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Cuestiones Cristianas PDF
Cuestiones Cristianas PDF
León Rozitchner
Cuestiones cristianas : - 1a ed. - Buenos Aires : Biblioteca Nacional, 2013.
136 p. ; 23x15 cm.
ISBN 978-987-1741-86-1
1. Filosofía. 2. Política.
CDD 190
ISBN: 978-987-1741-86-1
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Palabras previas 15
Malas lenguas
Lenguas de fuego para alcanzar el cielo 77
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Cristian Sucksdorf
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jamás del todo, pues borrarlos sería borrar el sentido humano y vivido
de lo que llamamos mundo.
En palabras de Rozitchner, esta operatoria del cristianismo consiste
en “transformar los sueños y las visiones judías que vienen de la infancia
tal cual fueron vividas como arcaicas, para metamorfosearlas en sueños
y en visiones actuales, adultas y reales. Para nosotros, en cambio, se
trata de transformar lo añorado del ensoñamiento materno para actua-
lizarlo y prolongarlo –enderezado diríamos– como adultos en una
realidad colectiva, terrestre e histórica presente”.
Los tres artículos que aquí presentamos se inscriben entonces en
el intento por dar cuenta de esa operatoria cristiana, esa modificación
de la mitología judía para borrar los rastros corporales y materiales de
nuestro origen. Dar cuenta entonces, como sostiene Rozitchner, no
de la escisión entre el cuerpo y el alma (lo que ya implica que cuerpo
y alma son dos cosas distintas), sino de la escisión en el cuerpo mismo,
para que una parte del cuerpo quede como una mera cosa y la otra,
vaciada de lo que tiene de madre arcaica –de mater-ialidad diría el
último lenguaje de Rozitchner–, aparezca como la verdadera exis-
tencia, más allá de la vida y del mundo.
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La Biblia judía y el calefón cristiano
Pablo, los muchos libros te han vuelto loco
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una disculpa ante los judíos cuando los persiguen a muerte, y les dice que
hasta tal punto era de ellos, que hizo lo que hizo (Hechos, 22:19; 25:9).
Lo que sí hay es una conversión, el perseguido (Cristo) se le aparece y lo
increpa y le pregunta por qué lo persigue. Y Pablo (Saulo) se convierte
en perseguidor de sí mismo, de ese que antes era]. Quizás hubo en él un
sentimiento ambiguo frente al perseguido, un antes de aprobar lo que
la ley sancionaría, que lo declaraba inocente a ese culpable que iba a ser
muerto, que dio lugar al después de la condena, que pasó por encima de
ese juicio propio primero, antagónico con la ley: su identificación con el
perseguido y con el transgresor de la ley sacerdotal y paterna.
Pero si fue así, la relación con la ley que prohibía fue la que le hizo ver,
desde la ley aplicada, lo injusto de la justicia judía. ¿Acaso Abraham no
fue justo antes de la ley, todavía incircunciso?, se dice sin embargo Pablo,
excluyendo como índice a su experiencia, y tomando su ejemplo no en sí
mismo sino en el racconto de la historia judía. Sin embargo él mismo es
el ejemplo vivo de que no hay anterioridad de la inocencia amorosa: que
él mismo fue culpable por no haber tenido la fe anterior a la ley, sino la fe
en la ley misma. Y después de aplicarla, por sus consecuencias, se levanta
contra ella. Es claro, luego la culpa lo lleva a presuponer un estado ideal,
anterior, que no fue el suyo pero que debe presuponer, porque si no la
cosa no cierra: la justicia sería un asunto humano.
Y sólo en un segundo nacimiento, la revelación en el camino de
Damasco (su “acontecimiento” según Badiou), le hace creer que sólo
la fe en Cristo salva: cuando el muerto lo acusa desde el poder sobe-
rano de la divinidad revelada en un rapto, en una crisis, en un brote
(que el gobernador romano califica: ¡Saulo, te has vuelto loco!). Y
aquel contra cuya creencia mataba en nombre de los sacerdotes y de
la ley judía, ese mismo Cristo por el cual otros habían sido con su
complicidad asesinados, se le aparece para acusarlo: la escena es la del
padre que vuelve, resucitado dentro de sí mismo, Edipo redoblado
en su segundo tiempo, y que al reconocer su culpa le da vida nueva-
mente en sí mismo: se hace creyente en Cristo, adquiere la fe en el
Hijo del Padre.
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primero disuelve su culpa con la muerte que otro pagó: que ese mismo
hijo asesinado, al que él persiguió, lo perdone y lo salve.
Pero para lograrlo tiene que retrotraerse a un momento anterior
donde la ley se disuelve, donde el hijo es antes que el padre, donde la
fe es antes que la ley, donde antes del Edipo el hijo y el padre están
confundidos por identificación primera: donde los valores morales, el
amor, están inscriptos como si no fueran producto de ninguna inscrip-
ción: donde uno y el otro es lo mismo, sin distancia. Por eso Saulo
de Tarso regresa nuevamente a la revelación que tuvo en el camino de
Damasco: actualiza por regresión oral la identificación primera, pero
ahora con él mismo asesinado en el otro, en el delegado de Cristo, ese
rebelde que en el hermano persiguió a muerte. Y resuelve el problema
por puro proceso primario, por la dialéctica imaginaria y fantasmal: no
sólo mantiene vivo al primer padre muerto, sino que ahora se da vida
eterna a sí mismo. (¿Nos convierte a todos en asesinos?).
Porque el rebelde asesinado, él mismo exteriorizado, vuelve en
una identificación segunda garantizada con la resurrección que él
mismo alucina, que también ese hijo exteriorizado que lo perdona
y que vuelve a interiorizar en sí mismo, se confunde consigo mismo.
Doble identificación oral: tuvo necesidad de matar al padre y matar
al hijo para poder asumirlos en sí mismo, dialéctica alocada, como
viviendo ambos resurrectos: no sólo el padre muerto primero había
recibido la vida que él le había quitado en sí mismo (primer asesinato
imaginario), sino que ahora también volvía resurrecto el hijo rebelde,
condenado por el padre (sí mismo) pero que él había ayudado real-
mente a matar afuera en otro rebelde y que, exculpando la culpa de
este segundo asesinato, recibía por identificación nuevamente la
vida que él mismo le prestaba en su propio cuerpo. La exculpación
quedaba doblemente cerrada.
Pero al mismo tiempo esta solución subjetiva requería que hacia
afuera, en la objetividad social, entraran todos a creer lo mismo. Si los
demás, “primero los judíos, y después el griego”, no lo creían, si ellos insis-
tían en que sólo la ley del padre era la cierta y la única salida, entonces
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Es decir: que llama a las cosas que no son (al no ser ya del ajusti-
ciado) como las que son (les da vida en las palabras que lo llaman): da
vida a ese hombre muerto, y le concede la vida eterna a Pablo. Sólo así
pudo conciliarse con su pasado: salvar al asesinado y al asesino, para el
caso él mismo, y se aplaca. Y todo está más claro:
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(el padre Jehová) contra real (ese hijo transgresor a su memoria). Esa
anterioridad de la inocencia que postula lo devuelve inmaculado a la
vida. La inocencia anterior a la ley debe ser postulada, o más bien es
la premisa, sobre fondo de la cual puede poner a la carne y al cuerpo
como causante del crimen. Y forma cuerpo con la infinitud del espíritu
y con la salvación en el más allá.
Con esta solución, verificada en el hecho de que su salvación misma
depende de que los judíos se conviertan, le crean a él como si fuera
Dios mismo quien les habla, o más bien el espíritu divino realizado en
Cristo como aquel que llegó al extremo límite de asumir la muerte y el
martirio para justificar su verdad individual, cosa que Pablo no hace. O
quizás hasta podemos decir que también él lo hizo: para la verdad de la
solución no interesa. Cuando quizás asume al fin la muerte, la asume
como un delirante, un alucinado, que cree que al recibirla la evita,
porque se salva. Cristo mismo en cambio duda y reniega: “Dios mío,
Dios mío, por qué me has abandonado”. El planteo judío cuenta con la
imposibilidad de la inocencia primera: el lugar del espíritu comienza
desde la madre, y su tachadura en la religión del Padre, y las vicisi-
tudes de la historia judía donde todo está contenido, los avatares de
ese largo camino lleno de asesinatos individuales y en masa, cobardía,
violaciones, traiciones, avaricia, despechos, pero también de sacrificios
individuales y colectivos, de coraje, de amor, de fe, de generosidad y de
nobleza. Ese camino nos muestra que no hay inocencia antes de la ley,
porque la ley primera es la que instituyó al padre como lugar de la ley, de
la castración y de la muerte –y la negación de la madre que la sustenta.
(La inocencia primera es anterior a la castración lacaniana: allí impe-
raba, digo, la ley de la madre, que es la negación de todo otro imperio).
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de otra muerte, la del padre por el hijo, que anima todas las muertes
posteriores, cuando ocupamos el lugar del padre, y todo vuelve de
nuevo, como de nuevo vuelve la amenaza del hijo que fuimos y que
ahora está presente en la que, como padres ahora, tenemos. El dilema
está presente, el interrogante vuelve a abrirse con el primogénito, al
que le damos todo para aplacarlo, y por el que, en la religión judía,
debemos hasta pagar su rescate para mantenerlo en vida. La ecuación
se complica, y parecería que la culpa por la muerte del padre ocupa
todo el campo de la atención analítica. Y la necesidad de la ley para
no volvernos locos.
Es cierto, pero la locura quizá venga desde otro sitio: ante la
amenaza de ocupar luego, ya adultos, el lugar del padre, sabiendo por
experiencia hasta qué punto puede llegar la ira del hijo, de ese que ya
fuimos y que ahora nos suplanta en la generación histórica. Por eso
quizá la mujer espera su “realización” del hijo que la salve, por amor,
del oprobio. Y por eso los hombres que escriben la historia de su salva-
ción, sólo de la suya, como hombres, crearon a María como la madre
virgen, que engendra a un hijo pacificado, al niño que fuimos, y ya
adulto repite el acto de la traición a nuestras esperanzas: se mata a sí
mismo para pagar las culpas de todos. Nos quedamos con la madre
pura, impoluta, virgen, que resistió la prueba del dedo en la vagina
para que verificaran lo intacto de su himen, y nos salvamos adultos
en todos los frentes: en el infantil y el adulto, en el proceso primario
y en el secundario. A costa de quedar escindidos para toda la vida: la
pulsión de vida restringida, por un lado, y la pulsión de muerte, que
sigue su camino, creemos, librándonos de nuestros enemigos de afuera,
por si acaso. Por eso la religión del amor se convirtió en la religión del
odio y del dominio: fue creada para eso.
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1. Antes yo había escrito que mientras exista la negación del otro por el hecho de serlo, la inhu-
manidad de lo humano, del anti-judaísmo, esa sería la prueba de que la revolución comunista
era una revolución limitada a lo económico-político. Pero ahora tendría que afirmar que esa
prueba pasa por la negación del otro puesta en lo femenino. [N. de L. R.]
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lo que la ley ordenaría pero sin conocerla. Hay un ordo amoris espon-
táneo. Es a ese lugar de la ley anterior a la ley lo que él llama “las acciones
secretas de los hombres”. La conciencia es segunda: sólo da testimonio.
El judío se enorgullece de dar con la ley “la fórmula del conoci-
miento y de la verdad”. Pero puede darla e infringirla al mismo tiempo:
es algo exterior que ordena a los otros sin implicarlo a sí mismo en lo
que proclama. El de Tarso va a descubrir esta implicación en Cristo
interiorizado. Hay que estar implicado: formular la ley no quiere decir,
por eso mismo, cumplirla. (Pero esto ya lo sabían de sobra los judíos).
Pero lo que la letra ordena tampoco tiene importancia en la marca del
cuerpo. ¿Un incircunciso que cumple la ley es lo mismo que un circun-
ciso? Exterioridad de la ley y de la marca en el cuerpo.
“La circuncisión es útil si practicas la ley”: la marca del cuerpo es
secundaria. “Judío no es aquel que tiene las apariencias [la circuncisión,
como la ley, es una apariencia]; y la circuncisión no es la apariencia en
la carne” [aquí la carne es desechada, como no siendo el lugar donde
se es espíritu] “Sino que Judío es aquel que lo es interiormente; y la
circuncisión es la del corazón, según el espíritu y no según la letra. La
distinción de ese Judío no viene de los hombres sino de Dios”. [La letra
es la escrita, las tablas de la ley que recoge Moisés de manos de Dios].
Aquí se consuma la separación fundamental entre cuerpo y alma,
carne y espíritu. O más bien, como señalé antes, entre cuerpo y cuerpo.
Para que haya escisión entre espíritu y cuerpo debe haber simultá-
neamente escisión en el interior del cuerpo mismo. O entre corazón
materno y pene paterno. Pene y corazón son metáforas del cuerpo sin
órganos. El corazón es una metáfora del espíritu encarnado, mediador
entre el cuerpo y el alma, que allí se expresa. El corazón circuncidado
expresa la marca del fundamento de la ley en un lugar que excluye la
carne pero que la ordena: está en el hombre por encima de su propio
cuerpo. El judío era marcado en su pene: la castración era en el
miembro principal donde se ejercen las pulsiones fundamentales que
lo ligan a la sociedad y a los otros a través de la prohibición impuesta
por el padre, aunque no por eso resuelta. Hay que hacerse cargo de esa
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¿cómo desgajar al amor del cuerpo que lo sostiene, y pide la fusión carnal
que el sexo con su pulsión abarcadora abre com-pulsiva-mente, borrando
los límites que el espíritu y la sociedad le imponen? En el amor que viene
desde sus entrañas, ilimitado, carne extendida y abarcadora desde las
primeras presencias del otro en su propio cuerpo, está el peligro mortal,
que el mismo Dios (el padre) condena: la inmundicia, las concupiscen-
cias, la contaminación de los cuerpos (1:24). Todo lo viviente puede ser
animado y amado con el vigor del sexo: aves, animales, serpientes, y la
diferencia sexual borrada en la mujer que busca a la mujer y el hombre al
hombre. La carne es loca (o está loca).
De la locura de lo Mismo con lo Mismo, con lo idéntico, encarnada
en la temida homosexualidad de los cuerpos, resultan todos los pecados
humanos: “Y como a ellos (los homosexuales) no les pareció tener a
Dios en su noticia, Dios los entregó a una mente depravada, para hacer
lo que no conviene”. Dios es el que castiga lo mismo con lo mismo:
al cuerpo depravado le sucede, como castigo que prolonga desde ese
mismo sitio donde el engaño los llevó a encontrar en el otro semejante
el goce del cuerpo enloquecido por su imagen, desde donde Dios “les
entrega a una mente depravada, para hacer lo que no conviene”.
“Estando atestados de toda iniquidad, de fornicación, de malicia, de
avaricia, de maldad; llenos de envidia, de homicidios, de contiendas,
de engaños, de malignidades; murmuradores, detractores, aborre-
cedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males,
desobedientes a los padres; necios, desleales, sin afecto natural,
implacables, sin misericordia”. Y por lo tanto dignos de muerte: “Que
habiendo entendido el juicio de Dios que los que hacen tales cosas
son dignos de muerte, no sólo las hacen, más aun consienten a los
que las hacen”. Desafían a la muerte, pese al juicio de Dios. La Ley no
basta ni la justicia humana. ¿Cómo resolver el problema de la ineficacia
para enfrentar la maldad del hombre, hacer que la distancia infinita al
mismo tiempo desaparezca y Dios amenace más eficazmente desde dentro
mismo? ¿Cómo hacer que lo más distante se haga más próximo sin llevar
a la homosexualidad, cómo hacer para que el amor triunfe cuando desde
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2. Sigmund Freud, “Moisés y la religión monoteísta”, en: Obras Completas, t. III, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1972, p. 3293.
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3. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península, 1969, n.
58, pp. 231-232.
4. Cfr. Sigmund Freud, “El malestar en la cultura”, en: Obras Completas, cit., I, pp. 3017-3023.
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órgano más sensible del cuerpo que se dirige hacia el Otro diferente,
no a lo Mismo, afuera).
Pero esa substancia no se refiere a ese primer objeto perdido para
siempre: el objeto se pierde, pero no su impronta que abrió a la vida
desgajándonos de él. La impronta persiste como lo único que nos salva
de ir al encuentro temporal de la muerte que desde la separación nos
espera al final de la vida. Cada día es la verificación horrorizada de
ese final que ningún patriarcalismo ni eternidad tranquilizan. No hay
“seno de Abraham” para ese reposo. Hay que ir distinguiendo en lo real
de las relaciones sociales la prolongación, presente allí, de ese modelo
cristiano que determinó la forma de la sociabilidad actual. Hay que
poder leerlo entonces en el modelo de sociedad que el cristianismo
organizó contra el modelo judío, que Spinoza criticó.
Por lo tanto hay que poner el acento en este problema: la sociabi-
lidad cristiana.
Identificación: tiene imitación e incorporación. Tiene siempre el
intento de incluir el cuerpo de la madre, diluir la diferencia, anular la
separación sexual. Es como si la identificación fuera siempre un calco
interpuesto entre ella y el otro que la desplaza al ocultarla.
Si en el origen de la sociabilidad está el asesinato, y el asesinato es
la condición del enfrentamiento con el poder, por más amado que él
sea, el problema se plantea entre el amor o el odio al déspota: la libe-
ración o el sometimiento. Pero el asesinato debe ser soportado como
una necesidad sin la cual la propia vida no sería: asumir la necesaria
muerte del otro implica comprender que la propia vida encuentra su
límite en la muerte –y en la amenaza si infringiera su propio pacto: el
de no someter a otros. En el comienzo hay un pacto que es primero:
con uno mismo como liberado en común con los otros. El duelo del
enfrentamiento a muerte sólo es una fantasía infantil e individual; en
realidad el asesinato del padre fue colectivo y adulto. ¿Pero esto es
acaso cierto para siempre?
¿Qué pasa con el cristianismo, y sobre todo con Saulo de Tarso, el
judío griego? Parecería que allí hay un redoblamiento que es el que
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Freud. Pero además: “Es tal vez el golpe genial del monoteísmo: darles
a los esclavos ¿un amo que no tiene necesidad de ellos?, que consiente
por amor en ocupar este lugar de Amo instituyendo la servidumbre
[‘Devuélveme a mi pueblo para que sea mi esclavo en el desierto’,
Éxodo, 7:16], en la dimensión de la deuda (...) esclavos de los cuales,
por otra parte, no tiene ninguna necesidad (...) ofreciéndole la causa de
nuestro deseo como sacrificio, hacer siempre algo más en el sentido de
la donación”.6 Y antes había escrito: “Abandonar Egipto para hacerse
esclavo de un amo que ofrece, él, todas las garantías en cuanto a la
inmortalidad: está muerto de toda eternidad”.7 (Qué otra eternidad
sino la de saberte eternamente muerto).8
Antes que esclavo de alguien empírico y real, sobre fondo de una
esclavitud al padre muerto, que nos ata y nos hace sufrir la humillación
de la dependencia efectiva a otro semejante, es preferible hacerse esclavo
de la verdadera prolongación de ese padre muerto hecho ahora Dios.
Antes que ser esclavos de un hombre hagámonos esclavos de Dios.
Antes de caer en la repetición de la horda primitiva que vuelve a
repetir en la realidad social la dependencia respecto del Ideal de yo,
que nos somete en lo empírico a la ilusión de haberlo reencontrado
en la realidad, es preferible –esa es la sabiduría– atarse a alguien que
nos impide, desde lo alto, atarnos aquí abajo a nadie. Creo que aquí
está la diferencia real, básica, fundamental, que separa al judaísmo
del cristianismo: el cristianismo ataca precisamente, al destruir la ley
en su acentuamiento y riesgo como pura exterioridad y objetivación,
este aspecto objetivo-absoluto así abierto como liberación de todos
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La Ley del talión (el ojo por ojo de los judíos) y la de “la otra mejilla”
(amor lleno por ojo vaciado de los cristianos), que llevó a lo inverso:
que los judíos no la aplicaran nunca y en cambio sí lo hicieran los cris-
tianos.16 Ojo por ojo es una evaluación objetiva y empírica: el que a
hierro mata a hierro muere. Lo que cada uno destruye en el otro debe a
su vez ser destruido: no hay impunidad sino identidad sin equivalencia
de lo que cada uno pone en juego. Vida por vida es su fundamento. El
ojo por ojo implica la no impunidad y el pago efectivo de cada acto
por la misma pérdida que el otro ha sufrido. Niega la transformación
psíquica de la culpa como equivalencia simbólica: una vida sufriente,
pero vida al menos, a cambio de una muerte dada. Muerte por muerte,
vida por vida, ojo por ojo, diente por diente. No existe la dimensión
del arrepentimiento. El arrepentimiento es un espacio de impunidad
que se juega en el infinito del tiempo imaginario abierto por la religión
para pagar la culpa inocente de un asesinato no realizado, irreal por lo
tanto, puramente fantaseado.
El arrepentimiento, ¿existe en realidad? Freud parte del arrepenti-
miento luego de haber realizado efectivamente el crimen. Pero el arre-
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única defensa que tenía: “¿Hay motivo”, para que lo hagan? Quería
decirles, acaso: el ojo por ojo vale, no pido clemencia sino juicio: esta-
blecer si realmente soy culpable. Y creo que hay que pagar todo lo que
se hace). Pero en ese origen colectivo, la muerte de uno dada por todos,
¿debería llevarlos a morir en masa para pagar el crimen? Fuenteovejuna.
Pero al mismo tiempo el asesinato fue para abrir la posibilidad de vida
que él les cercenaba: el poder colectivo de los hermanos creó una contra-
fuerza adecuada a la que enfrentaba: fue más bien un duelo, donde los
dos juegan lo mismo y saben que puede llevar a la muerte, porque está
en juego la vida de los otros tanto como la de uno.
La existencia de la otra mejilla implica, por el contrario, la cobardía
de no aceptar que hay motivo para la defensa, que la muerte del otro
si me amenaza con matarme, o ya mató a alguno, debe ejecutarse.
Pero una sociedad que mata impunemente, sistemáticamente, ¿puede
asumir que la muerte sea aplicada a alguno, a los indefensos, y que
los otros, impunes, se salven? No hay autoridad para hacerlo, por eso
estamos contra la pena de muerte. Porque la muerte como pena no
alcanza a los más culpables, a los que pueden pagar para que los otros
la ejecuten, o sólo crear las condiciones para que desaparezcan. Pero
establecer como principio la otra mejilla es abrir sólo un campo de
juicio donde sólo un Dios externo y absoluto sabe la verdad del crimen,
y creer que todos somos culpables de lo mismo: que todos somos asesinos
y que no podemos juzgar a nadie. Este es el supuesto del cristianismo.
Pero si Cristo era un alucinado, no pasa lo mismo con Pablo: Pablo
fue realmente un asesino, y el ojo por ojo y diente por diente hubiera
tenido que llevarlo a una sola decisión, al suicidio, si realmente su
juicio del ojo por ojo del Antiguo Testamento (él era judío) resultara
de su propia negación de la Ley como ley puramente externa.
Si hubiera jugado la interioridad de la ley en su conciencia como
juez y parte, implacable dentro de la coherencia que debía ser la suya,
él que decía que había que estar circuncidado en el corazón y no en el
pene, hubiera tenido que darse, desde su propio corazón asesino, la
muerte a sí mismo. Pablo comienza por poner la muerte fuera de sí
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para excluirse del pago. Por eso el cristiano zorro en que se convierte
no está pagando sólo el asesinato del padre (fantaseado, no realmente
cometido, ese que llevamos todos adentro) sino que aprovechándose
de esa muerte que llevamos todos adentro la utiliza para pagar la
muerte real, los asesinatos cometidos, y hacerlos pasar como fantasías
de muerte. Trae los actos del proceso secundario, del principio de realidad,
y les aplica el espacio subjetivo de la muerte fantaseada del proceso
primario. La astucia consiste en este retroceso miserable por medio
del cual los verdaderos asesinos acuden a nosotros, a los que no lo
somos, para confundir en un mismo espacio imaginario, abierto por la
culpa en la conciencia infantil, para darse, ellos sí, los verdaderos crimi-
nales, el espacio nuestro como justificatorio del de ellos. Pueden seguir
apareciendo como puros y amorosos en la medida en que nosotros, los
judíos, no denunciemos la trampa que han creado para absolverse de
la muerte y aparecer como puros. La otra mejilla en la realidad que nos
piden es poca cosa con la que pagan el crimen: se trata sólo de poner
una parte de la cara, no la verdadera cara que el otro no ve cuando sólo
nos golpea y nos deja vivos. Lo contrario sería poner todo el cuerpo
para que sea muerto como fue muerto por Pablo el cuerpo de los otros.
Cristo trabajaba, como alucinado, él que no era un criminal como
Pablo, en el campo de la alucinación primaria expuesta afuera: repre-
sentaba una fantasía, el pobre, y se sentía perseguido por un crimen
que no había cometido. Proyección del proceso primario que la
realidad recibía. Por eso lo verifica cuando es crucificado: “Dios mío,
Dios, mío, por qué me has abandonado” era la reflexión final de su
alucinación, que encontraba en el supremo acto de la muerte final y
definitiva la realidad de la que se había alejado. Como el melancólico
que se suicida: en el momento de caer inexorablemente en la muerte
que se da a sí mismo debe descubrir, fatalmente, y no quedan huellas,
de que “en realidad”, en el supremo instante de la caída infinita y ya sin
espacio para otro acto, al querer matar al otro que estaba en él destru-
yéndolo, se había dado muerte a sí mismo al destruirlo.
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Y los hijos se combatían dentro de ella; y dijo: ¿si es así, para qué
vivo yo? Y fue a consultar a Jehová. Y respondiole Jehová: Dos
gentes hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus
entrañas; y un pueblo será más fuerte que el otro pueblo. Y el
mayor servirá al menor (25:22).
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21. Ibíd.
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22. Sigmund Freud, “Moisés y la religión monoteísta”, citado en: Winter, cit., p. 123.
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madre. Masotta tiene que animar a ese niño con una independencia
adulta o ya mayor: como si la angustia viniera no por la distancia
( fort-da) sino por lo que la cercanía con la madre produciría. Tiene que
incluir este sentimiento de angustia propio y posterior al Edipo, asignán-
doselo al niño pequeñito para dramatizar en la teoría del Edipo freu-
diano su propio drama adulto e ignorado: aparece como si fuera verdad
en la propuesta de aceptación que necesita y requiere, para que sea verdad
también para él, de la afirmación dominada de los demás. Si los demás
lo aceptan como dominador –que en eso consiste su solución aparente
del reconocimiento de la ley del padre–, entonces puede estar seguro
objetivamente de que la teoría que les propone es verdadera: triunfó
sobre su propia defección, sobre su propia ignorancia, sobre su propio
terror de amor. Pero al mismo tiempo lo utilizó. En ese sentido hace lo
mismo que Perón: simula ser de una pieza, macho entre los machos, para
mostrar que él sí se separó él mismo, por su propia osadía, por su clarivi-
dencia en el amanecer de la vida, aunque quizá la verdadera se negó al
final, en la muerte temprana donde la verdad crepuscular enmudeció la
palabra –la lengua madre que el cáncer acalló– y la vida. Creo que la
locura –el tiro disparado en la universidad de la calle Viamonte contra
su primera mujer– quizá nos diga más de su verdad sobre el terror a la
mujer que la que enunció en la teoría.
Pero lo que me interesa es subrayar esto que ya vi en Perón, y que
Mandel muestra también en Hitler: el lugar del acentuamiento de
la madre en el que luego aparecen fungiendo de hombres acabados, y
la dominación sobre los demás hombres. Es la madre –sordamente
rebelde contra el padre. Pero es evidente que esto no basta para definir
el problema político, aun cuando esté en su fundamento primario como
ecuación también social. No es un determinismo, y al mismo tiempo sí lo
es. Porque cuando triunfan, si bien todos los que han sido así marcados
no lo logran ni tampoco necesariamente se lo propongan, cuando
triunfan sin embargo encontramos que allí está esa ecuación fatal.
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Toda la tierra tenía una sola lengua y las mismas palabras. Y acon-
teció que al ir viajando hacia el este finalmente descubrieron
una llanura en la tierra de Sinar, y se pusieron a morar allí. Y
empezaron a decirse, cada uno al otro: “¡Vamos! Hagamos ladri-
llos y cozámoslos con fuego para que queden duros”. Y fueles
el ladrillo en lugar de piedra y el betún en lugar de mezcla. Y
dijeron: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya
cúspide llegue al cielo. Y démonos un nombre, por si fuéremos
esparcidos sobre la faz de la tierra”.
Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban
los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: “He aquí que todos
1. Maurice Olender, Las lenguas del paraíso, Buenos Aires, FCE, 2005.
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Eso que pasó en el origen de la creación del hombre dejó paso, luego
de muchísimo tiempo, a un hecho histórico que los judíos vivieron hace
dos mil años, cuando frente a las tropas imperiales de Tito el reino de
los judíos fue aniquilado, su Templo destruido, donde murieron miles
de judíos y volvieron de nuevo a dispersarse por la tierra, sin patria.
En medio de la desolación y del terror, cuando ni siquiera Jehová, el
dios poderoso, pudo protegerlos, sucede una situación nueva: ¿de
dónde sacar fuerzas para recuperar la patria destruida allí donde todas
las esperanzas se habían esfumado, sin Dios que los proteja, sin suelo
propio, viviendo desolados lejos de esa tierra perdida?
Entonces sucede la aparición de Cristo y una nueva promesa de
salvación eterna que contraría y debería reorganizar la subjetividad
de todos los creyentes judíos, tal como Pablo y los Apóstoles se lo
proponían. Tienen que volver a unirse nuevamente para enfrentar al
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Un reino nuevo
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que con el retorno de Cristo no se trata de eso: el reino que se les abrirá
por primera vez, como una solución extraña, es un nuevo reino, el
Reino de los Cielos. Lo que Jesús les traerá desde arriba, ese cielo que
alcanzó de un salto, sin ladrillos ni torre, con el glorioso advenimiento
de la Parousía, será el Espíritu Santo: un cielo hecho de lenguaje. Con
este advenimiento, nos dicen los intérpretes, “se inaugura la era de la
salvación” cristiana: la salvación por la Palabra. Después veremos que la
salvación de ellos también depende de lo que hagamos nosotros, como
san Pablo lo expresa: “la salvación por los judíos”. Luego veremos por
qué –“los judíos primero” según dice san Pablo– necesitan que los
judíos se salven para salvarse ellos.
El Espíritu Santo es el que ahora desciende desde el cielo y nos trae
la Palabra Primera que los niños hablan: el Espíritu Santo, a diferencia
de la madre carnal engendradora, no tiene cuerpo sensual ni boca
sensible ni tampoco lo engendra en un acto amoroso donde el placer
la hubiera unido con el cuerpo de un hombre. No viene desde abajo
sino desde arriba. Es puro soplo, viento: aire en movimiento, suspiros
de fuego. Y si Jehová insufló el espíritu divino en las narinas de Adán
para animarlo, ahora con la resurrección de Cristo la cosa se complica:
1. el soplo no viene del Dios masculino sino de una diosa madre
femenina, pero travestida de masculina;
2. porque –y esto es lo más importante– la madre Virgen con su
Espíritu femenino –Espíritu Santo tras del cual su feminidad se oculta–
sólo enuncia la palabra del padre, no la suya;
3. y entonces la palabra de Dios-Padre ocupa de golpe el lugar en
que la madre hablaba con su hijo en la primera infancia: las palabras
celestes, en vez traernos las palabras de las Diosas del Cielo judías,
nos las devuelve convertidas ahora en la palabra del Dios masculino.
La Diosa madre, transformada en soplo asexuado en tanto queda
nombrada en la Santísima Trinidad como Espíritu Santo, se ha meta-
morfoseado en vocera, portavoz de la palabra de Dios Padre.
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La des-materialización de la madre
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2. “Y dijo Jehová a Moisés: Cuando hayas vuelto a Egipto, mira que hagas delante de Faraón
todas las maravillas que he puesto en tu mano; pero yo endureceré su corazón, de modo que
no dejará ir al pueblo. 4:22 Y dirás a Faraón: Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogé-
nito. 4:23 Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo
ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito. 4:24 Y aconteció en el camino, que en una
posada Jehová le salió al encuentro, y quiso matarlo. 4:25 Entonces Séfora tomó un pedernal
afilado y cortó el prepucio de su hijo, y lo echó a sus pies, diciendo: A la verdad tú me eres un
esposo de sangre. Así le dejó luego ir. Y ella dijo: Esposo de sangre, a causa de la circuncisión”
(Éxodo, 4:21-26). [N. de los eds.]
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3. La glosolalia remite a la capacidad mítica de hablar una lengua desconocida, tal como este
mito de las lenguas de fuego de pentecostés lo relata, Hechos, 2: 1-13. [N. de los eds.]
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4. Es lo que confiesa Pablo en 1 Corintios, 9:20-22: “Con los judíos me he hecho judío para
ganar a los judíos (…) Me he hecho débil para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos
para salvar a toda costa a algunos”.
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Los judíos que enfrenta Pedro y a los cuales quiere convertir en cris-
tianos ahora son, en cambio, los judíos vencidos y dominados a muerte
por el Imperio romano. Jehová mismo debe ser metamorfoseado en el
Dios-Padre cristiano cuyo destino Cristo cumple, al morir en la cruz
para pagar nuestros pecados. La culpa judía se metamorfosea en culpa
cristiana por haber pecado en el Edén: la fornicación prohibida se
convierte en el Pecado Absoluto, olvidando que el Edén era un sueño en
el cual Jehová los había metido. Que esa culpa era por haber fornicado
en el Edén con la madre, donde ni siquiera en el Paraíso está permitido.
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Describe Joel las venganzas de los judíos sobre los pueblos que los
sometieron, y luego dice:
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Más allá de que este texto resuene en los oídos de los creyentes de
ahora para justificar su retorno actual a Israel, como si la palabra de Jehová
se cumpliera despojando a los actuales palestinos de su territorio para
implantar en la antigua Judea el triunfo del moderno capitalismo cristiano,
y cristianizar a su pueblo al someterlo a aquello que como judíos deberían
oponerse, sigámoslo leyendo para comprender la metamorfosis que el cris-
tianismo pregona y con el cual muchos judíos se han confundido.
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combate. Que el terror no los venza. Y para eso les pide que les vuelvan
las ganas que la madre suscita al prolongarse en los bienes de la tierra.
Los judíos se salvarán, como pueblo elegido por Jehová-padre,
luchando por la tierra madre como hombres, haciéndose fuertes
como el Padre, para despertarse de la borrachera que vivían vencidos y
soñando como niños siendo grandes.
Y la visión final de la tierra conquistada vuelve a encontrar la imagen
profética terrenal, puesta en la mujer-madre como tierra ubérrima: y
“los montes destilarán mosto, y los collados fluirán, y por todos los arroyos
de Judá correrán aguas, y saldrá una fuente de Jehová”.
Metáforas que dicen lo materno –sus fluidos, su leche, sus sabores,
su abrazo amoroso– que la lengua patriarcal dice en forma poética y
sólo alusiva: que regará a la madre tierra para fertilizar sus valles, como
corresponde al esposo, Dios masculino y paterno que los protege y en
el cual aún creen y que acude a las fantasías de la infancia para reali-
zarlas, al prolongarlas, en la tierra.
Hay una distancia infinita entre Jehová y sus hijos: nadie participa
de la eternidad divina en la que sólo Él está situado. Por eso, volviendo
a lo que vimos antes, para entender lo que dice Pedro, los judíos que
lo escuchan deben sentir que sólo borrachos podrían creerle: embria-
gados del terrestre vino con el cual sueñan que reciben, en la lengua de
fuego, la materna leche. Eso hicieron los judíos vencidos, volviendo
a las fantasías arcaicas tal como fueron vividas con la madre en la
infancia. Jehová los quieres adultos que prolonguen la infancia, no
hombres-niños que se emborrachan para volver a soñar en el presente,
derrotados, la infancia perdida para siempre, como los judíos que
cambian de Dios, toman como modelo al hijo vencido y vuelven a la
madre arcaica, pero ahora como madre Virgen, lo opuesto a la madre
carnosa que en verdad tuvieron.
El cristianismo, en cambio, quiere a los hombres derrotados,
hombres-niños vencidos aunque resistentes, para vencerlos de nuevo,
pero para siempre. Necesitan vencer ese lugar de resistencia que los
judíos y los hombres tienen aún disponible en lo más primario de
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Consecuencias político-religiosas
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al hijo de Dios, que murió por sus pecados. Lo que comenzó con san
Pedro y san Pablo culmina con Hitler.
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5. Un desarrollo pormenorizado de esta lectura que Rozitchner realiza del Génesis se encuentra
en un libro inédito de pronta aparición en esta colección de la Biblioteca Nacional de las
Obras de León Rozitchner. [N. de los eds.]
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6. El comentarista católico de la Biblia dice que Lucas, autor de este texto, “tenía derecho a
defender”, con Pablo, “la lealtad de este último [Pablo] al poder romano” (p. 1547).
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que la disuelva y se quede con su áurea, porque sólo con ese cuerpo
evanescente se construye un fantasma de madre. Detrás de la Madre
Virgen está el Dios-Padre que la inseminó para hacer que esa madre
engendre el hijo que el sistema histórico de dominación necesita:
un Hijo que va hacia la muerte en busca del Padre-espectral que la
madre fantasmal le ofrece. Este es el único instinto de muerte que el
psicoanálisis busca en vano: el que desde afuera nos lleva a matarnos
porque el terror aniquiló primero a nuestra madre. El espectro está
ahora adentro y afuera: no tenemos salida.
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Cristo, el hijo que se vuelve loco
de amor por su madre
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para destruirla, como lo hizo con el diluvio –el arca de Noé– para
destruir toda la madre naturaleza. Pero el hijo judío no es eterno. Será
sólo un modelo de hombre justo y bueno, que prolongará la leche y la
miel que bebió en la madre en la leche de las becerras y la miel de las
abejas cuando cultive, adulto, la buena tierra.
Metáforas de la unión materna, no dividida: “Todo reino dividido
contra sí mismo es desolado; y toda ciudad o casa dividida contra sí
misma, no permanecerá” (Mt., 12:25).
Cofre y caja de joyas robadas que el vientre materno encierra, contra
la intrusión del marido que la goza. El Edipo judío soslayado: el hijo
vence al padre, le roba las joyas al valiente y le saquea su casa. “Porque,
¿cómo puede entrar alguno en la casa del valiente, y saquear sus alhajas,
si primero no prendiere al valiente? Y entonces saqueará su casa” (12:29).
Hay que enfrentar al dueño de casa, dominar al padre, para acceder al
útero materno y recuperar las joyas de la corona.
Defensa del Espíritu Santo (la Madre): con esas joyas robadas al
padre, habitando su espacio, saqueando sus tesoros –que es el corazón
materno en el hijo– del vientre puro de la madre, será diferente al padre:
“el hombre bueno del buen tesoro del corazón saca cosas buenas y el hombre
malo del mal tesoro saca cosas malas” (12:35). Del tesoro debe ser excluido
el padre valiente que detenta las joyas que el útero materno encierra. El
hombre bueno es el que participa del Dios espiritual materno; el otro, el
malo, es el hijo perdido de la carne gozada. Y hay joyas buenas y joyas
malas en ese vientre femenino: de la mala madre, que goza concupiscen-
temente con el hombre-marido, y la buena madre, que goza y concibe
puramente al hijo con su propio padre.
Y evoca Jesús a Jonás, cuando los judíos incrédulos de su divinidad
como Hijo de Dios, le piden una señal de su origen divino: “la señal
no le será dada, sino la señal de Jonás el profeta” (12:39). ¿Por qué esta
súbita referencia de Cristo al Jonás de la Biblia judía?
Se trata del mito de Jonás en el vientre de la ballena que lo había
engullido, quien le grita a Dios para que lo salve de sus entrañas, a
las que fue arrojado por desobedecerlo. Y como es Jehová quien pone
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Jesús nació como hijo puro de ese vientre virgen y aseado, y al que el
espíritu inmundo de los hombres pecadores vuelve a hollar otras siete
veces engendrando hijos terrestres luego del nacimiento celeste. Cristo
quiere permanecer en el vientre puro de las diosas, mientras que Jonás
aterrado le pide al dios paterno que lo salve. Cristo vive la fantasía
arcaica del engendramiento celeste, mientras que Jonás se ve arrojado a
la vida real y humana. La madre es vientre aterrorizante, pero es posible
volver a nacer vivo para la vida. En la alegoría cristiana está acentuada
la muerte como aquello de lo cual se nace: la tierra madre es la tumba,
y los tres días que Cristo señala son los tres que permanecerá muerto
antes de su resurrección: de su nuevo nacimiento. Pero su nuevo naci-
miento lo sitúa en el reino de los cielos, que es el vientre aún no hollado
de la madre. Ese es el modelo cristiano: la amenaza materna de muerte,
que es salir de ella, nos arroja fuera de la vida, en el reino del más allá de
la vida: en el regazo muerto del cielo paterno. Esta interpretación que
hago, introduciendo la figura de la madre que no está nunca señalada
en el texto, se ve corroborada por lo que a renglón seguido dice Cristo,
inesperadamente:
La madre real, esa que está presente y que engendró otros hijos en
la carne como hermanos suyos, es desconocida como madre propia. La
madre celeste y virgen está dentro suyo, inseparable: no puede ser esa
que aparece afuera. Tampoco sus hermanos, producto ellos de la insemi-
nación inmunda, no como la suya de la fecundación divina. Parte de la
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sagrado que lo contenga. Por eso, lo primero que hace, con Pedro, el
hijo de Jonás, es fundar la Santa Madre Iglesia, como cuerpo místico
exteriorizado. Pero su destino como modelo extremo está sellado.
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