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rezar con

Álvaro del Portillo


rezar con

ÁLVARO
DEL PORTILLO

textos para meditar

Selección a cargo de:


José Antonio Loarte
Primera edición: abril de 2014

© Cobel
© Selección de textos by José Antonio Loarte
© Fundación Studium

ISBN:978-84-937525-8-3

cobel@cobel.es

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sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo
y por escrito del editor.
rezar con Álvaro del Portillo

Índice

Nota editorial............................................................. 7

I. TODOS LLAMADOS A SER SANTOS.............. 9


Vocación a la santidad
Hijos de Dios en Cristo
Unión con Jesucristo
La acción del Espíritu Santo
Trabajo y oración
Fe, esperanza, caridad

II. LA LUCHA POR LA SANTIDAD...................... 35


La rebeldía de los hijos de Dios
Lucha alegre y deportiva
Sembradores de paz y de alegría

III. LOS MEDIOS PARA SER SANTOS................. 47


La Confesión
La Eucaristía
Oración y mortificación
Virtudes cardinales
Santificar el trabajo
La Virgen María en la vida cristiana

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IV. SANTOS EN LA IGLESIA.................................. 83

V. SANTOS PARA SANTIFICAR............................ 93


Hacer apostolado
Comenzar por la familia
Tarea de todos
rezar con Álvaro del Portillo

Nota editorial

La beatificación de monseñor Álvaro del Portillo, su-


cesor de san Josemaría Escrivá de Balaguer, tendrá lu-
gar en Madrid el 27 de septiembre de 2014. Este evento
constituye de por sí una ocasión espléndida para dar a
conocer a un público amplio algunos textos tomados de
la predicación del primer Prelado del Opus Dei.

Las palabras de don Álvaro, fruto de su plegaria per-


sonal, ayudan a dialogar con el Señor en oración sencilla
y confiada. Siguiendo las enseñanzas de san Josemaría,
el Autor ilustra la llamada a santificarse en la vida or-
dinaria, que Jesucristo dirigió a todos los hombres sin
excepción.

Ediciones Cobel se honra con la publicación de es-


tos textos espirituales y agradece a Monseñor Javier
Echevarría, Prelado del Opus Dei, su favorable acogida.
No dudamos que la meditación pausada de estas frases
servirá a muchas personas —jóvenes y menos jóvenes—
para acercarse más a Dios.

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rezar con Álvaro del Portillo

I
Todos llamados a ser
santos
Vocación a la santidad

1.1. El Señor quiere, para la generalidad de


los hombres, que cada uno, en las circunstan-
cias concretas de su propia condición en el
mundo, procure ser santo: haec est enim volun-
tas Dei, santificatio vestra (1 Ts 4, 3); ésta es la
voluntad de Dios, vuestra santificación. La lla-
mada de Dios no ha de ser necesariamente un
requerimiento para apartarse del mundo —no
te pido que los saques del mundo, sino que los
preserves del mal (Jn 17, 13)—; para abandonar
aquellas realidades temporales en las que una
determinada criatura se encuentra inmersa.
Esa llamada reclama, eso sí, estar presente de
un modo nuevo, porque con esa luz de Dios las
distintas ocupaciones temporales se convier-

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ten para el cristiano en medio de santificación
y de apostolado.
Una vida para Dios 46-47 (Discurso 12-VI-1976).

1.2. El Señor nos ha dado esa maravillosa


posibilidad, al bendecirnos en Cristo con toda
bendición espiritual en los Cielos, pues en Él nos
eligió antes de la creación del mundo, para que
fuéramos santos y sin mancha en su presencia
(Ef 1, 3-4).
Dios nos ha llamado a cada uno de nosotros,
no de cualquier manera, sino de modo perso-
nal, por nuestros nombres. Tú mismo lo has
dicho, Señor: vocavi te nomine tuo: meus es tu!
(Is 43, 1), nos has llamado con todo cariño,
como Padre y como Señor. Como Padre, utili-
zando —¡cuánto le gustaba saborearlo a nues-
tro amadísimo fundador! [san Josemaría]— el
apelativo familiar, como hace un padre cuando
se dirige a su hijo pequeño; como Señor, di-
ciéndonos con imperio: meus es tu! Y nosotros
te hemos respondido: ecce ego quia vocasti me!
(Is 43, 1), aquí nos tienes, porque nos has lla-
mado.
Desde entonces, con un esfuerzo renovado
cada día, tratamos de convertir nuestra exis-

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rezar con Álvaro del Portillo

tencia, con la gracia divina, en un himno de


alabanza a Dios. Nuestra vida se transforma
en una sinfonía sobrenatural en la que no hay
rupturas, con unidad completa y plena armo-
nía, porque reconocemos que somos para el
Señor y todo lo queremos hacer por Él, por su
gloria, del mejor modo posible.
Romana 5 [1987] 233 (Homilía 28-XI-1987).

1.3. Cada cristiano ha de vivir su vocación


de acuerdo con sus circunstancias particu-
lares, pero esto no significa bajar el punto de
mira. Una concepción reductiva y superficial
del cristianismo es inconciliable, más aún, no
tiene nada que ver, con el necesario y radical
compromiso cristiano, propio de los hijos de
Dios, para identificarse con Jesucristo. Un cris-
tiano que se contentase con unir algunas prác-
ticas de piedad a una vida que transcurre al
margen de la Voluntad de Dios, no merecería
llevar ese nombre. Cristo nos pide que seamos
cristianos en cada momento, en cada ambien-
te.
Romana 15 [1992] 271 (Entrevista en M. Artigas,
“Ciencia y conciencia”, Madrid 1992).

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Hijos de Dios en Cristo

1.4. Hemos escuchado con íntima emoción


el texto que san Pablo escribía a los Romanos
de su época, y a los hombres de todos los tiem-
pos: no habéis recibido el espíritu de esclavos,
para recaer en el temor, sino el espíritu de adop-
ción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El
mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu
de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16).
La filiación divina es el fundamento de la es-
piritualidad del Opus Dei. Nuestro fundador
[san Josemaría] redescubrió de manera abso-
lutamente nueva, para sí y para todos nosotros,
esas palabras de san Pablo —Abba, Pater!— un
día concreto de los años treinta, en un tranvía
abarrotado, que no fue obstáculo para una ar-
diente oración de unión con Dios. Fue tal su
intensidad que esas palabras —Abba, Pater!—
le vinieron a los labios con el ímpetu de una
oración continua.
Una vida para Dios 184 (Homilía 26-VI-1976).

1.5. Cada uno de nosotros es hijo de Dios,


unido a Cristo por el Bautismo y vivificado por
su Cuerpo y por su Sangre en la Eucaristía, que

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rezar con Álvaro del Portillo

nos hace crecer interiormente y nos identifica


con Él. Este título nos hace también hijos de
María, Madre de Jesús. El mismo Señor nos lo
hizo saber en la Cruz, cuando, dirigiendo su
mirada a la Santísima Virgen, dijo a cada uno
de nosotros: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27). Por
esto, la devoción a Nuestra Señora, el trato filial
con María, no es algo accidental en la vida de
un cristiano, ni algo infantil, sino característica
propia de personas maduras que se saben hijos
pequeños delante de Dios y de la Virgen.
Una vida para Dios 255 (Homilía 27-VI-1988).

1.6. El Espíritu Santo (…) despierta en cada


uno la certeza de saberse hijo de Dios y, por
tanto, otro Cristo, el mismo Cristo, llamado a
servir con amor a todas las almas, a corredi-
mirlas con Jesús. Es preciso tomar conciencia
de la profunda dimensión apostólica escondi-
da en nuestra vocación cristiana. No es propio
de un cristiano encerrarse en sí mismo y des-
preocuparse de las personas que tiene alrede-
dor.
Una vida para Dios 296 (Homilía 26-VI-1991).

1.7. ¡Qué bueno es Dios, hijos míos! Qué


bueno es Dios, que ha venido a despertar-

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nos, a decirnos que Jesucristo ha consumado
la Redención de una vez para siempre, en el
Calvario, pero que es preciso aplicarla a las al-
mas y a las situaciones concretas del mundo,
en cada momento, en cada época histórica,
en cada año, en cada día, en cada instante; y
que nosotros, los cristianos, hemos de ser co-
rredentores: instrumentos de Cristo para di-
vinizar todas las actividades humanas y a los
hombres que trabajan en ellas, muy metidos en
Dios y muy metidos en las tareas de nuestro
trabajo ordinario.
Romana 3 [1986] 269-270 (Meditación 20-VII-1986).

Unión con Jesucristo

1.8. Muy grande es la misión y muy alta la


meta a la que el Señor nos llama: identificarnos
con Cristo y hacer que Él reine en el mundo,
para el bien y la felicidad de nuestros herma-
nos, los hombres y las mujeres de este tiempo
y del futuro. Si contásemos sólo con nuestras
pobres fuerzas, motivo tendríamos para pen-
sar en este ideal como en una utopía irrealiza-
ble: no somos superhombres, ni estamos por

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rezar con Álvaro del Portillo

encima de las limitaciones humanas. Pero —si


queremos—, la fortaleza de Dios actúa a tra-
vés de nuestra debilidad. Como escribió hace
trece siglos un Padre de la Iglesia, «el hombre
tiene dos alas para alcanzar el Cielo: la libertad
y, con ella, la gracia» (san Máximo el Confesor,
Cuestiones a Talasio, 54). Ejercitemos nuestra
libertad correspondiendo a esa gracia que el
Señor nos ofrece constante y superabundan-
temente. Para esto —lo tenemos bien experi-
mentado—, se requiere el esfuerzo por comen-
zar y recomenzar cada día las luchas de la vida
espiritual y del apostolado cristiano.
Romana 13 [1991] 262 (Homilía 7-IX-1991).

1.9. El Señor podía haber venido al mundo


para realizar la Redención del género
humano revestido de un poder y majestad
extraordinarios; pero eligió venir en medio de
una pobreza increíble. Viendo estos lugares, se
queda uno asustado: ¡no había nada de nada!;
nada más que mucho amor de Dios ¡y mucho
amor a nosotros! Por eso Jesús decidió tomar
nuestra carne, y no consideró una humillación
—Él, que era Dios— dejar de tener el aspecto
de Dios —que es un aspecto inefable, que

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no se puede explicar— para hacerse igual a
nosotros en todo menos en el pecado (cfr. Flp
2, 7 y Hb 4, 15). Con la diferencia de que Él
decidió morir, ¡y con qué muerte!: la de cruz,
una muerte tremenda. Ese Niño que nace en
Belén, nace para morir por nosotros.
Romana 18 [1994] 109 (Homilía 19-III-1994).

1.10. Esforzaos por conocer más y más al


Señor: no os conforméis con un trato superfi-
cial. Vivid el Santo Evangelio: no os limitéis a
leerlo. Sed un personaje más: dejad que el co-
razón y la cabeza reaccionen. Tened hambre de
ver el rostro de Jesús.
Como sal y como luz 271 (Carta pastoral 1-IV-1985).

1.11. El Señor ha dispuesto que muchas al-


mas encuentren su camino en los años de vida
callada y normal, porque esos años ocultos del
Redentor no son algo sin significado, ni tam-
poco una simple preparación de los que ven-
drían después, hasta su muerte en la Cruz: los
de su vida pública. Jesús, creciendo y actuando
como uno de nosotros, nos revela que la exis-
tencia humana, el quehacer corriente y ordina-
rio, adquiere un sentido divino.
Una vida para Dios 47 (Discurso 12-VI-1976).

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rezar con Álvaro del Portillo

1.12. Como hombre, Jesús necesitaba re-


cogerse de vez en cuando en un ambiente de
paz, porque se hallaba rodeado de insidias, de
asechanzas, de gente que le odiaba o de otros
que, con una interpretación equivocada de su
mensaje, querían arrebatarle para ponerle al
frente de un reino terreno. Algunas veces —
quizá muchas—, a lo largo de sus tres años de
vida itinerante, Nuestro Señor se retiraba per-
noctans in oratione Dei (Lc 6, 12), pasaba la no-
che en oración, hablando con su Padre Dios.
Otras veces se aislaba para descansar, hués-
ped de amigos suyos, como aquella familia de
Betania: Lázaro, Marta, María.
Romana 3 [1986] 268 (Meditación 20-VII-1986).

1.13. Hemos de procurar ser uno más, vi-


viendo en intimidad de entrega y de senti-
mientos, los diversos pasos del Maestro du-
rante la Pasión; acompañar con el corazón y la
cabeza a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen
en aquellos acontecimientos tremendos, de los
que no estuvimos ausentes cuando sucedie-
ron, porque el Señor ha sufrido y ha muerto
por los pecados de cada una y de cada uno de
nosotros. Pedid a la Trinidad Santísima que

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nos conceda la gracia de entrar más a fondo en
el dolor que cada uno ha causado a Jesucristo,
para adquirir el hábito de la contrición,
Como sal y como luz 284 (Carta pastoral 1-IV-1987).

1.14. Contemplemos a Jesús en el Huerto


de los Olivos, miremos cómo busca en la ora-
ción la fuerza para enfrentarse a los terribles
padecimientos, que Él sabe tan próximos. En
aquellos momentos, su Humanidad Santísima
necesitaba la cercanía física y espiritual de sus
amigos; y los Apóstoles le dejan solo: ¡Simón!,
¿duermes? ¿No has podido velar una hora? (Mc
14, 37). Nos lo dice también a ti y a mí, que
tantas veces hemos asegurado, como Pedro,
que estábamos dispuestos a seguirle hasta la
muerte y que, sin embargo, a menudo le deja-
mos solo, nos dormimos.
Hemos de dolernos por estas deserciones
personales, y por las de los otros, y hemos de
considerar que abandonamos al Señor, quizá a
diario, cuando descuidamos el cumplimiento
de nuestro deber profesional, apostólico; cuan-
do nuestra piedad es superficial, ramplona;
cuando nos justificamos porque humanamen-
te sentimos el peso y la fatiga; cuando nos falta

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rezar con Álvaro del Portillo

la divina ilusión para secundar la Voluntad de


Dios, aunque se resistan el alma y el cuerpo.
Como sal y como luz 286 (Carta pastoral 1-IV-1987).

1.15. Mira a Cristo en la Cruz, mira a Santa


María junto a la Cruz: ante su mirada se abren
cauce, con seguridad pasmosa, la traición, la
burla, los insultos...; pero Cristo, y secundan-
do esa acción redentora, María, siguen fuertes,
perseverantes, llenos de paz, con optimismo en
el dolor, cumpliendo la misión que la Trinidad
les ha confiado.
Es un aldabonazo para cada uno de nosotros,
recordándonos que a la hora del dolor, de la fa-
tiga y de la contradicción más horrenda, Cristo
—y tú y yo hemos de ser otros Cristos— da
cumplimiento a su misión, llegando, como nos
decía nuestro Padre [san Josemaría], hasta la
última gota de su Sangre, hasta el último alien-
to de su vida.
Y te repito: ante esta escena, ¿quién hubie-
ra podido decir que ese Malhechor —para los
hombres— podía salvar al mundo? Me decido
a aconsejarte que vuelvas tus ojos a la Virgen, y
le pidas, para ti y para todos: Madre, que tenga-
mos confianza absoluta en la acción redentora

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de Jesús, y que —como Tú, Madre— queramos
ser corredentores, ¡aunque nuestro cuerpo se
tronche y nuestra voluntad se resista!
Romana 4 [1987] 74 (Carta pastoral 31-V-1987, 19).

1.16. Porque amamos el mundo, deseamos


y nos empeñamos seriamente en que Cristo
reine sobre todas las cosas. Regnare Christum
volumus!: esta ardiente aspiración de nuestro
fundador [san Josemaría], que —como sa-
béis— he asumido como lema de mi escudo
episcopal, ha de ser verdaderamente nuestra.
Y, para esto, hemos de procurar que Cristo rei-
ne, ante todo, en nuestras almas: cada uno en
la suya. En esto consiste la santidad a la que es-
tamos llamados desde antes de la constitución
del mundo, como hemos escuchado en la se-
gunda lectura de la Misa: elegit nos in ipso ante
mundi constitutionem, ut essemus sancti (Ef 1,
4). Una santidad —una búsqueda de la san-
tidad— que no nos aleja del mundo, precisa-
mente porque el mundo, el trabajo y el descan-
so, la vida en familia y las relaciones sociales,
son medio y ocasión de ese encuentro íntimo
con el Señor, de esa identificación con Él.
Romana 13 [1991] 260 (Homilía 7-IX-1991).

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rezar con Álvaro del Portillo

La acción del Espíritu Santo

1.17. El Señor se nos entrega por entero a


cada uno. Viene a nosotros con todo su Poder,
con toda su Sabiduría, con todo su Amor.
Vamos a abrir bien los oídos de nuestra alma
y a franquearle nuestro corazón, de modo que
la Trinidad Beatísima establezca cada vez más
plenamente su morada en nosotros.
El Espíritu Santo, si queremos oírle, nos su-
gerirá que llevemos una vida de oración y de
mortificación constantes, nos pedirá rectitud
de intención al realizar nuestro trabajo, nos
estimulará con sus mociones, de modo que lo
que ofende al Corazón Sacratísimo de Cristo
nos hiera también a nosotros, y nos cause ale-
gría todo lo que le llene de gozo. Esta es la obra
del Espíritu Santo en las almas. Su actuación
llena de paz y de alegría, virtudes tan propias
de los hijos de Dios en el Opus Dei.
Romana 6 [1988] 105 (Homilía 22-V-1988).

1.18. La actividad del Espíritu Santo pasa


inadvertida. Es como el rocío que empapa la
tierra y la torna fecunda, como la brisa que re-
fresca el rostro, como la lumbre que irradia su

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calor en la casa, como el aire que respiramos
casi sin darnos cuenta. Acabo de citaros algu-
nos ejemplos que la Sagrada Escritura utiliza
para hablar de la acción del Paráclito, de este
Santificador que se manifestó a los Apóstoles
como viento impetuoso y bajo la forma de len-
guas de fuego (cfr. Hch 2, 4), y a quien el Señor
mismo comparaba con un manantial del que
nacerían —en el seno de los que creyeran en
Él— ríos de agua viva (cfr. Jn 7, 38).
Como sal y como luz 62 (Carta pastoral 1-V-1986).

1.19. La Tercera Persona de la Santísima


Trinidad viene a nosotros, y es entonces cuan-
do nuestra naturaleza —carne y sangre, alma y
cuerpo, espíritu y materia— se hace capaz de
realizar actividades divinas. Entonces sí pode-
mos amar al Señor con nuestro corazón de car-
ne, y conocer los misterios de su vida íntima,
que Él ha querido revelarnos; entonces nuestra
alma adquiere sensibilidad para detectar las
mociones divinas y se hace capaz de seguirlas.
De este modo, el Paráclito se convierte en
«fuente de santificación, luz de nuestra inteli-
gencia. Él es quien da, de sí mismo, una suerte
de claridad a nuestra razón natural, para que

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rezar con Álvaro del Portillo

conozca la verdad. Inaccesible por naturaleza,


se hace accesible por su bondad. Todo lo lle-
na con su poder» (san Basilio, Sobre el Espíritu
Santo, 23).
Estamos llenos del Espíritu Santo, hijos
míos. Por la bondad de Dios se aloja en noso-
tros el dulce huésped del alma (Secuencia Veni,
Sancte Spiritus). Agradezcamos este Don in-
merecido. Su venida nos hace capaces de ven-
cer cualquier obstáculo por servir a nuestro
Amor; capaces, en primer término, de superar
las insidias del propio yo. Si le dejamos actuar
en nosotros, se reproducirá el milagro que hoy
contemplamos. Podremos hablar a los hom-
bres en todas las lenguas, acomodándonos a la
mentalidad de quienes nos escuchen de modo
que nos entiendan y sean capaces de entender
también ellos las magnalia Dei (Hch 2, 11), las
grandezas de Dios que celebramos.
Romana 6 [1988] 104 (Homilía 22-V-1988).

1.20. El Paráclito desea contar con la colabo-


ración de los hombres. ¡Vamos a ser fieles! Nos
dirigimos al Espíritu Santo, evocando la excla-
mación que tantas veces repitió nuestro Padre
[san Josemaría], e imploramos: ure igne Sancti
Spiritus!, ¡abrasa con tu fuego las impurezas de

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mi alma! Haz que desaparezca la ganga y den-
tro de mí quede solamente oro purísimo para
mi Dios. Decídselo de todo corazón, pero de
modo cabal, non verbo neque lingua, sed opere
et veritate (1 Jn 3, 18): con vuestra lucha cons-
tante, con el firme propósito de ser fieles a la
vocación y a todas las consecuencias de la lla-
mada divina.
Resolveos a escuchar con atención las clases
que el Paráclito imparte dentro del alma, para
recorrer después con paso firme los caminos
de la vida interior, para avanzar hacia la san-
tidad y prepararnos al encuentro con Dios,
mientras procuramos hacer el bien a todos los
que nos rodean. Sí, hijos míos, vamos a pedirle
al Señor —al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo:
a la Trinidad Beatísima— que este amor, que
nos ha comunicado, crezca impetuosamente:
veni, Sancte Spiritus, reple tuorum corda fide-
lium et tui amoris in eis ignem accende! (Misa
del Espíritu Santo); ven, Dios Espíritu Santo,
y llena nuestros corazones con el fuego de tu
amor, para que seamos fieles de verdad.
Romana 6 [1988] 105 (Homilía 22-V-1988).

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rezar con Álvaro del Portillo

Trabajo y oración

1.21. La gracia es siempre capaz de devolver


frescura de juventud a nuestra existencia, aun-
que hayan transcurrido muchos años, si somos
fieles en las cosas pequeñas de cada jornada.
Aquí se concreta también la receta que nos ha
transmitido nuestro Padre [san Josemaría], ¡y
no hay otra!, para hacernos santos: el cuidado
amoroso del seguimiento de Cristo, en lo coti-
diano, en el deber de cada instante, que lejos de
ser monótono se convierte en un dichosísimo
canto de alabanza a Dios, y nos da interés por
todos los caminos de los hombres y mujeres,
nuestros iguales.
Romana 7 [1988] 269 (Carta pastoral 8-IX-1988, 31).

1.22. No penséis que la santidad exige reali-


zar cosas extraordinarias, o que entrega la vida
por Cristo sólo quien sufre el martirio, o que
se deben abandonar las ocupaciones de este
mundo nuestro. Además, no esperéis situacio-
nes excepcionales, que quizá no se presentarán
nunca. Buscad la santidad en la vida ordinaria
de cada día. Dios os espera en esos modos co-

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rrientes de vuestra existencia: cuando estudiáis
o trabajáis, cuando estáis con las personas que
tratáis, mientras prestáis un servicio, cuando
acompañáis al que sufre, o procuráis —con el
ejemplo y la palabra— que uno de vuestros
compañeros se acerque a Dios.
«¡No tengáis miedo!», exclamaba Juan Pablo
II al inicio de su pontificado. «¡No tengáis
miedo a ser santos!», nos repite ahora. No ten-
gáis miedo de embarcaros en esa espléndida
aventura de ser otros Cristos. No tengáis mie-
do de decir al Señor que sí, cuando notéis su
voz dentro de vosotros que os impulsa a una
mayor entrega, a una dedicación completa al
servicio de Dios y de los hombres. No tengáis
miedo a que, en medio de un ambiente obs-
tinado en alejarse de Dios, os señalen como
cristianos, como hombres y mujeres que creen,
que luchan para ajustar su conducta entera a
los mandatos de Dios.
Romana 13 [1991] 253 (Homilía 14-VIII-1991).

1.23. Este mensaje de santificación en, desde


y a través de las realidades humanas, es provi-
dencialmente actual en la situación de nuestro
tiempo, que necesita urgentemente encauzar

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rezar con Álvaro del Portillo

el desarrollo científico y técnico no a la simple


e infrahumana cultura del bienestar material,
sino hacia una cultura —podríamos decir—
del bienestar integral: de todo el hombre y de
todos los hombres, para edificar el reino de
Cristo en la tierra: un reino de justicia, de amor
y de paz (Cristo Rey, Prefacio). Este reino, del
que es portadora la Iglesia, comienza en el co-
razón del hombre, y se propaga desde ahí a la
vida familiar, profesional y social.
Romana 14 [1992] 31-32 (Homilía 18-V-1992).

1.24. Para alcanzar este fin, se advierte in-


mediatamente otra condición: trabajar en se-
rio, trabajar bien, con la máxima perfección
humana posible. El nexo entre trabajo y san-
tidad se hace entonces más evidente, porque
se ve claro que el trabajo puede transformar-
se en oración sólo en virtud de un esfuerzo
constante para ejercitar las virtudes humanas
y la sobrenaturales. El trabajo pone en marcha
todo el organismo sobrenatural. Un texto de
Mons. Escrivá de Balaguer, entre tantos otros,
describe eficazmente esta realidad: «El trabajo
nace del amor, manifiesta el amor, se ordena
al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el es-

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pectáculo de la naturaleza, sino también en la
experiencia de nuestra propia labor, de nues-
tro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción
de gracias, porque nos sabemos colocados por
Dios en la tierra, amados por Él, herederos de
sus promesas» (Es Cristo que pasa 48).
Como sal y como luz 37 (Discurso 24-XI-1984).

Fe, esperanza, caridad

1.25. Hijas e hijos míos: sed optimistas, con


un optimismo sobrenatural que hunde sus raí-
ces en la fe, que se alimenta de la esperanza y a
quien pone alas el amor. Hemos de impregnar
de espíritu cristiano todos los ambientes de la
sociedad. No os quedéis solamente en el de-
seo: cada una, cada uno, allá donde trabaje, ha
de dar contenido de Dios a su tarea, y ha de
preocuparse —con su oración, con su mortifi-
cación, con su trabajo profesional bien acaba-
do— de formarse y de formar a otras almas en
la Verdad de Cristo, para que sea proclamado
Señor de todos los quehaceres terrenos.
Fe: evitad el derrotismo y las lamentaciones
estériles sobre la situación religiosa de vues-

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rezar con Álvaro del Portillo

tros países, y poneos a trabajar con empeño,


moviendo —lo vuelvo a repetir, de intento—
a otras muchas personas. Esperanza: Dios no
pierde batallas, os recordaré con palabras de
nuestro Padre [san Josemaría]. Si los obstácu-
los son grandes, también es más abundante la
gracia divina: será Él quien los remueva, sir-
viéndose de cada uno como de una palanca.
Caridad: trabajad con mucha rectitud, por
amor a Dios y a las almas. Tened cariño y pa-
ciencia con el prójimo, buscad nuevos modos,
iniciativas nuevas: el amor aguza el ingenio.
Aprovechad todos los cauces —os he hablado
frecuentemente de este tema— para esta tarea
de edificar una sociedad más cristiana y más
humana.
Romana 2 [1986] 83 (Carta pastoral 25-XII-1985, 10).

1.26. La fe, bajo la guía del Espíritu, nos en-


seña el fin sobrenatural de la criatura humana,
el amor de predilección de que Dios la ha he-
cho objeto, la dignidad excelsa a la que ha sido
elevada; nos descubre —colmo de amor— el
anonadamiento del Dios hecho Hombre, que
se abaja y se entrega para redimir al hombre
de la postración del pecado; nos muestra la

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intimidad de un Dios que se prodiga en cui-
dados paternos para que todos los hombres se
salven y vengan al conocimiento de la verdad
(1 Tm 2, 4); nos señala esa ley escrita por Dios
mismo en los corazones (Gaudium et spes 16),
que empuja hacia el abrazo del Padre, hacia la
felicidad terrena y eterna.
Romana 3 [1986] 274 (Homilía 15-X-1986).

1.27. Pedid a María Santísima que nos ob-


tenga de su Hijo, para todos los cristianos, una
renovación y un aumento de fe. Ella la pose-
yó de modo eminente, y a lo largo de su vida
fue creciendo más y más en esta virtud que es
propia de los que caminamos aún en la tierra.
Beata, quae credidit! (Lc 1, 45), le repetimos
con las palabras de Santa Isabel, que el Santo
Padre glosa profundamente en su Encíclica
[Redemptoris Mater]. ¡Bienaventurada Tú, que
has creído, porque se cumplirá todo lo que se
te ha anunciado de parte de Dios!
Romana 4 [1987] 76 (Carta pastoral 31-V-1987, 23).

1.28. Entre otras maravillas obradas por el


Espíritu Santo, la Escritura pone de relieve es-
pecialmente la conversión radical de los discí-

30
rezar con Álvaro del Portillo

pulos. Los que hablan ahora ante millares de


personas, sin ningún empacho, son los mis-
mos que habían huido, cobardes, a la hora de
la Pasión. En primer lugar Pedro, que, cegado
por el miedo, había afirmado tres veces —y lo
había ratificado con juramento— que no co-
nocía al Señor. Hoy, el Espíritu Santo le trans-
forma y, ante un inmenso concurso de gentes,
pronuncia un discurso fogoso proclamando,
sin ningún temor, que Jesús es el Mesías, el
Hijo de Dios.
Romana 6 [1988] 104 (Homilía 22-V-1988).

1.29. Vale la pena rechazar con decisión todo


lo que nos pueda apartar de Dios, y responder
afirmativamente a todo lo que nos acerque a
Él. El Señor nos ayudará, porque no pide im-
posibles. Si nos manda que seamos santos, a
pesar de nuestras innegables miserias y de las
dificultades del ambiente, es porque nos con-
cede su gracia. Por lo tanto, possumus! (Mc 10,
39), ¡podemos! Podemos ser santos, a pesar
de nuestras miserias y pecados, porque Dios
es bueno y todopoderoso, y porque tenemos
por Madre a la misma Madre de Dios, a la que
Jesús no puede decir que no.

31
Vamos, pues, a llenarnos de esperanza, de
confianza: a pesar de nuestras pequeñeces,
¡podemos ser santos!, si luchamos un día y
otro día, si purificamos nuestras almas en el
Sacramento de la Penitencia, si recibimos con
frecuencia el Pan vivo que ha bajado del Cielo
(cfr. Jn 6, 41), el Cuerpo y la Sangre, el Alma y
la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, real-
mente presente en la Sagrada Eucaristía.
Romana 9 [1989] 243 (Homilía 15-VIII-1989).

1.30. Os doy un mandamiento nuevo: que os


améis unos a otros, como Yo os he amado (Jn
13, 34). ¡Con que fuerza pronunció Jesús estas
palabras!, ¡con qué hondura se grabaron en el
corazón de los primeros cristianos! Que nos
amemos de veras, con la medida de su Amor:
esto nos pide el Señor.
Romana 15 [1992] 248 (Homilía 6-IX-1992).

1.31. El divino Maestro nos ha enseñado que


amar significa comprender, excusar, perdonar,
ayudar, darse a sí mismo para servir, como hizo
Él, hasta la entrega de la vida. Pero, a la vez, el
Señor nos ha comunicado la fuerza que nos
hace capaces de cumplir este programa. Dios

32
rezar con Álvaro del Portillo

lo consagró en el Espíritu Santo (Hch 10, 38) y


Jesús, con su Pasión y su Muerte en la Cruz,
nos ha obtenido el don del Paráclito: el Amor
de Dios con mayúscula, que habita en nuestro
corazón y colma de Sí toda nuestra vida. Nos
transforma, nos diviniza.
Una vida para Dios 295-296 (Homilía 26-VI-1991).

1.32. El afán de atender y remediar en lo po-


sible las necesidades materiales del prójimo,
sin descuidar las demás obligaciones propias
de cada uno, como el buen samaritano, es algo
característico de la fusión entre alma sacerdo-
tal y mentalidad laical. Lo que Dios nos pide,
en primer término, es que santifiquemos el
trabajo profesional y los deberes ordinarios.
En medio de esas actividades, permite que os
encontréis con la indigencia y el dolor de otras
personas; entonces, señal clara de que realizáis
vuestras tareas con alma sacerdotal, es que no
pasáis de largo, indiferentes; y señal no menos
clara es que lo hacéis sin abandonar los demás
deberes que tenéis que santificar.
Como sal y como luz 128
(Carta pastoral 9-I-1993, 20).

33
1.33. Las obras de misericordia, además del
alivio que causan a los menesterosos, sirven
para mejorar nuestras propias almas y las de
quienes nos acompañan en esas actividades.
Todos hemos experimentado que el contacto
con los enfermos, con los pobres, con los ni-
ños y adultos hambrientos de verdad, consti-
tuye siempre un encuentro con Cristo en sus
miembros más débiles o desamparados y, por
eso mismo, un enriquecimiento espiritual: el
Señor se mete con más intensidad en el alma
de quien se aproxima a sus hermanos peque-
ños, movido no por un simple deseo altruista
—noble, pero ineficaz desde el punto de vis-
ta sobrenatural—, sino por los mismos senti-
mientos de Jesucristo, Buen Pastor y Médico
de las almas.
Romana 4 [1987] 79 (Carta pastoral 31-V-1987, 31).

34
rezar con Álvaro del Portillo

II
La lucha por la santidad

La rebeldía de los hijos de Dios

2.1. Crecer en santidad derrotando al peca-


do: ésta es, hijas e hijos míos, la gran tarea que
nos ha asignado nuestro Padre Dios. Sabemos
muy bien, porque lo experimentamos a diario,
que este esfuerzo requiere una lucha constante
contra todo aquello que en nosotros y a nues-
tro alrededor se opone a los misericordiosos
designios del Señor. ¡Tened confianza!, porque
con la ayuda de la gracia, con la intercesión
de Santa María, seremos capaces de cumplir
este deber. ¡Madre nuestra —nos atrevemos a
tratarla así, seguros de que nos oye—, libra a
tus hijas y a tus hijos de toda mancha, de todo
aquello que nos aleja de Dios, aunque sea a
costa de sufrir, aunque sea a costa de la vida,

35
porque de este modo seremos gratos a tu Hijo
y obtendremos la vida eterna!
Romana 9 [1989] 248 (Homilía 7-XII-1989).

2.2. La juventud es la edad del inconformis-


mo, de las rebeldías, de las ansias de todo lo
que es bello, y bueno, y noble. Por eso, es joven
de verdad quien mantiene vivos en su espíritu
estos impulsos, aunque el cuerpo se desgaste
por el paso del tiempo; y al contrario, es vie-
jo —aunque tenga pocos años— quien se deja
subyugar por la rutina, por el egoísmo, por la
vejez del pecado. El Señor espera vuestra re-
beldía juvenil, que yo bendigo con mis manos
de sacerdote, contra todo lo que intente apar-
taros del cumplimiento de la ley de Cristo, que
es un yugo suave y ligero (cfr. Mt 11, 30).
Romana 1 [1985] 63 (Homilía 30-III-1985).

2.3. Rebelaos contra los que pretenden in-


culcaros una visión materialista de la vida.
Rebelaos contra los que intentan apagar, con
mentiras que narcotizan el espíritu, vuestras
ansias de verdad y de bien. Rebelaos contra
los torpes mercaderes del sexo y de la droga,
que tratan de enriquecerse a vuestra costa.

36
rezar con Álvaro del Portillo

Rebelaos contra los que quieren aprovecharse


de vuestra juventud y de vuestra carga ideal,
para perpetuar sistemas opresivos de la digni-
dad humana. Rebelaos contra los que intentan
arrancar a Dios de vuestras mentes y de vues-
tras vidas, de vuestra familia, de vuestro lugar
de estudio o de trabajo.
Romana 1 [1985] 63 (Homilía 30-III-1985).

2.4. ¿Y qué significa esta rebelión a la que


os invito? Quiere decir negar obediencia a esa
siembra de males e injusticias. Quiere decir no
ausentarse de tomar posición clara, no quedar-
se en una ambigua neutralidad ante las imposi-
ciones que mortifican la dignidad del hombre.
Quiere decir, y ésta es la rebelión de los hijos
de Dios, no tener miedo a dar testimonio de la
Cruz de Cristo ante un mundo arraigado en el
egoísmo. Rebelaos ante los falsos profetas de
la paz, que claman contra la guerra y, a la vez,
financian la matanza de los que están por na-
cer. Amad, amad a Dios y a los hombres, que el
Amor es el nuevo nombre de la rebelión contra
el mal. Amad la Verdad que se nos ha manifes-
tado en Cristo, que éste es el modo cristiano de
rebelarse contra las tinieblas del error.
Romana 1 [1985] 63 (Homilía 30-III-1985).

37
Lucha alegre y deportiva

2.5. La decisión de asumir las responsabi-


lidades apostólicas que nos competen como
cristianos de nuestra época, no es compatible
con visiones pesimistas o negativas del presen-
te. Para anunciar eficazmente el Reino de Dios
y trabajar en su propagación, es necesario amar
el mundo en que vivimos —amarlo «apasiona-
damente», en expresión del fundador del Opus
Dei y de esta universidad—: es decir, contem-
plar esta precisa situación histórica y las per-
sonas que la constituyen «con los ojos del mis-
mo Cristo», como escribió Juan Pablo II en su
primera Encíclica (cfr. Redemptor hominis 74).
Así, entre el claroscuro de fenómenos cam-
biantes, que en muchos casos la hacen irre-
conocible, se descubre también hoy aquella
inquietud del alma humana —que anhela y
siente nostalgia de Dios— expresada por san
Agustín en el famoso inicio de sus Confesiones:
fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum
donec requiescat in te [nos hiciste, Señor, para
ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti] (Confesiones I, 1, 1). La acele-
rada dinámica que caracteriza en líneas gene-

38
rezar con Álvaro del Portillo

rales nuestra época, va acompañada y como


plasmada por la inquietud de tantos corazo-
nes, que caminan en un continuo desasosiego,
sin acertar a descubrir un norte claro para la
propia existencia ni un sentido a la historia hu-
mana. Pues bien, justamente ahí, en medio de
esa inquietud, se ha de proclamar a viva voz
que a Quien buscan es a Cristo, y lo que igno-
ran y anhelan es el amor paterno de Dios, que
se les ofrece, a todos y a cada uno, en Cristo y
en la Iglesia.
Escritos sobre el sacerdocio 175-176
(Discurso 24-IV-1990).

2.6. Acudamos al Señor para ser fuertes. En la


pelea espiritual que hemos de sostener, a veces
venceremos y a veces seremos vencidos. Pero
todos hemos de luchar, llenos de esperanza.
Nadie puede desertar de esta guerra interior,
personal: en la vida del alma, quien no pelea
es un vencido; en cambio, quien recomienza
una vez y otra, gana siempre. En Roma, cerca
del Puente Milvio, donde Constantino venció
aquella batalla que señaló el fin de las perse-
cuciones contra los cristianos y el principio de
una nueva era para la Iglesia, hay una inscrip-

39
ción sobre un arco, que reza: Victores victuri,
los que vencen serán vencedores. Hijo mío,
hija mía: tú, a pesar de tus derrotas, si cada vez
reanudas la pelea, con la ayuda de Dios te lla-
marás vencedor, vencedora. Al Señor le basta
con esa buena voluntad nuestra, para darnos
graciosamente la corona.
Romana 7 [1988] 277-278 (Homilía 24-VII-1988).

2.7. Fijaos en la diferencia que hay entre el


espíritu de Cristo y el espíritu del mundo. En
las batallas del mundo se dice: Vae victis!, ¡po-
bres de los vencidos!: para ellos es el deshonor,
la infamia, la muerte. El espíritu cristiano, en
cambio, nos asegura que podemos ser vence-
dores aunque seamos derrotados, si sabemos
humillarnos y pedir perdón. Tenemos siempre
la posibilidad de levantarnos para seguir pe-
leando las batallas de Cristo: con el sacramento
de la Confesión, con la Eucaristía, con la ora-
ción y las prácticas de piedad que entretejen la
vida diaria de un buen cristiano. Con todo eso,
el Señor nos hace soldados suyos, nos diviniza,
y nos promete la victoria definitiva.
Romana 7 [1988] 278 (Homilía 24-VII-1988).

40
rezar con Álvaro del Portillo

2.8. Contamos con la fuerza que nos da


Dios. Y en esta pelea espiritual —que eso es
la vida: ¡lucha!—, a veces venceremos y otras
veces seremos derrotados. Normalmente, por
la gracia de Dios, serán faltas de generosidad,
que nos duelen porque amamos al Señor, y
cuando hay amor ninguna cosa es pequeña; en
otras ocasiones, por nuestra fragilidad, serán
verdaderos pecados. En cualquier caso, no he-
mos de desanimarnos: Dios cuenta con nues-
tras miserias, y las aprovecha para que seamos
humildes. Nuestra vida ha de ser como la de
nuestro fundador [san Josemaría]: un conti-
nuo recomenzar, una conversión constante,
un procurar poner de nuestra parte todo lo
que podamos, para ser dignos apóstoles de
Jesucristo, que el resto —¡todo!— lo hará el
Señor. Apóstoles que transmitan la fe, que in-
fundan la esperanza, que inflamen en el amor
de Dios a muchas criaturas, siendo instrumen-
tos dóciles en sus manos.
Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988).

2.9. Esta batalla durará lo que nuestra exis-


tencia terrena. Es milicia la vida del hombre so-
bre la tierra (Job 7, 1), está escrito en el libro de

41
Job. No penséis, pues, que con el paso de los
años amainará la urgencia de la pelea interior.
Dios no quiere para sus hijos la falsa tranqui-
lidad de los comodones, ni de los egoístas, ni
de los cobardes. La vida humana se desarrolla
en la gran palestra del mundo y, como escribe
un antiguo Padre de la Iglesia, «estáis bajo la
mirada del público. Y no sólo del género hu-
mano; también la muchedumbre de los ánge-
les contempla vuestras luchas (...) y el Señor de
los ángeles es quien preside la pelea» (san Juan
Crisóstomo, Catequesis III, 8). Jesucristo se
complace en vuestro esfuerzo personal cuan-
do tratáis de seguirle a Él, cuando os esforzáis
por imitarle a pesar de la debilidad del ser hu-
mano.
Romana 1 [1985] 62 (Homilía 30-III-1985).

2.10. Hay que pelear, hijos míos, si no que-


remos ser derrotados por el enemigo de Dios y
de nuestras almas. Contamos con toda la ayuda
de la gracia y con la intercesión poderosísima
de la Madre de Dios. No podemos temer. Lo
que hay que hacer es acudir al Señor y poner
los medios que la Iglesia nos ofrece: la oración,
la mortificación, la recepción frecuente de los

42
rezar con Álvaro del Portillo

sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.


Vamos a decir a Jesús que deseamos ser fieles.
Y a la Santísima Virgen: Madre mía, yo quiero
ser fiel a tu Hijo, y para eso cuento con que Tú
intercederás por mí. El Señor no puede dejar
de oírte.
Romana 9 [1989] 242 (Homilía 15-VIII-1989).

Sembradores de paz y de alegría

2.11. La paz es un bien de valor incalculable,


necesario para que las personas y los pueblos
puedan vivir y progresar de un modo digno
del hombre, imagen y semejanza de Dios. Por
contraste, ¡hay tanta falta de paz en el mundo!,
¡hay tanta injusticia, tanto odio, tanta división!
Como recordaba el Santo Padre (Juan Pablo II)
«los cristianos, iluminados por la fe, saben que
la razón definitiva por la que el mundo es teatro
de divisiones, tensiones, rivalidades, bloques e
injustas desigualdades, en lugar de ser lugar
de genuina fraternidad, es el pecado, es decir el
desorden moral del hombre.
»Pero los cristianos saben también que la
gracia de Cristo, que puede transformar esta

43
condición humana, es ofrecida constantemen-
te al mundo, porque donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia (Rm 5, 20)» (Mensaje
para la jornada mundial de la paz, 8-XII-1985).
De ahí que no sea posible la paz del mundo,
mientras no haya paz con Dios en los corazo-
nes humanos.
Romana 3 [1986] 260 (Carta pastoral 11-X-1986).

2.12. Hoy se habla mucho de paz. Sin em-


bargo, quizá nunca como ahora ha asistido
nuestro mundo al desatarse de la guerra y la
violencia. Se repiten casi al pie de la letra las
exclamaciones engañosas de los falsos profe-
tas de tiempos antiguos, que anunciaban: paz,
paz; y no había paz (Jr 6, 14) (…).
Si queréis —como queréis— ser operadores
de paz, «sembradores de paz y de alegría por
todos los caminos de la tierra» (….), debéis
hacer un gran acopio de paz en vuestro cora-
zón. Así, de vuestra abundancia, podréis dar a
los demás hombres, comenzando por los que
se encuentran más cerca de vosotros: vuestros
parientes, vuestros amigos, vuestros compañe-
ros, vuestros conocidos.
Romana 1 [1985] 61 (Homilía 30-III-1985).

44
rezar con Álvaro del Portillo

2.13. En la vida sobrenatural —la enseñanza


viene de san Pablo— nadie puede decir Señor
Jesús, sino en el Espíritu Santo (1 Cor 12, 3):
no somos capaces de llevar a cabo la más pe-
queña acción, con alcance eterno, sin la ayu-
da del Paráclito. Él nos empuja a clamar Abba,
Pater!, de manera que paladeemos la realidad
de nuestra filiación divina. Él, como Abogado,
nos defiende en las batallas de la vida interior;
es el Enviado que nos trae los dones divinos,
el Consolador que derrama en nuestras al-
mas el gaudium cum pace, la alegría y la paz
que hemos de sembrar por el mundo entero.
Procuremos, pues, aumentar nuestra intimi-
dad con el Espíritu Santo. Renovemos con
obras, con esfuerzos cotidianos, el propósito
de tratarle mucho.
Como sal y como luz 60 (Carta pastoral 1-V-1986).

45
rezar con Álvaro del Portillo

III
Los medios para ser
santos

La Confesión

3.1. Para llevar a cabo esta misión de cristia-


nizar el mundo, es preciso que nos identifique-
mos con Cristo, asimilando a fondo sus ense-
ñanzas, tratando al Señor en la oración y re-
cibiendo su gracia en los sacramentos. Porque
lo que el Maestro nos pide no es difundir una
ideología, sino dar al mundo un testimonio
vivo, real, del Amor que Dios nos profesa.
Pero no podemos ofrecer este testimonio,
con la palabra y con la conducta, si no esta-
mos plenamente identificados con Cristo, si
no estamos unidos a Él por la doctrina y por
la gracia que nos comunica. Somos débiles,
pero Él es nuestra fortaleza; y para remediar
nuestra miseria, nos sale al encuentro en el

47
Sacramento de la Penitencia, donde el mismo
Cristo, por boca del sacerdote nos dice: Yo te
absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo. Así, debidamen-
te purificados, nos acercamos a la Eucaristía,
en la que recibimos al Señor como alimento,
para unirnos a Él, para transformarnos en Él.
Romana 13 [1991] 251-252 (Homilía 14-VIII-1991).

3.2. El Señor ha dejado a su Iglesia todos


los medios para llevar a cabo la salvación
del mundo. Entre esos medios, querría dete-
nerme especialmente en el Sacramento de la
Penitencia, pues es indudable que para recris-
tianizar la sociedad es imprescindible el recur-
so a la Confesión sacramental, en la que cada
cristiano recibe la fuerza necesaria para ser
testigo eficaz de Cristo, con el ejemplo y con
la palabra, en todas las realidades terrenas que
hay que reconducir a Dios Padre. Cada uno
de nosotros necesita acudir a esta fuente de
la gracia; y hemos de ayudar a muchos otros
—parientes, amigos, colegas, vecinos— a recu-
rrir a este Sacramento maravilloso del Perdón
divino. El apostolado de la Confesión es una
importante expresión de la unidad de vida, de

48
rezar con Álvaro del Portillo

la coherencia entre nuestra conducta y nuestro


pensamiento.
Una vida para Dios 257 (Homilía 27-VI-1988).

3.3. El único motivo realmente serio de


preocupación y de amargura es el pecado, ese
voluntario apartamiento de Dios que deja el
alma a oscuras, con la desazón de haber per-
dido el sentido auténtico de la vida, o de haber
enfriado al menos tan incomparable amistad:
¡la amistad con Dios! Pero ni siquiera en esas
circunstancias, que pueden ser frecuentes de-
bido a nuestra fragilidad, hemos de dejar que
el descontento nos abata. Sentiremos pena de
haber ofendido a Dios y correremos a recupe-
rar la paz, reconciliándonos con Dios y con
los demás en el sacramento de la Penitencia.
Experimentaremos la verdad de estas palabras
del Santo Padre: «Cuantos se acercan al confe-
sonario, a veces después de muchos años y con
el peso de pecados graves, en el momento de
dejar el confesonario, encuentran el alivio de-
seado; encuentran la alegría y la serenidad de
la conciencia, que fuera de la Confesión no po-
drán encontrar en otra parte» (Juan Pablo II,

49
Homilía 16-III-1980). ¡Agradezcamos al Señor
este sacramento del perdón y de la alegría!
Como sal y como luz 252 (Homilía 12-IV-1984).

3.4. Ante nuestras caídas y pecados, la mi-


sericordia divina nos sale al encuentro, espe-
cialmente en el sacramento de la paz y la re-
conciliación, el sacramento de la Penitencia.
Acercaos a la Confesión siempre que lo nece-
sitéis, para limpiaros de vuestros pecados y re-
cuperar la gracia de Dios, y poder así recibir la
Sagrada Eucaristía, donde «se contiene todo el
bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mis-
mo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne,
que da la vida a los hombres» (Presbyterorum
Ordinis 5). Acercaos también al sacramento
de la Penitencia, y frecuentemente, aunque no
tengáis conciencia de pecado grave, porque en
la Confesión vuestra alma se fortalecerá para
combatir con alegría las batallas de la paz, para
la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Romana 1 (1985) 62-63 (Homilía 30-III-1985).

3.5. Cada día, en el examen de conciencia,


el Señor nos ofrece una nueva ayuda para rec-
tificar el rumbo de nuestros pasos: luz en la

50
rezar con Álvaro del Portillo

inteligencia, con el fin de que reconozcamos


nuestros personales errores y pecados; afectos
en el corazón, para dolernos de esas faltas; mo-
ciones en la voluntad, para que nos decidamos
a luchar con más determinación. Esmeraos
cada día.
Invocad al Espíritu Santo con fe y con hu-
mildad. Desechad la rutina. No os dejéis ven-
cer por el cansancio de una jornada de trabajo.
Fomentad de veras la contrición, el dolor por
vuestras miserias y pecados, que es lo más im-
portante del examen, el punto que ha de ocu-
par la mayor parte de esos tiempos en los que
miramos nuestra alma con la claridad de Dios.
Luego, concretad propósitos —pocos— para el
día siguiente.
De un examen de conciencia hecho así, a
conciencia, depende, hija mía, hijo mío, en
gran medida, la realidad de tu lucha ascética y
de tu vida cristiana, con la que has de iluminar
al mundo.
Como sal y como luz 193 (Carta pastoral 1-VII-1984).

3.6. Confesaos frecuentemente. Haced el


propósito de mejorar vuestra reconciliación
sacramental con Dios. Preparadla bien, exa-

51
minando a fondo vuestra conciencia; sed sin-
ceros, fomentad la contrición del corazón, re-
novad los deseos de luchar más por hacer el
bien. Pocas alegrías tan grandes como la de
sentir, después de una confesión bien hecha, lo
mismo que sintió el hijo pródigo: ¡el abrazo de
nuestro Padre Dios que nos perdona!
Como sal y como luz 255 (Homilía 12-IV-1984).

3.7. Para que las personas que tratamos es-


cuchen las mociones del Señor, que a todos
llama a la santidad, se requiere que vivan habi-
tualmente en estado de gracia. Por eso, el apos-
tolado de la Confesión cobra una importancia
particular. Sólo cuando media una amistad ha-
bitual con el Señor —amistad que se funda so-
bre el don de la gracia santificante—, las almas
están en condiciones de percibir la invitación
que Jesucristo nos dirige: si alguno quiere venir
en pos de mí... (Mt 16, 24).
Como sal y como luz 350 (Carta pastoral 1-XII-1993).

52
rezar con Álvaro del Portillo

La Eucaristía

3.8. La Santa Misa, lo sabéis bien, es la re-


novación incruenta del Sacrificio del Calvario.
El pan y el vino que ofrecemos se convertirán
en el Cuerpo, en la Sangre, en el Alma y en la
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús
se da como alimento, no para saciar nuestra
hambre durante un día o dos, sino como Pan
vivo que baja del Cielo y dura hasta la vida
eterna (cfr. Jn 6, 58). Hijos míos, ¡qué bueno
es Dios, que hace este gran milagro para no-
sotros! Acrecentad vuestra fe, con la gracia de
Dios, en el Santísimo Sacramento. Admirad la
Bondad y la Omnipotencia de Dios. Amadle
más, porque a Quien tanto nos ama hemos de
devolverle amor por amor.
Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988).

3.9. La Misa es centro; debe ser, por tanto,


el punto de referencia de cada uno de nues-
tros pensamientos y de cada una de nuestras
acciones. Nada ha de desarrollarse en la vida
tuya al margen del Sacrificio eucarístico. En
la Misa encontramos el Modelo perfecto de
nuestra entrega. Allí está Cristo vivo, palpitan-

53
te de amor. En aparente inactividad, se ofrece
constantemente al Padre, con todo su Cuerpo
místico —con las almas de los suyos—, en ado-
ración y acción de gracias, en reparación por
nuestros pecados y en impetración de dones,
en un holocausto perfecto e incesante. Jesús
Sacramentado nos da un impulso permanente
y gozoso a dedicar la entera existencia, con na-
turalidad, a la salvación de las almas.
Como sal y como luz 244 (Carta pastoral 1-IV-1986).

3.10. La Misa es la raíz de la vida interior.


Hemos de estar bien unidos a esa raíz, y esto
depende también de nuestra corresponden-
cia. De ahí que nuestra entrega vale lo que
sea nuestra Misa (...); nuestra vida es eficaz,
sobrenaturalmente hablando, en la medida
de la piedad, de la fe, de la devoción con que
celebramos o asistimos al Santo Sacrificio del
Altar, identificándonos con Jesucristo y sus
afanes redentores.
Como sal y como luz 245 (Carta pastoral 1-IV-1986).

3.11. Algunos Santos Padres comentan que


el alimento natural, cuando alguien lo toma, se
convierte en la sustancia del que lo recibe. En

54
rezar con Álvaro del Portillo

cambio, cuando nos alimentamos con el Pan


eucarístico, es nuestra alma y nuestro cuer-
po, nuestro ser entero, el que se convierte en
Cristo, identificándose poco a poco con Él (cfr.
san Agustín, Confesiones, 7, 10). El Señor nos
diviniza y, de este modo, nos hace dignos del
amor gratuito que nos ha manifestado.
Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988).

3.12. Cuando el sol parece que toca la tie-


rra y se pone rojo, el cielo se incendia, y hay
colores maravillosos: rojos, amarillos, violetas,
oro... Todo por un efecto óptico, porque pare-
ce que el sol toca la tierra, cuando realmente
no la toca; está muy lejos, muy lejos... Pues el
Sol de soles, el Creador del sol, Dios Nuestro
Señor, ha venido realmente a nuestra alma y la
ha tocado, y está en nuestro cuerpo en gracia
—ahora—, mientras duren las especies sacra-
mentales.
¡Qué incendio habrá dentro de nuestra alma!
Aunque nosotros no lo notemos, por nuestra
miseria, por nuestra pequeñez, por nuestra fe
que es escasa todavía. ¡Qué incendio habrá en
nuestra alma cuando el Sol de soles ha veni-
do y nos ha tocado, y esta dentro de nosotros!

55
¡Qué transformación, qué manera de quemar
lo que sobra, de hacer desaparecer la escoria,
de hacer que todo brille para gloria de Dios!
Dios mío, que no te eche yo nunca de mi alma
por el pecado, ni la ensucie por la indiferencia.
Que estés Tú contento dentro de mí, porque yo
no quiero vivir más que para ti. Díselo tú, hijo
mío, díselo. Dile que quieres ser fiel. Yo se lo
digo: te lo digo, Señor, en el nombre de todos.
Como sal y como luz 258 (Acción de gracias después
de la Comunión 20-VIII-1976).

3.13. No hay mejor momento que el de


la Sagrada Comunión, para suplicar a Jesús
— realmente presente en la Eucaristía— que
 

nos purifique, que queme nuestras miserias


con el cauterio de su Amor; que nos encienda
en afanes santos; que cambie el corazón nuestro
—tantas veces mezquino y desagradecido—
y nos obtenga un corazón nuevo, con el que
amar más a la Trinidad Santísima, a la Virgen,
a san José, a todas las almas.
Como sal y como luz 259 (Carta pastoral 1-XII-1986).

3.14. ¿Os acordáis de aquella escena del


Antiguo Testamento, cuando David desea le-

56
rezar con Álvaro del Portillo

vantar una casa para el Arca de la Alianza, que


por entonces se guardaba en una tienda? En
aquel tabernáculo, Yavé hacía notar su pre-
sencia de una manera misteriosa, mediante
una nube y otros fenómenos extraordinarios.
Y aquello no era más que una sombra, una fi-
gura. En cambio, el Señor se encuentra real-
mente presente en los Sagrarios donde está
reservada la Santísima Eucaristía. Aquí tene-
mos a Jesucristo —¡cómo me gusta hacer un
acto explícito de fe—, con su Cuerpo, con su
Sangre, con su Alma y su Divinidad. Desde el
Tabernáculo, Jesús nos preside, nos ama, nos
espera.
Romana 3 [1986] 271 (Meditación 20-VII-1986).

Oración y mortificación

3.15. Colocándose en el surco de una anti-


gua tradición, el Magisterio pontificio ha en-
señado siempre que cada cristiano ha de con-
vertirse en alma de oración. Mas, para que este
coloquio íntimo con Dios pueda desarrollarse,
no es suficiente dedicar a la oración un poco
de tiempo cada semana. Incluso rezar todos

57
los días sería poco, si se tienen presentes las
expectativas del Señor en relación a cada uno
de nosotros. El Evangelio afirma claramen-
te que es preciso rezar siempre y no desfallecer
(Lc 18, 1). Por su parte, san Pablo exhorta: sine
intermissione orate (1 Ts 5, 17), orad sin inte-
rrupción.
Toda la existencia del cristiano ha de conver-
tirse en oración; una plegaria ininterrumpida
como el latir del corazón, de día y de noche
(cfr. Lc 21, 36; 1 Tm 5, 5). Y esto Dios lo pide
a todos, porque todos están llamados a la san-
tidad. El Señor llama a la plenitud del amor
también a todos esos millones de fieles que ha
puesto en medio del mundo para compartir
las inquietudes, las aspiraciones, los problemas
del mundo en la familia, en la profesión, en las
relaciones sociales.
Rendere amabile la verità 647-648
(Discurso 24-XI-1984).

3.16. Afirmar que toda la vida puede con-


vertirse en oración no significa, de ninguna
manera, olvidar que han de existir momentos
dedicados específica y exclusivamente a la ora-
ción. Estas pausas de recogimiento son indis-

58
rezar con Álvaro del Portillo

pensables: sólo los sacramentos, junto con la


oración mental y otras prácticas de piedad, nos
consiguen la fuerza espiritual necesaria para
mantener vivo el diálogo con Dios en todo
momento.
Sin embargo, esos ejercicios no pueden con-
siderarse como interrupciones del tiempo de-
dicado al trabajo; no son paréntesis cerrados en
sí mismos. Cuando rezamos, no abandonamos
lo “profano” para sumergirnos en lo “sagrado”.
Al contrario, la oración constituye el momento
de mayor intensidad de una actitud que debe-
ría acompañar al cristiano en todas sus activi-
dades y crea el lazo más profundo —por ser el
más íntimo— entre el trabajo realizado antes y
el que se realizará inmediatamente después. Al
mismo tiempo, el cristiano será capaz de sacar
de su trabajo materia para alimentar el fuego
de la oración mental y vocal, motivos renova-
dos de adoración, de agradecimiento, de con-
fiado abandono en Dios.
Rendere amabile la verità 650-651
(Discurso 24-XI-1984).

3.17. El seguimiento y la identificación con


Jesucristo requieren, junto a la oración, aquel

59
tomar sobre sí la Cruz cada día (cfr. Lc 9, 23),
la voluntaria participación en el misterio de
la Cruz redentora (…). No se trata necesa-
riamente de seguir un determinado camino
de penitencia, pero es necesario afirmar que
la identificación con Cristo (…) requiere una
fuerte experiencia de la Cruz en la propia car-
ne y en el propio espíritu. Y esto, más aún en
nuestros días, más aún para la nueva evangeli-
zación de un mundo en gran parte sumergido
en el hedonismo. Sólo a la luz de la fe, tiene
todo esto sentido: a la luz de la fe en el miste-
rio de la Redención, en el misterio del Hijo de
Dios, hecho obediente hasta la muerte y muerte
de Cruz (Flp 2, 8).
Escritos sobre el sacerdocio 189-192
(Discurso 24-IV-1990).

3.18. ¡Señor, no más! De ahora en adelante,


quiero vibrar con mucho amor por ti. Quiero
que Tú seas el norte de mis pensamientos, que
todas mis acciones vayan dirigidas a ti, que te
ofrezca realmente todo lo que haga. Muchos
días, al final de la jornada, veremos que ese
todo se reduce a nada; pues le ofrecemos tam-

60
rezar con Álvaro del Portillo

bién esta nada, esta nada... llena de amor, del


amor que nos da Él.
Romana 3 [1986] 273 (Meditación 20-VII-1986).

Virtudes cardinales

3.19. La vida corriente, lo habitual, lo de


cada día (…). Ahí se despliegan las virtudes
humanas: la prudencia, la veracidad, la sere-
nidad, la justicia, la magnanimidad, la laborio-
sidad, la templanza, la sinceridad, la fortaleza,
etc. Virtudes humanas y cristianas, porque la
templanza se perfecciona con el espíritu de
penitencia y de mortificación; el austero cum-
plimiento del propio deber se engrandece con
el toque divino de la caridad (…). Se vive en
medio de las cosas que usamos, pero despren-
didos, con corazón limpio.
Una vida para Dios 124.

3.20. Si queremos que nuestra vocación


cristiana llegue a su pleno desarrollo, hemos
de tratar de identificarnos con el Señor, con-
sentir que el Espíritu Santo forme a Cristo en
nosotros (cfr. Gal 4, 19). Debemos, por una

61
parte, extirpar de nuestra alma los obstáculos
que paralizan la acción de la gracia; y por otra,
cultivar los elementos esenciales de la madurez
cristiana. Extirpar el orgullo, la pereza, la ira,
la sensualidad con todos los vicios y pecados;
cultivar las virtudes de Cristo: la humildad, el
trabajo, la fidelidad, la santa pureza y tantas
otras, informadas todas ellas por la caridad.
Pero el Espíritu Santo necesita nuestra colabo-
ración. El proceso de identificación con Cristo
se desarrolla a condición de que se recorran las
etapas obligadas, entre las que destacan, sobre
todo, la oración y los sacramentos.
Una vida para Dios 297 (Homilía 26-VI-1991).

3.21. Tened paciencia, como el Señor la tie-


ne con cada uno de nosotros. Ayudad, a las
personas que tratáis, a recomenzar una y otra
vez. Acogedles siempre con afecto: que puedan
acudir a vosotros para recuperar el entusias-
mo, después de una derrota, porque se sienten
comprendidos, estimulados, ¡queridos! (…).
Si realizáis así vuestra labor apostólica; si sois
comprensivos, optimistas, constantes; si seguís
sembrando paz y alegría a vuestro alrededor,

62
rezar con Álvaro del Portillo

estad seguros de que acabaréis venciendo las


dificultades que se os presenten —siempre las
habrá, hijos, porque no es el discípulo más que
el Maestro (Mt 10, 24)—, y alzaréis bien alto
a Cristo en la cumbre de todas las actividades
humanas.
Como sal y como luz 363 (Carta pastoral 2-X-1986).

3.22. Para ser fortaleza de los demás, cada


uno ha de apoyarse en el cimiento sólido, in-
conmovible, de la fe cristiana, de la doctrina de
los Apóstoles, de la Tradición de la Iglesia, que
ha sustentado al Pueblo de Dios durante vein-
te siglos y lo seguirá manteniendo firme hasta
el fin de los tiempos. Y junto a la doctrina, la
piedad, un amor sincero a Jesucristo, piedra
angular de esta construcción divina.
«Uniéndonos a esta piedra —decía san
Agustín—, encontramos la paz; reposando so-
bre ella, conseguimos firmeza. Ella es, al mis-
mo tiempo, cimiento, porque nos sostiene, y
piedra angular, porque nos une. Ella es la pie-
dra sobre la que el hombre prudente edifica
su casa y se mantiene firme contra todas las
tentaciones de este mundo; ni los torrentes de

63
lluvia la hacen caer, ni los ríos desbordados la
derrumban, ni la fuerza de los vientos la sacu-
de» (san Agustín, Sermón 337, 1).
Romana 2 [1986] 90 (Homilía 2-V-1986).

3.23. La nueva evangelización, a la que el


Santo Padre convoca a todos los cristianos,
exige fortaleza. Esta virtud consiste, sobre
todo, en la disposición profunda de vencer ese
miedo sin sentido a lo que Dios nos pide cada
día, que induce a tantas almas a no escuchar su
llamada. Ven en el cristianismo sólo el sacrifi-
cio y no piensan que es, sí, renuncia, pero re-
nuncia al egoísmo, a la comodidad, al pecado,
a todo aquello que convierte al alma en escla-
va e incapaz de amar. Y es, sobre todo, la gran
alegría de poder amar, con todas la fuerzas del
alma, antes que nada a Dios y, con el Señor, a
todas las almas, comenzando por aquellas que
nos rodean.
Una vida para Dios 273 (Homilía 14-II-1990).

3.24. Es propio del Espíritu Santo infundir


valor a las almas. Él da gallardía para confe-
sar a Dios, y fortaleza para luchar contra las
tendencias torcidas. Esta decisión será siempre

64
rezar con Álvaro del Portillo

necesaria, porque cada uno de nosotros nota


en su alma aquellas dos leyes que describe san
Pablo (cfr. Rm 7, 23): la ley de la carne, que tira
para abajo; y la ley del Espíritu, que nos hace
sentir la atracción de las cosas altas. ¡Y vence el
Espíritu! Pero nosotros hemos de querer, por-
que el Señor, aun cuando desea ardientemente
llevarnos para arriba, para hacernos disfrutar
el premio del Cielo, respeta nuestra libertad.
Romana 6 [1988] 104 (Homilía 22-V-1988).

3.25. Non est abbreviata manus Domini, la


fuerza de Dios no ha disminuido, repitió mu-
chas veces [san Josemaría] con el profeta Isaías
(Is 59, 1). Dios no se ha retirado del mundo,
ni permanece en los márgenes de la historia,
sino que continúa siendo el Señor que lo atrae
todo hacia Sí. Su gracia, presente en el corazón
del cristiano, puede divinizar todas las cosas.
El hombre de fe no debe situarse ante la vida
con corazón encogido, sino con espíritu mag-
nánimo, con ansias de bien que se manifiesten
en obras, en santificación real y efectiva, desde
dentro de las múltiples, variadas y en ocasio-
nes complejas situaciones humanas.
Romana 4 [1987] 96 (Mensaje 22-IV-1987).

65
3.26. Vale la pena decir al Señor que sí. Vale
la pena comportarnos como san José, que en
cuanto recibía una indicación de Dios, por
medio de un ángel, en sueños, o como fuera,
inmediatamente la ponía en práctica sin du-
dar, aunque supusiese un desgarrón en su vida.
Ante la Anunciación del Ángel, la Santísima
Virgen contestó: he aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). San
José actuó de igual modo: se puso inmediata-
mente en la presencia de Dios y decidió ir a
buscar a la Santísima Virgen para recibirla en
su casa, como correspondía, puesto que ya es-
taban desposados. Es una lección muy grande
—primero de la Santísima Virgen y después de
san José— de obediencia a la Voluntad divina.
Romana 18 [1994] 108 (Homilía 19-III-1994).

3.27. Soy un pecador que ama a Jesucristo,


decía [san Josemaría] con una expresión llena
de sinceridad, que ponía de manifiesto la hon-
da desestimación que tenía de sí mismo. Esta
conciencia de su condición de instrumento es-
taba tan lejos de la soberbia como de una falsa
humildad, inconciliable con su recto entendi-
miento de la dignidad del hombre. Rechazaba

66
rezar con Álvaro del Portillo

esa falsa humildad que denominaba «humil-


dad de garabato», ridícula caricatura de virtud.
Por eso, solía repetir, llevado de su realista sen-
tido teológico, que no concedía ningún crédito
a una concepción de la humildad que la pre-
sentara como apocamiento humano o como
una condena perpetua a la tristeza.
Una vida para Dios 20-21 (Discurso 12-VI-1976).

3.28. Ocultarse y desaparecer no quiere de-


cir encubrir nuestra condición de cristianos
o enmascararnos en el ambiente paganizado
que con frecuencia influye sobre las relaciones
sociales, el trabajo profesional o los momen-
tos de ocio. ¡Eso significaría querer esconder
a Cristo, avergonzarse de Cristo! Ocultarse y
desaparecer significa, en cambio, pisotear la
propia vanidad, el propio egoísmo, la soberbia
de la vida, como dice san Juan (1 Jn 2, 16), para
que «sólo Jesús se luzca». Él es la luz que brilla
en las tinieblas (Jn 1, 5) y nosotros, como hijos
de Dios en Cristo (cfr. Ef 1, 4-5), somos la luz
del mundo (Mt 5, 14). Cada uno debe ser otro
Cristo, el mismo Cristo.
Romana 12 [1991] 130 (Homilía 7-I-1991).

67
3.29. El hedonismo se ha convertido en un
espejismo de nuestra cultura, que por este
motivo se manifiesta trágicamente incapaz de
descifrar el mandamiento de la caridad. A esta
cultura incluso le parece contradictorio que el
amor pueda ser objeto de un mandamiento;
querría separar el amor de la renuncia, del sa-
crificio, y rechaza la advertencia de Jesús: na-
die tiene un amor mayor que quien da su vida
por los amigos (Jn 15, 13).
En este contexto todos los cristianos, y entre
ellos las mujeres, están llamados a testimoniar
un amor modelado sobre el amor de Cristo:
un amor fiel y fecundo, acogedor y capaz de
perdonar; un amor que da sin cálculos, pa-
ciente, comprensivo, que se olvida de sí. Pero
a la vez un amor exigente, porque Dios pide
a cada persona todo lo que está en condicio-
nes de dar, precisamente porque nos ama y nos
quiere santos, y de este modo (…) todo se con-
vierte en algo grande: incluso las acciones más
normales, más insignificantes, con el Señor ad-
quieren un valor eterno.
Romana 15 [1992] 273 (Entrevista en M. Artigas,
“Ciencia y conciencia”, Madrid 1992).

68
rezar con Álvaro del Portillo

3.30. Tengamos el orgullo santo de la prác-


tica de la virtud de la pureza, cada uno dentro
de su estado, porque así adquiere su verdadera
dimensión la capacidad de amor que el Señor
ha puesto en cada uno. Pensadlo bien, también
a la hora de la tentación: una vida limpia, cas-
ta, animada por la caridad, orienta a Dios —a
la plenitud del Amor y de la Felicidad— toda
la persona humana, incluida su corporeidad.
Con su gran corazón y con la experiencia de su
dura pelea, san Pablo proclama con palabras
claras la estrecha unión de la castidad con la
caridad: ésta es la Voluntad de Dios —afirma—,
vuestra santificación (...), que sepa cada uno de
vosotros usar del propio cuerpo santa y hones-
tamente, no con pasión libidinosa como hacen
los gentiles, que no conocen a Dios (1 Ts 4, 3-5).
Como sal y como luz 358 (Carta pastoral 1-VII-1988).

3.31. Cada uno ha de considerarse movili-


zado en una «cruzada de pureza» (cfr. Camino
121), que tan imprescindible se demuestra en
los momentos actuales. Con señorío, con el or-
gullo santo de quienes se saben hijos de Dios,
hemos de difundir en torno nuestro un am-
biente de castidad, de pudor, de modestia, en-

69
señando a quienes nos rodean a abandonar la
antigua costumbre del hombre viejo, que se co-
rrompe conforme a su concupiscencia seducto-
ra, y a revestirse, en cambio, del hombre nuevo,
que ha sido creado conforme a Dios en justicia y
en santidad verdadera (Ef 4, 22 y 24).
Como sal y como luz 361 (Carta pastoral 1-VII-1988).

3.32. Esta revelación del amor, de saber vivir


cumpliendo la Voluntad de Dios, es el testimo-
nio que el mundo actual espera de los cristia-
nos. Testimonio de generosidad sin medida,
de santa pureza, de delicado respeto, de solici-
tud, de fidelidad. Y de vigor, porque todas estas
virtudes exigen que no se las relegue a los con-
fines de la vida privada, sino que han de mani-
festarse —a pesar de los obstáculos, y de modo
tangible— en las costumbres, en la familia, en
la educación de los hijos, en las relaciones so-
ciales, en los ambientes profesionales.
Pienso en la defensa de la vida desde la con-
cepción, en la revalorización sin complejos de
la maternidad y de la fecundidad del matrimo-
nio, y también de la virginidad y de la castidad
en el noviazgo.
Romana 15 [1992] 273 (Entrevista en M. Artigas,
“Ciencia y conciencia”, Madrid 1992).

70
rezar con Álvaro del Portillo

3.33. «Vivir santamente la vida ordinaria»


significa vivir heroicamente, en diálogo con
Dios Uno y Trino, que nos escucha siempre, en
el trabajo y en el descanso, en la vida familiar y
en las relaciones sociales, en la salud y en la en-
fermedad, en los momentos favorables y en los
adversos, en los pequeños deberes de cada día
y cuando se presentan las grandes decisiones
que pueden transformar nuestra existencia.
Romana 15 [1992] 271 (Entrevista en M. Artigas,
“Ciencia y conciencia”, Madrid 1992).

Santificar el trabajo

3.34. El Opus Dei invita a cada cristiano a


santificar su profesión, recordándole que ha de
realizar su trabajo con la mayor perfección po-
sible y con una gran rectitud de intención, esto
es, no como un mero ámbito de búsqueda de
afirmación personal o de hegemonía de grupo.
Esa santificación implica que el trabajo debe
estar orientado y vivificado por la fe, porque
una fe que no informara la vida entera sería
simplemente retórica religiosa. Ahora bien, la
luz de la fe trasciende toda cultura porque es

71
un don de Dios, participación del conocimien-
to que Dios tiene de sí mismo, mientras que la
cultura es fruto de la reflexión y del quehacer
humanos.
La experiencia demuestra que la unidad en
la fe se ha sabido expresar en un real pluralis-
mo cultural, que no contradice la fe, sino que
testimonia su trascendencia. Basta pensar en
la riqueza y en la variedad del patrimonio cul-
tural que floreció, gracias al cristianismo, en
los diversos pueblos, a través de los siglos.
Romana 1 [1985] 87 (Entrevista julio-agosto 1985).

3.35. La finalidad sobrenatural [del trabajo]


no es, por tanto, como un sello que se adhiere
exteriormente al trabajo del hombre y que lleva
la mercancía —sana o averiada— a su destino
sin rozarla siquiera, sin incidir en su calidad
intrínseca. La contemplación corrige la acción
cada vez que ésta no alcanza el nivel de la dig-
nidad de la persona humana o de la dignidad
—aún mayor— de los hijos de Dios; o cuando
no sirve para la edificación del Pueblo de Dios.
Romana 1 [1985] 81 (Artículo 23-VI-1985).

3.36. Nuestra vocación [cristiana] nos im-


pulsa a trabajar mucho y bien, cada uno en la

72
rezar con Álvaro del Portillo

profesión u oficio que desempeña. No se tra-


ta de trabajar por trabajar, ni de esforzarse sin
más por llevar a cabo una tarea humanamen-
te perfecta, sino de luchar por convertir todos
los momentos y circunstancias de la jornada
— también el ejercicio de la profesión— en
 

ocasión de amar con todas nuestras fuerzas


a Dios y de hacerle amar. Pero, ¿lograremos
cumplir este objetivo último de la llamada re-
cibida, si no nos empeñamos en conocer cada
vez más y mejor al Señor?
Romana 9 [1989] 236 (Carta pastoral 1-VII-1989).

3.37. Si toda la vida es oración —trato con


Dios, por el Pan y la Palabra—, el hombre pue-
de advertir que el trabajo —su actividad ordi-
naria, lo que llena la casi totalidad de las horas
del día— es también una plegaria continua. El
trabajo, santificado, santifica y es ocasión para
que cooperemos, con la gracia de Dios, en la
santificación de los demás.
Una vida para Dios 116

3.38. ¿Pero es en verdad posible transfor-


mar toda la existencia, con sus conflictos y sus
turbulencias, en auténtica oración? Hemos de

73
responder decididamente que sí. De otra for-
ma, sería como admitir que la solemne procla-
mación de la llamada universal a la santidad,
por parte del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen
gentium 39-42), no ha sido más que una afir-
mación de principio, un ideal teórico, una as-
piración incapaz de traducirse en la realidad
vivida de la inmensa mayoría de los cristianos.
Pero la santidad requiere una vida de oración
intensa y plena, capaz de abrazar la totalidad
de la existencia en sus aspectos singulares. Es
preciso, pues, concluir que resulta indispensa-
ble lograr transformar el trabajo en oración: el
trabajo manual o intelectual, que constituye el
tejido de la vida cotidiana de tantos millones
de hombres y de mujeres, con la ayuda de la
gracia, puede convertirse para cada uno en el
ámbito de esa conversación con Dios, que es
como la sed para cada alma contemplativa. Si
alguien tuviera el temor de ser radical en este
punto —el trabajo que se convierte en oración
mediante el empeño ascético de todos los fie-
les corrientes—, ese, repito, negaría de hecho
la llamada universal a la santidad. Y, lo que aún
es más grave, hasta tal punto se difuminaría el
horizonte teologal de la vida cristiana, que se

74
rezar con Álvaro del Portillo

llegaría a crear una escisión insanable, total-


mente contraria al proyecto divino, entre el ser
y el hacer.
Rendere amabile la verità 648 (Discurso 24-XI-1984).

3.39. Una nueva visión del trabajo humano


entraba así a formar parte del acervo común de
los cristianos. A lo largo de los siglos, en efecto,
se había considerado —incluso por personas
de ingenio poderoso— que la dedicación a una
tarea laboral era una necesidad penosa e inevi-
table, de la que sólo algunos — privilegiados
 

por la sangre o por la fortuna— podían eva-


dirse. Ahora, millones de personas corrientes
saben que nel bel mezzo della strada, en medio
de sus ocupaciones habituales, está el lugar de
su encuentro con Dios.
Romana 7 [1988] 261 (Carta pastoral 8-IX-1988, 17).

3.40. Tal coherencia o unidad de vida requie-


re —insisto— que Cristo reine efectivamen-
te en nuestra alma y que nos esforcemos por
erradicar toda servidumbre a los ídolos terre-
nos: al ídolo del bienestar, de la vanidad, de la
sensualidad o de la riqueza (…). Ninguno pue-
de servir a dos señores (Mt 6, 24), nos advierte

75
Cristo, a fin de que rechacemos la tentación del
compromiso y amemos con todo el corazón,
con toda el alma y con toda las fuerzas al único
Dios verdadero, fuente de la auténtica felicidad
sobre la tierra y, después, en el Cielo.
Romana 12 [1991] 131 (Homilía 7-I-1991).

La Virgen María en la vida cristiana

3.41. La Virgen María, desde el primer mo-


mento de su existencia terrena, es la estrella
que alumbra la noche de la humanidad, la lu-
minaria que ilumina las tinieblas, en las que las
criaturas quisimos —y queremos— meternos
por el pecado. Con su aparición en el mun-
do, hace dos mil años, una lumbre de pureza
y de bondad se encendió en la tierra. Como la
aurora es anuncio de la llegada del nuevo día,
«así María desde su concepción inmaculada
ha precedido la venida del Salvador, la salida
del sol de justicia en la historia del género hu-
mano» (Redemptoris Mater 3). De esta Virgen
Inmaculada nacerá la Estirpe que aplastará la
cabeza de la Serpiente (cfr. Gn 3, 15), Cristo
Señor Nuestro, que ha bajado del Cielo para

76
rezar con Álvaro del Portillo

rescatarnos del pecado y darnos su propia


Vida, con el Espíritu Santo.
Romana 4 [1987] 67 (Carta pastoral 31-V-1987, 5).

3.42. En Nazaret contemplamos la divina


embajada de Gabriel, a la que María respon-
de con una fe heroica entretejida de humildad
sin límites. Confesando la propia nada —ecce
ancilla Domini! (Lc 1, 38)—, la Virgen se nos
presenta totalmente identificada con el desig-
nio de Dios, hasta el punto de prestar inmedia-
tamente su asentimiento a lo que le comunica
el Arcángel, con una confianza inquebrantable
en Dios.
Así ha de ser también nuestra fe, hijos míos,
al afrontar los obstáculos que se presenten en
nuestra misión cristiana: una fe firme y hu-
milde, que parte de la convicción sincera de
la personal incapacidad para una tarea tan
grande y, al mismo tiempo, se muestra llena de
seguridad en el cumplimiento de lo que Dios
pide, porque no contamos con nuestras pobres
fuerzas, sino con la omnipotencia de Dios.
Romana 4 [1987] 73-74
(Carta pastoral 31-V-1987, 18).

77
3.43. La Virgen junto a la Cruz: otra lección
que nos viene de María. Cuando la misión de
Cristo parece consumarse en el fracaso más
absoluto, y los discípulos dejan solo al Maestro,
Nuestra Señora avanza con paso decidido en la
peregrinación de la fe y cree, contra toda espe-
ranza, que se cumplirá cuanto Dios le ha dicho
acerca de su Hijo, que obrará la redención del
género humano. Ecce filius tuus ... Ecce Mater
tua (cfr. Jn 19, 26-27): nos acepta como hijos, y
nosotros, en la persona de san Juan, la recibi-
mos como Madre nuestra.
La fe, la esperanza y la ardiente caridad de
la Virgen en la cima del Gólgota, que la hacen
Corredentora con Cristo de modo eminente,
son también una invitación a crecernos, a ser
fuertes sobrenatural y humanamente ante las
dificultades externas; a insistir, sin desanimar-
nos, en la acción apostólica, aunque en alguna
ocasión parezca que no hay frutos, o el hori-
zonte aparezca oscurecido por la potencia del
mal.
Romana 4 [1987] 74 (Carta pastoral 31-V-1987, 19).

3.44. La identificación con Cristo tiene esta


dimensión fundamental. Ser alter Christus,

78
rezar con Álvaro del Portillo

ipse Christus lleva consigo necesariamente


ser hijos de Santa María. Y, del mismo modo
que esa identificación con el Señor es, a la vez,
don y tarea, también la filiación a la Santísima
Virgen es un don: «un don que Cristo mis-
mo hace personalmente a cada hombre»
(Redemptoris Mater 45); y es también una ta-
rea, que el evangelista condensa en pocas pala-
bras: y desde aquella hora el discípulo la acogió
en su casa (Jn 19, 27). «Entregándose filialmen-
te a María —comenta el Romano Pontífice—,
el cristiano, como el Apóstol Juan “acoge entre
sus propias cosas” a la Madre de Cristo y la in-
troduce en todo el espacio de su vida interior»
(Redemptoris Mater 45).
Escritos sobre el sacerdocio 198-199
(Discurso 24-IV-1990).

3.45. Llenémonos de confianza, hijas e hijos


míos, porque en cada momento de la historia
está siempre presente la Virgen Santísima con
su amor de Madre. El hombre —la mujer— de
los años futuros, con todo su bagaje científi-
co y su eficacia técnica, está tan necesitado de
Cristo como sus predecesores. Aquí no puede
haber adelantos, porque Cristo es el Principio

79
y el Fin del universo: omnia per ipsum et in ip-
sum creata sunt (Col 1, 16), todo ha sido hecho
por Él y en orden a Él, tanto en el plano natural
como en el sobrenatural.
Con Cristo y bajo Cristo, la Virgen es y será
siempre la Madre de los hombres y, por hallar-
se particularmente asociada a la misión reden-
tora de su Hijo, «está presente en la misión y
en la obra de la Iglesia» (Redemptoris Mater
28), que —contando con la colaboración de
cada uno de los cristianos— «introduce en
el mundo el Reino de su Hijo» (ibid.). Y los
cristianos hemos de contar con su «presencia
activa» (ibid. 1) en la obra evangelizadora, al
planear y llevar a término cualquier iniciativa
apostólica.
Romana 4 [1987] 72 (Carta pastoral 31-V-1987, 15).

3.46. Deseo también considerar con voso-


tros uno de los modos más tradicionales y efi-
caces de dirigirse a la Virgen: el Santo Rosario,
que puede rezarse individualmente o en fami-
lia. No olvidéis que el Rosario continúa sien-
do “arma poderosa” para vencer todas las ba-
tallas del espíritu. Es lógico, por tanto, que la
empleemos abundantemente en la actualidad,

80
rezar con Álvaro del Portillo

cuando es necesario despertar la fe de muchos


y llamar a la conversión a los indiferentes o a
aquéllos que se han alejado de Dios.
El Santo Padre [Juan Pablo II], que desde
el principio de su pontificado ha manifesta-
do claramente su predilección por esta plega-
ria, afirmaba en cierta ocasión: «El Rosario es
mi oración predilecta. ¡Oración maravillosa!
Maravillosa en su sencillez y en su profundi-
dad!». Ayudemos al Papa, como buenos hijos,
ofreciendo el Rosario —si es posible, todos los
días— por su persona y sus intenciones. Pedid
también la protección de Nuestra Señora sobre
el Cardenal Vicario y sobre los obispos de todo
el mundo. Supliquemos a María que haga de
la humanidad una verdadera familia, en la que
cada uno sirva a los demás en la vida diaria.
Romana 9 [1989] 249 (Homilía 7-XII-1989).

3.47. Al desgranar el rosario, suplicad a la


Reina del Mundo que vuelque con más abun-
dancia las gracias de su Hijo. Confiadle de
modo especial la santidad de la familia, tan
dañada por la plaga del divorcio, por el peca-
do gravísimo del aborto y por la difusión de
una mentalidad hedonista que corrompe las

81
costumbres. Invoquemos a María para que nos
ayude a combatir este buen combate (2 Tm 4, 7)
de la fe y a llevar a las almas los grandes dones
que Dios quiere darnos.
Hablo de la belleza y grandeza del matrimo-
nio y de la familia cristiana, del enorme valor
de las vidas humanas en el seno materno, des-
tinadas a gozar de la misma felicidad de Dios;
hablo de la vocación matrimonial, querida por
el Creador como compromiso primordial del
hombre y de la mujer para colaborar con Él
en la procreación y en la educación de los hi-
jos; hablo de la espléndida vocación al celibato
apostólico, que abrazan tantos hombres y mu-
jeres llamados por el Dueño de la mies, con el
deseo de cumplir un servicio total por el Reino
de Dios.
Romana 9 [1989] 249-250 (Homilía 7-XII-1989).

82
rezar con Álvaro del Portillo

IV
Santos en la iglesia

4.1. La Iglesia no es una entelequia (…), es


una sociedad presidida por el Papa y por los
Obispos en comunión con él, e integrada por
el clero y el pueblo fiel. Si amamos a la Iglesia,
hemos de amar al Papa, a los Obispos, al clero,
a los religiosos y al pueblo fiel. Si no, no es ver-
dad que amamos a Dios. Haciendo examen de
conciencia, vemos que en nosotros están esas
semillas de amor (…). Y respondemos: Señor,
te damos gracias, queremos amar todavía más,
comprender más, disculpar más; ser siem-
pre buenos hijos de Dios, que aman al Padre
Celestial y, por Él, a todas las almas.
Como sal y como luz 45 (Homilía 26-VI-1982).

83
4.2. [En Pentecostés] conmemoramos la
manifestación de la Iglesia al mundo. Y no-
sotros, que somos y nos sentimos Iglesia,
damos gracias a Dios. Le agradecemos que
nos haya hecho miembros del Cuerpo místi-
co de Jesucristo, haciéndonos renacer por el
Bautismo. Más tarde, se asentó con más fuerza
en nuestra alma por la Confirmación, y cada
día se nos entrega de nuevo en el sacramento
de la Eucaristía. Considerad, hijos míos, que
al comulgar recibimos el Cuerpo y la Sangre,
el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo; y con el Hijo inhabitan en nuestra
alma el Padre y el Espíritu Santo, que estable-
cen en nosotros su morada.
Romana 6 [1988] 103 (Homilía 22-V-1988).

4.3. En la Iglesia disponemos, por gracia de


Dios, de graneros rebosantes de buen trigo, ca-
paces de mantener y acrecentar las necesidades
sobrenaturales de las almas. Es el depósito de
la fe, que Jesucristo ha instituido y confiado a
su Esposa para que, con la asistencia constan-
te del Espíritu Santo, se esfuerce por facilitar a
los hombres —como el siervo fiel y prudente
del Evangelio (cfr. Mt 24, 45)— las provisiones

84
rezar con Álvaro del Portillo

que se precisan para el viaje que cada uno em-


prende al llegar al mundo.
Romana 9 [1989] 237 (Carta pastoral 1-VII-1989).

4.4. La Iglesia quiere también que veamos,


en el templo material, la edificación espiritual
de la familia cristiana. En la lectura de la pri-
mera carta de san Pedro, hemos escuchado la
invitación a unirnos a Jesucristo como a la pie-
dra viva, desechada por los hombres, pero ele-
gida y honrada por Dios. Si nos comportamos
así —continúa el Príncipe de los Apóstoles—,
sois también vosotros a manera de piedras vivas
edificadas encima de Él, siendo como una casa
espiritual, como un orden de sacerdotes san-
tos, para ofrecer víctimas espirituales, que sean
agradables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 4-5).
¡Piedras vivas de la Iglesia! ¡Cómo me gusta
esa expresión de san Pedro! «Piedras vivas, for-
madas por la fe, robustecidas con la esperanza
y unidas por la caridad» (san Agustín, Sermón
337, 1). Eso quiere el Señor que seamos.
Romana 2 [1986] 89 (Homilía 2-V-1986).

4.5. Hablar de los laicos, de los cristianos


corrientes — hombres y mujeres— esparcidos

85
por el mundo en las más diversas situaciones
y circunstancias, es, a fin de cuentas, hablar de
la Iglesia entera, pues si el laicado no puede ser
entendido sino a partir de la Iglesia, la Iglesia a
su vez no es comprendida a fondo sino cuando
se comprende y valora la vocación y misión de
los laicos.
Toda reflexión sobre el laicado obliga a ir al
núcleo de la verdad cristiana. Es decir, a la rea-
lidad de Cristo Jesús, que, siendo Dios de Dios
y Luz de Luz, se hizo hombre para, asumiendo
la condición humana, realizar la obra divina
de la Redención; y a la realidad de la Iglesia,
Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, a través
de la cual Jesús se hace presente a lo largo de
la historia, atrayendo todas las cosas hacia Sí.
Es, en efecto, desde ese núcleo central, desde
donde hay que recordar a todos los cristianos
— cualquiera que sea su condición, su pro-
fesión o su oficio— que son Iglesia, es decir,
que son Cristo: que en ellos actúa Cristo, que
a través de ellos quiere darse a conocer al resto
de los hombres y ordenar hacia Sí la creación
entera.
Romana 4 [1987] 94 (Mensaje 22-IV-1987).

4.6. [El Opus Dei] es una «organización


apostólica que, formada por sacerdotes y lai-

86
rezar con Álvaro del Portillo

cos, hombres y mujeres, es al mismo tiempo


orgánica e indivisa» (Juan Pablo II, Bula Ut
sit, Proemio). Unidad de un mismo fenóme-
no espiritual y pastoral, de una sola realidad
eclesial, bajo una sola jurisdicción. Y, esto, que
desde el primer momento era una característi-
ca constitutiva en la percepción y en el carisma
del fundador, ha ido poco a poco consolidán-
dose bajo el impulso de una sucesión incesante
de gracias divinas.
Una vida para Dios 276 (Homilía 14-II-1990).

4.7. Nosotros somos parte de esa Iglesia


que está construida sobre el fundamento de
los Profetas y de los Apóstoles, sobre la roca
de Pedro, y que tiene como piedra angular al
mismo Jesucristo. Hemos de mantenernos
firmes en la fe. Podremos entonces ser lo que
Dios quiere que seamos: apóstoles de Cristo
en medio del mundo. Con nuestra vida de fe,
con nuestra existencia entregada. Hemos de
examinarnos: ¿cómo anda nuestra vida de fe?
¿Nos impulsa a estar cerca del Señor? ¿Nos
empuja a vivir una entrega tal que digamos
que sí al Señor, enseguida, cuando compren-
demos que nos pide algo? ¿Nos lleva a ser más

87
generosos? Todo esto son las obras de la fe, que
actúa por la caridad. Una fe sin obras es una fe
muerta (cfr. Gal 5, 6; St 2, 17).
Como sal y como luz 46 (Homilía 4-II-1990).

4.8. Sólo el alma contemplativa sabe vibrar


continuamente al unísono con toda la Iglesia
y, por tanto, acierta a responder de modo pre-
ciso —y según la propia vocación— a cada
uno de los servicios que le requieren. Y ella
sola advierte, por propia experiencia, que el
Espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero
no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3, 8);
y conoce también que en este mundo de en-
redos y de relativismo, hay un solo lugar del
que puede afirmarse siempre y con absoluta
certeza “aquí está el Espíritu de Jesús”: en la
Iglesia. «Ubi ecclesia, ibi Spiritus Domini; ubi
Spiritus Domini, ibi ecclesia et omnis gratia»
(san Ireneo, Contra las herejías III, 24), don-
de está la Iglesia, allí está el Espíritu del Señor;
donde está el Espíritu del Señor, allí está la
Iglesia y toda gracia.
Por esta razón, los que son movidos por el
Espíritu Santo a realizar un proyecto divino,
«currunt ad Ecclesiam», corren hacia la Iglesia,

88
rezar con Álvaro del Portillo

por decirlo también con palabras de san


Ireneo: la certeza interior de lo específico de la
propia llamada tiene el sello del auténtico cari-
sma, sólo si se está convencido de que cuando
se obra en la Iglesia y con la Iglesia, se está vi-
viendo y actuando con el Espíritu de Dios.
Romana 1 [1985] 81-82 (Artículo 23-VI-1985).

4.9. Por Cristo, con Cristo y en Cristo, so-


bre el fundamento de los Apóstoles y de los
Profetas, los fieles de la Prelatura del Opus Dei,
sacerdotes y laicos, nos sentimos unidos por
la Comunión de los santos a todos los demás
miembros de la Iglesia, y nos sostenemos unos
a otros mediante el vínculo de la fraternidad
espiritual, que deriva del hecho de haber reci-
bido una misma vocación, para servicio de la
Iglesia y del mundo (...).
Al ver cómo camina el Opus Dei en el mun-
do –«firme, compacto y seguro», escribió una
vez nuestro Fundador (san Josemaría), aun-
que no falten las lógicas dificultades externas
que siempre hay para hacer el bien–, no pue-
do dejar de dar gracias a Dios por el desar-
rollo del Opus Dei, en el tiempo transcurrido
desde su erección como Prelatura personal por

89
el Romano Pontífice. Bien se nota cómo nue-
stro queridísimo Fundador gobierna y bendi-
ce desde el Cielo esta organización apostólica
suscitada por el Espíritu Santo en el seno de
la Iglesia Santa, constituida tanto por clérigos
como por laicos, que la Sede Apostólica ha
puesto bajo la jurisdicción del Prelado (Ut sit,
art. III).
Romana 2 (1986) 90 (Homilía 2-V-1986).

4.10. La labor apostólica de la Obra es el re-


sultado de la aportación de todos sus miem-
bros, sacerdotes y laicos, mujeres y hombres.
La eficacia proviene del mutuo complemen-
tarse de las actividades apostólicas que –con
la gracia de Dios, y con correspondencia per-
sonal de cada uno– se llevan a cabo en tantos
ambientes. La unidad de la Obra se realza y
resplandece más mediante la multiplicidad
de situaciones que existe entre los fieles de la
Prelatura. Y el tapiz primorosamente acabado
que, entre todos, procuramos ir tejiendo día
tras día para Dios, se enriquece con belleza
nueva en cada jornada, hasta el fin de los tiem-
pos.
Carta pastoral, 24-I-1990, 36.

90
rezar con Álvaro del Portillo

4.11. El Romano Pontífice es el fundamento


del edificio espiritual de la Iglesia. Y las puertas
del infierno —aseguró el Señor— no prevale-
cerán contra ella (Mt 16, 18). La barca de Pedro,
tantas veces azotada por los vientos y las tem-
pestades, no puede hundirse porque Jesucristo
va en ella. La nave de Pedro es la de Jesús, el
Hijo de Dios vivo. Y nosotros hemos de servir
a la Iglesia Santa con toda nuestra alma (…).
Cristo nos ha llamado para que ayudemos a la
edificación de su Iglesia. Esa construcción la
lleva adelante el Señor con la correspondencia
y la colaboración de todos los cristianos, pero
es Jesucristo quien acrecienta constantemente
su Cuerpo místico, su Pueblo elegido.
Hijos míos, vamos a decirle al Señor que sí,
que queremos ser fieles. Esta lealtad nos lle-
vará a no separarnos del cimiento, de Pedro,
porque entonces el templo de Dios que es cada
uno de nosotros se arruinaría. Es imprescin-
dible la unión con la Persona y el Magisterio
del Romano Pontífice, Sucesor de San Pedro y
Vicario de Cristo en la tierra.
Romana 6 [1988] 101 (Homilía 2-V-1988).

91
4.12. Hoy hacemos el propósito de reno-
var nuestra lealtad, de ser siempre muy fieles
al Romano Pontífice. Así, Nuestro Señor se
servirá de nosotros, como piedras vivas, para
construir día tras día su Iglesia en medio de
la sociedad de los hombres, que hoy especial-
mente parece alejarse de Él. A pesar de nue-
stra pequeñez, por bondad de Dios, seremos
fortaleza para los demás, apoyándonos siem-
pre en la piedra angular, que es Cristo Jesús, y
en la piedra fuerte también —cimiento para la
Iglesia—, que es Pedro, el Romano Pontífice.
Romana 2 [1986] 91 (Homilía 2-V-1986).

92
rezar con Álvaro del Portillo

V
Santos para santificar

Hacer apostolado

5.1. El encargo que recibió un puñado de


hombres en el Monte de los Olivos, cercano
a Jerusalén, durante una mañana primaveral
allá por el año 30 de nuestra era, tenía todas
las características de una “misión imposible”.
Recibiréis el poder del Espíritu Santo que des-
cenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta
los confines de la tierra (Hch 1, 8). Las últimas
palabras pronunciadas por Cristo antes de la
Ascensión parecían una locura. Desde un rin-
cón perdido del Imperio romano, unos hom-
bres sencillos —ni ricos, ni sabios, ni influyen-
tes— tendrían que llevar a todo el mundo el
mensaje de un ajusticiado.

93
Menos de trescientos años después, una gran
parte del mundo romano se había convertido
al cristianismo. La doctrina del crucificado ha-
bía vencido las persecuciones del poder, el des-
precio de los sabios, la resistencia a unas exi-
gencias morales que contrariaban las pasiones.
Y, a pesar de los vaivenes de la historia, todavía
hoy el cristianismo sigue siendo la mayor fuer-
za espiritual de la humanidad. Sólo la gracia
de Dios puede explicar esto. Pero la gracia ha
actuado a través de hombres que se sabían in-
vestidos de una misión y la cumplieron.
“Catholic Familyland”, Issue XXVII, 1998
(Meditación 1989).

5.2. Es preciso renovar las gestas de Pedro


y Pablo, de Santiago, Patricio y Agustín, de
Servacio, Wilibrordo y Bonifacio, de Cirilo y
Metodio: de todos los evangelizadores que, a
lo largo de los siglos, han surcado los cami-
nos del viejo Continente. A todos les pedimos
que intercedan por nosotros ante la Santísima
Trinidad. Y, tiene que ser así, los hijos de Dios
en el Opus Dei acudimos con seguridad a la
intercesión de nuestro Padre [san Josemaría],
que tantas veces volvió sus ojos a esas nacio-

94
rezar con Álvaro del Portillo

nes del Nuevo Continente, y tantos kilómetros


recorrió por las carreteras de Europa, en viajes
llenos de alegre penitencia, sembrando por to-
das partes la semilla de sus avemarías, de su
predicación, y de sus canciones a lo divino.
Romana 2 [1986] 81 (Carta pastoral 25-XII-1985, 5).

5.3. Cuando se habla de la misión de la


Iglesia, se corre el riesgo de pensar que es algo
que corresponde a quienes hablan desde el al-
tar. Pero la misión que Cristo encomienda a sus
discípulos ha de ser llevada a cumplimiento
por todos los que constituyen la Iglesia. Todos,
cada uno según su propia condición, han de
cooperar de modo unánime en la común tarea
(cfr. Lumen gentium 30) (…).
La dimensión apostólica de la vocación cris-
tiana ha estado siempre presente en la vida de
la Iglesia; pero ha habido una larga época en
la que la realización de su misión salvadora
parecía estar encomendada a unos pocos cris-
tianos; el resto era tan sólo sujeto pasivo de
la misma. El Concilio Vaticano II ha supues-
to en este campo un retorno a los principios,
al poner repetidamente de manifiesto la uni-
versalidad de esa llamada al apostolado, que

95
constituye no sólo una posibilidad entre otras,
sino un auténtico deber: «Les ha sido impues-
ta, por tanto, a todos los fieles la gloriosa tarea
de esforzarse para que el mensaje divino de la
salvación sea conocido y aceptado por todos
los hombres de cualquier lugar de la tierra»
(Apostolicam actuositatem 3).
“Catholic Familyland”, Issue XXVII, 1998
(Meditación 1989).

5.4. Permitidme ahora una digresión que


me parece de justicia. La llamada universal
a la santidad y al apostolado, tan clara en los
primeros cristianos y recordada por el último
Concilio, es una de las realidades que están en
la base del espíritu de la Prelatura del Opus
Dei. Desde 1928 su Fundador (….) Josemaría
Escrivá de Balaguer, no cesó de repetir que la
santidad y el apostolado eran derecho y deber
de todo bautizado. Así, por ejemplo, escribía
en 1934: «Tienes obligación de santificarte.
—Tú también. —¿Quién piensa que ésta es
labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A
todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed per-
fectos, como mi Padre celestial es perfecto”»
(Camino, n. 291). Y, refiriéndose al apostolado,

96
rezar con Álvaro del Portillo

escribe: «Aún resuena en el mundo aquel grito


divino: “Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y
qué quiero sino que se encienda?” —Y ya ves:
casi todo está apagado... ¿No te animas a pro-
pagar el incendio?» (Camino, n. 901).
Justamente, pues, puede considerarse a
Mons. Escrivá como un pionero de las ense-
ñanzas del Concilio Vaticano II en este cam-
po. Lo afirmaba claramente el Cardenal Poletti
en el Decreto de Introducción de la Causa de
Beatificación del Fundador del Opus Dei con
las siguientes palabras: «Por haber proclamado
la vocación universal a la santidad, desde que
fundó el Opus Dei en 1928, Mons. Josemaría
Escrivá de Balaguer ha sido unánimemente
reconocido como un precursor del Concilio,
precisamente en lo que constituye el núcleo
fundamental de su magisterio, tan fecundo
para la vida de la Iglesia».
“Catholic Familyland”, Issue XXVII, 1998
(Meditación 1989).

5.5. En los momentos actuales, hijas e hijos


míos, una profunda ignorancia religiosa impe-
ra sobre millones de almas, fuera y dentro de
la Iglesia. Quizá muchos se sentirían ofendidos

97
ante esta afirmación, que desgraciadamente
es real. Hijos: no miremos jamás como desde
arriba a ninguno: porque, aparte de que en esas
o parecidas circunstancias nos encontraríamos
también nosotros, si el Señor no nos hubiera
buscado, resulta evidente que cada uno puede
y debe ahondar en las riquezas de Dios. Por
eso es especialmente urgente que cuidemos
nuestra personal formación y que nos lance-
mos a una siembra abundante de doctrina en
todos los ambientes.
Romana 9 [1989] 236-237
(Carta pastoral 1-VII-1989).

5.6. Mucha gente huye hoy despavorida ante


el Dios de la misericordia y del amor, de la paz
y del perdón. Innumerables personas se apar-
tan de Él en todos los ambientes de la socie-
dad. Nosotros, con tantos otros cristianos que
también trabajan por Cristo en el seno de la
Iglesia, hemos de construir —¡cómo me gusta
repetir esta idea!— como un muro de conten-
ción que frene a los hombres en su loca huida
de Dios, con el deseo de convertirlos en após-
toles que contribuyan a que las almas tornen
a Dios.

98
rezar con Álvaro del Portillo

¿Y qué somos nosotros? Un poco de sal, un


poco de levadura metida en la masa de la hu-
manidad (cfr. Mt 5, 13). Pero esta sal y esta le-
vadura, con la gracia de Dios y nuestra corres-
pondencia, devolverá el sabor divino a quienes
se han vuelto insípidos, hará fermentar la hari-
na, hasta transformarla en buen pan.
Romana 5 [1987] 234 (Homilía 28-XI-1987).

5.7. El Reino de los Cielos es semejante a un


rey que celebró las bodas de su hijo (Mt 22, 2).
Todos recordaréis esta parábola evangélica. El
rey prepara un banquete y manda a sus siervos
a invitar a los comensales: id, pues, a los cruces
de los caminos y llamad a las bodas a cuantos
encontréis (Mt 22, 29). He aquí cómo se com-
portan los que quieren servir al Reino de Dios:
invitan a los otros al banquete, a participar en
la Mesa del Señor, en la Sagrada Eucaristía.
La enseñanza es clara. Si queremos sincera-
mente que Cristo reine, hemos de actuar como
los siervos de la parábola: invitar a los demás a
acercarse a Dios. Debemos ver en las personas
que nos rodean almas que el Señor ha llamado.
En cualquier parte, en el trabajo profesional,
en el seno de la familia o en la vida social, he-

99
mos de ser instrumentos de Cristo para que
muchos le conozcan y le amen. Debemos lla-
marles e insistir con el ejemplo, con la palabra,
con la amistad sincera: ¡no podemos abando-
narles! «Si os encamináis hacia Dios, tratad
de no ir solos hacia Él», escribe san Gregorio
(Homilías sobre los Evangelios, 6, 6). Todos he-
mos recibido una misión divina: id, pues, a los
cruces de los caminos. Todos los cristianos son,
deben ser, apóstoles.
Romana 12 [1991] 132 (Homilía 7-I-1991).

5.8. Para acercar a cada alma al amor de Dios


Padre, la senda que habrá que recorrer es la de
enseñar a amar los sacramentos, fuentes de la
gracia —y, especialmente, el Santo Sacramento
del perdón: la Confesión, y la Santa Eucaristía:
Cristo que se da como alimento del alma—,
para que, con la paz de Cristo en la concien-
cia y bien enraizados en la intimidad divina,
aprendiendo a convertir todo en ocasión de
encuentro con el Señor, es decir, en oración,
los cristianos puedan difundir a su alrededor
esta misma paz: en la familia, en la sociedad
entera, en el mundo.
Una vida para Dios 190 (Homilía 26-VI-1978).

100
rezar con Álvaro del Portillo

5.9. Pero hay más: ¿cuántos, de las personas


que nos rodean, no son capaces de gustar la
dulzura de la Eucaristía, e ignoran que en este
sacramento Cristo se da al hombre, al alma en
estado de gracia, con su Cuerpo, su Sangre,
su Alma y su Divinidad? ¿Cuántos jóvenes,
atraídos por el ideal de una vocación, se ale-
jan a causa de la visión humana de sus padres,
parientes y amigos, que piensan que Dios no
merece el ofrecimiento total de la propia vida?
A estos jóvenes y a sus padres les digo: ¡daos
al Señor sin miedo, sin cálculo! Dios es buen
pagador.
Y, una última pregunta, ¿cuántos entre nues-
tros conocidos no se han dado cuenta —a cau-
sa de nuestra languidez espiritual y de nuestra
inactividad apostólica— de que somos cristia-
nos? Ved, hermanos e hijos míos, qué horizon-
tes tan apasionantes se presentan ante nuestros
ojos.
Una vida para Dios 270 (Homilía 26-VI-1989).

5.10. No podemos tratar a las personas como


si fueran objetos. Sean quienes sean —altos o
bajos, simpáticos o antipáticos, gordos o del-

101
gados, enfermos o sanos—, son personas por
las que el Señor ha derramado su Sangre. Cada
uno vale toda la Sangre de Cristo (cfr. 1 Pe 1,
18-19). Los has de mirar como a hermanos tu-
yos, porque son hermanos de Jesucristo e hijos
de la misma Madre. Cuando estaba a punto de
morir, Jesús nos hizo el regalo de su Madre;
desde entonces todos los hombres somos más
íntimamente hermanos de Cristo y hermanos
entre nosotros.
Algunos conciben la amistad de manera bien
distinta. Y no es así. La amistad supone entre-
ga, sacrificio por la persona a quien amamos.
Es un cariño vivido y práctico que nos impul-
sa a mortificarnos, a procurar hacer el camino
fácil a los demás, a comprender, a disculpar, a
perdonar.
La verdadera amistad es consecuente y llega
hasta el final. Si tú no buscas que esa persona
se salve, no eres amigo suyo. Sentirás en todo
caso una simpatía humana, que quizá esté te-
ñida de egoísmo o de sensualidad. Si eres ami-
go de verdad, desearás que se santifique, que
se haga santo. Y para eso has de poner los me-
dios. Así que no se instrumentaliza la amistad
al hacer apostolado; por el contrario, se están

102
rezar con Álvaro del Portillo

cumpliendo los deberes que impone la verda-


dera amistad.
Como sal y como luz 337 (Palabras en una reunión
familiar, 7-IV-1982).

5.11. Luchemos, con la gracia de Dios, para


ser apóstoles. Entonces podrás decir: Señor;
yo, que estoy tan lleno de miserias, ¿puedo ser
apóstol tuyo? Sí, hijo mío. Puedes ser após-
tol de Jesucristo, porque Él te llama y te da su
fuerza, infundiéndote la fe, alimentándote con
la esperanza y encendiéndote en su amor. Y
como prenda de estas virtudes teologales, que
derrama generosamente en nuestras almas
mediante el Espíritu Santo (cfr. Rm 5, 5), nos
entrega su Cuerpo y su Sangre, alimento de ca-
minantes, Pan de Vida eterna.
Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988).

Comenzar por la familia

5.12. Es evidente que, por ley natural, los


padres tienen que educar a los hijos y que esa
misión les corresponde primordialmente. Los
padres no son unos animalillos que traen al

103
mundo otros animalillos. Son hijas e hijos de
Dios que traen al mundo nuevas criaturas para
que sean y se comporten como hijos de Dios.
Ésa es la misión excelsa, maravillosa, de un pa-
dre o de una madre de familia cristiana.
Cada hijo que nace es una prueba de la con-
fianza de Dios con los padres. Y es preciso
corresponder con esfuerzo, porque es muy
cómodo decir: que os eduquen en el colegio,
o que el Estado se encargue de vosotros. No
obstante, también es verdad que los padres no
pueden llegar a todo y, por consiguiente, son
necesarios medios subsidiarios para instruir a
los hijos en todas las ramas del saber humano.
Con esa finalidad, muchos católicos promue-
ven colegios donde los hijos pueden estudiar
todas las disciplinas impregnadas por un cri-
terio católico, de tal forma que se acerquen a
Dios.
Romana 15 [1992] 272 (Entrevista en M. Artigas,
“Ciencia y conciencia”, Madrid 1992).

5.13. En esa educación, los padres son una


parte fundamental, porque los hijos imitan
el comportamiento generoso o egoísta de los
padres. Si los padres, por ejemplo, no quieren

104
rezar con Álvaro del Portillo

tener hijos por egoísmo, no porque Dios no


se los mande sino porque prefieren tener más
aparatos de televisión u otros objetos para vivir
más cómodamente, el hijo que tienen apren-
de también a ser egoísta. Y cuando los padres
envejecen, los envían a un asilo, porque no
los aman. Es una cosa horrorosa que se evita
cuando los hijos aprenden a ser buenos cristia-
nos, y como buenos cristianos aman, más que
nadie, a sus padres.
Para educar a los hijos, los padres tienen que
ser amigos de ellos. Más que regañar y casti-
gar es preciso, sobre todo, comprenderlos, dis-
culparlos, quererles de tal manera que tengan
confianza, para que los hijos sean también
amigos de los padres. De este modo, cuando
les surgen inquietudes íntimas, no acuden a
personas sin criterio, sino a sus padres.
Romana 15 [1992] 272 (Entrevista en M. Artigas,
“Ciencia y conciencia”, Madrid 1992).

5.14. Los frutos vendrán, necesariamente,


si colocamos a nuestra Madre en el centro de
toda la labor. Es una de las enseñanzas que po-
demos sacar del Cenáculo de Jerusalén, donde
contemplamos a los Apóstoles perseveran-

105
do en la oración cum Maria, Matre Iesu (cfr.
Hch 1, 14). Si no dejamos de poner los medios
sobrenaturales con fe inconmovible, si perse-
veramos en la oración y en el sacrificio, si se-
cundamos el consejo que nos sugiere la Virgen
—haced lo que Él os dirá (Jn 2, 5)—, obedecien-
do a la voz del Magisterio como hasta ahora,
el Espíritu Santo volverá eficaces nuestros tra-
bajos en servicio de la Iglesia Santa, y nuestras
redes —redes divinas— estarán siempre llenas
de almas, que pondremos a los pies de Cristo,
para gloria de Dios Padre.
Romana 4 [1987] 74-75
(Carta pastoral 31-V-1987, 20).

Tarea de todos

5.15. Si la nueva evangelización, como la pri-


mera, como la de toda la historia, y como toda
labor verdaderamente sobrenatural, es impo-
sible para nuestras fuerzas humanas —las de
cada uno y las de todos juntos en la Iglesia—,
es sin embargo posible para Dios, es posible
para Cristo: resulta, por eso mismo, posible
para nosotros, para todos y para cada uno, en

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rezar con Álvaro del Portillo

la medida en que todos y cada uno seamos


—pienso que es necesaria esta insistencia, que
 

siempre será actual—«no ya alter Christus, sino


ipse Christus, ¡el mismo Cristo!» (Es Cristo que
pasa 104). Aquí está la honda razón teológica
de la necesidad de la santidad personal, para
toda obra apostólica concreta y para la recris-
tianización del mundo en su totalidad.
Escritos sobre el sacerdocio 182-183
(Discurso 24-IV-1990).

5.16. Llevaremos a cabo esta labor viviendo


fidelísimamente nuestro espíritu —contempla-
tivo y apostólico— en medio de cada una de
las ocupaciones diarias, que hemos de realizar
con toda la perfección humana de que sea-
mos capaces. Esta es y será la gran medicina
que necesita la sociedad secularizada, en la
que parece no haber sitio para Dios. Por que-
rer divino, el espíritu del Opus Dei posee un
atractivo especial para los hombres y mujeres
que —como los de nuestra época— se sienten
plenamente inmersos en el mundo laboral,
político, social, etc., que es nuestro mundo. Lo
único que se requiere es que abran los ojos a
la luz de Dios, porque los tienen —como nos

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hubiera sucedido a ti y a mí, sin el auxilio de la
vocación— llenos del barro de las cosas mun-
danas. ¡Qué alegría la suya —conocéis todos
esa experiencia, como la conozco yo— cuando
por fin descubren al Señor, precisamente en
medio de esos mismos afanes que antes les im-
pedían contemplarlo!
Romana 2 [1986] 82 (Carta pastoral 25-XII-1985, 7).

5.17. Ante este mundo nuestro, está claro


que —insisto— la evangelización será nueva
no por el contenido esencial de la doctrina que
se anuncie, ni por el modelo de vida que se
proponga a nuestros contemporáneos. La no-
vedad habrá de residir en las nuevas energías
espirituales y apostólicas puestas en juego por
todos los fieles, pues todos somos partícipes y
responsables de la misión de la Iglesia
Escritos sobre el sacerdocio 176-177
(Discurso 24-IV-1990).

5.18. Considerad que es urgente —con ur-


gencia grande— volver los ojos a la Virgen
Inmaculada, exenta de todo pecado, de cuyo
seno nace el Hijo de Dios hecho hombre, ven-
cedor de todo mal, para llevar a cabo la gran

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rezar con Álvaro del Portillo

tarea de la nueva y profunda evangelización


que el mundo necesita. En todas las latitudes,
una imponente ola de materialismo teórico o
práctico amenaza con arrasar lo que nuestros
predecesores en la fe, movidos por el Espíritu
Santo, construyeron con tanto amor y sacrifi-
cio.
El Romano Pontífice ha denunciado este
grave peligro en su Magisterio por el mundo
entero, en muchas ocasiones: y no se cansa de
convocar a todos los cristianos —de modo es-
pecial a los fieles laicos, a quienes corresponde
por vocación específica la santificación ab in-
tra de las estructuras temporales— a dedicarse
con empeño a esta tarea, que tanta abnegación
requiere, para que los hombres abran sus cora-
zones a la luz de Dios.
Romana 4 [1987] 71 (Carta pastoral 31-V-1987, 13).

5.19. La primera evangelización en los albo-


res de la Iglesia —la que Pedro lleva a cabo el
mismo día de Pentecostés— fue preparada en
el Cenáculo de Jerusalén, junto a la Madre del
Señor. Con sus cuidados maternales, María
aúna a los discípulos; con su oración rebo-
sante de fe, atrae al Espíritu Santo que colma

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los corazones de los primeros fieles e inflama
sus voluntades. Ciertamente, como recuerda
el Papa (Juan Pablo II), la Virgen «no se en-
contraba entre los que Jesús envió por todo
el mundo para enseñar a todas las gentes (cfr.
Mt 28, 19), cuando les confirió esta misión»
(Redemptoris Mater 26); pero colabora en su
calidad de Madre y de principal Corredentora
a que la predicación recia y vibrante de los
Apóstoles resuene primero en las calles y pla-
zas de Jerusalén, y luego en toda Palestina y en
el mundo entero, haciendo realidad el manda-
to de Cristo.
Desde entonces, la Virgen María está presen-
te en el quehacer de la Iglesia peregrina en la
tierra. Más aún, «precede constantemente a la
Iglesia en este camino suyo a través de la histo-
ria de la humanidad. María es también la que,
precisamente como Esclava del Señor, coopera
sin cesar en la obra de la salvación llevada a
cabo por Cristo, su Hijo» (ibid. 49). Por esto,
me decido a añadiros a cada uno, para los mo-
mentos duros: si la tarea se nos hace pesada,
si el cansancio nos puede, si las pruebas nos
desalientan, con toda seguridad falla el recurso

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rezar con Álvaro del Portillo

a la Virgen, la certeza de que con Ella las difi-


cultades se allanan.
Romana 4 [1987] 68 (Carta pastoral 31-V-1987, 6).

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