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En este sentido, por el bien de nuestra fe, y para ser fieles a las Escrituras, es muy
necesario e indispensable un correcto entendimiento de la persona de Jesucristo. En
particular, lo que tiene que ver con su naturaleza. A saber, nuestro Señor era cien por
ciento hombre y cien por ciento Dios. Totalmente humano y totalmente divino. El
estudio dedicado y consciente de los Evangelios nos proveen vasta información al
respecto.
Ahora bien, es fácil advertir ciertas actividades que fueron un patrón en la vida de
nuestro Señor. Y entre ellas la oración tiene una presencia notable, y en todo tipo de
circunstancias. Por ejemplo, después de sanar a un leproso, la gente lo buscaba “más
él se apartaba a lugares desiertos, y oraba” (Lucas 5:16). En otra ocasión, mientras
sus discípulos iban en la barca, luego de despedir a la multitud “ e fue al monte a orar”
(Marcos 6:46). Asimismo, en la última cena oró al Padre delante de sus discípulos
(Juan 17:1-26); y en los minutos antes de su arresto, en medio de su angustia también
oró en Getsemaní (Lucas 22:41).
Ahora bien, ¿qué motivaba a nuestro Señor a tan noble oficio? Si era Dios, ¿qué
necesidad había de orar? ¿Qué razones tenía Jesús para la práctica de la oración?
Aquí tres razones que nos ayudan a entender la vida de oración de Jesús.
Ahora bien, aunque la vida de oración de Jesús nos queda como un modelo, las
primeras dos razones son también aspectos de nuestra comunión con Dios que
debemos tener en cuenta. A través del sacrificio de Cristo ahora tenemos entrada libre
(Hebreos 10:20) y podemos disfrutar de Su presencia y asimismo acercarnos
confiadamente (Hebreos 4:16) para buscar Su ayuda y socorro. Mejor dicho, tenemos
el privilegio de disfrutar del amor del Padre y podemos depender de Él en todo
momento. Y tal como hizo Jesús, la oración nos provee ocasión para ambas.