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03 202003 Adt
03 202003 Adt
Servando Clemens
La extrema dificultad
de una muerte
definitiva
Ya lo hiciste antes.
Es una mezcla de humor negro ―ese que tanto
odian y festejan los muchachos del bar― y autoestima
baja, como le dicen ahora: esa necesidad imperiosa de
saber quiénes son tus verdaderos amigos y quién te
quiere bien.
Eras un crío y vivías en el campo cuando
escuchaste la historia de un tano loco que fingía su
muerte y se presentaba, de improvisto, en su velorio para
ver quiénes habían ido a expresar su pésame. Y te
pareció una idea excelente.
La primera vez, eras joven y tus hijos estaban
recién nacidos. Te fuiste a la Capital, y el Colorado
Sardás hizo correr la voz de que no viste venir el tren; y
que tu cuerpo destrozado, en un cajón cerrado, llegaría al
pueblo en uno o dos días, ni bien resolvieran el papelerío
de la Morgue. Vos y el Colorado se rieron con ganas al
ver las caras de los tuyos cuando te apareciste en la
puerta de la Casa Velatoria. La Cristina se desmayó y no
hubo alcohol fino que la despertase hasta la mañana
Juliana ―vos sabés la boca que tiene la Juliana― te
puteó hasta en arameo; el Beto Ramazotti te metió un
upercat directo a la jeta, que te dolió una semana y que te
hizo perder dos dientes; el Alberto te mandó un escupitajo
que te arruinó la corbata nueva que, oh paradoja, habías
comprado en la Capital.
Pero vos tomaste debida nota que la Cristina, la
Juliana, el Beto y el Aberto estaban ahí, llorándote. Y
también Amalia, y Lourdes con Juan Carlos, y Gonzalo, y
el Angelito y Loreto, también. Y tu vida se hizo más
segura.
Como diez años después, te pasó lo de la Crisis
que te volteó la tienda y te instaló una paranoia
galopante. Alguno te metió la idea de que te habían
pasado el cuarto, y se habían quedado con tu guita.
¿Quién fue? ¿Cuándo? Ya no los conocías. «Van a ver
estos cretinos. Me van a llorar en serio.», te dijiste. Y ahí
fuiste, de nuevo.
Esta vez, tu cómplice fue el Doctor Valsechi, que
metió un garabato en el certificado de defunción trucho.
¿Quién iba a dudar del Doctor Valsechi, tan serio él?
Maquillado que parecías la misma muerte; te quedaste,
quietito, adentro del cajón. Respirabas cortito y cuando
nadie te miraba. El mismísimo doctor desalentó el «Me
pareció sentir un latido» que soltó tu mujer, con su mano
sobre tu pecho. «Todavía está caliente.» susurró la
Graciela, «Parece que estuviera vivo» dijo el Angelito.
desconfianza mal disimulada. Y esta vez la puteada fue
del Colorado, el desmayo de la Juliana, la piña de la
Cristina, el escupitajo de la Lourdes y el llanto,
desconsolado, del Beto.
Otros veinte años. Los hijos se armaron sus
familias por otros rumbos y ya no te visitan. Es más, si no
los llamás vos, pareciese que ellos no se acuerdan que
tienen un padre. También están las secuelas de aquella
vieja crisis que pegó más fuerte de lo que parecía, y te
dejó sólo un par de amigos en el pueblo. La Lourdes y el
Juan Carlos se fueron a vivir a Barcelona, pero la mayoría
están a unos cien o doscientos kilómetros. Trescientos, el
más alejado que es el Colo. ¿Se arrimarían a tu velorio?
¿Seguirán queriéndote? Los hijos vendrán, claro; y
tendrás a la familia junta después de ¿cuánto? La última
vez fue para la navidad de hace tres años.
Y aparte, están las ganas de joder, nomás.
Estás ahí, otra vez en el cajón; aguantando la risa
y viendo desfilar seres queridos. Vinieron todos, al final.
Te sentás de golpe, y pegás un grito, como de
ultratumba: «¡Uhaaaa!», pero nadie se sobresalta, ni se
ríe. Nadie se desmaya, ni te putea, ni te pega, ni te
escupe. Es más: nadie te escucha. Siguen las
conversaciones en voz baja, los rostros compungidos, los
«Era tan bueno el finado», los «Y bueh. Dejó de sufrir» y
los «Dios lo tenga en la gloria»; alguna risa contenida en
respuesta a un chiste y el tintineo de las cucharas en las
de las cucharas en las tazas de café. La Cristina, la
Juliana, el Beto y el Aberto; y también Amalia, Gonzalo,
Angelito, Loreto, el Colo, tu mujer y tus hijos siguen
llorándote. Cuando querés salir del cajón, hay brazos que
te empujan y te acuestan, a pesar de tus manotazos y tus
gritos. Cierran la tapa del cajón, sentís que todo se
mueve. «Hijos de puta, me llevan al cementerio», te
decís. Ya no se sienten los llantos, de tanto golpe, y
patada y alarido que das adentro del ataúd.
«¡Che, como joda ya está bien! ¡Termínenla!»
gritás; pero nada.
Te desesperás, te querés arrancar la ropa,
rasguñás la tapa, te sangran las manos. Luego, las
llamas hacen un agujero en la madera y sentís como el
fuego empieza a consumir tus pies.
Daniel Frini
La noche que
nació el nahual
Nella Cannella
Morí al ver sus
ojos celestes
A fin de cuentas
ya sólo quedan la soledad,
el frío y el silencio.
A fin de cuentas,
sólo queda la muerte.
Michel Houellebecq
Edgar R Camacho
Muerte en el
camino
Juan Bello
Visitantes del
atardecer
***
Héctor Vargas
Yes,
Baby!
Apartamento 16
Adam Nevill
Texto:
Dadániel