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Esta orden era obedecida con prontitud, acicateados por el reclamo de las
tripas, que al retorcerse sonaban cadenciosamente.
A este, casi nadie lo conocía por su nombre, sino por su alias “el Chirigua”.
Venia de una de las poblaciones más temidas de Santiago: la San Gregorio.
Esta peculiar población tenía un grito que la identificaba plenamente:
¡Combo, cuchillo y velorio! ¡Población San Gregorio! Eso lo expresaba
todo.
El calabozo era una pieza al fondo del recinto de guardia, cerrada por una
puerta de fierro, con un ventanuco con barrotes hacia el interior desde
donde podía observarse al detenido. Afuera, en el pasillo, había un taburete
donde se solía sentar el vigilante un momento, sin dejar de escuchar lo que
sucedía en la pieza contigua. A intervalos se paraba y caminaba
acompasadamente, para no quedarse dormido. En ese instante envidiaba a
Canales, quien parecía descansar, aunque se removía inquieto y
rezongando.
Al cabo de un rato, de improviso escucha a Canales hablar roncamente:
- ¡Garate, dame un poco de agua, que parece estoy ardiendo!
Tres años más tarde, un grupo numeroso de personas, salía del salón de una
Junta de Vecinos. En cada rostro se observaba satisfacción y esperanza.
Afuera, se despedían del presidente de la Junta:
- ¡Gracias señor Canales, ahora sí que vamos a tener el agua potable
instalada! ¡El Alcalde se comprometió con nosotros esta vez!