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Lucrecia Martel, poéticas de un discurso cinematográfico

La filmografía de la argentina Lucrecia Martel, que comenzó a gestarse en los años


90, constituye una inquietante y muy personal mirada a formas de actuar de la
sociedad latinoamericana, la cual continúa viviendo como en un entrampamiento,
acechada por fantasmas urbanos, de pertenencia a una clase social, de género, de
inequidad, o de la más profunda marginalidad.

En este sentido, Martel ha convertido a sus obras en representaciones


paradigmáticas, referenciales, de un “estado de cosas” al que los
latinoamericanos deben necesariamente cambiar, transformar desde su esencia y
principios, para lograr no ya la utopía revolucionaria que planteaba, por ejemplo,
en los 60s, “La hora de los hornos” -documental-testimonio avasallador- pero sí el
compromiso para una existencia más justa y decente.

Martel, a la fecha, ha rodado tres películas. La primera de ellas, “La ciénaga”, es la


visión de una clase media instalada en una finca y a la que rodean no sólo
privilegios en decadencia sino situaciones que desencadenan hechos incluso
luctuosos. Las imágenes de los cuerpos que se desplazan, informes, temblorosos y
hasta sin sentido alrededor de la piscina, en la secuencia inicial, anticipan ese
mundo de ambigüedades e incoherencias así como esas extrañas relaciones que
dominan el argumento de la película. “La ciénaga” es una obra que abre un nuevo
camino en el cine latinoamericano, no sólo porque la haya dirigido una talentosa y
joven mujer, tal vez siguiendo el legado de María Luisa Bemberg, sino porque
plantea cuestiones puntuales acerca de un país como Argentina en el cual, al igual
que en otras naciones de la región, las aspiraciones de ciertos grupos sociales
están condicionadas a negociaciones ligadas a las esferas políticas, económicas o
judiciales, o a la presencia del poder de turno, a la larga un ente que puede
coactar y perjudicar aspiraciones personales.
En el cine de Martel se puede hablar de muchas y variadas influencias, pero
nosotros creemos reconocer claramente al menos la impronta de dos maestros:
Bergman y Antonioni. El de Martel es un cine crítico, cuestionador, complejo, que
busca no sólo sensibilizar o “capturar” al espectador sino proyectar las imágenes y
secuencias de sus historias hacia un margen que bien puede ser estudiado por el
psicoanálisis, como sucede claramente con “La niña santa”. En esta obra se
presenta, como una oposición, la fuerza de la religión y la fuerza de las
costumbres, y la protagonista, a la que alude el título de la cinta, es una
adolescente que repentina y tal vez accidentalmente pierde la inocencia.

Pero, claro, ese es sólo uno de los problemas que le interesan a Martel. Su cine
puede ser entendido, asimismo, como una propuesta de género, desde que ella
asume su rol de cineasta y por la manera cómo las mujeres, maduras o muy
jóvenes, representan sus roles en las cintas que han logrado aclamación
internacional.

A estas alturas mucho se ha dicho y escrito sobre la trilogía de Martel,


complementada con esa extraña historia narrada en “La mujer sin cabeza”.
Compatriotas suyos, y críticos destacados, David Oubiña y Gonzalo Aguilar,
autores de sendos estudios sobre la obra de Martel, han reconocido la supuesta
extrañeza de la que parten sus películas para avanzar como en medio de
incertidumbres y llegar a finales que pueden rozar el absurdo o el sinsentido,
como en la escena culminante de “La ciénaga”, cuando el niño cae de la escalera,
prestándose a múltiples interpretaciones. Una de ellas podría ser la alusión,
efectivamente, al derrumbamiento -la caída- de una clase que pierde privilegios y
ventajas, y se siente amenazada por los “otros”, en este caso aquellos migrantes
bolivianos que han logrado instalarse en la provincia de Salta y formar su propia
comunidad, soportando el acecho y las amenazas de los lugareños.

Pero, sin tratar de desviarnos por las historias múltiples de “La ciénaga”, bien
valdría citar cómo esta prestigiada película centra su atención en las mujeres, en
sus lazos fraternales, endogámicos, en la manera cómo madres e hijas, tías y
primas, constituyen un colectivo que termina expresándose con la fuerza feroz de
un matriarcado, dejando de lado la tradicional figura masculina dominante. De
hecho, el esposo del personaje encarnado por la actriz Graciela Borges es visto y
tratado todo el tiempo como un perfecto inútil y él no hace nada para que esa
percepción cambie.

Lucrecia Martel ha consolidado en el imaginario audiovisual latinoamericano más


reciente su propia propuesta, sus tramas de intriga y suspenso, su estética que se
plantea a sí misma como vanguardista e innovadora. Es a partir de estos
elementos que sus filmes proyectan universos colmados de afectos pero también
de egoísmos y venganzas, de constantes retornos al pasado, viajes a la memoria o
al absurdo, como reconstruyendo aquellas situaciones propuestas en “Persona”,
de Bergman, o en los filmes de Antonioni -“La aventura” y “El eclipse”- que
anticipaban el mundo frío y deshumanizado de un capitalismo global y avasallador
que sólo se instalaría en los años 90. Desde la impronta de ambos maestros
europeos, Martel sitúa sus historias en una finca, en un hotel que sirve de
escenario a un congreso médico o en una extraña carretera, para dar forma a sus
propias aventuras, cuyas imágenes se despliegan ante nuestros ojos con sorpresa,
pasión, y al mismo tiempo con la certeza de un derrumbamiento, de que una
totalidad se está destrozando, ahora mismo, aquí mismo. Por ello las escenas
finales de “La niña santa” sólo nos sugieren el descubrimiento del supuesto
crimen, que tal vez no sea tal sino solamente una peripecia íntima, cercana.

Martel, en poco más de un decenio, ha logrado desarrollar la interesante


operación de trabajar con personajes femeninos, incorporándolos a su propia
estética, y mostrando un aspecto que no necesariamente se radicaliza en los
extremos de vencedores o héroes y villanos. “La ciénaga”, “La niña santa” y “La
mujer sin cabeza” son elementos de una respuesta directa por parte de esta
valiosa cineasta que apuesta por el cambio pero no niega ninguna herencia, ni la
de su país, ni la artística, ni la formal. El cine de Lucrecia Martel, por ello, no sólo
nos resulta insólito y enajenante, sino que podemos decir de él que es muy
gratificante y honesto.

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