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LA LECTURA:

UNA VIDA…
Lector&s
Colección dirigida por Graciela Batticuore
DANIEL
LINK
LA
LECTURA:
UNA
VIDA…
Link, Daniel
La lectura: una vida… / Daniel Link. - 1a ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires: Ampersand, 2018.

Libro digital, EPUB


ISBN 978-987-4161-11-6
1. Cultura. 2. Literatura. 3. Cultura. I. Título.
CDD 807

Colección Lector&s
Primera edición, Ampersand, 2017.

Derechos exclusivos de la edición en castellano reservados para todo el mundo.


Cavia 2985 (C1425CFF)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
www.edicionesampersand.com

© 2016 Daniel Link


© 2017 de la presente edición en español, Esperluette SRL, para su sello editorial
Ampersand
Edición al cuidado de Renata Prati
Corrección: Renata Prati y Ana Hib

Diseño de colección: Thölon Kunst


Maquetación: Silvana Ferraro
ISBN 978-987-4161-11-6
Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella
mediante el alquiler o el préstamo públicos.
A mis maestros, a mis compañeros
de trabajo, a mis amigos.
Por fortuna hay muchos que ocupan
más de una de esas clases convencionales.
0. INTRODUCCIÓN

¿Qué tuve que leer para llegar a escribir este libro? O, mejor
dicho: ¿qué es mi vida sino una sucesión de lecturas (mejor o
peor hechas), que se enhebraron un poco por coacción, otro
poco por azar, en todo caso por método?
Historiarlas ahora, por pedido de Graciela Batticuore, a
quien le agradezco la amable encomienda, no es tanto una
explicación de mí mismo sino el relato de una relación con la
historia: el sentido que la lectura tuvo y tiene para una
generación atravesada por el trauma. Y, sobre todo, un acto de
justicia: confesar lo que he leído no tiene ninguna importancia,
mejor es consignar quién me llevó a hacer esas lecturas y
cómo esas indicaciones se transformaron, más tarde o más
temprano, en una manera de leer y en una pedagogía.

La conciencia lectora (más allá o más acá de los contextos


institucionales) es una pura corriente de conciencia
prerreflexiva (eso vendrá, si acaso, después). Una vida solo
está hecha de virtualidades, de acontecimientos, de
singularidades. Lo virtual no es algo que carece de realidad
sino algo que se compromete en un proceso de ac tualización
(que puede alcanzar su fin o no) siguiendo una línea de
sombra: cada actualización es un acontecimiento (una
experiencia, un paso de vida), pero aun cuando el
acontecimiento no llegue, su carácter potencial vibra como
pormenor lacónico de larga proyección. Una serie desordenada
de lecturas se corresponde, así, con un conjunto de pormenores
más o menos significativos.

No sé lo que soy, pero sé lo que he leído.


1. LOS AÑOS PREESCOLARES.
MI PAPÁ Y MI MAMÁ. MI ABUELA
PATERNA

Algo de mí nació el 28 de agosto de 1959. No me atrevería a


decir que ese día nació un “yo” pero tampoco un cuerpo.
¿Cuándo nace un cuerpo? ¿Cuándo nace una conciencia? Algo
de mí comenzó a formarse ese día, bajo el signo de Virgo que,
como todo el mundo sabe, forma lectores obsesivos y prolijos.
Ya me referiré a la composición de mi familia, y a las
tradiciones con las cuales se enriqueció mi perspectiva, pero
esa signatura astral primera no debe tomarse a la ligera. Nunca
adherí a ningún tipo de pensamiento mágico, pero siempre
supe, al mismo tiempo, que el pensamiento está modelado por
la magia. En el “álbum de recortes del bebé” (que debe
entenderse como el primer libro de mi biblioteca) mi mamá
recortó y pegó prolijamente las características de mi signo, en
las cuales me reconozco en un 75 % (para mi dicha, para mi
zozobra). No se trata de una determinación estelar,
naturalmente, sino de un efecto de discurso: algo de mí fue
criado (cultivado) en la certeza de que yo sería de tal y cual
modo: ¿cómo iba yo a liberarme de la magia del discurso, que
hace cosas y conciencias con palabras? Leer, ser leído. Ser es
ser nombrable y el primer nombre que tenemos es siempre un
nombre que nos viene dado: el nombre del padre, el nombre de
pila, el nombre astral, los nombres culturales. Seguir leyendo,
a lo largo de una vida, no es sino pretender desenredar esa
madeja de nombres primitivos y de signaturas cuyas
circunvalaciones se pierden en el vértigo de los tiempos.
Mi mamá había sido, en su infancia, muy pobre. Es más:
ella ni siquiera pudo ir a la escuela secundaria (completó esos
estudios ya adulta) porque su padre había abandonado el hogar
y, siendo la segunda hija, ella y su hermana mayor fueron las
encargadas de salir a trabajar para garantizar el sustento de la
madre y de los otros dos hermanos más pequeños.

Tan pobres eran esas niñas que, cuando querían jugar a


maquillarse, frotaban contra sus mejillas hojas de higuera,
provocándose urticarias instantáneas que podían hacer pasar
por colorete hasta que el propio dolor y los gritos de su madre
las sacaban de la mímesis cinematográfica de la década del
cuarenta. Lo más urgente, en la mentalidad de una mujer
abandonada con su prole, fue casar a sus tres hijas mujeres
cuanto antes. El varón, que ella pensaba reservar para sus
ensueños edípicos, decidió por sí mismo y un buen día se fue
con una mujer que tenía dos nombres: el de su documento de
identidad (que nadie en mi familia recuerda) y el de su
profesión: Kathy, con k, con hache y con y griega.
Abandonada la primaria, mi mamá salió a trabajar con tan
buena fortuna que pudo evitar el embrutecimiento del servicio
doméstico. Nadie jamás me lo confirmó, pero sospecho que
pudo aspirar a puestos laborales de mayor respetabilidad por la
deslumbrante belleza que la caracterizaba cuando joven y de la
cual nunca fue consciente. El amante de mi abuela, a quien yo
llamé durante muchos años el Nono Neistadt sin saber que su
vínculo conmigo era apenas un ejercicio de voluntad y de
hipocresía familiar, le consiguió a mi mamá una posición en
una casa proveedora de telas al por mayor en la ciudad de
Córdoba, con la que él tenía relaciones profesionales.

De turco en turco, mi madre fue haciéndose un camino


profesional, al mismo tiempo que crecía y se volvía cada vez
más bella, hasta llegar a parecerse, en su época dorada, a una
estrella de cine italiano. Tenía pretendientes, claro. Ella
decidió responder a los requiebros de un empleado de una
estación de servicio por la que pasaba diariamente rumbo a su
trabajo y al volver a su casa. Mi abuela objetaba esa relación
no solo porque esperaba de sus hijas un destino mejor, sino
porque el muchacho era simpatizante del Partido Comunista y
le llenaba a mi mamá la cabeza con ideas raras, de acuerdo con
las cuales la pobreza y los pobres eran especies que debían
protegerse (o cosa semejante), lo que ofendía los anhelos de
progreso social que en la familia circulaban como el mate
cocido cotidiano.

Mi papá, cuando joven, era también de una belleza


extraordinaria, a la que se agregaba el exotismo (en estas
latitudes) de su pelo rubio y sus ojos clarísimos como un cielo
matutino. Flaco como una estaca y bien proporcionado,
respondía bien a lo que se supone la correcta descendencia de
un matrimonio mixto formado por un padre bávaro y una
madre checa. Cuando joven remaba, lo que agregó tonicidad a
un cuerpo ya naturalmente destinado a destacarse. Su padre, a
quien yo no conocí, le había aconsejado siempre, refiriéndose
a las nativas de esta tierra: “Nunca te cases con una
Schwarze”. Desobedeciendo ese mandato racista, él decidió
unir su corazón a la más bella de las negras que se le cruzó por
el camino, mi mamá, cuyos ojos enormes solo resultaban
empañados por la perfección de su boca, la prominencia de sus
pechos meridionales y la cintura de avispa que cultivaban las
muchachas a mediados de la década del cincuenta.
Se conocieron en Córdoba, donde mi papá había sido
destinado con licencia laboral para recuperarse de un accidente
que pudo haber sido fatal. Quien con el tiempo iba a ser mi
padre solía acompañar en sus noches libres a un amigo que
trabajaba como proyectorista de largometrajes en una sala de
barrio. Antes de que la automatización llegara a las máquinas
proyectoras, el operador debía calcular, con una exactitud de
décimas de segundo, el instante en que un rollo debía
comenzar a correr para que la película continuara sin
sobresaltos. Era previsible que, en una tarea tan intermitente y
monótona, aquel joven requiriera la compañía de algún amigo.
Mi papá lo acompañaba la noche en que se prendió fuego uno
de los proyectores y, con él, las pilas de películas impresas en
un material, como se sabe, altamente inflamable. El
desdichado empleado de la industria cinematográfica murió
incinerado y mi papá resultó con quemaduras en las manos,
que había usado para cubrir su cara cuando explotó no sé qué
barril lleno de sustancias flamígeras que estaba en el lugar.

En mi recuerdo las manos paternas son una cicatriz


continua, resultado de un largo proceso de recuperación
durante el cual, seguramente, las tuvo vendadas la mayor parte
del tiempo. Todas las noches las sumergía en vaselina por un
rato, porque la piel nunca se le recuperó del todo.
Lo mandaron, pues, a Córdoba, en encomienda terapéutica.
En un baile se cruzó con mi mamá. Habrá sido como la
colisión galáctica de dos estrellas con órbitas distintas: la de
ella, ascendente como la de una giganta luminosa; la de él,
decadente como la de una enana blanca. En todo caso, dos
esferas de plasma autogravitante de tal belleza no podían
permanecer insensibles una a la otra.
A mediados de la década del cincuenta, las madres con
pretensiones sociales solían acompañar a sus hijas a los
salones de baile, para evitar la lubricidad de los muchachos,
dispuestos, tanto ayer como hoy, a ponerla en cualquier
agujero y después salir corriendo. No había censura moral en
un cuidado semejante, sino financiera: la virginidad como dote
matrimonial.

Bien pronto mi abuela se percató de la atención de la que


mi madre estaba siendo objeto y le agradó la perspectiva de un
yerno rubio como el sol y unos nietos que ella imaginaba con
los mismos ojos celestes (idea cándida como ninguna otra:
ignoraba el carácter genéticamente recesivo de los caracteres
rubios en las uniones mixtas).
Cuando mi mamá se dio cuenta de la trampa en la que
estaba a punto de caer ya era tarde. Su madre y sus hermanas
habían decidido que ella debía casarse a toda costa con el
impecable príncipe centroeuropeo que la cortejaba. Ella, que
había aceptado por vanidad las gentilezas de mi padre, habría
preferido unir su destino aventurero con el del joven
comunista del que estaba prendadísima, pero un par de
cachetazos la obligaron a entrar en razón: el ascenso social no
se compara con ninguna campaña revolucionaria.
Por supuesto, todo era un gigantesco malentendido
fundado en el prejuicio racial. La familia de mi padre no era ni
remotamente rica y su prosperidad relativa se debía en realidad
a la aplicación de las rígidas leyes de la economía doméstica
protestante y al hecho de que aquellos inmigrantes se habían
beneficiado en algún momento con las indemnizaciones que el
gobierno alemán se vio obligado a otorgar a las víctimas de la
guerra y del todavía escandaloso período que la precedió.

Hasta su muerte prematura, mi abuelo paterno fue chofer


en turno nocturno de ómnibus de larga distancia, y en las
sobremesas familiares siempre se murmuró que su
predilección por una profesión tan insana como esa, que lo
llevó a la tumba una mañana en que el corazón le explotó en
mil pedazos mientras volvía a su casa, tenía su fundamento en
la necesidad de alejarse del agrio carácter de mi abuela checa.
Yo creo, por el contrario, que aquel muchacho que huyó de su
Bavaria natal tenía el diablo en el cuerpo y no podía estarse
quieto en parte alguna.

Rubio y hermoso, mi joven padre era un poco menos pobre


que mi joven madre, pero debe de haber parecido un tesoro
inesperado en aquella tierra de comechingones. Cuando mis
padres se casaron no tenían dónde vivir y, después de la luna
de miel en Mina Clavero, tuvieron que conformarse con la
pieza que la hermana mayor de mi padre había dejado libre al
cambiar su propio estado civil, el baño compartido de la casa y
el permanente repiqueteo de las herramientas en el taller de
chapa y pintura detrás del cual estaba la vivienda que los
alojaba, en la calle Condarco de Villa Pueyrredón, Ciudad de
Buenos Aires. Pese a las quejas de mi madre, sé que esos
cuatro años que pasó en Buenos Aires no fueron totalmente
desdichados para ella: todavía conserva los programas de las
funciones de cine a las que concurría semanalmente, un lujo
que no hubiera podido darse sin la asistencia financiera de su
suegra, ya para ese entonces viuda y beneficiaria de una doble
pensión alimentaria (la argentina y la alemana, que le
correspondía por contrato conyugal).

Cuando algo de mí nació, bajo el signo de Virgo,


sorprendió a toda la familia. Yo no solo no era rubio, sino que
estaba cubierto por una mata de pelusa uniformemente negra
de la cabeza a los pies, y de mis orejas salían unos estambres
durísimos que todavía me acompañan y que debo someter
periódicamente a un doloroso proceso de depilación del que
secretamente me avergüenzo pero que me salva de la
vergüenza todavía mayor de parecer un hombre lobo.
El equívoco entre mi nombre y mi apariencia todavía me
acompaña: hace unos años, cuando fui contratado para dar un
curso de posgrado en la venerable Humboldt Universität de la
ciudad de Berlín, una de las asistentes no pudo callar su
sorpresa y me dijo: “Usted no se parece a lo que yo
imaginaba”. En otro contexto, una villa italiana del siglo xviii
a orillas del Lago di Como –donde por otra parte pasé
momentos muy dichosos–, un grupo de becarios
norteamericanos que estaba preparando una fiesta para la
noche de Halloween (festividad que detesto) me solicitó, para
la pequeña charada que habían ideado, que representara el
papel de mucamo latino. Me negué rotundamente a suscribir
sus prejuicios raciales, alegando que yo de latino no tenía ni
una sola gota de sangre. Mis antepasados, les mentí, eran todos
alemanes muy liberales que se habían mezclado, en épocas
poco proclives a experimentos de mestizaje, con judíos
sefardíes (aserto cuya verosimilitud nunca podrá nadie negar,
ni en España ni en Alemania).

Una vez que mi familia se acostumbró al monstruo que mi


madre había parido, fui querido de inmediato porque parecía
destinado a la muerte, y nada conmueve más los corazones que
un niño que no alcanzará a desarrollarse, que no podrá dejar la
infancia. Pesaba poco, parecía un producto de la
subalimentación, estaba siempre enfermo. Nuestro regreso a
Córdoba, en tren, fue casi como ir a preparar mis funerales. Ya
que mi madre no había podido contar con el privilegio de que
la suya la acompañara durante el largo y penoso proceso de
parto, estaba decidido que mi abuela estuviera en mi entierro.

No morí: me aferré con tenacidad a la vida y al amor que


mi familia sentía por mí. Una curiosidad impertinente me
mantuvo con vida: quería leerlo todo.

Mi mamá tuvo que salir a trabajar, esta vez como


empleada administrativa en un negocio que vendía
electrodomésticos (la vanguardia de comienzos de los años
sesenta), para pagar la cuota del terrenito y de la casa en la que
habría de suceder la parte más importante de mi vida: mi
infancia.
Mi mamá se sintió culpable porque sus imprescindibles
compromisos laborales le impedían amamantarme. Aunque
ella tomaba diariamente la precaución de ordeñarse para mi
sustento, sabido es que la ingesta de leche materna es un
pormenor que solo tiene proyección en el tiempo en su envase
natural. Bien pronto me pasaron a la leche vacuna y a diversos
suplementos destinados a fortalecer mi débil constitución:
jugos de hígado y otras asquerosidades que mi memoria ha
conseguido borrar. Me llevaban al médico varias veces a la
semana, hasta que se descubrió que la enfermedad que yo tenía
era neurológica. No morí, pero me volví raro. Un niño
enfermizo, pobre y raro.
Durante mi infancia, mi mamá aplicaba métodos de ahorro
siempre que podía. Su suegra, que cuando joven había sido
una campesina educada en una austeridad centroeuropea
rayana en el delirio, le había enseñado que las sábanas se
gastan antes allí donde los cuerpos reposan sobre ellas.
Cuando esas sábanas llegaban a la transparencia o la
rasgadura, lo que esas mujeres hacían (sospecho que incluso
con cierto orgullo y alegría) era cortar las sábanas a lo largo y
volverlas a coser por los lados contrarios, aquellos que
habitualmente van a parar bajo el colchón. La solución parece
sensata, pero convido a cualquiera a dormir sobre una costura
reforzada: imposible dejar de sentirse perseguido en sueños.
En su casa de Villa Pueyrredón mi abuela solía criar, en
lugar de las criollísimas gallinas, patos con cuya carne
preparaba conservas y confituras que seguramente tenían para
ella el valor de la madeleine proustiana. Pero, además, una vez
sacrificadas esas aves, nos dedicábamos a fabricar duvet. Era
un ritual familiar que cumplíamos en Buenos Aires o en
Córdoba, porque mi abuela era capaz de trasladar bolsas de
plumas de pato allí donde nosotros estuviéramos. Una por una,
había que pelar cada pluma despojándola de su canuto. Los
delicadísimos plumetíes se almacenaban provisoriamente en
bolsas de plástico, hasta que su cantidad permitía la
fabricación de los plumones que habrían de abrigarnos durante
los inviernos. Para el de mi cuna, me cuentan, hicieron falta
apenas cuatro patos. Ese pequeño cobertor no sobrevivió como
tal a mi crecimiento: fue incrementado con posteriores
sacrificios avícolas para fabricar el abrigo de una plaza que
usé durante toda mi vida de soltero.

*
Yo fui, entonces, pobre y enfermizo, lo que es casi una
tautología porque la pobreza va siempre acompañada de mil
padecimientos físicos, pero además tímido y responsable.
Cada año que le robaba a la enfermedad, que me acechaba
todos los inviernos, se transformaba en un programa de trabajo
para mejorar mi posición social futura por la vía del
enriquecimiento simbólico, que es el tema de este libro.
Un neurólogo que me examinó durante los primeros meses
de mi vida, el Dr. Margulies, una eminencia a la que me
llevaron para que diera cuenta de la causa de los touretismos a
los que me entregaba tanto dormido como despierto,
diagnosticó un severo daño cerebral y pronosticó que yo jamás
caminaría. Debe haber sido el período más oscuro de mi vida
porque imagino la pena cotidiana de mis padres ante ese futuro
minusválido que yo era entonces para todos. Hay una foto mía
en la que todavía no caminaba, pero aparezco de pie, apoyado
contra una pared, como si con ese registro hubiera alcanzado
para conjurar una premonición fundada en estudios científicos
complejos. Caminé después de lo esperable, porque mi
constitución física (o mi pereza) decidió que yo necesitara
tiempo adicional para la maduración motriz, pero cuando lo
hice me llevaron al hospital público donde trabajaba el Dr.
Margulies para hacerle un escándalo. No nos atendieron.
A medida que fui creciendo, la casa de mi infancia
cordobesa también lo hizo, con agregados que pretendían
disimular su naturaleza infundada: una fachada de lajas, un
patio de baldosas rojas, y así hasta conformar el laberinto
arquitectónico que recuerdo, situado en una dirección que era
para mí la quintaesencia de lo pobre: Calle 9, Número 1247
(doce-cuarentaysiete). Era como si los nombres propios no
hubieran alcanzado para darnos direcciones a nosotros, o como
si las antiguas familias de abolengo se hubieran negado
terminantemente a prestar sus apellidos para los andurriales en
donde vivíamos. Yo, que no conocía todavía Villa Gesell ni
Nueva York, pensaba que una calle a la que se designa con un
número era un signo más de la escasez de todo. Me
equivocaba, claro, porque todavía no había aprendido a leer la
modernidad (cosa en que mis padres fueron siempre
expertísimos).
Solo las personas muy pobres de mi generación (nadie que
yo conozca, por cierto) tienen recuerdos de cuando asfaltaron
su calle, acontecimiento que sucedió cuando yo tendría seis o
siete años. Cuando vean una calle recién asfaltada, deténganse
a mirar las manos infantiles impresas en el cemento. Yo hice lo
mismo y, aunque ya ha pasado mucho tiempo y seguramente
varias veces habrán hecho mantenimientos, recapados
electoralistas, bacheos o tan solo componendas corruptas con
las fábricas de cemento, quiero creer que mis manitos siguen
ahí, como testigos de que yo existí antes del asfalto en ese
barrio.
Tampoco teníamos vereda de baldosas y recuerdo la
algarabía con la que importuné a mi papá cuando por
disposición municipal se hizo necesario que las colocaran y
tuvo que hacerlo él mismo, con sus manos quemadas, y yo
trepado sobre sus hombros. Cierro los ojos y veo a ese niño,
feliz a espaldas de su padre.
Sin televisor y sin equipo de audio, limitado a las
diversiones más elementales o más excepcionales (pero
siempre gratuitas), era lógico que mi aguda sensibilidad
infantil se inclinara hacia la lectura. Si fui rezagado para
caminar (o un milagro total, si se tiene en cuenta el
diagnóstico de la medicina), fui precoz para leer y aún antes de
mi escolarización ya lo hacía de corrido. Mis padres, ajenos
como eran también ellos a la cultura industrial de comienzos
de la década del sesenta, se dedicaban a consumir vorazmente
novelitas. Mi mamá leía a Corín Tellado y sus discípulas,
donde tal vez encontraba episodios sentimentales que le
recordaban al joven comunista que había sido obligada a
abandonar en su temprana juventud, y mi papá las semanales
entregas de aventuras del oeste. ¿Cómo no iba yo a leer como
un poseso si mis padres, a quienes adoraba, competían para
ver quién terminaba antes su cuota anestésica de ficción
barata?
Empecé comprendiendo (de memoria) los carteles que veía
por la calle. Luego llegaron las historietas. Recuerdo
particularmente las del Pato Donald. Yo me había identificado
(absurdamente) con sus sobrinos, Hugo, Paco y Luis, y una
vez hasta llegué a completar un cupón que le pedí a mi papá
que depositara en un buzón, para hacerme “cortapalos”
(versión disneylandificada del scoutismo infantil). Nunca
recibí respuesta, ni la credencial prometida, ni el Manual de
Cortapalos que, yo suponía, iba a permitirme encauzar mi vida
dedicada a las exploraciones.
Cuando mi talento impar para la literatura fue evidente
para todos, empezaron a leerme cuentos infantiles ilustrados.
Yo no recuerdo que se me leyera antes de dormirme sino hasta
después de que ya hubiera manifestado mi capacidad lectora.
Sí recuerdo, en cambio, que me quitaban el sueño durante
semanas las historias aterradoras y levemente obscenas que mi
abuela checa me contaba de memoria, algunas de las cuales,
cuando fui adulto, reencontré en las grandes compilaciones de
cuentos populares como los Canterbury Tales o el Decamerón.
Los pedagogos se enojarán conmigo, pero soy el ejemplo
viviente de que una vocación lectora no se induce (el otro
ejemplo, pero contrario, son mis hijos, que hoy no agarran un
libro ni bajo amenaza y que, si embargo, vivieron rodeados de
literatura ya desde la cuna). Yo leía, creo, para escapar de la
pobreza y de la tortura de una vida doméstica que ocupaba
enteramente mi capacidad de comprensión y que, por eso
mismo, me volvió rezagado en muchos otros aspectos de mi
vida.
2. LA ESCUELA PRIMARIA.
LA SEÑORITA CELIA

Por razones no muy difíciles de adivinar, Sissi es muy


importante en mi vida (Sissi, 1955; Sissi, die junge Kaiserin,
1956; Sissi, Schicksalsjahre einer Kaiserin, 1957).

En primer término, porque mi abuela paterna, que vino a


Argentina desde el pueblito de Uherské Hradište ˇ (parte del
antiguo reino de Moravia) creció bajo su influjo: en la cocina
de su casa –contaba– había un retrato de la emperatriz
Elizabeth (princesa de Baviera, reina de Hungría, etc.). En el
barco que la trajo a Buenos Aires, mi abuela conoció a mi
abuelo paterno, un bávaro de la ciudad de Passing (que ostenta
el privilegio de tener una de las iglesias góticas más antiguas
de Europa).
Cuando era chico, en Córdoba, Sissi (alguna de las tres,
supongo que la de 1955: no lo sé y eso me desespera) fue la
primera película que mis padres me dejaron (mejor dicho: me
enviaron a) ir a ver solo, a mis nueve o diez años, al centro.
Por entonces ya tenía televisión y el cine tenía que ser,
necesariamente, el siguiente paso. Siempre fue para mí muy
extraño asociar una experiencia de crecimiento y libertad a un
producto tan kitsch y tan ligado a un sistema de valores cuasi-
fascista como el que impregna esas películas (los paisajes, los
sistemas de sociabilidad, la añoranza por los tiempos idos).
Los estudiosos del cine (sobre todo del cine alemán) saben que
hay un género de películas (los melodramas de montaña) muy
ligado al desarrollo del nazismo. Sería injusto decir que Sissi
abona ese terreno, pero lo cierto es que no se puede mirar sin
un poco de aprensión esas secuencias siempre dominadas por
el himno del Reich.

Seguí, como cualquiera de mis contemporáneos, la carrera


de Romy Schneider (Rosemarie Magdelena Albach-Retty),
que en su momento fue amante de Alain Delon y que llegó a
filmar películas importantes para mi generación: con Joseph
Losey (El asesinato de Trotsky), Luchino Visconti (Boccacio
‘70, Ludwig II, donde vuelve a interpretar a Sissi) y Orson
Welles (El proceso). Antes de morir en 1982 por causa de su
afición al alcohol y a las drogas, tuvo tiempo de recibir dos
premios César. La última película que vi protagonizada por
ella fue Claire de femme (1979) dirigida por Costa-Gavras, a
la que recuerdo como amarga y desconsolada. Entonces yo
tenía poco más de veinte años y seguramente hoy no me
gustaría.
De Sissi no me acordé más hasta que empecé a pensar en
Evita, cuya carrera parece un calco de la de Sissi (no de la
Schneider, sino de “la emperatriz rebelde”). Fue entonces
cuando comprendí algunas cosas sobre el imaginario
peronista. De hecho, en el museo Eva Perón puede verse una
película que es igualmente devota de los melodramas de
montaña que la saga de Sissi (la película actuada por Eva
Duarte es anterior, lo que explica que la trilogía sea más pop y
que esté un poco mejor contada).
Y después leí la maravillosa novela de Ana María Moix,
Vals negro, que restituye la figura de Sissi a su verdadero
lugar: uno de sus caballos se llamaba Nihilismo, su perro
predilecto se llamaba Shadow, se hizo instalar en el palacio un
gimnasio completo donde hacía ejercicios de anillas todas las
mañanas, era anoréxica, republicana, frecuentadora de
dementes, bohemios y revolucionarios, sufría ataques de
melancolía y crisis de angustia. Su primera hija, Sofía, murió
siendo una niña, su primo predilecto, Ludwig II de Baviera,
fue repetidamente acusado de insanía (porque era pederasta),
su cuñado Maximiliano quiso ser el emperador de México y
así le fue (fusilamiento), su hijo Rudi (heredero del imperio) se
volvió adicto a la morfina y, enfermo de gonorrea, se suicidó
en 1889.
No importa que yo no supiera ninguna de estas cosas
cuando, en mi infancia, me mandaron solo al cine, como
prueba práctica de que podía desenvolverme por el mundo sin
extraviar el rumbo y sin posibilidad de pedir auxilio alguno
(en casa no había teléfono). De un modo o de otro, la vida de
Sissi se impuso a mi conciencia de niño neurasténico, pobre y
responsable como un modelo (inalcanzable, pero modelo al
fin).
Ciertamente, en las películas hay algo de la Sissi que se
precipita en el reino de las tinieblas, sobre todo en la mirada
perdida y vuelta sobre sí de Romy Schneider que, culta como
era, no podía ignorar la gran mistificación pretendida por los
guionistas.
Además, sorpresa añadida, tramada como está en relación
con el cuento de hadas, la primera de la serie, Sissi, tiene la
virtud de invertir de cabo a rabo el relato de “La cenicienta”.
Sissi no quiere ir al baile. Intuye que un destino funesto la
espera en el palacio, de la mano de Franz Joseph. La madre y
la hermana la obligan, sin sospechar nada de lo que puede
llegar a suceder. La madrasta aparece en la vida de Sissi
tardíamente, y es la suegra. Etc., etc. No está mal, ahora,
recordar Sissi como la película que me sacó del universo de los
cuentos de hadas, sobre todo porque ahí puedo leer parte de la
historia de mi familia, la disolución de un mundo (la “edad de
los imperios”) y, también, el nacimiento de otro (el
“populismo peronista”) entre los cuales, qué duda cabe, se
decidió toda mi vida y entre los cuales está toda la literatura
que me importa.
La presión de esa tradición fue tan importante en mi
formación que mis padres decidieron mandarme a estudiar al
Colegio Alemán de Córdoba, que quedaba muy lejos de mi
casa. El colegio tenía régimen de doble escolaridad: castellano
por la mañana, alemán, tareas y gimnasia por la tarde. Un
micro me retiraba de mi casa apenas el sol despuntaba y me
devolvía ya muy tarde en la noche. Yo era uno de los últimos
en bajar, por fortuna, porque por entonces me avergonzaba
vivir en una calle cuyo nombre era un número. Antes, mis
amigos se bajaban en la calle Chacabuco, en la avenida Colón,
en la calle Cura Brochero. Me parecía que yo vivía tan lejos
que ya no había nombres propios para llamar a las calles de mi
barrio. Supongo que muchas personas debieron pensar lo
mismo porque hoy en Google Maps las calles de mi barrio
llevan nombres que no sé cuándo les fueron adjudicados y,
sobre todo, cómo no fui yo consultado sobre tan grave asunto.
Los recuerdos infantiles son un poco ambiguos: muchas
veces al recuerdo propio se superpone algo que los demás
recuerdan sobre nosotros, o pensamos que es un recuerdo algo
que nunca pasó, que meramente imaginamos. Por fortuna
guardo documentos que me permiten ordenar el caos
memorialista (jirones, islotes de memoria sin sentido,
contradicciones). Escribo este libro aferrándome a mi propio
archivo, bastante menguado por algunas mudanzas y otras
imprudencias.
Hice mi primer grado en la sede antigua del Colegio
Alemán, que quedaba en la calle Ituzaingó 508 de la ciudad de
Córdoba. Como yo nací en agosto, para poder cursar primer
grado en 1965 (en marzo yo tenía solo cinco años, y no
cumpliría mis seis reglamentarios sino hasta después de junio,
mes de inflexión que decide, habitualmente, cuándo se puede
ingresar a la escuela primaria) tuve que hacer un test de
madurez cognitiva. Aparentemente salió bien y comencé
prematuramente mi formación escolar.
Mi formación lectora, como queda dicho, había
comenzado ya antes del colegio, gracias a mis padres, pero se
trataba de literatura barata (historietas, revistas, cuentos
infantiles ilustrados) que yo, sin embargo, atesoraba. Además,
había en mi casa unas colecciones de libros encuadernados en
cartón gris y rojo (muchos de ellos todavía se consiguen en los
mercados de pulgas), que venían junto con el diario, pero no
tenían ilustraciones y además tenían títulos que a mí no me
atraían (Guerra y paz, Ana Karenina). Hubo un libro de esa
colección muy importante para mí, pero años después:
Compulsión, de Meyer Levin, sobre el que volveré más
adelante.
De ese primer año escolar recuerdo poco y nada: un patio
de cemento, un árbol, un portón donde algunos padres
esperaban a sus hijos por la tarde. El boletín de calificaciones
registra un promedio anual de calificaciones de 9,6 (la nota
más baja es en ortografía en el tercer trimestre: un triste 8).
Ninguna anotación de la señorita Silvia Claren como para
despertar un fragmento de memoria dormida.
Primero superior, tal como se denominaba entonces lo que
hoy es el segundo grado, lo cursé ya en el nuevo edificio del
colegio, en la Avenida Recta Martinoli, en Argüello, más allá
del Cerro de las Rosas. Era un edificio imponente y
modernísimo, de dos pisos, con salones muy iluminados, dos
patios para juegos, un jardín de infantes de diseño futurista
(una rampa helicoidal llevaba al salón de actos, en el primer
piso), campos de deporte, pileta descubierta. Con la mudanza,
se modificaron algunos aspectos administrativos y el boletín
era, ahora, un cuaderno previsto para la duración de toda la
primaria. En la primera mitad se anotaban los rendimientos
matutinos (es decir: correspondientes a las asignaturas en
castellano) en la segunda mitad los rendimientos verspertinos
(aprendizaje de la lengua alemana y sus materias asociadas).
La carátula de mi foja de servicios comienza con dos
falsedades. En lugar y fecha de nacimiento se consigna:
“Córdoba, 21/6/59”. Yo nací en Buenos Aires un 28 de agosto
de 1959. Ver esa inscripción, con letra gótica, en la carátula de
mi boletín de calificaciones, me hace sospechar de mis
talentos: ¿habré realmente superado ese test de madurez
cognitiva o, por el contrario, mis padres, mis abuelos y mis
tíos habrán sobornado a las autoridades del colegio para que
falsearan mi fecha de nacimiento, y me dejaran así dentro de
lo reglamentariamente aceptable? La llamo a mi mamá para
preguntarle y me dice que “todo se hizo por derecha”, de
modo que debe de ser un error administrativo.
A lo largo de la primaria usé, además de los manuales
específicos para las diferentes materias, un libro de lecturas
que adoraba por la calidad de los fragmentos que proponía y,
por lo tanto, del tipo de lector que promovía. Soy incapaz de
recordar el nombre, pero tengo a toda mi familia revolviendo
bibliotecas a ver si consiguen encontrarlo.
El sistema de calificaciones es rarísimo. Hasta cuarto
grado (es decir los cuatro primeros años) se califican:
Expresión (oral/escrita), Aptitudes matemáticas, El niño y su
medio (frente a la naturaleza/frente a la sociedad), Expresión
creadora (musical, plástica, corporal), Educación religiosa,
Hábitos (aseo, puntualidad, urbanidad) y Apreciación sintética.
En los tres cursos superiores se califican ya áreas de
conocimiento y también Prácticas agrícolas y Artes domésticas
(aspectos sobre los que no recuerdo haber recibido ningún tipo
de entrenamiento). A los hábitos anteriores se agregan
Responsabilidad y Cooperación.

Mis recuerdos entran en colisión con lo que allí leo: nunca


fui demasiado bueno socializando, lo que potenció mi carrera
lectora (que en quinto grado se transformó en literaria).
Apenas consolidé mis capacidades lectoras, me lancé a
devorar todo lo que me pusieran enfrente. Principalmente, las
revistas Anteojito y Billiken que, aunque rivales y ciertamente
dirigidas a públicos distintos, yo conseguía conciliar sin
contradicciones. Tuve la suerte de que, como mi familia
confiaba ciegamente en la potencia de la lectoescritura para la
promoción social, no me negaran nada en ese rubro.

Además, el comienzo de mi escolarización coincidió con el


nacimiento de mi hermano Juan, por lo que en casa causaba un
profundo beneplácito que yo me entretuviera solo mientras la
familia se encargaba del bebé.
Cito algunas palabras de época, sin demasiada aclaración,
para conmover a quienes hayan transitado los mismos años
que yo: pantógrafo, yoyó Russell, simulcop, skippy, Wincofón,
tikitaka, Pelopincho y Cachirula, la Hormiguita Viajera,
Manuelita la tortuga. Ni Billiken ni Anteojito eran revistas
totalmente escolares, aunque se hacían cargo de las efemérides
más importantes. Incluían secciones pedagógicas (sobre
animales, regiones, etc., e historias particulares) pero también
abundaban en aventuras desquiciadas.
Cuando se entregaron a la total escolarización de sus
contenidos, comenzó la decadencia de esas revistas pero,
también, un arco descendente de la escuela primaria como
institución que ya no iba a detenerse.
Yo coleccionaba mis revistas, me negaba a tirarlas. Una
vez, mi abuela paterna (que nos visitaba regularmente y “que
no era mala sino estricta”, como siempre dice su nuera, mi
mamá, para contradecir mis recuerdos) sugirió que ya era
tiempo de deshacerse de tanto papel inútil y puso entre los
argumentos a favor de su veredicto que eran un llamamiento a
la infestación de roedores. Fui consultado sobre la solución del
problema en términos tales que no pude sino aceptar la venta
completa de mi primera biblioteca, y el depósito de la suma
resultante en una cuenta de ahorro, con el fin de que mi capital
se multiplicara y pudiera utilizarlo más adelante con fines más
nobles. Nada de eso sucedió, porque al poco tiempo sucesivas
devaluaciones habían transformado mi magra ganancia en una
suma tan irrisoria que hubo que cerrar la cuenta de ahorro.
Esas revistas habían constituido el tesoro que yo guardaba para
tiempos de escasez: las releía cuando había olvidado
parcialmente sus asuntos o cuando no podía comprar nuevas.
Separarme de ellas, obligado por la presión de mi severa
abuela paterna, fue un duro golpe para la sensibilidad de aquel
niño pobre que, por eso mismo, se dejó embaucar con una
promesa de prosperidad que nunca, jamás, llegó a cumplirse.
Afortunadamente, pronto tendría otra biblioteca, esta vez una
de verdad, pero antes debía atravesar mi propio incidente
genetiano.
Durante varios años me senté siempre con el mismo
condiscípulo, Bernardo Pereira, un chico rubio, amable, sin
ninguna de las estridencias que asociamos con la infancia (y
de las que yo, tanto como él, nos declarábamos por entonces
prescindentes). Bernardo vivía en la otra punta de la ciudad,
por lo que nuestra relación solo era posible en los larguísimos
dobles turnos escolares.
Mi otro amigo de infancia era “el loco” Bergman, con
quien jamás me habría sentado en el mismo banco porque sus
excentricidades, incluso a mí, que era un niño pobre,
responsable pero no excéntrico, me intimidaban.
Un día, Bernardo trajo al arenero bajo los eucaliptos donde
gustábamos entretenernos durante el recreo una pareja
deslumbrante de tigres de bengala de plástico, que se sumaron
con naturalidad a la exhibición que yo cargaba en mi
portafolios (no se usaban, todavía, las mochilas). Cada día,
entre los dos, teníamos que inventar un relato que involucrara
a las figuras que, azarosamente, habíamos elegido de nuestras
colecciones, sin que el otro supiera nada de la elección de cada
uno. Él tenía dinosaurios, animales africanos, también algunos
ejemplares de los insípidos animalitos de granja. Cada día
inventábamos entre los dos un universo en peligro de
desaparición, un planeta, un ecosistema raro.
No sé qué hubiera sido de mi infancia sin Bernardo. A
veces éramos dos, a veces uno. Compartíamos el banco en el
aula y en la sala de actividades especiales, eufemismo
destinado a encubrir el hecho de que ninguno de los dos
tomábamos clases de religión. La oferta del Colegio Alemán
de Córdoba, por entonces, era moderadamente plural: uno
podía anotarse en los cursos correspondientes a la fe
protestante o en los que seguían los dictados de Roma. Como
mi papá venía de un universo luterano y mi mamá de la más
rancia tradición del kitsch católico, dejaron que yo (un niño
pobre, responsable, ensimismado) eligiera el curso que más
me entusiasmara. Me anoté, como Bernardo, en “actividades
especiales”.
Los dos amábamos la belleza con la misma intensidad,
pero a mí se me escapaba. Todo en Bernardo era impecable,
armónico, preciso. Su libro de lecturas parecía siempre nuevo
mientras que el mío se ajaba al segundo día de uso y ni las
“orejeras” que me obligaban a ponerle impedían que las hojas
se doblaran en sus ángulos. No sé por qué, también se me
manchaban con tinta. Si algo me separaba de la felicidad, eso
no era el alcoholismo de mi papá, del que fui progresivamente
consciente, ni la pobreza que yo vivía como condena, ni los
patéticos dramas en los que me veía involucrado por la
intensidad meridional (ítalo-turca) de mi familia materna. No,
yo no podía ser feliz porque mi libro de lecturas era un
desastre y el de Bernardo la versión inmaculada que yo nunca,
nunca, nunca, jamás alcanzaría.
Un día tomé una decisión. Volví al aula durante el último
recreo de la tarde, abrí el portafolios de Bernardo, saqué su
libro de lecturas (sabía que no iba a notar de inmediato su falta
porque usábamos el libro solo de mañana) y lo guardé en el
mío. El ómnibus escolar que nos transportaba tardaba una hora
en hacer el recorrido completo. Cuando llegué a mi casa, me
encerré en mi cuarto y saqué del portafolios mi libro de
lecturas, ese asco, y el de Bernardo. Lo primero que tenía que
hacer era cambiar el forro porque, si bien eran idénticos (papel
araña azul), el mío tenía el rótulo con mi nombre, y el de
Bernardo, no. No estaba dispuesto a disfrutar del libro de
Bernardo solo por un rato, un día o dos, hasta que todo el
mundo reconociera la impostura, sino para siempre. Escondí
mi libro en un cajón recóndito. Con temblor, hojeé el libro de
Bernardo, cuya letra (ahora que lo pienso) sostenía la misma
elegancia por la que era famosa la de mi papá (que había
escrito mis datos en los rótulos de todos mis libros y
cuadernos). Fui borrando sus prolijas anotaciones hechas con
lápiz. No quería que nadie pudiera darse cuenta de los hechos.
No contento con el resultado, decidí que debía orejear las
esquinas de las páginas, hasta que estas se vieran como las de
mi propio libro. Y, como tal vez ni siquiera eso alcanzara para
disimular mi fechoría, borroneé una firma con tinta en la
retiración de contratapa, que después convertí en una mancha
infame con la ayuda de un algodón humedecido.
Sí, ahora el libro de Bernardo parecía mío. Sabía que me
había convertido en un perverso dialéctico, o en un canalla,
qué más da. Sabía que, a partir de entonces, la infancia solo
me habitaría como el otro que ya no podría ser, un moriturum,
un muerto-vivo, un pequeño príncipe perdido en un laberinto
de espejos que parecen asteroides distantes. Por supuesto, al
mismo tiempo en que me volvía un delicuente, leía El
principito, en la edición de Emecé con tapa dura, gracias a la
intercesión de la señorita Celia, mi maestra durante dos años
decisivos de mi formación lectoescritora (1969 y 1970).
En el boletín de calificaciones se nota mucho el cambio.
Hasta cuarto grado, en “aptitudes especiales” y en “intereses
especiales” las maestras pusieron cosas tan distintas que es
muy fácil imaginar que yo estaba loco o que ellas no tenían
idea de lo que hacían. En primero superior tuve interés
especial por la plástica, en segundo grado “por los
cuestionarios”, en cuarto, por la gimnasia (y una aptitud
especial para los cálculos orales). Cada tanto se menciona algo
en relación con la expresión oral y escrita y la expresión
creadora, pero esos eran rasgos míos o bien intermitentes o
bien tan obvios que no merecían mención en cada uno de los
trimestres en que me calificaban. En quinto grado, en cambio,
mis intereses especiales, así lo dice el boletín, abarcaban
“todos los temas”, “todas las materias” y mis aptitudes
especiales fueron la “expresión oral y escrita”, la “aritmética”
y la “música”: eso es, ya, un poeta. Un pitagórico, un
musageta (volveré a lo largo de este libro al asunto “poema”,
solo porque así me lo manda mi infancia). El niño moribundo
que quería leerlo todo y que por eso se aferró a la vida, ya
empezaba a cumplir esa exigencia. Y todo, todo, se lo debo a
la señorita Celia.
Digo señorita Celia, pero ella firmaba como Celia D. de
Beale. La recuerdo enérgica, de tez mate, pelo rubio. No puedo
hablar de sus lecciones de Geografía o Educación Cívica y
Moral, pero recuerdo vivamente sus lecciones de Educación
Estética.
La señorita Celia, a veces, bajaba las luces y traía un
Wincofón donde hacía sonar música clásica. Cerrábamos los
ojos y ella nos decía: “vean, vean: cae la nieve, el viento
sopla” y cosas por el estilo. Después, nos decía que
escribiéramos lo que la música nos sugería. Otras veces, nos
obligaba a manosear, también con los ojos cerrados, un objeto
pequeño: una cajita, una tela. Para ella, la expresión estética
surgía de la combustión simultánea de por lo menos dos series
de perceptos: sinestesia y ekphrasis eran sus armas de
combate. La música, la pintura, el verso, el canto: yo no
recuerdo momento de felicidad mayor en un aula que esos en
los que la señorita Celia nos obligaba a que nos olvidáramos
de nosotros mismos, del mundo tal cual era y nos proponía que
nos dejáramos llevar por los sonidos, colores, formas y
texturas. No sé qué raro traspié administrativo, para mi dicha,
hizo que la tuviéramos dos años a cargo de nuestra formación.
Otra de las instigaciones de la señorita Celia eran más
estructuralistas. Nos hacía escribir en columnas clases de
palabras enunciadas al azar (nombre – adjetivo – verbo –
complemento – adverbio) y luego nos pedía que las
combináramos aleatoriamente: “el jinete nos mira desde el
charco de agua”, “El cadáver exquisito beberá el vino nuevo”.
Yo no podía saberlo por entonces, pero la señorita Celia nos
entregaba a la potencia de un arte objetivo, de un arte que no
necesitaba del sujeto.

Yo, que por algo tenía los amigos que tenía y que ya
entonces demostraba una pasión malsana por los paraísos
artificiales, pronto me destaqué en esos ejercicios. Del mejor
del grado pronto pasé a ser el mejor del colegio: se me
encargaban poemas alusivos en las diferentes festividades
escolares, se exponían mis versos en las carteleras, se me
otorgaban prerrogativas de las que carecían otros alumnos:
tenía media beca en el colegio, podía tener el pelo como cinco
centímetros más largo que mis compañeros. Mi talento llegó al
punto de que el director del colegio (el Prof. Augusto Muñoz)
me regaló una biografía del más grande poeta cordobés,
Arturo Capdevila, cuyo título me conmocionó: El niño poeta,
se llamaba. Ese, me decían, estaba yo destinado a ser.

En el colegio se realizaba un concurso de lectura en alta


voz que premiaba, no tanto las inflexiones emotivas, sino la
adecuación de la propia voz al ritmo del texto, a su sintaxis y a
su puntuación. No había que trastabillar. Recuerdo el concurso
de lectura que no gané en 1970. Recibí una humillante
mención de honor porque trastabillé en no sé qué palabras
horrísonas. No gané el diccionario de alemán que se había
establecido como premio y derramé amargas lágrimas de
frustración.
Pero además la señorita Celia me hizo leer
(indirectamente: se lo recomendó a mis padres) el primer libro
“serio” de mi vida, El principito. Ahora, en retrospectiva, me
pregunto (me lo he preguntado en algún libro mío) si no es
raro que este libro (del cual no se sabe bien si lo más
memorable es la psicosis de su protagonista o la psicosis
colectiva que hizo de esa incitación al suicidio una “lectura de
infancia” y, todavía más, la lectura de infancia) haya sido la
piedra de toque de mi carrera lectora. Yo ya había leído las
versiones adaptadas de editorial Atlántida de Cinco semanas
en globo (Jules Verne), Corazón (Edmundo de Amicis) y,
sobre todo, las arrebatadoras versiones de la Ilíada y la
Odisea.
Pero solo después de El principito sentí que había crecido,
un poco porque el cuento constituye lo humano como infans, y
otro poco porque la infancia aparece en él como lo que va a
morir. Expulsado de la literatura, llevado y traído como
juguete para niños, hay que restituir a El principito la
dimensión de una experiencia, para sacar al texto absoluto de
la metafísica infantil en la que se juega su destino. Solo si se
comprende el texto como predicado de una vida se percibirá su
lugar en una fantasmagoría.
Hay dos velocidades diferentes: la de la familia (lentitud) y
la de la fuga (velocidad). La fuga (desgarro y liberación
respecto del envolvente pensamiento parental, del lento
camino de la pedagogía y del no ser o ser en potencia
perpetua) supone la atracción de lo extrafamiliar y se
diferencia del rapto, que está lleno de sentido, mientras que la
fuga pone al sentido en suspenso. El niño que lee abraza la
fuga. El principito tiende al modelo de fuga (luego
bloqueado). En el imaginario edípico, la mujer araña teje una
tela de la que hay que escapar. A ese fantasma, El principito
superpone otro: la rosa como emblema de lo femenino (belleza
y espinas) nombra, retóricamente, a la histeria. Así, en la
economía libidinal de El principito, “rosa” se opone a “zorro”,
como “asir” (“querer asir”) se opone a “domesticar”.
En El principito leemos el encuentro entre dos variedades
de viaje (viajeros): el viaje ordinario y el viaje extraordinario.
Ambas variedades se contaminan precisamente en el encuentro
entre el noble aviador y el enfant inhumano (extraterrestre).
Sería legítimo leer en esa situación de desperfecto (panne) y
de desasosiego el canto de cisne de la imaginación humanista
en el dueto cantado entre Sartre y Camus. Pero tal vez
convenga postergar esta vía de lectura para detenerse en
algunos aspectos materiales.
Qué extraño es El principito como libro: Arturo Carrera lo
ha distinguido como el libro de los que leen un solo libro. Es,
además, uno de los libros más vendidos de todos los tiempos
(según los franceses, sería solo superado por la Biblia y El
capital). Podría sostenerse sin demasiada violencia que los
libros más vendidos son aquellos que ocupan un lugar central
en tanto dispositivos de adoctrinamiento (en la escuela, en las
familias, en las iglesias) y la lista de best sellers no sería sino
un engranaje más de ese dispositivo. Admitido esto, ¿sobre
qué adoctrina El principito? Y aun, ¿a quién? Habría una
relación de solidaridad entre cultura industrial e infancia (una
supone a la otra, y viceversa: se trata de una cuestión
institucional, pero también de una cuestión imaginaria:
figuras, fantasmas, lógicas).
Esto no implica identidad entre las fantasmagorías del
escritor y los fantasmas de los lectores (el público) sino el
encuentro real entre un imaginario y otro: el encuentro entre el
imaginario propio de las masas alfabetizadas de lectores y el
imaginario de la cultura industrial sobre las masas
alfabetizadas de lectores (“lo que el público quiere”).
Así, el “éxito” de un determinado producto (pero también
de los procesos de lectura) involucra el encuentro entre dos
fantasmagorías de velocidades diferentes. En el caso de El
principito: el imaginario de infancia y el imaginario
pedagógico-cultural-familiar.
La infancia como mercado, lo sabemos, es poco confiable:
el niño (al menos así fue mi caso) no maneja dinero, el niño es
snob por naturaleza, pero sobre todo el niño marcha hacia su
propia destrucción (es un moritu rum). El principito es notable
también por eso: tematiza la autodestrucción de la infancia, la
infancia como tragedia de la desaparición, como suicidio
colectivo (el cuento termina con un suicidio infantil).
A la pregunta sobre cómo estabilizar a la infancia como
mercado (o como corral de crianza y de adoctrinamiento),
hubo una respuesta histórica: por la vía de la pedagogía, por la
vía de la familia; se leen/compran a los hijos los libros de
infancia que uno leyó (El principito, o Monteiro Lobato, o
Emilio Salgari, para citar los que yo leí). Y así, los adultos
replican en las nuevas generaciones su propio terror a la
desaparición.

La infancia no es, entonces, tanto un estadio evolutivo


como un estado (de la imaginación): el lugar de lo
indeterminado. La dedicatoria a Leon Werth se deja leer como:
dedico este libro al niño ausente, a lo que en el hombre no
habla más, infans. La literatura de infancia se escribe para el
otro que me habita sin ser “yo”, y no es propiamente un
dispositivo de consolación sino de anonadamiento (del sujeto),
la aparición de lo indeterminado en lo determinado. Así
imaginada, la infancia es un estado de hiperestesia e
hiperconciencia (como el trip de la droga). “Solo los niños
saben lo que buscan” (“Les enfants seuls savent ce qu’ils
cherchent”) dice el Principito en el capítulo xxii. Podríamos
preguntarnos de dónde le viene ese saber, dado que él es el
único niño en todo el universo conocido, al menos el único
niño con el que se ha topado en sus exploraciones
interplanetarias. No importa: ese estado hiper que se identifica
con la infancia es irrecuperable por cualquier otra vía y por eso
equivale al malestar de lo moderno y la melancolía por lo que
se ha perdido irremediablemente.
Todo esto lo aprendí de El principito, cuando lo leí a mis
ocho o nueve años, y creo que, durante un tiempo, dejé de
reírme y me transformé, casi, en el idiota de la familia. El
imaginario infantil, inestable, escurridizo y más allá de la
razón, limita con la psicosis (esquizofrenia, autismo): pone al
sujeto en crisis radical. Me dediqué a cultivar mi autismo
hasta parecerme a uno de esos “autistas de alto rendimiento”
de los que habló Oliver Sacks, al menos por las mañanas,
porque por las tardes, en las clases de alemán de 1971, a
Fräulein Irene le parecía “no siempre lo suficientemente
disciplinado”. Pese a algún módico esfuerzo de mis padres
(que tenían otras prioridades), “su conducta debería mejorar
todavía más”.
Yo no tengo recuerdo de mal comportamiento. Sé que era
ya un poeta hecho y derecho, que versificaba por encargo, que
había leído ya un libro “importante” y que, de la mano de un
primo tarambana, iba a empezar a leer muchos más. Dejo para
más adelante el papel que Fernando Risso ocupa en mi vida de
lector, pero anticipo unos datos: Fernando y Susana eran los
hijos de la hermana mayor de mi mamá, Laura. Yo no los
conocí hasta mis diez años, porque ellos estaban pupilos en
colegios privados.
Laura se había separado del Dr. Risso, su primer marido,
un político peronista de la provincia de Córdoba y, en un rapto
de enajenación (de los muchos que tuvo y que yo conocí bien),
intentó secuestrar a las criaturas de la casa paterna.
Conclusión: a ella le quitaron los privilegios de visita y los
chicos fueron a parar a dos internados diferentes. A nadie le
pareció que valía la pena contarme esos detalles y un día de
1970 me llevaron a la boda de Susana, que se casó apenas
salida del internado con un rico comerciante sanjuanino. En
esa ceremonia conocí a Fernando, siete años más grande que
yo y que se sumaba a los otros primos que yo conocía como
hijos de Laura: Graciela y Eduardo, muy compinches míos.

Fernando era encantador, pero un poco botarate. Una tarde


de finales de 1970 o ya en 1971, volví del colegio y en una
cama instalada al lado de las cuchetas que ocupábamos mi
hermano y yo encontré a una mujer embarazadísima, Susana
Castro, que me miraba con ojos enormes. Fernando era el
responsable de ese embarazo, pero nunca entendí por qué la
familia consideró prudente alojar a la casi parturienta en mi
cuarto, sin aviso previo. Cuando –porque escribo este libro– le
pregunté a mi mamá sobre el asunto, me contestó: “¿Y qué te
íbamos a decir?” (supongo que ella confiaba en la potencia de
mi imaginación).
La solución fue transitoria. A los pocos meses, una vez
nacida la criatura, Fernando y su mujer decidieron (o
decidieron sus familias por ellos) mudarse al sur. Fernando
liquidó todas sus posesiones muebles (equipos de fotografía,
ropa) y, en lo que a mí respecta, una biblioteca completa que
mis padres se ofrecieron a comprarme sin siquiera revisarla.
Junto con los libros vinieron las fichas de lectura de mi primo
(no sé a qué colegio fue, pero lo hicieron fichar san Agustín y
Maquiavelo, entre otras obscenidades). Cuando llegaron las
cajas con los libros (un tesoro para mí invalorable), Fernando
hizo una única advertencia: les dijo a mis padres que no me
dejaran leer Sade (La filosofía en el tocador, Justine o los
infortunios de la virtud y Diálogo entre un sa cerdote y un
moribundo integraban el lote). No se le ocurrió que los
Trópicos o Sexus, Plexus y Nexus de Henry Miller, que
también tenía en su biblioteca, pudieran perjudicarme, o le
pareció que mejor era alejarme de las analidades sádicas.
Fernando, Fernando: son tantas las cosas que querría
preguntarte…
Yo protesté un poco porque consideraba ilegítimo un
escrutinio semejante en relación con “mis libros”. El primero
de esos libros que leí, en 1971 (lo sé porque me veo leerlo, y el
ambiente en el que estoy es todavía mi casa cordobesa), fue
Sobre héroes y tumbas, que cuenta la historia de un muchacho
que termina yéndose al sur (y yo pensé en Fernando) y una
chica muy hermosa y con ojos muy grandes (y yo pensé en
Susana, y por eso siempre me confundo y pienso que se llama
Alejandra).
A mis once o doce años, sabiendo que la infancia ya me
había abandonado (o que me habitaría para siempre como un
moriturum) me consideré en condiciones de leer una de las
novelas mayores de la literatura argentina.
Se lee de cualquier modo: en la cama, ante una mesa, de
pie. En voz alta o en silencio. En situación de inmovilidad
absoluta o en movimiento (si uno lee en un tren o en un
avión). Si bien es cierto que difícilmente pueda leerse mientras
se corre o hablando de otra cosa, la lectura, sin embargo, no
tiene un ritual muy establecido. Se lee fijando la vista sobre el
papel. La lectura es para nosotros una práctica silenciosa (creo
que fue san Agustín quien escribió su asombro cuando vio, por
primera vez, a alguien leyendo en silencio). Se puede, por lo
tanto, fingir que uno lee (fijo mi mirada en una página y
pienso en otra cosa: miento), pero no se puede fingir que uno
corre, o baila, o escribe. Escribir es una práctica fuertemente
muscular y motriz. Leer implica apenas el movimiento de los
ojos. Los ojos no recorren la página letra por letra o palabra
por palabra: delimitan un campo visual que van recorriendo
como por barrido, moviéndose de manera discontinua. Cuanto
mayor es el campo visual, más rápido se lee. Esto es
importante: cuanto más rápido se lee, mejor se lee, porque se
retiene mejor la información y se correlacionan mejor las
cosas que se van leyendo. Estas cosas son de extrema
importancia en los primeros niveles de escolarización. Más
adelante, la escuela media trata la lectura como imposición de
sentido: lo que importa es la fuerza de una lectura y no el
método. Se puede leer cualquier cosa, solo que hay que tener
fuerza suficiente para imponer esa lectura, para imponer el
sentido que una lectura particular da a un texto. La historia de
las lecturas de un texto es, de algún modo, la historia de los
combates por definir el sentido de ese texto.
Pero para mí, en ese momento, Sobre héroes y tumbas fue
la historia de Martín, un joven que se liga con una familia muy
por encima de sus posibilidades intelectuales y que,
fatalmente, terminaría huyendo de todo, en un camión rumbo
al desierto patagónico.
3. LA ESCUELA SECUNDARIA.
MARÍA INÉS FERNÁNDEZ

Hasta ahora he tratado de dejar asentados los pormenores más


importantes de una conciencia lectora. Mi infancia no fue
desdichada, pero tampoco fue fácil. Yo tenía que comprender
varios mundos al mismo tiempo y suturar tradiciones
familiares muchas veces irreconciliables. Si me dediqué
compulsivamente a la lectura fue por esa necesidad de
situarme en el mundo, es decir: para comprender cuál era el
conjunto de determinaciones que explicaban mi vida y de las
cuales, más tarde o más temprano, iba a tener que librarme,
por la vía de la ascesis que la lectura patrocina (y esta es su
mayor virtud, si es que no podemos reconocerle alguna otra).
La lectura compulsiva y trash de mis padres, los cuentos
que me narraba mi abuela paterna, la doble escolarización (la
doble lengua), la inmersión experimental en modos de acción
literaria de la mano de la señorita Celia, la venta de una
biblioteca (“hemeroteca”, diríamos hoy, formada sobre todo
por Billiken, Anteojito y el Pato Donald) y la adquisición de
otra, la relación fetichista con el objeto libro (el episodio
genetiano respecto del libro de Bernardo): todo eso preparó un
terreno que estaba listo para que yo me dedicara a leer para
siempre, si no por otra razón, para poder entender mi situación
(en el sentido sartreano).
Los modos de leer que enseña la escuela en la primaria son
muy diferentes de los modos de leer que se imponen en la
secundaria, menos abierta a la experimentación, mucho más
inclinada a la imposición de un canon.
Existe un lugar común según el cual la escuela, como
institución que representa un “orden pretérito” de
alfabetización, la alfabetización “letrada”, sería enemiga
mortal de los medios masivos de comunicación. Entiendo
alfabetización “letrada” como el aprendizaje de tecnologías y
competencias ligadas con una cierta per fomance exitosa en el
universo de la cultura letrada, es decir, libresca. Esa noción ha
sido puesta en crisis en el contexto de los new literacy studies,
o “estudios sobre nuevas alfabetizaciones”: nuestro contexto
es ya un contexto hipertecnológico que encuentra desafíos
nuevos en la digitalización de la cultura y en la digitalización
de los archivos y textualidades.

Esa “guerra cultural” entre dos universos irreconciliables


(cultura letrada, cultura audiovisual de masas) atraviesa todo el
siglo xx y las batallas que la constituyen están registradas en
las representaciones que los medios suministran de la escuela
(de sus contenidos, de los sistemas de sociabilidad que
patrocina, de los comportamientos que reclama, etc.) o que la
escuela proporciona de los medios (poniéndolos siempre bajo
el régimen de la sospecha). En la perspectiva de los medios, la
escuela es solo aburrimiento y aniquilación del deseo. En
nombre de una cierta libertad (de mercado), los medios
masivos de comunicación y la cultura industrial en su conjunto
oponen el aburrimiento y el hedonismo, para hacer de la
escuela el tipo de institución disciplinaria que definió Foucault
en Vigilar y castigar. Pero esa representación de la escuela
como institución disciplinaria sería completamente anacrónica
de acuerdo con la misma dinámica histórica propuesta por
Foucault.
En la clase del 17 de marzo del curso Defender la
sociedad, Foucault plantea que durante el siglo xix se produce
la estatización de lo biológico: es el nacimiento de la
biopolítica moderna. Al mismo tiempo que se abandona la
anatomopolítica (inscripción del poder en el cuerpo individual
a partir de las instituciones disciplinarias: la cárcel, la fábrica,
la escuela, tal como podía leerse en Vigilar y castigar) se
produce una transformación de la soberanía. A partir de fines
del siglo xviii aparece una nueva tecnología de poder que
integra y modifica parcialmente la tecnología disciplinaria
anterior en los mecanismos regularizadores del Estado, que se
aplica a la vida de los hombres en general, al hombre especie.
Luego vendrían las sociedades de control.
Los sistemas escolares modernos atraviesan esos tres
períodos: la disciplina, la regulación estatal, el control. Cada
vez, el sistema escolar funciona de un modo diferente (tiene
una función diferente), pero también diferente es su relación
con la cultura y su peso específico respecto de la formación de
ciudadanía y de la producción de síntesis culturales. Los
sistemas escolares de América Latina, que se construyen
mayoritariamente durante el siglo xix, serían la encarnación,
en todo caso, de la lógica del poder continuo de los
mecanismos regularizadores del Estado (de ahí su eficiencia,
al menos en países como la Argentina).
Es bastante lógico y previsible que, en guerra contra la
escuela, los medios masivos de comunicación apelen a todas
las armas a su alcance. Lo que no es tan claro es por qué los
medios masivos de comunicación entendieron desde el
principio que debían combatir a la escuela, salvo que se
interprete ese combate como un combate entre dos culturas
antagónicas, que fabrican sujetos diferenciales. Mi propia vida
y mi propia carrera lectora fueron el escenario del combate
entre esas dos culturas y en la constitución de un sujeto, como
podríamos decir hoy, esquizofrénico. Al mismo tiempo que
leía Sobre héroes y tumbas, me intoxicaba mirando televisión,
que llegó tardíamente a mi vida, pero la dio vuelta como un
guante: Startrek, digamos, para ser generosos con mis
consumos televisivos de infancia.
Acostado en el suelo, el chico que fui (¿pantalones cortos?
¿remera rayada? ¿zapatos o zapatillas?), cuando no lee, mira
televisión o mira la nada: un capítulo de Viaje a las estrellas
que no comprende del todo, o un dibujo animado, lo que sea.
Su cara redonda, con ojos grandes y orejas de las cuales sus
compañeros de colegio se burlan ya con simpatía, parece una
máquina de percibir, un perceptrón. Y sin embargo, el chico no
ve nada. Mira nada, y no ve ni oye nada, acostado en el suelo
fresco de un pasillo umbrío, frente a un televisor que murmura
frases sin sentido. El chico no solo no ve nada, tampoco
entiende nada (está atravesado por vientos contradictorios,
tradiciones irreconciliables, relaciones de parentesco que no
termina de entender del todo, mujeres embarazadas que no
sabe de dónde salieron, masas de pasado que lo arrastran en
una dirección o en otra, lo que muere no termina de morir –y
por eso lee– y lo que nace no termina de mostrarle en qué
monstruo será capaz de convertirse). Y está allí sencillamente
porque la televisión le permite simular que hace algo, que ve
algo, que entiende algo. Y allí está él, tirado, ausente de todo y
de sí mismo.
La escuela primaria y el aprendizaje de la lectura lo arrojan
(me arrojaron) en otra clase de ausencia. ¿Por qué aprendemos
a leer?
La alfabetización tiene dos objetos principales y
fundamentales: la Ley y el Texto. Se enseña a leer (y a
escribir) leyes y textos. Se enseña a leer textos porque la Ley,
desde las Tablas (los Diez Mandamientos) hasta nuestros días,
se pone por escrito. Enseñar a leer la Ley equivale, pues, a
enseñar los derechos y las obligaciones que tenemos. Es decir
que, en ese sentido, la escuela forma ciudadanía. Pero además,
la escuela enseña a leer (y a escribir) textos, por ejemplo,
literarios (relatos y poemas) o no literarios (discursos, cartas,
declaraciones, etc.).
Cuatro años antes de que yo naciera, en 1955, LéviStrauss
publicó un extraordinario relato de viajes, Tristes trópicos,
donde incluyó un capítulo llamado “Lección de escritura”, al
que yo llegué de la mano de otra maestra, Elvira Arnoux. Allí
Lévi-Strauss adoptó un punto de vista platónico, para
descalificar a la escritura como técnica de progreso humano.
Se trataría, en su perspectiva, más bien de lo contrario: la
historia de la escritura es la historia de la decadencia de las
civilizaciones y “la función primaria de la comunicación
escrita es la de facilitar la esclavitud”.
Lévi-Strauss acierta parcialmente, en la medida en que
piensa que la alfabetización tiene como objeto solo la Ley (dar
a conocer a los individuos la Ley a la que están sujetos y las
penas que corresponden a la infracción a la Ley). Una
pedagogía que solo tuviera ese objetivo, en efecto, “se
confunde así con el fortalecimiento del control de los
ciudadanos por el Poder”.
Los textos literarios, por su parte, son los más sofisticados
de una lengua, sus “monumentos” o sus “tesoros” (volveré
sobre el asunto al final de este libro). Todo lo demás, en
cambio, tiende a integrar la gran masa documental de
formación y estabilización de una lengua, una cultura, una
época, etc. Esa sofisticación y ese carácter monumental de los
textos literarios muchas veces ha funcionado como obstáculo
para su pedagogía, como si se tratara de una dimensión
sagrada a la que es mejor no acercarse.
Por fortuna, mi escuela primaria, y en particular la señorita
Celia, me permitieron enfrentar los textos con otra algarabía,
la del juego: así como me llevaron a un ejercicio de sinestesia
ilimitada, me enseñaron a escandir, a marcar ritmos, a
manipular irrespetuosamente los textos (esa relación libre
continuó incluso en la escuela secundaria). Aun si
consideráramos que los textos equivalen a imágenes sagradas,
sabemos que las imágenes sagradas (se tratara de los penates
que los soldados romanos llevaban en sus mochilas de
campaña, los santos a los que nuestras abuelas elevaban sus
plegarias, o las huacas de nuestros antepasados
sudamericanos) siempre estuvieron al alcance de la mano, es
decir: habían sido hechas para ser tocadas (todavía hoy
sobrevive la costumbre de sobar una estatua de bronce que,
por eso mismo, brilla allí donde los “fieles” han posado su
mano y su caricia).
De modo que no hay sacralidad o distancia tales que nos
impidan manipular o jugar con cualquier texto, se trate del más
exquisito soneto de Góngora o de la copla más picaresca que
se escucha en un estadio de fútbol (y, muchas veces, estas
últimas son parodias o derivaciones de los anteriores).
Repito y subrayo: se enseña a leer la Ley y el Texto. Se
enseña a leer por la Ley y por el Texto. Por un lado, se forma
ciudadanía, por el otro, se forman públicos: por ejemplo, al
enseñar a leer el “canon nacional” (Sarmiento, Martín Fierro,
Lugones, Borges, Cortázar, Pizarnik, lo que se quiera), la
escuela media delimita un público nacional, una comunidad
más o menos homogénea de lectores respecto de la cual
intervendrán los escritores a lo largo de la historia. Uno diría,
por lo tanto, que para que los escritores puedan intervenir (en
una dirección o en otra) lo primero es formar públicos y es la
escuela (en todos sus niveles, operando de diferente modo) la
responsable de esa formación decisiva sin la cual no habría
siquiera la posibilidad de la literatura.
Ahora bien, una cosa es enseñar la Ley (que está fijada y
cuyo sentido debe ser universal e inequívoco) y otra cosa es
enseñar textos. Con el correr de los años, encontré dos citas
que suponen dos perspectivas bien diferentes sobre una
pedagogía posible de los textos. La primera es una respuesta
de Roland Barthes a la pregunta “¿Se puede enseñar la
literatura?”:

A esta pregunta que recibo de frente contestaré también de frente diciendo solo
hay que enseñar eso. …

¿Cuál es el papel específico de la escuela? Es desarrollar el espíritu crítico


del que hablé antes. Pero se trata de saber también si se debe enseñar algo que
sea del orden de la duda o de la verdad. ¿Y cómo escapar a esta alternativa?
Hay que enseñar la duda unida al goce, y no al escepticismo. Mejor que la
duda, habría que buscar del lado de Nietzsche, allí donde habla de “estremecer
la verdad”. El objetivo último es hacer temblar la diferencia, el plural en
sentido nietzscheano, sin dejar hundirse jamás el plural en un simple
liberalismo, aunque esto último sea preferible al dogmatismo. Hay que
plantear las relaciones del sentido con lo “natural” y sacudir ese “natural”,
asestado a las clases sociales por el poder y la cultura de masas. Diré que la
tarea de la escuela es impedir, si existe este proceso de liberación, que la
liberación pase por un retorno del significado. No hay que considerar nunca
que las constricciones políticas sean un purgatorio en el que se debe aceptar
todo. Al contrario, hay que poner en relieve siempre la reivindicación del
significante para impedir el retorno de lo reprimido. No se trata de hacer de la
escuela un espacio de predicación del dogmatismo sino de impedir los
rechazos, el retorno de la monología, del sentido impuesto. (Roland Barthes,
“Literatura/enseñanza”, en El grano de la voz)

Hay algunas afirmaciones complejas en esta cita; retengo que


no se trata de predicar ningún dogmatismo o de imponer un
sentido sino de enseñar una vía para la liberación. Podemos
contraponer la “actitud Barthes” a la “actitud Humpty
Dumpty”, ese personaje con forma de huevo que, en el libro de
Lewis Carroll de 1870, cierra su polémica con Alicia sobre si
es mejor recibir regalos de cumpleaños o de no cumpleaños
diciéndole:

–Ya ves. ¡Te has cubierto de gloria!


–No sé qué es lo que quiere decir con eso de la “gloria” –observó Alicia.
Humpty Dumpty sonrió despectivamente.

–Pues claro que no…, y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que
“ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada”.
–Pero “gloria” no significa “un argumento que deja bien aplastado” –objetó
Alicia.

–Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz
más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga, ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen
tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso
es todo.
(Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, 1871)

Toda forma de enseñanza de la literatura, de los textos y, en


algún sentido, de la alfabetización, está atrapada entre esos dos
polos: el dogmatismo cínico de Humpty Dumpty y el
antidogmatismo utópico de Roland Barthes. La escuela enseña
a leer y a escribir y todo proyecto escolar termina definiéndose
por los objetivos que en relación con esas prácticas la
institución se fija. Leer (se trate de la Ley o la Literatura) es
una práctica compleja que supone niveles diferentes de
intervención del sujeto: la lectura como notación, la lectura
como interpretación y la lectura como experimentación. No
estamos hablando solo del placer (cada cual encontrará placer
en lo que quiera), sino de nuestra responsabilidad ante la
historia: la historia y el futuro de la lectura. La historia y el
futuro de la democracia.
Yo tuve, en la escuela secundaria, varias profesoras de
Lengua y Literatura. Una debacle familiar nos obligó a
mudarnos de Córdoba a Buenos Aires (algo que mis colegas
cordobeses todavía no me perdonan). A los doce años, ya
estaba instalado en el barrio porteño de Villa Pueyrredón,
donde antes habían vivido mis padres, en una ciudad
desconocida y un poco hostil. Fui inscripto en un colegio
alemán de doble escolaridad al que podía viajar en tren
(leyendo) y para el cual me consiguieron una media beca, por
mediación de mis tíos, por la vía paterna, porque mis primos
Fredy y Alicia habían sido alumnos de ese colegio.
Allí tuve que sufrir una práctica que entonces detestaba
pero que hoy recuerdo con melancolía e, incluso, que no me
desagrada en lo más mínimo como acercamiento a la poesía: la
memorización de poemas. Me sé de memoria “Caupolicán” y
“Lo fatal” de Rubén Darío y “Amor constante más allá de la
muerte” de Quevedo, entre muchos otros textos que
constituyen el tesoro de la lengua castellana. Esa práctica que
nos hace funcionar como mecanismos de reproducción de
textos ya hechos y solo eso, proviene de la “actitud Humpty
Dumpty”, sea, pero hoy encuentro un cierto placer en
rememorar los textos aprendidos, como si me salvaran de los
picos de barbarie a los que la cultura de masas hoy nos
arrastra.
Como juego de lenguaje, el poema se caracteriza por su
ritmo, que es una forma de tender al canto. Hay una una
relación física entre el texto y el lector (o el escritor) de
poemas. Muchas de las categorías que sirven para describir las
partes de un poema nos recuerdan esa relación. El verso es la
unidad de medida del poema y está compuesto por pies, que se
diferencian según las cantidades silábicas. El verso latino,
como el griego y el sánscrito, se basa en la cantidad: duración
de sílabas largas y sílabas breves. Una sílaba larga tenía una
duración que se percibía como igual a dos sílabas breves.
“Longam esse duorum temporum brevem unius etiam pueri
sciunt”, ‘Hasta los niños saben que una larga vale dos tiempos,
una breve, uno’ (Quintiliano, Institutio orato ria ix, 4, 47). Los
griegos y latinos, al leer los versos, o al aprenderlos de
memoria, indicaban la medida con el dedo, con una varilla o, a
menudo, con el pie. El dáctilo (–∪∪), como pie rítmico, estaba
compuesto por una larga (–) y dos breves (∪∪) y lleva ese
nombre porque si se extiende un dedo (en griego, daktylos), la
falange más cerca de la palma es larga, y las otras dos son
cortas.
Si yo recuerdo con nostalgia aquellos ejercicios de
memorización es porque mi cuerpo, de algún modo, los añora.
El ritmo afecta al cuerpo, y para seguir el ritmo de un poema,
conviene involucrar al cuerpo (batiendo palmas, subiendo y
bajando el pie para indicar los momentos débiles o fuertes del
verso, moviendo la cabeza, lo que fuere). La “unidad poética”
estaría dada, entonces, por el efecto de sentido de una forma
rítmica. Uno de los grandes teóricos del formalismo ruso, Yuri
Tinianov, sostuvo que el ritmo es el factor constructivo del
poema, y amplió la noción de ritmo: no se trata solo de una
determinada cadencia, sino también de un ritmo visual, de una
distribución en la página, de los silencios que convocan los
espacios en blanco, tal como pudo deducir de los célebres
experimentos de poesía visual, como el libro mallarmeano, los
caligramas de Apollinaire y otras variedades de poesía
concreta.

Si el poema es un juego de lenguaje, es decir, al mismo


tiempo palabras y acciones, ¿qué es lo que hace? Podríamos
decir que hace pasar por el cuerpo del que lee (y antes, del que
escribe) una determinada masa de discurso, que lucha contra la
significación lingüística ordinaria (las palabras tal como las
define el diccionario, para decirlo con Barthes) y que pretende
recuperar la experiencia primera del uso del lenguaje: la toma
de la palabra para celebrar lo existente o lamentar lo ausente.
El poema hace que la palabra “perro” gruña, que la palabra
“grillo” cante, que el verso que habla del caballo que galopa
suene como el galope del caballo retumbando la tierra.
Hay un verso de Virgilio que Rubén Darío cita e imita. El
verso de Virgilio, en la Eneida, dice: “quadrupe dante putrem
sonitu quatit ungula campum” (‘el casco [ungula] atormenta
[quatit] el ruinoso/polvoriento campo [putrem campum] con
sonido de galope [quadrupe dante]’). Para leer ese verso hay
que tener en cuenta lo que Darío dice de él: es “la mejor
imitación fonetica del galope del caballo”. O sea
“quadrupedante putrem so nitu quatit ungula campum” (en
negrita, donde van los acentos rítmicos). Rubén Darío, por su
parte, escribe: “Los frenos que mascan los fuertes caballos de
guerra, / Los cascos que hieren la tierra” (“Marcha triunfal”).

No todas las palabras funcionan de ese modo (y las


palabras, fuera del juego de lenguaje que reconocemos como
poema, no tienen esas propiedades), pero el poema ordena
todo como si se pudiera hacer entrar el mundo entero en unos
pocos versos. El poema pretende, para decirlo con versos de
Alejandra Pizarnik, “explicar con palabras de este mundo / que
partió de mí un barco llevándome”.
Más allá de la superficie lisa del poema se esconde un
mundo entero, pero cuyas palabras el poeta desconoce: debe
explicar con palabras de este mundo algo que solo puede
suceder en ese otro mundo: que de uno parta un barco y que, al
mismo tiempo que uno contempla a ese barco yéndose, uno
sepa que va en ese barco. El poema es esa disolución del yo, es
decir: del sentido habitual de las palabras, que, por efecto del
ritmo, de las repeticiones, de los paralelismos, de las
aliteraciones y de las sinestesias, afecta al cuerpo como ningún
otro juego de lenguaje. El poema sutura el cuerpo y el
lenguaje. El autista de alto rendimiento que yo era por
entonces necesitaba de ese ritmo exterior que el poema me
daba, incluso para seguir respirando.

Vuelvo al comienzo: algo de nosotros nace en nuestro


cuerpo cada vez que leemos un poema, cada vez que nuestro
cuerpo se deja llevar por un ritmo desconocido, terco, infinito.

Los textos que yo debí memorizar y, en general, los que


me hicieron leer en los diferentes cursos de Lengua y
Literatura, se correspondían ya con el canon de la literatura
argentina e hispanoamericana. Aparte, participaba del grupo
de teatro de la escuela, por lo que sumaba lecturas de géneros
que en las aulas rinden poco. Casona, Gregorio de Laferrère:
también memoricé sus parlamentos. Los que yo mismo
desempeñaba como actor o los que escuchaba decir a los
demás (“¡Cora Yako, ese amor, los barcos, los países
lejanos!”).
Por fortuna tuve otras profesoras menos afectas a la
memorización, y una de ellas, María Inés Fernández, me
relacionó con el canon de otra manera. En tercer año (entre
mis catorce y mis quince años), leímos con ella algún relato de
Quiroga, “Instrucciones para subir una escalera” de Julio
Cortázar y “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” de Jorge Borges,
entre tantos otros textos. María Inés tenía otros métodos para
estimular nuestra imaginación, menos alucinatorios que los de
la señorita Celia pero igualmente eficaces. Nos leía el texto y
nos forzaba a la parodia, la copia, la transposición o la
transformación narrativa a partir de uno de los momentos de
riesgo del relato.
Por ejemplo, después de haber leído “Instrucciones para
subir una escalera”, nos pedía que escribiéramos un texto
minucioso y elegante sobre un comportamiento cotidiano, que
nos obligaba a ejercer la percepción consciente sobre el
motivo narrativo que eligiéramos. O nos leía “Biografía de
Tadeo Isidoro Cruz” hasta cierto punto del relato y después
nos pedía que para la siguiente clase completáramos el final,
nos desafiaba a continuar un relato comenzado por otro (y ese
otro era Borges). Retomaré más adelante esa lógica del
desafío, que fue muy importante en mi formación lectora, pero
que solo coaguló en una ética de la lectura cuando me puse
bajo el amparo de aquel para quien la lectura funcionaba, más
que como un desafío, como un duelo cuerpo a cuerpo con el
texto: Enrique Pezzoni.
Mientras tanto yo, que había entendido muy rápidamente
que los nombres propios que la escuela revolea deben ser
entendidos como talismanes, trataba de agotarlos. Luego de
“Instrucciones para subir una escalera”, encontré en la
biblioteca de Fernando (que ya era mía, y que estaba en mi
propio dormitorio) Historias de crono pios y de famas,
Bestiario, incluso Rayuela, que leí a mis quince años con una
impaciencia que todavía no comprendo bien del todo: como
Rayuela es, además de una novela, una enciclopedia de
lectura, yo anotaba en una libreta los libros mencionados para
buscarlos, ya fuera en la biblioteca de Fernando o en alguna
otra parte.
Cuando comencé cuarto año de la escuela secundaria, y
tuve mi primer curso ordenado de Literatura, la profesora no
quiso creer que yo ya hubiera leído Rayuela. Su incredulidad
me ofendió, naturalmente, y le llevé mi ejemplar marcado y
forrado con papel autoadhesivo transparente. Le conté la
peripecia principal. Creo que le di un poco de miedo, pero no
quiero adelantarme. Yo leía compulsivamente, porque estudiar
me costaba más bien poco y me quedaba mucho tiempo libre
(seguía siendo poco sociable). El colegio me servía un
programa de lecturas, que yo luego ampliaba. Conversando
con mis amigos me enteraba de la existencia de otros libros,
que a veces ellos me prestaban. Pero como por entonces la
literatura ocupaba un lugar social mucho más importante que
el que ocupa ahora, también me dejaba guiar por las listas de
novedades que aparecían en diarios y revistas.

Cuando en 1975 apareció Abbadón el exterminador de


Sabato, yo ya conocía, a mis dieciséis años, toda su obra
previa (ensayística y ficcional). Leí esa novela enfebrecido, y
consideré entonces que la literatura no podía haber llegado
más lejos. Pronto comprendí que me equivocaba, y que el
canon excesivamente nacionalista al que me había enfrentado
había dejado vastas zonas en penumbras. Por ejemplo, a través
de la lectura escolar de Relato de un náufrago, descubrí que
existía García Márquez. En la biblioteca que heredé de
Fernando estaban La mala hora y Cien años de soledad. Pero
no me fueron suficientes y me asocié a la Biblioteca Popular
de Olivos, que quedaba a dos cuadras de donde yo vivía y que
recibía novedades mensuales. Pronto había liquidado el boom
latinoamericano en sus nombres principales: Cortázar, García
Márquez, Vargas Llosa (La ciudad y los perros, pero también
Conversación en la catedral, que me costó comprender del
todo). Leí también La consagración de la primavera, los
poemas de Neruda de la Residencia, que me dieron vuelta
como un guante y que me hicieron querer ser poeta con una
fuerza renovada. Lo que se deducía de Confieso que he vivido,
sus memorias, me pareció la mejor vida a la que podía
aspirarse. Hasta que llegó Vallejo, César Vallejo, y me volví un
pequeño sacerdote de sus versos.
A través de su marido, Alfredo Weiss (Poesía esta-
dounidense, 1944, editor de El túnel de Ernesto Sabato), mi
profesora de inglés en el colegio, Jessie Weiss, participaba
vagamente de los ambientes intelectuales de la época y,
conociendo mi debilidad enfermiza por sus libros, me acercó
el teléfono de Sabato a quien, una tarde, llamé por teléfono
para decirle lo mucho que sus libros habían significado para
mí. Yo, como he dicho, no tenía teléfono, pero fui a una
galería de la Av. Maipú, en Olivos, y marqué su número en un
teléfono público, acompañado por una amiga, Adriana Borda
(a quien otras personas le decían Mónica, nunca entendí por
qué), a la que pedí que me asistiera por si acaso llegaba a
desmayarme. Hablé con Sabato, me dijo que lo visitara. Nunca
lo hice.
Durante mis años en la escuela primaria, tuve la dicha de
tener una maestra como la señorita Celia, que me enseñó a
jugar con los textos, los ritmos, las sensaciones. Durante mis
años en la escuela secundaria, tuve la dicha de tener una
maestra como María Inés Fernández, que me enseñó otros
juegos y que me abrió las puertas a mundos que eran para mí
desconocidos y que hubieran permanecido totalmente opacos
sin su guía. Mi profesora de inglés, Jessie, me abrió la puerta a
la mundanidad literaria, que hoy casi no cultivo pero que fue
muy importante durante gran parte de mi vida.

Este libro quiere ser un acto de justicia: yo no sería quien


soy sin esas manos amigas (mi abuela, mis padres, mis
maestras) que me abrieron los ojos a los libros. Yo no sabría
nada de mí, ni del mundo, ni de lo que hay más allá de mí y
del mundo, si no fuera por un acto de amor y de enseñanza.

Después, una vez que la máquina lectora estuvo armada,


ya comenzó a funcionar sola. Esa máquina se forma con: a)
intercesores, b) series de nombres propios, c) hambre de
absoluto y d) potencia de desconocimiento (yo no sé quién soy
ni en qué monstruo sería capaz de convertirme).
No todo lo que leí en mi niñez y en mi primera juventud
merece ser recordado por su calidad intrínseca, pero sí porque
me permitió seguir leyendo. Abelardo Arias, Silvina Bullrich:
yo leí casi todos sus libros. Ya casi no los recuerdo, pero en su
momento me abrieron ventanas a mundos para mí (un chico
pobre, enfermizo, ensimismado, a caballo entre mundos
divergentes) desconocidos.
Yo creí, durante mucho tiempo, que en esa época leía
salvajemente. Luego fui capaz de dar cuenta del método de
lectura que guió mis pasos, que no expondré todavía, pero del
que daré un ejemplo.
Llegué a Rayuela por vía de la escuela (que me había dado
a “Cortázar” como un nombre a ser perseguido y una casilla a
ser llenada: digo la escuela y pienso sobre todo en María Inés
Fernández, cuyo nombre volverá a aparecer). Rayuela estaba
en la biblioteca de Fernando, que mis padres habían comprado
para mí. En Rayuela encontré una serie de libros mencionados.
Por ejemplo, Compulsión de Meyer Levin, que novelizaba un
asesinato llevado a cabo por dos jóvenes de mi edad, ligados
por un vínculo homoerótico, que estaba basado en un caso
jurídico real, el crimen de Nathan Leopold y su amigo Richard
Loeb, quienes mataron a un chico en 1924, para demostrar su
superioridad moral y la posibilidad del mal. The rope (1948)
de Hitchcock adapta el mismo caso, pero lo cuenta desde el
comienzo. Compulsión, en cambio, cuenta el juicio y su causa
(que Cortázar suscribe) se yergue principalmente contra la
pena de muerte. El libro de Meyer Levin, por esos azares que
forman sistema, era parte de la colección de libros rojos y
grises que mis padres habían adquirido junto con un periódico
(y que nunca leyeron). Una mención escolar me llevó a una
biblioteca que era para mí el colmo de lo elevado (la biblioteca
de Fernando), y esa me llevó hacia atrás, hacia otra que nunca
consideré del todo mía. Y entre las dos se formó un extraño
sistema de reenvíos que me obligó a seguir leyendo, esta vez
en libros que sacaba en préstamo de una biblioteca popular.
Yo ya había cometido mi propio crimen gratuito (el libro
de Bernardo), pero no había basado mis actos en la lectura de
Nietzsche, ni de ningún otro filósofo, de modo que de Cortázar
pasé a Levin y de él, directamente al filólogo loco y a
Zaratustra. Un año después, en 1976, yo ya había leído toda la
literatura de Hesse: la biblioteca de Fernando (tan católica), la
de mis padres (tan previsiblemente trash) y la Biblioteca
Popular de Olivos se habían convertido en meros nodos de un
sistema ya más vasto, que incluía las bibliotecas de mis
amigos y, finalmente, librerías. Hasta entonces no se me había
ocurrido pensar que los libros pudieran comprarse de a uno, y
porque sí. Pero de pronto, mi impaciencia (que no me permitía
esperar que alguien, biblioteca o persona, me prestara un libro)
me llevaba a un estadio para mí desconocido: el libro-
mercancía, el fetiche del atesoramiento y, con él, el de la
ordenación. Leía con un método que entendí mucho después,
pero entendí que, para seguir leyendo, iba a tener que trabajar
(para poder comprarme libros). Con mi primer sueldo, al salir
de la escuela secundaria me compré un libro gigante, con la
obra completa (incluyendo sus sonetos) de Michelangelo
Antonioni.

Pero a mis diecisiete años dejé de leer según ese método y


me entregué a otro, mucho más complejo: la lectura se
convertiría, de a poco, en un trabajo. Y yo me impuse mis
reglas (y las maneras, también, de burlarlas). Anotaba en un
cuaderno de tapas negras, con índice alfabético, cada libro que
leía y de dónde lo había sacado. Al lado, la fecha de
terminación de lectura. Al final del cuaderno, en la pestaña de
la letra z, muy poco usada, anotaba el promedio semanal de
libros leídos. Para aumentar ese promedio, que yo sabía que
debía sostener contra viento y marea, intercalaba dos, tres,
cinco o siete novelas policiales de Agatha Christie, que se
leían como el agua y me dejaban tranquilo. Nunca se me
ocurrió mentirme a mí mismo. Eso no era cosa de
nietzscheanos, sino de los corderos de los cuales me sentía
cada vez más alejado.
4. EL PROFESORADO.
ENRIQUE PEZZONI

¿Cuándo hemos leído los argentinos (los argentinos de mi


edad) por primera vez a Borges? La pregunta es banal salvo
que en su respuesta se puedan encontrar, más o menos
implícitas, las maneras en que hoy leemos a Borges (y, por
extensión, la literatura entera). Como ya he dicho, la primera
vez que yo leí a Borges (y los argentinos de mi edad, supongo)
fue en la escuela secundaria: era la “Biografía de Tadeo
Isidoro Cruz” y el cuento me sorprendió.
Hasta el final (cuya lectura fue diferida por un desafío de
composición: “terminen ustedes este cuento”), yo no me había
dado cuenta de quién se hablaba, de qué se trataba, cuál era el
truco. Considerándome (como me consideraba) un buen lector,
en fin, alguien que podía darse cuenta de todo, de pronto, yo
era colocado en situación de ignorancia por un cuento, un
cuento que leía mimeografiado para la clase de Lengua y
Literatura (o como se llamara la materia pertinente en ese
entonces). De pronto, un cuento de Borges venía a
demostrarme que mis quince años eran bastante idiotas y que
lo que creía saber de la vida y la literatura no alcanzaban para
que me diera cuenta de quién y por qué estaba hablando
Borges en ese cuento que, decreté entonces, era malo, insulso,
torpe.
Era un desafío y yo lo aceptaba. Si es verdad que, como el
propio Borges señala, el desafío y el lamento son los dos tonos
que la gauchesca codifica (y que prefiguran toda la cultura
argentina), yo me colocaba, tal vez definitivamente, en
posición de desafiado, aceptaba el convite y me convencía de
que nunca más habría de lamentarme, oh mis quince años. Lo
mío era el desafío.

En varios lugares de su literatura Borges desafía al lector.


En “La lotería de Babilonia” puede leerse, hacia el final: “Yo
mismo, en esta apresurada declaración, he falseado algún
esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa
monotonía”. En “La Biblioteca de Babel” el narrador
pregunta: “Tú, que me lees; ¿estás seguro de entender mi
lenguaje?”. En el prólogo a Artificios (1944) hay unas líneas
célebres: “Todo lo que hay en él [‘El fin’] está implícito en un
libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo
menos, en declararlo”. A mis quince años yo no sabía que el
mecanismo de lectura que debía aplicar a los textos de Borges
era el de la sospecha permanente y por eso me dejé, esa
primera vez, engañar. “A veces creo que los buenos lectores
son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos
autores” (Borges, otra vez, citado por Beatriz Sarlo).

Todos, yo mismo, Borges, aspiramos a la singularidad y la


tenebrosidad. Casi, parecería, no puede escribirse literatura en
la Argentina que no pase por esa manera de entender la
lectura. En uno de los primeros libros de Herbert Quain,
Borges señala, hay

un indescifrable asesinato en las páginas iniciales, una lenta discusión en las


intermedias, una solución en las últimas. Ya aclarado el enigma hay un párrafo
largo y retrospectivo que contiene esta frase: Todos creyeron que el en cuentro
de los dos jugadores de ajedrez había sido casual.
Esa frase deja entender que la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa
los capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera. El
lector de ese libro singular es más perspicaz que el detective. (“Examen de la
obra de Herbert Quain”)

Las escenas de lectura (las “alegorías de la lectura”) saturan


los textos de Borges, reclaman una intervención y desafían
brutalmente la magra inteligencia, el candor, las buenas
maneras de los lectores.
La cita que me acompañó varios años es famosa y está al
comienzo de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”:

Nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera
persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en
diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores –a muy pocos
lectores– la adivinación de una realidad atroz o banal.

He ahí el desafío tematizado. En este fragmento, tal vez como


en ningún otro, aparecen todos los términos (o morfemas) que
constituyen la frase, digámoslo, hermenéutica, proyectados en
la estructura, también fraseológica, del desafío: el texto cuenta
cómo está hecho, cuáles son las operaciones del narrador y
cuáles las únicas estrategias de lectura que permitirían “a muy
pocos lectores” estar a la altura del texto, es decir: intuir la
realidad atroz o banal de la que está hablando.
El procedimiento Quain ha dado novelas argentinas por lo
menos notables. Pienso particularmente en Res piración
artificial de Ricardo Piglia, En el corazón de ju nio de Luis
Gusmán y Glosa de Juan José Saer. En la novela de Piglia,
todo el mundo lo recordará, la lectura circula, a la manera de
Quain, como un dispositivo según el cual siempre se puede
leer otra cosa, siempre se puede ir más allá, de acuerdo con el
régimen de la sospecha. Así, Kafka habría conocido a Hitler,
lo que explicaría su literatura “premonitoria”. Así, las
complicadas teorías sobre la literatura argentina, según las
cuales cierto cuento de Borges (digamos, “El indigno”) no
sería sino una glosa, un resumen, un homenaje a El juguete
rabioso.
La novela de Gusmán, más allá todavía, trabaja sobre las
omisiones, las distorsiones y las contradicciones de un relato
–“Un corazón sencillo” de Flaubert–, para descubrir algo
siniestro en la vida de Felicidad: algo, dice el narrador de
Gusmán, que el narrador de Flaubert calla pero que sin
embargo está en el cuento y puede leerse en él, o mejor: el
lector puede ser más perspicaz que el na rrador. “Un corazón
sencillo”, leído por Gusmán, es casi como una película de
David Lynch (ni Borges ni Gusmán aprobarían esta torpe
analogía). En Glosa (1985), finalmente, Saer construye un
relato siempre intervenido por la sospecha de quien cuenta, y
quien cuenta es alguien que no ha tenido la experiencia de lo
que cuenta pero que no obstante puede intervenir acerca de la
verdad de su relato.
Esta lógica es precisamente algo que Cortázar no pudo
leer. Sus textos fantásticos, que copian à la lettre los
mecanismos de Borges, no reenvían, sin embargo, al mismo
dispositivo de enunciación. El narrador borgeano está en
situación de distancia y desafío respecto de la materia
narrativa y de las posibles lecturas. El narrador cortazariano,
por el contrario, se coloca en situación de distancia respecto de
la materia narrativa pero propone al lector un pacto sobre las
lecturas posibles. Los escritores argentinos, Borges, yo mismo,
debimos quemarnos los dedos, las yemas de los dedos, en
quién sabe qué hogueras para comprender que la lectura,
siempre, es un desafío, lo que es lo mismo, que escribir y leer
funcionan en el registro del desafío: un escritor desafía a un
lector a que lo lea y el lector desafía a otro lector a que lea de
otro modo. Nada que ver con el de monio (o la angustia) de las
influencias: no se trata de un combate sino de la permanente
postergación de ese combate. El desafío tiene una estructura
no necesariamente bélica, no necesariamente polémica, aun
cuando escenifique el carácter insidioso de las palabras.
“Insidioso” y “taimado” eran adjetivos que Enrique
Pezzoni, mi maestro, al que extraño todos los días de mi vida,
usaba para referirse a Borges. Antes de llegar a él, se impone
un recuento de algunos pormenores biográficos.
Terminé mi escuela secundaria en diciembre de 1976. He
contado en otra parte lo raro que fue ese año para mí (para
nosotros), partido en dos por un golpe de Estado cuya crueldad
comprenderíamos un poco después. Mi primo Fernando Risso
integra la larga lista de desaparecidos y su ficha en los
archivos del Parque de la Memoria dice:

<7977> FERNANDO ENRIQUE RISSO


24 años. Casado. Argentino. Empleado público.
DNI No: 10904846
Desaparecido el: 24/3/76, No. CONADEP: 4343, Decl. No: 2715
Fue secuestrado de su trabajo en CÓRDOBA CBA

C. Post: 5000
No hay testimonio de su paso por un C.C.D.
La desaparición de Fernando (yo no supe sino hasta después
de mucho tiempo que su segundo nombre era Enrique) sumió
a mi familia en un tembladeral. La familia quedó dañada para
siempre. Yo mismo, en octubre de ese año, tuve que ser
defendido enérgicamente por María Inés Fernández de las
denuncias que en mi contra querían levantar unas profesoras
siniestras.

Dejé el colegio secundario sin pena, pero tampoco sin


gloria. Me esperaba una carrera de Contador Público o
Licenciado en Administración para la cual mi familia me había
preparado. Me hice amigo de María Inés Fernández, y la
visitaba con frecuencia, una vez que hube dejado las aulas.
Ella estaba casada con un economista, Heriberto Fernández,
cuyo nombre me parece hoy un anagrama urdido a partir de
Felisberto Hernández. Tenían una hija pequeña que muchos
años después me saludó después de un teórico: se había
convertido en alumna mía.

Como María Inés sabía que mi destino era la literatura,


pero al mismo tiempo no se sentía con derecho para
contradecir el mandato familiar, me sugirió, en una de las
largas sobremesas en las que hablábamos de los libros que me
había prestado, que fuera a un taller literario. En particular, el
taller que Nicolás Bratosevich había coordinado en la
Biblioteca Popular de Martínez y del cual salió el libro
Ejercicios con Brato, que en su momento hizo escuela.
Yo llevé mis poemas de entonces (muchos de los cuales
recopilé más tarde en La clausura de febrero y otros poemas
malos) y obtuve la aprobación de los demás talleristas, que
habían decidido funcionar sin coordinador, ese año de 1977,
como experiencia radical. Allí conocí a Selva Ojeda, una
sonetista admirable, a Lidia Robledo (quien sería mi suegra,
con el tiempo) y a Delfina Muschietti, su hija, que dejó el
taller al poco tiempo. Didí me llevó a su casa, donde me hice
amigo de sus hijas: Delfina (Ginito), Patricia (Trudi) y
Marcela (Machi). Con el tiempo, también de los mayores,
Mónica (Monito) y Ulises (Ulicho). Era una familia muy
disparatada –y muy diferente de la mía– que respiraba poesía y
humanidades (Machi y Ulicho son historiadores, como su
padre, el Coronel Muschietti, y Monito había estudiado
filosofía). Más libros para incorporar a mi listado y para
aumentar mi promedio semanal de lecturas.

Delfina y Trudi habían estudiado Letras en el Profesorado


Joaquín V. González, donde reinaba Enrique Pezzoni,
compañero de estudios de Bratosevich. Como yo era muy
desdichado (estudiaba Ciencias Económicas y trabajaba en
estudios contables), me convencieron de que fuera a estudiar
allí (dado que la Universidad de Buenos Aires era, en ese
momento, un nido de espías y de cavernícolas). Dudé un año
más, es decir, que estudié Ciencias Económicas durante dos
años. Por fin me cansé y decidí aceptar el consejo que me
habían dado. En 1978 empecé a estudiar Letras bajo el ala
protectora de Enrique Pezzoni, que había impreso a toda la
carrera, que él dirigía, sus obsesiones y su manera de leer.
Hace pocos años llegó a mis manos una carta que Enrique
Pezzoni le mandó a Raimundo Lida el 10 de octubre de 1972,
para pedirle un artículo para la revista del Instituto que estaba
planeando publicar:

Mi querido doctor Lida:


Como usted verá, hemos progresado mucho en el Instituto: hasta tenemos
papel con membrete. Estoy muy contento enseñando en el Instituto. Es un
ambiente donde se trabaja bien, todavía al margen de los disturbios
estudiantiles y las perplejidades de la Universidad. E ignoramos a fuerza de
buena voluntad los inconvenientes (la falta de libros, los sueldos bajos, la
necesidad de repetir clases). Doy un curso de Composición (atemorizado y a la
vez inspirado por su recuerdo), un Seminario de literatura contemporánea (que
repito los sábados con un grupo diferente) y otro curso sobre una materia que
absurdamente se llama “Expresión oral y escrita” y que no difiere demasiado
de la “Advanced oral practice” de las universidades norteamericanas. Claro, el
inconveniente es la cantidad de cursos, pero ya sabe usted cómo hay que
trabajar aquí. Por otro lado, concentro mis esfuerzos en el Seminario.

Enrique (Chepe) había estudiado en el Instituto junto con su


hermana Elena (Chepina), donde se había favorecido de la
enseñanza de los grandes filólogos que allí dieron clase. Su
epistolario con Raimundo Lida será publicado, porque es
importantísimo para historiar la disciplina y la relación entre
intelectuales y política. Esa carta me sumió en una profunda
nostalgia porque sé que muy poco tiempo después Enrique iba
a ser jurado en un concurso literario, organizado por la
Biblioteca Popular de Martínez donde conocería a Delfina, a
Trudi, a Didí. Y apenas Delfina terminó de estudiar en el
Profesorado comenzó, al mismo tiempo que yo empezaba mi
carrera, a hacer una adscripción en su celebérrimo Seminario
de Literatura Contemporánea en Lengua Española, a donde
venía gente de todo el mundo a escucharlo (no exagero: en las
aulas ruinosas del Profesorado conocí a Andrés Di Tella, que
se había tomado un año libre en Oxford, donde estaba
estudiando, y vino a Buenos Aires a escuchar los cursos de
Enrique).

Pezzoni fue el niño mimado de Victoria Ocampo pero


también de Anita Barrenechea, con quien trabajó en la
Universidad de Buenos Aires hasta la Noche de los Bastones
Largos, cuando comenzó el fin de la Facultad de Filosofía y
Letras. Y sucedió, como director del Profesorado en Letras, a
Aída Barbagelata, una de las grandes latinistas que ha dado
este país. Cuando Enrique era estudiante, él quería
especializarse en literaturas septentrionales (inglesa y
norteamericana, alemana) pero luego las circunstancias de la
vida lo llevaron hacia otra parte.
De modo que la carta que Enrique le mandó a Lida en
1972 fue escrita cuando yo era un niño, sí, pero iba a resultar
decisiva en la formación de las personas que me llevaron a él.
El seminario que Enrique dictaba podía cursarse en cualquier
momento de la carrera (carecía de correlatividades y estaba
ubicado en un horario que favorecía el libre albedrío del
alumnado). Yo decidí cursarlo desde el primer año, como
oyente. De modo que hice cinco seminarios con Enrique,
desde 1978 hasta 1983. Muchas veces, terminadas sus clases,
íbamos a comer. Casi siempre, Enrique nos llevaba en auto a
Delfina y a mí, que vivíamos cerca de su casa.

En la carta que he reproducido se nota bien la conciencia


que Enrique tenía sobre la tarea del profesor, que encuentra en
la política (en la política cultural) su fundamento. Enrique hizo
de la “Lección” (que en su caso hay que entender como un
diálogo apasionado y a veces violento con los alumnos) el
motor de su obra crítica.

Todos los que asistimos a su seminario aprendimos a leer


textos con él. Todavía recuerdo con una vergüenza irreparable
la primera exposición que hicimos en el contexto del
seminario, que ese año versaba sobre Rubén Darío y César
Vallejo. Yo había formado equipo con Graciela Villanueva
(hoy ella trabaja en París 8) y algunas personas más.
Analizamos “El coloquio de los centauros” hasta la última
referencia. Le pedimos a Aída Barbagelata que nos tradujera
los intertextos latinos. Sometimos al escrutinio de Enrique
nuestro trabajo titánico. Él solo nos dijo: “Me parece que se
tomaron de masiado en serio el poema”. Tenía razón:
habíamos creído que el poema era un poema doctrinario
cuando en verdad lo que hay allí de doctrina solo servía para
lo que Enrique llamaba “reprogramación de la memoria
colectiva”. Se nos escapó el juego dariano pero, sobre todo, se
nos había escapado la política dariana y la gracia de Enrique.
Sylvia Molloy recordó a Enrique de este modo:

Pienso que no lo traiciono si llamo la atención a lo que para él fue la vida y,


por consiguiente, la literatura: una práctica gozosa, no por inteligente menos
total. En “La noche que en el Sur lo velaron” se pregunta Borges por las
“menudas sabidurías” –un hábito, un manojo de llaves– que pierden sentido no
bien desaparece su dueño. Otro tanto podría decirse de los rasgos que la
posteridad, y los escribas que colaboran con ella, juzgan superficiales,
insignificantes, no suficientemente serios. Esos rasgos que, literalmente,
divierten –la levedad de Pezzoni, pongamos por caso, su constante, jocosa
digresión– son los primeros que la escritura del archivo oblitera. (“Enrique
Pezzoni 1926-1989”)

Enrique nos fascinaba por su manera de ser y de leer (por su


amaneramiento), pero sobre todo por la extraordinaria
sensibilidad a la palabra de sus alumnos, con quienes se
entregaba a discutir los artículos que estaba escribiendo, con
quienes compartía el capital que otros intelectuales suelen
acaparar celosamente: sus ideas. En el índice de El texto y sus
voces hay por lo menos ocho artículos cuya producción se
remonta a aquellos años en los que inmerecidamente
asistíamos a ese pasaje del habla a la escritura que también
obsesionaba a Roland Barthes, a quien le dedicó un seminario
completo.
En 1986 apareció la primera edición de El texto y sus voces
en Sudamericana, el sello cuyo catálogo él mismo había
contribuido a diseñar como asesor literario y también como
traductor (Teorema, Lolita, entre las más célebres). El libro
reúne algunos de los artículos y notas que Enrique había
publicado desde 1950, organizados en cuatro apartados
(Borges, Poetas, Narradores, Notas), y uno de sus raros (pero
no por eso menos preciosos) artículos no monográficos,
“Transgresión y normalización en la narrativa argentina
contemporánea” (1970), termina en el deseo de un “antiarte”
que “devuelva a la cultura su carga subversiva”.
Esa persecución de lo que trastorna de un texto, de las
“revueltas silenciosas” que promueven los mejores de entre
ellos, es el rasgo más característico de la obsesión crítica que
Pezzoni desarrollaba en su seminario, obsesión que no ha
perdido, en todos estos años, ni su filo ni su necesidad y que,
bien mirada, constituye toda una política de la lectura, es decir,
una pedagogía del texto, sus voces y sus sombras como
“experiencia de la renegación renovadora” y, en cuanto tal,
una ética completa.

Enrique siempre supo que la tarea del profesor despliega


una ética que encuentra en la política cultural su fundamento y
desde el comienzo ligó su actividad de crítico y traductor con
la pedagogía, de acuerdo con una escuela y unos maestros
siempre obsesionados por vincular sus trabajos con la
formación docente (Raimundo Lida, Pedro Henríquez Ureña,
Ana María Barrenechea, el Instituto del Profesorado). Si es
cierto que los primeros trabajos de Pezzoni todavía sufren el
estigma de su vinculación con Sur, no es menos cierto que,
también desde el comienzo, Pezzoni se ligó con lo que él
mismo llamó una “política progresista asociada a la vigencia y
posibilidad de las transformaciones” (“Imagen de Ana María
Barrenechea”) y promovió la literatura como una práctica que
“se enfrenta al mundo y al vivir humano que es una
prolongada antesala de la violencia y el abuso”, como señala
en el texto sobre Cortázar.

En el profesorado había incorporado a Isabel Vasallo como


profesora de Teoría Literaria, a Silvia Delpy como profesora
de Literatura Medieval, a María Luisa Freyre como profesora
de Gramática y de Lingüística y a Silvia Calero como
profesora de Literatura Argentina. A comienzos de 2016,
Isabel Vasallo y Silvia Calero presentaron en el Congreso “La
sutura de los mundos”, que yo había organizado para
homenajear a Rubén Darío (e indirectamente a Enrique, que
nos enseñó a leerlo), una ponencia preciosa al término de la
cual yo las homenajeé públicamente como maestras mías.

Apenas pudo, Enrique nos llevó (a Delfina y a mí) a


trabajar con él en la Facultad de Filosofía y Letras, cuyo perfil
democrático se le encomendó reconstruir. Íbamos al teatro, nos
presentó a Chemari (José María Vilches) en su camarín de El
Bululú, nos presentó a Anita Barrenechea, a Beatriz Sarlo, a
Josefina Ludmer: nos quería un poco. Una vez fui a escucharlo
a la Alianza Francesa, en una mesa redonda sobre Roland
Barthes donde estaba también Nicolás Peyceré, quien, con los
años, habría de convertirse en mi analista. Yo lo adoraba y, por
supuesto, lo celaba. Cada nuevo amigo (y Enrique no cesaba
de incorporar amigos a sus círculos, que dejaron de existir en
cuanto él faltó porque, como me dijo una vez Isaías Lerner:
“lo único que nos unía a todos era la fascinación por Enrique”)
se ganaba en mí una momentánea condena a muerte.

No es este el lugar para dar cuenta del modo en que


Enrique leía, pero querría añadir a la máquina que pusieron en
funcionamiento mis padres, mi abuela, mis maestras (la
señorita Celia, María Inés Fernández) unas piezas que me
vienen de Enrique: la pasión teórica y categorial. Enrique no
podía leer desde la filología que lo había formado. Se había
entregado, con una mezcla de militancia y esnobismo
igualmente furiosos, a la nueva crítica: el estructuralismo, el
posestructuralismo.

Isabel Vasallo, mi profesora de Teoría Literaria en el


Instituto Joaquín V. González, nos enseñaba los elementales
del estructuralismo. María Luisa Freyre, mi profesora de
Gramática, nos introducía en los misterios de la lengua a
través de Chomsky (faltó poquísimo para que me dedicara a la
lingüística, tan brillante y convincente era María Luisa).
Enrique lo mezclaba todo y, de pronto, estaba hablándole a
chicos de diecinueve años del “reticulado metafórico” que
había intuido en sus lecturas lacanianas.

El ciclo de la teoría literaria puede pensarse en tres


tiempos, cada uno de los cuales estaría marcado por una
posición a propósito del lugar que ocupa la literatura entre las
demás prácticas culturales. Los nombres de esos tiempos o
movimientos son, para nosotros, totali dad, especificidad,
fragmentación (y Enrique los abrazó a todos).
Cada uno de esos tiempos supone un punto de vista, una
delimitación del objeto y diferentes modos de leer (diferentes
metodologías). El primer tiempo de la teoría literaria habría
adoptado el nombre y el tono de la tota lidad. Pensada en ese
contexto, la literatura era una (y solo una) práctica estética,
pero suficientemente jerarquizada (en un riguroso orden de
jerarquías) como para que se la considerara representativa (se
trata, obviamente, de Hegel y de las estéticas hegelianas, de
Marx a Williams, pasando por Benedetto Croce y Gramsci).
Las prácticas estéticas adquirían sentido en un conjunto
mayor: la esfera de la cultura, en la cual los hombres eligen,
deciden, imponen o negocian valores y significados. La
filología era la vía regia para reponer esos sentidos dispersos
en el texto.
Toda la teoría literaria producida en este tiempo ha
insistido en la postulación de categorías que permitan articular
razonablemente esa relación: la ideología, la industria cultural,
el campo intelectual, el sistema de normas y valores estéticos,
las formaciones ideológicas y las formaciones discursivas, las
tradiciones culturales (pero también los niveles culturales), las
relaciones de hegemonía, los aparatos ideológicos de Estado,
los géneros, la representación, juntas o separadamente, serían
herramientas aptas para explicar el hecho irrepetible de que un
señor se haya puesto a escribir composiciones poéticas
extremadamente regulares como el soneto, en un momento
determinado, o que otro señor se haya puesto a pintar lienzos
con pigmentos diluidos en una sustancia oleosa. La pedagogía,
que necesita de soluciones a la vez sofisticadas y sencillas, ha
interrogado innumerables veces esos sistemas de categorías
con mayor o menor éxito.
Pero hay también otro tiempo de la teoría: es la espe-
cificidad. En este caso, nada de lo que esté fuera de la
literatura (y, más radicalmente, fuera del texto) importa. El
objeto de la teoría es lo específicamente literario, sea esto lo
que fuere. Este tiempo de la teoría, que corre paralelo con el
anterior, alcanza su hegemonía cuando las totalizaciones se
debilitan: nada podríamos decir sobre el lugar social de la
literatura, se supone desde esta perspectiva, si no definimos
previamente aquello que constituye y separa las prácticas
literarias de las demás. El reino de la totalidad (que se piensa a
sí misma no solo espacialmente sino también temporalmente)
es la historia (y más específicamente la filología), el reino de
la especificidad es el análisis textual (y más específicamente la
estilística): cada reino tiene sus propios aparatos de
producción de verdad y la verdad de la historia no se toca con
la verdad del texto. Para los pedagogos, fue el paraíso: solo se
trataba de transferir a la escuela las competencias para extraer
la verdad del texto, siempre de dimensiones más cómodas que
la historia. Pero también fue su ruina: la verdad del análisis
textual retrocedió a través de laberintos cada vez más
complicados, a través de terminología cada vez más oscura, a
través de relaciones cada vez más difíciles de fijar en un
esquema. Y la verdad del análisis, hipostasiada como única
verdad posible, fue también la ruina de la teoría. De la
especifi cidad, tiempo legitimado históricamente en la
creciente autonomización de las prácticas estéticas, se pasó sin
titubeos al tiempo de la fragmentación: durante la hegemonía
de este tiempo las mediaciones caen. No fue el caso de
Enrique y por eso sus lecturas, todavía, resisten el paso del
tiempo.

En tiempos de fragmentación cae también la especificidad:


cualquier cosa se relaciona con cualquier cosa. No hay
totalidad, pero tampoco específicos culturales: las mismas
herramientas analíticas se aplican a cualquier objeto. Todos los
objetos y todas las prácticas son autónomos porque no hay
sentido externo a la práctica: el sentido no circula socialmente
porque la sociedad misma se ha vuelto opaca al sentido.
Perdida, incluso, la referencia, la cultura es una mera feria de
las vanidades.

Barthes, con quien Enrique tenía una relación de


fascinación que nos transmitió a todos sus alumnos, nunca
dejó de reflexionar sobre el desajuste entre la teoría que él
mismo producía (adecuada a la vanguardia) y su predilección
por la cultura del siglo xix. Para él (Barthes, Pezzoni), la
literatura experimental era solo un chantaje a la teoría. Tanto
Barthes como Pezzoni supieron diferenciar la tarea de enseñar
de las intervenciones públicas que hacían (Enrique como
crítico en los medios, como traductor, como editor de
Sudamericana). Las intervenciones públicas tienen como
marco de referencia el espacio público, y no las opciones
estéticas individuales, con las cuales la teoría (en cualquiera de
sus tiempos) guarda apenas unos débiles lazos. El primer
Seminario de Enrique estuvo dedicado a estudiar a Darío y
Vallejo.
El último que cursé con él fue sobre Arlt (un autor que no
le gustaba casi nada, pero al que había llegado por presión del
medio que, en la década del ochenta, quiso ponerlo a la altura
de Borges). El más brillante fue el que dio sobre S/Z, durante
el cual nos propuso poner a prueba el método barthesiano (y
demostrar cuán caprichoso era) analizando paso a paso dos
relatos de Bianco, “Sombras suele vestir” y “Las ratas”.
Anita Barrenechea (que había corregido la teoría de
Todorov sobre la literatura fantástica) le había enseñado que
tenemos el derecho a discutir con la escolástica parisina.
Enrique nos obligó a ponernos en el lugar del disidente. Nadie
sabe más sobre S/Z que quienes seguimos entonces ese
seminario.

Enrique fue amigo de Tamara Kamenszain, de Luis


Gusman, de Sarduy (la última vez que hablé por teléfono con
Severo estaba desolado por la muerte de Enrique) y a todos
ellos nos presentó. Sus amigos de juventud fueron Sylvia
Molloy y Edgardo Cozarinsky (amistades que yo quise
cultivar aunque Enrique no nos hubiera presentado). En el
texto que he citado, Sylvia Molloy cuenta cómo lo conoció.
Edgardo lo vio por primera vez en una cena en casa de Silvina
Ocampo. Tan cautivado quedó de su presencia que comenzó a
asistir de oyente a sus prácticos en la Facultad de Filosofía y
Letras (donde trabajaba junto con Anita Barrenechea).

Lejos de ubicarse en un lugar determinado del “campo


intelectual” (noción que Enrique no usaba y que no sabía
usar), elegía lugares indeterminados, la ubicuidad: la ópera,
que adoraba, el ballet (o más, bien, quienes lo practicaban),
Octavio Paz (cuyos versos le grababa a su gata Mapuche, para
ver si diferenciaba la voz viva de la voz mecánicamente
reproducida). Nosotros siempre tratábamos de impresionarlo
con consumos excéntricos, que él desdeñaba con cariño.
Cuando en 1979 vimos Nosferatu de Herzog, que nos pareció
extraordinaria, él movió la cabeza y dijo: “es bonitilla”. Nos
llevó años entender ese adjetivo, y adoptarlo como propio.
Enrique era un gran analista de textos (novelas, poemas,
cuentos), un traductor memorable, pero también un individuo
de una mundanidad apabullante. En 1980 (por favor,
recuérdese que yo tenía entonces veintiún años), conocí,
gracias a Chepe, que lo había premiado en el concurso Coca
Cola, a Quique (Fogwill).

Yo, que había sido un niño pobre, enfermizo, un poco


autista y, sobre todo, un provinciano, de pronto encontraba
realizada mi novela familiar del neurótico y podía entregarme
a la simulación de una vida que entonces no me correspondía.
Gracias a Enrique empecé a escribir reseñas literarias en
diarios y en revistas, donde empecé a cruzarme con otra gente.
Enrique también me celaba y, cada miércoles, no dejaba de
interrogarme severamente sobre las lecciones que yo había
recibido en el curso clandestino que hacía con Beatriz Sarlo en
la oficina de Punto de Vista todos los sábados (ahí conocí a
Graciela Montaldo y a Sergio Chejfec y consolidé mi amistad
con Andrés Di Tella). Algo de mí nació con Enrique (y de él),
probablemente la parte más densa de una herencia.
5. LA DICTADURA.
BEATRIZ SARLO

Mis amigos de la escuela secundaria y yo entendimos el


verdadero significado de la Dictadura recién hacia finales de
1976, cuando fue evidente que ni mi primo Fernando ni otros
conocidos iban a volver a sus casas, ni tampoco iban a pasar
un tiempo en alguna cárcel. Algo más grave había sucedido.
Entonces la lectura adquirió unas potencias que hasta entonces
para mí eran desconocidas: se podía tener problemas con el
Estado por leer tal o cual libro. Es decir: ciertos libros tenían
una potencia antiestatalista y antiautoritaria que podía llevar a
la muerte.

Nos dedicamos, pues, a leer libros “clandestinos”, es decir:


libros con los cuales no convenía ser visto en la calle y que,
naturalmente, no había que pedir en las bibliotecas públicas.
De pronto la lectura, que es la escalera hacia la cultura más
rancia y más despreciable, se convertía en un arma
contracultural.
Todo eso sucedió en un más allá del límite, y se ejerció una
política del terror cuya consecuencia todavía no ha cesado. Por
ejemplo, los Esquemas de literatura hispanoamericana (1975)
de Martha Fernández de Yácubsohn y Lucila Pagliai, que yo
había usado en la escuela secundaria, se convirtieron en libros
peligrosos. Cada vez que me cruzo con Lucila pienso en
comentarle lo mucho que sus libros representaron en mi
formación, pero no lo he hecho nunca, porque a lo mejor no
tiene ganas de recordar aquellos años.

Más allá del horror que nos provocaba todo lo que a


nuestro alrededor sucedía, la vida continuaba (y es difícil, a
veces, comprender cómo). De esa época hay varias polémicas
(que no tienen mucho sentido para quienes no vivieron
aquellos años) entre los que se fueron y los que se quedaron.
En mi caso, esa opción no existió nunca (yo era muy chico),
de modo que me quedé y, como tantos otros, empecé a
prepararme lo mejor que podía para enfrentar la barbarie de la
Dictadura (que para mí había comenzado en 1975) y para
restaurar todas las heridas posibles cuando esta terminara.
Seguí leyendo pero ahora, y sobre todo, libros prohibidos. Por
ejemplo, El beso de la mujer araña (1976), que tuve que
encargar que me compraran en Uruguay porque en Argentina
estaba prohibido.

En la biblioteca de Fernando había varias colecciones


completas publicadas por el Centro Editor de América Latina,
cuyos libros ya no estaban en librerías. La mayoría de ellos
eran muy áridos para mí, pero me obligué a leerlos (La
revolución mexicana, por ejemplo, o una extraordinaria
antología de textos de Marx hecha por Oscar Landi). Con mis
amigos nos juntábamos a cantar canciones “de protesta”, a
comentar nuestras lecturas, a recitar poemas de César Vallejo y
a comentar la suerte de los que ya no estaban y nuestros
miedos.

Cuando empecé a estudiar en el Instituto del Profesorado,


encontré una caja de resonancias para mis preocupaciones.
Había allí un cuerpo de profesores que, a diferencia de lo que
había sucedido en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA,
permaneció más o menos intacto gracias a la pericia de Aída
Barbagelata, la distinguida latinista que tranquilizaba a las
fuerzas del orden cada vez que la visitaban en su despacho,
diciendo que en ese lugar no tenían nada que temer, que lo
único que allí importaba era la cultura clásica, Virgilio, la recta
pronunciación del castellano, la correcta planificación de una
clase (todo lo cual era cierto, pero funcionaba de pantalla para
otro tipo de preocupaciones).

El formalismo y el método formal, por aquellos años,


permitían sostener el habla en un espacio público no
demasiado dispuesto a la proliferación de espacios de
enunciación. De modo que el método formal fue nuestra forma
de resistir a la Dictadura, dentro y fuera de las instituciones.
En el Instituto tuve la suerte de tener compañeros
extraordinarios: actores que actuaban en obras como Fando y
Lis (1955) de Fernando Arrabal (de quien supe mucho tiempo
después que integró –junto con Jodorowsky, que llevó esa
pieza al cine, y Roland Topor– el Movimiento Pánico del cual
participó también Copi), estudiantes de la Facultad que venían
al Profesorado a buscar la formación que allí no les daban
(Graciela Villanueva), militantes que tenían que esperar que
pasara la tormenta (Jorge Warley, Carlos Mangone).

En las aulas nos unía (y nos separaba) el método formal.


En los bares nos unían (y nos separaban) los diagnósticos que
hacíamos de nuestro presente y nuestras hipótesis de futuro.
En 1981, si no recuerdo mal, empecé a estudiar, los
sábados, con Beatriz Sarlo, en los cursos parauniversitarios
que dictaba en la oficina de Punto de Vista. Llegué a Beatriz
un poco por azar y otro poco por pobreza. Enrique nos había
recomendado, a Delfina y a mí, que siguiéramos algún curso
para completar nuestra formación en los temas que las
instituciones no podían tocar por entonces. Las opciones eran
dos: Josefina Ludmer o Beatriz Sarlo. A los cursos de Josefina
fueron Alan Pauls, Adriana Rodríguez Pérsico, Mónica
Tamborenea, Andrés Di Tella, entre tantos otros. A los cursos
de Beatriz, Carlos Mangone, Andrés Di Tella, Graciela
Montaldo, Sergio Chejfec, Delfina y yo. Primer punto: los
cursos de Josefina eran demasiado caros para nosotros y,
además, Beatriz tuvo la generosidad de cobrarnos un poco
menos que a los demás, porque Delfina y yo íbamos juntos.

Y en segundo lugar, antes de tomar esa decisión, habíamos


ido a una de las conferencias que organizaba
semiclandestinamente Punto de Vista en teatros desocupados o
galpones, de la mano de Enrique. Digamos que era 1980 (yo
todavía no conocía a Beatriz). La conferenciante era Josefina
Ludmer y habló sobre “La gauchesca como género menor”. La
conferencia me pareció brillante y, al mismo tiempo, un poco
pobre, porque lo que Josefina dijo en esa ocasión (nada que
ver con lo que luego se leyó en su libro El género gauchesco)
fue una glosa del capítulo central del Kafka de Deleuze y
Guattari que yo, casualmente, había leído la semana anterior
en una revista.
En todo caso, al optar por un curso parainstitucional que se
daba en lugar de (y en contra de) los saberes que circulaban en
las instituciones educativas, lo que quedaba claro era la toma
de posición en relación con un modo de comprender la
herencia cultural y su proyección social. El formalismo nos
salvó de la paranoia que constituyó la ecología cultural de
aquellos años.

Ferdinand de Saussure se hizo cargo de la Cátedra de


Lingüística General en la Universidad de Ginebra en 1906.
Dictó tres cursos memorables, el último de los cuales fue
reconstruido por sus discípulos Charles Bally y Albert
Sechehaye con la colaboración de Albert Riedlinger y
publicado luego de su muerte en 1915. Amado Alonso, que
tradujo el Curso al castellano, lo considera el mejor cuerpo
organizado de doctrinas lingüísticas que ha producido el
positivismo, lo que explica sus virtudes y también sus
defectos.

En el primer Congreso Internacional de Lingüistas (La


Haya, 1928), los fonólogos Roman Jakobson (en
representación del Círculo Lingüístico de Praga), el Príncipe
Trubetzkoy (en representación de Viena) y otros lectores
atentos lo reivindicaron como la clave de los estudios
lingüísticos y, por extensión, literarios. Nadie sabía por
entonces que Saussure había escrito en 99 cuadernos, que se
descubrieron después de su muerte y que no se publicarían
hasta 1964, una teoría que contradecía las enseñanzas del
Curso: leyendo unos versos saturninos (de la literatura griega),
los discursos de Cicerón (de la literatura latina) e incluso
textos en otras lenguas y en otras formas de literatura,
Saussure creyó encontrar fenómenos ocultos de anagramas que
debían ser leídos en un sentido no lineal, y que funcionaban de
acuerdo a una gramática subyacente (algo así como las
lecturas cabalísticas de los textos sagrados).

Los discípulos de Saussure no conocieron esas


investigaciones y tomaron el Curso como palanca para llevar
la filología y los estudios neogramáticos hacia otra parte. En la
busca de las relaciones entre la literatura y la vida
(desarrollando la oposición fundamental del curso:
lengua/habla o sistema/actuación), encontraron la noción de
estilo y fundaron la estilística como campo de la lingüística
que estudia una actuación determinada: el uso artístico o
estético del lenguaje en las obras literarias y en la lengua
común, en sus formas individuales y colectivas.

Amado Alonso fue, hasta los conflictos harto conocidos


con el primer peronismo, director del Instituto de Filología en
la Facultad de Filosofía y Letras, y profesor de Anita
Barrenechea en el Instituto del Profesorado, que fue profesora
de Enrique Pezzoni en el mismo lugar, que fue mi profesor…
Junto con Mabel Manacorda de Rosetti, Anita desarrolló
nociones de gramática e intervino en la pedagogía de la lengua
en la escuela secundaria. De pronto, una cadena de afinidades
electivas me alcanza y me arrastra.

Como la lingüística saussureana enseguida se volvió


“estructuralista” (al combinarse con el funcionalismo de los
lingüistas norteamericanos: Bloomfield, por ejemplo), lo
mismo sucedió con la estilística, que bien pronto se encontró
con las corrientes del formalismo ruso, que funda la Teoría
Literaria del siglo xx, lo que permitió la formación de
hipótesis que revolucionarían el campo de las humanidades y
los estudios sociales y que adoptarían, hacia finales de la
década del cincuenta y en otras latitudes, el nombre de
“estructuralismo” y que, en mi formación, fue como el mecano
infantil y, también, una tabla de salvación contra la hostilidad
del mundo.
Lo que se conoce como “formalismo ruso” y, luego, como
“formalismo checo” designa una perspectiva cientificista sobre
la literatura que retomó importantes investigaciones previas (la
temática, la retórica, etc…) y las colocó en la línea de la
ciencia lingüística desarrollada por Saussure en su Curso. El
formalismo ruso coincide con la Revolución rusa y con el auge
del futurismo ruso (entre otras vanguardias). Se desarrolló en
dos instituciones: el Círculo Lingüístico de Moscú, fundado en
1914 por Roman Jakobson (1896-1982, el nombre
emblemático que usaremos para organizar este relato), Nikolái
Trubetskói (un eminente fonólogo) y otros teóricos, y la
Opoyàz (sociedad para el estudio del lenguaje poético), con
sede en San Petersburgo.

Ya entonces Jakobson se ocupaba sobre asuntos de poética


con la expectativa de convertir a la disciplina en una “ciencia
literaria”, siguiendo las enseñanzas de Saussure. Según la
perspectiva de los partidarios del método formal, de esa
manera se liberaría a la literatura de la imposición de sentido
por la vía de interpretaciones siempre discutibles, cuando no
arbitrarias. El método formal pretendía crear una manera de
leer más o menos automática (como la ciencia) que revelara
objetivamente las propiedades de la literatura en los textos
literarios. En 1920, Jakobson se trasladó a Praga, donde
contribuyó a fundar el Círculo Lingüístico de Praga (lo que se
conoció como “funcionalismo checo”, cuyo investigador más
conocido es Jan Mukařovský). La invasión nazi de
Checoslovaquia en 1930 obligó a Jakobson a abandonar la
ciudad y a emprender un largo periplo que culminó con su
viaje a los Estados Unidos en 1941, donde conoció a André
Martinet y Claude Lévi-Strauss y con los cuales fundó el
Círculo Lingüístico de Nueva York, más tarde convertido en la
Asociación Internacional de Lingüística.

Si bien Jakobson descolló en el campo de la poética, otros


formalistas se inclinaron más en relación con el análisis de
estructuras narrativas (Propp) o motivos argumentales (la
“temática” de Tomachevski). Ninguna de esas investigaciones
fue totalmente original y cada una de ellas retomó el vasto
repertorio de problemas de la filología clásica, que fueron, sin
embargo, colocados en una relación muy novedosa con la
perspectiva saussureana, que tanta influencia tuvo en el
extraordinario desarrollo de la ciencias humanas y sociales a lo
largo del siglo xx.
Si el lenguaje pudo someterse a determinadas operaciones
de reducción (entre el lenguaje y “la lengua” hay un abismo)
para revelar alguna verdad –pensaron los cultores del método
formal–, el texto también podría ser manipulado del mismo
modo. Naturalmente, ese formalismo y ese constructivismo
estaban fuertemente inspirados en las concepciones propias de
la literatura de vanguardia, que privilegiaba el proceso (de
escritura o composición) antes que el resultado. La “máquina
formal” es tanto una apuesta estética como una apuesta
teórica.
Jakobson se destacó sobre todo por sus proposiciones
teóricas antes que por sus análisis empíricos. Su teoría abarca
tanto la antropología como la estilística, el folclore y la teoría
de la información. Sus investigaciones sobre el lenguaje
infantil fueron también muy innovadoras, así como sus
estudios pioneros sobre la afasia, donde detectó dos tipos de
anomalías, las relacionadas con las selección de unidades
lingüísticas (paradigmáticas) y las relacionadas con la
combinación de esas unidades (sintagmáticas). La estilística y
la poética, sin embargo, fueron sus preocupaciones más
constantes. En 1958 propuso un modelo sobre la información
basado en los factores de la comunicación (emisor, receptor,
referente, canal, mensaje y código) que, en 1960, volcó en la
definición de las funciones del lenguaje (expresiva, apelativa,
representativa, fática, poética y metalingüística), y que
superaba el modelo de la estilística tradicional propuesto por
Karl Bühler.

Roman Jakobson conoció al antropólogo Claude Lévi-


Strauss en los Estados Unidos y le reveló la perspectiva
estructuralista, que Lévi-Strauss aplicó al método etnológico y
con el cual revolucionó el estudio de las culturas. Las
oposiciones binarias, los ejes sincrónico y diacrónico, la
distinción entre estructural y estructurante (lo que meramente
forma parte de una estructura, o lo que mantiene a una
estructura como tal) le sirvieron para reinterpretar los sistemas
de parentesco y los mitos, que constituyeron los pilares de su
intervención etnográfica, a la que quiso llevar al terreno de las
“ciencias duras” (es decir: una disciplina que pudiera ser
formalizada en términos matemáticos).

En 1962, Lévi-Strauss publicó en colaboración con


Jakobson un análisis (estructural) del poema “Los gatos” de
Charles Baudelaire, donde abre la puerta a una cierta
perspectiva de liberación (en el sentido barthesiano), que
tendrá una enorme influencia en el desarrollo del
estructuralismo literario o, para decirlo con palabras de Roland
Barthes, para el desarrollo de una “semiología” del hecho
literario.
El estructuralismo pretendió resolver la antinomia entre lo
individual y lo universal por la vía de la estructura, aplicando a
aquello (el lenguaje) que es el origen de la antinomia misma,
una llave de fuerza, podríamos decir, que la desbaratara: la
noción de tercero (el triángulo vocálico, el Edipo, etc.). Eso
mismo, que pone a circular el sistema, vuelve al
estructuralismo un umbral hacia otra cosa, un más allá del
pensamiento.

Roland Barthes fue probablemente el más importante de


los teóricos estructuralistas de la literatura, aunque su aventura
semiológica abarcó también el cine, la fotografía, la música, la
moda y los comportamientos. Famoso por su modelo de
funcionamiento de los relatos (que fue perfeccionando hasta su
gran libro S/Z, uno de los mayores aportes pedagógicos al
estudio de un texto literario), fue abandonando
progresivamente la “ciencia con paciencia” en favor de
perspectivas menos rígidas.

La primera semiología barthesiana habría sido, según su


propia mirada retrospectiva, una semiología de “la lengua
trabajada por el poder” que habría pretendido reunir a Sartre,
Brecht y Saussure (el Saussure del Curso, no el de los
anagramas). Por eso (por todo ese trabajo en relación con el
Signo, su plenitud irrisoria, sus sistemas de relaciones, sus
funciones), leemos en Lección (1978): “alguien que toda su
vida se ha debatido para bien o para mal en esa diablura, el
lenguaje, no puede sino fascinarse por las formas de su vacío,
que es todo lo contrario de su hueco” (OC, V: 441); el
semiólogo formalista, vuelve, de la mano de Nietzsche (el
filólogo loco) y el Saussure de los anagramas (y ya no el del
Curso) al Texto (con mayúscula) “porque, en ese concierto de
pequeñas dominaciones, el Texto se le apareció como el índice
mismo de despoder” (OC, V: 441).
Enseñar a leer la Ley (si admitimos la perspectiva de Lévi-
Strauss) es enseñar a temer al Poder. Pero, nos dice ahora
Roland Barthes, enseñar a leer el Texto es como enseñar a
escaparse del poder, a suspender sus veredictos.

En un artículo de 1967, “Proust y los nombres”, Barthes


interviene en la polémica iniciada por Platón sobre la relación
entre los nombres y las esencias de las cosas, que está en el
nacimiento mismo de la ciencia lingüística y semiológica, y
cree percibir que para Proust la relación del significante y el
significado es una relación motivada: hay una propiedad de los
nombres que conduce a la esencia de las cosas. En un texto
incluido en un homenaje colectivo a Roman Jakobson, Barthes
se pregunta

si es verdaderamente posible ser escritor sin creer de alguna manera en la


relación natural de los nombres y las esencias: la función poética, en el sentido
más amplio del término, se definiría así por una conciencia cratiliana de los
signos y el escritor sería el recitante de ese gran mito secular que quiere que el
lenguaje imite a las ideas y que, contrariamente a las precisiones de la ciencia
lingüística, los signos sean motivados. Esta consideración debería inclinar al
crítico, todavía un poco más, a leer la literatura en la perspectiva mítica que
funda su lenguaje, y a descifrar la palabra literaria (que no es para nada la
palabra corriente) no como el diccionario la explicita sino como el escritor la
construye. (“Proust y los nombres”)

Leo con melancolía estas tensiones inherentes al método


formal y al estructuralismo porque coinciden con mi juventud.
Y si me detengo en una exposición somera de estos métodos
es porque mi semana, digamos, entre 1980 y 1983, se
distribuía de ese modo: de lunes a viernes estudiaba el
estructuralismo (convengamos que en el mejor de los casos: a
veces me tocaba interiorizarme en la gramática histórica) y los
sábados, con Beatriz Sarlo, el formalismo ruso y checo y las
vanguardias criollistas.
Beatriz había integrado el consejo editor de la revista Los
Libros entre 1972 y 1976, antes de la desaparición del
mensuario. Por esos mismos años colaboró estrechamente con
el Centro Editor de América Latina –editorial fundada por
Boris Spivacov a partir de los restos de la energía que había
puesto previamente en Eudeba–, donde había comenzado a
desarrollar sus hipótesis en Capítulo. Historia de la literatura
argentina y algunas antologías. Al mismo tiempo, militaba en
los más radicales sectores de la izquierda.
Antes de aceptar alumnos en sus cursos, Beatriz exigía una
entrevista previa con los candidatos, un poco para decidir si se
trataba de un espía de los servicios de inteligencia y otro poco
para evaluar la “motivación” del postulante. Me aceptó (yo
transpiraba copiosamente porque, por lo poco que sabía de
ella, le tenía miedo) y comencé con ella, para mi sorpresa, un
curso sobre el método formal. La oficina de Punto de Vista no
tenía mayores comodidades: una mesa de madera (que Beatriz
todavía conserva), unas cuantas sillas de paja (incomodísimas)
y pilas de revisas que usábamos como asiento, porque las sillas
no alcanzaban. Circulaba un mate, Beatriz se sentaba en la
cabecera de la mesa y armaba cigarrillos mientras hablaba
(nunca había visto a una mujer armando cigarrillos, porque yo
era un chico pobre, provinciano, y un poco autista). Su cuerpo
era muy notable, porque a veces se independizaba de ella y de
pronto las manos habían agarrado el pulóver que colgaba del
respaldo de la silla y ella se lo ataba alrededor del cuerpo. No
tenía ningún significado, era algo que sencillamente sucedía.
Muchos años después, el conocimiento que yo tuve de los
gestos de Beatriz me permitieron descubrirla en uno de los
personajes de Glosa de Saer.
Al principio yo no estaba conforme con el curso de
Beatriz, porque lo consideraba más de lo mismo (método
formal, en el que yo era ya experto), pero después me di
cuenta de que el formalismo se asociaba con la Revolución y
el estalinismo de un modo tan intenso que había allí un nudo
en el que había que detenerse porque, de algún modo, nos
había alcanzado.
Beatriz fue una profesora de una generosidad
extraordinaria y nuestras conversaciones iban más allá de los
temas que estudiábamos. Ya entonces, devoraba películas,
museos, obras de teatro, libros y óperas con la misma fruición
que yo había consagrado a la televisión. Nos daba un
repertorio de consumos culturales (con los cuales, ay, pocas
veces coincidí). Desconfiaba de los aforismos y gustaba de
escribir cartas y mandar postales. Una vez nos contó con una
dicha extraordinaria la sorpresa que le produjo haber recibido
una carta de su amiga Susana Zanetti y al abrir el sobre,
encontrar papeles para armar cigarrillos (lo que por entonces
era imposible conseguir en Buenos Aires). Cuando
comenzamos a cansarnos del método formal (o cuando la
Dictadura comenzó a desintegrarse), desplegó las críticas que
históricamente se le hicieron y nos hizo leer a Bajtín,
Voloshinov, Medvedev (a quien, por otro lado, leíamos
también en el Profesorado para Enrique).
En el curso de 1982 introdujo otros paradigmas, la
sociología de la literatura, por ejemplo, que proponía leer los
procesos por los cuales unos textos eran considerados mejores
que otros, por qué el gusto literario se formaba de tal modo y
no de otro, qué papel cumplían los manuales de literatura y las
antologías poéticas en la formación de literaturas nacionales,
cómo se segmentaban según clases sociales los consumos
literarios, sobre todo a partir del modelo de Bourdieu (una
sociología estructural). Creo que la sociocrítica o la
psicocrítica no le interesaban demasiado, pero nos introdujo en
algo que nadie conocía: los estudios culturales, que
desplazaron el acento de lo propiamente literario a lo cultural,
entendiendo que la literatura forma parte de un complejo
entramado de prácticas y que comparte representaciones y
procesos de subjetivación con otros discursos y formas
comunitarias de organización.
Raymond Williams y Richard Hoggart, en dos libros que,
con justicia, se consideran hoy como los fundamentos de los
estudios culturales, han formulado hipótesis que afectaron el
ciclo de la teoría y redefinieron la idea de totalidad. Tanto en
The Uses of Literacy de Hoggart como en Marxismo y
literatura de Williams se lee algo que afecta definitivamente a
la pregunta sobre la especificidad y el punto de vista de la
teoría: puestos a hablar de la cultura obrera, leemos, lo
primero que debemos decir es que no estamos en situación de
exterioridad res pecto de ese universo cultural.
Literalmente, lo que Hoggart señala es: “yo pertenezco a la
clase obrera, y en la actualidad me siento a la vez cercano a
ella y alejado de ella” (La cultura obrera en la sociedad de
masas). Igualmente, en el prólogo a Marxismo y literatura,
Williams recuerda: “mi experiencia de crecimiento en el seno
de una familia de la clase trabajadora me había llevado a
aceptar la posición política básica que ellos sostenían y
clarificaban”.
Tanto Williams como Hoggart parecerían afirmar que se
puede pronunciar algún tipo de verdad sobre la cultura de una
clase desde el borde interior de la clase. Transferido este
enunciado, ciertamente novedoso en el contexto de las teorías
culturales marxistas, a la totalidad de segmentos o estratos
culturales, el resultado es que la posición de enunciación de la
teoría será extremadamente móvil y compleja. Los estudios
culturales, con la atención que prestan a las culturas
sectoriales (culturas populares, juveniles, barriales, cultura de
mujeres, cultura urbana, cultura gay o culturas étnicas)
plantean la totalidad como fracturada, atravesada por series de
sentido y de valores relativamente autónomas.
Si es cierto que de este modo los estudios culturales
legitiman la idea de fragmentación, no menos cierto es que esa
fragmentación se remite a una cierta totalidad. Williams, por
ejemplo, ha propuesto una dinámica cultural que dé cuenta de
procesos complejos y diferenciales y que al mismo tiempo
relacione esos procesos con una instancia de integración: lo
residual, lo emergente y lo dominante son las categorías que,
para él, articulan la relación entre lo hegemónico y lo
subalterno.
Como consecuencia, la atención ya no estará puesta más
en el borde, límite o juntura de una cultura con otra, de una
práctica con otra (en todo caso: ahí se asienta el punto de vista
liminar del culturalista). Por eso muchas veces los estudios
culturales han sido acusados de “panculturalistas”: una cultura
así propuesta y así examinada no tiene límites.
Ninguna de esas perspectivas desarrolló una pedagogía de
sus métodos, pero nosotros asistíamos al milagro de que el
conocimiento pudiera continuar pese a todo, la Dictadura y la
Guerra de Malvinas, que monopolizaban todas nuestras
discusiones y que, creo, constituyen el tema obsesivo de la
correspondencia que mantuve con Andrés Di Tella y que,
desde entonces, no hemos querido revisar (ni él ni yo) por
temor a lo que pudiéramos encontrar ahí escrito.

En 1982 Beatriz publicó junto con Carlos Altamirano uno


de los clásicos de la transición democrática, Lite-
ratura/Sociedad, en una colección que dirigía Elvira Arnoux.

Entre 1984 y 2003, Sarlo fue una de las mejores profesoras


de Filosofía y Letras. Cuando comenzó a dar clases en la
Facultad cerró sus cursos (el último que hice con ella fue sobre
“Cultura de los años sesenta” en 1983). Desde su renuncia a
las aulas se dedicó exclusivamente a la investigación en temas
cada vez más ajenos a la literatura (sus libros La pasión y la
excepción y Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro
subjetivo, por mencionar solo dos ejemplos, examinan la
construcción de la soberanía política alrededor de una estrella
del pop, Eva Perón, y proponen un análisis crítico del
testimonio autobiográfico como fuente de verdad; los dos
libros fueron escritos en contra de la nostalgia de los años 70),
hasta la publicación de su libro de viajes, De la Amazonia a
las Malvinas, donde recopiló muchas historias que yo le había
escuchado contar. Cuando reseñé ese libro precioso le puse el
título “Viajes con mi tía”, un poco porque a ella le gusta ese
saludo y otro poco porque su perspectiva historiográfica
siempre fue muy tinianoviana (en Tinianov, las metáforas del
salto del caballo o de las filiaciones de tío a sobrino para
explicar la evolución literaria ocupan un lugar importante).

En 1983 o en 1984, Beatriz me dijo que un amigo suyo


había vuelto del exilio y que necesitaba una persona de
confianza para asistirlo en la editorial que tenía que reconstruir
después de unos largos años de mera superviviencia. Ella sabía
que yo, que si bien ya no estudiaba Ciencias Económicas pero
seguía trabajando en estudios contables (auditando los
impuestos de Pepsico, o la BASF), necesitaba una salida. Y lo
que Daniel Divinsky quería, me dijo, era una persona como
yo, que tuviera formación literaria (para leer originales) y
formación contable (para liquidar derechos de autor).
6. EL TRABAJO EDITORIAL.
DANIEL DIVINSKY. ARTURO
CARRERA

En 1983, gracias a Enrique Pezzoni, yo ya escribía sobre libros


en varias publicaciones de interés general y, gracias a mis
vínculos con los grupos de estudio, en varias revistas de
izquierda. Beatriz Sarlo me había recomendado a Daniel
Divinsky, quien buscaba un empleado “de mis características”
para Ediciones de la Flor. Empezaba una época. El mismo
Divinsky llevaba a Radio Belgrano a Jorge Dorio y Martín
Caparrós, que hicieron “Sueños de una noche de Belgrano”,
mucho tiempo antes de Babel.
Uno de los primeros libros que vi llegar de la imprenta a
Ediciones de la Flor fue Arturo y yo de Arturo Carrera.
Arturito después me regaló todos sus libros anteriores y la
plaquette que había hecho la revista Xul con “Un día en La
Esperanza”, uno de los poemas más hermosos que yo recuerde
haber leído. Dejé de escribir poesía (que luego recopilé en La
clausura de febrero y otros poemas malos) porque ese poema
ya había sido escrito. Fueron años de una intensidad
desconocida para mí hasta entonces.

Los exiliados volvían a Argentina, con una carga de


esperanzas que, a veces, nos contagiaban y que, otras, nos
despertaban sospechas. Los proyectos interrumpidos se
retomaban, se abrían sótanos donde se habían guardado libros
que resucitaban enmohecidos. Estábamos en las calles, en los
bares, en las aulas, en las oficinas (en mi caso, la vieja casona
de Ediciones de la Flor en Barracas: Anchoris 27, su
dirección) discutiendo el futuro, que nunca imaginábamos tan
gris como lo fue. En cada editorial aparecía una colección
nueva, se preparaba la renovación universitaria, las revistas
proliferaban como hongos, ¡y yo no estaba todavía recibido!

Daniel Divinsky había estudiado derecho y conoció a


Jorge Álvarez mientras ejercía la abogacía. Por su intermedio,
se relacionó con Rodolfo Walsh y su pareja de entonces, Pirí
Lugones (la nieta de Leopoldo). De esos encuentros surgió la
idea de fundar Ediciones de la Flor, que fue lanzada en 1967.
En 1983, Daniel volvió al país a hacerse cargo de su editorial
pero también como interventor de Radio Belgrano. Él y su
esposa habían estado presos cuatro meses porque habían
publicado un libro infantil llamado Cinco dedos, en la
colección dirigida por Kuki Miller, cuyo argumento era más o
menos este: los dedos verdes atormentan a los dedos rojos. Un
dedo señala, dos dedos marcan la victoria, tres dedos… lo que
fuera. Y cinco dedos rojos juntos forman un puño. El cuentito
terminaba con un puño en alto y fue considerado como una
incitación a la subversión. El libro fue prohibido y Daniel y
Kuki fueron a la cárcel:

Estaba en la Feria de Frankfurt de 1976; Osvaldo Bayer me dijo que le habían


mostrado Cinco dedos como ejemplo de incitación a los chicos para
convertirse en subversivos. Y me dijo: “Yo que vos, no volvería”. Como un
idiota, volví. Y escuché por radio el decreto que prohibía Cinco dedos. Y
como era abogado hice una presentación para un pedido de revocación del
decreto. Después de eso estuvimos 127 días presos. Cuando salimos en
libertad, fui directo a Lufthansa y, después de varios lugares, terminamos en
Venezuela.

La presión internacional consiguió que los liberaran y de


inmediato se fueron del país. Pasaron toda la dictadura en
Caracas, donde Daniel se dedicó a promocionar y distribuir los
libros de la Biblioteca Ayacucho, dirigida por Ángel Rama,
mientras Ediciones de la Flor sobrevivía como podía, a cargo
de Elisa Miller, su suegra, a los embates represivos del Estado.

Daniel me encomendó tres cosas: leer la montaña de


originales que se habían acumulado en pocos meses (¿quién no
tenía una novela guardada en sus cajones?), escribir las
contratapas de los libros que iban saliendo y comenzar a
liquidar los derechos de autor, que durante toda la Dictadura
no se habían pagado, lo que implicaba el riesgo de perder
contratos. Del catálogo de Ediciones de la Flor yo conocía
poco y nada, pero lentamente me fui interiorizando de sus
características.
Hasta entonces yo me consideraba un buen lector, pero
debía ejercitar mi pericia en una dirección que nunca había
tenido en cuenta: ¿tal original podía convertirse en un buen
libro y amortizar sus costos de producción?
Es muy habitual que los autores detesten a los editores y
que los acusen de cosas horribles. Fogwill, a quien conocía
socialmente pero con quien realmente me relacioné en
Ediciones de Flor, me llamaba todos los días para quejarse de
la edición de Los pichiciegos: no le gustaba la tapa,
consideraba que el libro no estaba bien distribuido (sugería
que era adrede) y aseguraba que lo estaban robando. Yo sabía
que nada de eso era cierto, salvo lo de la tapa, que era
realmente fea. Pero Ediciones de la Flor hacía lo mejor que
podía para promocionar los libros, para que estuvieran bien
distribuidos y expuestos en las vidrieras de las librerías y
pagaba religiosamente los derechos de autor, que yo liquidaba.
Naturalmente, había que jerarquizar qué se pagaba antes
porque eran años de desarreglos. Uno de los primeros
entuertos que debimos resolver fue el de Rodolfo Walsh.
Había que reeditar Operación Masacre y esta vez Daniel
decidió que saliera con la “Carta abierta” como apéndice. Para
poder encarar esa edición hubo que pagar derechos
retroactivos (aun cuando el libro no se hubiera vendido). Lo
mismo sucedía con los libros infantiles, las traducciones, etc.

Yo tenía que pedir opciones de los libros que me parecían


adecuados al catálogo de Ediciones de la Flor a los agentes
internacionales, leer los originales que se amontonaban sin
orden ni concierto sobre mi escritorio y aprender un par de
respuestas que no por automáticas eran menos ciertas:
“Lamentablemente, la editorial tiene el catálogo para el año
que viene ya comprometido”.
Vivíamos, como dije, en efervescencia. Reuniones en la
editorial, en el Profesorado, en los bares: proyectos y huidas
hacia adelante. Se reconstituía la trama mundana que siempre
rodeó a la literatura (presentaciones de libros, cenas, etc.). Por
supuesto, todo ese campo estaba envenenado por los rumores,
las sospechas y la maledicencia, porque toda épica lleva
consigo su sombra. Mi lugar era incómodo porque había
adherido a un credo literario determinado pero trabajaba en
lugares que no eran precisamente los mismos que sostenían
ese credo. Daniel Divinsky era amigo de Osvaldo Soriano, de
Tomás Eloy Martínez, en fin, de escritores que detestaban el
tratamiento académico que de sus obras se hacía y para los
cuales había dos demonios: Enrique Pezzoni (director de la
Carrera de Letras a partir de 1983) y Beatriz Sarlo, directora
de Punto de Vista. Yo, que era todavía una arcilla que no había
secado del todo, había sido modelado por ellos (aunque ellos
no tuvieran ninguna responsabilidad en relación conmigo y,
sobre todo, aunque no tuviera sus mismos gustos: a Enrique
nunca lo oí hablar de Osvaldo Lamborghini y sé que Beatriz
no gustaba en lo más mínimo de las novelas de Puig).
Un día, me pidió cita Elvira Lamborghini, la hija de
Osvaldo, que quería reeditar la obra de su padre (Ediciones de
la Flor había editado a Leónidas). Yo me entusiasmé
enormemente con la posibilidad, porque por esos años armé
una tríada que propuse en varios libros: Puig, Walsh y
Lamborghini delimitan el campo de la literatura argentina
posible, decía mi aforismo. Cuando hablé con Daniel Divinsky
sobre el asunto, me dijo: “En el 69 rechacé publicar El fiord.
No veo por qué debería publicarlo ahora”. A mí la respuesta
me desalentó y, al mismo tiempo, me dio una lección de
coherencia que, si bien no compartía, con el tiempo llegué a
respetar y que tuve que incorporar a mi máquina de leer.
En “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw” (1951), Borges
escribió que “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior,
menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera
otorgado leer cualquier página actual –esta, por ejemplo–
como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura
del año dos mil”. El lector de una editorial debe responder a
esa lógica: leyendo un original (La perla del emperador de
Dani Guebel, por ejemplo) o un libro agotado o un libro
editado en otra parte del mundo, debe ser capaz de imaginar
cómo será leído ese libro cincuenta años después de su
edición.

No cometeré la imprudencia de creer que yo era capaz de


responder el desafío formulado por Borges, pero cada día que
empezaba a leer una novela o un libro de poemas, me sentía
interpelado por la pregunta de Borges y, como esos obsesivos
que no tienen paz, intentaba una respuesta (desde ya, un
balbuceo torpe, la glosolalia de un imbécil).

Vuelvo a Arturo Carrera, de quien me hice amigo


instantáneamente y cuya obra no dejé de frecuentar nunca.
Gracias a él conocí la obra de muchos otros poetas, entre ellos
Alejandra Pizarnik. Y aprendí a leer poesía, que requiere una
atención mucho más concentrada que la ficción.

En “Argumentum Ornithologicum”, Jorge Borges escribe:

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o
acaso menos; no sé cuántos pájaros vi.
¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la
existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe
cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie
pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más
de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos. Vi un
número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese
número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.

El texto es obviamente una parodia de “argumento ontológico”


en el que descollaron Avicena (El libro de la curación) y el
benedictino Anselmo de Canterbury (Aosta, 1033 Canterbury,
1109) en su Proslogion (1078). Reformulado por Descartes y
Spinoza, refutado por Hume, Gödel propuso una versión
lógico-modal del argumento de Anselmo, que puede
sintetizarse del siguiente modo:
1. Es una verdad conceptual (o, por así decir, una verdad por definición)
que Dios es un ser del que nada más grande puede ser pensado (esto es,
el ser más grande que puede ser pensado).

2. Dios existe como una idea en la mente.


3. Un ser que existe como una idea en la mente y existe en la realidad es,
en iguales condiciones, más grande que un ser que existe solo como una
idea en la mente.

4. Así, si Dios existe solo como una idea, entonces podemos imaginar algo
que es más grande que Dios (esto es, otro ser más grande posible que
existe).
5. Pero no podemos imaginar algo que es más grande que Dios (es una
contradicción suponer que podemos imaginar un ser aún más grande
que lo más grande posible de lo que podemos imaginar).

6. Por lo tanto, Dios existe.

Borges, por la vía de la parodia del “argumentum onto-


logicum” (ὄρνις, ornis = ‘pájaro’ y λόγος, logos = ‘estudio o
ciencia’ vs. Οντος = ‘del ente’, genitivo del participio del
verbo εἰμί, ‘ser, estar’), introduce el problema de lo imaginario
y su actualización a través del lenguaje: se refiere a una
“visión” con los ojos cerrados. No se trata de una percepción,
sino de un acontecimiento en el registro de lo imaginario (el
rapto, la alucinación, la visión, la profecía, lo que se quiera).
Solo se puede resolver el asunto mediante razonamiento. En
“Mi cuerpo, ese papel, ese fuego”, Foucault retomaba la duda
de Descartes: ¿cómo sé que no estoy loco? ¿Cómo puedo
diferenciar locura de sueño? (“Cerraré los ojos, … suspenderé
mis sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda imagen de
las cosas corpóreas” se lee en la “Meditación tercera”).
De modo que el poema se construye en el punto de
indecibilidad entre percepción y cognición (lo imaginario).
Borges trata el problema de una forma específica: no se trata
de los universales, sino de singularidades, por eso razona en
términos de números definidos e indefinidos. No el ente (no la
ontología), sino un(os) pájaro(s). Y de lo que se trata es de
interrogar el número de pájaros: ¿es un número (un nombre)
definido o indefinido? ¿Cómo es una singularidad de la cual
no podemos saber si acepta predicados definidos o
indefinidos?
Alejandra Pizarnik, como se sabe, elige apenas un puñado
de imágenes y las desarrolla hasta extenuarlas, como quien roe
un hueso hasta la médula, como quien pule lo que brilla hasta
el enceguecimiento. Una de esas imágenes es también la del
pájaro: el “pájaro profeta”, “los pájaros queman el viento”,
“mi infancia y su perfume / a pájaro acariciado”, “el sermón
del pájaro”, el “pájaro sabio en amor”, “un pájaro muerto
llamado azul”, “la mudez de pájaros y viento”, “Yo no sé de
pájaros” son algunas de las proyecciones de ese motivo en su
Poesía completa.
El primer poema de Las aventuras perdidas (1958) se
llama “La jaula”. En el mismo libro, “El despertar”, dedicado
a León Ostrov, se lee: “Señor / la jaula se ha vuelto pájaro / y
se ha volado”. No hace falta más para trazar la onda
mnemónica que arrastra a los textos de Pizarnik. Kafka había
escrito un aforismo que decía “Una jaula salió en busca de un
pájaro” y en diciembre de 1954 la poeta había inicialado su
ejemplar de Kafka, o el pájaro y la jaula (Carmen Gándara,
1943), un estudio trascendentalista sobre la obra del judío de
Praga. Así como reconocemos a Kafka en sus precursores (los
presocráticos, Kierkegaard), así se deja él mismo leer como un
precursor de Pizarnik. Y entre Pizarnik y Kafka, qué duda
cabe, está Borges. Más allá de toda nuestra distancia en
relación con Jorge Borges hay que decir que sin su magisterio
no habríamos leído a Kafka. No seríamos nosotros.
¿Qué me autoriza a leer el texto borgeano como poema, si
no tiene versos? Del siglo xix, de Mallarmé, de Valéry, el siglo
xx hereda la idea del poema como un artefacto, como una
maquinaria, un acontecimiento ligado a una experimentación,
un work in progress (en palabras de Joyce). De Rimbaud el
siglo toma la idea de inventar un lenguaje. El célebre verso de
Rimbaud “Yo es otro” plantea una interrogación radical del
sistema de nombres y pronombres y de la sintaxis que los
relaciona. Retomando un poco todas estas formulaciones,
Foucault señala que la literatura es un tipo de formación
discursiva especial, porque es palabra de palabra. Es decir, si
hay algo que aleja definitivamente a la literatura en general, y
al poema en particular, de la mera expresión del sujeto, es
precisamente ese carácter segundo que tiene la palabra poética.
El lenguaje al infinito. En una concepción semejante, el lugar
de enunciación, el lugar del “yo” aparece vacío.
El texto de Borges, en todo caso, hace una ontología del
poema, podríamos decir, interrogando sus alcances, sus límites
y sus definiciones (ontologicum/ornithologi cum: de lo
universal a lo singular, del Uno a lo incalculable, de la
identificación a la diferentificación; la lengua del poema
separándose indefinidamente de sí misma).
Arturo publicó en Ediciones de la Flor Mi padre (1985) y
después empezó a publicar en muchas editoriales, en todas
partes (antes de Arturo y yo, Enrique le había publicado dos
libros en Sudamericana). En 1989 iba a publicar Children’s
Corner en Último Reino. Yo escribí la reseña de ese libro para
Babel (II: 13, diciembre de 1989) y la reproduzco acá porque
forma parte de la trama que se corresponde con este capítulo
(me adelanto en el tiempo, pero volveré a esos años más
adelante):

Cristales aperiódicos de Arturo

1. Secuencia de Fibonacci
[Un viejo maestro, Roland Barthes, proponía la siguiente escena de escritura:
“si pudiese, tendría una biblioteca ejemplar de libros de fondo (diccionarios,
enciclopedias, manuales, etc…): y que el saber sea un circuito a mi alrededor,
a mi disposición, que solo tenga que consultarlo (y no ingerirlo); que el saber
sea mantenido en su lugar como un complemento de escritura”. Contra la
protesta de algunos amigos, esa escena siempre me ha resultado fascinante.]

2. Secuencia de Lucas
Un famoso físico, Schrödinger, predijo que toda información tendría que estar
almacenada en cristales aperiódicos: una secuencia no regular de símbolos no
encapsulados en estructuras geométricas perfectamente simétricas. Se refería a
la doble hélice del ADN pero también podría estar hablando del libro, la letra,
la escritura y la naturaleza en general, tal y como Children’s las imagina. Se
trata del sentido. Si Arturo y yo introducía una versión de la naturaleza
sintetizada (pasada por sintetizadores) tan delicadamente que muchos
imitadores creyeron estar frente al regreso del sencillismo rural, Children’s
lleva ese efecto de lectura casi al paroxismo y al colapso. ¿Cuál es el sentido
de ese libro? ¿Dónde leerlo? ¿En el tono deliberadamente augusto que recorre
esos versos? ¿En la sospechosa incitación al paidicidio (¡basta de niños!)? ¿En
las junturas magistralmente urdidas de una lengua majestuosamente literaria y
una lengua íntima? ¿En lo que las palabras dicen? ¿En lo que las palabras
callan? Basta de preguntas retóricas: se trata del sentido.

Hay un objeto y ese objeto es un libro, hay una secuencia no regular de


símbolos, es la escritura. Hay, por lo tanto, sentido. Solo hace falta la máquina
que amplifique la vocecita diminuta que Carrera ha elegido para que el sentido
hable en su poesía. Esa máquina es la enciclopedia (cualquier enciclopedia).
En los versos “de casa humana donde los pasos cuidan / sus acertados
vestigios almacenados / de huellas en las huellas”, ¿hay sentido? Tal vez un
gongorismo obvio que cada tanto muestra su cabezota de títere como para que
el lector no olvide que siempre está ahí. En la serie “remoto”, “esferas”,
“moléculas”, “disimetría de un horror natural”, “gramáticas”, “fisión”,
“naturaleza plegada”, “discontinuo”, “esferillas de oro”, “las bandadas / de 3 y
5 patos, 5 y 3 cuervos, / 8 y cinco pájaros de espuma negra”, “13 y ocho, 21 y
13”, en esa serie, ¿hay sentido?

Es el sentido del cual la naturaleza es eco, son “los mundos / de la


naturaleza plegada”, es la obsesión de Children’s Corner por acceder a la
“sintaxis o disimetría de un horror/ natural”. En esa serie se resuelve el sentido
de Children’s Corner, el sentido que ese libro atribuye a lo natural: el campo,
la infancia, las soledades sonoras que rodean la escritura. Hay un paisaje, ¡qué
bello paisaje! Pero en realidad hay un horror al paisaje, a su carácter de puro
dado (datum, dato), a su obscena asignificancia (la “demencia natural del
atardecer”, se lee en Arturo y yo, “una música nueva atronadora y natural”, se
lee en Children’s). Contra ese desorden y esa aperiocidad, Carrera opone la
forma (el número o la letra), el orden de lo simbólico, el orden del lenguaje,
contra el desorden de la realidad.
Children’s muestra un paisaje. Por el cielo pasan pájaros, ¡qué bellos
pájaros! En Las alas del deseo, la película de Wim Wenders, también hay
pájaros en el cielo: es una migración, podría ser un caos de pájaros volando,
como en Hitchcock. Pero los pájaros de Wenders vuelan ordenadamente, casi
en círculo, y además el círculo se abre y se cierra (late) rítmicamente: hay allí
sentido, hay allí una cierta forma, una regulardiad discontinua.
En Carrera también vuelan pájaros: 3 y 5 patos, 5 y 3 cuervos, 8 y cinco
pájaros de espuma negra. Por los cielos de Carrera vuelan números, o pájaros
que conocen los números, la secuencia de Fibonacci: 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21. Es
una sintaxis, es el orden del número y la letra, el orden de lo simbólico,
aquello que transforma la “naturaleza” no en una estampita boba para pegar en
el cuaderno de deberes sino en un eco del sentido: porque hay sentido y solo
por eso, la naturaleza es posible. La secuencia de Fibonacci, parece, describe
la distribución de las semillas de girasol en la planta, el ritmo del muaré. La
secuencia es bella, pero no tanto como la de Lucas: 1, 3, 4, 7, 11, 18, 29.
3. Programa para un seminario sobre la obra de Carrera
3.1. Escrito con un nictógrafo. El regreso de Perón. De la inversión. Plástica y
escritura. El sentido como lo calado. El sentido que surge de la oscuridad (de
la página). La letra como recorte.
3.3. Momento de simetría. Historia de la simetría. Simetría y cosmos. Los
cristales. Leyenda de Pitágoras. Primavera del 73. El sentido como
regularidad. El sentido como despliegue del espacio y del tiempo. Cosmología
y estética.

3.4. Oro. Promoción neobarroca. Orfebrería y textualidad. El sentido como


polvo dorado, esparcido sobre el texto. El sentido como cobertura. Saber y
complemento de escritura.
3.7. La partera canta y Mi padre. Plegarias psicoanalíticas y teoría del sujeto.
Hipérbaton y anacoluto, hermanas mayores del barroco americano. Comisión
de Investigaciones Espaciales: la página (barra y punto). El sentido como
desplazamiento. ¡Madre, como sueño! Viaje a la semilla. “Hay cada padre…”.
La obra total y el poema serio. La lengua poética: el sentido como transición.
La voz cotidiana, la voz ritual. Sentido esquizo.

3.11. Arturo y yo y Ticket para Edgardo Russo. El intelectual se va al campo.


Crisis de la ciudad y noche posmoderna. El hiperespacio. Laurie Anderson.
Poesía y perfor mance. Niños y estancias: sencillismo y bucólica. Hacia un
estética agrícola-ganadera. El sentido como descontracción de la lectura. El
sentido de la repetición. Teoría de los loros. El sentido como murmullo. “La
naturaleza es un eco del sentido”.
3.18. Retrato de un albañil. El otro yo de Carrera. Títeres, máquinas,
autómatas y replicantes. La risa y el sentido. Rimas ingenuas. Rimas soeces
(inéditas) de Carrera: estudio comparativo.

3.29. Children’s Corner. Lamento por los niños que crecen. Los nuevos (otros)
niños. Sintetizadores, samplers, bandas de sonido. El sentido como instrucción
o como mandamiento: “Que te pongan en tu sitio, las palabras”. Momento de
asimetría. La naturaleza plegada.
3.47. Bibliografía obligatoria: Simuladores de Carrera (Andrés Di Tella,
video, 1989). “Arturo y yo” (Delfina Muschietti).
4. El pensamiento clásico.
El pensamiento clásico se reconoce en su manera de pensar el infinito.

Para la presentación del libro, Arturo nos había pedido a


Andrés Di Tella y a mí que hiciéramos un video (Simuladores
de Carrera), y fuimos a Pringles, y mi hijo Tomás apareció en
ese video conduciendo un autito en una pista de carreras de
Belgrano R.
Children’s Corner incluye uno de los más hermosos
poemas de Arturo, “Laguna Bonfiglio” (lo que no es fácil de
decidir, porque casi todos los poemas de Arturo son
hermosos). Reproduzco un fragmento, donde unos pájaros
vuelven a encontrar su lugar:
Y al poco tiempo de no estar y flotar dichosos
comenzamos a mirar con desdén
las bandadas.
Y observábamos las bandas
de 3 y 5 patos, 5 y 3 cuervos,
8 y cinco pájaros de espuma negra
en lo alto, contra la apariencia azul
de un cielo infinito, 13 y ocho, 21 y 13,
tenuemente aspirados por el movimiento
de nuestra respiración,
ella misma cielo tenuemente
coloreado.
…y las gallaretas, y los flamencos
(solo nombrados cobraban realeza
en sus puntos de sosiego,
pegados, ligeramente adheridos con hilillos
a la línea de los rojos y rieles húmedos
de la luz) Pasión: “oír decir
pasión”.

“Se mezclan en la cabeza hasta que dan espuma.”


Levemente mecidos por el gri-gri del agua.
La embarcación era inestable e igual
para cada cosa que se desplazara:
soldadito o piedra o animal o árbol
en sus ligaduras de dulce engreimiento y
falso secreto.
Se mezclan en la cabeza hasta que son espuma.
O acaso retroceden en los tic-tac de la memoria
como ese borde de gata o juntura o junción
que no es lo natural: esa cicatriz de umbra y penumbra
que es la naturaleza ni su constante drama
ocular.

(Más parecido el mundo al reloj de Silvia y Bruno,


¿te acordás? Donde el tiempo retrocedía y devanaba
la Historia).
Nosotros como esas miniaturas en la cabeza. Nosotros
en esa contable locura de lo real.
Nosotros en esas fantasías de la tristeza.
Como en Borges, hay pájaros y hay números. ¿Hay
demostración? Los pájaros son más singulares y, al mismo
tiempo, más indeterminados: “patos”, “cuervos”, “pájaros de
espuma negra” (ejemplo extraordinario de función poética, de
desorden de los paradigmas y las clasificaciones).
¿Cómo se ordenan esos pájaros? Vienen en número de 3-5-
8-13-21, que constituyen, como queda dicho, la secuencia de
Fibonacci (Leonardo de Pisa, Leonardo Pisano o Leonardo
Bigollo, conocido como Fibonacci, c. 1170-1250). La razón
entre los términos que componen la secuencia de Fibonacci es
el número irracional φ (la moderna denominación de Φ o φ
para el número áureo fue propuesta en 1900 por Mark Barr en
honor a Fidias, cuyas esculturas inspiraron al matemático).
Así como el franciscano Ramón Llull introdujo los
rudimentos de una grafo-logía, otro franciscano, Luca Pacioli
(1445-1517), al mismo tiempo que definía teóricamente los
principios contables de la partida doble (una de las claves de la
economía capitalista) en Summa de arithmetica, geometria,
proportioni et proportiona lita (Venecia, 1494), se
entusiasmaba con la proporción áurea, a la que dedicó De
divina proportione, escrita en Milán entre 1496 y 1498. Para
ilustrarlo, como se sabe, encargó dibujos a Leonardo da Vinci,
quien le entregó su célebre “Hombre de Vitruvio”.

Durero, Leonardo, Pacioli y muchos más sometieron las


confusas indicaciones de Vitruvio a la regla dorada, la
proporción áurea, la secuencia de Fibonacci, el número φ. El
asunto que desvelará a los intérpretes renacentistas y barrocos
de Vitruvio es dónde está el centro del Macrocosmos (el
Universo) y el Microcosmos (el Cuerpo del Hombre: Cristo).
El asunto dura (como violenta disputa o como callado
rumor) cinco siglos, hasta que Mallarmé publica en 1897 en la
revista Cosmópolis “Un coup de dés jamais n’abo lira le
hasard”, texto al que yo llegué porque, naturalmente, es un
precursor de la poesía de Carrera (particularmente los
primeros libros: Momento de simetría, La partera canta, Mi
padre...).
“Un golpe de dados…” es un ritual experimental que
desplaza la literatura siempre un poco más allá de su propia
clase, en un proceso de desidentificación o de
diferentificación.

Según el proyecto Vollard, que Mallarmé no consiguió


llevar a cabo porque murió al año siguiente, el libro habría de
imprimirse como libro de arte de gran formato, con litografías
de Odile Rédon. El texto, dispuesto a doble página. Tanto
conviene leerlo sintácticamente (como leemos habitualmente)
o anagramáticamente (como hubiera querido el Saussure
cabalístico), leyendo los enunciados destacados
tipográficamente en continuidad. Al mismo tiempo que una
partitura o una constelación (uno de los núcleos destacados
tipográficamente), el texto es un diagrama del mundo.
El poema se sostiene en los signos indispensables que
revelan estados sustantivos de la conciencia. Ese es el
acontecimiento mallarmeano, así en Alfonso Reyes (el
“regiomontano universal”) como en Deleuze:

Los acontecimientos puros tomados en su verdad eterna, es decir, en la


sustancia que los subtiende independientemente de su efectuación espacio-
temporal en el seno de un estado de cosas. O bien, lo que viene a ser lo mismo,
puras singularidades, una emisión de singularidades tomadas en su elemento
aleatorio, independientemente de los individuos y las personas que los
encarnan o efectúan. Esta aventura del humor, esta doble destitución de la
altura y de la profundidad en beneficio de la superficie es, primeramente, la
aventura del sabio estoico. Pero, luego, y en otro contexto, es también la del
Zen, contra las profundidades brahamánicas y las alturas budistas. Los
célebres problemas-prueba, las preguntas-respuestas, los koan, demuestran el
absurdo de las significaciones, muestran el sinsentido de las designaciones. El
bastón es el instrumento universal, el amo de las preguntas, y el mimo y la
consumición son la respuesta. Devuelto a la superficie, el sabio descubre allí
los objetos-acontecimientos, comunicando todos en el vacío que constituye su
sustancia, Aión, donde se dibujan y se desarrollan sin llenarlo jamás. El
acontecimiento es la identidad de la forma y del vacío. El acontecimiento no es
el objeto en tanto que designado, sino el objeto como expresado o expresable,
nunca presente, sino siempre ya pasado o aún por venir, como en Mallarmé,
valedor de su propia ausencia o de su abolición, porque esta abolición
(abdicatio) es precisamente su posición en el vacío como Acontecimiento puro
(dedicatio). (Gilles Deleuze, Lógica del sentido)

Y ese es el acontecimiento que, yo creo, Arturito supo leer en


Mallarmé y que lo contagia: hay un Cristo, pero constelado,
porque no hay Ser articulado más allá del Azar mismo.

Mallarmé puso en relación de equivalencia la “pluma


solitaria perdida…” (plume solitaire èperdue) y “su pequeña
razón viril” (sa petite raison virile). La “razón” es la razón del
diagrama. Y Mallarmé dice que la razón del diagrama
(constelación o galaxia) es, hasta él, pequeña y viril. “Un
golpe de dados” es una constelación sin centro y en él, como
se dice: “Nada habrá tenido lugar sino el lugar”. El
acontecimiento es lo que falta en su lugar. Así en Mallarmé
como, mucho después, en Arturo Carrera.

¿Quién jugó a los dados antes que Mallarmé? Por


supuesto, Zaratustra:

Alguna vez he jugado a los dados con los dioses en la divina mesa de la tierra,
de manera que la tierra temblaba y se rompía, y lanzaba ríos de llamas: porque
la tierra es una mesa divina, temblorosa por nuevas palabras creadoras y por
un ruido de dados divinos … (Friedrich Nietzsche, “Los siete sellos”, en Así
habló Zaratustra)

Los dados lanzados una sola vez son la afirmación del azar y
la combinación que forman al caer (el diagrama) es la
afirmación de la necesidad. Mallarmé y Duchamp, por
diferentes vías, impugnaron la noción de centro (viril, fálico,
efecto de la voluntad de poder) del mundo y propusieron una
apertura para el lenguaje, para la música, para la escritura,
pero también para la experiencia. Yo, que por aquellos años
tendía a volverme delicadamente loco por las invenciones de
Warhol, terminé de entender el asunto gracias a la majestuosa
práctica poética de Arturito.

¿Hubiera yo conocido a Arturo por otras vías? Es


imposible saberlo. El azar y la coacción (laboral) se juntaron
en un momento preciso y en un lugar determinado (Anchoris
27) para que yo entendiera los cálculos secretos del mundo y
la divina proporción. Cada episodio de una vida (la mía, la de
todos), puede entenderse como un conjunto de pormenores
lacónicos de larga proyección sintáctica (tal vez fue el propio
Borges quien escribió por primera vez esa frase, “pormenor
lacónico”, pero fue Sylvia Molloy quien le dio su cabal sentido
en Las letras de Borges).
Seis años después, cuando la transición democrática ya se
había transformado en un mal sueño, cumpliría treinta años, y
cerraría la política cultural de la ciudad de Buenos Aires con
un ciclo en el Centro Cultural San Martín. Yo había propuesto
el título “Poesía y sociedad” pero una diablura del lenguaje
hizo que se imprimiera como “Poesía y suciedad” en los
diarios que anunciaban el ciclo. Hablaba sobre cuatro poemas:
uno de Arturo Carrera, uno de Osvaldo Lamborghini, uno de
Juan Gelman y uno de Néstor Perlongher. Arturo fue a esas
conferencias junto con Perlongher y con Fogwill, quien había
dejado de llamarme a Ediciones de la Flor para quejarse de la
política editorial de la cual su libro era la víctima y ahora me
escribía cartas para censurar las lecturas que yo publicaba aquí
y allá y, claro está, mi “academicismo conformista”.
7. EL TRABAJO FILOLÓGICO.
ANITA BARRENECHEA. RODOLFO
WALSH

Me había recibido de Profesor de Castellano, Literatura y


Latín a comienzos de 1985 con un promedio de 9,11. A finales
de 1984, Enrique Pezzoni me convenció de que pidiera una
beca del Conicet para continuar mi formación. Me presentó a
Anita Barrenechea, quien acababa de hacerse cargo de la
dirección del Instituto de Filología, para que fijara allí mi sede
de trabajo, cosa que hice.

A partir de 1985 modifiqué mi relación laboral con


Ediciones de la Flor y Daniel Divinsky aceptó, con la
generosidad que lo caracterizaba, que oficiara como asesor
literario externo (es decir, sin cumplir horario). Me llevaba
originales y le hacía informes de lectura. Los libros que me
encomendaba leer estaban cada vez más alejados de mi
sensibilidad pero hice ese trabajo porque me gustaba el desafío
de leer profesionalmente, más allá de los gustos, de los
presupuestos de la tribu y con el ojo puesto en el
funcionamiento del libro como mercancía.
De la mano de Enrique y Anita gané la beca del Conicet a
la que había aplicado y empecé una vida nueva (quiero decir:
una nueva biblioteca, la de Filología). Al mismo tiempo, fui
solicitado para dar clases en escuelas secundarias: algunos
cursos de literatura y, sobre todo, talleres de Comunicación y
Periodismo. Resultado de esas experiencias iban a ser, años
después, mis libros El pequeño comunicólogo ¡ilustrado!
(1992), Literator IV. El regreso (1993) y Literator V. La
batalla final (1994). La paciencia me duró poco porque yo no
soportaba la indisciplina que reinaba en las aulas, pero alcanzó
para que me hiciera una idea de lo que hacía falta como
material de estudio y, como había recibido una formación
pedagógica de la que nunca renegué, me pareció que tenía que
poner manos a la obra.

En todo caso, en 1985 yo empezaba a “investigar”, bajo la


dirección de Enrique (que estaba completamente consagrado a
la reorganización de la Carrera de Letras en la UBA), en un
lugar cuya historia y cuyos protocolos de lectura desconocía
por completo (Filología). Esa ignorancia iba a perdurar todavía
algunos años porque yo había hecho de mi modernidad una
bandera (un poco estúpida) y me resistía a cualquier
paradigma que no fuera coherente con mi formación
formalista que, para colmo, todavía tenía que toparse con una
bestia de la pedagogía y el análisis del discurso, que aparecerá
en el próximo capítulo.
He citado mucho a Borges, no tanto porque me interese su
obra en sí, sino porque fue el objeto de las pedagogías en las
que estuve involucrado (desde el experimento de María Inés
Fernández hasta las proposiciones sobre el criollismo de
Beatriz Sarlo, pasando por las eruditas y enloquecidas
lecciones de Pezzoni). Independientemente de las respuestas
que demos a esa pregunta, no habríamos leído a Borges (o no
lo habríamos leído del mismo modo) sin la intervención
decisiva de Ana María Barrenechea (La expresión de la
irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, 1957), a quien
personalmente le debo tanto como cualquiera de los que
trabajamos a su lado, bajo su tutela, en el Instituto de Filología
y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso” entre 1985 y
2002. No hay Filología (la institución, la disciplina), para mí,
sin Anita.
En Borges se encuentra algo del orden de la naturalidad de
la cultura argentina: hacer filología con Borges, leer
estilísticamente a Borges, pasar los relatos de Borges por el
cedazo estructuralista, leer la génesis de los textos de Borges:
todo se puede hacer, todo ha sido hecho a propósito de Borges
(Anita hizo todo eso, y más). Borges fue el tema de la tesis
doctoral norteamericana de Anita, un big bang con el que
deslumbró al mundo, que ya nunca más pudo prescindir de
ella.

Pienso en el Instituto, en su carácter “aditivo”, en los


pasillos y bibliotecas que, como piezas de una imagen futura
(siempre futura) se van agregando cada año. Desde que
empecé a trabajar en Filología el Instituto ha cambiado, se han
agregado cuartos, sedes de extraños proyectos y
conversaciones (tan extraños nos hemos vuelto, con el tiempo,
quienes amamos las palabras y los géneros). Un itinerario que
hiciera paradas en todos los cuartos del Instituto sería,
también, un recorrido por los diversos modos de leer que se
han dado, históricamente, cita entre sus paredes.
Como el Instituto es aditivo, todos los modos de leer
conviven, todas las teorías discuten y se reprochan cosas, aun
bajo el velado aspecto de la lucha por el espacio. Vuelvo a
recordar un episodio de ese combate, un episodio
protagonizado por Anita (quién sino ella) y yo mismo, en un
papel secundario y subalterno.
Una tarde, al llegar al Instituto, se me comunicó que mi
escritorio, el que me habían asignado unos años antes, había
sido trasladado a un cuarto nuevo, donde se lo necesitaba para
apoyar la recientemente adquirida fotocopiadora del Instituto.
No diré que entonces no me sentí dolido, pero ahora
(“ahora”, cuando escribo estas páginas) lo que importa es esto:
que mi modo de leer equivalía, en la economía del Instituto, al
modo de leer de una fotocopiadora. Anita, a quien amamos por
cosas como esta, se dio cuenta, y me lo hizo saber
discretamente. Ese episodio cambió mi vida, o, para ser más
modesto, cambió la relación que tenía con la literatura y las
técnicas de lectura. Después de todo, hay que ser muy
moderno (pero moderno de veras, lo que se dice freak) para
estar en el Instituto (así: Amado Alonso, Henríquez Ureña,
Raimundo Lida, y la propia Anita). Y yo no era por entonces
más moderno que una fotocopiadora.
Todo el mundo conocía a Anita (María Luisa Freyre decía
que solo ella pudo llevar con elegancia la “moda trapecio”
cuando esta hizo furor, y no sé cuándo fue). Enrique se
desternillaba contando anécdotas de cuando trabajaba con ella.
Anita había estudiado en el Profesorado, había sido despedida
de la Universidad en la Noche de los Bastones Largos, se
había doctorado en los Estados Unidos, había trabajado con
Mabel Manacorda de Rosetti.

Yo había leído sus artículos en materias como Gramática,


pero también en el Seminario de Enrique (porque la sabiduría
de Anita no reconocía límites disciplinares). El análisis
sintáctico que nos enseñaba María Luisa Freyre, cuando no era
chomskyano, venía de Barrenechea y Rosetti (en cambio, lo
supe después, en la UBA seguían las categorizaciones de
Ofelia Kovacci).
Formada en la filología y la estilística, Anita pronto abrazó
la causa de la nueva crítica. Yo lo supe retrospectivamente,
pero muchos de los seminarios que daba Enrique en el
Profesorado venían de sus recomendaciones: “¿Por qué no
das…?”. Ya antes de conocerla, Anita era una figura mítica,
casi como una figura inventada colectivamente. Fue muy
decisiva en mi formación lectora, casi siempre por razones
negativas (es decir: porque me corregía).
Al conocerla, le presenté unas monografías que había
escrito durante mi carrera. Entre ellas, “En el polígono
irregular de la plaza” (siempre fui bueno titulando), sobre la
poesía de Quevedo, muy influida por las hipótesis de Juan
Goytisolo. A Anita le gustó y quiso publicarla en la revista del
Instituto, pero antes se la mandó a Lía Schwartz Lerner
(experta en el tema) quien le contestó diciéndole que la
monografía estaba bien escrita pero que los textos que yo
analizaba no eran de Quevedo sino de un poeta menor (no
recuerdo si tenía nombre o no), por lo que desaconsejaba su
publicación.

No es la primera vez que mi furia lectora iba a toparse con


la piedra filológica. El primer libro ensayístico que escribí (he
contado lo mismo en el prólogo de Leyenda) fue un libro por
encargo para la colección que dirigía Eva Tabakián para
Editorial Hachette en la que ya habían colaborado Mónica
Tamborenea y Alan Pauls. En mi caso, se trataba de una
presentación y un análisis de Pedro Páramo. Por supuesto, la
colección dejó de salir antes de que mi Pedro Páramo echara a
andar por el mundo (lo que tal vez haya sido una suerte para
mí). Como yo era, por entonces, becario de una institución
estatal que patrocina estudios literarios, presenté como parte
del informe final de mis investigaciones una copia del
manuscrito que había entregado poco antes a Editorial
Hachette. Pero no era una copia, sino el original (o la última
copia que quedaba en mi poder), según pude darme cuenta
años después, cuando existían ya la computación y los
archivos digitales y se me ocurrió que convenía pasar en
limpio aquellos desvaríos de infancia para ver si había algo
rescatable en ellos. Entregándolo a la hospitalidad de los
expedientes institucionales, había perdido un libro.
Al perder mi lectura de Pedro Páramo (estructuralista
hasta la médula, aguda hasta la petulancia, según recuerdo), no
perdía solo un libro sino los fundamentos mismos del archivo
y, por lo tanto, de la lectura filológica. En lo que se refiere a
Quevedo, la pérdida se instalaba en la otra punta de la práctica
profesional: había hablado de textos que el poeta nunca había
escrito (que no formaban parte de su archivo). Tenía que
forzarme a un cierto rigor filológico (¿pero cuál?).

Como la historia no guarda un ritmo homogéneo, algunos


paradigmas de los estudios literarios duraron más que otros,
pero todos esos momentos tuvieron una importancia decisiva.
La filología duró más de mil años. Sus hijos, que habían sido
mis compañeros de juegos infantiles (el formalismo y el
estructuralismo), mucho menos.
Los griegos y los latinos practicaron la filología, cuyo
dominio como paradigma hegemónico en el campo de los
estudios literarios llega hasta comienzos del siglo XX, cuando
fue declarada una disciplina positivista, historicista, con una
concepción lineal y homogénea de los tiempos históricos y
que, paradójicamente, obturaba la posibilidad de leer los textos
en función del presente.
Martianus Capella fue un erudito cartaginés del que
sabemos muy poco, salvo que escribió hacia finales del siglo
V (c. 480) una extraordinaria sátira menipea que le sirvió para
difundir el trivium y el quadrivium (la currícula escolar
obligatoria de los jóvenes educandos: La Gramática, la
Dialéctica, la Retórica, la Geometría, la Aritmética, la
Astronomía y la Música) y que no faltaba en ninguna de las
bibliotecas de los siglos IX a XIII, supervivencia tanto más
extraordinaria si tenemos en cuenta su carácter completamente
pagano.

El libro se llama De nuptiis Philologiae et Mercurii, Las


bodas de Filología y Mercurio y, aunque tiene traducciones en
lenguas modernas, uso la versión latina (disponible en
Internet) para poder colocar, entre paréntesis, los parágrafos
que gloso.[1]

Martianus Capella cuenta que Mercurio (el dios del


comercio, de la comunicación y de la hermenéutica de los
sueños) busca novia (§ 5). No puede casarse con la petulante
Sofía (Sabiduría), pues esta parece haberse pasado al grupo de
las mujeres célibes, cuya cabecilla es Palas, a la que no quiere
importunar (§ 6). Desea a la drogada Mántica –Manto, hija de
Tiresias (§ 6)–, quien justo en esos días había entregado su
virtud a Apolo. Su tercera opción es la aérea Psique (el Alma),
pero Virtud le anuncia que acaba de unirse a Cupido (§ 7).
¿Qué hacer? Virtud le recomienda que solicite el consejo
de su hermano Apolo (§ 9). Lo van a buscar al Parnaso, donde
se encuentra (§ 11). Al verlos venir, Apolo adivina el motivo
de la visita y al instante se le ocurre el nombre de la candidata
más apropiada para casarse con su hermano (§ 22). Se trata de
Filología, quien, entre sus muchos créditos, dice Virtud, cuenta
con haber embellecido nada menos que a Psique (§ 23).
Mercurio acepta el consejo y, por consejo de Virtud, ambos se
encaminan a la morada del padre, pues este solía dejarse
convencer casi siempre por el resplandor irresistible de Apolo
Febo (§ 25). Júpiter teme que Mercurio se vuelva perezoso por
los encantos del matrimonio (§ 35). Juno, entusiasmada por la
boda de su hijo, aboga por Filología, la más despierta de las
doncellas, siempre en vela estudiando por las noches, que no
permitirá a Mercurio remolonear ante un eventual encargo (§
37). En ese momento (§ 39) aparece Palas, a quien su padre le
pregunta su parecer al respecto. Palas le aconseja que reclame
el parecer de los dioses reunidos en asamblea (§ 40). La
asamblea divina presta conformidad y, antes de la boda,
Jupiter exige la apoteosis de Filología, que vomita todos los
libros cuya lectura la oprimían (§ 136) y sube a través de las
siete esferas celestes hasta la sede de los dioses, que le
designan como damas de compañía a las siete representantes
de las artes liberales (el trivium y el quadrivium) y la saludan
como la diosa de la materialidad textual. Arquitectura y
Medicina están presentes en los esponsales, pero permanecen
en silencio. Música (Armonía, una de las siete damas de
compañía) escolta a la novia al lecho de bodas, donde se
entonan canciones nupciales.
Llegué a la Filología en su momento de amor (filo + logos:
amor por la palabra), que es su propia destrucción. Mercurio
necesita encontrar una esposa. El mercado de las ninfas y otras
semidiosas está saturado de problemas sentimentales y por eso
el Dios del comercio, la hermenéutica de los sueños y las
conexiones con los reinos lejanos elige al mejor partido: más
sabia que Sofía (porque lee diariamente), a Filología (lo dice
Apolo) ningún rayo alcanza a confundirla sobre la voluntad de
Júpiter (es, por lo tanto, más poderosa que la adivina Mántica)
y Psique, como queda dicho, le debe toda su belleza.
Durante mil años, el libro de Capella servirá como texto de
estudio y sus imágenes alcanzarán, en tierra florentina, a
Sandro Botticelli, quien las usó para componer su ambigua
Alegoría de la Primavera (1477-1478), el cuadro que sella el
destino de las siete artes liberales, que desaparecerán del
currículum de las humanidades. Según la lectura del crítico
italiano Giovanni Reale, la escena del cuadro transcurre en el
Jardín de Zeus del “Simposio” platónico y representa el triunfo
del humanismo basado en la Filología, la Retórica y la Poesía,
que deja atrás el trivium y el quadrivium de la época medieval.
El cuadro mostraría precisamente las bodas de Filología (en el
centro del cuadro) y Mercurio. A su izquierda, Poesía es
empujada por el Divino Furore en brazos de Retórica, la del
vestido extremadamente ornamentado, mientras, al lado de
Mercurio, Sofía, Mántica y Psique eluden las flechas de
Cupido. Esta lección es más interesante que la tradicional
porque explica la supervivencia de unas imágenes a lo largo de
mil años y subraya la importancia del sistema educativo (la
materialidad textual, Filología) en las transformaciones
culturales.
Ahora bien, en ese proceso matrimonial, Filología es
destruida como tal (pierde toda su memoria por la vía de la
emesis y su cualidad viviente por la vía de la apoteosis) y se
convierte en otra cosa: aquella a la cual las artes liberales
escoltan y sirven.
La elección de ese Mercurio de un borde oscuro del siglo v
es materialista y nietzscheana: antes que a la sabiduría, a la
adivinación y al espiritualismo, elige a la que, como sostiene
Nietzsche “enseña a leer bien, es decir, a leer despacio,
profundamente, mirando cautelosamente antes y después, con
reservas, con puertas entreabiertas, con ojos y dedos
delicados” (Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales,
1881).

Llegaba a Nietzsche, a quien yo había leído en mi


adolescencia, pero que ahora se me revelaba como otra cosa.
Como se sabe, Nietzsche estudió filología y se preparó para
enseñar universitariamente filología griega, pero tuvo que
abandonar la disciplina por la censura que sufrió por parte de
sus dogmáticos contemporáneos.
De modo que Nietzsche abandona la filología,
destruyéndola: el extrañamiento de la filología desemboca
para él en la necesaria disolución o absorción de la misma en
filosofía. Es una disolución que consiste en “destrucción” de la
imagen que tiene la filología de su objeto para provocar un
nuevo acceso al objeto (en su caso, el mundo griego), no una
negación de la filología misma. No es destrucción de la
filología, sino de una ciencia que tuvo la pretensión de
administrar, distribuir y repartir la verdad originaria de lo
griego; una ciencia cuya “actitud espiritual” habría sido, para
él, el encubrimiento del pasado.
En las notas de preparación para la lección inaugural de
Basilea sobre Homero y la filología clásica (1869), Nietzsche
distinguía dentro de la ciencia que quería profesar dos
posibilidades o dos fines: los de la filología universitaria y los
de la de formación clásica. La concepción de la primera refleja
el estado al que ha llegado la filología a partir del impulso de
Wolf y de Ritschl: el estudio sistemático y crítico de la lengua
transmitida por los textos y el estudio de la historia y de las
llamadas ciencias auxiliares como la epigrafía, la numismática,
la arqueología. La segunda, en cambio, está representada por
las tendencias humanísticas de Lessing, Winckelmann,
Humboldt, Goethe y Schiller, quienes ven en el conocimiento
y asimilación de la antigüedad el establecimiento de un
modelo de existencia humana perfecta expresado en el
adjetivo kalokagathos.
La primera es ciencia pura. La segunda es estética y ética.
La primera es conocimiento positivo; la segunda, saber
intempestivo. Como no podía ser de otra manera, el joven
Nietzsche considera el ethos como el verdadero fundamento
de la filología y por eso toma partido contra la ciencia.
Anterior a la lógica de la ciencia e incluso anterior a la lógica
del historicismo en el que abreva la ciencia filológica, está la
óptica de la vida, como escribirá en El nacimiento de la
tragedia…
En suma, para Nietzsche el carácter crítico de la filología
radica en su carácter de disciplina mal amalgamada en un solo
nombre, en la carencia de una unidad conceptual, en el estado
inorgánico de agregación de variadas actividades científicas
que solo están unidas por el nombre “Filología”. Tal vez no
sea arriesgado leer, en el reconocimiento de Nietzsche, a la
Filología del africano Capella. Sobre todo cuando dice de la
filología

que ciertamente no es ni una musa ni una gracia, pero sí una mensajera de los
dioses; y así como las musas descendieron a los turbados y atormentados
campesinos de Beocia, así también viene ella a un mundo lleno de sombríos
colores e imágenes, lleno de profundísimos e incurables dolores, y cuenta,
consolándonos, las figuras bellas y claras de los dioses, de un país encantado
lejano, azul y feliz.

Al tomar partido por la filología ética y no por la científica, lo


que le vale la censura de sus contemporáneos y la ruina de su
carrera universitaria, Nietzsche encuentra en la materialidad
filológica una noción de vida: la vida por la vida misma, el
puro instinto de existir (lo que Nietzsche llamó “la inocencia
del devenir” y que contrapuso al “orden moral del mundo”
kantiano).
Si bien esa noción es central en la filosofía del Nietzsche
maduro (Más allá del bien y del mal), aparece en época
temprana, a partir de su lectura y su toma de partido por el
atomismo, “una grandiosa teoría” de valor estético por el
pictórico movimiento de las partículas que, como una danza,
ofrecen el espectáculo de la embriaguez, según la cual “somos
átomos”. Y en este punto, Nietzsche introduce la noción de
juego:

Un regenerarse y un perecer, un construir y destruir sin justificación moral


alguna, sumidos en eterna e intacta inocencia, solo caben en este mundo en el
juego del artista y en el del niño. Y así, del mismo modo que juega el artista y
juega el niño, lo hace el fuego, siempre vivo y eterno; también él construye y
destruye inocentemente; y ese juego lo juega el eón consigo mismo. (Friedrich
Nietzsche, La filo sofía en la época trágica de los griegos)
Lo que Nietzsche propone no es una ciencia del texto, sino una
ética de lo que en el texto vive todavía.
Pocos años después, Saussure dictaría su Curso de
lingüística general, donde propondría nociones de alto
impacto en los estudios literarios. Pero, al mismo tiempo,
escribiría sus hipótesis sobre una gramática subyacente (los
anagramas).
Es decir que, de algún modo, el Saussure de los anagramas
aceptó la invitación nietzscheana para “jugar” con los textos
(como el artista, el niño o el fuego) y en ese juego lo que
aparecía era un rumor subterráneo.
Como la lingüística saussureana muy pronto se volvió
“estructuralista” (al combinarse con el funcionalismo de los
lingüistas norteamericanos: Bloomfield, por ejemplo), lo
mismo sucedió con la estilística, que bien pronto se encontró
con las corrientes del formalismo ruso, lo que permitió la
formación de hipótesis que revolucionarían el campo de las
humanidades y los estudios sociales y que adoptarían, hacia
finales de la década del cincuenta y en otras latitudes, el
nombre de “estructuralismo”, disciplina que constituyó mi
ecología prácticamente desde la cuna.
Años después, todos mis ejercicios con el mecano
formalista iban a dejar de servirme porque lo que la
Democracia exigía era, también, la restauración de los
archivos perdidos o incompletos. A mí me tocó en suerte el
archivo de Rodolfo Walsh, que estaba en poder de su hija
Patricia (a quien conocí en Ediciones de la Flor). Había que
localizar notas perdidas en revistas inhallables, realizar un
índice, reconstruir su Diario y, sobre todo, un relato del cual
habían quedado varias versiones, ninguna definitiva. Si bien El
violento oficio de es cribir. Obra periodística de Rodolfo
Walsh y Ese hom bre y otros papeles personales de Rodolfo
Walsh se publicaron en 1995 y 1996 en editorial Planeta (yo
fui, me dijeron, la única persona que resultaba apta al mismo
tiempo para dos personalidades tan disímiles como las de
Patricia Walsh y Juan Forn), los saberes necesarios para poder
llevar adelante esos proyectos los adquirí en mis años
“filológicos”. He escrito mucho sobre Walsh y no tengo ya
nada nuevo para decir.
En todo caso, Ricardo Piglia me comentó alguna vez que
el Diario de Rodolfo Walsh se dejaba leer según la lógica de la
adicción (y en el caso de Walsh el objeto de esa adicción sería
la literatura). La idea es brillante y tal vez su alcance no haya
sido todavía comprendido: leemos y releemos los textos de
Walsh (su Diario, sí, pero también el resto de su obra) y
encontramos siempre ese deseo de abandonar la literatura –y la
recaída (una y otra vez)–. Como para el adicto y el alcohólico,
también hay para Walsh (quiero decir: para su literatura) una
última vez que es en realidad una penúltima, porque siempre
habrá otra después (la recaída).

Toda la obra de Walsh merecería ser leída en ese abismo


que se abre entre el límite (la vez penúltima, la que se cree
final pero que no lo es) y el umbral (la verdadera última vez,
porque se abre a un paisaje totalmente nuevo). Límite y
umbral: de esas fronteras, y tal vez de la imposibilidad de
atravesarlas de parte a parte, Walsh se declaró testigo todo el
tiempo (todo su tiempo), separando en esferas que pintaba con
diferentes colores lo que, para nosotros, es a todas luces una
constelación novísima y definitiva en el firmamento.
Tal vez nos sea fácil pretender que, si no hubiera muerto,
Walsh habría conseguido, finalmente, atravesar el umbral que
estuvo buscando casi toda su vida, como el maniático que era
(en su compulsión, fue el primero en reconocer el aire de
maestra que se desprendía de su prolijísima letra, formada a
fuerza de violencias corporales en la infancia). Pero, además
de incomprobable, esa hipótesis es banal: porque parece
sugerir que el malestar walshiano a propósito del fin de la
literatura (del fin del arte) era apenas un episodio psicológico,
y además porque no se entiende de ese modo que la grandeza
de Walsh se mide precisamente en el modo en que se mantuvo
en equilibrio en ese borde del infierno, en su incapacidad (que
vivió con un dramatismo que no deja de asustarnos), sostenida,
una vez más, con tesón de maniático, para separar literatura,
política y trabajo cotidiano.
Mucho más difícil que interpretar una pose es continuar un
gesto, y sorprende que, todavía hoy, a cuarenta años de su
desdichada desaparición, se sigan interpretando los dichos y
los escritos de Walsh como si fueran poses congeladas en el
pasado y no indicaciones para nuestro propio movimiento,
instrucciones que deberíamos intentar seguir.

Pienso en la “Carta abierta a la Junta Militar” (así se llama


ese texto en los autógrafos que se conservan). Los archivistas
y los historiadores podrán corregir con justicia cada uno de los
datos que Walsh encuentra y transcribe para darle sentido al
episodio más sombrío de la historia argentina. Pero no habrá
un solo dato que, corregido, permita quitarle a ese texto
decisivo de la modernidad occidental (comparable solo al “Yo
acuso” de Émile Zola) la fuerza que desde un comienzo tuvo
para definir de un solo golpe lo que la dictadura era (sus
fundamentos, su modo de operar, su metafísica del mal y su
carácter absolutamente suicida). Una vez constatada esa fuerza
de discurso que hace cuarenta años fijó lo que todavía hoy
estamos acostumbrados a sostener sin temor de equivocarnos
(gracias a un juego complejo de potencias de la imaginación
sobre las que sería reiterativo detenerse), de todos modos, no
tendría sentido complacerse en una admiración sin
consecuencias, detenerse, como quien contempla la estatua de
un prócer, en la celebración de la pose de quien supo
mostrarnos el goce constitutivo del estado de excepción, en
vez de ensayar un movimiento consecuente con esa revelación.
Más importante todavía que la interpretación histórica que
la “Carta” suministra es la pregunta que hace a sus lectores. Al
sostener que la lucha a la que la “Carta” refiere continuará,
pero bajo nuevas formas, lo que postula Walsh como petitio, lo
que la “Carta” plantea como pregunta a sus lectores, es cuáles
serán esas nuevas formas de una lucha que no puede ni debe
cesar.
Es en relación con esa pregunta que la actualidad de Walsh
se mide (y que su último sueño se comprende mejor). De
acuerdo, fue un gran escritor (imaginó formas de literatura en
su época desconocidas); de acuerdo, fue un gran periodista
(imaginó formas de periodismo en su época poco transitadas).
Pero fue, además, un gran intelectual y lo fue precisamente por
la gravedad de las preguntas que pudo plantearle a su tiempo
(y, en consecuencia, al nuestro, que no ha conseguido todavía
dejar de soñar la misma pesadilla).
En el mismo instante de peligro en el que Walsh entregaba
la “Carta abierta a la Junta Militar”, en otra parte, otros
imaginaban una ética que proponía liberar la acción política de
cualquier forma de paranoia unitaria y totalizante; abandonar
el prejuicio de que hay que estar triste para ser militante,
incluso si lo que se combate es abominable; soltar las amarras
de las viejas categorías de lo negativo (la ley, el límite, la
castración, la falta, la carencia) que el pensamiento occidental
sacralizó durante tanto tiempo como formas de poder y modos
de acceso a la realidad; en definitiva: no enamorarse del poder.
Se me dirá que es imposible saber si en esa dirección se
habría dirigido Walsh si no se lo hubiera impedido una
emboscada (de la que formaba parte la misma cita que lo llevó
a la muerte). Sea. Al mismo tiempo, toda otra dirección no
puede ser sino imaginaria y de lo que se trata, en todo caso, es
de llevar la pregunta hasta sus últimas consecuencias, en todas
las direcciones posibles, para poder decidir la respuesta que
nos gustaría balbucear.
Abandonar el límite… abandonar la angustia por el
límite… abandonar la busca desesperanzada de un umbral.
Como ya lo habían insinuado otros: aunque encontremos ese
umbral lo que es seguro es que la puerta permanecerá cerrada.
No soñar el cielo, un más allá; sencillamente hacerlo, acá.
Si bien es cierto que difícilmente podría describirse a
Walsh como un intelectual benjaminiano, le cuadra bien la
sentencia de las “Tesis de filosofía de la historia” según la cual
“articular históricamente el pasado no significa conocerlo
‘como verdaderamente ha sido’ sino adueñarse de un recuerdo
tal como este relampaguea en un instante de peligro”.
Si se relee con detenimiento la obra de Walsh se
comprenderá que hay una unidad en la multiplicidad aparente
que la constituye (¿pero, una vez más, hay manera de dar el
salto de la multiplicidad a la unidad sin perderse en los
laberintos de la angustia?): todos y cada uno de sus textos,
desde los cuentos de Un kilo de oro y Los oficios terrestres
hasta la “Carta abierta a la Junta Militar” –pasando, claro, por
Operación Masa cre, Rosendo y las investigaciones
etnográficas que publicó en las revistas de moda– llevan la
marca del instante de peligro.
De hecho, sería hacer poca justicia para con la intensidad
de una vida que no se privó de una extrema sensibilidad en
relación con los vientos de la historia, fijar su sentido en el
instante en el que la muerte golpeó su puerta. Ningún martirio
dice otra verdad que el triunfo irrefutable de la muerte. Mejor
es pensar que la historia relampaguea en un instante de peligro
en todas y en cada una de las piezas del archivo Walsh (esa es
la luz que les reconocemos) y que es la capacidad para detectar
esos instantes, y para imaginarlos como textos, lo que permite
medir el tamaño de la esperanza walshiana.
El Mesías viene no solo como Redentor, sino también
como vencedor del Anticristo. Solo tienen derecho a encender
en el pasado la chispa de la esperanza aquellos traspasados por
la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del
enemigo, si este vence.

En el Instituto de Filología tomábamos el té con Silvia


Delpy, Meneca Romanos, Alicia Parodi. Un día tuve que
intervenir en defensa de lo que en esas reuniones se llamaba
“El Circo Básico”.
8. EL CICLO BÁSICO COMÚN.
LEOPOLDO SOSA PUJATO, ELVIRA
ARNOUX

Vuelvo a 1982. Cuando yo todavía no trabajaba en Ediciones


de la Flor, Delfina Muschietti comenzó a dar clases en un
profesorado privado de la calle Montevideo. Entre sus
compañeros de trabajo estaban Renata RoccoCuzzi, Elvira
Arnoux, Leopoldo Sosa Pujato. Por Renata Rocco-Cuzzi
(quien años después se convertiría en pariente temporaria
nuestra, gracias a una relación amorosa con el hermano de
Delfina, Ulicho) conocí a Mónica Tamborenea, la protagonista
de la novela de Matilde Sánchez, El desperdicio, a Adriana
Rodríguez Pérsico, a Raúl Antelo, a Matilde Sánchez.

Leopoldo Sosa Pujato era profesor de historia. Me dejé


seducir instantáneamente por su encanto. Dos años después,
Leopoldo fue el primer director del Centro Cultural Ricardo
Rojas (1984), un lugar completamente fuera de todos los
circuitos del arte, la literatura, la música, la cultura, un poco
como lo había sido antes el Parakultural, pero esta vez, ¡en el
contexto de una rancia institución como la Universidad de
Buenos Aires! Leopoldo, que además de tener formación
histórica era un provocador cultural, supo hacer de ese lugar
un centro ineludible en el mapa estético de Buenos Aires.
No estuvo solo, por cierto. Lo acompañaron muchas
personas. Después de su muerte prematura lo sucedieron otros
políticos que solo por haber estado al frente del Rojas (aun
cuando no demostraron ninguna otra capacidad que dejar que
el espíritu de Leopoldo obrara por inercia) hicieron carreras
que fulguraron como relámpagos y que se extinguieron como
el trueno. El Rojas siempre fue un poco amorfo, un laboratorio
de las diferencias: en un piso, Vivi Tellas podía estar
ensayando una de las obras de su ciclo mientras en otro un
grupo de poetas competía con la música de tambores que
animaba, seguramente, una reunión de taller de murga o cosa
semejante. Y en la galería había una inauguración. Y hacía
mucho calor o mucho frío y los equipos de audio funcionaban
seguramente mal pero a nadie le importaba.

Para una ciudad tan constipada como Buenos Aires,


encontrarse de pronto con un Centro Cultural por el que
desfilaban a la vez lo más exquisito de las artes
contemporáneas y las supercherías de la aromaterapia fue tan
escandaloso como el encuentro entre Horacio Oliveira y
Berthe Trépat, en un memorable capítulo de Rayuela. Solo que
llegábamos tarde a ese banquete de las equivalencias puras
entre una cosa y cualquier otra. Independientemente de lo que
nos pareciera, a esa altura de la historia (Leopoldo lo
comprendió muy bien), el Rojas nos era necesario.
Fui varias veces al cine en el Rojas (durante la Dictadura
habíamos gastado las butacas de la Lugones y de la Hebraica).
También al teatro, y a varias muestras de artes visuales. Estuve
en aulas pequeñas y grandes auditorios. Aprendí cosas y
enseñé algunas otras. Leí un par de veces lo que estaba
escribiendo para audiencias que parecían inmóviles, siempre
las mismas, aun cuando yo sabía que no era así y que ese
efecto de congelación estaba dado sobre todo por la gran
velocidad de sus movimientos. Como los movimientos de un
afectado de touretismo, los movimientos de las audiencias del
Rojas (o, lo que es lo mismo, sus deseos, sus necesidades: lo
que las mueve) son infinitesimales e inconmensurables. Un
cambio constante.
Asocio al Rojas los nombres de otras personas que quiero
y que respeto: María Moreno, Daniel Molina, Fernando Noy,
Jorge Gumier Maier, Alberto Goldenstein, Rubén
Szuchmacher, César Aira, Arturo Carrera, Josefina Ludmer.
“Rojas” no quiere decir nada sin lo que ellos hicieron. En
realidad, sin el trabajo de todos los que trabajaron y trabajan
en el Rojas, porque la lista de nombres es infinita y si yo solo
cito algunos pocos es por desmemoria y no por otras razones.

Están los que dan cursos para la tercera edad, los que van a
las cárceles, los que dan talleres de cualquier cosa (y también
los que los toman). En los ochenta, el Rojas, más que un
mundo entero, era una galaxia que proliferaba. Y a veces esa
proliferación asustaba y fastidiaba a cierta gente, con razones
justas. Yo mismo suelo ser bastante escéptico en relación con
una oferta cultural que superpone al mismo tiempo cursos de
ikebana, maratones pianísticas, clásicos del cine ruso,
exhibiciones de capoeira y un congreso hiperespecializado al
que vienen invitados de todo el mundo. Pero con ese estilo, el
Rojas consiguió dejar una marca insoslayable en la cultura de
Buenos Aires de los años ochenta y noventa y no conozco otra
institución que haya distribuido tanto saber tan
indiscriminadamente. En 1988, César Aira dio sus
conferencias sobre Copi. En 1996, haría lo propio con
Alejandra Pizarnik.
El Rojas era así porque, sin duda, estaba habitado por
muchas voces de fantasmas. Y es así, sobre todo, quiero creer,
porque sigue bajo el influjo del encanto de Leopoldo. El Rojas
tendrá siempre la mitad de mi edad. Y esa mitad de mi vida no
habría sido la misma sin el influjo de ese excéntrico lugar más
allá de Callao.

Leopoldo nos enseñó (a quienes no habíamos vivido el Di


Tella, ni la Facultad de la calle Viamonte) a leer una
sensibilidad, un clima y a crear un ambiente. Al mismo tiempo
que planeábamos el futuro, nos entregábamos a la vida
mundana. Que eso sucediera en una institución como la
Universidad de Buenos Aires tenía que ver con una vasta
política de restauración, de la cual fue también una parte
importantísima el Ciclo Básico Común.
*
Alguna vez Elvira Arnoux me dijo: “las tres personas que más
saben de Lingüística en Argentina somos Lavandera, María
Luisa Freyre y yo”. A Beatriz Lavandera la conocí poco y
nada, pero había sido alumno de María Luisa y podía acordar
con ella en ese punto. Eso me permitía aceptar su
autoevaluación como verosímil y la dejé en suspenso hasta que
pude suscribirla.

Elvira había dirigido durante la Dictadura para Editorial


Hachette una colección de teoría lingüística y literaria. Allí
apareció el manual de Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano,
Literatura/Sociedad, como ya he dicho. También libros de
Dominique Maingueneau, y uno delicioso de Joseph Courtes
en 1980 (Introducción a la semiótica narrativa y discursiva:
metodología y aplica ción, con estudio preliminar de A. J.
Greimas y traducido por Sara Vasallo, hermana de Isabel, mi
profesora de Teoría Literaria en el Instituto), que formó parte
de mis bibliografías obligatorias.
Cuando la conocimos en una cena de fin de año, cerca de
la navidad de 1982, Elvira nos miró con curiosidad y le dijo a
Delfina que ella había trabajado, en la década del setenta
(antes de la Dictadura) con el Coronel Muschietti en unos
programas de urbanización de villas miseria. El Coronel Ulises
Muschietti era, en efecto, el padre de Delfina, historiador de
carrera. Se había divorciado de su madre, Didí, lo que congeló
su progreso en el escalafón y le evitó la amargura de sufrir en
carne propia la transformación de las Fuerzas Armadas en una
jauría asesina y metódica.
Elvira recordaba con cariño al Coronel Muschietti y se
alegró de poder recordar su juventud con nosotros. Para mí
significó (no en el momento en que me enteré de la relación,
pero poco después) la certeza de que había un diagrama
secreto al que yo estaba atado sin saberlo: de Córdoba, mis
padres se mudaron a Buenos Aires, primero, y después a
Olivos. Me mandaron a un colegio de Villa Ballester donde
una profesora, Jessie Weiss, me recomendó que fuera de
oyente a los cursos de la Facultad de Filosofía y Letras (cosa
que no hice) y otra profesora, María Inés Fernández, me
recomendó que fuera a la Biblioteca Popular de Martínez
(donde ella vivía). Allí conocí a Delfina Muschietti y a su
familia, lo que me abrió las puertas del Profesorado y el
conocimiento de Enrique Pezzoni y de Elvira. Pero, por otro
lado, el Coronel Muschietti (el nombre) se plegaba con el de
Elvira Arnoux en una eterna trenza dorada –por supuesto,
todos leíamos, por esos años, Gödel, Escher, Bach (1979) de
Hofstadter–. Y Elvira había editado a Beatriz Sarlo. Y Beatriz
Sarlo me había recomendado a Daniel Divinsky. Y gracias a
Daniel Divinsky había conocido a Arturo Carrera, etc.

Elvira se incorporó al plantel docente del Profesorado


cuando Maria Luisa Freyre se fue a trabajar a La Plata (no fue,
sin embargo, mi maestra en esas circunstancias, porque yo ya
había cursado las materias del área lingüística). Al mismo
tiempo, se metió de lleno en la reforma universitaria que iba a
dar, a partir de 1984, uno de sus mejores frutos: el Ciclo
Básico Común.
Elvira me convocó para que trabajara en el CBC (el “Circo
Básico” tan mal visto en Filología, nunca entendí por qué).
Hablé con Anita Barrenechea del asunto. Prácticamente me
prohibió que aceptara ese ofrecimiento porque iba a distraerme
de lo que yo verdaderamente tenía que hacer (prepararme para
un doctorado que alguna vez habría de comenzar, cuando los
reglamentos de la UBA se modificaran). Por supuesto, Anita
tenía razón (nunca conseguí doctorarme), pero desoí su
consejo y me dejé seducir por la potencia imparable de la
máquina Elvira.
Conviene marcar un corte con la espada de la lengua, para
poder, después, seguir la huella de esa herida en el paisaje (la
escritura es como un sendero apenas perceptible en la selva
oscura, Holzweg):

Sombra terrible de Elvira, vengo a a evocarte para que te levantes a


explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las
entrañas de un noble pueblo. Tú posees el secreto: revélanoslo.
A mis veinticinco años yo creía que lo sabía casi todo (si algo
se me escapaba era porque no me importaba). Elvira había
armado un programa de Semiología para el Ciclo Básico
Común y había negociado con las diferentes unidades
académicas de la Universidad de Buenos Aires quiénes
deberían cursar la materia Semiología. Resultado de su pericia
política fue que carreras muy masivas tenían que hacer esa
materia obligatoriamente (entre ellas, la novísima
Comunicación Social, que concitaba la atención masiva de los
pospúberes de entonces), lo que implicaba formar hordas de
docentes en una disciplina con poca tradición pedagógica.
El método de Elvira fue sencillo: teníamos reuniones
semanales de cátedra (mientras alcanzara el espacio, que
pronto se volvió escaso) para preparar los temas. Ella,
mientras tanto, con un equipo de colaboradores (Daniel
Romero, Bertha Zamudio) elaboraba unos cuadernillos con
fragmentos de bibliografía para que leyeran los alumnos.
Empezábamos con Saussure, seguíamos con Prieto, luego con
Peirce. Pasábamos a Benveniste, a Barthes, a Halliday, a
Eliseo Verón y Oscar Masotta… El aparato teórico de Elvira
(Narvaja de nacimiento, Arnoux por matrimonio) era
básicamente francés. Bertha y Daniel acercaban autores de
otras latitudes.
Además de la teoría (que equivalía a una segunda carrera
completa), Elvira seleccionaba fragmentos de discurso político
porque se trataba, después de tantos años de barbarie, de
recuperar la relación con la palabra política. La cátedra de
Semiología, que crecía a pasos agigantados día a día, incluía a
sectores de izquierda radical (entre los que me contaba),
peronistas y, sobre todo, radicales de la Franja Morada, donde
el proyecto del CBC había nacido, pero que nosotros
despreciábamos (uno de mis grandes arrepentimientos fue
nunca haber siquiera acompañado los moderados sueños del
alfonsinismo). Las reuniones eran, pues, una mezcla de
discusión intelectual y asamblea (más de una vez volaron
monedazos).
Elvira era implacable: nos obligaba a estudiar de sol a sol y
a dar cuenta de nuestros aprendizajes públicamente (no había
Internet, y todo se estudiaba de libros o fotocopias; los
originales para los cuadernillos de semiología se hacían con
tijera y plasticola). Confiaba en nosotros, pero al mismo
tiempo, no nos dejaba escapatoria posible. Una vez, porque yo
le dije que la noción de “campo, tenor y modo” era
inenseñable (incomprensible, pero además inútil) me contestó,
delante de la cátedra entera: “los herejes no pueden predicar el
evangelio”. Renové mis esfuerzos para ganarme su respeto
(cosa que siempre había hecho con mis maestros y, por eso,
siempre fui buen alumno: pobre, enfermizo y responsable).
Nuestra tarea era, más que alfabetizadora, evangelizadora:
íbamos a marcar un antes y un después. Que todavía la gente
se niegue a reconocer la importancia de esa experiencia solo
demuestra su propia mezquindad. Yo trabajé todo lo que pude
en Semiología. Tuve a mi cargo una sede, dicté teóricos los
días sábados para los alumnos y docentes. El equipo de trabajo
que se formó fue tan extraordinario que la mitad de las
personas que trabajan hoy conmigo vienen de aquellos años
difíciles de igualar en intensidad y en potencia formativa.
Con Enrique había aprendido a leer la literatura como
texto. Con Beatriz había aprendido a leer la literatura como
institución. Con Elvira aprendí a leer la literatura como
formación discursiva (ella me hizo leer a Foucault por primera
vez, ella puso ante mis ojos la noción de episteme, la de
archivo, la de enunciación, ella me confrontó con la “Lección
de escritura” de LéviStrauss por primera vez). Además, dotó a
nuestra práctica de un sentido político muy preciso: se trataba
de preparar alumnos para las carreras universitarias, enseñarles
competencias que durante la Dictadura habían sido
secuestradas junto con los cuerpos. Sosteníamos la memoria
de la izquierda latinoamericana (Bolívar, Martí, Mariátegui,
Castro, Velasco Alvarado). Leíamos manifiestos, poemas,
propaganda política, publicidad.

Lo que Elvira nos enseñaba era que las palabras seguirían


siendo libres (y los lectores con ellas) en los textos que
enseñábamos a leer (a experimentar). Al mismo tiempo, lo que
hacíamos tenía que derramar sus iluminaciones sobre la
escuela media (en esa estela, hice mis libros para la escuela
secundaria).
Uno de los objetivos de la escuela (porque forma
ciudadanía) es integrar al pueblo a la Nación. Pero “pueblo” es
una noción ambivalente, un término que divide (porque su
significado es doble). Cualquier interpretación del significado
político del término “pueblo” debe partir del hecho singular de
que, en las lenguas europeas modernas, siempre indica
también a los pobres, los desheredados y los excluidos. Un
mismo término designa, pues, tanto al sujeto político
constitutivo como a la clase que, de hecho si no de derecho,
está excluida de la política (sigo a Giorgio Agamben en El
tiempo que resta). En el primer caso, una inclusión que
pretende no dejar nada afuera, en el segundo una exclusión
que se sabe sin esperanzas. Lo que se ve es la no coincidencia,
la lucha intestina entre Pueblo y pueblo. El pueblo es más bien
lo que no puede jamás coincidir consigo mismo. Es en ese
hiato o en ese pliegue donde enseñamos lo que aprendimos de
Elvira, de Beatriz, de Enrique.

Cuando Enrique Pezzoni se enfermó (creo que estuvo mal


atendido, creo que no debió morirse cuando murió, en 1989)
yo lo visitaba, y le leía páginas que ninguno de los dos
entendía del Seminario sobre “La carta robada” (yo porque
era muy ignorante y estaba aterrado, él porque su cabeza
brillante ya estaba un poco deshecha). Enrique se desesperaba
en esas últimas semanas porque, me decía, había sido muy
feliz toda su vida y no entendía lo que le estaba pasando.
Apenas nos dejó decidí que no quería quedarme trabajando en
su cátedra (hablaré de eso más adelante) porque no iba a poder
tolerar el dolor de su ausencia.
Todos recuerdan ese hermoso pasaje del Seminario so bre
“La carta robada” (1955) que encabeza los Escritos en el que,
para explicar determinados principios sobre el inconsciente y
la intervención analítica, Jacques Lacan recurre a una
parábola, la del niño que, jugando con la astucia de la razón
(del otro) adivina una y otra vez si una cantidad determinada
de bolitas es par o impar.
En principio, Lacan define allí la intervención analí tica,
que es un modo de entender la lectura (un modo propiamente
experimental de leer las palabras del otro), como una práctica
radicalmente diferente de la descrip ción (patrimonio de la
psiquiatría y la psicología conductista) y de la interpretación
(regla dorada de las corrientes posfreudianas con las que
Lacan se enfrenta). El “retorno a Freud” no sería sino el
rechazo simultáneo de la descripción y de la interpretación
como formas de lectura.
La lectura de la que estoy hablando (y que constituye un
régimen de producción de sentido), limita con la des cripción
y con la interpretación y no debería confundirse ni con una ni
con otra. Las razones son más o menos evidentes pero de
todos modos me detendré en ellas porque permitirán interrogar
el modo en que leía el propio Lacan, cómo allí donde alguien
había dicho “Se sorprenderán cuando sepan lo que vamos a
decir” (Freud), él pudo escuchar “No saben que nosotros les
traemos la peste”, que es, finalmente, la misma pregunta que
sobrevive todavía en el texto de Borges y que, en última
instancia, nos interpela.
Podríamos comenzar cardinalizando los lugares de los que
hablamos, antes de llegar al texto lacaniano que me importa
recuperar. El sujeto lee un objeto. Llamemos 1 al objeto; 2 al
sujeto; 3 a la relación entre sujeto y objeto: lo que llamamos
lectura es solo la puesta en correlación de dos series de
sentido, una inherente al objeto y otra inherente al sujeto
(¿acaso la escucha es otra cosa?). Si lo que aparece es solo la
serie de sentidos “que viene” del objeto y solo del objeto,
estamos ante una descripción. Si lo que se impone es la serie
de sentidos del sujeto (paradigmáticamente, el “Extracto de
una neurosis infantil” de 1918, la fascinante invención
freudiana sobre “El hombre de los lobos”), estamos ante una
interpretación. No se trata de “descalificar” la descripción (el
1) y la interpretación (el 2), sino sencillamente de declararlas
los límites de la lectura (el 3).
La primera reflexión moderna sobre el estatuto y la
ontología de los signos (como quien dice, la primera
semiología moderna) fue formulada por Charles Sanders
Peirce a fines del siglo xix. Peirce definía (en sus Collected
Papers incluidos en Obra lógicosemió tica) diferentes “modos
de ser” de los signos: hablaba de “Primeridad”, “Segundidad”
y “Terceridad”. La “Primeridad” (el 1 en nuestro esquema) “es
el modo de ser que consiste en que el sujeto es definidamente
lo que es, al margen de cualquier otra cosa”. Eso solo puede
ser una posibilidad, dice Peirce, ya que nada puede ser en sí
mismo sino en relación con otro (“Pues hasta tanto las cosas
no actúen una sobre otra, carece de sentido afirmar que tienen
un ser, a menos que sean tales que tal vez puedan entrar en
relación con otros”). “El modo de ser de un color rojo, antes
aún de que cualquier cosa en el universo fuera roja”, dice
Peirce, es una “Primeridad”. Y continúa:

Ponga su hombro contra una puerta y trate de abrirla por la fuerza, enfrentando
una resistencia invisible, silenciosa y desconocida. Tenemos una conciencia
bilateral de esfuerzo y resistencia … En su conjunto, estimo que en este caso
se trata de un modo de ser de un objeto que consiste en cómo es un segundo
objeto. Lo designo como Segundidad.

Esa resistencia al (o del) sujeto es lo que Peirce denomina


“Segundidad” y es por eso que nosotros decimos que la
lectura, necesariamente, surgirá de la confrontación de dos
series de sentido. De esa confrontación, de esa resistencia,
surgirá la relación, la “Terceridad”:

Por tercero entiendo el medio o enlace colectivo entre el primero y el último


absoluto. El comienzo es primero, el fin segundo, y el medio tercero … El hilo
de la vida es un tercero; el destino que la corta, su segundo. Una bifurcación
en un camino es un tercero; supone tres caminos. El camino recto, considerado
simplemente como una conexión entre dos lugares, es segundo; en la medida
en que implique pasar a través de lugares intermedios es un tercero …
Es difícil que transcurran cinco minutos de nuestra vida en vigilia sin que
efectuemos algún tipo de predicción, y en la mayor parte de los casos tales
predicciones se cumplen en el evento. No obstante, una predicción es, en lo
esencial, de naturaleza general, y nunca se puede cumplir de una manera
completa. Afirmar que una predicción posee una decidida tendencia a
cumplirse, equivale a afirmar que en cierta medida los eventos futuros están
regidos realmente por una ley. Si al tirar un par de dados aparece un seis, cinco
veces de corrido, se trata de una mera uniformidad. Podría ocurrir que los
dados dieran fortuitamente un seis, mil veces de corrido, pero eso no brindaría
la menor seguridad de predecir que aparecería un seis la próxima vez. Si la
predicción tiene tendencia a ser cumplida, debe ocurrir que los eventos futuros
tienden a adaptarse a una regla general. … Una regla a la cual los eventos
futuros tienden a adaptarse constituye ipso facto algo importante, un elemento
importante en el acontecer de tales eventos. Este modo de ser que consiste …
en el hecho de que los hechos futuros de la Segundidad asumirán un
determinado carácter general, lo llamo una Terceridad.

He aquí, por lo tanto, lo que yo entendía por entonces como


lectura: el 3. Los eventos de una serie azarosa (hay que
subrayar este rasgo presente ya en la argumentación de Peirce)
adquieren un sentido (y se vuelven predecibles) porque se
adaptan a una regla general, como quien dice una ley: la ley
de la Terceridad.
Antes de seguir este hilo pitagórico, un desvío en relación
con determinadas prácticas estéticas. El surrealismo se
propuso resolver una de las grandes utopías modernistas,
aquella que se refiere a la continuidad entre práctica estética y
praxis vital: el surrealismo como una teoría de la experiencia.
En su intención declarada de transformar la vida, el
surrealismo encuentra su programa revolucionario. En cuanto
al método de composición o teoría del texto que sostiene,
todos los análisis han insistido en la importancia del montaje y
la escritura automática para producir lo impensado, lo no
subjetivado. La utopía surrealista es la de un arte objetivo (y,
por eso mismo, al alcance de todos).

Entre 1919 y 1921 Breton y Soupault se entregaron al que


sería el primer experimento de escritura automática. Se nos
cuenta que, sentados en una habitación a oscuras procurando
conseguir un estado de trance, Breton y Soupault escribían lo
primero que a sus mentes acudía, y durante dos años se
dedicaron a estos ejercicios que dieron como resultado el libro
Los campos magnéticos. Se trate de estos trances o de los
“cadáveres exquisitos” aplicados a la composición de poemas,
la escritura surrealista aparece dominada por el imperativo del
automatismo, la garantía que liberaría al proceso de escritura
de todo resto de subjetividad (algo de eso había aprendido yo
en mis años de la escuela primaria).

Pero el surrealismo es, además de un método de


composición, una máquina de leer, probablemente la más rica
y productiva del siglo xx, aquella que más lejos llevó la
reformulación del canon. En un bello artículo muy poco
conocido, Jorge Borges escribe:

Los historiadores más alemanes pierden la paz ante esas dinastías de la


variación, del plagio y del fraude; los franceses reducen la historia de la poesía
a las generaciones de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a
Mallarmé, que engendró a Rimbaud, que engendró a Apollinaire, que
engendró a Dadá, que engendró a Breton.

Por muchas razones, ese texto de Borges[2] es genial, pero


sobre todo porque (la tesis de Eliot que Borges reivindica
sostiene la influencia del presente sobre el pasado) lee hacia
atrás el canon (el mito de origen, el mito genealógico) urdido
por el propio surrealismo.
Hay un texto ya bien tardío de Breton que se llama “El la”
(1960), refiriéndose a la nota musical, donde habla sobre la
escritura automática y sobre la pureza necesaria para
garantizar el “buen texto surrealista” (la palabra “soplada”, el
dictado del sueño o el dictado presubjetivo o inconsciente). En
octubre de 1924, cuando se publica el Primer manifiesto
surrealista, Breton propone la escritura como “un monólogo
de emisión tan rápida como sea posible sobre el que el espíritu
del sujeto no pueda abrir ningún juicio”. Desde el primer
manifiesto surrealista hasta “El la”, se trata de afirmar un arte
objetivo cuya eficacia viene garantizada solo por la aplicación
de un método (de composición o de lectura).

Los documentos surrealistas resuelven la articulación entre


arte y vida por la vía de la escritura como mero informe o
protocolo o registro de una experiencia y es en ese sentido que
los textos surrealistas producen una radical y nueva manera de
articular arte y vida (diferente de la vía de la representación).
Volviendo por un instante a Peirce y su lógica de los signos,
podríamos decir que los surrealistas proponen un arte que
funcione como índice puro, y no como símbolo. Ninguna
interpretación, pues, sería posible en este contexto, porque
precisamente de lo que se trata es de eliminar de la lectura la
presencia del sujeto. El sentido debe liberarse, pues, de la
tiranía del sujeto (el 2) pero sin que por eso se lo considere una
“propiedad” del objeto (el 1), que fue lo que la filología
sostuvo durante su largo reinado.
El nombre del proceso que permite producir estos hechos
que los textos documentan es el azar objetivo, que permite
producir hechos-documentos, hechos-informes, hechos-
protocolos. La aporía surrealista (una disciplina de la
revolución total), sin embargo, está atada al carácter moral de
su práctica (César Aira ha reflexionado con particular agudeza
sobre esta contradicción moral del surrealismo en su Pizarnik).
La necesidad de una “conciencia vigilante” que garantice la
objetividad del arte (a través de la recta aplicación del método
de composición y de lectura que el surrealismo pretende
imponer al mundo) es precisamente lo que precipita las crisis
del movimiento, las expulsiones y las desafiliaciones.

Como ha señalado Raúl Antelo, podría entenderse la


confluencia de un grupo de disidentes surrealistas y los
“acefálicos” del Colegio de Sociología (Bataille, Caillois),
como el intento por construir una teoría que pueda dar cuenta
del agotamiento de la experiencia. Los acefálicos pretenden
huir de la teoría del encuentro fortuito e impugnar la
experiencia como mera vivencia.
En 1933, Jacques Lacan ya había publicado De la psi cosis
paranoica y de sus relaciones con la personalidad
(inmediatamente saludada como una obra maestra por René
Crevel y Salvador Dalí, entre otros; ignorada por Freud) y
algunos artículos en la revista Minotaure, en la que Dalí
anticipa fragmentos de El mito trágico de “El Angelus” de
Millet, probablemente el más fascinante y riguroso ejercicio de
lectura surrealista (publicado en forma de libro recién en 1963
a partir del manuscrito original de Dalí, que se había perdido
en 1941). La primera edición en castellano es de 1978
(Tusquets) y creo que se corresponde bien con el espíritu de
aquellos años.
Dalí, que había seguido muy de cerca las hipótesis de
Lacan (“El problema del estilo y las formas paranoicas de la
experiencia”, muy influyente en su perspectiva, apareció en
Minotaure), propone un método paranoico-crítico para leer
imágenes triviales. Al mismo tiempo que Lacan piensa que la
cura psiconalítica debía parecerse a una paranoia dirigida, Dalí
propone un método de lectura paranoico experimental capaz
de devolver a las imágenes más estereotipadas el sentido que
han perdido.
La exposición de los fenómenos delirantes que
desencadenan el deseo de sentido de Dalí constituyen una
serie. Esa serie se analiza como serie, y el sentido surge de la
serie en su totalidad. El Angelus de Millet no tiene el sentido
que Dalí encuentra en él; el sentido está en la serie. Sin
apartarse del todo de los dictados de André Breton (la serie le
viene, en efecto, “soplada”), Dalí construye una teoría del
sentido radicalmente nueva. Dice:

Incluso suponiendo que apartemos la hipótesis de la intervención de ese azar


objetivo, nada puede impedir la formación de la hipótesis más grave aún (yo
subrayo) según la cual la asociación sistemática, producto de la potencia
paranoica, sería hasta cierto punto una actividad productora de “azar objetivo”.

Si me he detenido en la exposición de algunos “pormenores


lacónicos” de larga proyección sintáctica en “mi vida” es
precisamente porque la lógica que los suelda es la del “azar
objetivo”.
Para que haya objetividad, dice Dalí, debe haber serie. El
sentido está ahí, desplazándose en la serie, y no es inmanente
al objeto mismo pero tampoco viene de la conciencia del
intérprete (a la que, más bien, se impone por azar y coacción).
La serie no tiene principio clasificatorio, por eso la serie
puede agrupar elementos heterogéneos y, sobre todo, la serie
está regida por el azar y la coacción. Si la modernidad del
siglo xix puede definirse como una máquina estatal generadora
de colecciones (museos, pinacotecas, parques botánicos,
parques zoológicos), la modernidad del siglo xx se opone a la
colección (y a la lógica del principio clasificatorio) por la vía
de la serie. El minotauro, ese espacio imaginario que convoca
y contiene tanto a Dalí como a Lacan a comienzos de la
década del treinta, es un monstruo, algo fuera del principio
clasificatorio, fuera de colección, un freak, un alien, el octavo
pasajero.
Lo que está haciendo Dalí es sembrando la peste (la peste
que Lacan creyó oír que Freud había llevado a Estados Unidos
en 1909): detrás de cada imagen, por más convencional que
parezca, hay una turbia historia de “sexualidad no
multiplicativa”. La puesta en discurso de ese relato requiere la
construcción de una serie dominada por la coacción y el azar,
lo que eliminaría todo resto de subjetividad del intérprete.

¿Cómo conciliar esa fuerza, esa furia, esa peste, con el


afecto miserable, tranquilo, insípido, imbécil, estereotipado del
Angelus de Millet? Se trata de liberar a las imágenes de la
insignificancia; se trata de imponer sentido al mundo, a este
cuadro. Una vez armada la serie, la imagen se analiza como un
relato en tres tiempos. Primero: el hijo en estado de erección.
Segundo: el hijo efectúa con su madre el coito por detrás (La
carretilla de carne). Tercero: la hembra devora al macho
después del acoplamiento.

De modo que la lectura, en el método propuesto por Dalí,


libera al sentido de la tiranía del sujeto pero, a la vez, lo
descoloca como propiedad inmanente del objeto. Para que
haya sentido, vuelvo a Peirce, debe haber una relación. Pero
además, Peirce quería que la lectura fuera predictiva, para lo
cual se vuelve necesaria la notación de regularidades.
Para demostrar que hay regularidades, aun en la serie más
salvajemente dominada por el azar, Lacan propone, en el
Seminario sobre “La carta robada” un truco de magia que
sirve para demostrar que siempre hay series de sentido y que,
en todo caso, siempre se pueden encontrar regularidades. Un
texto es cualquier secuencia orde nada de enunciados. El texto
más primitivo, el que contenga menos información, será un
texto formado solamente por dos opciones, un sistema binario
de significación. Ese texto “representa”, por ejemplo, una serie
de tiradas de monedas al aire y cómo la moneda cayó al suelo
(cara o cruz).
He aquí ese texto:

++++++++++++++++++++
¿Cómo leerlo?¿Qué regularidades podrían encontrarse allí?
¿Qué predicciones formular en relación con esa serie de
eventos? Para resolver el enigma, Lacan propone
“redenominar” la serie, conservando la secuencia. Lacan
decide reagrupar los significantes en grupos de a tres
(operación nada inocente, pero en la que no quiero detenerme
ahora). Cuando esos tres significantes dibujen una “simetría de
la identidad” (—o +++) el grupo llevará la denominación 1. Si
se trata de una “simetría de la alternancia” (+-+ o -+-)
entonces llevará la denominación 3. Cualquiera de las cuatro
formas de asimetría llevará la denominación 2. Redenominada,
la serie se escribe como:
12332233333222221122232221112212
3211
Más allá de los nombres (¿pero hay un más allá de los
nombres?) los eventos que “describe” siguen siendo los
mismos. ¿Hay ahora regularidad? ¿Se puede predecir el azar?
Por supuesto: nunca hay un 3 al lado de un 1. Siempre habrá,
entre un 1 y un 3, una cantidad de números 2. Si esa cantidad
es par, la serie continúa de un modo, si esa cantidad es impar,
la serie continúa de otro modo. Así, hasta el infinito.
En este texto ejemplar y brutalmente dominado por el azar,
el sentido (la regularidad, la regla, la capacidad predictiva)
aparece porque hay serie (cosa que Dalí ya había demostrado)
y, además, porque hay redenomina ción. La lectura como
correlación de series de sentido (el orden de los signos está en
el objeto, la redenominación es una mínima intervención
subjetiva) permite que el sentido aparezca objetivamente, sin
que intervenga actividad interpretativa alguna.

Primero está el “momento delirante inicial”, el rapto, la


paranoia, el deseo de sentido (se trate de una tirada de dados,
una tirada de monedas, una imagen trivial o una “vida”, la
mía); la paranoia produce azar objetivo, luego se arman las
series (coactivas) de significantes. El sentido se desplaza a lo
largo de la serie. Para poder predecir algo sobre el
comportamiento de la serie, y dado que lo Real es tan
imposible como la Primeridad, debemos pasar de la relación
meramente imaginaria (el 2) con el texto, a lo simbólico (el 3),
es decir: redenominar, cortar, escandir, puntuar de nuevo la
secuencia.
Toda carta llega siempre a destino, que es como decir que
todos los textos (incluso “El texto de la vida. La vida como
texto”: Roland Barthes por Roland Barthes) pueden ser leídos
o que encontrarán una serie en relación con la cual su sentido
aparezca. El problema, hoy, es ver quién se atreverá a abrir ese
sobre que trae recuerdos de la peste.
9. EL TRABAJO PEDAGÓGICO.
LOS COMPAÑEROS

¿Cuáles son los trabajos que desempeña un humanista del


Tercer Mundo a lo largo de su vida? La carrera académica es
una opción que a mí se me presentó desde un principio pero
con la que nunca estuve del todo satisfecho, lo que me obligó a
sostener también otros emplazamientos laborales (mis
maestros de lectura, por otro lado, habían hecho lo mismo:
Beatriz en el Centro Editor de América Latina, Enrique en
Editorial Sudamericana, Elvira en Hachette y en el Liceo
Francés, donde dio clases hasta que sus hijos terminaron sus
estudios).
Mi paso por la escuela secundaria terminó con un
gigantesco ruido de fracaso. En el relato “La muerte de la
emperatriz de la China” (esto lo aprendí de Enrique), Rubén
Darío hace que un escultor oiga “un gran ruido de fracaso en
el recinto de su taller” provocado por su mujer, quien, por
celos, rompe una estatuilla que el escultor atesoraba. La frase
solo se comprende del todo si se recuerda que fracas, en
francés, significa estrépito y fracasser es romper con
violencia. El “fracaso” dariano es un galicismo y la frase
“ruido de fracaso”, en este contexto, equivale a “Rey de
Reyes”, que se suma a los sentidos más obvios, pero sin
cancelarlos del todo: ruido de rotura y violento fracaso de la
idolatría (callejón sin salida de las religiones, pero también de
las políticas).

Durante la década del ochenta di clases de literatura y


también talleres de comunicación y periodismo, experiencias
de la que dan cuenta mis libros escolares (el Comu nicólogo,
los Literator). En estos últimos puse al objeto “literatura” en
relación con un contexto de aprendizaje determinado: la
escuela media y, en particular, los cursos de bachillerato que,
por entonces, incluían dos cursos de literatura (uno destinado a
la literatura española y otro a la literatura argentina e
hispanoamericana).

Mis libros trataron de transformar un poco ese paradigma


proponiendo un curso sobre literaturas europeas y otro curso
sobre literaturas americanas. Escribí (es decir: armé, “edité”)
Literator IV y Literator V (antologías de textos organizados
temáticamente, con actividades y cuestionarios ad hoc) en la
mitad del camino de mi vida. Todos los aciertos y los errores
de esos libros tienen que ver con una manera de haber vivido,
con una manera de haber hecho una “carrera académica” y,
fatalmente, con un destino y una época (no existían ni Internet
ni los archivos digitales).
“Literator IV –escribí en el prólogo– resume, ahora que lo
veo, que lo leo terminado, bastante de lo que yo soy, o lo que
es lo mismo: bastante de lo que he leído”. Elegí para esos
libros subtítulos que parodiaban el heroísmo: “el regreso”, “la
batalla final”, porque ya entonces sospechaba el pozo de
barbarie hacia el que nuestras sociedades, que han decidido
prescindir de las “humanidades”, comenzarían a deslizarse con
algarabía.
Puse, como garantía de no estar equivocándome, al menos
heroico de los teóricos de la literatura, Roland Barthes, al
frente del proyecto. Más abajo citaba, para contraponer a esta
actitud, la “actitud Barthes”, a Humpty Dumpty, en su
polémica con Alicia sobre si es mejor recibir regalos de
cumpleaños o de no cumpleaños (las dos citas encontraron, en
este libro, también un lugar, y ya he reproducido esas
palabras). Toda forma de enseñanza de la literatura está
atrapada entre esos dos polos: el dogmatismo cínico de
Humpty Dumpty, y el antidogmatismo utópico de Roland
Barthes.
Se trataba, un poco, de intervenir en un campo devastado
y, por otro lado, de responder a la sostenida demanda de los
docentes con los que me reunía: no sabe mos qué dar a leer.
Procuré que mis libros no solo fueran modernos (por sus
perspectivas), sino adecuados estratégicamente a la
reconstrucción de un campo de saber. Pretendía al mismo
tiempo, tal vez ilusoriamente, que mis libros pedagógicos
encontraran ese mismo lector niño que había sido yo,
dispuesto a leerlo todo a partir de un fragmento que me
revelaba un mundo. Después de todo, una pedagogía eficaz es
también una estrategia de seducción.
Durante veinte años, mis libros fueron agotándose y
pasaron a integrar el depósito de Internet, donde ahora viven
(y de donde son descargados). Siempre me quedé con la idea
de que faltaba algo para completar ese proyecto y,
afortunadamente, el tiempo terminó dándome la razón. En
2015 fui convocado por el Ministerio de Educación de la
Nación: me pidieron un módulo sobre “Aportes de los estudios
literarios a la enseñanza de la alfabetización inicial”, que
constituirá la base de un último libro, destinado este a la
escuela primaria. Como había aceptado que definir la literatura
(el texto) como un “juego del lenguaje” (en el sentido en que
Wittgenstein, lector de Lewis Carroll, le da a esa noción) me
servía para pensar la literatura y los estudios literarios no
como discursos ancilares de la alfabetización, sino como su
norte. Después de todo, se enseña a leer textos. ¿Por qué no
enseñar, desde el comienzo, a leer textos hermosos?

“Rrrrápido rrruedan las rruedas del ferrrocarrrrrril” es un


clásico. Pero también lo es (y tiene los mismos efectos y la
misma fuerza pedagógica) “En el silencio solo se escuchaba
un susurrrrrro de abejas que sonaba”. Vuelvo, sin quererlo, por
coacción teórica, a la dimensión del juego, que es la dimensión
propia de la infancia y de lo imaginario, de la mano,
naturalmente, de mi señorita Celia.
Gracias a esa experiencia en la escuela media, y a los
libros que escribí, pude acceder a un concurso para Profesor
Adjunto en la cátedra “Teoría y práctica de la Comunicación I”
en la Facultad de Ciencias Sociales. Y mucho tiempo después,
incluso, fui convocado para ser Rector de una escuela
secundaria, el General Urquiza Day School (juro que el
nombre es auténtico), al que llegué por intercesión de una
compañera de trabajo en la cátedra de Semiología, Analía
Reale.
El colegio era un escándalo de mal funcionamiento:
carecía de infraestructura y los alumnos eran aprobados
sencillamente porque sus padres pagaban las cuotas
correspondientes. El Ministerio de Educación, en ese entonces,
exigía una cantidad de preceptores por cada tantos alumnos.
Como no había ninguno, yo cometí la temeridad de ofrecerle
ese trabajo a Kiwi Sainz, que había sido alumna mía en la
Facultad de Filosofía y Letras. Nuestra relación, teñida de
tensión sexual, terminó contagiándose a todo el colegio y, al
tiempo que los alumnos comenzaban a reprobar las materias
(porque yo habilité a los profesores a que exigieran lo más que
pudieran), los padres comenzaron a protestar en manada
porque sus hijos se habían enamorado masivamente de Kiwi.
Un año después, el colegio cerraba sus puertas y Kiwi y yo nos
quedábamos sin un trabajo que nos había divertido mucho
hacer, porque, después de todo, siempre habíamos querido
cambiar el mundo y se empieza por lo más a mano,
althusserianamente hablando: la escuela.
En 1997, una alumna aventajada de Literatura del Siglo
XX, me propuso que me asociara con ella para fundar una
revista, magazín literario. Yo había colaborado
esporádicamente con miles de publicaciones y había editado la
sección de cultura de la revista Los Periodistas (que era una
cooperativa de la que participaban Hernán López Echagüe,
Gabriela Borgna, Ulises Muschietti, Oscar González, Daniel
Vilá, Verónica Rímuli, Gustavo Veiga).

Acepté encantado la propuesta de Violeta Weinschelbaum


con la condición de no ser socio, sino empleado, porque mis
asociaciones comerciales habían sido siempre para mí un dolor
de cabeza. Junto con Guido Indij habíamos, alguna vez,
fundado una editorial, La Marca Editora, donde, en principio,
editábamos con formato de libro los cuadernillos que nuestra
pedagogía iba demandándonos (en la cátedra de Semiología y
en la cátedra Literatura del Siglo XX). Como no soy un buen
administrador, terminé cediéndole a Guido la editorial y me
dediqué a aquello para lo cual tenía más talento. Pero el
cartero, como se sabe, llama más de una vez.
Mi trabajo para magazín literario (que era un proyecto que
se formaba a partir de una marca comprada) fue la producción
periodística local. El diseño lo hacía Martín Kovensky. Desde
un comienzo la revista (que era un proyecto totalmente
comercial) iba a ser testeada durante un año. La crisis hizo que
magazín terminara mucho antes, lo que significa que la crisis
había comenzado mucho antes que lo que nosotros
recordamos. A fines de 1997 ya era complicado sostener un
proyecto cultural. Salieron solo seis números.
A diferencia del tipo de pregunta que aprendí a hacerme
cuando leía originales para Ediciones de la Flor, ahora debía
preguntarme cómo leer el presente, representado en el
conjunto de libros que se publican mes a mes, en el estilo de la
primera época de Los Libros. Para magazín literario convoqué
a las personas que habían alguna vez trabajado ya conmigo
pero, como el proyecto era muy ambicioso (se reseñaban como
sesenta libros por número), el pluralismo tenía que ser su clave
(yo no podría convocar a sesenta personas que leyeran lo
mismo que yo en cada libro que se publica).

Un mes después del cierre de magazín literario, Juan Forn


me convocó para que dirigiera Radar libros, según el modelo
que había diseñado Charlie Feiling. A principios de 1998 yo
empecé a trabajar con Juan Forn para Página/12. Durante siete
años edité ese suplemento, con el mismo criterio de la
multiplicación de las voces y las perspectivas. Entre los
colaboradores regulares del suplemento estaban Edgardo
Cozarinsky y Guillermo Saccomanno, María Moreno y José
Pablo Feinmann.
En ese punto el medio, mucho más que el libro, se rige por
la lógica de la caja de resonancias. Lo poco que de Babel había
quedado en magazín (Sergio Chejfec, Luis Chitarroni)
desapareció por completo de Radar li bros donde, además,
había que tener en cuenta una línea editorial que no dependía
de mis gustos o de mis competencias. A Juan Forn lo había
conocido en Planeta, cuando tuve que editar la obra de Walsh
(lo que terminó de liquidar mis fantasías sobre un doctorado,
porque ese material hubiera constituido el grueso de mi tesis).
A los dos nos sorprendió que, siendo tan diferentes,
pudiéramos trabajar con tanta armonía. No éramos amigos,
pensábamos cosas muy distintas, y sin embargo trabajamos
codo a codo editando dos materiales que marcaron una época.
Si bien yo nunca me consideré un periodista, trabajando en los
medios comprendí la lógica de intervención del periodismo
cultural, cuyos misterios aprendí no a desentrañar pero al
menos a acompañar en la redacción de Página/12.

De todos modos, esos pormenores laborales fueron la


institucionalización (incluso la sindicalización) de una forma
de mundanidad que me quedaría vedada para siempre (ya no
puedo ir más a presentaciones de libros), así como la gestión
académica tiende a aniquilar el deseo ético y la curiosidad
estética.
Por fortuna, mi necesidad de alfabetizar y de intervenir en
el presente y el mundo tenía y tiene otros emplazamientos: en
el CBC (entre 1985 y 1994), en la Facultad de Ciencias
Sociales (entre 1994 y 2002), en la Facultad de Filosofía y
Letras (a partir de 1985), en la Universidad de Tres de Febrero
(donde coordino posgrados desde 2011). Al mismo tiempo que
Elvira me convocaba para Semiología, Enrique me ofrecía un
lugar en Teoría y Análisis Literario, su cátedra en la carrera de
Letras, que dirigía, con Jorge Panesi como su asociado y
María Inés Porrúa como su adjunta.

Yo fui testigo de la noche en que Enrique y Jorge se


conocieron (en una cena en lo de Bea Egidy donde estaba
también Alberto Girri), mucho antes de que, entre los dos,
rearmaran el plan de la carrera de Letras y procedieran a la
renovación de su planta docente (tarea complicada porque
había muchas personas que habían alcanzado la regularidad
mediante concursos que, si bien podían considerarse
ilegítimos, eran completamente legales). Durante los primeros
años, las cátedras eran monstruos donde convivían restos de la
Dictadura con quienes volvían a hacerse cargo de sus derechos
históricos o empezaban carreras nuevas. Que hubiera tres
cátedras de Teoría y Análisis Literario (A, B y C) no se debía
tanto a un pluralismo democrático sino a que nadie quería
trabajar con quienes estaban a cargo de las cátedras A y B.
Enrique fundó la C.
Durante la época de oro de la carrera de Letras, durante la
transición democrática, los alumnos podían cursar con Noé
Jitrik, Beatriz Lavandera, Josefina Ludmer, Enrique Pezzoni,
Nicolás Rosa, Beatriz Sarlo, David Viñas, Susana Zanetti…,
por nombrar solo algunos titulares de la carrera. Yo, que tenía
que cumplir cursos de doctorado, hice algunos con José
Sazbón y Félix Schuster, por ejemplo.
En contra de lo que había supuesto, mi paso por la cátedra
de Teoría y Análisis Literario C no fue tan feliz. La cátedra era
ya entonces un nido de víboras, donde se cruzaban las más
irresponsables egolatrías con proyectos pedagógicos y
políticos irreconciliables. Enrique había quedado atrapado en
la política de radicalismo, respecto de la cual no había pasado
nunca de ser un adherente crítico. Sus cursos eran masivos y él
perdía la relación “cuerpo a cuerpo” que le gustaba sostener
con los alumnos que, sin embargo, lo atosigaban como avispas
a la miel. Yo, pese a todo, disfrutaba de mis prácticos. Entre
mis primeros alumnos estuvieron Kiwi, Cecilia Magadán, Juan
Carlos Di Natale y Hernán Ferreirós (que pasaron a trabajar
conmigo en el CBC antes de poner sus inteligencias al servicio
de la Rock & Pop). Enseñábamos, por supuesto, formalismo
ruso, estructuralismo y teoría crítica alemana (el hastío de
Enrique durante un seminario que coordinó sobre la Teoría
estética de Adorno me ha impedido, hasta el día de hoy,
disfrutar de ese libro tenebroso). Por supuesto, ese seminario
era un pálido reflejo de lo que había sido su Seminario en el
Profesorado.
Con Beatriz Sarlo trabajaban quienes habían hecho sus
cursos con ella durante la Dictadura: Renata, Graciela
Montaldo. Con Josefina, quienes habían seguido sus
enseñanzas en esos mismos años: Mónica Tamborenea,
Adriana Pérsico… Alan Pauls nunca tuvo paciencia para la
pedagogía y solo trabajó con Elvira en Semiología durante un
cuatrimestre (juntos y acompañados por uno de los personajes
de sus novelas, Analía Reale, hicimos un video sobre el
discurso publicitario). A diferencia de Semiología, ninguna de
esas cátedras consiguió constituirse en un equipo de trabajo y
yo, que había imaginado y sostenido siempre que “la cátedra
es el lugar de todos los intercambios”, cuando mi lealtad hacia
Teoría C terminó porque Enrique había muerto, decidí
presentar programa para la materia Literatura del Siglo XX,
que estaba vacante, y que empezamos a dictar en 1990.
Delfina Muschietti me ayudó durante los primeros años y
convocamos a quienes habían trabajado conmigo en el CBC y,
después, a algunos de nuestros primeros alumnos: Marcela
Groppo, Carlos Gamerro, Alejandro Palermo, Diego
Bentivegna.
Como la lógica beligerante dominaba en las demás
cátedras, era frecuente que muchos vinieran a pedirnos asilo:
Claudia Gilman, Laura Isola, en diferentes etapas de la
formación de la cátedra.
La materia era una invención cuyos objetivos se nos
escapaban, y tuvimos que inventar una pedagogía (que al
principio robamos de aquí y de allá y que aderezamos con
fuegos de artificio que bien pronto me valieron el siniestro
mote de “profesor pop” –Luis Sandrini había sido el “profesor
hippie”, yo caía todavía más bajo–). ¿Qué enseñábamos?
“Literatura mundial”, intersticios, umbrales de transformación,
cosas que no cupieran con comodidad en las literaturas
nacionales (esas pesadillas), zonas de contacto y de pasaje, el
chisporroteo de dos placas tectónicas haciéndose cosquillas.
En “La ficción paranoica”, Ricardo Piglia definía la
cicatriz que se produce cuando dos culturas se tocan:

El juego de organización –uno podría decir– de los límites de una cultura está
dado por el enigma y el monstruo. Allí está lo que una cultura no puede
entender. Es la palabra de los dioses, si uno piensa en la gran tradición. El
enigma es aquello que dice la verdad última, es la palabra del oráculo, y el
monstruo es el otro límite.

Podemos huir hacia un lado o hacia otro, hacia el enigma de la


divinidad o el misterio de los monstruos, pero siempre
encontraremos el mismo plano de inmanencia y de
composición: “aquello que una cultura no puede entender” (sin
duda alguna, “lo nuevo”, lo que adviene, el día después de
mañana) y que, si no me equivoco, es lo que pone en crisis lo
que sabemos de los textos, pero también lo que sabemos de
nosotros y lo que sabemos sobre la lectura, una vez que la
antigua cultura humanista (o filológica) y las ciberculturas se
han topado la una con la otra en un cataclismo cuyo ruido
ensordecedor todavía no ha cesado.
Un poco por eso, partimos siempre de Walter Benjamin,
que parte de Paul Valéry (“La conquête de l’ubi quité”, 1928
en Pièces sur l’art, 1931):

En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción
sobre las cosas era insignificante comparado con el que nosotros poseemos,
fueron instituidas nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el
acrecentamiento sorprendente de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión
que estos alcanzan, las ideas y costumbres que introducen, nos aseguran
cambios próximos y profundos en la antigua industria de lo Bello. En todas las
artes hay una parte física que no puede ser tratada como antaño, que no puede
sustraerse a la acometida del conocimiento y la fuerza modernos. Ni la
materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte años, lo que han
venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que novedades tan grandes
transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva,
llegando quizás hasta a modificar de una manera maravillosa la noción misma
del arte.

Para Valéry el arte no es sino un “sistema de excitaciones”: el


arte no es, sino que hay arte. Al negar el ser del arte, lo que se
niega es, al mismo tiempo, su estatuto ontológico y sus
regulaciones jurídicas y esa perspectiva fue siempre la que
intentamos reivindicar como programa de trabajo. Así
planteadas las cosas, tanto podemos detenernos en un texto de
un místico (igualmente importante para Jorge Borges y para
Roland Barthes), en un poema de Gustavo Adolfo Bécquer o
en una novela de Arthur Clarke (que es también una película
de Stanley Kubrik):

El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve (Angelus
Silesius –“un autor excesivo”–, en El pere grino querubínico)

Rima XXI
¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía?
¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú. (Gustavo Adolfo Bécquer)
I’m afraid. I’m afraid, Dave. Dave, my mind is going. I can feel it. I can feel it.
My mind is going. (Hal en 2001. A Space Odyssey)

En los tres casos se trata de la autoconciencia del texto (o de la


máquina lectora), la autoconciencia de un “cogito para un yo
disuelto”.
En Differentials. Poetry, Poetics, Pedagogy, un libro cuyas
preguntas interpelan nuestra época, Marjorie Perloff ha
interrogado, al mismo tiempo, la poesía y los modos de lectura
en un contexto de “crisis de las humanidades” que supone la
crisis de un método de lectura, la close reading propia de todos
los formalismos. La close reading, concluye Marjorie,
especialmente referida a “los textos radicalmente diferenciales
de nuestro tiempo”, ofrece menos respuestas que preguntas.
Al historizar las formas de leer (es decir: al interrogarlas
en relación con “nuestro tiempo”), Perloff no hace sino
referirse a los tres tiempos de la teoría de la lectura, cada uno
de los cuales marcaría una posición a propósito del lugar que
ocupa la literacy (la habilidad de leer y escribir, y todo el
universo cultural asociado con esas prácticas, cuyo punto de
incandescencia sigue siendo la poesía) entre las demás
prácticas. Cada uno de esos tiempos se corresponde con un
período de la modernidad: la modernidad letrada que impuso
la lectoescritura como obligatoria y necesaria para la
constitución de los Estados Nacionales y el funcionamiento de
las sociedades democráticas (durante el siglo xix y el primer
tercio del siglo xx); la modernidad massmediática que, al
mismo tiempo que la crisis de la modernidad letrada, señaló la
crisis de la pedagogía de la lectoescritura (desde 1930 hasta
finales del siglo pasado) y la Modernidad neoletrada (desde el
cambio de milenio hasta nuestros días). Algunos comparan ese
umbral crítico con la invención de la imprenta.
Yo prefiero pensarlo, en la estela de Guillaume Apollinaire
–el inventor de los caligramas y, por lo tanto, de la poesía
concreta–, como el advenimiento del Croniamantal que él
propuso en Le Poète assassiné (1916):

Universal es hoy la fama de Croniamantal. Ciento veintitrés ciudades en siete


países de los cuatro continentes se disputan el honor de haber visto nacer a ese
héroe insigne.

… Todos esos pueblos han modificado más o menos el nombre de


Croniamental.

Croniamantal (o las infinitas variaciones de su nombre) es la


síntesis de dos líneas evolutivas diferenciales sobre la vida.
Cro-Magnon es el nombre con el cual se designa a la especie
que llamó la atención tanto de Bataille como Herzog por el
modo en que articulaba vida y arte. El Neanderthal, que
convivió durante 5.000 años con el Cro-Magnon, es una
especie de homo sapiens extinta (como decía Elvira: “se los
morfaron”).

“Universal” no puede decirse, entonces, de una sola


especie triunfante, sino que tiene que incluir a la que perdió la
guerra evolutiva, o a la que la sucederá en la lucha por la vida.

La lectura de nuestro tiempo es consciente de esa


oscilación de lo político entre lo universal y lo singular (en la
variación mínima de sus infinitos nombres), y obra en
consecuencia. En Differentials, Marjorie propone la “lectura
diferencial”, que se coloca a igual distancia de la close reading
de los viejos tiempos (la “explication de texte” y, yo agregaría,
la Filología), de la far reading de los culturalismos, y de la
distant reading propuesta por Franco Moretti como clave de su
comprensión de la Weltliteratur (Moretti expresa su disgusto
por la close reading, entendida como elitista y centrada en el
canon, con argumentos convincentes).
La clave de la lectura diferencial de Perloff está en la
noción de “infraleve” propuesta por Marcel Duchamp mientras
restauraba el Gran Vidrio rajado y comenzaba con sus Boîte en
valise. Como el término, según el propio Duchamp, no puede
definirse (solo se puede señalar, indexicalmente, lo que
designa, en un gesto radicalmente nominalista que aniquila,
incluso, las leyes del lenguaje), Perloff recurre a las nociones
de diferencia y repetición propuestas por Deleuze respecto de
su mayor invención, el empirismo trascendental:

Hago, rehago y deshago mis conceptos a lo largo de un horizonte en


movimiento, de un centro siempre descentrado, de una periferia siempre
desplazada que los repite y los diferencia. La tarea de la moderna filosofía es
superar las alternativas temporal/no-temporal, histórico/eterno y
particular/universal … Ni las particularidades empíricas ni los universales
abstractos: un Cogito para un yo disuelto. (Gilles Deleuze, Diferencia y
repetición)

Esa es, pues, nuestra situación de mundo, lo que designa


nuestra Weltliteratur, lo que nos obliga a pensar nuevas formas
de leer. “Hago, rehago y deshago”, dice Deleuze. A lo que
habría que agregar el componente algorítmico que se deriva de
las ciberculturas que constituyen nuestra ecología.
Incluso el “mal de archivo” derrideano parece suponer esa
ontología maquínica:

Un buen día, … me hice cierta pregunta entre tantas otras sin poder darles
respuesta, … mientras tecleaba en mi ordenador. Me preguntaba cuál sería el
momento propio del archivo, si es que hay uno, el instante de la archivación
stricto sensu que, vuelvo a ello, no es la memoria llamada viva o espontánea
… sino una cierta experiencia hipomnémica y protética del soporte técnico.
¿No era el instante en el que habiendo escrito esto o aquello sobre la pantalla,
quedando las letras como suspendidas y flotando aún en la superficie de un
elemento líquido, presionaba cierta tecla para registrar, para “salvar” (save) un
texto indemne, de modo duro y duradero, para poner unas marcas al abrigo de
una borradura? (Jacques Derrida, Mal de archivo)

Porque somos, como Duchamp, nominalistas, podemos decir


que en la época de su recombinación digital, hay arte (se trate
de música, poesía o artes visuales) en todas partes y al alcance
de todos. Esto significa que también hay vida, aunque todavía
no sepamos bien de cuál especie.
Si el ciclo de la teoría literaria puede pensarse en tres
tiempos, cada uno de los cuales estaría marcado por una
posición a propósito del lugar que ocupa la literatura entre las
demás prácticas culturales, los nombres de esos tiempos o
movimientos serían, para nosotros, tota lidad, especificidad,
fragmentación y sus formas de leer: la filología, los métodos
de close reading, los métodos de far reading y, una vez que el
ciclo entero recomienza, una filología infraleve o, para decirlo
con palabras de Werner Hamacher, una “posfilología”, una
práctica entendida ahora como poshistoricista, pospositivista e,
incluso, posdeconstructiva.
Hizo falta el cambio de milenio (y, para mí, el trabajo
sostenido con un equipo a lo largo de diecisiete años) para que
ese retorno se diera con toda su fuerza (una fuerza que
encontró su línea de potencia precisamente en la crisis general
de las humanidades, en la profundización de los procesos de
globalización, en el abandono de los paradigmas culturalistas,
en la fractura del tiempo histórico, en la digitalización de los
archivos, en la manipulación genética, etc…).
Así, las preguntas (metodológicas) de la filología se
vuelven, como se deja leer en Giorgio Agamben, preguntas
(ontológicas) sobre el ser, el tiempo y la historia. Adecuado a
esa perspectiva es el subrayado de Werner Hamacher en 95
tesis sobre la Filología, para quien lo contingente es lo que
roza un no (“la historia acontece donde algo cesa”):

A la pregunta qué viene después de la filología se puede entretanto esperar la


respuesta que eso es la post-filología. Sin embargo, no solo toda respuesta
(incluso esta) a esta pregunta es una respuesta filológica, pues nadie podría
comprender la pregunta ni sería capaz de una respuesta sin un mínimo de
filología, sino que ya la pregunta es una pregunta elementalmente filológica, si
pregunta por el fin y el más allá de la filología. Desde el comienzo la filología
va hacia algo más allá de lo que es ella misma. Es el camino hacia lo que ella
no es y, por eso, ella es, transitivamente, su no y su después. Su ser es la
cercanía por más lejos que esté, por más cerca que esté, la lejanía.
Lejacercanía, es el espacio de tiempo que se abre a la filología y que
permanece cerrado a la filosofía.

Una posfilología o una filología infraleve cuya condición de


posibilidad es su propia destrucción. Un proyecto
arqueológico de este tenor es como Agamben ha enfatizado,
una filología vuelta contra sí misma –o “la destrucción de la
destrucción” (y volvemos a Nietzsche)–.
Como en la que practicó Auerbach, y con la misma
intensidad, la posfilología que sostenemos no solo toma como
objeto el pasado (el siglo xx en el que nos formamos), sino
también el “presente vivido”, que incluye todas las potencias
del ser, “toda la variedad de extremos de que es capaz nuestro
ser”. En el regocijo ante ese espectáculo de la diversidad
reposa el debido amor al Presente.
Y por ese amor al presente y al mundo, y por los
imperativos éticos y metodológicos que deducimos de ese
amor, es que podemos pensar la filología infraleve como
manera de adecuarnos al texto de nuestro tiempo, que es el
texto de nuestra vida.
Ni close reading, ni far reading, ni distant reading. Lo que
se juega en la lectura no se mide en términos de distancia,
porque no hay separación posible entre lo que está escrito y lo
que vive (y, por lo tanto, lo que lee). De lo que se trata es de
una afectación al Tiempo y a los tiempos: una lectura ni
cercana ni lejana, sino “en cámara lenta”, un ralenti (escribió
Roland Barthes en S/Z). En ese ralentamiento o rétard
aparecerá lo infraleve, lo que en los textos vive todavía.

Como sucede con el teatro, uno de los grandes misterios de


la pedagogía es la repetición (entregarse a un discurso
repetido, inscribir la propia voz en lo ya dicho, lo ya hecho, lo
ya leído). La repetición, a lo mejor, es la posibilidad del
pensamiento. El texto anticipa una repetición de sí que debe
ser buscada más allá de su (ilusoria) unidad. Por eso la
repetición no ocurre, se la persigue. Lacan señala, en el
Seminario xi (Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis, 1964), a propósito de la distinción entre Tyche y
Automatón, que no hay que confundir a la repetición con el
retorno de los signos ni con la reproducción. Lo que se repite
es una producción azarosa (y se liga, por eso mismo, con el
milagro).
Definido un campo de trabajo de este modo, solo
podíamos definir nuestro objeto de análisis (la literatura del
siglo XX) como una serie azarosa de eventos a lo largo de la
cual el sentido se desliza milagrosamente.
En Mil mesetas (1980), Deleuze y Guattari vuelven sobre
el ritornello, al que relacionan con el hábitat (el Umwelt de
Jakob von Uexküll, igualmente importante para Heidegger
como para Deleuze: el origen de la biosemiótica). El ritornello
está relacionado con el paso del hábito al hábitat, es un
agenciamiento territorial: el cuerpo abierto al espacio, eso es el
hábitat.
El ritornello, como un canturreo, se efectúa en el recorrido
del propio territorio (territorialización), a la hora de regresar al
territorio (reterritorialización) y por último en el afecto
melancólico de partir (desterritorialización). El primer paso de
un ritornello transforma el caos en cosmos: es una creación
artística de un espacio habitable. El segundo paso es
transformar el hábitat hecho de colores, vientos, ramas,
cierres, laberintos, en un aparato de captura (la tela de araña y
la mosca, la garrapata en la rama y el calor del cuerpo del
mamífero que pasa bajo la rama y despierta el instinto de la
garrapata embotada). Y el tercer paso es la creación de líneas
de fuga (caosmos). El hábitat (por la vía del ritornello) es, así,
al mismo tiempo una territorialización del cuerpo en su propia
exterioridad y una desterritorialización del cuerpo en cuanto
tal: el devenir mundo, el devenir imperceptible, un átomo de
vida.
“La cátedra es el lugar de todos los intercambios”, sí,
porque en su seno se suspenden las dialécticas de la antigua
pedagogía. Ni mamíferos ni garrapatas, ni arañas ni moscas,
nuestras lecturas circulan como el sentido a lo largo de una
serie azarosa y, por lo tanto, indeterminada. Hacemos casa en
la cátedra, pero nos sabemos siempre a punto de abandonarla.
Se trataría, en palabras de Alejandra Pizarnik, de explicar
el afecto melancólico de la partida, de explicar con palabras de
este mundo “que partió de mí un barco llevándome” o, para
seguir el mismo pliegue y la misma irradiación de Diferencia y
repetición (1968), de una indiferencia en relación con la
distancia (la in-distancia de la paradoja y de la repetición, la
distancia de lo que además de partir de mí, me lleva, anulando
la distancia), el lugar de la diferencia irreductible, del
diferencial.
Llegados a ese punto, el texto y la lectura tienen que
mutar, como muta la vida, y pasar de la reproducción (de una
cultura) a la repetición (de una escena o de una melodía).
Al terminar de escribir este libro mis compañeros de
trabajo son (y espero que lo sean hasta que pueda jubilarme):
Rodrigo Baraglia, Diego Bentivegna, Diego Carballar, Paula
Croci, Valentín Díaz, Alejandro Goldzycher, Marcela Groppo,
Max Gurian, Claudia Kozak, Laura Isola, Alan Ojeda, Miguel
Rosetti (el nieto de Mabel), Ariel Wasserman. En los círculos
ampliados de los compañeros de trabajo están también Paola
Cortés-Rocca, Lucía Dussaut, Mariano López Seoane, Cecilia
Magadán, Fernanda Molina, Cecilia Palmeiro, Adriana
Rodríguez Pérsico, Ariel Schettini, Marcelo Topuzián.
Muchas veces cuando los leo o los escucho exponer sus
trabajos reconozco mi voz. Espero que a ellos les pase lo
mismo al leerme o al escucharme. A veces no importa quién
habla, sino la onda de discurso y de memoria que a uno lo
arrastra hacia la nada.
10. LAS AMISTADES.
ANA AMADO, RAÚL ANTELO,
DIEGO BENTIVEGNA, JOSEFINA
LUDMER, SYLVIA MOLLOY,
MARÍA MORENO, ARIEL
SCHETTINI

Los libros, dijo una vez el poeta Jean Paul, son voluminosas cartas a los
amigos. Con esta frase llamó él por su nombre de modo refinado y elegante a
lo que es la esencia y función del Humanismo: una telecomunicación
fundadora de amistad por medio de la escritura. … Se podría entonces
retrotraer el fantasma comunitario que subyace a todo humanismo al modelo
de una sociedad literaria, sociedad en la que los participantes descubren por
medio de lecturas canónicas su común amor hacia remitentes inspirados. … El
conocimiento de la gramática era tenido antaño en muchos lugares como cosa
de nigromancia: de hecho, ya en el inglés medieval la palabra grammar había
dado lugar al glamour: al que sabe leer y escribir, le resulta fácil lo imposible.
Los humanizados no son por el momento más que la secta de alfabetizados,
que como muchas otras sectas dan a luz un proyecto expansionista y
universalista. Donde el alfabetismo se vuelve fantástico y arrogante, allí surge
la mística gramática o literal, la Cábala, que prolifera a partir de ese momento,
queriendo volver inteligible la ortografía del Autor del Mundo. Allí, en
cambio, donde el humanismo se vuelve pragmático y programático, como en
las ideologías de los estudios clásicos asociadas a los Estados nacionales en los
siglos xix y xx, el modelo de sociedad literaria amplía su alcance,
convirtiéndose en norma de la sociedad política. De ahí en adelante los
pueblos se organizan como ligas alfabetizadas de amistad compulsiva,
conjuradas en torno a un canon de lectura asociado en cada caso con un
espacio nacional.
(Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano)
Ana Amado (1946-2016) se refería a él como “mi amigo
gorila”. Él se refería a ella como la presidente de la rama
femenina del “Peronismo Paquete”. Para ellos no existía la
grieta porque el amor que se tenían superaba sus diferencias
políticas (que no eran tantas, después de todo, porque odiaban
con la misma intensidad las doctrinas y las estéticas que
avalan las desigualdades y el statu quo).
Una vez estaban almorzando en Santo Antonio de Lisboa,
una de las playas más hermosas del mundo, cuando se
enteraron del accidente de carótida del Sr. Néstor Kirchner.
Entre otras cosas, él dijo: “Ahora a Cristina no hay quien la
pare”. Como Ana simpatizaba más con el marido que con ella,
le pareció que su comentario era, además de “destituyente”,
una premonición que no convenía pronunciar en alta voz. El
tiempo le dio a él la razón y la posibilidad de hacerle chistes a
Ana sobre su sordera política de entonces.

Había conocido a Ana cuando estaba haciendo sus cursos


para el Doctorado (que nunca pudo terminar). Le indicaron
que debía hacer un curso sobre “lectura de películas”, y la
suerte quiso que lo único parecido fuera, en ese momento, la
materia “Análisis de Películas y Crítica Cinematográfica” de
la que Claudio España era titular y en la que Ana era su
adjunta.
Nunca recordó qué decía por entonces España (sus clases
abundaban en anécdotas y otros desperdicios), pero sí la
profunda impresión que le causó Ana: una mujer hermosa,
bien vestida, impecablemente peinada y que sabía todo sobre
cine y sobre los métodos analíticos más contemporáneos.
Como él trabajaba por entonces en una cátedra parecida,
Teoría y Análisis Literario, estaba siempre pendiente de las
patinadas que cualquier colega pudiera cometer. Ana no
cometió ninguna, ni entonces, ni en los veinticinco años
posteriores, durante los cuales fueron cada vez más amigos.
El estilo hablado de Ana, que puede todavía apreciarse en
algún video de Internet, era entrecortado porque cuando se le
hacía una pregunta ella trataba de pensar la mejor respuesta
(no para ella, sino para su interlocutor). Además, había nacido
en Santiago del Estero, lo que le daba un peculiar matiz y una
entonación deliciosa al castellano que hablaba (lo que la
elevaba, a oídos de él, a un altísimo sitial afectivo porque las
lenguas y los cuerpos intervenidos por el terruño que aquí
llamamos “el interior” le fueron siempre mucho más amables).
Ana fue luego la titular de esa materia española y llegó a
ocupar el estrambótico cargo de directora de la carrera de
Artes. Fue además fundadora del actual Instituto
Interdisciplinario de Estudios de Género y participó de la
creación y desarrollo de la revista Mora hasta su prematura
muerte.

El interés de Ana por el cine, del cual fue siempre la más


fina analista, no era solo académico porque para ella las
imágenes tenían una potencia ética a la que no solo no debía
renunciarse, sino que había que perseguir hasta sus últimas
consecuencias.

En México, donde vivió exiliada durante la Dictadura


(antes había vivido en Caracas, durante dos años), realizó el
documental Montoneros, crónica de una guerra de liberación
(1976, 117 min, blanco y negro) junto con Nicolás Casullo (lo
firmaron como Cristina Benítez y Hernán Castillo, por si
acaso). Es una de las pocas muestras de cine hecho en el
exilio, junto con Las vacas sagradas de Jorge Giannoni
(1977), cuyo original está en Cuba, Esta voz entre muchas de
Humberto Ríos (1978), Resistir (1978) de Jorge Cedrón (aka
Julián Calinki) y Las tres A son las tres armas, firmada por
Cine de la Base (1979).
Como a tantos otros, a él le costó comprender un mundo
sin Ana, sin la cadencia de su voz, sin su disparatada manera
de pararse frente al mundo, sin su agudeza y su sentido del
humor.

Por fortuna, quedan sus libros. Junto con Susana Checa


hizo Participación sindical femenina en la Argentina.
Sindicato gráfico: un estudio de casos (1990), con Nora
Domínguez, Lazos de familia. Herencias, cuerpos, ficciones,
con Norma Valle y Bertha Hiriart hizo Espacio para la
igualdad. El ABC de un periodismo no sexista, títulos en los
que volcó algunas de sus preocupaciones militantes.
Pero es en la lectura del cine donde mejor brilla, donde
mejor lucen sus interrogaciones éticas, donde más se siente su
calidez, su agudeza, sus inclaudicables (y para nada ingenuas)
posiciones históricas: Imagens afe tivas no cinema latino-
americano (2002) y La imagen justa. Cine argentino y política
(2009), en el que el título robado a Godard le sirve para
sostener una idea de justicia al mismo tiempo que la precisión
formal e imaginaria. Uno de sus lectores (Patricio Fontana)
señaló que “A menudo se tiene la sospecha de que el cine
argentino tiene mejores críticos de los que se merece” y
concluyó subrayando que “Este libro de Ana Amado le aporta
argumentos contundentes a esa intuición”.
Ana muchas veces puso su talento al servicio de un
material que no estaba a su altura y que ella, generosamente,
mejoraba con su mirada y su atención al detalle. Era una de
esas personas que, como dijo Didi-Huberman, a quien ella
citaba, “buscan experimentar lo que no ven, lo que ya no
veremos, o más bien experimentan lo que con toda evidencia
no vemos (la evidencia visible)”.
El cine era para Ana la patria de los gestos (y, por eso
mismo, hizo pasar toda la política por el cine) pero también
una memoria espectral, un trabajo de duelo magnificado.
A las memorias luctuosas del cine se sumó, una mañana, la
muerte de quien fue su mejor analista, y la más encantadora.
Más allá de lo visible, Ana juega con hadas y tal vez mañana
despierte sobre el mar.

*
En el sistema de archivos de su disco rígido hay una serie de
carpetas, cuyas primeras entradas son: Abralic, Agendas,
Alban, Amazon, Antelo, Asociaciones, Becas, Blog. No es una
clasificación sistemática, porque Alban debería depender de
Becas, y Abralic, naturalmente, de Asociaciones. Pero además
no se sabe para qué tiene una carpeta llamada Asociaciones
siendo tan pocas de las que participa, y con espíritu tan
agónico y tan intermitente. Es probable que la única lógica que
pueda aplicarse a la serie sea la de los estratos. Cada nombre
corresponde a un estrato geológico e involucra, por lo tanto,
una variable temporal: una acumulación insensata de
designaciones que la pereza o el signo de los tiempos le
impiden clasificar correctamente.
La carpeta Abralic y, más adelante, la carpeta Mercosur
tienen con la carpeta Antelo una relación de presuposición,
pero eso solo lo supo su conciencia. El sistema digital de
archivos nada dice sobre la mutua implicación entre una
carpeta y otra. La carpeta Antelo es de las más antiguas, y la
que más tesoros guarda. Muchos de los textos que ahí se
acumulan, sin orden ni concierto, forman parte de Crítica
acéfala (Buenos Aires, 2008), el libro de Raúl Antelo, a quien
conoció por intermedio de Renata Rocco-Cuzzi y que le reveló
un planeta entero, Brasil (hasta entonces apenas un rumor cuya
veracidad nunca se había tomado el trabajo de verificar).
Convivió muchos años con los pre-textos de ese, cuyo
hermetismo muchas veces lo sublevaba, pese a lo cual los usó
con la actitud del buen salvaje que se prueba las mejores joyas
de una cultura extravagante. Por ese conocimiento (el del
falsificador) alguna vez creyó que podía insinuar algunas
hipótesis sobre el dispositivo crítico que llamamos (que
reconocemos como) Antelo, que no se compara con ningún
otro y que garantiza que encontremos, en él, un pensamiento
(es decir: algo cuya existencia se impone a quien no lo pensó).
Leer el pensamiento en la obra de Antelo es desembarazar
sus textos de las oscuridades que arroja ocasionalmente en
ellos, pero que no deben entenderse como un mero suplemento
de escritura sino como algo constitutivo del dispositivo crítico.
Crítica acéfala hace un uso despiadadamente quirúrgico de
las invenciones más contemporáneas de la filosofía y de la
crítica (Derrida, Agamben, Nancy) revelando autores, obras y
tendencias de pensamiento de antes de ayer y de mañana. No
menos cierto es que vuelve con obsesión a un puñado de
nombres propios (Bataille, Caillois, Leiris, Lacan) ligados con
un proyecto teórico que representa la parte maldita del siglo
xx, el pensamiento menos heroico y, al mismo tiempo, el más
desafortunado, el que con más dificultades se ha topado para
su comprensión. No es casual, entonces, que en Crítica
acéfala Antelo describa el lugar, que tal vez sea su lugar, de
acefalía: “El crítico ocupa un intersticio de ficción y teoría.
Aunque ese es su lugar singular, nada tiene de desinteresado.
Muy por el contrario, en el interés … se aviva su pasión por
leer y comprender. Inter legere, ser intelectual, poder pensar la
experiencia”.
Contra el borde pleno y obsesivamente delimitado, la
grieta y la falla a través de las cuales se cuelan los fantasmas.
Contra la frontera, el extravío. En ese umbral entre lo ético y
lo estético se construye el dispositivo de lectura (el dispositivo
para pensar la experiencia), ese compuesto de ficción y teoría
que, además, puede subdividirse al infinito según la lógica del
retardo, ya que, además: “Lo ficcional se define … como el
punto medio entre la atracción de lo desconocido y la
apariencia del ser”, y así sucesivamente.
América, para Crítica acéfala, es el Occidente de
Occidente y no, como alucinaba Colón, su Oriente. No es
propiamente el pasado de Europa sino, paradójicamente, su
futuro, la cifra del des-astre (“el sentido aparece con la
intensidad del desastre, es decir, aquello que va a borrarse o
está a punto de desaparecer”), el lugar radical del destierro, de
la desterritorialización del pensamiento (una de las primeras
verdades mundanas que aprendió de Antelo es que
Florianópolis se llamaba antes Nossa Senhora do Desterro).
Uno de los operadores del dispositivo crítico es la re-
versión temporal, como cita del eterno retorno, en tanto lógica
de la historia y cifra, por lo tanto, de la singularidad histórica.
Así, para evaluar la perspectiva del poscolonialismo y sus
cultores, el dispositivo retrocede a una escena del 15 de marzo
de 1942, cuando “Roger Caillois le escribe una carta a su
amiga y protectora, Victoria Ocampo” e, inmediatamente, a
una “situación previa” de 1938. Para comprender la poesía de
Arturo Carrera, “podemos remontarnos a Alfred Métraux,
especialista en antropofagia tupinambá y director del Instituto
de Etnografía de la Universidad de Tucumán, quien registraba
en su diario de 1931, al atravesar el altiplano boliviano, que
recién en Chipaya logró comprender la íntima cohesión
económica que vincula a toda la humanidad”.

Un poco por eso, él simplificó un poco los tortuosos


senderos que el dispositivo Antelo lo obligó a transitar
(Foucault no habría llegado a nada sin Bataille, y Bataille no
habría llegado a nada sin Métraux, y Métraux no habría
llegado a nada sin Tucumán y la antropofagia ritual tupí-
guaraní) y en sus clases propone: hasta el primer volumen de
la Historia de la sexualidad, Foucault es guaraní. Recién
después se vuelve griego.
Contra la progresión temporal y el vacío del origen, contra
el problema de la ausencia de comunidad, a favor del deseo, y
a propósito de la crisis de los universales, entonces, el
dispositivo Antelo levanta su fuerza antidogmática,
proponiendo una relación entre lugares distantes que no
responde ni a la escolástica universitaria ni tampoco a los
procesos de abducción, sino a esa potencia adivinatoria de lo
inter (entre la ficción y la teoría). “Como Duchamp no
desarrolló las consecuencias teóricas de su trabajo, podríamos
pensar”, escribe Antelo, “que cupo a Bataille hacerlo a través
del postulado de un dominio heterológico o sagrado”. Por
supuesto, podríamos pensar eso, y también cualquier otra cosa.
Ese “podríamos pensar”, que vuelve como un ritornello (con
sus variaciones: “podríamos decir, entonces…”) a lo largo de
todo Crítica acéfala, es el operador central del dispositivo
crítico: se trata de pensar lo impensado. No hay otra fuerza ni
otro sentido para el intelectual y para su obra, aun cuando para
pensar lo impensado se vuelvan irreconocibles las doctrinas y
la opacidad de la retórica invada el discurso.
*

Esa mañana, el padre revisó su sotana cuidadosamente. Había


encargado que se la plancharan con apresto porque suponía
que tendría que posar para las cámaras, antes o después del
almuerzo en cuya lista de invitados había entrado casi por
carambola (“divina”, le gustaba decir ante sus amigos), pero
del que decidió participar porque estaba íntimamente
convencido de su derecho a integrar esa acotadísima nómina
de representantes de las Letras Argentinas.
Mayo de 1976 había empezado por todo lo alto: el
domingo 9, el presidente Videla se había encontrado con
científicos de renombre (hubo incluso algún Nobel). Días
después, con excancilleres, y el 17 de mayo con las nuevas
autoridades de la Conferencia Episcopal Argentina, que dos
días antes había difundido la Carta Pastoral Anual donde
subrayaba el necesario espíritu de comprensión para con las
dificultades de la “nueva etapa”.
Aunque el Padre Leonardo Castellani no se llevaba bien ni
con los miembros salientes de la Comisión, ni con los nuevos,
su nombre fue sugerido por ese cónclave como uno de los más
prestigiosos que la “literatura católica” podía acercar a esa
mesa, servida el miércoles 19 de mayo de 1976 en la Casa de
Gobierno para “conversar abierta, francamente de los
problemas que atañen a la cultura en relación con la situación
del país”, tal como el Secretario General de la Presidencia,
General José Villarreal, se encargó de promocionar en los
diarios durante los días previos.
Retrospectivamente, más le habría valido al Padre
Leonardo que no hubiera tanta promoción previa porque, por
esos anticipos, los invitados comenzaron a ser impiadosamente
acosados para que presentaran ciertos reclamos ante el
Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. La Comisión
Directiva de la SADE –que había ganado las elecciones
internas gracias a sus aliados del PC– presionó a su presidente,
Horacio Ratti (invitado junto con Jorge Borges, Ernesto
Sabato y Leonardo Castellani) para que entregara, además de
una serie de reivindicaciones sectoriales, una lista con
nombres de escritores desaparecidos o presos desde marzo
(Haroldo Conti, Alberto Costa, Roberto Santoro, Antonio Di
Benedetto, entre otros). Aunque Ratti quiso negarse a
semejante encomienda, debió acatar la decisión de sus sádicos
colegas.
Castellani, por su parte, había recibido la visita de “una
persona que, con lágrimas en los ojos, sumida en la
desesperación, [le] había suplicado que intercediera por la vida
del escritor Haroldo Conti”, secuestrado en su casa el 4 de
mayo (“Yo no sabía de él más que era un escritor prestigioso y
que había sido seminarista en su juventud. Pero, de cualquier
manera, no me importaba eso, pues, así se hubiera tratado de
cualquier persona, mi obligación moral era hacerme eco de
quien pedía por alguien cuyo destino es incierto en estos
momentos. Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a
Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz
iba a volver muy pronto al país”, declaró dos meses después
Castellani a la revista Crisis).
Pese a los informales habeas corpus, el almuerzo fue
tranquilo, y la tenacidad de los historiadores nos ha regalado
con exactitud el curso del servicio (budín de verduras, ravioles
con salsita de tomates, ensalada de frutas), la satisfacción de
los comensales y las trivialidades de los intercambios
conversacionales en ese momento crítico: los problemas de la
vista, la baja calidad de la comida norteamericana, la
necesidad de un consejo de notables para la regulación de los
medios masivos, el descuido del idioma… Sobre ese
almuerzo, que pudo haber cambiado la historia del país, se
sabe todo. Algunos de sus participantes, sin embargo, han
permanecido en un injusto olvido que el paso de los años
apenas si comienza a torcer.
Se podría decir que a Horacio Ratti se lo tragó la tierra o la
burocracia (con justicia). Pero la novelesca vida del
“furibundo jesuita” Leonardo Castellani (Reconquista, Santa
Fe, 16 de noviembre de 1899 † Buenos Aires, 15 de marzo de
1981) habría merecido una película en cualquier país menos
atónito ante los dictados del canon universitario, la pereza
crítica y el negocio del libro.

Su obra, vastísima e inconmensurable (de mayor alcance


que la de Jorge Borges, menos nihilista que la de Ernesto
Sabato, de mayor plasticidad que la de Roberto Arlt: cuentos
costumbristas, comentarios bíblicos, crítica literaria, parábolas
camperas, relatos policiales, historias fantásticas, ensayos de
pedagogía, la sátira en la revista Jauja que fundó y hasta una
traducción anotada de la Suma teológica del Doctor de
Aquino), domina el siglo xx con un brillo que recién ahora
comienza a percibirse.

En un heroico libro (Castellani crítico. Ensayo sobre la


guerra discursiva y la palabra transfigurada, Buenos Aires,
Cabiria, 2010), Diego Bentivegna (que fue alumno suyo, y
también, después, su colaborador en magazín literario, en
Radar libros, en la cátedra Literatura del Siglo XX, y en los
espacios de investigación que creó en la Universidad de Tres
de Febrero) se dejó iluminar por las incandescentes
proporciones de esa obra, sobre todo en lo que se refiere al
jesuita como un teórico de la lectura (entendida en todas sus
implicaciones prácticas: la crítica, la pedagogía, la
interpretación de los textos sagrados, etc…).
Si bien Las nueve muertes del Padre Metri (1942) fue
considerado por Rodolfo Walsh como el mejor libro de relatos
policiales escrito en nuestro país, Bentivegna fue mucho más
allá y recusó las corrientes hegemónicas de la crítica, cuya
miopía le ha impedido situar la producción de Castellani en el
lugar que le corresponde.

En la perspectiva de Bentivegna, habría que colocarlo a


igual distancia del elitismo de Borges y de las máquinas
modernas de Arlt y Bioy Casares (tal y como Beatriz Sarlo las
definiera alguna vez). Sin la noción de “palabra transfigurada”
de quien dedicó su extraordinaria capacidad intelectual, entre
otras cosas, a la traducción del Apocalipsis de Juan de Patmos
y a los arrebatos nacionalistas, el panorama cultural de la
modernidad argentina está incompleto.
Su amigo Bentivegna lee en Castellani una “utopía de la
heteroglosia”. La hipótesis es fundamental para evaluar su
peculiar nacionalismo pero, sobre todo, para enfrentar todas
las fantasías concentracionarias del monolingüismo y del
discurso único.
El lenguaje roto de Castellani (que toma piezas de la
lengua culta, del cocoliche inmigratorio, de las lenguas
clásicas y de las jergas populares) se alza contra toda
pretensión de pensar la literatura como cosa del espíritu
(ningún afán vanguardista lo guía) y señala en la dirección del
“arte encarnado” propio del cristianismo: una “palabra
transfigurada” que es “una afirmación de la materia, del
carácter corporal del acto estético”.
Católico, Castellani no puede sino sostener los universales,
pero su religio, como nos ha recordado Giorgio Agamben, tal
vez provenga antes del relegare que del religare: no se trata de
religar los vínculos plenos de los universales, sino de relegar
todo reduccionismo abstracto. En esa tensión se sostienen las
formas de vida, y en esos márgenes se deja leer lo que la
literatura argentina (a través de sus obedientes acólitos) no
quiere pensar sobre sí.

La última vez que lo encontró en Barcelona, Diego venía


de Valencia, donde acababa de presentar su último libro,
publicado por Pre-Textos, Geometría o angustia. Él venía de
Lleida, donde terminó un ensayo fotográfico sobre el malestar
europeo en algunos colectivos juveniles, inspirado en el libro
del Comité Invisible A nuestros amigos.
Pasearon por el magnífico Hospital de Sant Pau, vasto
conjunto de inspiración modernista que, apenas a ochocientos
metros de esa pesadilla que es la Sagrada Familia, aplaca la
angustia que provoca esa aberración mental sostenida ya por
demasiadas generaciones. Construido entre 1902 y 1930 según
los principios del gran arquitecto Lluís Domènech i Montaner,
el Hospital (una especie de ciudadela encantada) es más bello
allí donde la mirada de los agonizantes y moribundos iba a
tener que situarse: en los techos. La agonía (física) y el éxtasis
(estético) unidos en un abrazo de complejísima realización
arquitectónica, el Hospital como un umbral entre el mundo de
los vivos y el mundo de los muertos.

Completaron la tarde visitando el cementerio de Poblenou,


donde los sorprendió la cantidad de flores de plástico y, en
consecuencia, la ausencia del olor característico que acompaña
a los muertos: la materia orgánica en descomposición. Se
detuvieron en las inverosímiles inscripciones de las lápidas y,
sobre todo, en las fotografías elegidas por los deudos, que casi
nunca favorecían a los muertos. Un caso les resultó
particularmente grave. Además de las flores y la escritura
funeraria, la familia encargó una estatua a escala real del
muerto, donde se lo ve abrazando una botella de ginebra.
¿Quisieron los deudos indicar, por esa vía, la causa de la
muerte y, en consecuencia, su alivio? Pensó, esa tarde
barcelonesa, que encontraría respuesta en un libro futuro de
Diego Bentivegna.
*
No fue alumno de Josefina Ludmer en lo que ella llamó “la
universidad de las catacumbas” y tampoco en la Facultad de
Filosofía y Letras, cuando la restauración democrática
permitió que cientos de jóvenes entusiastas se beneficiaran con
su pedagogía. Como nunca fue su alumno, nunca la sufrió
como maestra (su magisterio, muchos cuentan, no ignoraba la
crueldad).
Cuando en 1988 se publicó la primera edición de El género
gauchesco. Un tratado sobre la patria (que a él sigue
gustándole mucho más que las posteriores), reseñó el libro
para la revista Espacios. Del libro había desaparecido todo
rastro de Kafka, así que le pareció necesario reponer ese
contexto que era, al menos para él, importante.

Escribió:

La Negra, el Pop, Kafka y la Patria

1. En “La Tirolesa”, espectáculo que la Organización Negra publicó a


mediados de 1988 en el Centro Cultural Recoleta, podía verse la vuelta del
happening. Un numeroso y heterogéneo grupo de espectadores, convocado
solo por la fama del espectáculo anterior del grupo, esperaba en un patio,
esperaba que algo pasara. Lo que pasó fue lo siguiente: un prólogo musical
entre tecno y africano creaba un clima de incomodidad, una primera “escena”
en la que dos hombres bajaban por una pared ayudados con equipos de
alpinismo (efecto trompe l’oeil: en algún momento parecían caminar por esa
pared). Luego, abajo, se revolcaban en unas piletitas de barro, asustaban a la
gente (que retrocedía con un poco de asco y con un poco de risa) y trepaban a
un andamio, mientras unos chanchitos que llevaban en las espaldas chillaban
para escándalo de los humanitaristas. En el segundo acto otros dos hombres,
colgados de sendos aparejos de alpinismo, se retorcían detrás de una cortina de
agua. Después, y más allá, dos hombres atravesaban el aire, también colgados
(tercer acto), hacia otro patio donde una caja o red de fuego los esperaba, y
dentro de la cual caían lentamente (cuarto acto final).
El efecto del espectáculo, de una calculada belleza, era bastante misterioso.
A partir de dos o tres elementos y un asombroso trabajo físico se podía ver una
obra de arte verdaderamente clásica cuyo único defecto (pero grave) era la
precariedad simbólica del desarrollo (la tierra, el agua, el aire, el fuego: los
elementos esenciales, el hombre esencial). Lo que quedaba claro, de todos
modos, era la fuerza pop y sus metáforas nacionales.

En un patio (espacio argentino como ningún otro, solo como la pampa) se


montaban una sucesión de escenas que, dada la multiplicidad de planos y
puntos de vista de los espectadores y gracias a un complicado juego de luces,
creaba el efecto de montaje típicamente vanguardista. El público era
conducido y agredido: obligados a

“El dependiente cambia los sentidos del patio”


moverse, los espectadores modificaban continuamente su marco perceptivo. El
hecho estético era antes el acontecimiento que lo que se veía: cuerpos, caras,
vestimentas y torsiones soñadas por Tarkovsky.

La Negra venía a vender de nuevo happening y cultura pop y esto es lo que


resultaba más misterioso: ¿veinte años después, el pop revisitado? ¿Una vez
más, un revival de dadaísmo? Escándalo. Reflexión. ¿Por qué no? Poco tiempo
después, Roberto Jacoby (cuya formidable tesis sobre la formación de la teoría
revolucionaria, El asalto al cielo, todavía permanece inédita) organizó un
concurso de body art para festejar la visita de Baudrillard. Poco tiempo
después, Jaime Kogan puso Mahagonny con criterios antes pop que
brechtianos, en el Luna Park. Poco tiempo
“La sabiduría del sabio reside en su actitud” (Brecht)

después Enrique publicó en Sudamericana El género gau chesco. Un tratado


sobre la patria de Josefina Ludmer.
Hay una iconografía clásicamente pop, hay espectáculos y estilos
musicales clásicamente pop (vivimos en ese contexto). Sobre todo, hay efectos
pop: el pop es una crítica a toda forma de realismo, un rebajamiento de la
imagen o el sonido al estatus de signo semiológico. En el arte pop el objeto
está enmascarado por los lenguajes y por los códigos: esa pandemia de las
culturas contemporáneas.

El pop es un descentramiento radical del sujeto (el montaje en su expresión


más pura), una mirada sobre lo inservible y los objetos demodé de la
civilización moderna. Todo esto, se sabe, es el pop. Pero, ¿acaso hay una
escritura pop?
“Una apertura para el lenguaje, para la música y para la
escritura. Lo que se llama Pop: música Pop, filosofía Pop,
escritura Pop: Worterflucht. Ser plurilingüista en la propia
lengua, darle un uso menor o intensivo” (Deleuze y
Guattari)

2. ¿Entrevista a Josefina Ludmer?


… [3]

3. Si hay una escritura pop, una escritura preocupada por los objetos
anticuados de la civilización, que trabaje a partir del montaje, la
discontinuidad y el descentramiento del sujeto, que reivindique los usos
menores o intensivos, los puntos de contracultura y de subdesarrollo, las zonas
lingüísticas tercermundistas, que se deslice despreocupada (pero no
irreflexivamente) a través de los géneros altos y bajos y que interrogue los
espacios de la “nacionalidad”,

Una plegaria: Kafka (ten piedad), Satie y Cage (ten


piedad), Warhol (ten piedad), Masotta (ten piedad),
Lamborghini y José Hernández (ten piedad), Barthes y
Modern Clix (ten piedad), Duchamp, Magritte, Ludmer
(ten piedad de nosotros).
esa escritura solo existe verdaderamente en el espacio que queda entre las
novelas de Puig y El género gauchesco.

Quienes esperaban encontrar en el libro de Ludmer más o menos lo mismo


que en sus artículos sobre el tema (“La lengua como arma”, “Quién educa”,
etc…) verá con sorpresa que El género gauchesco es otra cosa: Un tratado
sobre la patria (palabra anticuada como ninguna, gesto pop: el experimento en
el anacronismo). De los artículos anteriores solo quedan restos al comienzo y
al final del libro, señales que vienen a decir algo inquietante: este libro está
armado (como un Mecano) o editado (como un video) a partir de la lengua, la
literatura y la crítica, materiales pero también textos que el libro viene a
iluminar, glosar o parodiar.
El género gauchesco habla de la literatura gauchesca y de la literatura
argentina. Un tratado sobre la patria habla sobre el futuro argentino. Pero el
libro también habla de sí: de sus propias condiciones de posibilidad, de

“Nosotros no caemos sino en una experimentación de


Kafka; sin interpretaciones, sin significancia, solo
protocolos de experiencia” (Deleuze y Guattari)
su descentramiento permanente y las razones de ese descentramiento, de la
teoría y la crítica como géneros, de la cultura de masas.
Hasta la página 97 el Tratado sobre la patria (tipográficamente los títulos
son intercambiables y equivalentes: no hay función subtítulo o el título es
doble o son dos libros encimados) parece un libro escrito con fervor más o
menos previsible. Es graciosa la cita musical de Juan Carlos Paz en la página
24,
()

es un poco excesivo el tamaño de las notas, es audaz la inclusión de Osvaldo


Lamborghini en el corpus de la gauchesca. Pero, en fin, de esas pequeñas
tretas se valen los críticos para simular que son creativos (uno piensa).
Sin embargo, en la página 98 aparece reproducida una nota de Clarín: “fue
verificada una teoría de Einstein”, dice la nota y repite el título del capítulo
7.12. Es a partir de aquí que el libro se convierte en otra cosa, que empieza a
hablar de todo (mezclado) y a interpelar al lector (estupefacto) para que
descubra las distintas figuras que se pueden formar con las piezas del Tratado.
Inmediatamente sigue un fragmento de Einstein, las conversaciones que
Mitsou Ronat sostuvo con Chomsky, la bibliografía de Hidalgo, otra vez
Chomsky y por fin la voz “en off” del tratado que no viene a aclarar lo que
pasó sino que apenas si sirve para tranquilizar nuestra conciencia atormentada.
Después otra vez Chomsky, las vidas de Luis Pérez y de José Hernández,

“Solamente los hombres pueden permitirse el lujo de


gastar una broma por el mero placer de hacerlo” (John
Berger)
un fragmento sobre Borges y Joyce, más Chomsky, Peirce, Eisenstein, Marcel
Mauss, en un patchwork vertiginoso que sigue hasta la página 130. Es aquí
donde El género gauchesco se vuelve pop: pone la crítica en crisis, trata de
“disolver simultáneamente el género (lo que se lee) y la crítica (la que lee)”,
como el pop; arma un “efecto de perspectiva cambiante”, como el happening.
La crítica es apenas (pero nada menos que) la mostración de fragmentos de
discurso, la parodia de un orden escolástico que numera los parágrafos con un
7.12 o un a.3 o la serie b.1., b.2., b.5., o el misterioso 0 que cierra el capítulo
primero.

El capítulo segundo, de nuevo, empieza hablando con propiedad del


género gauchesco (definiciones, temas, usos, lógica, sistemas de alianzas y
exclusiones) pero pronto se instala en un terreno otro que en realidad es el
mismo y habla de la ley y el Estado: la patria entera. Aquí se lee la política o
se lee una teoría del Estado, aquí se leen las reacciones (casi químicas) ante el
ascenso de las masas: las fiestas del monstruo, desde “La refalosa” hasta El
fiord, pasando por Borges y Bioy. Una topología de lo alto y lo bajo de la
patria donde lo alto y lo bajo constantemente
“El Pop no es nada trivial” (Luis Felipe Noé)

se interpelan y que Un tratado sobre la patria aspira a no reconocer en su


estabilidad sino en su carácter de proceso, porque El género gauchesco
apuesta al futuro de la patria: “la única crítica que puede escribirse, y quizás la
única literatura: una mezcla de panfleto, es decir de estética, con análisis
microscópico y teoría, donde llevamos a la práctica el poema y lo usamos de
un modo brutalmente directo en nuestra escritura” (p. 187).
4. Contenidos

Descripción del género. La lógica de la guerra. Sistemas de alianzas y


exclusiones. La emergencia y el furor del género. Parodia y pastiche. Desafío y
lamento. Sextinas, cantos. Descripciones. Código numérico. Marcos. Esquema
narrativo. Coyuntura. Discurso polémico y transformaciones. Canto y
resistencia. Hacia adelante: Borges, Carriego, Bioy, Lamborghini. El libro del
pacto (La vuelta) y quién educa. Ensayo de refundición. Pastiche, montaje,
collage y sus efectos. El texto decimonónico y las Madres de Plaza de Mayo.
5. Kafka
“Nuestra cantante se llama Josefina. Quien no la ha oído,
no conoce el poder de canto. No hay nadie a quien su canto
no arrebate, prueba de su valor, ya que en general nuestra
raza no aprecia la música.”

Ya antes había leído Cien años de soledad. Una interpre-


tación y Onetti. Los procesos de construcción del relato. El
primero le había resultado fascinante (Josefina nunca
compartió con él ese gusto); el segundo, no tanto, porque era
muy inmaduro cuando se lo hicieron leer por primera vez.
Después vinieron El cuerpo del delito, un libro
extraordinario y muy mal (y poco) leído, tal vez porque
desarrolla una tarea de demolición en el corazón mismo de la
conciencia literaria patriótica.

Los sujetos del estado liberal, dice Josefina Ludmer en ese


libro, que debería ser de lectura obligatoria para todo
pedagogo,

inventaron, entre todos, un tono y una manera de decir que quiso representar
“lo mejor de lo mejor” de un país latinoamericano en el momento de su
entrada en el mercado mundial, y que se hizo “clásico” en Argentina. Y
tambien inventaron entre todos, con ese mismo tono, una lengua penetrada de
arrogancia, de xenofobia, de sexismo y de racismo. Con esos tonos escribieron
sus ficciones legales para el estado liberal: los “cuentos” del héroe nacional, de
la nación, del dandy, del científico y todos sus otros, y se transformaron en
“clásicos” de colegio secundario en Argentina.

El cuerpo del delito termina glosando “el cuadro apocalíptico”


según lo describía Deleuze y cuyas penúltimas palabras (o
ultimísimas, ya que forman parte del “Envío”), por el solo uso
de los puntos suspensivos, nos obligan a releer el libro entero:
“De la evidencia de lo que no se sabe…”.
La cita de Josefina Ludmer se deja leer en relación con un
debate sobre la crisis de los universales que, como no podía
ser de otro modo, más tarde o más temprano fue replicado en
relación con “la forma escolar”.
En la perspectiva de Ludmer, no se trata tanto de señalar
que la invención legal, la invención lingüística y la invención
literaria (lo que se reconoce como “clásico” escolar, lo que se
enseña) forman parte del proyecto hegemónico de la coalición
liberal, la generación del ochenta (lo que es, naturalmente,
cierto), sino de sostener la perplejidad de que “lo mejor de lo
mejor”, que esa coalición liberal consideró pertinente mostrar
al Mundo en el momento de su ingreso al gran salón de baile
del Mercado Global, fuera esa “lengua penetrada de
arrogancia, de xenofobia, de sexismo y de racismo”. No se
trata tanto de constatar la imposibilidad de sostener como
universal una imagen (una invención, un imaginario)
particular, sino del escándalo del carácter arrogante, xenófobo,
sexista y racista de esa imagen.

Habría que detenerse en la conceptualización misma del


universalismo, no tanto “una benevolencia hacia las
costumbres y opiniones” o una “indiferencia tolerante para con
las diferencias”, a las que “es preciso trascender para que la
humanidad misma pueda edificarse” (Badiou en San Pablo. La
fundación del universalismo) sino “una operación que divide
las divisiones nomísticas mismas y las hace inoperantes, pero
sin que por ello se alcance un único último” porque “ahí hay
solo un resto, ahí se halla solo la imposibilidad … de coincidir
consigo mismo” (Agamben en El tiempo que resta).

Puesta bajo el paraguas sombrío de la crisis de los


universales y obligada al mismo tiempo a sostenerlos, la
escuela revela hoy lo más íntimo de sí, su inactualidad y su
inoperancia y dice, por lo tanto, que es el anacronismo lo que
la constituye, y es en el anacronismo (tanto en la dimensión de
los contenidos como en la de sus formatos y organizaciones)
donde se juega su eficacia. Pero, ¿cuál es esa eficacia?
En su momento clásico, y así lo subraya Ludmer en El
cuerpo del delito, la coalición liberal fundó la escuela con
determinados ideales de universalismo (invenciones,
“cuentos”) cuyo objetivo era la producción de ciudadanía
cualificada en el momento mismo de la inscripción de los
particulares nacionalitarios en los universales del mercado
mundial. Se trataba no solo de trazar un límite sino sobre todo
de diseñar una zona inclusiva-exclusiva, una “fisura que
sutura”. La eficacia de la escuela se medía precisamente por
las operaciones de inclusión-exclusión que trazaba y es por la
producción de esa ciudadanía cualificada (lo que, en otros
contextos, podría llamarse “público”) que el sistema escolar
argentino fue siempre reconocido “entre los mejores” del
Nuevo Mundo.

La escuela clásica fue un sistema de inclusiones y


exclusiones que, para poder operar eficazmente en relación
con una realidad amedrentadora, necesitó de un puñado de
universales que los miembros de la coalición liberal
sostuvieron con elegancia y algarabía. Era una escuela, podría
decirse, comprometida con su tiempo, funcional a las
invenciones del Estado y las demandas del mercado y, por lo
tanto, profundamente actual, realista, operativa y
discriminadora de las “propiedades”.
La crisis de los universales (o, en todo caso, los debates en
relación con esa crisis que parece arrastrarse del siglo pasado a
este) liberó a la escuela de ciertas necesi dades que otros
aparatos y máquinas estatales vinieron a cumplir con mayor
eficacia y menor economía de recursos y, al mismo tiempo, la
entregó a la angustia, que no es sino la pregunta sobre su
propia existencia. Se podría llamar, ha anotado, “escuela
crítica” a ese intervalo de los aparatos escolares dominado por
la interrogación sobre sus modos de existencia, sus objetivos,
y no tanto porque se tratara de una institución en abierta
contradicción con los objetivos para los cuales había sido
creada (lo que puede ser cierto), sino porque, en rigor, fue
abandonada y vaciada de todo cuento o invención universalista
(Ley 24.195, conocida como Ley Federal de Educación,
sancionada el 14 de abril de 1993).

En su etapa clásica, la escuela no solo respondía a las


demandas del presente sino que, incluso, le daba forma de
acuerdo con los cuentos e invenciones en los que se fundaba.
Hoy difícilmente algo así pueda siquiera imaginarse y tal vez
esté bien que así sea, porque ya sabemos cómo eran los
cuentos del humanismo burgués destinados a dar forma a “lo
mejor de lo mejor”.
No es justo acusar a la escuela de inactual, anacrónica o
inoperante, precisamente en tiempos en los que la
inactualidad, el anacronismo y la inoperancia surgen como
predicados de una ética futura.
No se trataría, entonces, de hacer funcionar una máquina
de inclusiones-exclusiones de acuerdo con tal o cual cuento
(universalizante) para la producción de una ciudadanía
cualificada, sino de pensar una escuela que solo se proponga el
entrenamiento (para el uso) de sujetos qualunque, de una
escuela no pensada para la “liberación nacional”,[4] por
ejemplo, sino para la felicidad singular.
Esa felicidad singular no se fundaría ya en la cualificación,
sino precisamente en la asunción plena de una subjetividad
qualunque. Hoy la escuela encuentra la posibilidad de ser
pensada como “comunidad de trabajo” nuevamente, desde sus
raíces más profundas hasta sus efectos más microscópicos
(incluida su extemporánea y anacrónica relación con la cultura
actual): la impropie dad, la inactualidad, la inoperancia y el
uso deberían constituir el horizonte de una pedagogía de lo
imposible (en vez de una pedagogía de lo necesario).
Impropia, inactual, inoperante, esos tres predicados que la
prensa suele considerar atributos del mal escolar, deberían
entenderse como lo que son exactamente: el índice de una
transmutación pedagógica por venir, según la cual el objetivo
de la escuela (libre ya de coleccionismos y de técnicas
operatorias) debería ser la construcción de un sujeto ético,
adecuado a las circunstancias democráticas en las que las
escuelas hoy se desenvuelven.
El cuerpo del delito es un verdadero manual sobre
políticas de la lectura de los clásicos escolares cuyo horizonte
de intervención es la coalición liberal (en su forma clásica, en
su forma actual) pero, también, la posautonomía (es decir, el
uso más allá de las propiedades) para el sujeto qualunque y no
para la ciudadanía cualificada.
Pensar que ya no podrá encontrarse con ella para comentar
los pormenores de sus vidas (de sus lecturas) lo arroja a una
intemperie casi tan intolerable como la de saber que ya no
habrá más libros de Josefina y que deberá contentarse con
releer sus libros previos.
Redimida ahora de los afanes terrestres, Josefina se
perderá jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de
nuestro pueblo, que amplificarán su canto y la repetirán
(sabiendo o no que lo hacen) como lo que siempre fue: la
mejor lectora, y la que llevó la lectura hasta los umbrales
mismos de su transformación en otra cosa.
*
La primera vez que Sylvia Molloy le escribió, fue para
mandarle una carta documento porque él había reproducido en
Radar libros un texto suyo sin pedirle autorización.
Naturalmente, se hicieron amigos de inmediato porque se
sabían, aún antes de hablar, unidos por una misma pasión: los
gatos.
En verdad, comparten otras pasiones de las que prefieren
no hablar porque ninguno sabe cómo va a reaccionar el otro:
los dos fueron amigos de Enrique Pezzoni, en estratos
temporales muy distintos, y solo atinan a extrañarlo a dúo.
También comparten el gusto por algunos libros (Pedro
Páramo) y, sobre todo, la gran invención de Sylvia Molloy, el
“pormenor lacónico” de larga proyección (sintáctica o
semántica) que ella encontró en Borges y que él usó para leer
relatos (películas y novelas) pero también vidas (la suya ha
sido objeto de ese tratamiento en este libro).
De los libros de Sylvia, Desarticulaciones es el que
recuerda con más intensidad, porque le tocó presentarlo. Es un
libro que lo dejó sin palabras, un objeto fantasmático que no
quiere (ni necesita) ser tomado a cargo por un metalenguaje
(científico, histórico, sociológico). Ese no querer (que
misteriosos pliegues semánticos hacen coincidir con el amar)
supone una epoché, una puesta entre paréntesis salvaje y ciega
del comentario. Ese es el punto ciego adonde Sylvia Molloy
quiere que lleguemos: allí donde la articulación ya no es más
posible (pero, tampoco, necesaria). Se trata, claro, del
principio de articulación que el libro niega desde la portada:
no tanto por el prefijo negativo (des-), cuanto por el plural (-
es): no siendo posible (ni necesaria) la articulación (en fin, la
semiosis), el libro se entrega al plural de las notaciones.

Ese “espíritu de la anotación” bien podría entenderse como


nuestro Zeitgeist. Tamara Kamenszain ya había señalado, a
propósito de El común olvido (2002), que el “espíritu de la
anotación” transmigra fresco, intacto, desde En breve cárcel
(1981), “como si escribir, para quien narra, no fuera un asunto
del todo decidido, como si se tratara de una casualidad solo
justificada por el ademán de anotar”:

Que todo se vaya anotando, mejor, que es como decir, que se vaya olvidando
todo posible comienzo, que el punto de partida de la intriga confunda, como la
amnesia, sus coordenadas temporales, y allí, en esa permanente negligencia de
la memoria, que se dé por hecho un libro que nadie recuerda haber pretendido
escribir.

De modo que el “espíritu de la anotación” ha caracterizado la


escritura de Molloy desde 1981, mucho antes de que existiera
la forma blog (¡mucho antes de que existiera Internet!), y ese
espíritu arrastra (como una potencia desencadenada) a esta
escritura que llega desde el fondo de los tiempos y que hace
serie con las “escrituras del yo” por las cuales Sylvia Molloy
ha manifestado una incansable curiosidad. Por esa vía, Sylvia
ha transformado lo que se sabe de esa práctica titubeante:
escribir, leer, anotar.
Notar algo (darse cuenta, percibirlo) y transformarlo en
una experiencia (escribirlo): un poema (un haiku, desde ya) o
un fragmento de novela que no llegará nunca a ser tal
precisamente porque no hay principio de articulación (es decir,
porque la articulación no es ni posible ni necesaria).
Desarticulaciones no ha sido escrito desde (en el lugar de)
la impotencia, sino para provocar (con el deseo de)
impotencia, inoperancia, desobra. El libro nos llega no como
una fuerza, sino precisamente como la falta de fuerza: ¿cómo
(no) escribir lo inevitable?
En ese más allá de la resistencia, el libro se encuentra con
el Bien. No porque sea un libro sobre el Bien, sino porque es
un libro del Bien: a él debe su luz y en él encuentra la
combustión para sus múltiples iridiscencias, las relaciones
entre el ser y la memoria, la “hablancia” (esa mezcla de habla
y errancia que es el ritual-Molloy por excelencia: “Ahora me
encuentro hablando en un vacío: ya no hay casa, no hay antes,
solo cámara de ecos”), los restos de Sur, Retórica, Erótica,
Cita, Traducción, Lógica, en fin: la vida como forma y la
escritura como fantasma.
Al encontrarse con el Bien (al encarnar el Bien), el libro
encuentra al mismo tiempo (o antes, o después, quién podría
saberlo) el tema que la escritura (el “espíritu de anotación”) de
Molloy ha estado convocando desde siempre, desde sus
investigaciones sobre las “escrituras del yo” hasta sus
programas de lectura sobre narrativas de retorno (Pedro
Páramo, ese ritornello incesante), incluyendo, claro, sus
anotaciones de En breve cárcel y El común olvido.
En Desarticulaciones la epoché más radical ha sido
asumida como único comportamiento posible: la desobra, las
des-articulaciones, la im-potencia novelística como dis-
positivo “literario” y la “cortesía cada vez más exquisita”
como arte del buen vivir (es decir: del vivir juntos, es decir:
del no querer como declinación del amar), como
manifestación del Bien Supremo.
Lo es porque, al ponerse bajo la tutela del “espíritu de la
anotación”, sigue su mandato hasta las últimas consecuencias.
El sábado 13 de junio, Alejandra [Pizarnik] le dijo a Sylvia
[Molloy], le dedicó este poemita:

A la hora de oro
no dores las palabras,
al duro sol de la poesía
A la hora sin oro
dedícale una mirada sin tiempo
una mirada sin oro sin horas
dedícale el deseo de no pasar más tiempo
para que el tiempo corra ingenuo
como el agua de una fuente
para que los días pierdan su nombre
para que el tiempo pierda pie
y tú puedas, al fin,
mirar antes del primer día.[5]

¿No es ese “mirar antes del primer día” lo que pretende el


“espíritu de la anotación”? ¿No es esa pérdida del nombre un
“regreso impune” a “la hora sin oro”, a los balbuceos
preliterarios e incluso al olvido de toda pre tensión literaria?
Si se trata del Bien, el libro debe terminar antes de que la
Literaturra, esa bala perdida de la memoria, aniquile su
posibilidad, novelizando lo que es apenas un paso de Vida.
Una vez, él había llevado el auto al taller mecánico para un
revisación de rutina. Consultó, mientras los diagnósticos se
sucedían, planes para cambiarlo. El vendedor le recomendó la
“Frestil”. Como no entendió bien a qué se refería, el vendedor
señaló un folleto: se refería al modelo “Free style”.
Al principio, se escandalizó con la misma intensidad
porque la empresa hubiera puesto en venta coches con
nombres extranjeros (después recordó que en el mercado
anglosajón sucede lo mismo, con palabras españolas o
italianas: “Pajero”) y porque quienes tienen que ofrecerlos
sean incapaces de pronunciarlos correctamente.
Pero una vez que ese ataque de purismo lo abandonó, gozó
de la deformación y aceptó “Frestil” para siempre. Un amigo
suyo que vive en Nueva York le había regalado el “Ansori”,
que equivale al “I’m sorry” y estuvo tentado de decirle al
vendedor: “Ansori, la Frestil no es mi bisne”. Un “bisne” es,
naturalmente, un negocio, un asunto contractual y se
corresponde con la misma línea de lenguas en contacto.

En Vivir entre lenguas, Sylvia Molloy, quien con la excusa


de hilvanar algunos recuerdos sobre el bilingüismo, las
herencias culturales y la habitabilidad de los lenguajes, anota
algunas líneas de interrogación glotopolítica (naturalmente, no
las llama de ese modo, porque la delicada prosa del libro
desconoce ese terreno elvirista) se pregunta: ¿cómo se pasa de
un lenguaje a otro y qué le ocurre al pasajero? ¿Qué
diferencias hay entre el bilingüe o multilingüe que maneja
cada lengua como propia y el que (deliberadamente o no) le
imprime a su pronunciación y a su sintaxis en la lengua otra su
estilo libre, su Frestil?
Molloy trabaja sobre todo en el registro del gran
cosmopolita, y analiza en ese registro las pequeñas pérdidas
que supone el pasaje de una lengua a la otra, las
desarticulaciones que suceden cuando el hablante no sabe qué
lengua está hablando ni cuál es la lengua de sus sueños.
Naturalmente, confronta esa experiencia con el
cosmopolitismo del pobre, el migrante que no llega a la lengua
otra por herencia o por sistema sino porque la violencia del
mundo lo puso ante la circunstancia de tener que abrazar una
causa lingüística que, sabe desde el primer momento, estará
siempre perdida. Son diferentes tipos de deslenguados, que
para Molloy no significa “desvergonzados, mal hablados” sino
el que ha perdido la lengua, el que habita una lengua con
melancolía o con desesperación.

Contra la lengua concentracionaria del monolingüismo, el


bilingüismo es un poderoso mecanismo de desestabilización.
Todo el mundo sabe que las lenguas en contacto suponen una
experiencia amorosa donde lo propio y lo ajeno se mezclan
hasta el vértigo.
*
Él cree que ella no lo sabe, pero quiso ser ella, devenir María
Moreno. ¿Cuándo la conoció? No está seguro de si fue en
algún pasillo de La Opinión. Si fue así tuvo que ser después de
la intervención y expropiación, hacia 1978, cuando empezó a
trabajar en periodismo (fundamentalmente, haciendo reseñas
de libros que a nadie le importaban: ni los libros que le
encomendaban, ni sus opiniones sobre ellos). En La Opinión,
de todos modos, duraron poco, porque se volvió un espacio
cada vez más hostil. Sobrevivieron a la Dictadura sin gloria,
gracias a estrategias del débil cada vez más tortuosas.
Cada vez que se encontraba con María lo impresionaba su
saber heterodoxo y su pasión por el whisky, que él todavía no
bebía. No se sabe cuándo María había empezado a ser
radicalmente moderna, pero desde que se instaló en ese lugar,
ya no hubo forma de pensarla de otro modo. Y él quiso ser esa
chica moderna. Sin éxito, como cualquiera puede comprobar
comparando sus publicaciones.
La transición democrática les deparó lugares nuevos: ella
fundó la revista Alfonsina en 1984. Poco después empezaron a
zapatear al unísono en Babel, donde María llegó a ser
secretaria de redacción.

Pero nunca quiso los trabajos de María Moreno, no se los


envidió, no quería ser ella para disfrutar de sus
emplazamientos. Él quería saber lo que ella sabía y sostener la
relación con los saberes (subalternos, de abajo) que ella tenía y
la idea de ficción que de ella se deducía. Porque María se
instaló en ese umbral de indiscernibilidad donde testimonio y
ficción se confunden. Un lugar incomodísimo por el que tuvo
que pagar un precio muy alto: no ser reconocida de inmediato
como la escritora que fue desde el comienzo. María escribía
columnas, crónicas, hacía entrevistas. Todo lo que se asigna
perezosamente al periodismo pero que, atravesado por ella, es
“literatura de verdad” (esas palabras deben leerse como se leen
“hombre de verdad”).
Más tarde o más temprano, María tuvo que publicar dos
libros para que se entendiera su derecho a participar del
alucinado mundillo de la literatura: El affair Skeffington, El
petiso orejudo.
Entonces sí, los que se aferran a las etiquetas (tanto en las
tiendas de ropa de lujo como en las tiendas de saldos) pudieron
señalarla como “autora”, qué ignominia. Él, que había
atesorado sus columnas, sus crónicas y sus ensayos en la
prensa periódica como piedras preciosas o como prendas que
todavía no podía ponerse, no necesitaba de esos libros para
celebrarla, pero los festejó con toda la potencia de la que fue
capaz.
El affair Skeffington responde a una lógica bastante
transitada: María Moreno encuentra el manuscrito de una
poeta desconocida, Dolly Skeffington y, antes de presentar los
poemas, narra la vida de la autora a partir de los comentarios
de un cronista de época. El vértigo de las cajas chinas o las
mamushkas (María es una mamushka), ordenado a partir de
las vanguardias del veinte y de los intercambios eróticos no
convencionales en una París completamente alucinada.
El petiso orejudo fue escrito como respuesta al deseo de
escribir un clásico del crimen, de la novela criminológica. Y el
libro satisface, como pocas veces un libro lo hace, ese deseo
desmesurado. Él hubiera deseado escribir El petiso orejudo,
pero eso lo supo recién después de que el libro estuviera ya
escrito y su pequeña mitología de barrio pobre hubiera
comenzado a circular. Solo después de haber leído (y
celebrado) El petiso orejudo, él empezó a escribir sus propios
planes de viajes, de crímenes, o de novela.
Como en pocos libros (como en los libros de verdad), las
opciones que realiza El petiso orejudo son, en todos los casos,
ejemplares. El libro se postula como un estudio detenido de las
posibilidades narrativas y de los problemas ideológicos del
policial y los resuelve magistralmente. A la pregunta: ¿Se
puede escribir, hoy, una novela policial basada en un “hecho
criminal ocurrido en la Argentina”?, El petiso orejudo dice sí
y demuestra cómo: evitando, por cierto, las elegantes y
canónicas fórmulas del género y trabajando en la cruza (bien
conocida por los argentinos) del periodismo con la literatura.
Vacío de sentido, el Petiso Orejudo es un mero efecto del
discurso de los otros: los médicos, la policía, los abogados, los
periodistas. Ellos, entonces, hicieron literatura, dieron sentido,
heroificaron, llenaron los huecos y crearon el monstruo. Es el
positivismo liberal, naturalmente, quien ha creado los
monstruos, los abominables, los fuera-de-sí y fuera de la
especie. Y ahí otra de las decisiones admirables de María
Moreno: ¿cuál es más horrible, el capítulo del manicomio o el
capítulo de El Águila? Indudablemente, el de El Águila, donde
están los doctores Oro, Coll y Ramos Mejía, conversando
hasta la náusea sobre el destino de un hombre. “Nuestro
monstruo es de corralón –dice Ramos Mejía–. No da ni para
una novelita puerca”. Es en esto en lo que, sobre todo, se
equivoca. Y es a esta moral, precisamente, a la que María
Moreno responde con un libro de verdad.
María Moreno se mueve entre la ficción y los discursos de
verdad (testimonios, documentos, archivos), y en ese entre-
lugar encuentra su literatura el goce que nos regala.
En su libro Banco a la sombra, María presentó como
testimonios de viajes la descripción de episodios en lugares en
los que nunca estuvo. Eso no le quita fuerza de verdad al
discurso: no hace falta que María Moreno haya viajado a
Venecia (donde el sujeto existencial que se asocia a ese
nombre nunca estuvo) para que se pueda compartir la verdad
de la imagen de una mujer que come una papa ensartada en
una birome, mientras llora. Lo que importa no es tanto el “ego
sum”, sino el “ego cum”, nos recuerda Jean-Luc Nancy: “He
preferido”, recopila, “venir a concentrar el trabajo en torno al
‘con’: casi indiscernible del ‘co-’ de la comunidad” (Nancy,
La comunidad enfrentada).
No se trata de dejarse anonadar por el subjetivismo
(después de todo, una mera ilusión del discurso) ni de levantar
las armas contra él, refugiándose en alguna distancia hipotética
de la tercera persona (después de todo, otra ilusión del
discurso). De lo que se trata es de leer las lagunas, el no-lugar
de la articulación en la que el testimonio tiene lugar.

Se trate de Los rubios, la ejemplar película de Albertina


Carri, o de Portarretratos, el extraordinario ciclo inventado y
coordinado por María Moreno en el Canal de la Ciudad en
2005 –donde el plural del título indica que la serie de doce
programas funciona como una sucesión de marcos de un
retrato mudo, precisamente el de María Moreno, que
acompaña desde el ángulo superior derecho de la pantalla el
discurso de aquellos a los que ha convocado para que, al
decirse, digan lo que ella no puede decir sobre sí–, en un caso
y en otro, lo que importa no es tanto la verdad de lo dicho sino
la experiencia que se hace en cada uno de esos testimonios. Se
trata solo del pase del testigo, aunque el testigo venga a
decirnos que nada sabe y ni siquiera (o sobre todo) por qué se
ha puesto a hablar ni en nombre de qué causa.
Una vez María y él coincidieron en San Francisco y fueron
juntos a visitar Alcatraz, paseo que ella disfrutó mucho más
que él. Cada vez que se encuentran o que viene a comer a su
casa, hablan de gatos, de libros que han leído (siempre muy
inactuales), del nuevo hobby de preparar tragos a los que
María llama, por ejemplo, “Mazorca” o “Viejo Gómez”.
Ella le achaca: “El pasillo entre el claustro y la calle se
volvió pop y el ida y vuelta le dejó el piso como el de una
disco cuando sale el sol”,[6] pero en verdad todo eso que él
pudo hacer, a su manera, lo aprendió de ella. Vive en y por
María Moreno, que no es un nombre identitario, sino un
topónimo: el nombre del pueblo donde creció, donde lo
aprendió todo, donde se siente cómodo.
*

Antes se veían mucho más que ahora, se escribían más,


chateaban más. No sabe en qué momento comenzaron a dar
por sentado lo que el otro pensaba pero, ahora, cuando se ven,
conocen de memoria sus acuerdos y sus desacuerdos. En su
ejemplar de El tesoro de la lengua, la dedicatoria dice: “Para
Dani, que está en este libro, y Sebastián, por las cosas que
hicimos y las que haremos, con el amor de Ariel”.
Efectivamente, Ariel Schettini y él han hecho muchas cosas
juntos (algunas más triviales, otras de mayor proyección
sintáctica y semántica). Una vez, Eterna Cadencia les pidió
que charlaran sobre sus libros, en público. Aceptaron
encantados el encargo, que pusieron bajo el título Las
Condarco porque, curiosamente, los dos habían vivido en esa
calle en sus infancias tan distintas.
En Fantasmas él había tratado no de sostener una posición
definitiva sobre ciertas figuras (la infancia, por ejemplo) sino
más bien de extenuarlas. Tal vez ese sea un rasgo que sus
libros comparten con El tesoro de la len gua: el propósito de la
extenuación.
El tesoro de la lengua toma una serie de textos claves de la
poesía del siglo xx para proponerlos como índices de una
“historia latinoamericana del yo”. Extenuar esos poemas no
significa solamente desplegarlos, que es algo que el libro hace
con naturalidad (un despliegue minucioso de las distintas
avenidas de sentido que los atraviesan), sino llevarlos hacia
zonas totalmente insospechadas a través de una mezcla de
saber, de erudición y de capricho. Las lecturas de El tesoro de
la lengua mezclan en partes sorprendentemente equilibradas
afirmaciones totalmente antojadizas con afirmaciones de una
sabiduría y una erudición que meten miedo: enfrentan los
textos con vocación de pelea. No temen ni respetan nada. Hay
una biblioteca, desde ya, pero sobre todo hay una escucha
extremadamente alerta respecto de las voces que atraviesan
esos poemas.
El lector se preguntará si de una apuesta de lectura
semejante puede deducirse un método. Resulta claro que leer
poemas que han alcanzado el estatuto de tesoros de la lengua,
es decir que nos llegan por la presión de la cultura y por la
presión de los aparatos escolares, equivale a interrogarlos
como instrumentos de disciplinamiento, porque forman parte
de la disciplina y, particularmente, de la disciplina escolar. El
tesoro de la lengua elige pensarlos más bien como vías de
escape, líneas de fuga, formas de obstruir la subjetividad o de
ir desmontando la subjetividad.
Lo que le gustó de ese libro y del proceso de extenuación
que encara era la constatación de que uno puede perderse, de
que no hay salvación posible, de que la lectura funciona como
pérdida total. Aun el texto más transitado, más conocido, el
texto más dicho por las recitadoras de los pueblos, el texto más
burocráticamente leído por todos los alumnos de todas las
escuelas de toda la nación, sin embargo, todavía puede llegar a
ser un lugar de pérdida. El ejemplo más obvio es el texto de
Bécquer, sobre el cual El tesoro de la lengua hace una lectura
brillante: “¿Y tú me lo preguntas? Poesía… eres tú”. Para
Ariel, el poema se convierte en eso que interpela. El
interrogador pasa a ser el interrogado y viceversa, con lo cual
se crea un circuito completamente recursivo y, por eso mismo,
de una potencia subversiva que todavía puede arrastrarnos. Si
hubiera para nosotros una pedagogía todavía posible, le ha
dicho a Ariel, tiene que ver con la posibilidad de encontrar ese
instante en el cual el texto básicamente suspende todo lo que
sabemos, no solo sobre la cultura, no solo sobre la literatura,
sino también sobre nosotros mismos.
Clases estaba “cosido” alrededor de un monstruo,
Sebastiano, el nuevo Santo, capitán de la guardia de
Diocleciano. En Fantasmas el monstruo que lo suturaba todo
fue la sirena. En Suturas, el monstruo es la queerness (es
decir: el nombre imposible o tachado). Los monstruos, por no
tener una morfología estable, devuelven en espejo, como el
poema de Bécquer, la pregunta que se les hace: el poema es la
Esfinge.
En el cuento de Andersen la Sirenita muere porque ha
decidido amar a alguien de otra especie, mientras que en la
versión de Disney la Sirenita es rescatada de la muerte. En
algún sentido, lo que la Sirenita ha hecho en la versión de
Disney es desobedecer el mandato paterno (no entregarás tu
cola de pez o de gallina a ningún hombre), con lo cual se
abraza a una causa por lo menos transgresora. Aunque cambie
la forma (de mujer-pájaro a mujer-pez), el monstruo sigue
siendo raro, queer. El monstruo sigue siendo algo que en algún
sentido desestabiliza lo que se sabe sobre el mundo, sobre la
cultura, sobre uno mismo.
Haber seguido esa pista era extenuar el sentido, le dijo a
Ariel, y subrayó que esta relación con lo oculto, lo no dicho,
pero al mismo tiempo con lo expuesto y lo imposible de
ocultar, organizaba la lectura de varios de los poemas en El
tesoro de la lengua, por ejemplo en ese donde el Hombre de
Estado hace un elogio erótico del Hermafrodita. Esto es
poesía, esto es un tópico, no hay nada personal en esto que se
dice, sostiene el libro, pero sin embargo lo hay y eso genera
una zona de turbulencia que suspende los sentidos
establecidos, lo ya sabido.
¿Hay en el libro una suerte de lamento por el ocaso del
poema en su capacidad de ocupar un lugar social de
reconocimiento? A esa pregunta, Ariel contestó que no era así
y que la poesía era, una vez terminada la vida del poeta, una
cápsula disparada al futuro.

Pensar el presente a partir de un puñado de poemas, piensa


Ariel (o El tesoro de la lengua), necesita de una antología
formulada más allá de la institución escolar y más allá del
gusto propio. El problema no es que el poema haya perdido
eficacia, sino que el presente nos impide decidir cuál poema
será el que mejor hable nuestra época y cuál poema reinará en
el futuro. Hablar en estos términos significa que, por lo menos
en hipótesis, hay algún futuro (para nosotros y para el poema).
Ariel y él se alegraron de coincidir en este punto, aunque los
dos se apresuraron a subrayar algún con doble línea.
*
Los libros que le gustan, los libros de sus amigos y de sus
maestros, los libros que sus amigos y maestros le
recomendaron, le dan a la lectura el poder de encontrar los
puntos donde el desasosiego se transforma en alegría. La
ausencia de risa no es un síntoma de pesadumbre, sino todo lo
contrario: la liberación de esa potencia de toda servidumbre,
de todo pacto y de toda interdicción. ¿No es la suspensión de
las servidumbres, los pactos y las interdicciones lo que los
textos en los que ha aprendido a leer le mostraron?
El desastre oscuro es el que lleva la luz, y hay que saber
encontrar esa claritas allí donde los textos (incluso los más
herméticos) persiguen la danza de unos fantasmas cuyos
nombres, si alguna vez supimos, hemos confundido para
siempre. La lectura tal vez sea el hogar, acaso inesperado,
acaso inmerecido, de la felicidad y del olvido.
LISTA DE LIBROS MENCIONADOS

¿Quién mató a Rosendo?, de Rodolfo Walsh


95 tesis sobre la Filología, de Werner Hamacher
A nuestros amigos, del Comité Invisible
Abbadón el exterminador, de Ernesto Sabato
Alejandra Pizarnik, de César Aira
Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll
Anna Karénina, de Lev Tolstói

Artificios, de Jorge Borges


Arturo y yo, de Arturo Carrera
Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche
Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales, de Friedrich
Nietzsche
Banco a la sombra, de María Moreno

Bestiario, de Julio Cortázar


Biblia
Canterbury Tales (Cuentos de Canterbury), de Geoffrey
Chaucer
Capítulo. Historia de la literatura argentina, de Beatriz Sarlo
Castellani crítico. Ensayo sobre la guerra discursiva y la
palabra transfigurada, de Diego Bentivegna
Children’s Corner, de Arturo Carrera

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez


Cien años de soledad. Una interpretación, de Josefina Ludmer
Cinco dedos, del Colectivo Libros para Niños de Berlín
Cinco semanas en globo, de Jules Verne
Clases. Literatura y disidencia, de Daniel Link
Compulsión, de Meyer Levin
Confieso que he vivido, de Pablo Neruda

Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa


Corazón, de Edmundo de Amicis
Crítica acéfala, de Raúl Antelo
Curso de lingüística general, de Ferdinand de Saussure
De divina proportione (La divina proporción), de Luca Pacioli
De la psicosis paranoica y de sus relaciones con la
personalidad, de Jacques Lacan
De nuptiis Philologiae et Mercurii (Las bodas de Filología y
Mercurio), de Martianus Capella
Decamerón, de Boccacio
Defender la sociedad, de Michel Foucault
Desarticulaciones, de Sylvia Molloy

Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, del Marqués de


Sade
Diario, de Rodolfo Walsh
Diferencia y repetición, de Gilles Deleuze
Differentials. Poetry, Poetics, Pedagogy, de Marjorie Perloff
Ejercicios con Brato, del Grupo de Taller Literario de la
Biblioteca Bernardino Rivadavia
El affair Skeffington, de María Moreno
El asalto al cielo, de Roberto Jacoby
El beso de la mujer araña, de Manuel Puig
El capital, de Karl Marx
El común olvido, de Sylvia Molloy
El cuerpo del delito, de Josefina Ludmer

El desperdicio, de Matilde Sánchez


El fiord, de Osvaldo Lamborghini
El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, de Josefina
Ludmer
El grado cero de la escritura, seguido de Nueve ensayos
críticos, de Roland Barthes
El grano de la voz, de Roland Barthes
El juguete rabioso, de Roberto Arlt
El libro de la curación, de Avicena
El mito trágico de “El Angelus” de Millet, de Salvador Dalí
El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche

El niño poeta, de Arturo Capdevila


El pequeño comunicólogo ¡ilustrado!, de Daniel Link
El peregrino querubínico, de Angelus Silesius
El petiso orejudo, de María Moreno
El principito, de Antoine de Saint-Exupéry
El tesoro de la lengua, de Ariel Schettini
El texto y sus voces, de Enrique Pezzoni

El tiempo que resta, de Giorgio Agamben


El túnel, de Ernesto Sabato
El violento oficio de escribir, de Rodolfo Walsh
En breve cárcel, de Sylvia Molloy
En el corazón de junio, de Luis Gusmán
Eneida, de Virgilio
Escritos, de Jacques Lacan
Ese hombre y otros papeles personales, de Rodolfo Walsh

Espacio para la igualdad. El ABC de un periodismo no


sexista, de Ana Amado, Norma Valle y Bertha Hiriart
Esquemas de literatura hispanoamericana, de Martha
Fernández de Yácubsohn y Lucila Pagliai

Fando y Lis, de Fernando Arrabal


Fantasmas. Imaginación y sociedad, de Daniel Link
Geometría o angustia, de Diego Bentivegna
Glosa, de Juan José Saer
Gödel, Escher, Bach: un eterno y grácil bucle, de Douglas
Hofstadter
Guerra y paz, de Lev Tolstói
Historia de la locura en la época clásica, de Michel Foucault
Historia de la sexualidad, de Michel Foucault
Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar
Homero y la filología clásica, de Friedrich Nietzsche
Ilíada, de Homero
Imagens afetivas no cinema latinoamericano (‘Imágenes
afectivas en el cine latinoamericano’), de Ana Amado
Institutio oratoria (Instituciones oratorias), de Quintiliano
Introducción a la semiótica narrativa y discursiva:
metodología y aplicación, de Joseph Courtes

Justine o los infortunios de la virtud, del Marqués de Sade


Kafka o el pájaro y la jaula, de Carmen Gándara
Kafka. Por una literatura menor, de Deleuze y Guattari
La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa
La clausura de febrero y otros poemas malos, de Daniel Link
La comunidad enfrentada, de Jean-Luc Nancy
La consagración de la primavera, de Alejo Carpentier

La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges,


de Ana María Barrenechea
La filosofía en el tocador, del Marqués de Sade
La filosofía en la época trágica de los griegos, de Friedrich
Nietzsche
La imagen justa. Cine argentino y política, de Ana Amado
La mala hora, de Gabriel García Márquez
La partera canta, de Arturo Carrera
La pasión y la excepción, de Beatriz Sarlo
La perla del emperador, de Daniel Guebel
La revolución mexicana, de Ernesto Goldar
Las aventuras perdidas, de Alejandra Pizarnik
Las letras de Borges, de Sylvia Molloy

Las nueve muertes del Padre Metri, de Leonardo Castellani


Lazos de familia. Herencias, cuerpos, ficciones, de Ana
Amado y Nora Domínguez
Le Poète assassiné (El poeta asesinado), de Guillaume
Apollinaire
Lección (El placer del texto y lección inaugural), de Roland
Barthes
Leyenda. Literatura argentina: cuatro cortes, de Daniel Link
Literator IV. El regreso, de Daniel Link
Literator V. La batalla final, de Daniel Link

Literatura/Sociedad, de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo


Lógica del sentido, de Gilles Deleuze
Lolita, de Vladimir Nabokov
Los campos magnéticos, de André Breton y Philippe Soupault
Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, de
Jacques Lacan

Los oficios terrestres, de Rodolfo Walsh


Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill
Mal de archivo, de Jacques Derrida
Marxismo y literatura, de Raymond Williams
Más allá del bien y del mal, de Friedrich Nietzsche
Mi padre, de Arturo Carrera
Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y
Félix Guattari
Momento de simetría, de Arturo Carrera
Nexus, de Henry Miller
Normas para el parque humano, de Peter Sloterdijk
Obra lógicosemiótica, de Charles Sanders Peirce
Odisea, de Homero
Onetti. Los procesos de construcción del relato, de Josefina
Ludmer
Operación masacre, de Rodolfo Walsh
Participación sindical femenina en la Argentina. Sindicato
gráfico: un estudio de casos, de Ana Amado y Susana
Checa
Pedro Páramo, de Juan Rulfo
Pièces sur l’art (‘Escritos sobre arte’), de Paul Valéry
Plexus, de Henry Miller
Poesía completa, de Alejandra Pizarnik
Poesía estadounidense, editado por Alfredo Weiss

Primer manifiesto surrealista, de André Breton


Rayuela, de Julio Cortázar
Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez
Residencia en la tierra, de Pablo Neruda
Respiración artificial, de Ricardo Piglia
Roland Barthes por Roland Barthes, de Roland Barthes
S/Z, de Roland Barthes
San Pablo. La fundación del universalismo, de Alain Badiou
Seminario sobre “La carta robada”, de Jacques Lacan

Sexus, de Henry Miller


Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato
Suma teológica, de Tomás de Aquino
Summa de arithmetica, geometria, proportioni et
proportionalita, de Luca Pacioli
Teorema, de Pier Paolo Pasolini

Teoría estética, de Theodor W. Adorno


The Uses of Literacy (‘Los usos de la alfabetización’ traducido
como La cultura obrera en la sociedad de masas), de
Richard Hoggart

Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo, de


Beatriz Sarlo
Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss
Trópico de Cáncer, de Henry Miller
Trópico de Capricornio, de Henry Miller
Un kilo de oro, de Rodolfo Walsh

Vals negro, de Ana María Moix


Viajes. De la Amazonia a las Malvinas, de Beatriz Sarlo
Vigilar y castigar, de Michel Foucault
1 Capellae (Afri Carthaginiensis), De Nuptiis Philologiae et Mercurii Et de septem
Artibus Liberalibus. Edidit Ulricus Fridericus Kopp, Hassus Casselanus.
Francofurti ad Moenum, mdcccxxxvi, Prostat apud Franciscum Varrentrapp.
Cfr. también Stahl, William Harris, Martianus Capella and the Seven Liberal
Arts, i (“Introduction” y “A study of the allegory and the verbal disciplines”, de
Richard Johnson con E. L. Burge), Nueva York y Londres, Columbia University
Press, 1977; ii, The Marriage of Philology and Mercury (trad. William Harris
Stahl, Richard Johnson, E. L. Burge), Nueva York, Columbia University Press,
1977. A continuación, se indica entre paréntesis en el cuerpo del texto el
número de la sección, según la edición latina.
2 “La eternidad y T. S. Eliot (fragmento)”, Revista Internacional de Poesía
(Buenos Aires: julio de 1933); reproducido por Radar libros, 1: 90 (Buenos
Aires, domingo 1 de agosto de 1999).
3 La sección 2 de la reseña hoy no se entiende y por eso se la suprime.
4 La Ley Orgánica de las Universidades Nacionales (N.° 20.654), promulgada en
1974, define (confesionalmente) a las universidades nacionales como
“comunidades de trabajo que integran el sistema nacional de educación en el
nivel superior con el fin de impartir enseñanza, realizar investigación, promover
la cultura nacional, producir bienes y prestar servicios con proyección social y,
haciendo los aportes necesarios y útiles al proceso de liberación nacional,
contribuir a la solución de los grandes problemas argentinos”. Esa ley fue
modificada por la Ley de Educación Superior (N.° 24.521) promulgada el 7 de
agosto de 1995.

5 El texto puede leerse en [consulta: 31/1/2017].


6 María Moreno, “Todos anfibios” en Anfibia. Disponible en [consulta:
31/1/2017].

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