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Juan Rulfo y El Llano en llamas

La distinción mallarmeana entre el estado bruto y el estado esencial de la palabra,


expresiva, en el ámbito poético, de la revalorización de la intuición y de la vida
interior frente al positivismo de fines del siglo pasado, abrió caminos nuevos a la
comprensión del hecho literario, tal como éste fue evolucionando a lo largo del
presente siglo con el peso creciente de la subjetividad y de la angustia del hombre
moderno en el enfoque de la realidad, de la vida. «Un désir —decía Mallarmé—
indéniable a mon temps est de séparer comme en vue d'attributions différentes le
double état de la parole, brut ou inmédiat ici, la essentiel». La palabra bruta se refiere
a las cosas directamente: narrar, enseñar, describir, nos da la mera presencia de las
cosas, su representación. La palabra esencial, en cambio, elude representación externa,
penetra las cosas, y por eso es siempre alusiva, sugestiva, evocadora. La palabra bruta
es la de los sentidos; la esencial es la del pensamiento, la de la meditación; de ahí que
el lenguaje del pensamiento sea el lenguaje poético. La idea ha de ser la preocupación
del poeta, pues sólo así elude la informe invasión de las cosas y se acerca a la plenitud
de su significación y de su sentido. Con la visión poética no nos alejamos del mundo;
simplemente nos liberamos de su opaca inmediatez, de la banalización de lo cotidiano,
para alcanzar a mostrarlo en una experiencia más rica y llena de contenido.
Sólo en ese sentido se puede hablar, como se viene haciendo en relación con la
literatura más moderna, de una destrucción de lo «real»; en verdad, sólo es destrucción
de lo externo, de lo dado en la vida cotidiana. En el gran arte, la imagen se convierte
en una negación vivificante, pues expresa el trabajo ideal del pensamiento por el cual
el hombre niega la naturaleza inmediata —hay que cuestionar las apariencias si
queremos comprender el mundo— y la eleva a un nivel superior para conocerla más
profundamente, libre de su escoria, en su profunda significación humana.
M. Blanchot ha mostrado lúcidamente que vivir un acontecimiento en imagen no
es desprenderse de él, desinteresarse de él; es dejarse tomar, pasar de la región de lo
real, en la que nos mantenemos a distancia de las cosas para mejor manejarlas, a esa
otra región donde la distancia nos retiene, esa distancia que es entonces profundidad,
lejanía inapreciable que se ha transformado en la potencia soberana y última de las cosas.
Que Rulfo ha traspuesto a este tratamiento profundo de la imagen todo el caos
de sensaciones e impresiones de la historia real de su pueblo, en una tensión angustiosa
entre la violencia externa y la meditación desesperanzada, es cosa que reconoce
Octavio Paz, si bien sólo en un aspecto parcial, el que se refiere al tratamiento del
paisaje: «Juan Rulfo -—dice—- es el único novelista mexicano que nos ha dado una
imagen, no una descripción, de nuestro paisaje. Como en el caso de Lawrence y
Lowry, no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura expresionista,

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sino que sus intuiciones y obsesiones personales han encarnado en la piedra, el polvo,
el pirú. Su visión de este mundo es, en realidad, visión de otro mundo». Conclusión
bien cierta si no entendemos por ese «otro mundo» ajenidad, sino potenciación
máxima, que nos muestra a este mundo más como es en verdad, esencialmente.
Aclaración ésta no ociosa, pues se tiende en general a buscar la clave del
«fenómeno Rulfo» en su radical subjetivismo, en esa angustia esencial del «solitario
sin fe para quien todas las cosas que lo rodean son símbolos mudos» y en un análisis
infinito de su particularidad psicológica y mental, olvidando que toda palabra poétida
denota simultáneamente un referente externo y una actitud subjetiva y que esa palabra
sólo se logra en la coherencia emocional de los dos factores.
Blanco Aguinaga, en una sagaz caracterización de nuestro autor, nos dice: «Rulfo
aparece en las letras mexicanas lleno de la angustia, al parecer sin solución, del hombre
contemporáneo, y aparece —concretísima realidad nacional— en el después de la
Revolución que presagiaba el descreído Solís de Los de abajo: aparece sin fe,
contemplando tierras secas, caciques, el maíz que no crece, el polvo, el viento sin
sentido, las peregrinaciones a Talpa, los crímenes mecánicos y primitivos, la soledad
y miseria mudas de los hombres de campo; convencido de que hay sueños interiores
que no se resuelven con el mensaje social... No queda ya ninguna fe exterior en que
apoyarse. En su lugar, la violencia sorda, el fatalismo y esa angustia lacónica, quieta,
que preñan ios cuentos y la novela de Rulfo». Todo esto es bien cierto, salvo que la
impresión que nos queda y que sigue trabajando nuestra imaginación después de la
lectura de sus obras, es la tremenda fuerza con que nos penetra una realidad histórica
y humana concreta, concretísima: la de un momento de la vida de su país, de México;
la de la condición tristísima de su gente campesina. Así, mal podría abstraerse a Rulfo
de su medio, de la historia reciente de su país. Rulfo es un escritor de América, por
serlo de México, y heredero, descendiente, además, de esa conmoción continental que
fue la Revolución mexicana. Cierto que no hay en Rulfo el mensaje social expreso y
directo, porque disuelve dentro de sí el complejo conflicto vivido; pero es para
recrearlo en un nivel más alto, en la esfera del arte, como un destino trágico que se
abate sobre el pobre hombre de la tierra, moviéndonos así a una sobria y viril piedad
por su destrucción.

* * *

La situación de los campesinos mexicanos tradicionalmente y hasta la época del


Porfirismo fue de una sujeción y explotación que los hundía en el subconsumo, en la
miseria, arrebatándoseles, incluso, en no pocas ocasiones, los predios comunales. El
plan de San Luis Potosí, de Madero, no dio respuesta a las necesidades campesinas.
De ahí el pronunciamiento de Zapata, que se formalizó en el Plan de Ayala y los
movimientos de Orozco y Villa en el Norte que movilizaron a la gente de la tierra
con reclamos semejantes. Denunciaba Zapata que «los pueblos y ciudadanos mexica-
nos no son más dueños que del terreno que pisan, sin poder mejorar en nada su
condición social y sufriendo los horrores de la miseria». En plena guerra civil, el
asesinato de Madero levantó innumerables grupos guerrilleros, nutridos en buena

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parte de campesinos, por todo el país. Al final, con Carranza y Obregón, fue
triunfando la facción que representaba un proyecto de dimensión nacional respaldado
por las clases urbanas. Estos grupos, más coherentes y poderosos, hicieron triunfar la
Revolución; pero los campesinos quedaron postergados, sumidos en la misma
condición precaria de siempre. Con la muerte de Zapata y Villa quedó silenciada y
muerta la aspiración más hondamente popular de los campesinos, que fueron así fácil
presa de la posterior rebelión de los cristeros, movimiento que había levantado las
consignas agrarias no cumplidas. En resumen, la condición campesina desde el
Porfirismo hasta la consolidación de la Revolución no había mejorado. Parecía que
un destino adverso condenaba a esa población para siempre a la desesperanza y a la
frustración. Enardecidos por la promesa revolucionaria, arrastrados por el vendaval,
se hicieron guerrilleros errabundos, bandidos, salteadores, y se vieron al final
despojados, preteridos, condenados a la miseria y al olvido.
Este es el material, el contenido vivo, que da profundidad y densidad moral y
estética a las preocupaciones artísticas y humanas del escritor Juan Rulfo. Un somero
examen de los cuentos de El Llano en llamas lo muestran sobria pero intensamente.
En todos ellos se trata de episodios individuales, de propósitos y fracasos, de angustias
de diversos personajes anecdóticos; pero el personaje principal, aunque no menciona-
do sino al pasar, aunque no esté presente en el relato, es el hecho efectivo y real de
la lucha de los campesinos antes, durante y después de la Revolución; el peso y las
consecuencias negativas de esa lucha están en la raíz del conflicto humano, de la
situación presentada.
El Llano en llamas nos relata un episodio de ese vendaval de la Revolución que
arrancó a los campesinos de la tierra que lucharon contra los federales y acabaron en
el bandidaje, siendo el terror de «todos los alrededores del Llano». Revolucionarios
«aunque no tengamos por ahora ninguna bandera por qué pelear», recuerdan las
reflexiones del personaje de Los de abajo: «Ahora van ustedes; mañana correremos
también nosotros, huyendo de la leva, perseguidos por estos condenados del
gobierno, que nos han declarado guerra a muerte a todos los pobres; que nos roban
nuestros puercos, nuestras gallinitas y hasta el makito que tenemos para comer; que
queman nuestras casas y se llevan nuestras mujeres y que, por fin, donde dan con uno,
allí lo acaban como si fuera perro del mal». El relator, en la narración de Rulfo, acabó
en la cárcel. Al salir le espera la muchacha que robara y en la que tuvo un hijo. «Era
—dice— igualito a mí y con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber
sacado de su padre». Mas la mujer, su mujer, anuncia la nueva vida: «Pero él —dice
por el niño— no es ningún bandido, ningún asesino. El es gente buena».
Es que somos muy pobres, aunque no tiene fijación temporal, sí muestra con punzante
hondura el sufrimiento que se deriva de la triste condición del hombre de la tierra.
La fuerza destructora de la pobreza arrasa las humildes esperanzas de un hogar
campesino. La miseria hizo que las dos hijas mayores acabaran en la prostitución.
Queda la hija pequeña, adolescente, a la que los padres esperan salvar porque han
logrado comprar una vaca y ella será la dote que permita a la muchacha casarse con
un hombre que la quiera. Pero la fatalidad desata los elementos naturales: una
inundación, una correntada, mata a la vaca, tal vez también al ternerillo que la

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acompañaba. Y los padres saben, amargamente, que también perderán a la última hija,
que terminará por prostituirse como sus hermanas, y ello porque son muy pobres.
Nos han dado la tierra nos muestra la amargura del campesino que luego de luchar
por la Revolución —tierra y libertad— ha sido desarmado y pagado con una extensión
de tierra seca, estéril, donde sólo podrá cosechar los frutos amargos del abandono y
de la muerte. Inevitablemente, viene a la memoria la reflexión desconfiada del
personaje de Los de abajo: «¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo
nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino,
resultásemos los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o
doscientos mil monstruos de la misma especie...! ¡Pueblo sin ideales, pueblo de
tiranos...! ¡Lástima de sangre!».
La Cuesta de las Comadres es otro relato del fracaso de las esperanzas campesinas
con el resurgimiento de los caciques. Cuando se hizo el reparto de tierras, la mayor
parte de la Cuesta de las Comadres les había tocado a los sesenta que allí vivían. A los
Torricos les había tocado nada más que un pedazo de monte; pero al poco tiempo
ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra. A
los campesinos, impotentes para evitar el despojo, no les quedaba sino desaparecer.
Se iban. Eso es todo. Los Torricos se habían hecho asaltantes, bandoleros. Alejaron
a los campesinos. Despoblaron la tierra. El relator quedó y pudo contarnos la historia
gracias a que logró matar al último de los Torricos.
¡Diles que no me maten! con acentos de tragedia clásica, nos relata el crimen
cometido por un pequeño ganadero que ve morir uno a uno sus animales por la
sequía, sin que su vecino y compadre permita que los salve en los pastos ricos de su
campo vecino. Antes, al contrario, éste le mata los animales que el pequeño ganadero
introduce clandestinamente en la noche en el campo de aquél, n u e s t r o personaje,
desesperado, mata a su compadre. Su larga vida posterior será una permanente huida
de la justicia, a cuyos agentes irá dando lo poco que le quede. Incluso su mujer se
escapa de su casa. Así llegará a la vejez, despojado de todo, hasta que un día es
aprehendido por un grupo de soldados. Pide a su hijo que interceda ante el coronel
que manda las fuerzas para que no le maten. Pero el coronel es el hijo de aquel don
Lupe a quien treinta y cinco años atrás había matado.
No oyes ladrar los perros es otro episodio que puede inscribirse en la época
revolucionaria. «La revolución —leemos en Los de abajo—- es el huracán y el hombre
que se entrega a ella no es ya el hombre, es la miserable hoja seca arrebatada por el
vendaval.» Ignacio es otro caso del hombre arrastrado por las convulsiones del país
a la vida aventurera y al bandidaje. En un encuentro, matan a todos los compañeros
del grupo de Ignacio, quedando éste malherido. El padre, que ha maldecido al hijo
desde que supo que andaba trajinando por los caminos viviendo del robo y matando
gente, lo carga y lo lleva doce horas sobre sus hombros hasta llegar a un pueblo donde
encontrará un médico.
La noche que lo dejaron solo acaece en la época de los levantamientos contrarrevolu-
cionarios de los cristeros, en que se soliviantaba a los campesinos renovando las
promesas que la Revolución no había cumplido. Un niño, un muchachito, debe llevar,
clandestinamente, armas a una aldea, a través de una abrupta sierra. Cuando, tras una

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penosa travesía, llega el muchachito a los ranchos, ve los cuerpos colgantes de sus
tíos, que han sido ahorcados por los soldados.
Paso del Norte, en fin, es uno de los muchos y tristes episodios de la contrata
clandestina de mano de obra para los Estados Unidos. El hambre, la falta de trabajo,
obliga a las pobres gentes a encaminarse hacia el Paso del Norte en busca de unos
dólares para sostener a la familia. La mujer, los hijos, quedan solos a merced de la
caridad, mientras el hombre trabaja de lo que sea para conseguir los doscientos pesos
que ha de pagar para que le encaminen en la organización clandestina. El grupo de
aspirantes debe atravesar a nado el río fronterizo, durante la noche. Los reflectores
los descubren en mitad del río y, como dice el protagonista, «nos zumbaron las balas
hasta que nos mataron a todos». El, malherido, logra regresar a México, logra volver
al hambre, a la miseria, con ios suyos. Pero la mujer se le ha ido con un arriero.
El hambre, la miseria, la frustración, la desesperanza, la violencia, el fatalismo
duro, insensible, que componen la pobre vida del campesino mexicano, son, como
vemos, el elemento que inspira y late en la obra de Rúlfo. Ciertamente, su elaboración
del tema está hecha de distanciamiento y de una gran profundización a base de una
rara maestría artística para presentársenos en imágenes esenciales; pero ello no hace
sino reforzar e intensificar la captación y la carga dramática del tema; en este caso, la
angustia y la desesperación de la pobre gente irredenta del campo mexicano. Y es, por
eso, Juan Rulfo, uno de los grandes escritores de nuestra América, tanto por el nivel
de la madurez y plenitud de su arte, depurado, escueto, clásico, como por su
compromiso con la realidad, con uno de los graves problemas de América Latina.
Nos dice Hegel, a propósito de los artistas griegos, que en ellos encontramos por
vez primera la forma humana, que no es ya la simple personificación de las acciones
y acontecimientos de la vida humana, imponiéndose como la sola realidad adecuada.
Si bien el artista halla su contenido ya elaborado en la realidad ambiente, no deja por
ello de consistir su tarea propia en despojar a esa realidad de todos sus elementos
accidentales y accesorios, para alcanzar un contenido humano verdaderamente espiri-
tual que, concebido conforme a lo que es esencial, deviene la representación directa
de las potencias eternas. En esto consiste verdaderamente el trabajo de creación
espiritual, libre, sin mezcla de lo arbitrario, del artista. Y no es que la obra, así lograda,
al espiritualizarse se desrealice, ya que su verdadera expresión se da en la forma
exterior adecuada al espíritu, y sólo al espíritu; el contenido interno se realiza, por así
decirlo, por sí mismo transpareciendo en toda su integridad a través de esa forma. La
belleza clásica sitúa la individualidad espiritual en su medio natural y explícita la
interioridad por medio de los elementos tomados del mundo exterior. Por esa razón,
la forma exterior, así como el contenido espiritual que se realiza por su intermedio,
deben ser liberados de todos los accidentes inherentes a la determinación exterior, de
toda dependencia con respecto a la naturaleza, de todo lo enfermizo, de toda finitud,
de toda provisionalidad, de toda preocupación que se apoye únicamente en lo sensible,
para que su escueta precisión, que se confunde con la del carácter espiritual, llegue a
un libre acuerdo con las formas generales de la figura humana. Sólo la exterioridad
así depurada, de la cual ha desaparecido toda traza de debilidad y de relatividad, todo

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vestigio de particularismo arbitrario, corresponde a la interioridad espiritual que ha
de volcarse en ella y a ella incorporarse.
Rulfo ha logrado esta concordancia, esta coherencia emocional, estética entre el
espíritu modelador y la realidad exterior, constituyéndose así en un clásico. Podemos
volver una y otra vez a su obra seguros de que nos brindará siempre una lectura nueva
y diversa, sin que podamos nunca agotar la riqueza de su contenido. Para entender el
sistema de símbolos que los diversos críticos nos proponen como clave de la creación
de Rulfo, sería preciso poseer con certeza la clave. ¿La poseemos? ¿Tenemos el sistema
de concordancias precisas necesario? Considero que no. Rulfo ha sabido apresar en un
haz apretado muchos de los rasgos esenciales y de los problemas esenciales de nuestra
época; desde las referencias concretas —implícitas, pero concretas—, a las vicisitudes
de un sector humano, hasta la angustia del hombre moderno ante el desarrollo del
mal, de lo negativo, de lo inhumano o todo el repertorio de los problemas sobre el
ser, la existencia y el destino que nos preocupan, palpitan en esa ancha y profunda
meditación pesimista, desesperanzada, que es como un clamor sofocado, entrañado ;
que pide a los hombres piedad para los hombres.

AMALIA INIESTA
San Juan, 4129
1233 BUENOS AIRES

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