Está en la página 1de 48

Número 3

Sobre las negras intenciones y los


inciertos resultados
Después de un largo período de ausencia, volvemos
con el tercer número de la revista. Hace un año,
aproximadamente, inaugurábamos la que pretendía ser una
revista bimestral. A la fecha es oficialmente trimestral, pero
sale cada que los colaboradores pueden coordinar sus
ajetreados horarios. Esperamos sinceramente que este
esfuerzo pueda mantenerse a flote, y eventualmente
regularizar su publicación. Insistiendo, creemos que esta labor
que nadie nos encomendó, pero inopinadamente tomamos, no
puede ser sino esa sensación de querer arrojarse al vacío
cuando uno está frente a él. Nosotros ya nos arrojamos.
Pero basta ya de lamentaciones y tonos fúnebres: a lo
que venimos, a presentar el tercer y más reciente número de
Antojo de Trampa. ¿Alguna vez tuvieron la intención de llegar
a un punto determinado y teniendo trazada la ruta se
encontraron con que habían recorrido un camino por completo
distinto, aunque eso no les haya cambiado los resultados?
Pues bien, pretendíamos que este número fuera una
recopilación de relatos más o menos fantásticos, aunque sin la
más mínima intención de mantener un tono solemne.
Pretendíamos, además -qué pretenciosos- que la narrativa
versara sobre hechos cotidianos en escenarios alejados del
glamour y el oropel. Lo conseguimos a medias, y el resultado
es un collage de historias en diversos escenarios con una
temática bastante amplia, aunque sin dejar -ni abrazar- por
completo el género fantástico de barrio.
Creo, a nombre de todos los que integramos la revista,
que, si bien el trayecto para llegar a este tercer número no fue,
por tiempo y por el resultado final, lo que esperábamos, si ha
sido bastante satisfactorio. ¡Que lo disfruten!
Chivo
Expiatorio

Durante el último día de clases Miss Alexis llevaba


una falda especialmente cortita. Prácticamente podías
adivinar la forma de sus calzones: rojos y chiquitos. De
verla, a uno se le paraba… el corazón, y hacía que a uno
le creciera… la emoción. Al finalizar las clases, la Miss
me pidió que la ayudara a subir unas cosas a su coche.
No pude negarme. Cuando terminé de subir libros y otros
materiales creí que mi misión estaba concluida, pero
Miss Alexis me sorprendió cuando me dijo que me
subiera al asiento del copiloto. Según ella, quería
enseñarme algo.

“A toda madre”, pensé. “La Miss quiere con mis


huesitos”. Para un chamaco de trece años, feo y jarioso,
era un sueño hecho realidad coger con una mujer como
Miss Alexis. ¡Por fin iba a dejar de hacerme chaquetas y
probar carnita güera! Al atardecer llegamos a un terreno
baldío en las afueras de la ciudad, muy cerca de las
faldas del volcán. Yo estaba seguro de que mis fantasías
más cachondas por fin se iban a hacer realidad.

Miss Alexis me hizo recostarme en el pasto y


comenzó a acariciarme y a besarme. Las caricias de su
lengua, que jugueteaba en mi paladar, hicieron que el
pito se me parara de golpe. Ella se dio cuenta y comenzó
a acariciarme el bulto hasta que decidió sacarlo de mi
pantalón para chupármelo.
-Es tu primera vez, ¿no es así? - me preguntó.
En mi calentura sólo atiné a asentir y a rogarle con
los ojos que tuviera compasión, no obstante, ella siguió
en lo suyo. Sin darme cuenta, anocheció y Miss Alexis
aún no me había hecho nada. Abrí los ojos y me di
cuenta que a nuestro alrededor había otras mujeres con
chavitos de mi edad, e incluso más chicos.
- ¿Qué pasa?
-No preguntes, sólo disfruta-me respondió la Miss.
Empecé a sospechar que algo raro ocurría, pero
cuando Miss Alexis se puso encima de mí, todo se me
olvidó. ¡Por fin había dejado de ser virgen! Y al parecer
los otros chavos andaban en las mismas.
Justo cuando me vine adentro de Miss Alexis, ella
se puso de pie y sacó de su interior hasta la última gota.
Juntó todo en una copa dorada y fue pasándola entre las
demás mujeres. En ese momento, Miss Alexis, vestida
con una larga bata negra, recitó unas palabras en una
lengua que jamás había oído junto a otras dos mujeres y
terminó diciendo:
-Satán, a ti te ofrendamos estas almas vírgenes
que nosotras, tus fieles creyentes, tus devotas
sacerdotisas, nos hemos encargado de corromper en la
hora de las brujas, acepta la sangre de los corderos.
La Miss no había acabado de decir aquello cuando
las otras mujeres comenzaron a apuñalar a los otros
chavos hasta sacarles todos los intestinos y derramar la
sangre en otra gran copa de oro. Algunos ya no daban
señales de vida, pero otros pobres pelagatos seguían
gritando y berreando, aún con las tripas de fuera, como si
no hubieran muerto del todo o no pudieran aceptar su
muerte.
Intenté moverme, pero estaba como pegado al
suelo. Miss Alexis volvió a montarse a horcajadas sobre
mí y, en poco tiempo, mi sangre y mis tripas se
encontraban desparramadas en la falda del volcán, como
si no valieran nada. Por alguna razón, permanecí
despierto en mi muerte y observé que la noche ya no
estaba oscura. Había salido la luna. Comenzó a teñirse
de rojo, como si la sangre de todos nosotros hubiera
terminado allí.
Miss Alexis desgarró mis intestinos con sus uñas
largas y rojas, de bruja en celo. Ella se cubrió todo el
cuerpo con los restos de mi sangre. Las demás
sacerdotisas hicieron lo mismo y el hechizo surtió efecto.
El diablo en persona se materializó en forma de macho
cabrío y las sacerdotisas se inclinaron, levantando bien el
culo para recibir a Satanás.
Con su lengua bífida, el chivo lamió la sangre del
cuerpo de las mujeres que se amontonaban a su
alrededor. La legua reptaba por la espalda de una de
ellas, pero se hacía tan larga que alcanzaba con facilidad
los cuerpos de sus demás amantes. La última fue Miss
Alexis ya que, según lo que balbuceaba entre gemidos, a
ella como Suma Sacerdotisa le correspondía el honor de
recibir la leche de Satanás.
La Miss gemía y al mismo tiempo parecía tener
dolor mientras el Diablo la tenía apergollada y no dejaba
de embestirla. Ella lloraba y, sin embargo, eso no la
detenía de seguir recibiendo los empujones del chivo al
mismo tiempo que meneaba las caderas para facilitar la
cogida. Cuando finalmente logró unirse completamente al
Diablo, me miró como si no fuera más que basura y se río
de una manera escalofriante.
Volví a cerrar los ojos. Sólo quería terminar de
morir para olvidarme de aquella noche y de las horribles
carcajadas de la bruja que aún resuenan en mi cabeza.
Me desperté exaltado y sudando de a chingos. Observé
que en mi mano tenía un bote de pegamento. ¡Debo dejar
de inhalar tantas madres o a este paso se me va a joder
el cerebro! Sólo así se explica ese sueño fumado que
acabo de tener. Porque eso fue, ¿verdad? Miss Alexis no
de tener. Porque eso fue, ¿verdad? Miss Alexis no
es una bruja ni me llevó a las faldas del volcán para
terminar su ritual, ¿o si?
Reviso mi panza, pero no tengo nada. Salgo de la
covacha del conserje y voy tranquilamente a clase
cuando me topo con la Miss. Me sonríe con su cara
angelical, aunque en sus ojos noto un brillo extraño, casi
perverso:
-¡Hasta la próxima, Gabriel!
En ese momento mi sistema nervioso, incluyendo
mis huevos, acaban de valer pa’ pura chingada. Mejor me
voy a mi casa antes de que a la bruja se le antoje otro
salto del chivo.

Karla Hernández Jiménez


El primer
día

Decían que la cárcel era peor que el infierno, y sí


que lo era. El primer día que entré a aquella jungla de
cemento y acero, me tembló hasta el cuero cabelludo al
observar a esos asquerosos gorilas sin pelo, gritando y
saltando detrás de los barrotes.
—Debes ser fuerte —dijo un señor—, de lo
contrario, esos criminales te comerán vivo.
—Lo intentaré —dije—. No sé cómo diablos caí en
este lugar.
—Todos repiten la misma cantaleta.
Los muros del reclusorio estaban pintados de un
gris tan triste que te daban ganas de colgarte de una viga
a la primera oportunidad. El sol casi no entraba por las
diminutas ventanas y el hedor que emergía de los
calabozos te picaba hasta la base del cerebro. Llegué
hasta la zona donde se juntaban los maricones y al
pasar, prometieron violarme en las duchas.
—Eres primerizo —dijo el jefe cuando pasábamos
por un lúgubre pasillo—. Así que te tocará la parte donde
están recluidos los "ESES".
—¿Quiénes son los "ESES"?
—Es la peor bazofia que escupió la sociedad. Son los
—¿Quiénes son los "ESES"?
—Es la peor bazofia que escupió la sociedad. Son los
delincuentes más sanguinarios de la ciudad. Esos pandilleros
no tienen alma. Son peores que las ratas de alcantarilla.
—Me lleva…
—Por eso debes ser más cruel que ellos. —dijo,
mostrándome un palo con clavos oxidados—. Con esta belleza
les voy a partir la madre a esos pendejos.
—¿No está prohibido?
—Santo cielo, ¿qué clase de tonto eres, hijo?
—Bueno, sólo preguntaba por preguntar.
Llegamos al área más peligrosa. Los prisioneros nos
miraban con odio. Un guardia revisaba una celda y en eso, un
reo salió corriendo de la oscuridad y se dirigía hacia nosotros
como una locomotora. Le quité el arma de la mano al distraído
jefe, y cuando el sujeto casi nos caía encima, lo recibí con un
garrotazo tan contundente que le partí la quijada en tres
partes.
—Eres hábil —comentó el jefe, quitándose la sangre que le
había caído en la cara—. ¿Dijiste que habías sido beisbolista
en la universidad?
—Lo fui… y de los mejores.
Los prisioneros me observaron con rencor y temor a la vez. Me
sentí bien y supe que me iba a gustar mi nuevo empleo de
guardia en la penitenciaría estatal.
—¿Verdad que este trabajo es genial, muchacho? —gritó,
mientras lanzaba golpes al aire.
El cabrón estaba más loco que yo.
—Es lo mejor del mundo, tío. Siento que expulsé
todos los demonios que estaban atrapados dentro de mi
cráneo.
—Bien, muchacho. Pero aquí no me digas tío,
dime jefe, ya te lo repetí muchas veces en casa de mi
hermana.
Todos los guardias soltaron una risotada
escandalosa mientras se agarraban la panza. Mi tío les
mandó a callar, luego gritó:
—¡Levanten este cuerpo del suelo y limpien la
sangre!
Y dirigiéndose a mí, murmuró:
—Siempre hay peleas entre ellos y terminan
matándose.
—Sigamos trabajando, jefe. ¡Quiero más acción!

Servando Clemens
La extrema dificultad
de una muerte
definitiva

Ya lo hiciste antes.
Es una mezcla de humor negro ―ese que tanto
odian y festejan los muchachos del bar― y autoestima
baja, como le dicen ahora: esa necesidad imperiosa de
saber quiénes son tus verdaderos amigos y quién te
quiere bien.
Eras un crío y vivías en el campo cuando
escuchaste la historia de un tano loco que fingía su
muerte y se presentaba, de improvisto, en su velorio para
ver quiénes habían ido a expresar su pésame. Y te
pareció una idea excelente.
La primera vez, eras joven y tus hijos estaban
recién nacidos. Te fuiste a la Capital, y el Colorado
Sardás hizo correr la voz de que no viste venir el tren; y
que tu cuerpo destrozado, en un cajón cerrado, llegaría al
pueblo en uno o dos días, ni bien resolvieran el papelerío
de la Morgue. Vos y el Colorado se rieron con ganas al
ver las caras de los tuyos cuando te apareciste en la
puerta de la Casa Velatoria. La Cristina se desmayó y no
hubo alcohol fino que la despertase hasta la mañana
Juliana ―vos sabés la boca que tiene la Juliana― te
puteó hasta en arameo; el Beto Ramazotti te metió un
upercat directo a la jeta, que te dolió una semana y que te
hizo perder dos dientes; el Alberto te mandó un escupitajo
que te arruinó la corbata nueva que, oh paradoja, habías
comprado en la Capital.
Pero vos tomaste debida nota que la Cristina, la
Juliana, el Beto y el Aberto estaban ahí, llorándote. Y
también Amalia, y Lourdes con Juan Carlos, y Gonzalo, y
el Angelito y Loreto, también. Y tu vida se hizo más
segura.
Como diez años después, te pasó lo de la Crisis
que te volteó la tienda y te instaló una paranoia
galopante. Alguno te metió la idea de que te habían
pasado el cuarto, y se habían quedado con tu guita.
¿Quién fue? ¿Cuándo? Ya no los conocías. «Van a ver
estos cretinos. Me van a llorar en serio.», te dijiste. Y ahí
fuiste, de nuevo.
Esta vez, tu cómplice fue el Doctor Valsechi, que
metió un garabato en el certificado de defunción trucho.
¿Quién iba a dudar del Doctor Valsechi, tan serio él?
Maquillado que parecías la misma muerte; te quedaste,
quietito, adentro del cajón. Respirabas cortito y cuando
nadie te miraba. El mismísimo doctor desalentó el «Me
pareció sentir un latido» que soltó tu mujer, con su mano
sobre tu pecho. «Todavía está caliente.» susurró la
Graciela, «Parece que estuviera vivo» dijo el Angelito.
desconfianza mal disimulada. Y esta vez la puteada fue
del Colorado, el desmayo de la Juliana, la piña de la
Cristina, el escupitajo de la Lourdes y el llanto,
desconsolado, del Beto.
Otros veinte años. Los hijos se armaron sus
familias por otros rumbos y ya no te visitan. Es más, si no
los llamás vos, pareciese que ellos no se acuerdan que
tienen un padre. También están las secuelas de aquella
vieja crisis que pegó más fuerte de lo que parecía, y te
dejó sólo un par de amigos en el pueblo. La Lourdes y el
Juan Carlos se fueron a vivir a Barcelona, pero la mayoría
están a unos cien o doscientos kilómetros. Trescientos, el
más alejado que es el Colo. ¿Se arrimarían a tu velorio?
¿Seguirán queriéndote? Los hijos vendrán, claro; y
tendrás a la familia junta después de ¿cuánto? La última
vez fue para la navidad de hace tres años.
Y aparte, están las ganas de joder, nomás.
Estás ahí, otra vez en el cajón; aguantando la risa
y viendo desfilar seres queridos. Vinieron todos, al final.
Te sentás de golpe, y pegás un grito, como de
ultratumba: «¡Uhaaaa!», pero nadie se sobresalta, ni se
ríe. Nadie se desmaya, ni te putea, ni te pega, ni te
escupe. Es más: nadie te escucha. Siguen las
conversaciones en voz baja, los rostros compungidos, los
«Era tan bueno el finado», los «Y bueh. Dejó de sufrir» y
los «Dios lo tenga en la gloria»; alguna risa contenida en
respuesta a un chiste y el tintineo de las cucharas en las
de las cucharas en las tazas de café. La Cristina, la
Juliana, el Beto y el Aberto; y también Amalia, Gonzalo,
Angelito, Loreto, el Colo, tu mujer y tus hijos siguen
llorándote. Cuando querés salir del cajón, hay brazos que
te empujan y te acuestan, a pesar de tus manotazos y tus
gritos. Cierran la tapa del cajón, sentís que todo se
mueve. «Hijos de puta, me llevan al cementerio», te
decís. Ya no se sienten los llantos, de tanto golpe, y
patada y alarido que das adentro del ataúd.
«¡Che, como joda ya está bien! ¡Termínenla!»
gritás; pero nada.
Te desesperás, te querés arrancar la ropa,
rasguñás la tapa, te sangran las manos. Luego, las
llamas hacen un agujero en la madera y sentís como el
fuego empieza a consumir tus pies.

Daniel Frini
La noche que
nació el nahual

Si el árbol encontrara el lenguaje del hombre, muy


probablemente no querría dirigirse a él. Ha visto todas las
historias, desde que el sueño comenzó, ha hilado los
encuentros y las pérdidas, resulta imposible acordarse de
tanto, sin embargo, el árbol lo hace, o al menos lo intenta,
de vez en cuando. Puedes preguntarle del día que nació
la mujer que se transformó en ave, crisálido vuelo por las
noches, donde el frío susurró por vez primera. Quizá te
hable también del animal que imitaba la forma del
hombre, o viceversa, porque sus ojos nunca mienten, y
aunque no exista la palabra que describa eso que el
mundo, inexplicablemente, vive, el árbol sabe cómo
nacieron lo que hoy en día se conoce como nahuales, en
aquel entonces eran espectros o bien, demonios.
La tierra era verde y el cielo se iluminaba por la
luna, había quietud y un imperante silencio, uno que
recorre tu espalda hasta hacerte creer que hay alguien
más ahí, observando cómo te piensas solo, cómo te
imaginas suspendido a la ausencia del ruido,
susurrándote al oído: s i l e n c i o.
Era un lobo, lo que aquel anciano árbol pudo
distinguir, aunque a veces cuenta que era un perro
distinguir, aunque a veces cuenta que era un perro
grande, y en realidad, divaga constantemente sobre su
apariencia, porque cuenta que todo fue rápido, sólo pasó
un espíritu lóbrego con forma de animal, imaginemos que
sí era un lobo, y que era blanco y colosal, que había
fuego en su paso.
Supo entonces sobre la metamorfosis porque cayó
herido, alguien le había lanzado una piedra, o una flecha,
de esto tampoco está seguro el árbol, quizá solo cayó de
cansancio. Y de pronto, un zigzag en el cielo, como una
estrella que duda de sí y de la gravedad, queriendo caer,
alumbró al animal, le rozó la cara, le acarició, despacio, el
cabello, a quien ya no era un lobo sino un joven, dice el
árbol que en esto no hay duda, era un joven de al menos
30 años, cuyos ojos recordaban al río, con ese azul triste.
Fue entonces que el hombre durmió, mientras se
quejaba, como a punto de morir.
El árbol lo veía y se preguntaba si era posible esa
mutación tan repentina, creyó que la muerte era quien se
aproximaba, con un vestido gris, raído y sucio, pero no,
era una niña, con un cabello largo y lleno de hambre. La
niña encontró al que parecía un hombre y muy asustada,
al verlo desnudo, gritó. Al notar que no hubo respuesta
de parte del hombre, se acercó y vio que había algo que
lo acongojaba, la niña tapó del hombre con una pequeña
manta que traía en un bolso y temiendo aún por la
maldad o bondad del ser que se encontraba a su lado, se
o bondad del ser que se encontraba a su lado, se fue a
recostar bajo el árbol que nos cuenta esta historia.
Dice el árbol que después de unos minutos, sintió
como la niña ya no tenía miedo, sino pena por el hombre,
que estaba ahí, tendido, balbuceando palabras y muy
probablemente queriendo no una manta para engañar el
frío, sino a la erguida y sabia muerte.
Cuando amaneció, el joven herido ya no estaba
ahí, sólo la niña con su manta, la niña con su cabello
largo y ya por fin, sin hambre, esa niña que hubiera
querido ser ave y en cambio resultó ser comida para ese
espectro que estaba de cacería; recuerda el árbol que
para nada fue humano cuando bebió la sangre de la niña
gris, después de mucho tiempo escuchó que la palabra
para esos misteriosos seres era nahual, y supo entonces
que había presenciado el nacimiento de uno.
El árbol tiene muchas historias, pero hay que saber
entender su corteza, cada hoja, cada rama, necesita
paciencia, y para eso hay que mutar, para no ser el
humano que imita al animal, o viceversa, sino puro
espíritu, espíritu escuchando la voz del árbol, tomando la
forma de lobo, de perro o de ave, incluso de niña muerta.
Hay energía en todas las cosas que percibimos. Y nunca
muere, sólo toma una forma distinta.

Nella Cannella
Morí al ver sus
ojos celestes

A fin de cuentas
ya sólo quedan la soledad,
el frío y el silencio.
A fin de cuentas,
sólo queda la muerte.

Michel Houellebecq

Ese día las clases terminaron tarde. Adán y


Melquiades querían hacer tarea en la universidad, yo no
quise quedarme. Me regresé más temprano a mi casa.
Muchos años crucé esa calle con la misma cantidad de
pasos, algunos días a prisa, otros días a paso lento,
siempre a la misma hora, cuando los cerros cubrían el
sol. Su casa de un verde cenizo siempre estuvo ligada a
historias de brujas y muertes. Yo nunca fui supersticioso,
nunca creí en fantasmas ni historias fuera de la realidad;
ese era el problema, nunca imaginé que las historias
fueran reales. Morí al ver sus ojos celestes.
En la escuela era considerado el estudiante con
mayor potencial, mis primeros años de universidad tuve
un desempeño muy alto, no digo el mejor sólo por no
sonar pretencioso, cada materia ayudaba a mis
compañeros a alcanzar la calificación aprobatoria. A
pesar de vivir lejos de la ciudad, siempre llegaba
de la ciudad, siempre llegaba temprano. Como no tenía
los recursos en casa, me quedaba siempre hasta tarde a
hacer tarea o a estudiar, sin importar que no tuviera
clases o que saliéramos temprano. Mis amigos al
contrario se iban por unas banqueteras o al billar de
Julián. La cerveza me gustaba, pero no podía perder el
tiempo así, prefería estudiar.
De regreso a casa, cuando ganaba dinero
vendiendo trabajos a las personas pedantes y mamonas
del salón -perdón por la expresión-, me hincaba en la
esquina donde se paraba un ciego a silbar, veía cuántas
monedas tenía en su gorra y le deba el doble; si no me
alcanzaba le daba todo el dinero. Al caminar mi mente se
despejaba, algunos chavos de la escuela siempre me
ofrecían llevarme a casa, pero mi vida era más simple,
me gustaba el aire en mi mente al caminar, las ideas eran
más claras, repasaba los apuntes, jugaba con las
esquinas a hacer problemas, cualquier cosa que me
hiciera mejorar.
Melquiades le jugaba al bohemio, siempre quería
que lo acompañara a sus tocadas en el billar, pero me
resistía. Mis amigos, por ponerles un nombre, intentaron
metermea su círculo de embriaguez y música, pero no lo
lograron; ni cuando me mandaron a la tetona de Julia con
su escote diciendo que si le hacía el favor de llevarla a
escuchar la bendita música. Le dije que no podía; tenía
Mejores cosas por hacer. Estudiar por ejemplo.
Mamá y papá eran obreros en una fábrica de ropa,
los dos vivían en esa cúpula de metal. Mi casita olía a su
ausencia. Los días que tenía la suerte de verlos en casa,
eran más viejos, sus arrugas escurrían en su piel. Mi
mamá ponía la comida en el refrigerador lista para
calentarse, mi lonche, o cuando no podía hacerlo por el
cansancio me dejaba notas para pasar a recoger comida
con las tías. Mi casa no se parecía en nada a la casa
verde cenizo donde mis huesos fueron ofrenda. En
absoluto era así.
La muerte era la sombra de cada día, los
cadáveres encontrados en la colonia siempre tenían un
detalle extraño, decían mis vecinos de la esquina,
siempre les falta un hueso o pedazos de carne. Era
extraño cómo sabían ellos que les faltaban trozos a los
cuerpos. Pero mi mamá, en uno de esos días raros que la
vi en casa me dijo, ten cuidado en acercarte a los cuerpos
que están apareciendo, doña Gertrudis ya no tiene control
de sus chamacos y hasta fotos les andan tomando a los
cuerpos incompletos. La muerte… la muerte en sus ojos
me mostró dónde caían esos huesos, esa carne; esas
almas.
En la iglesia cada domingo las doñas de la colonia
pedían o pedíamos, porque yo acompañaba a mi abuela
aunque no creía en Dios, porque ya no aparecieran
muertos en la colonia, porque los policías dejaran de
abusar de las personas, porque los putos narcos se
fueran del barrio, cada domingo las mismas palabras, te
lo pedimos señor, decíamos después de cada petición.
Ese día en la casa verde cenizo, por primera vez creí en
un Dios, pero era tarde, mis huesos se desvanecieron
como las palabras de las doñitas en la iglesia.
El fútbol fue mi cobijo en la niñez, mis compas
poco a poco se fueron alejando para ser parte de los
cuerpos encontrados en el barrio, algunos todavía me ven
a la distancia; los veo en la misma cancha donde tantos
caños, tantos goles metí; ahora están con sus ojos
arrebolados vendiéndole droga a los niños antes de que
lleguen a la cancha a jugar.
Cuando caminaba entre los callejones que suben
al cerro, mi mente se sentía espiada. Muchas veces
pensé que era vigilado por algo o alguien. Una mirada
azul que me seguía. Que me decía en susurros ven. Lo
único que acompañaba mis pasos era el sonido de las
escobas barriendo la calle, o el sonido del agua pasando
por las mangueras para llegar a lo más alto del cerro. Era
un buen atajo. Para llegar y pasar rápido por la casa
verde cenizo, como lo hacía siempre al momento donde
los cerros en la lejanía cubrían los rayos del sol.
Llegué a la calle y mi mente dejó de sentirse
observada por un momento. La casa verde parecía estar
observada por un momento. La casa verde parecía estar
arrojando humo por su puerta. Nunca en mis años desde
que tengo razón había descubierto quién realmente vivía
en esa casa. Ni las brujas o los narcos o los vampiros o
sabe que tantas chingaderas decía la gente que vivía ahí.
El punto es que por alguna razón misteriosa la mirada
azul, así le llamé, me guió hasta la puerta. Tal vez alguna
persona se estaba ahogando intoxicada. Lo extraño era
que el humo nada más se deslizaba por debajo de la
puerta y nadie, sólo yo estaba presente para verlo. Me
paré en la puerta, también verde cenizo, toqué y grité y
nadie abrió. Pero mi mano se sujetó a la manija,
abriéndola por su propia cuenta. Entré y ahí estaba mi
muerte. Mi dulce muerte azul.
El humo que me condujo a la trampa como por arte
de magia, desapareció. Ahí estaba ella, sentada con sus
ojos azules. En una oscuridad donde sólo lograba ver ese
celeste cargado de muerte, de soledad y frío. En mi
cuerpo nunca había sentido ese frío que despelleja los
cueros. Mis pies no reaccionaban, no podía moverme. Mi
alma se encontraba en un estado de petrificación. Lloré
sin saber cuánto tiempo.
— ¿Qué vas a saber tú de muerte, muchacho? —
me dijo una voz de anciana como si adivinara mis
pensamientos, como si ella hubiera sido la que me había
guiado hasta aquí—. No es necesario que hables, estás
guiado hasta aquí—. No es necesario que hables, estás
aquí porque te necesito. Y no pienses en la muerte como
lo hace la gente de tu alrededor. La muerte es lo único
que importa en la vida. Así de claro es.
Intenté entender cada una de sus palabras pero no
podía, mi mente estaba mareada, el humo que me había
atraído, poco a poco, se introdujo de alguna manera en
mi cuerpo. Volví a quedarme callado. Mareado por el
sueño de morir, me sentía confundido.
— ¿Qué vas a saber tú de la muerte? Si no ves
sus huesos esparcidos en las cenizas de mis hijos —
repitió la pregunta, pero volví a perderme en esas
oraciones que navegaban misteriosas en mi mente. Poco
a poco identifiqué en el fondo, por un lado de los ojos
celestes, una guadaña que brillaba con su esplendor, aún
con ese reflejo de luz no pude identificar el cuerpo de la
voz. La voz de mi muerte.
Un sonido espectral acompañó mi respiración
agitada por momentos. Toda mi vida fue pasando poco a
poco en el fondo de mis ojos. Ella volvió a hablar:
—¿Quieres ver su cabeza? ¿Sus manos? ¿Sus
huesos? ¿Sabes desde cuándo los tengo? Me gusta tu
cráneo.
Por un momento creí verle el cuerpo de anciana
pero no pude. Intenté caminar y me tropecé con una
pistola. A su lado había huesos tirados, huesos de
una pistola. A su lado había huesos tirados, huesos de
humano. Intenté abrir la puerta pero no pude. La voz me
sujetaba o unas manos o unos tentáculos, o sólo era la
muerte con sus ojos celestes.
—Ven aquí, eres muy afortunado de ser ofrenda
para mi santa madre. Aquí la vida estorba y tus huesos
deben ser ofrenda.

Edgar R Camacho
Muerte en el
camino

Octubre 12 del 2014, 5:15 am

Bogotá, Colombia, caminando solo, abatido por los


sucesos acontecidos horas antes en mi vida, en el barrio
san Bernardino, cruzando el rio Tunjuelito, veo algunos
niños en la pobreza extrema jugar con una pelota sin
imaginarme que solo son una fachada en la venta de
droga, y que en sólo algunos años harán de este
marginado barrio una guerra constante entre la policía y
los vendedores.
Las lágrimas me recorren las mejillas recordando a
la persona que ya no está, llevándome las manos a la
cara y sentándome en el pastal, mirando de frente el rio
Tunjuelito, que sólo lleva la basura que los habitantes
de aquel sector arrojan a diario, observo hacia el cielo y
las nubes tienen cantidad de formas y una de ellas
tiene la misma forma de Matilde, mi pequeña hija que
ya no podré volver a ver en este mundo.
Saco mi encendedor y prendo un cigarro de
marihuana mientras los recuerdos de mi pequeña niña
vienen a mi cabeza, luego de algunos minutos la
marihuana empieza a hacer su efecto; el árbol que me
marihuana empieza a hacer su efecto; el árbol que me
daba sombra en ese momento era mi único amigo, el
cuello me empieza a hacer presión, el cuerpo cae poco a
poco y la vista se me va nublando hasta perder la
conciencia.
Minutos después me reencuentro con mi pequeña
Matilde, llena de alegría como siempre me recibía al
llegar a casa, ambos con túnicas blancas y una paz
infinita, en la tierra ya mi cuerpo fue hallado sin vida y
para tristeza de mi familia en una misma semana padre e
hija ya se reunieron en el cielo.

Jorge Leonardo Trujillo Villamil


Tolnáhuac
27

Era un viernes por la noche, estudiaba Periodismo


en el SUA de la UNAM y leía unas copias antes de
dormir, sonó el teléfono -no pensaba salir, muy común en
mí ahora también, después de más de 15 años, soy igual
de antisocial-, no esperaba que Lorena llamara tan
pronto, acabábamos de terminar hacía algunos días y si
llamaba era porque quería coger o necesitaba algún
favor. Era para lo segundo.
Estaba llorando, casi no le entendía, pensé que
esta vez había exagerado su sufrimiento por nuestra
separación; al poco rato me di cuenta de que tenía una
crisis nerviosa a raíz de otras circunstancias que no
tenían que ver conmigo o nuestra relación tóxica -muy
común en mí ahora también, después de casi 15 años,
soy igual de…tóxico-. A duras penas me contó lo que
pasaba, no entendí demasiado, sólo que necesitaba que
fuera a su casa, que me necesitaba para que le hiciera
compañía, algo raro pasaba en su departamento; no
entendí mucho, pero para animarme a ir pensé en su
trasero y en la buena química que teníamos en cada
reconciliación, así que le dije que llegaba en media hora.
Me vestí lentamente, en realidad no tenía ganas de
Me vestí lentamente, en realidad no tenía ganas de
ir, pero sí de masajear algún cuerpo. Ya era tarde,
pasaban de las 10 de la noche y si quería regresar a casa
no iba a alcanzar transporte, los microbuses dejaban de
pasar a partir de las 11:30 y seguro me tardaría más en
mi visita, así que tomé las llaves de mi Volkswagen y me
dirigí hacia Tolnáhuac 27; tardé diez minutos en llegar.
Era un edificio seminuevo, pintado de color
amarillo, de tres pisos. Ella vivía en el segundo piso,
desde la calle vi que la luz del baño estaba prendida.
Estacioné mi auto y bajé lentamente, prendí un cigarro,
toqué el timbre, en el interfón escuché la misma voz
llorosa y cagante que me había pedido ayuda, me avisó
que iba a bajar a abrirme, esperé un par de minutos.
Lorena bajó corriendo, abrió la reja y me abrazó.
Yo tenía una erección controlable. Pensé que sería buena
idea llevarla a otro lado para que se calmara, en la
esquina había un hotel ruinoso al que siempre quise ir,
pero dijo que no, que quería estar en su casa y que yo le
dijera si lo que pasaba era su imaginación o era real.
—¿Pero ¿qué es lo que pasa, a poco sí está muy
cabrón? No creo en esas cosas, pero bueno, si quieres
vamos, te voy a comprobar que son tus nervios.
¿Fumaste mota o algo?

—¡No,wey! Neta que hay algo en el depa, no sé


qué es, tienes que subir y estar ahí conmigo para que me
es, tienes que subir y estar ahí conmigo para que me
entiendas.

—¿Pero ¿cómo que se oyen pasos y ves


sombras? Mejor vamos a otro lado, compramos un pomo
y me platicas qué pedo. Seguro estás viendo mucho cine
japonés de horror, ya relájate…

—No, ven, acompáñame, vamos a subir y te


platico.

Al entrar te recibía la oscuridad del departamento


de abajo, no vivía nadie ahí. Después subíamos unos 20
escalones para llegar al piso de Lorena. Entramos a
prisa, casi me empujó para que caminara hacia su
recámara, cerró la puerta y le puso el seguro. El baño
estaba dentro, así que no tuve que salir de ahí para mear.
Cuando regresé de orinar la vi recostada en su colchón y
tapada con una sábana hasta la nariz, estaba vestida y
con zapatos, lista para huir o saltar por la ventana. Me
conmovió un poco su miedo. Me acerqué y me recosté
junto a ella, sólo me quité mis botas y empecé a
interrogarla, no podía creer que una mujer de 27 años
creyera en fantasmas y menos que estuviera en crisis
nerviosa, empezaba a querer irme de ahí y arrepentirme
de haber acudido a su llamado.
Pensé que alguno de sus amantes debería de
estará ahí reconfortándola y no sólo ir a dejar su semen
cuando ella los usaba, así como a mí. Tuve piedad y me
quedé.
—¿Qué te pasa, por qué estás así?

—Mira, desde hace unos días todo ha estado muy


raro. El martes que llegué del trabajo, Susan estaba bien
peda en la mesa, platicaba con alguien, pero no había
nadie, así que pensé que estaba drogada y me metí al
cuarto. Al otro día me dijo que fui grosera porque no
había bebido con ella y con su amiga, que era una
vecina, entonces sí me saqué de onda porque ya no
estaba ebria… para no hacerte el cuento largo, Susan ve
muertos, estaba con una muerta y ya me había dicho que
hay otros espíritus en el depa y que ella habla con ellos y
hoy están pasando cosas raras aquí; se mueven las
cosas, se abren las puertas, se oyen pasos, risas. ¡Wey,
tengo miedo, no mames!

—Pues creo en lo que dices, pero no en lo que


pasa, estoy aquí y no he visto ni escuchado nada,
tranquila, me voy ya que te duermas, te voy a acompañar
un rato para que veas que todo está bien, mañana tengo
que ir a la UNAM y no he hecho mi tarea, pero no hay
bronca…

—Por favor, no te vayas— suplicó llorando otra


vez.
dormitar un poco. Pasaron unos quince minutos y
escuchaba algo, eran como pisadas de un niño pequeño,
muy cortos, pero muy rápidos, como si un arácnido
gigante se desplazara y bailara tap; se movían afuera, en
la sala, recorrían el lugar de un lado a otro; luego pensé
que tal vez ya tenía una mascota y era un perro que
andaba explorando los aromas del lugar, pero le pregunté
si ya tenía mascota y me dijo que no.
—¿Entonces qué carajo es ese ruido que se oye?

—No sé, no sé… ¿Verdad que no estoy loca,


verdad que lo oyes tú también? — susurró.

—Oigo pasos como de un duende…o ¡qué putas


es! ¿Ya tienes perro?

—No, es lo que intentaba decirte, son espíritus…

Como en una película chafa de terror, se fue la luz.


En las películas no da miedo, pero en la realidad sientes
la sangre fría, mucha incertidumbre, sudas, la piel se
eriza, los esfínteres se relajan y te da taquicardia. Nunca
me había enfrentado a una experiencia de este tipo,
había escuchado muchas historias similares, pero no
creía que fuera a pasarme a mí, de hecho, no lo creía,
pensaba que debería haber una explicación racional;
seguro la luz se fue por alguna razón, pero ¡por qué justo
en ese momento! La luz regresó a los dos minutos, eso
me alentó a seguir tratando de luchar contra lo
luchando contra lo inexplicable.
Los pasitos seguían sucediendo. Ahora recorrían
más distancia, parecía que seguían un patrón que estaba
dibujado en el suelo, pero eso duró poco, pronto
empezaron a escucharse en las paredes, en el techo, por
las puertas; yo estaba temblando, pero pude aparentar
que estaba tranquilo, nunca me enseñaron a mostrar
miedo, no sé si sirva de algo, pero al menos a Lorena la
hizo sentirse protegida. Volvió a irse la luz.
Con mucho trabajo me levanté a asomarme por la
ventana y vi que el apagón no sólo era en el edificio sino
en toda la calle, regresé corriendo al colchón y me cobijé
también, sabía que cubrirme con una cobija no servía de
nada, pero me hacía sentir cierta protección. Los sonidos
seguían, ahora parecía que no sólo corrían un par de pies
de enanos, sino varios. Empecé a rezar en silencio,
descubrí que nunca se me olvidó el Padre nuestro.
Algo o alguien intentó abrir la puerta, la perilla
giraba. Abracé a Lorena y le dije al oído que todo estaba
bien, que todo pasaría pronto. La puerta era manoteada y
retumbó alrededor de diez segundos, como si alguien
intentara tocar con muñones un tambor. Después se
tranquilizó todo, tenía ganas de mear otra vez, pero me
aguanté, no me podía mover, me quedé acostado. No
había nada qué decir, qué podía decir, ni siquiera iba a
intentar irme, aunque no quisiera estar ahí; maldije la
intentar irme, aunque no quisiera estar ahí; maldije la
hora en que contesté el teléfono y maldije mi maldita
libido que siempre me empujaba a hacer favores que no
quería hacer.
Así nos quedamos entre dormitando y esperando
que volviera a pasar algo. No se volvieron a repetir los
extraños fenómenos descritos. A las seis y media tenía
que irme. Desperté a Lorena para que bajara a abrirme la
reja; tenía que ir a la escuela. Estaba muy cansada y
adormilada, no alegó nada, sólo me abrazó. Me fui directo
a la UNAM. Bloqueé en mi mente, por muchos años, lo
que me pasó esa vez, casi no lo platiqué con nadie por
temor a que se burlaran de mí y de mi agnosticismo
anterior.
Unos días después fui a casa de Lorena, ya estaba
más tranquila, me explicó que Susan tenía el don de ver a
los muertos y que había estado platicando con los
espíritus de las personas asesinadas en el departamento
de la planta baja; la razón por la que siempre estuvo
deshabitado era que las personas que llegaban ahí eran
espantadas por las cosas raras que sucedían.

—¡Puta madre! ¿Y lo dices tan tranquila? ¡No


mames!

—Ya, wey, me explicó que les dijo que se fueran y


no me molestaran, por eso estoy tranquila.
Ya no quise hablar más sobre el tema y evité que
me siguiera explicando más. Años después, cuando nos
reencontramos, le recordé lo que pasó esa noche, lo
platicamos brevemente y nos reímos muy nerviosos. Aún
sigo siendo agnóstico, pero tampoco puedo explicar lo
que sucedió esa vez, no sé si haya sido un episodio de
alucinaciones colectivas, si eran efectos especiales
producidos por alguien, un presentimiento de lo que sería
mi vida, una pesadilla o la extensión de mi mente que se
estaba vaciando en la realidad. La verdad, si alguien me
lo contara no lo creería, supongo que pocos van a
creerlo, pero en realidad no me interesa, mientras lo
escribía, esperaba descubrir que era un sueño, pero no
he logrado despertar.

Juan Bello
Visitantes del
atardecer

Llevo ya un par de semanas alojándome en una


localidad que recuerda, a cada instante, lo peculiar de su
ubicación. El calor que envuelve todo el ser al caminar, la
salinidad en el aroma ambiental, el sonido de las olas
rompiéndose a lo lejos. Sí, aquella comunidad se
encontraba a las orillas del mar. La embrutecedora
cotidianidad me arrojó a buscar refugio en un ambiente
más natural. He encontrado un lugar donde el tiempo no
se atreve a manifestar su implacable curso.
Los pobladores comienzan su trajín antes de que
se abran las puertas del cielo, con una organización que
aparenta años de entrenamiento; intento seguir el ritmo,
mas me resulta imposible. Al ocultarse el astro rey, todos
regresan a sus casas, muriendo así el pueblo. No hay
comercio, no hay vida nocturna, no hay alumbrado y
tampoco parece que lo necesiten. Me sorprende, pues yo
estoy acostumbrado al bullicio, los carteles luminosos y la
incansable actividad que sigue encontrando refugio en la
noche. Aunque me parece diferente, me adapto y lo
asimilo, pero no por eso deja de parecerme
extraordinario. Cuando he intentado descubrir el motivo, a
cambio recibo una cordial sonrisa por respuesta, más
una cordial sonrisa por respuesta, más extraño aun
considerando los modales que habitan en la ciudad, los
pobladores despiden esa aura de lo más normal, pero
que a mí me inquieta en parte. Es casi como si me
encontrara viviendo un sueño.
Mientras caminaba por las estrechas calles
adoquinadas, como usualmente lo había estado haciendo
por un par de días, buscando el mismo puesto de fruta,
observé, entre unos locales lejanos, a una mujer que se
movía de forma errática, casi como si no quisiera ser
vista, con la prisa de los que actúan en lo ilícito. Este
panorama, en lugar de inquietarme, me tranquilizó. Una
loca más, en todos los lugares hay gente así. Cosa que,
para mí, normalizaba la situación. Ni siquiera profundicé
en lo que hacía la anciana esa, únicamente noté
sobresalir un pico plateado que llevaba entre las manos,
lo que a la vista era obvio, unido a una esfera de igual
color. La mujer, con la misma prontitud, desapareció de
mi campo visual. Tampoco me interesó saber qué
dirección había tomado.
Encerrado en mi habitación, solo con mis
pensamientos, pues este lugar ha alcanzado su
acostumbrada parálisis y es lo único que puedo hacer,
me asomo por la ventana. El Sol se aproxima a su
guarida y no hay alma en las arterias de piedra que
compañía. Me invade un deseo por descubrir los motivos
de este impuesto claustro cotidiano. Con un valor
acopiado quién sabe de dónde, tomo una mochila con
agua y me dispongo a salir. Yo soy el único actor en este
escenario en forma de pueblo.
La confianza se incrementa a cada paso hasta
que, de golpe, desaparece cuando noto un bulto que se
mueve detrás de unos contenedores. Seguramente un
animal. Pero la seguridad que desapareció regresa con
más fuerza y me dirijo a descubrir.

– Veo que atendiste a mi llamado. – Rompe la


tranquilidad una voz que aparenta ser débil.

Volteo con rapidez, el corazón quiere romper la


prisión de huesos y músculos, mis ojos bien abiertos
logran identificar a la vieja que se descubre ante mí.

– ¡Rápido, agáchate! – Gritó apresurada mientras


me jalaba a la penumbra.

– Debes saber que algo no está bien aquí… – Dijo


la anciana con la cara pálida, cuando un zumbido
metálico y electrónico irrumpió en el ambiente.

– Sólo el Sol libera a esta gente del hechizo que


viene del mar. – Yo no logro dar sentido a lo que habla
esta errante.
Aunque el incómodo zumbido continúa, sigue
siendo lejano.

– No estás entendiendo, ven, te voy a enseñar


para que puedas liberarte tú mismo. – Dijo mientras se
alejaba con dirección al mar.

Con ahínco, intenté seguir a la mística mujer que


con mucho esfuerzo se mantenía en movimiento, hasta
que se detuvo en una colina despejada, a las afueras del
pequeño pueblo, en dónde aún tocaban los cálidos rayos
del atardecer y nos esperaba únicamente un árbol.

– Mira, allá en el horizonte. Son ellos quienes han


infectado la percepción de estos habitantes. – Me
advertía la bruja a modo de bienvenida, pues con gran
esfuerzo lograba alcanzar al árbol centinela.

Un inmenso universo azul se revelaba ante mí,


unos huevos metálicos levitando sobre ese mar que, cada
vez, tomaba un tono más lúgubre. Esas cápsulas se
desplazaban a lo lejos con un movimiento apenas
perceptible, emitiendo una luz que se perdía sobre la
lejana superficie.

– Ellos llegaron hace mucho tiempo. Incluso ahora,


están entre nosotros. Pueblos enteros albergan a esos
seres, mas las personas no los notan– Casi había
olvidado que la anciana estaba ahí conmigo.
que la anciana estaba ahí conmigo.
– ¿Qué son ellos? –

– Son seres antediluvianos que han dirigido


nuestro
desarrollo.
¿Cómo sabía estás cosas aquella mujer?
El naranja dio paso a un rosado que anticipaba la
inminente oscuridad, color que rebotaba y se
distorsionaba sobre la lisa superficie de los varios
corpúsculos que flotaban en formación. El sol se alejaba,
llevándose todo el sentido tras de sí.

– Civilizaciones enteras se han desarrollado con la


ayuda de los seres que dirigen esos huevos metálicos,
pero a costa de un muy alto precio. – Me advirtió la
anciana. Percibí un tono de preocupación en su voz.

El zumbido incrementó la frecuencia, casi lo podía


sentir en los órganos. Mas la intervención de la anciana
me causó más curiosidad.

– Pero ¿cuándo llegaron aquí? – A lo que ya no


recibí respuesta.

Al voltear, tratando de encontrar el motivo de la


nula respuesta, me percaté de que la vieja había dado
lugar al mismo artefacto que llevaba entre sus manos la
primera vez que la vi. El zumbido sigue incrementando
con mi curiosidad. Me acerco al artefacto para recogerlo y
corriendo del lugar. Al agacharme para tomarlo, la
vibración me obliga, instintivamente, a buscarlo con la
vista en el cielo. Encontrándome con una luz
descendente directamente sobre mí, proveniente de una
de esas cápsulas.

***

Hoy me desperté antes de que se abran las


puertas del cielo, mi voluntad es renovada y me dispongo
a salir.

Héctor Vargas
Yes,
Baby!

¿Tan abarrotado está el infierno


que están saliendo de ahí?

Apartamento 16
Adam Nevill

Observaba el hipnótico giro de la pizza en el


interior del microondas cuando el espacio sobre aquella
empezó a titilar bruscamente.
Desbordó la nada una grieta vertical y candente,
una vagina cuyos labios carnosos, deseo rotundo, latían
en la abrasadora atmósfera: sendas garras, diminutas y
rojas como la sangre, la dilataron hasta permitir la salida,
el orgasmo de una diablesa, súcubo viejo y horrendo, en
la cama burbujeante de queso fundido. Eyaculada con un
tridente, castigo y premio, dolor y placer, aquella suspiró.
Lasciva, trémula…
Reparó en el observador, tras el cristal. En el
voyeur de peep show doméstico. Le sacó la lengua,
insinuante. Hincó el pincho a modo de barra fija y rotó
con el plato luciendo, girando, «¡Yes, baby!», su
contrahecha, su repelente figura. Empezó a revolcarse
sobre la pizza, bullente colcha redonda,
bullente colcha redonda, embadurnándose, inmunda, con
cuajarones lácteos, «¡Aaaah…!», lujuriosa stripper
hundida en el lodo.
El hombre salió de su estupefacta parálisis y
arrancó el cable que conectaba la máquina a la red
eléctrica: la luz interior y el zumbido, el movimiento,
cesaron.
«¡Esto no puede ser verdad!», supuso, incrédulo.
«No puedo haber visto lo que he visto». Intentó
serenarse. Inspiró hondo y conectó de nuevo el aparato.
La masa y sus ingredientes volvieron a girar y a
calentarse bajo el foco interior. En perfecto estado, ajenos
a los destrozos producidos por el… ¿espejismo?
Sonó el timbre. El hombre abrió, suspicaz, la
puerta acristalada sin descubrir nada extraño. Suspiró
dispuesto a disfrutar la humeante delicia. La cortó, se
introdujo una porción en la boca y… «¡¡Ay!!».
Para su asombro, extrajo un diminuto tridente,
objeto sólido e incuestionable. Se giró, aterrado: la
diablesa reclamaba contra el vidrio, energúmena, la
devolución de su forca.

José Luis Díaz Marcos


La santa
de Tultitlán

Otro día que se acaba, otra noche en la que no podré dormir,


porque nunca descanso. Estoy aquí, parada, contemplando los
coches pasar.
Detrás de mí, al otro lado de la avenida, hay una iglesia
mormona, nunca la he visto, pero a lo lejos, escucho como los niños
ríen, es un murmullo pequeño, los coches muchas veces no me
dejan escuchar.
Los domingos, la gente viene y me pide favores a cambio de
dulces, comida, marihuana, muchos de ellos me prometen dejar de
beber, otros me juran lealtad, entonces me pongo triste y con mi
estática y permanente mirada, le pido al cielo que responda. Yo
desde aquí no puedo hacer mucho, la impotencia me deja una
tristeza tan terrible como las nubes grises que no me dejan ver el
sol.
Ahora es de noche y el silencio, como siempre, anuncia el
ruido trágico de la vida. Un auto arranca, de pronto se escucha un
golpe y también de pronto nada.
Una sirena mezclada de colores se refleja en mi vestido. Yo,
condenada a estar parada, busco la luna y le rezo. Ojalá que todo
esté bien y esta como siempre no me responde.

Texto:
Dadániel

Imágenes tomadas de internet


Marzo 2020

También podría gustarte