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UNA VIDA…
Lector&s
Colección dirigida por Graciela Batticuore
DANIEL
LINK
LA
LECTURA:
UNA
VIDA…
Link, Daniel
La lectura: una vida… / Daniel Link. - 1a ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires: Ampersand, 2018.
Colección Lector&s
Primera edición, Ampersand, 2017.
¿Qué tuve que leer para llegar a escribir este libro? O, mejor
dicho: ¿qué es mi vida sino una sucesión de lecturas (mejor o
peor hechas), que se enhebraron un poco por coacción, otro
poco por azar, en todo caso por método?
Historiarlas ahora, por pedido de Graciela Batticuore, a
quien le agradezco la amable encomienda, no es tanto una
explicación de mí mismo sino el relato de una relación con la
historia: el sentido que la lectura tuvo y tiene para una
generación atravesada por el trauma. Y, sobre todo, un acto de
justicia: confesar lo que he leído no tiene ninguna importancia,
mejor es consignar quién me llevó a hacer esas lecturas y
cómo esas indicaciones se transformaron, más tarde o más
temprano, en una manera de leer y en una pedagogía.
*
Yo fui, entonces, pobre y enfermizo, lo que es casi una
tautología porque la pobreza va siempre acompañada de mil
padecimientos físicos, pero además tímido y responsable.
Cada año que le robaba a la enfermedad, que me acechaba
todos los inviernos, se transformaba en un programa de trabajo
para mejorar mi posición social futura por la vía del
enriquecimiento simbólico, que es el tema de este libro.
Un neurólogo que me examinó durante los primeros meses
de mi vida, el Dr. Margulies, una eminencia a la que me
llevaron para que diera cuenta de la causa de los touretismos a
los que me entregaba tanto dormido como despierto,
diagnosticó un severo daño cerebral y pronosticó que yo jamás
caminaría. Debe haber sido el período más oscuro de mi vida
porque imagino la pena cotidiana de mis padres ante ese futuro
minusválido que yo era entonces para todos. Hay una foto mía
en la que todavía no caminaba, pero aparezco de pie, apoyado
contra una pared, como si con ese registro hubiera alcanzado
para conjurar una premonición fundada en estudios científicos
complejos. Caminé después de lo esperable, porque mi
constitución física (o mi pereza) decidió que yo necesitara
tiempo adicional para la maduración motriz, pero cuando lo
hice me llevaron al hospital público donde trabajaba el Dr.
Margulies para hacerle un escándalo. No nos atendieron.
A medida que fui creciendo, la casa de mi infancia
cordobesa también lo hizo, con agregados que pretendían
disimular su naturaleza infundada: una fachada de lajas, un
patio de baldosas rojas, y así hasta conformar el laberinto
arquitectónico que recuerdo, situado en una dirección que era
para mí la quintaesencia de lo pobre: Calle 9, Número 1247
(doce-cuarentaysiete). Era como si los nombres propios no
hubieran alcanzado para darnos direcciones a nosotros, o como
si las antiguas familias de abolengo se hubieran negado
terminantemente a prestar sus apellidos para los andurriales en
donde vivíamos. Yo, que no conocía todavía Villa Gesell ni
Nueva York, pensaba que una calle a la que se designa con un
número era un signo más de la escasez de todo. Me
equivocaba, claro, porque todavía no había aprendido a leer la
modernidad (cosa en que mis padres fueron siempre
expertísimos).
Solo las personas muy pobres de mi generación (nadie que
yo conozca, por cierto) tienen recuerdos de cuando asfaltaron
su calle, acontecimiento que sucedió cuando yo tendría seis o
siete años. Cuando vean una calle recién asfaltada, deténganse
a mirar las manos infantiles impresas en el cemento. Yo hice lo
mismo y, aunque ya ha pasado mucho tiempo y seguramente
varias veces habrán hecho mantenimientos, recapados
electoralistas, bacheos o tan solo componendas corruptas con
las fábricas de cemento, quiero creer que mis manitos siguen
ahí, como testigos de que yo existí antes del asfalto en ese
barrio.
Tampoco teníamos vereda de baldosas y recuerdo la
algarabía con la que importuné a mi papá cuando por
disposición municipal se hizo necesario que las colocaran y
tuvo que hacerlo él mismo, con sus manos quemadas, y yo
trepado sobre sus hombros. Cierro los ojos y veo a ese niño,
feliz a espaldas de su padre.
Sin televisor y sin equipo de audio, limitado a las
diversiones más elementales o más excepcionales (pero
siempre gratuitas), era lógico que mi aguda sensibilidad
infantil se inclinara hacia la lectura. Si fui rezagado para
caminar (o un milagro total, si se tiene en cuenta el
diagnóstico de la medicina), fui precoz para leer y aún antes de
mi escolarización ya lo hacía de corrido. Mis padres, ajenos
como eran también ellos a la cultura industrial de comienzos
de la década del sesenta, se dedicaban a consumir vorazmente
novelitas. Mi mamá leía a Corín Tellado y sus discípulas,
donde tal vez encontraba episodios sentimentales que le
recordaban al joven comunista que había sido obligada a
abandonar en su temprana juventud, y mi papá las semanales
entregas de aventuras del oeste. ¿Cómo no iba yo a leer como
un poseso si mis padres, a quienes adoraba, competían para
ver quién terminaba antes su cuota anestésica de ficción
barata?
Empecé comprendiendo (de memoria) los carteles que veía
por la calle. Luego llegaron las historietas. Recuerdo
particularmente las del Pato Donald. Yo me había identificado
(absurdamente) con sus sobrinos, Hugo, Paco y Luis, y una
vez hasta llegué a completar un cupón que le pedí a mi papá
que depositara en un buzón, para hacerme “cortapalos”
(versión disneylandificada del scoutismo infantil). Nunca
recibí respuesta, ni la credencial prometida, ni el Manual de
Cortapalos que, yo suponía, iba a permitirme encauzar mi vida
dedicada a las exploraciones.
Cuando mi talento impar para la literatura fue evidente
para todos, empezaron a leerme cuentos infantiles ilustrados.
Yo no recuerdo que se me leyera antes de dormirme sino hasta
después de que ya hubiera manifestado mi capacidad lectora.
Sí recuerdo, en cambio, que me quitaban el sueño durante
semanas las historias aterradoras y levemente obscenas que mi
abuela checa me contaba de memoria, algunas de las cuales,
cuando fui adulto, reencontré en las grandes compilaciones de
cuentos populares como los Canterbury Tales o el Decamerón.
Los pedagogos se enojarán conmigo, pero soy el ejemplo
viviente de que una vocación lectora no se induce (el otro
ejemplo, pero contrario, son mis hijos, que hoy no agarran un
libro ni bajo amenaza y que, si embargo, vivieron rodeados de
literatura ya desde la cuna). Yo leía, creo, para escapar de la
pobreza y de la tortura de una vida doméstica que ocupaba
enteramente mi capacidad de comprensión y que, por eso
mismo, me volvió rezagado en muchos otros aspectos de mi
vida.
2. LA ESCUELA PRIMARIA.
LA SEÑORITA CELIA
Yo, que por algo tenía los amigos que tenía y que ya
entonces demostraba una pasión malsana por los paraísos
artificiales, pronto me destaqué en esos ejercicios. Del mejor
del grado pronto pasé a ser el mejor del colegio: se me
encargaban poemas alusivos en las diferentes festividades
escolares, se exponían mis versos en las carteleras, se me
otorgaban prerrogativas de las que carecían otros alumnos:
tenía media beca en el colegio, podía tener el pelo como cinco
centímetros más largo que mis compañeros. Mi talento llegó al
punto de que el director del colegio (el Prof. Augusto Muñoz)
me regaló una biografía del más grande poeta cordobés,
Arturo Capdevila, cuyo título me conmocionó: El niño poeta,
se llamaba. Ese, me decían, estaba yo destinado a ser.
A esta pregunta que recibo de frente contestaré también de frente diciendo solo
hay que enseñar eso. …
–Pues claro que no…, y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que
“ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada”.
–Pero “gloria” no significa “un argumento que deja bien aplastado” –objetó
Alicia.
–Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz
más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga, ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen
tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso
es todo.
(Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, 1871)
Nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera
persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en
diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores –a muy pocos
lectores– la adivinación de una realidad atroz o banal.
C. Post: 5000
No hay testimonio de su paso por un C.C.D.
La desaparición de Fernando (yo no supe sino hasta después
de mucho tiempo que su segundo nombre era Enrique) sumió
a mi familia en un tembladeral. La familia quedó dañada para
siempre. Yo mismo, en octubre de ese año, tuve que ser
defendido enérgicamente por María Inés Fernández de las
denuncias que en mi contra querían levantar unas profesoras
siniestras.
Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o
acaso menos; no sé cuántos pájaros vi.
¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la
existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe
cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie
pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más
de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos. Vi un
número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese
número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.
4. Así, si Dios existe solo como una idea, entonces podemos imaginar algo
que es más grande que Dios (esto es, otro ser más grande posible que
existe).
5. Pero no podemos imaginar algo que es más grande que Dios (es una
contradicción suponer que podemos imaginar un ser aún más grande
que lo más grande posible de lo que podemos imaginar).
1. Secuencia de Fibonacci
[Un viejo maestro, Roland Barthes, proponía la siguiente escena de escritura:
“si pudiese, tendría una biblioteca ejemplar de libros de fondo (diccionarios,
enciclopedias, manuales, etc…): y que el saber sea un circuito a mi alrededor,
a mi disposición, que solo tenga que consultarlo (y no ingerirlo); que el saber
sea mantenido en su lugar como un complemento de escritura”. Contra la
protesta de algunos amigos, esa escena siempre me ha resultado fascinante.]
2. Secuencia de Lucas
Un famoso físico, Schrödinger, predijo que toda información tendría que estar
almacenada en cristales aperiódicos: una secuencia no regular de símbolos no
encapsulados en estructuras geométricas perfectamente simétricas. Se refería a
la doble hélice del ADN pero también podría estar hablando del libro, la letra,
la escritura y la naturaleza en general, tal y como Children’s las imagina. Se
trata del sentido. Si Arturo y yo introducía una versión de la naturaleza
sintetizada (pasada por sintetizadores) tan delicadamente que muchos
imitadores creyeron estar frente al regreso del sencillismo rural, Children’s
lleva ese efecto de lectura casi al paroxismo y al colapso. ¿Cuál es el sentido
de ese libro? ¿Dónde leerlo? ¿En el tono deliberadamente augusto que recorre
esos versos? ¿En la sospechosa incitación al paidicidio (¡basta de niños!)? ¿En
las junturas magistralmente urdidas de una lengua majestuosamente literaria y
una lengua íntima? ¿En lo que las palabras dicen? ¿En lo que las palabras
callan? Basta de preguntas retóricas: se trata del sentido.
3.29. Children’s Corner. Lamento por los niños que crecen. Los nuevos (otros)
niños. Sintetizadores, samplers, bandas de sonido. El sentido como instrucción
o como mandamiento: “Que te pongan en tu sitio, las palabras”. Momento de
asimetría. La naturaleza plegada.
3.47. Bibliografía obligatoria: Simuladores de Carrera (Andrés Di Tella,
video, 1989). “Arturo y yo” (Delfina Muschietti).
4. El pensamiento clásico.
El pensamiento clásico se reconoce en su manera de pensar el infinito.
Alguna vez he jugado a los dados con los dioses en la divina mesa de la tierra,
de manera que la tierra temblaba y se rompía, y lanzaba ríos de llamas: porque
la tierra es una mesa divina, temblorosa por nuevas palabras creadoras y por
un ruido de dados divinos … (Friedrich Nietzsche, “Los siete sellos”, en Así
habló Zaratustra)
Los dados lanzados una sola vez son la afirmación del azar y
la combinación que forman al caer (el diagrama) es la
afirmación de la necesidad. Mallarmé y Duchamp, por
diferentes vías, impugnaron la noción de centro (viril, fálico,
efecto de la voluntad de poder) del mundo y propusieron una
apertura para el lenguaje, para la música, para la escritura,
pero también para la experiencia. Yo, que por aquellos años
tendía a volverme delicadamente loco por las invenciones de
Warhol, terminé de entender el asunto gracias a la majestuosa
práctica poética de Arturito.
que ciertamente no es ni una musa ni una gracia, pero sí una mensajera de los
dioses; y así como las musas descendieron a los turbados y atormentados
campesinos de Beocia, así también viene ella a un mundo lleno de sombríos
colores e imágenes, lleno de profundísimos e incurables dolores, y cuenta,
consolándonos, las figuras bellas y claras de los dioses, de un país encantado
lejano, azul y feliz.
Están los que dan cursos para la tercera edad, los que van a
las cárceles, los que dan talleres de cualquier cosa (y también
los que los toman). En los ochenta, el Rojas, más que un
mundo entero, era una galaxia que proliferaba. Y a veces esa
proliferación asustaba y fastidiaba a cierta gente, con razones
justas. Yo mismo suelo ser bastante escéptico en relación con
una oferta cultural que superpone al mismo tiempo cursos de
ikebana, maratones pianísticas, clásicos del cine ruso,
exhibiciones de capoeira y un congreso hiperespecializado al
que vienen invitados de todo el mundo. Pero con ese estilo, el
Rojas consiguió dejar una marca insoslayable en la cultura de
Buenos Aires de los años ochenta y noventa y no conozco otra
institución que haya distribuido tanto saber tan
indiscriminadamente. En 1988, César Aira dio sus
conferencias sobre Copi. En 1996, haría lo propio con
Alejandra Pizarnik.
El Rojas era así porque, sin duda, estaba habitado por
muchas voces de fantasmas. Y es así, sobre todo, quiero creer,
porque sigue bajo el influjo del encanto de Leopoldo. El Rojas
tendrá siempre la mitad de mi edad. Y esa mitad de mi vida no
habría sido la misma sin el influjo de ese excéntrico lugar más
allá de Callao.
Ponga su hombro contra una puerta y trate de abrirla por la fuerza, enfrentando
una resistencia invisible, silenciosa y desconocida. Tenemos una conciencia
bilateral de esfuerzo y resistencia … En su conjunto, estimo que en este caso
se trata de un modo de ser de un objeto que consiste en cómo es un segundo
objeto. Lo designo como Segundidad.
++++++++++++++++++++
¿Cómo leerlo?¿Qué regularidades podrían encontrarse allí?
¿Qué predicciones formular en relación con esa serie de
eventos? Para resolver el enigma, Lacan propone
“redenominar” la serie, conservando la secuencia. Lacan
decide reagrupar los significantes en grupos de a tres
(operación nada inocente, pero en la que no quiero detenerme
ahora). Cuando esos tres significantes dibujen una “simetría de
la identidad” (—o +++) el grupo llevará la denominación 1. Si
se trata de una “simetría de la alternancia” (+-+ o -+-)
entonces llevará la denominación 3. Cualquiera de las cuatro
formas de asimetría llevará la denominación 2. Redenominada,
la serie se escribe como:
12332233333222221122232221112212
3211
Más allá de los nombres (¿pero hay un más allá de los
nombres?) los eventos que “describe” siguen siendo los
mismos. ¿Hay ahora regularidad? ¿Se puede predecir el azar?
Por supuesto: nunca hay un 3 al lado de un 1. Siempre habrá,
entre un 1 y un 3, una cantidad de números 2. Si esa cantidad
es par, la serie continúa de un modo, si esa cantidad es impar,
la serie continúa de otro modo. Así, hasta el infinito.
En este texto ejemplar y brutalmente dominado por el azar,
el sentido (la regularidad, la regla, la capacidad predictiva)
aparece porque hay serie (cosa que Dalí ya había demostrado)
y, además, porque hay redenomina ción. La lectura como
correlación de series de sentido (el orden de los signos está en
el objeto, la redenominación es una mínima intervención
subjetiva) permite que el sentido aparezca objetivamente, sin
que intervenga actividad interpretativa alguna.
El juego de organización –uno podría decir– de los límites de una cultura está
dado por el enigma y el monstruo. Allí está lo que una cultura no puede
entender. Es la palabra de los dioses, si uno piensa en la gran tradición. El
enigma es aquello que dice la verdad última, es la palabra del oráculo, y el
monstruo es el otro límite.
En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción
sobre las cosas era insignificante comparado con el que nosotros poseemos,
fueron instituidas nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el
acrecentamiento sorprendente de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión
que estos alcanzan, las ideas y costumbres que introducen, nos aseguran
cambios próximos y profundos en la antigua industria de lo Bello. En todas las
artes hay una parte física que no puede ser tratada como antaño, que no puede
sustraerse a la acometida del conocimiento y la fuerza modernos. Ni la
materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte años, lo que han
venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que novedades tan grandes
transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva,
llegando quizás hasta a modificar de una manera maravillosa la noción misma
del arte.
El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve (Angelus
Silesius –“un autor excesivo”–, en El pere grino querubínico)
Rima XXI
¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía?
¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú. (Gustavo Adolfo Bécquer)
I’m afraid. I’m afraid, Dave. Dave, my mind is going. I can feel it. I can feel it.
My mind is going. (Hal en 2001. A Space Odyssey)
Un buen día, … me hice cierta pregunta entre tantas otras sin poder darles
respuesta, … mientras tecleaba en mi ordenador. Me preguntaba cuál sería el
momento propio del archivo, si es que hay uno, el instante de la archivación
stricto sensu que, vuelvo a ello, no es la memoria llamada viva o espontánea
… sino una cierta experiencia hipomnémica y protética del soporte técnico.
¿No era el instante en el que habiendo escrito esto o aquello sobre la pantalla,
quedando las letras como suspendidas y flotando aún en la superficie de un
elemento líquido, presionaba cierta tecla para registrar, para “salvar” (save) un
texto indemne, de modo duro y duradero, para poner unas marcas al abrigo de
una borradura? (Jacques Derrida, Mal de archivo)
Los libros, dijo una vez el poeta Jean Paul, son voluminosas cartas a los
amigos. Con esta frase llamó él por su nombre de modo refinado y elegante a
lo que es la esencia y función del Humanismo: una telecomunicación
fundadora de amistad por medio de la escritura. … Se podría entonces
retrotraer el fantasma comunitario que subyace a todo humanismo al modelo
de una sociedad literaria, sociedad en la que los participantes descubren por
medio de lecturas canónicas su común amor hacia remitentes inspirados. … El
conocimiento de la gramática era tenido antaño en muchos lugares como cosa
de nigromancia: de hecho, ya en el inglés medieval la palabra grammar había
dado lugar al glamour: al que sabe leer y escribir, le resulta fácil lo imposible.
Los humanizados no son por el momento más que la secta de alfabetizados,
que como muchas otras sectas dan a luz un proyecto expansionista y
universalista. Donde el alfabetismo se vuelve fantástico y arrogante, allí surge
la mística gramática o literal, la Cábala, que prolifera a partir de ese momento,
queriendo volver inteligible la ortografía del Autor del Mundo. Allí, en
cambio, donde el humanismo se vuelve pragmático y programático, como en
las ideologías de los estudios clásicos asociadas a los Estados nacionales en los
siglos xix y xx, el modelo de sociedad literaria amplía su alcance,
convirtiéndose en norma de la sociedad política. De ahí en adelante los
pueblos se organizan como ligas alfabetizadas de amistad compulsiva,
conjuradas en torno a un canon de lectura asociado en cada caso con un
espacio nacional.
(Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano)
Ana Amado (1946-2016) se refería a él como “mi amigo
gorila”. Él se refería a ella como la presidente de la rama
femenina del “Peronismo Paquete”. Para ellos no existía la
grieta porque el amor que se tenían superaba sus diferencias
políticas (que no eran tantas, después de todo, porque odiaban
con la misma intensidad las doctrinas y las estéticas que
avalan las desigualdades y el statu quo).
Una vez estaban almorzando en Santo Antonio de Lisboa,
una de las playas más hermosas del mundo, cuando se
enteraron del accidente de carótida del Sr. Néstor Kirchner.
Entre otras cosas, él dijo: “Ahora a Cristina no hay quien la
pare”. Como Ana simpatizaba más con el marido que con ella,
le pareció que su comentario era, además de “destituyente”,
una premonición que no convenía pronunciar en alta voz. El
tiempo le dio a él la razón y la posibilidad de hacerle chistes a
Ana sobre su sordera política de entonces.
*
En el sistema de archivos de su disco rígido hay una serie de
carpetas, cuyas primeras entradas son: Abralic, Agendas,
Alban, Amazon, Antelo, Asociaciones, Becas, Blog. No es una
clasificación sistemática, porque Alban debería depender de
Becas, y Abralic, naturalmente, de Asociaciones. Pero además
no se sabe para qué tiene una carpeta llamada Asociaciones
siendo tan pocas de las que participa, y con espíritu tan
agónico y tan intermitente. Es probable que la única lógica que
pueda aplicarse a la serie sea la de los estratos. Cada nombre
corresponde a un estrato geológico e involucra, por lo tanto,
una variable temporal: una acumulación insensata de
designaciones que la pereza o el signo de los tiempos le
impiden clasificar correctamente.
La carpeta Abralic y, más adelante, la carpeta Mercosur
tienen con la carpeta Antelo una relación de presuposición,
pero eso solo lo supo su conciencia. El sistema digital de
archivos nada dice sobre la mutua implicación entre una
carpeta y otra. La carpeta Antelo es de las más antiguas, y la
que más tesoros guarda. Muchos de los textos que ahí se
acumulan, sin orden ni concierto, forman parte de Crítica
acéfala (Buenos Aires, 2008), el libro de Raúl Antelo, a quien
conoció por intermedio de Renata Rocco-Cuzzi y que le reveló
un planeta entero, Brasil (hasta entonces apenas un rumor cuya
veracidad nunca se había tomado el trabajo de verificar).
Convivió muchos años con los pre-textos de ese, cuyo
hermetismo muchas veces lo sublevaba, pese a lo cual los usó
con la actitud del buen salvaje que se prueba las mejores joyas
de una cultura extravagante. Por ese conocimiento (el del
falsificador) alguna vez creyó que podía insinuar algunas
hipótesis sobre el dispositivo crítico que llamamos (que
reconocemos como) Antelo, que no se compara con ningún
otro y que garantiza que encontremos, en él, un pensamiento
(es decir: algo cuya existencia se impone a quien no lo pensó).
Leer el pensamiento en la obra de Antelo es desembarazar
sus textos de las oscuridades que arroja ocasionalmente en
ellos, pero que no deben entenderse como un mero suplemento
de escritura sino como algo constitutivo del dispositivo crítico.
Crítica acéfala hace un uso despiadadamente quirúrgico de
las invenciones más contemporáneas de la filosofía y de la
crítica (Derrida, Agamben, Nancy) revelando autores, obras y
tendencias de pensamiento de antes de ayer y de mañana. No
menos cierto es que vuelve con obsesión a un puñado de
nombres propios (Bataille, Caillois, Leiris, Lacan) ligados con
un proyecto teórico que representa la parte maldita del siglo
xx, el pensamiento menos heroico y, al mismo tiempo, el más
desafortunado, el que con más dificultades se ha topado para
su comprensión. No es casual, entonces, que en Crítica
acéfala Antelo describa el lugar, que tal vez sea su lugar, de
acefalía: “El crítico ocupa un intersticio de ficción y teoría.
Aunque ese es su lugar singular, nada tiene de desinteresado.
Muy por el contrario, en el interés … se aviva su pasión por
leer y comprender. Inter legere, ser intelectual, poder pensar la
experiencia”.
Contra el borde pleno y obsesivamente delimitado, la
grieta y la falla a través de las cuales se cuelan los fantasmas.
Contra la frontera, el extravío. En ese umbral entre lo ético y
lo estético se construye el dispositivo de lectura (el dispositivo
para pensar la experiencia), ese compuesto de ficción y teoría
que, además, puede subdividirse al infinito según la lógica del
retardo, ya que, además: “Lo ficcional se define … como el
punto medio entre la atracción de lo desconocido y la
apariencia del ser”, y así sucesivamente.
América, para Crítica acéfala, es el Occidente de
Occidente y no, como alucinaba Colón, su Oriente. No es
propiamente el pasado de Europa sino, paradójicamente, su
futuro, la cifra del des-astre (“el sentido aparece con la
intensidad del desastre, es decir, aquello que va a borrarse o
está a punto de desaparecer”), el lugar radical del destierro, de
la desterritorialización del pensamiento (una de las primeras
verdades mundanas que aprendió de Antelo es que
Florianópolis se llamaba antes Nossa Senhora do Desterro).
Uno de los operadores del dispositivo crítico es la re-
versión temporal, como cita del eterno retorno, en tanto lógica
de la historia y cifra, por lo tanto, de la singularidad histórica.
Así, para evaluar la perspectiva del poscolonialismo y sus
cultores, el dispositivo retrocede a una escena del 15 de marzo
de 1942, cuando “Roger Caillois le escribe una carta a su
amiga y protectora, Victoria Ocampo” e, inmediatamente, a
una “situación previa” de 1938. Para comprender la poesía de
Arturo Carrera, “podemos remontarnos a Alfred Métraux,
especialista en antropofagia tupinambá y director del Instituto
de Etnografía de la Universidad de Tucumán, quien registraba
en su diario de 1931, al atravesar el altiplano boliviano, que
recién en Chipaya logró comprender la íntima cohesión
económica que vincula a toda la humanidad”.
Escribió:
3. Si hay una escritura pop, una escritura preocupada por los objetos
anticuados de la civilización, que trabaje a partir del montaje, la
discontinuidad y el descentramiento del sujeto, que reivindique los usos
menores o intensivos, los puntos de contracultura y de subdesarrollo, las zonas
lingüísticas tercermundistas, que se deslice despreocupada (pero no
irreflexivamente) a través de los géneros altos y bajos y que interrogue los
espacios de la “nacionalidad”,
inventaron, entre todos, un tono y una manera de decir que quiso representar
“lo mejor de lo mejor” de un país latinoamericano en el momento de su
entrada en el mercado mundial, y que se hizo “clásico” en Argentina. Y
tambien inventaron entre todos, con ese mismo tono, una lengua penetrada de
arrogancia, de xenofobia, de sexismo y de racismo. Con esos tonos escribieron
sus ficciones legales para el estado liberal: los “cuentos” del héroe nacional, de
la nación, del dandy, del científico y todos sus otros, y se transformaron en
“clásicos” de colegio secundario en Argentina.
Que todo se vaya anotando, mejor, que es como decir, que se vaya olvidando
todo posible comienzo, que el punto de partida de la intriga confunda, como la
amnesia, sus coordenadas temporales, y allí, en esa permanente negligencia de
la memoria, que se dé por hecho un libro que nadie recuerda haber pretendido
escribir.
A la hora de oro
no dores las palabras,
al duro sol de la poesía
A la hora sin oro
dedícale una mirada sin tiempo
una mirada sin oro sin horas
dedícale el deseo de no pasar más tiempo
para que el tiempo corra ingenuo
como el agua de una fuente
para que los días pierdan su nombre
para que el tiempo pierda pie
y tú puedas, al fin,
mirar antes del primer día.[5]