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Ibarra de Piedra alquiló un departamento en el Paseo de la Reforma desde el cual podría salir con
más o menos facilidad a todas las dependencias oficiales y se compró un plano de la ciudad de
México. No sólo no conocía a nadie, ni siquiera sabía dónde se encontraban las secretarías de
Estado. ¿A quién recurrir? En Monterrey le dijeron que su muchacho estaba en el Campo Militar
número Uno y con ese único dato, esa rendija de esperanza, se vino y empezó a recorrer las calles,
primero en taxi, pero al ver cómo se le iba el dinero, en camión, a pie. En Los Pinos, hasta los
policías de guardia que la veían atravesar la avenida sintieron simpatía por esa figura solitaria (la
sonrisa fija sobre el rostro que iba adelgazándose) que cada tercer día hacía acto de presencia.
Rosario llevaba siempre algo de su hijo; su retrato en un medallón prendido al cuello de su blusa, o
en un talismán colgado de una cadena. Más tarde lo mandó imprimir en grande, a que abarcara
todo su pecho, para ponérselo de camiseta. Y así fue a pararse a los actos públicos. —Cuando
Echeverría depositó en el Monumento a la Revolución los restos de Villa, me coloqué junto a la
viuda de Villa, doña Luz, y llevaba yo un retrato de mi hijo cosido sobre mi pecho, enmarcado de
perlas sobre el vestido negro, y como el orador dijo que con este acto Echeverría le hacía justicia a
un guerrillero, yo me acerqué al final y le dije al presidente: "Hágale justicia a éste mi muchacho,
que según ustedes también es guerrillero". Inmediatamente Echeverría ordenó que se me
atendiera, y así, continuó mi eterno peregrinar de antesala en antesala. En noviembre de 1976, un
poquito antes de que Echeverría dejara la presidencia de la República, Rosario tuvo noticias de que
su hijo estaba vivo con una enorme cicatriz que le atravesaba la cara, en el Campo Militar número
Uno, y entonces se fue a ver al licenciado Echeverría. —Le dije —continúa Rosario—, yo quiero
verlo, nada más quiero verlo, sólo eso le pido, verlo, todas las madres pedimos eso, verlos. No
sabemos qué fin se persiga con esa incomunicación. ¿Han quedado lisiados, están muertos, les
quedan secuelas incurables, los han matado? ¿A qué se debe ese hermetismo tan tremendo a
niveles oficiales? Júzguelos, si le parece poco la pena de muerte, implántela, que se implante la
pena de muerte como en España, pero por lo menos Franco cuando los mataba, entregaba los
cadáveres a los familiares. Pero aquí andamos de cárcel en cárcel, de antesala en antesala, en un
viacrucis interminable. Nuevamente, Echeverría dio órdenes. De Los Pinos, Rosario pasó a la
Procuraduría, a la secretaría de Gobernación, ("Es usted la dama más tenaz que he conocido":
Fernando Gutiérrez Barrios) a la Secretaría de la Presidencia. —Todavía el penúltimo día del
sexenio de Echeverría —dice Rosario Ibarra— hablé con él nueve veces. Indagué que iba a estar en
el Campo Marte; allí se andaba retratando con los estudiantes más aplicados que traían sus
medallas puestas; fue de grupo en grupo, platicó con los alumnos, y a cada grupo, yo me le
arrimaba: "Señor Presidente, por favor, antes de irse, dígamelo, dígame por favor, quiero saber
dónde está mi hijo, ya ni siquiera pido verlo, sólo saber dónde está, cómo está". Sólo me
respondía: "Ahorita la atiendo, señora, ahorita la atiendo". No obtuve nada esa mañana. De allí me
fui corriendo en un taxi a un acto en el Palacio de los Deportes, me colé y hablé con Ojeda
Paullada, quien me reconoció, me saludó y me dijo: "Yo no tengo a su muchacho. Si quiere usted,
vuelva a hablar con el señor presidente". Entonces volví a hablar con Echeverría y me dijo que iba
a hablar con Ojeda Paullada, y se me fue. Unos compañeros lo agarraron del brazo y le dijeron:
Señor

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