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El concepto simple
Si tuvieras que explicar qué es el macerado a tu abuela, obviando tecnicismos y factores variables, podríamos
decir que el macerado consiste en ‘extraer’ los azúcares que hay en la malta (y otros adjuntos) y conseguir
diluirlos en agua. Este caldo o sopa de cereales azucarada (no dejéis de probar todos los mostos que consigáis) se
denomina “mosto”, en analogía con el jugo de la uva cuando la exprimes, antes de fermentarse y tener vino.
La comparación con el vino a veces resulta muy gráfica. Casi todo el mundo entiende que si aplastas las uvas y
pones a fermentar el zumo resultante (lleno de azúcares), cosa que basta con mezclarlo con la propia piel de la
uva (llena de levaduras salvajes), acabas teniendo vino. No estoy diciendo si consigues un vino de buena calidad,
pero acabas teniendo vino. Dado que la cerveza también es una bebida alcohólica fermentada y que si aplastamos
la cebada no sale ningún jugo (al contrario que con las uvas), tenemos que añadirlo a un medio líquido para obrar
el milagro.
Sin embargo, aquí es cuando la cosa empieza a complicarse, ya que entran en juego muchos factores que van a
influir en el resultado, a favor o en contra. Desde la composición propia del agua, de la propia malta, de las
temperaturas, del ratio agua/malta y del propio tiempo en el que ocurre todo esto, entre otras cosas, vamos a
conseguir un mosto de uno u otro tipo.
De manera simplista, podemos decir que dentro de la malta nos encontramos con una gran cantidad de almidón
por un lado, y con cierto contenido de diferentes enzimas, por el otro. Gracias a nuestra intervención, hidratando
la malta con agua caliente, vamos a conseguir activar esas enzimas, las cuales están “programadas” para
descomponer el almidón en azúcares más simples (cadenas más cortas de azúcares), que finalmente, podrán
servir como alimento de las levaduras durante la fermentación.
Una definición igual de simple pero más acertada sería que lo que vamos a hacer mediante el macerado, es
convertir los almidones que están en los cereales a macerar (no solo malta o cebada, sino también maíz, avena,
trigo, arroz…) en azúcares que sean fermentables, esto es, que la levadura pueda usarlos para fermentar. Y esta
“conversión” solo ocurrirá mediante un proceso llevado a cabo por enzimas que de manera natural se encuentran
en la malta.
Complicando el concepto
Empecemos por resaltar un hecho notable: en los tiempos que corren, las malterías han avanzado mucho su
conocimiento de los procesos y las técnicas actuales permiten producir maltas muy efectivas a la hora de hacer
un macerado. A estas maltas se les conoce como “maltas bien modificadas”, y facilitan mucho la labor del
cervecero, que tiende a despreocuparse de ciertas problemáticas que había en el pasado. Por esta cuestión,
muchas de las publicaciones más clásicas acerca de elaborar cerveza en casa están un poco obsoletas. Y esto
incide en los procesos de hoy.
Hace siglos, las maltas no estaban tan modificadas y podemos decir que había que “acabar de modificarlas”
durante el macerado. Eso implicaba algún paso que otro que en la actualidad podemos obviar. Si te atrevieras a
maltear cebada en casa, probablemente no lo harías tan bien como una maltería y tendrías que preocuparte de
averiguar qué pasos hacían los cerveceros clásicos para complementar un malteado ineficaz. Nos vamos a
permitir del lujo de dejar de lado pasos engorrosos como la degradación de los betaglucanos y de las proteínas.
A modo de curiosidad, podemos decir que se hacían varios escalones a bajas temperaturas (35 °C, 45 °C, 55 °C)
para activar enzimas desramificadoras y proteínas que beneficiarán los procesos que están por llegar. Las
enzimas que actúan en ese rango bajo de temperaturas se conocen como proteasas, y centran su actividad en las
proteínas del mosto.
Otro tipo de enzimas, conocidas como amilasas, nos van a dar mejores satisfacciones y son las que se van a llevar
todo nuestro amor y todo nuestro cariño.
Así, al final del todo tendremos un mosto lleno de azúcares simples (monosacáridos como la glucosa), de
disacáridos (dos azúcares, como por ejemplo, dos glucosas juntas, que se conocen como “maltosa”), algunas
cadenas de trisacáridos (tres glucosas juntas, conocidas como “maltrotriosa”) y las ya archifamosas dextrinas,
que son cadenas de azúcares más largas, menos digeribles por la levadura, por lo que no van a fermentar bien y
una parte (más grande o más pequeña) se van a quedar en el mosto, añadiendo complejidad y cuerpo a la
cerveza.
Por tanto, en realidad, el macerado se trata de bajar y subir palancas imaginarias de nuestra máquina imaginaria
para ajustar las proporciones de azúcares fermentables y dextrinas, y conseguir la cerveza que nos proponíamos:
con más o menos cuerpo, más dulce o más seca.
Remojado
Donde hacemos la mezcla de malta molida y agua caliente, para ajustarlo a una temperatura o rango de
temperatura concreto, y aprovechamos (una vez la mezcla se haya asentado), para medir el pH y ajustarlo si es
necesario.
Gelatinización
La gelatinización llega a los oídos de los jombrigüeres tarde o temprano. En realidad, resulta un concepto familiar
por la popularidad de la palabra “gelatina”, y se acopla a nuestro vocabulario de manera normal. Pero… ¿sabemos
lo que es?
Cuando tienes la malta en su saco, los almidones no están disponibles, están dentro del grano, y hay que facilitar
su extracción. Lo primero que hacemos es romper el grano, a través de la molienda, llenando todo de polvo, pero
a la vez vamos a permitir que el “medio almidonado” del interior del grano quede expuesto.
Ahora tenemos que pensar a nivel molecular. El almidón empieza a absorber agua, por lo que se va hinchando.
Esta hinchazón provocada por el agua empieza a alterar la estructura del almidón, volviéndose inestable. Si la
temperatura del agua es la adecuada, el almidón acabará descomponiéndose en partes más pequeñas, así que el
contenido de la molécula del almidón se “funde” con el agua (en realidad, se combina), lo que provoca cierta
pastosidad consistente, como si estuviéramos haciendo unas gachas.
Con esta impresionante imagen mental, donde una molécula de almidón empieza a hincharse con el agua y
se degrada hasta deshacerse por completo como la bruja del Mago de Oz, pasamos a conocer los conceptos
básicos: ese punto, cuando el almidón se degrada en partes más pequeñas es lo que conoce como “temperatura
de gelatinización”. Y se da la circunstancia de que cada fuente de almidón gelatiniza a temperaturas distintas.
Un almidón de la malta de cebada gelatiniza entre los 63 y los 69 °C (como siempre, dependiendo del libro que
mires, encontrarás variaciones en esta información), aunque el almidón de la cebada cruda, sin maltear,
gelatiniza entre los 60 y los 62 °C. Otros ejemplos, serían: un almidón proveniente de la patata gelatiniza entre los
55 y los 71 °C, el del trigo entre los 52 y los 66 °C y el del arroz, pues… ¡depende del arroz!, los hay del rango 61-
82, del 66-68, del 71-74…
Al fenómeno químico de que una sustancia orgánica como el almidón de descomponga por acción del agua se le
denomina “hidrólisis”.
Licuefacción
Y llegados al punto donde el almidón ha sido gelatinizado, las partes más pequeñas, que son las amilosas y las
amilopectinas, están libres en el agua, llega el momento de la licuefacción. La licuefacción es la fase del
macerado donde entran en juego las enzimas y empiezan a partir las cadenas largas de azúcares en otras más
pequeñas.
Sacarificación
El mosto es ahora un caldo lleno de dextrinas. Esto es, cadenas largas de azúcares (de incluso 10 o 20 moléculas
de glucosa) que no van a poder ser metabolizadas por la levadura, así que necesitamos un nuevo paso de
degradación, para conseguir esas moléculas de 1 o 2 azúcares (glucosa o maltosa). Y el proceso en sí por el cual
una enzima rompe una cadena compleja de azúcares en otra más pequeña de monosacáridos o disacáridos, se
denomina “sacarificación”. Es justo la parte que nos gusta manejar a los cerveceros para hacer el mosto a
nuestra medida, y que está descrita con más detenimiento en otras partes del artículo.
Evidentemente, cuanto más tiempo se emplee en el rango de temperatura óptimo para cada una de las enzimas,
va a tener una potenciación de la actividad. Y dicha actividad, un efecto concreto en el mosto resultante, que no
siempre va a ser positivo.
Por ejemplo, en rangos bajos de temperatura (esos que hemos dicho que es mejor olvidarnos si usamos maltas
bien modificadas), un breve tiempo de actividad de las proteasas va a favorecer la claridad de la cerveza. Sin
embargo, si el tiempo de actividad es prolongado, incidirá directamente en un problema en la generación de la
espuma de servido. Por estas cosas es preferible no gestionar el macerado al azar, sin saber qué consecuencias
tiene cada decisión.
Por tanto, un mayor tiempo dedicado al rango favorable de la alfa-amilasa va a provocar una mayor proliferación
de las dextrinas, y más tiempo en rangos bajos de temperatura, favorecerá la actuación de la beta-amilasa y el
mosto será más fermentable, por lo que conseguiremos una mayor atenuación al fermentar, más alcohol y una
cerveza más seca.
A pesar de lo dicho, se dice que, a partir de los 60 minutos de macerado, la actividad enzimática se empieza a
ralentizar, lo que no quiere decir que se detenga. Está comprobado que macerados más duraderos tienen un
mejor rendimiento.
Existe un método muy rudimentario para controlar la actividad de la sacarificación, que es mediante la prueba
del yodo, que vamos a comentar más adelante. Mediante esta prueba, sabrás si merece la pena alargar el
macerado o ya ha transcurrido el tiempo suficiente.
Macerados muy eficientes completan la conversión en media hora, aunque lo usual y más extendido es apuntar a
una hora para asegurarse una conversión completa. Como esto depende mucho de los equipos, del volumen del
lote y de procesos auxiliares (como remover el empaste o recircular el mosto), no hay una guía fija que seguir y
una vez más hay que recurrir a la experiencia.
Podríamos seguir poniendo ejemplos de diferentes publicaciones especializadas, pero visto lo visto, mirando el
cuadro resumen, tenemos suficiente información y contrastes para trabajar. Como se dice continuamente en
todos los artículos del blog, lo mejor es la experimentación y la experiencia propia. Coge estos datos y aplícalos a
tus elaboraciones diarias, evalúa los resultados, cambia algo para ver cómo afecta y aprende del resultado.
Como colofón, en este curioso post [¡plink!] Se habla de un concepto muy bonito. Su autor, Jake McWhirter (quien
ha tenido la amabilidad de dejarme usarlo aquí), ha desarrollado la “ventana del cervecero”, un espacio dentro de
un gráfico donde se ve la actividad de la alfa-amilasa en porcentaje, con su curva en base a la temperatura, y que
reproducimos aquí por su valor visual. Un cuadro parecido, pero menos visual, con el mismo concepto, se
encuentra en la página 241 del libro Brewing (segunda edición) de Michael J. Lewis and Tom W. Young, pero
preferimos reproducir el de Jake.
Los jombrigüeres aplicados pueden leerse este estudio de la Brewing Research Foundation, titulado “The effects
of mashing temperature and mash thickness on wort carbohydrate composition”, donde hay interesantes cuadros
de la actividad de las amilasas [¡plink!].
Cuadrando la temperatura de macerado (La “fluctuosidad” del asunto)
En la práctica, para conseguir una temperatura concreta, hay que llenar el macerador con el volumen de agua que
queremos (de acuerdo con un empaste objetivo, del que hablaremos más abajo) y luego añadir el grano al agua.
Como el agua va a perder grados por el camino, primero al entrar en contacto con el macerador, y luego, al
enfriarse un poco más por culpa del grano, lo suyo es calcular la temperatura inicial del agua, previendo que
bajará al punto que tú quieres cuando la mezcla se complete y la temperatura se homogenice. Si repites la misma
receta una y otra vez, no te hará falta hacer los cálculos siempre que elabores, ya que los factores más
importantes son la temperatura objetivo, la relación agua:grano (empaste) y la temperatura del grano. Las
calculadoras de internet, como por ejemplo la que hay en la ACCE [¡plink!] ayuda mucho. Casi siempre este tipo
de calculadoras te darán la pista definitiva para saber a qué temperatura poner el agua. Además, ya sabemos que
no hay volverse loco tratando de ajustarlo todo a la décima de Celsius.
De vez en cuando, te encontrarás con algún problema, y el cálculo no ha funcionado del todo bien, así que
conviene tener un plan alternativo para ajustar de manera rápida la temperatura del macerado, y seguir adelante
con el plan preconcebido del perfil de la receta.
La manera más sencilla es añadir una pequeña cantidad de agua, ya sea fría o caliente, para acabar de clavar la
temperatura deseada. La calculadora de la ACCE tiene un apartado para añadir agua caliente si queremos subir la
temperatura (diseñada para escalones) [¡plink!] o en Brewer’s Friend tienes una que sirve para subir y bajar la
temperatura [¡plink!]. Aunque me parece poco práctica porque para enfriar te hace el cálculo con la temperatura
a 10 °C, algo demasiado arbitrario. En realidad, hay mil calculadoras que puedes usar, como la Jim’s Beer Kit
[¡plink!].
Lo que hace todo el mundo es añadir agua poco a poco hasta conseguir bajar la temperatura al rango deseado. Si
la temperatura a ajustar es poca, también te valdrá si remueves el empaste durante un rato hasta llegar al punto
requerido. En equipos más trabajados (RIMS/HERMS), subir la temperatura del macerado conlleva un sencillo
recirculado aplicando calor.
En cuanto a qué temperatura elegir macerar, o bien, si elegir varias temperaturas durante un mismo macerado, a
más de uno se le ha ocurrido el siguiente planteamiento: si primero macero a una temperatura muy alta,
activando las alfa-amilasas, tendré un mosto lleno de cachitos de azúcares, pero un poco grandes (alias
“dextrinas”). Si en ese punto, bajo la temperatura, saldrán a correr las beta-amilasas y liquidarán todos esos
azúcares en una kermesse enzimática… Y el resultado será un mosto super-fermentable y atenuante… ¡Pues no!
Si lo hacemos así, las altas temperaturas que favorecen a las alfa-amilasas desnaturalizarán a las beta-amilasas,
que perderán su función biológica, convirtiéndose en enzimas no-muertas que no harán nada para que tu mosto
sea más fermentable.
Este planteamiento, que es inútil en una infusión simple, funciona en los macerados por decocción, ya que solo
una parte del mosto se lleva a ebullición. Pero de la decocción ya hablaremos en otro artículo. Aquí hemos venido
a hablar de la infusión.
Experimento en Brülosophy (Alta temperatura VS. Baja temperatura)
En uno de sus famosos “exbirramentos” de uno de mis blogs de referencia como es Brülosophy, experimentan
con la misma receta, pero cambiando la temperatura de macerado. Parten de la base de que la beta-amilasa
trabaja en el rango de 55-65 °C y la alfa-amilasa, en el de 68-72 °C, y van a hacer un macerado a 64 °C y a 72 °C.
Para resumir el experimento, del que podéis encontrar todos los detalles en el blog original [¡plink!], podemos
decir que han usado un kit preparado (Biermuncher’s Centennial Blonde Ale), y ambos macerados han resultado
en mostos con una densidad inicial de 1,040, para acabar en una densidad final de 1,005 para el macerado a baja
temperatura y de 1,014 en el de alta temperatura. La diferencia de 9 puntos de densidad ya nos constata de
forma fiable que van a ser cervezas diferentes, pero el aspecto final de la cerveza también cambia: la espuma es
más estable en la macerada a baja temperatura y también la cerveza era más cristalina de forma notable.
Tras la tradicional cata de las muestras, aunque a priori todo iba a indicar que se iba a identificar de manera fácil
la diferencia de cuerpo, alcohol (4,4% vs. 3,4%) y el dulzor de la malta entre una y otra, los que notaban la
diferencia fueron muy pocos. Es más, cuando se les explicó el experimento a los catadores y se les pidió que
identificaran la muestra macerada a mayor temperatura, sólo 4 de 9 supieron señalarla. Lo que parecía muy
evidente, al final no lo es tanto.
Como casi todas las veces, parece que “nada de lo que hagas importa”, para los consumidores finales, pero ya
hemos visto cómo afecta a los números y a los de morro fino. A partir de aquí, la cerveza y las decisiones, son de
cada uno.
Hay un segundo experimento con dos macerados, a 65 y 67 °C [¡plink!]. En cuanto a densidades iniciales, fueron
1,059 para la del macerado a 65 °C contra 1,058 para la de 67 °C (bastante poco indicativo). Las densidades
finales también varían, aunque muy poco: 1,008 para la de 65 °C contra 1,009 a 67 °C. El autor del experimento
declara no encontrar diferencias entre cuerpo, retención de espuma, espuma generada o cualquier otra
característica específica típicamente atribuida a los macerados en rango alto (67 °C no es que sea muy alto). El
autor reconoce que pasa una de cada tres pruebas triangulares para identificar la muestra diferente en una cata.
Lo que nos viene a decir en este experimento es que no hay apenas diferencia entre macerados de 2 °C de
diferencia (al menos, en ese rango de 65-67 °C), lo que nos tranquilizará a la hora de tomar las medidas de
temperaturas.
Tanto en el primer experimento que hemos visto como en el segundo, los resultados son un poco
descorazonadores, en cuanto a obtener cervezas diferentes. En realidad, mucha culpa de esto lo tienen las maltas
bien modificadas, que hacen el trabajo muy fácil para los macerados. Si realmente quieres aumentar el cuerpo de
tu cerveza de una manera fiable, conviene añadir maltas que aporten azúcares no fermentables, como las maltas
Crystal y Caramelo, que además te van a favorecer la retención de espuma (los supertacañones cerveceros
aconsejan un rango de entre un 2 y un 15% del total del grano de la receta, dependiendo del estilo). Otras maltas,
como la Special B o incluso las oscuras como la Chocolate o la cebada tostada, también aportan azúcares no
fermentables.
Temperatura final (lavado)
Cuando damos el macerado por terminado, el primer paso es subir la temperatura del mismo, habitualmente por
encima de los 74 °C (otras fuentes recomiendan 77-78 °C). El paso final del macerado se suele conocer como
“lavado”, donde hacemos correr el mosto a través de la cama de grano con la gracia de arrastrar todos los
azúcares posibles.
¿Qué conseguimos con este paso? Pues algo realmente importante, que, aunque parezca banal al principio, es
bastante sustancial cuando lo entiendes. Si dejas el mosto a su suerte en este punto, las enzimas van a seguir
actuando, con más o con menos efectividad, pero podrán variar las cualidades de tu mosto, por ejemplo, las beta-
amilasas pueden seguir acuchillando de manera despistada y vaga ciertas dextrinas y aumentar la
fermentabilidad, y con ello, bajar el cuerpo de la cerveza, cuando tú precisamente lo que querías es una cerveza
con mayor cuerpo.
Si subes la temperatura conseguirás que las enzimas queden inactivas, lo que fijará, de algún modo, la proporción
azúcares fermentables y no fermentables que has estado trabajando todo este tiempo. Además, de manera
colateral, conseguirás gelatinizar algún almidón residual, lo que te va a permitir un mejor flujo del mosto, algo
importante a la hora de vaciar el macerador a través de la cama de grano.
Tercera palanca | El pH
Al igual que hemos visto con las temperaturas, existe otro baile de rangos de pH dependiendo de la publicación
que consultes. Lo que hay que tener claro es que nuestras enzimas favoritas van a trabajar bien dependiendo de
si el pH es el indicado o no. De nada servirá dejarlas en su rango de temperatura si luego el pH del macerado no
está acorde con lo que necesita la enzima concreta, ya que la conversión de los almidones será más costosa (y
lenta).
Habitualmente, se suele recomendar un rango de pH para el macerado de entre 5,2 y 5,6 o incluso se acota a 5,3 –
5,6 (medidas tomadas a “temperatura de habitación”, 25 °C).
Pero el baile de cifras da comienzo: Por ejemplo, en el New Brewing Lager Beer, Gregory J. Noonan apunta que el
pH idóneo para la alfa amilasa es de 5,1 a 5,9 aunque recomienda un rango de 5,2 a 5,5 para el macerado
completo. Ludwig Narziss apuesta por el 5,5 a 5,6… Palmer dice que un rango de 5,4 – 5,8 es lo mejor para el
macerado. Un lío.
Además, según el gráfico aportado por Braukaiser [¡plink!] se sabe que la beta amilasa es favorecida por un pH de
5,4 – 5,5 y que a la alfa amilasa le favorece más un 5,6 – 5,8. Pero si observamos bien dicho gráfico, la intensidad
del color verde nos proporciona información extra: la enzima trabaja más activa en los colores más intensos, pero
vemos que el rango de pH se estira a otros colores más tenues, donde podemos acomodarnos con un pH para
todo el macerado.
Con esta información podemos favorecer el trabajo de la alfa amilasa o de la beta amilasa a conveniencia, según el
estilo de cerveza que vayamos a hacer.
Aparte de eso, ya dijimos, vía Thean Krueger [¡plink!] que un pH de 5,2 – 5,4 durante el macerado conviene a
cervezas claras, mientras que las oscuras (Brown Ales, Stouts…) se favorecen de un rango más alto, 5,6 – 5,8.
Ya vimos en el post acerca de los mitos más extendidos entre los hombrigüeres [¡plink!] que durante mucho
tiempo se creyó que una alta temperatura en el lavado podría arrastrar compuestos (taninos) que iban a
provocar cierta astringencia en el mosto. Los últimos estudios, tal y como vimos en el post, delatan que la
astringencia se debe a un pH por encima de 6.0.
Por datos como estos, conviene no tomarse el tema del pH a la ligera. No obstante, le dedicaremos un post entero
más adelante, para un mejor entendimiento de todo lo que conlleva. Es más, no solo el pH es vital para un buen
macerado, si no que la composición del agua también es clave. Por ejemplo, cierto contenido en calcio es esencial,
puesto que las amilasas (alfa y beta) son dependientes del calcio, y en su ausencia, no pueden trabajar.
Cómo ajustar el pH del macerado
Aunque este artículo no va de tratamiento de aguas, si no incluía algunas palabras para ayudar al jombrigüer con
el pH, sentía como si lo dejara un poco incompleto. Dicho lo cual, no pretendo ahondar mucho en el tema, pero sí
vamos a dar algunas indicaciones acerca de cómo manipular el pH para usar bien “la palanca” del pH.
Los métodos para ajustar el pH son variados, aunque casi siempre se recurre a la adición de algún ácido
(fosfórico, cítrico o láctico la mayoría de las veces), o mediante cambalaches como la malta acidificada, o incluso
con algún producto específico que te soluciona los problemas.
Lo principal es tener un medidor de pH (pH-metro o pehachímetro si eres un rebelde semántico) que te ayude en
este paso, bien calibrado. Lo segundo, también importante, sería conocer, aunque sea de manera aproximada, tu
agua.
No obstante, como regla general, podemos decir que las cervezas oscuras suelen necesitar menos tratamiento (en
cuanto al pH) que las cervezas claras, ya que las maltas tostadas van a producir el efecto colateral de bajar el pH.
Como apunte, el pH del macerado rara vez bajará del 5,2 de manera natural. Sin embargo, sí que puede (de
manera natural), ser más alto que los valores recomendados, y en ese caso tocaría actuar para mejorar los
resultados.
A continuación, veremos de forma resumida algunos métodos para bajar el valor del pH de tu macerado.
Ácido láctico: es un ácido orgánico producido por bacterias (como el lactobacillus). Es bastante accesible y
se encuentra barato en muchas tiendas de insumos cerveceros. [¡plink!]. Se suele encontrar líquido,
disuelto al 80% – 88%. Conviene leer las indicaciones del fabricante respecto a su utilización y dada la
pequeña cantidad que se usa para ajustar el pH, no deja rastros de sabor en la cerveza.
Malta ácida (o acidificada): una malta con un poco de historia. Si tenemos en cuenta el cuento
mercadotécnico-alemán de la afamada, romántica e inútil Ley de la Pureza [¡plink!], los cerveceros
alemanes no podían usar compuestos como ácidos para bajar el pH. Estaban en clara desventaja con otros
cerveceros de fuera de Alemania, por lo cual, hecha la ley, hecha la trampa. Desarrollaron una malta
acidificada (malta Pilsen de toda la vida, a la cual echaban ácido láctico), la cual, al incluirla en los
macerados en los que se necesitaba bajar el pH, actuaba a la perfección y cumpliendo con la “Ley de
Pureza” o “Reinheitsgebot”.
Ácido fosfórico: Es tan accesible como el ácido láctico en muchos distribuidores de insumos cerveceros. Es
un ácido inorgánico, muy común en la fabricación de refrescos y otras industrias alimentarias. No hay
impacto en el sabor, cuando las cantidades usadas son coherentes. De hecho, el umbral de percepción del
sabor del ácido fosfórico es más alto que el del ácido láctico (es decir, se detectaría antes el lactato que el
fosfórico a una cantidad idéntica de ppm).
Estabilizadores de pH: Hay productos en el mercado que sirven para facilitarle la vida al jombrigüer,
como el 52 pH StabilizerTM de Five Star [¡plink!]. Usando aproximadamente 8 gramos por cada 10 litros de
agua, te controla de manera despreocupada el pH del macerado, reduciéndolo a 5,2 y dejándote tiempo
para dedicarte a otras cosas. Aunque esta solución parezca mágica, puede que no sea oro todo lo que
reluce. Es evidente que al igual que no hay una pastilla milagrosa que cure todas las enfermedades, es
lógico pensar que cada agua es un mundo y pueda no servir para todas las aguas. De hecho, en la “Guía
Completa de Defectos en la Cerveza” de Thomas Barnes hay un apartado dedicado al descriptor de sabor
“5.2”, ya que todo indica a que con aguas muy duras (o si se te va la mano), puede influenciar en el sabor.
Las malas lenguas apuntan a que este estabilizador se desarrolló para una cervecera en concreto, pero
luego comercializado por petición popular. Por tanto, las aguas que se alejen del perfil original no se verán
muy beneficiadas.
Incluso, como truco, se podría hacer un escalón de temperatura que favorezca la acidificación del
macerado. Conocido en inglés como “acid rest” y mal traducido de manera sistemática como “descanso
ácido”, consiste en remojar la malta entre 30 y 52 °C durante unos 20 minutos, de manera habitual. Como
va a depender del agua, lo más coherente es hacer el remojado de la malta al rango de temperatura e ir
tomando las mediciones del pH cada cierto tiempo para asegurarse el valor adecuado. Este método ya es
obsoleto, por incómodo (hay veces que este paso ha empleado horas).
La mayoría de las veces, lo normal es que tu suministro de agua se mantenga estable, por lo que cuando tengas
varios perfiles conocidos, simplemente será repetir los ajustes de manera sistemática. No obstante, de vez en
cuando los valores del agua, incluso el pH, varían por alguna razón. No viene mal hacer mediciones periódicas del
agua, y si tu lote va a ser de un volumen considerable, conviene no fastidiarlo por algo como un pH inadecuado en
el macerado.
Existen otros parámetros que también influyen en el macerado, pero no he visto conveniente incluirlos en la
categoría de “palancas”.
Por ejemplo, la molienda influirá en el macerado, pero no es algo que estimo que puedas manipular a placer para
conseguir un efecto u otro. Hay una molienda efectiva, y una molienda mal hecha. Lo ideal es hacer la molienda
de la malta de la manera óptima, y no perder tiempo ni dinero haciéndolo mal.
La planificación del macerado, con un escalado de temperaturas programado, evidentemente, tendrá impacto
en el macerado, pero para eso ya tenemos las palancas de tiempo y temperatura, no haría falta otra palanca extra.
El poder diastásico de la malta, del que ya hablamos aquí [¡plink!] también influirá en el resultado del macerado,
pero muchas veces ni lo conoceremos, por lo que al igual que la molienda, lo suyo es conseguir malta fresca de
calidad, bien modificada, y jugar con los parámetros que están a nuestro alcance.
Y como último apunte (ya para “nota”), hay una corriente de cerveceros que tienen muy en cuenta la oxidación en
caliente, o HSA (Hot Side Aeration) en inglés. Vendría a decir que la presencia de oxígeno en el macerado va a
afectar negativamente al sabor de la malta, atenuando o cambiando el original, así que chapoteos varios o lanzar
el mosto desde altura podría perjudicar el resultado de la cerveza. A pesar de que Denny Conn lo desmiente en el
artículo de los mitos más extendidos entre los jombrigüeres [¡plink!], si el tema te interesa puedes leer la
traducción de un estudio acerca de este tema en el blog de Homebrewer.es [¡plink!], que te hará replantearte (o
no) todo lo aprendido sobre la dichosa oxidación.
Conclusión
En definitiva, si estás empezando a hacer cerveza en casa, procura dirigir tus esfuerzos para conseguir un
macerado entre 65 y 67 °C. Muchas veces, incluso 68 °C vendrán bien si tu macerador tiende a perder mucha
temperatura (por ejemplo, si haces un macerado en BIAB donde la olla está poco aislada). Y poco a poco, jugar
con 3 o 4 grados menos cada vez que elabores un nuevo lote. Así tendrás pruebas de contraste y conocerás los
efectos de los cambios de temperatura. El resto de palancas y ajustes, vendrán con el tiempo.
Si ya llevas varios lotes a cuestas y tienes el alma inquieta, esta información te servirá para manejarte en tus
siguientes recetas. No hay que dejar de experimentar, ni de aprender.
Referencias:
Mashing Basics (Marc Sedam, Zymurgy March/April 2002)
Teoría de la Maceración (Pablo Gigliarelli, Revista MASH 2004) [¡plink!]
The Theory of Mashing (com) [¡plink!]
Brewer’s Window: What Temperature Should I Mash at? [¡plink!]
New Brewing Lager Beer (Gregory J. Noonan)
Homebrew Manual: A simple, ilustrated introduction to single infusión mash temperatures [¡plink!]
“The Science of Step Mashing” (Dave Green, Revisa Brew Your Own, 2008) [¡plink!]
“Brewing” (Michael J. Lewis y Tom W. Young)
Managing Mash Thickness (Tom Flores, BYO, febrero 1999) [¡plink!]
Mashing Variables: Techniques (Chris Colby, BYO, mayo/junio 2006) [¡plink!]
Wizard; What mash temperaturas create a sweet or dry beer? [¡plink!]
The Brewer’s Companion (Randy Mosher)