. Lc 22, 27.

[33] Cf. Misal Romano, Ordenación general, nn. 109, 171.

[34] Cf. íbid., n. 109.

[35] Cf. PABLO VI, Carta apostólica Ministeria quædam (15.VIII.1972), n. VI: AAS 64 (1972), p.
532.

[36] Cf. Misal Romano, Ordenación general, n. 99.

[37] Cf. PABLO VI, Carta apostólica Ministeria quædam (15.VIII.1972), n. V: AAS 64 (1972), p.
532; Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la misa, Prænotanda, nn. 51-55; Liturgia de
las Horas, Ordenación general, n. 259.

[38] Cf. Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la misa, Prænotanda, nn. 19-20, 56.

[39] CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, n.
123.

[40] Cf. Misal Romano, Ordenación general, principalmente nn. 32, 39, 44, 103, 104, 309, 312,
313, 352, 367; Ordo Cantus Missæ, Prænotanda; Liturgia de las Horas, Ordenación general, nn.
268-284; Ritual Romano, Ritual de la Iniciación cristiana de adultos, Prænotanda, n. 33; Ritual
de la sagrada comunión y del culto a la eucaristía fuera de la misa, nn. 12, 104; Ritual de la
Penitencia, nn. 24, 36; Ritual de la Unción y de la pastoral de enfermos, n. 38 d; Ritual de
Exequias, n. 12; Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Instrucción Musicam sacram
(5.III.1967): AAS 69 (1967), pp. 300-320; Congregación para los Obispos, directorio para el
ministerio pastoral de los obispos, Apostolorum Successores, 2004[2], n. 152 c.
[41] SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Instrucción Musicam sacram (5.III.1967), n. 66: AAS
69 (1967), pp. 319.

CAPÍTULO IV

ALGUNAS NORMAS GENERALES

55. El Concilio Vaticano II enseña que se debe tener cuidado para que los ritos destaquen por
su noble sencillez [52]. Esto vale también, como es natural, para la liturgia episcopal, sin
desdeñar por ello la veneración y el respeto debidos al obispo, en el que se hace presente el
Señor Jesús en medio de los creyentes y del que, como gran sacerdote, en cierto modo, deriva
y depende la vida de los fieles [53].

Además, dado que en las celebraciones litúrgicas presididas por el obispo participan personas
de diferentes grados de la Iglesia, quedando de manifiesto más claramente su misterio, deberá
destacar la caridad y el mutuo respeto entre los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo,
para llevar a efecto, también en la liturgia, el mandato del Apóstol: «Que cada cual estime a los
otros más que a sí mismo» [54].

Pero antes de pasar a detallar cada uno de los ritos, parece razonable anteponer algunas
normas aprobadas por la tradición y que conviene observar.

I. LAS VESTIDURAS Y LAS INSIGNIAS

Las vestiduras y las insignias del obispo

56. En las celebraciones litúrgicas, las vestiduras del obispos son las mismas que las del
presbítero; pero en la celebración solemne, es conveniente que, según una antigua costumbre,
el obispo vista la dalmática debajo de la casulla, que podrá ser siempre de color blanco,
especialmente al conferir las órdenes, en la bendición del abad o la abadesa y en la dedicación
de iglesias y altares.

57. Las insignias episcopales que el obispo lleva son las siguientes: anillo, báculo pastoral,
mitra, cruz pectoral y, además, el palio, si por derecho le corresponde.

58. El obispo lleva siempre el anillo, signo de fidelidad y de vínculo nupcial con la Iglesia, su
esposa.

59. El obispo usa el báculo, signo de función pastoral, en su propio territorio. Pero, con
consentimiento del obispo local, puede utilizarlo cualquier obispo que celebra solemnemente
[55]. Cuando varios obispos participan en la misma celebración, solo utiliza báculo el obispo
que preside.

El obispo toma el báculo con su parte curva mirando hacia el pueblo, o sea, hacia adelanto; lo
lleva normalmente en la procesión, para escuchar la lectura del Evangelio, para realizar la
homilía, para recibir votos y promesas o la profesión de fe; y, también para bendecir a las
personas, salvo que deba hacer la imposición de manos.
60. El obispo utiliza normalmente la mitra, que será solamente una en cada acción litúrgica,
sencilla o adornada según el tipo de celebración [56], cuando está sentado, cuando dice la
homilía, cuando realiza saludos, alocuciones y exhortaciones, a no ser que deba quitársela
inmediatamente después; cuando bendice solemnemente al pueblo, cuando ejecuta los gestos
sacramentales y cuando avanza en procesión.

El obispo no usa la mitra en las preces introductorias, en las oraciones, en la oración universal,
en la plegaria eucarística, en la lectura del Evangelio, en los himnos que se cantan de pie, en las
procesiones en las que se lleva el Santísimo Sacramento o las reliquias de la santa cruz del
Señor, en presencia del Santísimo Sacramento expuesto. El obispo puede no usar la mitra y el
báculo cuando va de un lugar a otro, si la distancia es reducida [57].

Sobre el uso de la mitra en la administración de sacramentos y sacramentales, se tendrá en


cuenta, además, lo que se indica más adelante, en los lugares respectivos.

61. La cruz pectoral se coloca bajo la casulla [57bis], o bajo la dalmática, o bajo la capa pluvial,
pero encima de la muceta.

62. El arzobispo residencial, si ha recibido ya del romano pontífice el palio, lo lleva sobre la
casulla en el territorio de su jurisdicción, cunado celebre la misa estacional o de especial
solemnidad, también cuando realiza las ordenaciones, la bendición del abad o de la abadesa, la
consagración de vírgenes, la dedicación de una iglesia y de un altar.

Se emplea la cruz arzobispal cuando el arzobispo, una vez recibido el palio, se dirige a la iglesia
para celebrar alguna acción litúrgica [58].

63. El hábito coral del obispo, tanto en su diócesis como fuera de ella, se compone de
vestidura talar de color morado; fajín de seda morado cuyos extremos se adornan con flecos
de seda (pero no con burlas); roquete de lino o tejido similar; muceta de color morado pero sin
capucha; cruz pectoral que se pondrá sobre la muceta sostenida por un cordón de color verde
entretejido de oro; solideo de color morado; birreta del mismo color, con borla.

Cuando se lleva vestidura talar de color morado los calcetines deberán ser también de color
morado. Es facultativo llevar calcetines morados si se usa vestidura talar negra con ribete [59].

64. Solamente en la diócesis, y en las fiestas más solemnes, se puede utilizar la capa magna
morada, pero sin armiño.

Las vestiduras de los presbíteros y de los otros ministros

65. El alba es la vestidura sagrada común a todos los ministros de cualquier grado; se ajusta a
la cintura con el cíngulo, salvo que haya sido confeccionada de modo que, sin cíngulo, se ajuste
al cuerpo. Antes de ponerse el alba, si esta no cubre perfectamente la ropa habitual en torno
al cuello, se coloca el amito. El alba no podrá sustituirse con la sobrepelliz cuando se lleva
casulla o dalmática, o cuando la estola se usa en lugar de estas [60]. La sobrepelliz debe
llevarse siempre sobre la vestidura talar.

Los acólitos, los lectores y el resto de los ministros, en lugar de las vestiduras indicadas,
pueden revestirse con otras vestiduras legítimamente aprobadas.
66. La vestidura propia del presbítero celebrante, en la misa y en el resto de las acciones
sagradas vinculadas directamente con ella, es la planeta o casulla, si no se dispone otra cosa,
que se viste sobre el alba y la estola.

El sacerdote lleva la estola en torno al cuello y colgando delante del pecho.

Utiliza pluvial o capa pluvial en las acciones sagradas solemnes fuera de la misa, en las
procesiones y en otras acciones sagradas, de acuerdo con las rúbricas propias de cada uno de
los ritos [61].

Los presbíteros que participan en la celebración sagrada sin concelebrar llevan hábito coral
[62], si son prelados o canónigos; en los demás casos, sobrepelliz sobre la vestidura talar.

67. La vestidura propia del diácono es la dalmática, que se viste sobre el alba y la estola. En
caso de necesidad o por el menor rango de la solemnidad, se puede prescindir de la dalmática.
El diácono coloca la estola sobre el hombre izquierdo, la cruz sobre el pecho hacia la parte
derecha del cuerpo y allí la sujeta.

II. LOS SIGNOS DE REVERENCIA EN GENERAL

68. Con la inclinación se significa la veneración y el respeto que se otorga a las personas o
signos que la representan.

Existen dos tipo de inclinaciones: de cabeza y de cuerpo.

a) La inclinación de cabeza se hace al nombre de Jesús, de la bienaventurada Virgen María y


del santo en cuyo honor se celebra la misa o la Liturgia de las Horas.

b) La inclinación de cuerpo o inclinación profunda se hace ante altar si en él no se encuentra el


sagrario con el Santísimo Sacramento; ante el obispo, antes y después de la incensación, como
se dispone más abajo, n. 91; cuantas veces lo dispongan expresamente los diversos litúrgicos
[64].

69. La genuflexión, que se hace doblando solemnemente la rodilla derecha hasta dar con ella
en tierra, significa adoración y por eso se reserva para el Santísimo Sacramento, tanto
expuesto como reservado en el sagrario, y la santa cruz desde la solemne adoración que se
realiza durante la acción litúrgica del Viernes Santo en la Pasión del Señor, hasta el comienzo
de la Vigilia Pascual.

70. Quienes portan objetos que se van a utilizar en la celebración, como la cruz, los ciriales o el
Evangeliario, no hacen ni genuflexión ni inclinación profunda.

La veneración al Santísimo Sacramento

71. Al entrar en la iglesia, nadie descuide adorar al Santísimo Sacramento, sea acercándose a la
capilla donde se encuentra, sea, al menos, haciendo genuflexión.

Del mismo modo, harán genuflexión todos los que pasen ante el Santísimo Sacramento, salvo
que vayan procesionalmente.

La veneración al altar
72. Saludan al altar con inclinación profunda todos los que acceden al presbiterio, o se retiran
de él, o pasan por delante del altar.

73. Además, el celebrante y los concelebrantes besan el altar al comienzo de la misa, en señal
de veneración. Antes de retirarse del altar, el celebrante principal lo venera normalmente con
un beso; los demás, sobre todo si son muchos, hacen la debida reverencia.

En la celebración de Laudes y Vísperas presididas solemnemente por el obispo, también se


besa el altar al comienzo y, si es oportuno, al final.

Sin embargo, allí donde este signo no esté en plena armonía con las tradiciones o el carácter
del lugar, será la Conferencia de los obispos la que se encargue de establecer otro signo que lo
sustituya, informando de ello a la Sede Apostólica [65].

La veneración al Evangeliario

74. Durante la proclamación del Evangelio en la misa, en la celebración de la Palabra y en una


vigilia prolongada, todos permanecen de pie, normalmente, vueltos hacia el que lee.

El diácono se dirige al ambón, portando solemnemente el Evangeliario, lo preceden el


turiferario con el incensario [66] y los acólitos con los cirios encendidos [67].

El diácono, de pie en el ambón y mirando hacia el pueblo, tras saludar a este con las manos
juntas, hace la señal de la cruz con el dedo pulgar de la mano derecha, sobre el libro, donde da
comienzo el Evangelio que va a leer; luego, se signa a sí mismo en la frente, en la boca y en el
pecho, mientras dice: «Lectura del santo Evangelio». El obispo, a su vez, se signa de la misma
forma en la frente, en la boca y en el pecho, al igual que todos los demás. Después, al menos
en la misa estacional, el diácono inciensa tres veces el libro, en el centro, a izquierda y a
derecha. Luego lee el Evangelio hasta el final.

Terminada la lectura lectura, el diácono presenta el libro al obispo para que lo bese, o lo besa
él mimo, salvo que, como se dice más arriba, n. 73, la Conferencia de obispos hubiese
dispuesto un signo distinto de veneración [68].

En ausencia de diácono, el presbítero pide y recibe la bendición del obispo y proclama el


Evangelio, como se describe más arriba.

75. También todos permanecen de pie cuando se cantan o recitan los cánticos evangélicos
Benedictus, Magníficat y Nunc dimitis; al inicio de ellos, si signan con la señal de la cruz [69].

El respeto al obispo y otras personas

76. Saludan al obispo con una inclinación profunda los ministros y quienes se aproximen a él
para servirlo, o se retiran después de hacerlo, o pasan delante de él [70].

77. Cuando la cátedra del obispo se encuentra situada detrás del altar, los ministros saludan al
altar o al obispo, según se aproximen al uno o al otro. Deben evitar, en la medida de lo posible,
pasar entre el obispo y el altar, por la reverencia debida a ambos.

78. Si en el presbiterio se encuentran varios obispos, solo se hace reverencia al que preside.
79. Cuando el obispo, revestido como se describe más arriba, n. 63, se dirige a la iglesia para
celebrar alguna acción litúrgica, puede entrar en el templo, de acuerdo a las costumbres del
lugar, acompañado públicamente por los canónigos u otros presbíteros y clérigos en vestidura
coral o revestidos de sobrepelliz sobre la vestidura talar; también puede realizar el acceso a la
iglesia de manera más simple, siendo recibido en la puerta por el clero.

En ambos casos, el obispo va delante, pero si se trata de un arzobispo le precede un acólito


que lleva la cruz arzobispal con la imagen del crucificado hacia el frente; tras el obispo, van los
canónigos, los presbíteros y los clérigos, de dos en dos. A la puerta de la iglesia, el presbítero
de más dignidad le ofrece el hisopo al obispo, salvo que se haga luego la aspersión en lugar del
acto penitencial. El obispo, con la cabeza descubierta, se asperja a sí mimo y a los presentes;
después, devuelve el hisopo. Enseguida, con sus acompañantes, se dirige al lugar donde está
reservado el Santísimo Sacramento y allí ora durante unos momentos; finalmente se dirige a la
sacristía mayor.

Cabe también que el obispo se dirija directamente a la sacristía mayor, donde lo recibe el
clero.

80. En la procesión, el obispo que preside la celebración litúrgica, revestido de las vestiduras
sagradas, va siempre solo, detrás de los presbíteros; pero delante de quienes lo asisten, que
van un poco detrás de él.

81. El obispo que preside la celebración sagrada o que solo participa revestido de hábito coral
es asistido por dos canónigos revestidos también de su propio hábito coral, o por presbíteros,
o por diáconos son sobrepelliz sobre el hábito talar.

82. Si el jefe de Estado acude a la liturgia por su oficio, es recibido a la puerta de la iglesia por
el obispo ya revestido, y si es católico y se juzga conveniente, el obispo ofrece agua bendita, lo
saluda según se acostumbra, avanza a su izquierda y lo conduce al lugar destinado en la iglesia,
fuera del presbiterio. Concluida la celebración, lo saluda cuando se retira.

83. Otras autoridades, bien sean jefes de Gobierno de la nación, de la región o de la ciudad,
son recibidos, si tal es la costumbre, a la puerta de la iglesia, según los usos locales, por alguna
dignidad eclesiástica que los saluda y conduce al lugar reservado para ellos. El obispo, a su vez,
puede saludarlos mientras se dirige al altar en la procesión de entrada y cuando se retira.

III. LA INCENSACIÓN

84. El rito de la incensación expresa reverencia y oración, como se indica en el Salmo 140, 2 y
en el Apocalipsis 8, 3.

85. La materia que se pone en el incensario debe ser solo incienso puro de suave olor y, si se le
añado algo, cuídese que la cantidad de incienso sea mucho mayor.

86. En la misa estacional del obispo se utiliza el incienso:

a) durante la procesión de entrada;

b) al comienzo de la misa, para incensar el altar;

c) en la procesión y proclamación del Evangelio;


d) en el ofertorio, para incensar los dones, el altar, la cruz, al obispo, a los concelebrantes y al
pueblo;

e) en la elevación de la hostia y del cáliz, tras la consagración.

En las demás misas puede utilizarse el incienso, si se considera oportuno [71].

87. Igualmente, se utiliza el incienso, tal y como se indica en los libros litúrgicos:

a) en la dedicación de una iglesia y de un altar;

b) en la confección del sagrado crisma, cuando se llevan los óleos bendecidos;

c) en la exposición del Santísimo Sacramento con la custodia;

e) en las exequias de difuntos.

88. Además, se utiliza habitualmente el incienso en las procesiones en la Presentación del


Señor, el Domingo de Ramos, en la Cena del Señor, en la Vigilia Pascual, en la solemnidad del
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, en la solemne traslación de reliquias y, en general, en las
procesiones que se hacen con solemnidad.

89. En las celebraciones solemnes de Laudes y Vísperas se puede incensar el altar, al obispo y
al pueblo, mientras se canta el cántico evangélico.

90. El obispo se sienta para poner incienso en el incensario cuando está en la cátedra o en otra
sede; si no, lo pone estando en pie, de la naveta [72] que el diácono le ofrece, y lo bendice con
la señal de la cruz, sin decir nada [73].

Después, el diácono recibe el incensario del acólito y lo entrega al obispo [74].

91. Antes y después de la incensación se hace una reverencia profunda a la persona u objeto
que se inciensa, a excepción del altar y de las ofrendas para el sacrificio de la misa [75].

92. Según la tradición propia de las diócesis de España, se inciensan con tres movimientos
dobles de incensario el Santísimo Sacramento, las reliquias de la santa cruz y las imágenes del
Señor expuestas solemnemente, las ofrendas, la cruz del altar, el Evangeliario, el cirio pascual,
al obispo o al presbítero celebrante, a la autoridad civil que por su oficio asista a la celebración
sagrada, al coro, al pueblo y al cuerpo del difunto.

Con dos movimientos dobles se inciensan las reliquias y las imágenes de los santos expuestas a
la pública veneración.

93. El altar se inciensa con movimientos sencillos de incensario, de este modo:

a) si el altar está separado de la pared, el obispo lo inciensa rodeándolo;

b) si el altar no está separado de la pared, el obispo, yendo desde un lado hasta el otro,
inciensa primero la parte derecha del altar y luego la izquierda.

Si la cruz está situada sobre el altar o junto a él, se inciensa antes que el altar; en caso
contrario, el obispo la inciensa cuando pase ante ella [76].
Las ofrendas se inciensan antes que el altar y la cruz.

94. El Santísimo Sacramento se inciensa estando el obispo arrodillado.

95. Las reliquias y las imágenes sagradas expuestas a la pública veneración se inciensan
después del altar; en la misa, únicamente al comienzo de la celebración.

96. El obispo, tanto en el altar como en la cátedra, recibe la incensación de pie y sin mitra,
salvo que ya la tenga puesta.

El diácono inciensa a todos los concelebrantes al mismo tiempo.

Por último, el diácono inciensa al pueblo desde el lugar más apropiado. Los canónigos no
concelebrantes, si los hubiera, o quienes ocupan el coro son incensados a la vez que el pueblo,
salvo que la disposición del espacio aconseje otra cosa.

Lo mismo vale para los obispos que puedan estar presentes.

97. El obispo que preside la misa pero no la celebra es incensado tras el celebrante o los
concelebrantes.

Tras el obispo, si tal es la costumbre, se inciensa al jefe del Estado que por su oficio asiste a la
celebración sagrada.

98. Antes de que finalice la incensación, no diga el obispo las moniciones o las oraciones que
todos deben oír.

IV. MODO DE DAR EL SIGNO DE LA PAZ

99. El obispo celebrante, una vez que el diacono dice: «Daos fraternalmente la paz», da el
saludo de paz, al menos, a los dos concelebrantes más cercanos a él y, después, al primero de
los diáconos.

100. Mientras tantos, los concelebrantes, los diáconos, y los demás ministros, también los
obispos que pudieran estar presentes, se dan mutuamente el signo de la paz, de la misma
manera.

El obispo que preside la celebración sagrada, pero no celebra la misa, da la paz a los canónigos,
o presbíteros, o diáconos, que lo asisten.

101. También, los fieles se dan el saludo de paz de la forma establecida por las respectivas
Conferencias de obispos.

102. Si el jefe del Estado asiste a la celebración sagrada por razón de su cargo, es el diácono o
uno de los concelebrantes quien se acerca y le da el signo de paz, según las costumbres
locales.

103. Mientras se da el signo de paz, puede decirse: «La paz sea contigo», a lo que se responde:
«Y con tu espíritu». Pero se pueden utilizar otras expresiones de acuerdo a las costumbres
locales.
V. MODO DE PONER LAS MANOS

Las manos elevadas y extendidas

104. Es tradición en la Iglesia que los obispos y los presbíteros dirijan sus oraciones a Dios en
pie y con las manos un poco elevadas y extendidas.

Encontramos ya este modo de orar en la tradición del Antiguo Testamento [77] y así fue
adoptado por los cristianos en memoria de la Pasión del Señor. «Pero nosotros no solo
levantamos (las manos), también las extendemos y, acompasándonos a la Pasión del Señor,
orando confesamos a Cristo» [78].

Las manos extendidas sobre las personas o las cosas

105. El obispo tiene las manos extendidas sobre el pueblo, en el momento de impartir la
bendición solemne y siempre que venga exigido en la celebración de los sacramentos y
sacramentales, como se indica en su lugar en los libros litúrgicos.

106. En la misa, el obispo y los concelebrantes tienen las manos extendidas sobre las ofrendas
durante la epíclesis antes de la consagración.

Durante la consagración, mientras el obispos sostiene en sus manos la hostia o el cáliz y dice
las palabras consagratorias, los concelebrantes dicen las palabras del Señor y, si parece
oportuno, extienden la mano derecha hacia el pan y hacia el cáliz [79].

Las manos juntas

107. El obispo, salvo que lleve el báculo pastoral, tiene las manos juntas [80] cuando, revestido
de las vestiduras sagradas, se dirige a celebrar la acción litúrgica, mientras ora arrodillado,
cuando se traslada del altar a la cátedra o de la cátedra al altar y cuando así los dispongan las
rúbricas de los libros litúrgicos.

Igualmente los concelebrantes y los ministros tienen las manos juntas cuando se desplazan de
un lugar a otro o están en pie, si no llevan nada.

Otros modos de poner las manos

108. Cuando el obispo se signa o bendice [81], coloca sobre el pecho la mano izquierda salvo
que tenga que llevar algo. Cuando está situado en el altar y con su mano derecha tiene que
bendecir las ofrendas o alguna otra cosa, coloca la izquierda sobre el altar, si no se dispone de
otro modo.

109. Cuando el obispo está sentado, revestido con las vestiduras litúrgicas, coloca las palmas
sobre las rodillas, salvo que tenga el báculo pastoral.

VI. USO DEL AGUA BENDITA

110. Todos los que entran en la iglesia, siguiendo una loable costumbre, signan con la señal de
la cruz, con la mano mojada en agua bendita, que toma de una pila preparada, para
rememorar el bautismo.
111. Cuando el obispo entra en la iglesia, el más importante de entre el clero de la Iglesia le
ofrece, si ha lugar, el agua bendita tendiéndole el hisopo, con el cual el obispo se asperja a sí
mismo y a quienes lo acompañan. Después, el obispo devuelve el hisopo.

112. Todo lo anterior se omite si el obispo entra ya revestido en la iglesia y cuando en la misa
dominical se realiza el rito de la aspersión en lugar del acto penitencial.

113. De la aspersión al pueblo que se hace en la Vigilia pascual, y en la dedicación de una


iglesia, se hablará más adelante, nn. 369 y 872.

114. La aspersión de los objetos que se bendicen se realiza según las normas de los libros
litúrgicos.

VII. SOBRE EL CUIDADO DE LOS LIBROS LITÚRGICOS


Y EL MODO DE PRONUNCIAR LOS DIVERSOS TEXTOS

115. Los libros litúrgicos han de ser tratados con cuidado y respeto, porque de ellos se
proclama la Palabra de Dios y la oración de la Iglesia. Por tal motivo, debe procurarse, sobre
todo en las celebraciones litúrgicas que realiza el obispo, tener a disposición los libros
litúrgicos oficiales en su edición más reciente, impecables y dignos en tipografía y
encuadernación.

116. Tanto el obispo como los ministros u otros que hayan de proclamar los textos lo deben
hacer con voz clara y alta, y su tono se debe adecuar al carácter del propio texto, según se
trate de una lectura, una oración, una exhortación, una aclamación o un canto; y se adecuará
también a la forma de la ceelbración y a la solemnidad de la asamblea.

117. En las rúbricas y normas que siguen, las palabras decir, recitar, proclamar deben
entenderse referidas bien sea al canto o a la recitación, respetando los principios recogidos en
cada uno de los libros litúrgicos [82] y en las normas que se irán dando más adelante, en los
lugares respectivos.

118. Los términos cantar o decir, que más adelante se utilizarán con frecuencia, han de
entenderse referidos al canto, salvo que exista algún motivo que aconseje no hacerlo.

__________

[52] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 34.

[53] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 21;
Constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 41.

[54] Rom 12, 10.

[55] Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Instrucción para simplificar los ritos y las
insignias pontificales, Pontificales ritus (21.VI.1968), n. 19; AAS 60 (1968), pp. 410.

[56] Cf. ibíd., n. 18: AAS 60 (1968), p. 410.

[57] Cf. ibíd., n. 31: AAS 60 (1968), p. 411.


[57bis] Sobre esto: CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS
SACRAMENTOS, «Notificación», en Notitiæ, 35 (1997), p. 280.

[58] Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Instrucción para simplificar los ritos y las
insignias pontificales, Pontificales ritus (21.VI.1968), n. 20; AAS 60 (1968), pp. 410.

[59] Cf. SECRETARÍA DE ESTADO, Instrucción sobre las vestiduras, títulos e insignias de los
cardenales, los obispos y los prelados de menor rango, Ut sive sollicite (31.III.1969), n. 4: AAS
61 (1969), p. 335.

[60] Cf. Misal Romano, Ordenación general, n. 336.

[61] Cf. íbid., nn. 337, 340, 341.

[62] Cf. infra nn. 1207-1209.

[63] Cf. Misal Romano, Ordenación general, nn. 338, 119 b, 340.

[64] Cf. ibíd., n. 275.

[65] Cf. ibíd., nn. 251 y 273.

[66] Cf. ibíd., nn. 132-134, 175; conforme al uso romano, cuando el turiferario avanza en
procesión, «debe tener las manos elevadas a la misma altura y llevar el incensario con la
derecha; introducirá el dedo pulgar de dicha mano por el anillo mayor y con el dedo corazón
sostendrá y controlará el anillo menor de la cadena para levantar la tapa que cubre; con la
mano izquierda sostendrá por su pie la naveta con el incienso y la cucharilla» (Ceremonial de
los obispos, ed. 1886, I, XI, 7).

[67] Cf. Misal Romano, Ordenación general, nn. 133, 175; según el modo romano, los acólitos
«tomarán los ciriales con la mano derecha de forma que el que avanza por la parte derecha
sujetará con la mano izquierda el pie del candelabro y con la derecha el nudo central del
candelabro, y quien avanza por la parte izquierda colocará la derecha en el pie y la izquierda en
el nudo» (Ceremonial de los obispos, ed. 1886, 1, XI, 8).

[68] Cf. Misal Romano, Ordenación general, nn. 175, 273.

[69] Cf. Liturgia de las Horas, Ordenación general, n. 266 b.

[70] Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Instrucción para simplificar los ritos y las
insignias pontificales, Pontificales ritus (21.VI.1968), n. 25; AAS 60 (1968), pp. 411.

[71] Cf. Misal Romano, Ordenación general, n. 276.

[72] Pueden presentarse ante el obispo dos acólitos que lleven el incensario y la naveta o uno
solo que lleve ambas cosas: en la izquierda el incensario con las brasas encendidas y en la
derecha la naveta con el incienso y la cucharilla (cf. Ceremonial de los obispos, ed. 1886, I,
XXIII, 1).

[73] Cf. Misal Romano, Ordenación general, n. 227. El diácono recibe de mano del acólito la
naveta semiabierta, con la cucharilla que hay dentro, y la ofrece al obispo. El obispo toma la
cucharilla, coge con ella por tres veces incienso de la naveta y por tres veces lo deposita en el
incensario. Hecho esto y devuelta la cucharilla al ministro, el obispo hace la señal de la cruz
con la mano derecha sobre el incienso del incensario (cf. Ceremonial de los obispos, ed. 1886,
I, XXIII, 1-2).

[74] El diácono «devuelve la naveta al acólito de quien toma el incensario, que presenta al
obispo colocando el punto superior de las cadenas en la mano izquierda del propio obispo y el
incensario en la derecha» (cf. Ceremonial de los obispos, ed. 1886, I, IX, 1).

[75] Quien inciensa «toma con la mano izquierda y por la parte superior las cadenillas que
sostienen el incensario y con la mano derecha toma estas mismas cadenillas recogidas cerca
del incensario y lo mantiene en una postura tal que le resulte cómodo acercarlo y alejarlo de
él». «Tenga cuidado en comportarse con seriedad y dignidad sin balancearse ni mover la
cabeza siguiendo el vaivén del incensario. La mano izquierda, que sostiene el incensario por su
parte superior, estará fija y quieta ante el pecho, y el bazo y la mano derecha se moverán
cómodamente con los movimientos del incensario» (cf. Ceremonial de los obispos, ed. 1886, I,
XXIII, 4 y 8).

[76] Cf. Misal Romano, Ordenación general, n. 227.

[77] Cf. Éx 9, 29; Sal 27, 2; 62, 5; 133, 3; Is 1, 15.

[78] Tertuliano, De oratione, 14: CCL 1, 265; PL 1, 1273.

[79] Cf. Misal Romano, Ordenación general, nn. 222 a, c; 227 a, c; 230 a, c; 233 a, c. Para la
epíclesis previa a la consagración, las manos se extienden de manera que las palmas estén
abiertas hacia la ofrenda y sobre ellas (cf. Misal Romano, ed. 1962, Ritus servandus in
celebratione Missæ, VIII, 4). Durante la consagración, la palma de la mano derecha estará
dirigida hacia el lado (cf. Notitiæ, I, 1965, p. 143).

[80] La expresión «manos juntas» debe entenderse así: «Tener las palmas extendidas y a la vez
unidas ante el pecho, con el pulgar de la mano derecha colocado sobre el pulgar de la
izquierda en forma de cruz» (Ceremonial de los obispos, ed. 1886, I, XIX, 1).

[81] «Al signarse dirige hacia sí la palma de la mano derecha y con todos los dedos unidos y
extendidos forma la señal de la cruz desde la frente al pecho y de hombro izquierdo al
derecho. Por el contrario, si bendice a otros o alguna cosa, dirige el dedo meñique hacia lo que
ha de bendecir u al dar la bendición extiende completamente la mano derecha con todos los
dedos unidos y extendidos» (cf. Misal Romano, ed. 1962, Ritus servandus in celebratione
Missæ, III, 5).

[82] Cf. Por ejemplo: Misal Romano, Ordenación general, nn. 38-39; Liturgia de las Horas,
Ordenación general, nn. 267-284; SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Instrucción Musicam
sacram (5.III.1967), nn. 5-12: AAS 59 (1967), pp. 301-303; SAGRADA CONGREGACIÓN PARA EL
CULTO DIVINO, Carta circular sobre las plegarias eucarísticas, Eucharistiæ participationem
(27.IV.1973), n. 17: AAS 65 (1973), pp. 346-347.

También podría gustarte