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HACIA UN MODELO SEMIÓTICO PARA LA TEORÍA DEL CUENTO

LAURO ZAVALA

1. INTRODUCCIÓN: DE LA TEORÍA A LA META-TEORÍA

Durante los últimos años se ha intensificado en varias lenguas el interés por la reflexión
sistemática acerca del cuento literario. Se han publicado varias compilaciones
especializadas, orientadas a estudiar aspectos específicos del género (C. May 1994; P.
Fröhlicher & G. Güntert 1995; V. Engel 1995), a reunir definiciones de carácter general
(C. de Vallejo 1989; S. Lohafer & J.E. Clarey 1989; C. Pacheco & L. Barrera Linares
1993) o a sistematizar las poéticas de los cuentistas a partir de su experiencia de
escritura (E. Current-García & W.S. Patrick 1974; L. Brizuela 1993; A. Charters 1995;
L. Zavala 1993; 1994; 1996)

Sin embargo, aún es necesario contar con un modelo lo suficientemente flexible para
incorporar la diversidad de elementos constitutivos y las múltiples estrategias de
construcción de un objeto tan ubicuo como el cuento. En particular, es posible pensar en
la existencia de un metamodelo que permita incorporar en su interior las explicaciones
propiamente teóricas y las construcciones poéticas de carácter heurístico que producen
los autores durante el proceso de la escritura.

2. UN GÉNERO DE ESCRITURA Y TRES ESTRATEGIAS DE LECTURA

En este trabajo presento un modelo ternario para el estudio de las teorías del cuento,
derivado del modelo semiótico de Peirce. A partir de la distinción semiótica entre
estrategias deductivas, inductivas y abductivas de argumentación, es posible reconocer
la existencia de tres estrategias para la definición de un cuento. Estas estrategias pueden
ser llamadas, respectivamente, normativa, casuística e inferencial.

Este modelo ternario tiene una naturaleza pragmática, y se deriva de una reflexión sobre
los procesos de lectura y escritura que los lectores y autores ponen en práctica durante la
interpretación de textos concretos. Como se verá más adelante, estos procesos están
muy ligados al acto nominativo, que a su vez tiene consecuencias lógicas, por el sólo
acto de llamar a algo un "cuento".

Las características generales de cada una de las estrategias en la lectura y escritura de un


cuento son las siguientes:

a) Estrategia normativa. Desde esta perspectiva, un texto puede ser reconocido como
un cuento literario a partir de un sistema deductivo por medio de abducciones
hipercodificadas, es decir, a partir de una o varias definiciones canónicas, establecidas
como parte de un sistema de representación del corpus genérico. Un cuento es lo que
dictan las definiciones.

b) Estrategia casuística. Desde esta perspectiva, un texto puede ser interpretado como
un cuento literario a partir de un sistema inductivo por medio de abducciones
hipocodificadas, es decir, a partir de una o varias lecturas que ponen en juego estrategias
de comprensión derivadas del horizonte de expectativas del lector o de la comunidad
interpretativa a la que pertenece. Un cuento es lo que los lectores interpretan como tal.

C) Estrategia inferencial. Desde esta perspectiva, un texto puede ser construido como
un cuento literario a partir de un sistema de abducciones propiamente dichas (de
naturaleza creativa), es decir, a partir de la formulación de inferencias derivadas del
reconocimiento de improntas, síntomas e indicios de lo que puede ser considerado como
un cuento. Un cuento es todo aquello que llamamos "cuento".

Esta última estrategia permite reconocer todas las formas posibles que puede adoptar el
género, ya que incorpora los elementos propios de las otras estrategias (la normatividad
genérica y la experiencia particular de cada lectura), asimilando además las formas
experimentales de la escritura literaria. Este es el modelo que permite releer
irónicamente la tradición y reescribirla en formas inéditas. Este es el modelo que está
más próximo a la experiencia misma de la escritura literaria, y de la escritura crítica
acerca de los cuentos.

Se trata de una estrategia que permite negociar elementos pertenecientes al horizonte de


la experiencia y al horizonte de las expectativas, al universo del lector individual y al de
las comunidades interpretativas, y en la que el lector, a partir de su experiencia personal
(secundariedad), utiliza su familiaridad con la norma (terceriedad) y genera un texto
nuevo (primariedad).

3. LA LECTURA COMO ABDUCCIÓN: DE LA NOMINACIÓN A LA


GENERACIÓN TEXTUAL

En el caso de lo que llamamos "cuento", entonces, las formas en las que un texto es
reconocido, interpretado o construido como cuento literario, pueden ser puestas en
práctica al leer un texto breve cualquiera. En cada caso (reconocimiento, interpretación
o construcción) las características que distinguen a un cuento de otra clase de texto
escrito atraviesan por procesos y criterios de validación distintos entre sí, dependiendo
de que partan, respectivamente, de una regla (deductivamente), de un caso
(inductivamente) o de un resultado (abductivamente).

Las características textuales que pueden ser reconocidas, interpretadas o construidas a


partir de la adopción de cada una de estas respectivas estrategias pueden ser de
naturaleza formal (como la extensión del texto), de naturaleza estructural (como las
funciones del título, del inicio y del final del texto) y de naturaleza propiamente
narrativa (como el perfil de los personajes, la construcción de la instancia narrativa, el
empleo de convenciones genéricas y el tratamiento del tiempo y el espacio dentro del
texto). Cada uno de estos elementos es reconocido, interpretado o construido de manera
diferente desde cada una de las perspectivas señaladas (normativa, casuística o
inferencial).

La estrategia normativa presupone que cualquier texto que cumple ciertas condiciones
formales, estructurales y narrativas, por definición es un cuento. Desde esta perspectiva,
la brevedad misma del texto responde a parámetros específicos, que varían según la
preceptiva adoptada. Sin embargo, cada una de estas preceptivas ha surgido a partir de
observaciones casuísticas, es decir, cada una de ellas se ha establecido a partir de la
existencia de una tradición (de textos publicados) dentro de la cual se ha decidido llamar
"cuento" al que tenga una determinada extensión. Y este acto nominativo, a su vez, ha
surgido a partir de la necesidad de distinguir textos con características distintas del
cuento de tradición oral, de la poesía y de la novela, que son los géneros próximos ante
los cuales resulta necesario establecer diferencias específicas. En otras palabras, el
proceso que ha llevado a la creación de normas genéricas ha tenido su origen en
condiciones contingentes, precisamente a partir de una lógica casuística.

A su vez, la adopción de estrategias casuísticas se ha apoyado, en un principio, en una


lógica inferencial, la cual es necesaria precisamente durante el acto de creación (literaria
o crítica) y en el proceso de evolución de las formas narrativas y de las formas de
lectura de textos concretos en condiciones históricas particulares.

Así, una vez creada una norma conceptual a partir de una tradición textual, la estrategia
de reconocimiento normativo se pone en juego frente a cualquier nuevo texto. Pero la
naturaleza necesariamente impredecible de la creación textual y la naturaleza conjetural
de toda lectura crítica determinan que sea posible reestructurar de manera periódica por
lo menos algunos elementos del sistema normativo, en función de textos e
interpretaciones que no se apeguen a las reglas existentes en un momento particular, y
que sin embargo tampoco puedan ser adscritos como pertenecientes a otros géneros
discursivos.

En este contexto, en términos generales, un cuento clásico podría estar definido en el


rango que va de las 2 mil a las 10 mil palabras, lo cual significa, aproximadamente,
entre 10 y 50 páginas impresas. Sin embargo, existen lectores, editores y críticos para
los cuales es posible llamar "cuento" a textos narrativos que tengan una extensión
menor (o incluso mayor) a este rango. Es así como se han creado categorías como
cuento "corto" (mil a dos mil palabras), "muy corto" (200 a 1000 palabras) y ultracorto
(1 a 200 palabras).

4. UN MODELO TERNARIO Y LA RETÓRICA DE LA LECTURA

El empleo de una u otra estrategia para la definición de un texto como cuento está
organizado, lógicamente, como se muestra a continuación:

a) Estrategia normativa (nomotética): Una regla y un caso para un resultado.

Regla: Los textos con estas características son cuentos


Caso: Este texto tiene estas características
Resultado: Este texto es un cuento

b) Estrategia casuística (historiográfica): Repetir experiencias (casos) para observar


resultados y probar (o desaprobar) una regla.

Caso: Este texto tiene estas características


Resultado: Este texto es un cuento
Regla: Los textos con estas características son cuentos

c) Estrategia conjetural (abductiva): A partir de evidencias (resultados) ensayar


diversas hipótesis (reglas) que permitan reconstruir el objeto (resolver el caso)
Resultado: Este texto es un cuento
Regla: Los textos con estas características son cuentos
Caso: Este texto tiene estas características

Precisamente en la abducción, la decisión de considerar que un texto particular es un


cuento implica una decisión a la vez generativa y nominativa, ya que el acto de llamar
"cuento" a un texto determinado presupone la construcción (o la adopción) de una regla,
que puede ser generada por el acto mismo de llamar a un texto específico "cuento" y no
otra cosa. Así, por ejemplo, un editor en la contraportada de un libro, un lector durante
el acto de comentar lo que está leyendo o un escritor durante el proceso de creación
pueden llamar "cuento" a un texto que otro editor, lector o escritor podrían llamar,
respectivamente, "diálogo dramático", "relato" o "poema en prosa".

Aquí podría señalarse que el acto nominativo es un acto de secundariedad en la medida


en que constituye un resultado, es decir, constituye una experiencia concreta. Y en esa
medida puede ser considerado como un indicio (de la existencia de un cuento),
precisamente porque el efecto precede a la causa en una relación de contigüidad posible.

Además, podría añadirse que todo acto nominativo, desde una perspectiva abductiva,
presupone un acto generativo, en la medida en que es posible llamar a un texto "cuento"
sólo si tiene determinadas características. La generación de reglas propias para cada
caso nominativo convierte al acto de llamar a un texto "cuento" y no otra cosa, un acto
de terceriedad condicionada por un caso particular.

La abducción conjetural, como ha sido señalado por numerosos autores, se construye al


producir una interpretación que reconoce la existencia de una serie de elementos de la
realidad a los que podemos considerar como improntas, es decir, como elementos
sinecdóquicos que pueden ser reconstruidos bajo una denominación particular a partir
de inferencias igualmente fragmentarias.

5. LA ABDUCCIÓN NOMINATIVA COMO UN ACTO PERFORMATIVO

Veamos un ejemplo concreto de abducción nominativa. Si encuentro un texto de una


sola palabra, que forma parte de "un libro de cuentos", con un título propio y al final de
una serie de cuentos, puedo inferir como síntoma, es decir, como reconocimiento de una
contigüidad necesaria entre efecto y causa, que existe una instancia editorial (el autor
del libro, al incluir este texto en la colección) que ha decidido incluir este texto bajo el
nombre común de "cuentos".

Por otra parte, también puedo reconocer algunas improntas acerca de la existencia de un
cuento (como inferencias sinecdóquicas a partir de otros indicios). La primera de estas
improntas es el hecho de que el texto forma parte de un libro cuyo título es Infundios
ejemplares. Ello indica que en el libro hay diversos infundios, es decir, ficciones (o
cuentos). Pero también anuncia el proyecto estructural de la ordenación de los textos,
pues éstos se presentan en un orden que va del que tiene mayor extensión (dos páginas)
al de menor extensión (una palabra), como si se tratara de un embudo textual. El libro,
entonces, no sólo contiene infundios sino que tiene una estructura infundibuliforme (del
más extenso al más corto).
El texto en cuestión tiene como título "Dios", y contiene una sola palabra: precisamente
la misma del título. Una lectura deductiva, canónica, del texto en cuestión, podría hacer
pensar que no se trata de un cuento, puesto que no hay una narración evidente, no hay
una construcción explícita de personajes, no rebasa la extensión mínima de dos mil
palabras, y no hay un tratamiento genérico de las convenciones narrativas que permitan
reconocer la naturaleza de este texto. Desde esta perspectiva lógica, este texto no es un
cuento.

Una lectura inductiva llevaría a pensar que la naturaleza del texto depende de la
consideración o la exclusión de los otros elementos contextuales que rodean al texto,
pues la consideración de algunos de ellos podría llevar a incorporar una serie de
elementos implícitos que sólo un lector interesado en tomarlos en cuenta en su lectura
genérica los habrá de incorporar para emitir un juicio de carácter genológico, es decir,
para determinar si se trata de un cuento o no.

Una lectura abductiva podría partir de la interpretación de que el texto más breve puede
ser el más extenso, precisamente porque, como en la radio, deja al lector la posibilidad
de recrear, a partir, de un solo término, y por la propia naturaleza semántica de éste,
diversos universos textuales. Por último, y como se señala en la contraportada del
mismo libro, con este texto se llega al "mayor infundio teológico".

6. LEER Y ESCRIBIR NO EQUIVALEN A TEORIZAR Y ANALIZAR

La frecuencia con la que desde el sentido común se confunden las tres estrategias de
sentido que aquí han sido señaladas tiene gran importancia en la filosofía de las ciencias
sociales y en la teoría y el análisis literario. En ambos casos, distinguir entre la
estrategia abductiva y la deductiva permite distinguir entre tener la experiencia y
entender esta experiencia, es decir, entre escribir un cuento y reconocer los elementos
que distinguen a un cuento de otro o a un cuento de otra clase de textos. Una
consecuencia de no establecer claramente esta distinción consiste en presuponer que
quien escribe un cuento entiende la experiencia de escribir o reconoce las características
de un cuento mejor que quien no escribe cuentos.

Sin embargo, no es necesario ser cuentista para entender lo que es un cuento.

Creer lo contrario es adoptar una tesis solipsista, en la que se confunde una causa
necesaria (escribir un cuento) con unos efectos posibles (la interpretación del proceso y
la interpretación del producto). En este contexto es frecuente confundir el origen de las
huellas, los síntomas y los indicios (como elementos sinecdóquicos de lo que llamamos
“cuento”) con las relaciones de causalidad posible y necesaria entre efecto y causa, es
decir, con el análisis de un cuento y con la teoría del cuento en general.

En otras palabras, la distinción que aquí proponemos entre las estrategias deductiva,
inductiva y abductiva para la teoría del cuento es similar a la distinción mucho más
general que existe entre teoría, análisis y creación literaria. La teoría propiamente dicha
(que aquí tendríamos que llamar “metateoría”) es deductiva; el análisis sistemático
sigue una lógica inductiva, y la lectura y la escritura son actividades necesariamente
abductivas.
A partir de esta distinción podemos distinguir entre la adopción de modelos y
definiciones genológicas pertenecientes a la formulación teórica propiamente dicha
(como actividad de naturaleza deductiva, a partir de reglas aplicables a todos los casos);
el reconocimiento de elementos específicos en textos concretos, propio del análisis
(como actividad de naturaleza inductiva y experimental, a partir del examen de
elementos particulares en textos concretos), y la proyección probabilística de relaciones
de causalidad posible entre texto e intención, propios de la creación literaria (como
actividad de naturaleza asintótica y aproximativa, es decir, abductiva).

La lectura cuidadosa de las poéticas escritas por los cuentistas lleva a la conclusión de
que los autores de cuentos suelen escribir textos de una gran calidad literaria cuando
escriben acerca de su experiencia de escritura. Pero la lectura de estos textos, en los que
cada escritor escribe acerca de su experiencia de escritura, no necesariamente
contribuye al análisis o la teorización de lo que llamamos “cuento”, pues la producción
de análisis y de teorías depende de la interpretación de elementos particulares o del
reconocimiento de elementos generales, respectivamente, y estas actividades no están
garantizadas por la escritura misma. Escribir no es lo mismo que leer, ni tampoco es lo
mismo que escribir acerca de la experiencia de escribir. Un plano de la experiencia no
garantiza familiaridad con otro plano radicalmente distinto.

7. CONCLUSIÓN: UN TEXTO ES LEÍDO SEGÚN EL CRISTAL SEMIÓTICO CON


QUE SE MIRA

Una consecuencia de la adopción del modelo semiótico consiste en la posibilidad de


reconocer de manera persuasiva la naturaleza literaria de textos narrativos breves que
canónicamente no han sido considerados como cuentos, como es el caso de los
hipertextos, los etnocuentos, las crónicas de viaje, los cuentos ultracortos y algunas
formas de escritura paródica, híbrida y metaficcional.

Cada una de estas estrategias para el estudio, la lectura o la escritura de un cuento puede
ser utilizada de manera similar para el estudio, la lectura o la escritura de cualquier texto
cultural, ya sea escrito o de otra naturaleza. De esta manera, es posible pensar en la
creación de modelos semióticos para el estudio de las diversas lecturas posibles de
textos de naturaleza sartorial, proxémica, cinematográfica, musical, arquitectónica o
cualquier otra.

Los límites de la interpretación, sin embargo, están determinados por la imaginación de


los lectores.

Referencias

Brizuela, Leopoldo, (comp.): Cómo se escribe un cuento. Buenos Aires, El Ateneo,


1993.

Charters, Ann, (Ed.): The Story and Its Writer. Boston. Bedford Books of St. Martin's
Press, 1995.

Current-García, Eugene & Walton S. Patrick, (eds.): What Is the Short Story? Glenview,
Scott, Foresman and Co., 1974.
Eco, Umberto: “Cuernos, cascos, zapatos: tres tipos de abducción”, en Los límites de la
interpretación. México, Lumen, 1992, 254-282.

Engel, Vincent, Ed.: Le genre de la nouvelle dans le monde francophone au tournant du


XXIe siècle. Quebec, L'instant même, 1995.

Frölicher, Peter & Georges Güntert, (comps.): Teoría e interpretación del cuento.
Berna, Lang, Perspectivas Hispánicas, 1995.

Golwarz, Sergio: Infundios ejemplares. México, Fondo de Cultura Económica, 1967.

Lohafer, Susan & Jo Ellyn Clarey, (eds.): Short Story Theory at a Crossroads. Baton
Rouge and London, Louisiana State University Press, 1989.

May, Charles E., (Ed.): The New Short Story Theories. Athens, Ohio University Press,
1994.

Pacheco, Carlos & Luis Barrera Linares, (comps.): Del cuento y sus alrededores.
Caracas, Monte Avila Editores Latinoamericana, 1993 (2ª. Ed. 1997)

Pavón, Alfredo, (comp.): El cuento está en no creérselo. Tuxtla Gutiérrez, Universidad


Autónoma de Chiapas, 1986.

--------, (comp.): Teoría y práctica del cuento. Encuentro Internacional 1987. Morelia,
Instituto Michoacano de Cultura, 1987.

Peirce, Charles Sanders: “Abduction and induction”, en Philosophical Writings of


Peirce. Selected and edited by Justus Buchler. New York, Dover, 1955, 150-156.

Vallejo, Catharina V. de, (comp.): Teoría cuentística del siglo XX. (Aproximaciones
hispánicas). Miami, Ediciones Universal, 1989.

Zavala, Lauro, (comp.): Teorías de los cuentistas. México, UNAM, 1993.

--------, (comp.): La escritura del cuento. México, UNAM, 1995.

--------, (comp.): Poéticas de la brevedad. México, UNAM, 1996.

EL CUENTO MEXICANO CONTEMPORÁNEO

LAURO ZAVALA

Durante muchas décadas la atención de los lectores de literatura mexicana ha estado


centrada casi exclusivamente en la novela, con la consecuente marginación del cuento
como un género menor. Sin embargo, esta situación ha sufrido un cambio radical,
provocado por las transformaciones que ha tenido la escritura del cuento, especialmente
durante las últimas dos décadas. Ello ha atraído la atención de numerosos lectores, lo
mismo dentro y fuera del país.
Tradicionalmente se ha señalado como uno de los elementos más característicos de la
narrativa mexicana la existencia de un tono solemne. Precisamente uno de los cambios
que podemos observar en el cuento surgido durante las últimas décadas es el tono
irónico y la naturaleza experimental de esta escritura, si bien durante los primeros años
de la década de 1990 los cuentistas más jóvenes han retomado la tradición
conversacional y la escritura de géneros tradicionales, como el relato policiaco y la
épica de la vida cotidiana.

El referente más importante de la escritura contemporánea se encuentra en las décadas


de 1950 y 1960. La escritura de este periodo se caracterizó, en general, por su naturaleza
intimista, como una escritura próxima a la tragedia y a la tradición hierática. En este
contexto, el cuento era entendido aún como una preparación para la escritura de la
novela, y tal vez en parte por esta razón muchos de estos cuentos tendían a ser
relativamente extensos, casi en competencia con la novela corta. Entre los escritores
paradigmáticos de este periodo habría que mencionar a José Revueltas, Juan García
Ponce, José de la Colina, Juan Vicente Melo, Inés Arredondo y Elena Garro. Por
supuesto, cada escritor generó características propias de su universo narrativo, siempre a
partir de la búsqueda de epifanías personales y la presencia de algún misterio específico,
que el lector puede llegar a intuir a lo largo de la lectura.

En contraste con lo anterior, el cuento mexicano de los últimos 25 años se ha


caracterizado por la experimentación con el lenguaje, el ejercicio de la parodia, la ironía
y el humor, y el tratamiento casi periodístico de la cotidianidad colectiva.

El nuevo cuento mexicano es una práctica de la escritura tan experimental como la


poesía, y que atrae cada vez más la atención de numerosos lectores, tal vez debido a dos
razones evidentes: la brevedad de su extensión (raramente rebasa las tres o cuatro
páginas) y su mimetismo (temático y técnico) con la escritura periodística y otros
géneros igualmente cotidianos, como la escritura epistolar y el aforismo.

Hay numerosas coincidencias estilísticas e ideológicas entre estos escritores y algunos


de los cronistas de la identidad urbana contemporánea, como José Joaquín Blanco,
Hermann Bellinghausen y Carlos Monsiváis, quienes a su vez comparten el interés de
narradores como Armando Ramírez y Cristina Pacheco por registrar la cotidianidad
anónima y marginal.

Los antecedentes genéricos más importantes de estas formas de la escritura en el cuento


mexicano actual se encuentran en cuentistas tan diversos como Efrén Hernández y Julio
Torri (en la primera mitad del siglo), Juan Rulfo y Juan José Arreola (en la década de
1950) y Salvador Elizondo y Augusto Monterroso (en la década de 1960). Aquí
conviene detenerse un momento en los cuentistas mencionados, pues ellos son, por
definición, el antecedente más inmediato del cuento mexicano contemporáneo.

Julio Torri es el creador de un universo narrativo en el que coexisten las voces


populares con los mitos clásicos, para dar forma a una visión escéptica de la condición
humana. Efrén Hernández, por su parte, creó un universo imaginario autónomo,
aparentemente alejado de las contingencias de la vida cotidiana, con sus propias reglas
y, sobre todo, con su propio ritmo de lectura.
En los cuentos de Juan Rulfo (El llano en llamas, 1954) la transculturación narrativa
significa la extrapolación de la sintaxis mítica del mundo rural al lenguaje de los
lectores urbanos, por lo que el empleo experimental del tiempo narrativo adquiere
resonancias alegóricas.

Juan José Arreola (Confabulario, 1952; Bestiario, 1959) es el creador de una escritura
densamente intertextual, donde el final sorpresivo, paradójicamente, está anunciado de
manera velada desde las primeras líneas, por lo que este mismo recurso del cuento
clásico (el final sorpresivo) se vuelve irrelevante ante la fuerza y el ritmo del lenguaje.

Salvador Elizondo (El grafógrafo, 1967) es un autor de escritura autosuficiente, auto-


referencial, capaz de crear sus propios parámetros, en los que lo relatado carece de
importancia ante la exhibición de los recursos utilizados para convocar diversas
imágenes.

Augusto Monterroso ejercita (en La oveja negra y demás fábulas, 1969) la parodia de un
género ajeno al cuento literario (la fábula moralizante), utilizado para crear
complicidades con el lector; su escritura se inscribe en esa tradición literaria (de la que
Julio Torri es el mejor ejemplo) en la que se dice más a partir de lo no dicho; a mayor
brevedad, mayor complejidad.

En retrospectiva, la importancia de La oveja negra y demás fábulas puede reconocerse


al observar que es la obra más significativa del periodo de transición comprendido entre
1967 y 1971, es decir, el periodo en el que se publican diversos libros de cuento que
establecen, en conjunto, una ruptura con el tono dominante durante más de 50 años de
narrativa mexicana. En 1967 se publica La ley de Herodes de Jorge Ibargüengoitia
(colección de cuentos irónicos); en 1968 se publica Inventando que sueño de José
Agustín (que incluye el importante y divertido cuento "¿Cuál es la onda?"); en 1969 se
publica Hacia el fin del mundo de René Avilés Fabila (donde el autor integra fantasía,
política y humor); también el 1969 (año de publicación de La oveja negra...) se publica
Infundios ejemplares de Sergio Golwarz (ejercicios paradójicos de brevedad creciente);
en 1971 se publica Album de familia de Rosario Castellanos (que incluye el cuento-
ensayo "Lección de cocina", histórica muestra de humor grotesco acerca de la condición
de la mujer en la institución matrimonial), y también en ese año se publica El principio
del placer de José Emilio Pacheco, que contiene el espléndido relato "La fiesta brava".

Este último cuento, que trata alegóricamente sobre las relaciones de amor-odio entre
México y los Estados Unidos, merece una mención especial en este recuento, debido a
que es virtualmente el único ejemplo de metaficción historiográfica en la historia del
cuento mexicano, mientras las novelas hispanoamericanas más sobresalientes de las
décadas de 1960 y 1970 explotaron esta misma veta, que podemos llamar neobarroca.
Esta forma de escritura consiste en dirigir una mirada irónica a la historia colectiva, y
simultáneamente dirigir una mirada irónica al proceso de la creación literaria, con lo
cual se relativiza toda construcción de sentido apoyada en el empleo de un código
cultural.

En todos estos escritores se observa un interés por jugar con las convenciones de la
percepción de la realidad social, por lo que hay una exhibición de lo ridículo que pueden
llegar a ser también las convenciones sociales.
A partir de 1970, en parte como consecuencia de la crisis de 1968, los cuentistas
muestran una mayor preocupación por los problemas políticos del país y por reflejar el
lenguaje popular urbano, sin dejar de lado el humor y la experimentación con el género
fantástico; en este periodo sobresalen, entre otros, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila,
Elena Poniatowska y Eraclio Zepeda.

Durante la década de 1970 fue más notoria la experimentación en la poesía y la novela


que en el cuento, como puede observarse en las novelas de Fernando del Paso, José
Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, Sergio Fernández, Héctor Manjarrez, Daniel Leyva,
Joaquín Armando Chacón y Gustavo Sáinz. En las novelas de estos escritores hay,
además de una tendencia a la metaficción historiográfica, una escritura notoriamente
fragmentaria, lo cual inevitablemente los aproxima a la escritura del cuento.

Dejando de lado la distinción entre cuento clásico (con final único y sorpresivo) y
cuento moderno (con final abierto, inminente, diferido a otro cuento de la misma serie o
anticipado en el interior de la narración), se pueden señalar las siguientes características
formales del nuevo cuento surgido en la década de 1980:

a) tono lúdico: extrañamiento de lo cotidiano a través del empleo de la fantasía, el


humor, el absurdo y los juegos con el lenguaje;

b) brevedad extrema: tendencia a la escritura casi periodística y aforística, con una


extensión que oscila entre las tres cuartillas y las tres líneas;

c) experimentación genérica con los límites y las fronteras del cuento tradicional, ya sea
en relación con otras formas de la escritura (experimentación intergenérica) o al interior
de la narración (experimentación
intragenérica).

Durante los últimos años las formas de la experimentación han sido muy diversas, y
entre ellas se podrían mencionar, a modo de ejemplo, las siguientes: la parodia de
tratados filosóficos a partir de temas triviales o inverosímiles (Hugo Hiriart en
Disertación sobre las telarañas); el relato escéptico de sorpresas, minucias, residuos y
protestas radicalmente personales (Alejandro Rossi en Manual del distraído); el
cuestionamiento, en forma de crónicas satíricas, de las condiciones de extremo riesgo de
improductividad en las que trabajan los investigadores universitarios (Guillermo
Sheridan en Cartas de Copilco); las reflexiones sobre el acto de escribir, formuladas
como reseñas epistolares de libros literarios (Bárbara Jacobs en Escrito en el tiempo); la
escritura de una serie lipogramática de cinco cuentos en los que sólo se utilizan palabras
que contienen, respectivamente, una sola de las vocales (Oscar de la Borbolla en Las
vocales malditas). También encontramos narraciones en forma de adivinanzas en forma
de poemas en prosa (Manuel Mejía Valera en Adivinanzas); artículos de crítica musical
en forma de relatos, y viceversa (Alain Derbez en Los usos de la radio); juegos
formales, como la escritura de una novela policíaca de cien capítulos en el espacio de
pocas líneas (Francisco Hinojosa en Informe negro); minuciosas descripciones
psicológicas de objetos cotidianos (Fabio Morábito en Caja de herramientas); versiones
paródicas de narraciones canónicas (Vicente Leñero en "¿Quién mató a Agatha
Christie?" y José Emilio Pacheco en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales);
tipologías intuitivas de personalidades femeninas a partir de la preferencia por ciertas
prendas de vestir (Guillermo Samperio en Cuaderno imaginario); narraciones en las que
se adjetivizan los verbos, se sustantivizan los pronombres y, en general, se trastocan
todas las funciones sintácticas y gramaticales del idioma (Dante Medina en Niñoserías);
cuentos de vampiros en los que se subvierten las convenciones del género (Laszlo
Moussong en Castillos en la letra); narraciones irreverentes de naturaleza experimental
(Hugo Enrique Sáez en Cuadernos patafísicos); relatos paródicos en los que la
perspectiva femenina subvierte el sentido común (Martha Cerda en La señora Rodríguez
y otros mundos).

Al dirigir una mirada retrospectiva de las principales polémicas acerca del cuento
mexicano durante los últimos 40 años, puede entenderse mejor cuál es su situación
actual. En la década de 1950 se estableció la polémica entre el cuento telúrico
(ejemplificado por Juan Rulfo) y el cuento artesanal (ejemplificado por el también
jalisciense Juan José Arreola). En la segunda mitad de la década de 1960 se estableció la
ruptura entre el cuento realista, intimista y trágico (representado por los anteriores
colaboradores de la canónica e imprescindible Revista Mexicana de Literatura) y el
cuento humorístico, paródico e irreverente (ejemplificado por José Agustín); en las
décadas de 1970 y 1980 las fronteras no están demarcadas tan nítidamente; las
polémicas de décadas anteriores son ya irrelevantes, o en muchos casos las tendencias
en pugna ahora coexisten en un mismo texto. Incluso los cuentistas que utilizan las
técnicas más tradicionales del relato son extraordinariamente agudos (e irónicos) en su
visión de la realidad, y podrían ser considerados también como experimentales. Tal es el
caso de Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Hernán Lara Zavala, Juan Villoro, Agustín
Monsreal y Enrique Serna.

Por supuesto, sigue habiendo cuentistas que pertenecen a la tradición de la escritura


intimista, y entre ellos se podría mencionar a María Luisa Puga, Ethel Krauze, Felipe
Garrido, Bernardo Ruiz, Mónica Mansour y Brianda Domecq.

A todo lo anterior se debe añadir el surgimiento de voces literarias que tienen un


carácter posmoderno precisamente porque no responden a las condiciones editoriales y
culturales del centro político y económico del país, que es la Ciudad de México. Entre
los cuentistas de otras ciudades del país, a las que se ha llamado "la provincia", se
encuentran Alvaro Uribe y Luis Arturo Ramos (Xalapa), Dante Medina y Martha Cerda
(Guadalajara), Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana), Daniel Sada (Coahuila), Jesús
Gardea (Ciudad Juárez), Ricardo Elizondo Elizondo (Monterrey), Francisco José
Amparán (Torreón) y numerosos escritores chicanos, como Sandra Cisneros, Rolando
Hinojosa y muchos otros, casi totalmente desconocidos en México.

La visión de la realidad mexicana que ofrecen los cuentistas del interior del país es
precisamente una visión fragmentaria, contradictoria y paradójica. Sus formas de humor
e ironía responden a condiciones de marginación cultural y económica. Podría hablarse,
tal vez, de la existencia de fronteras culturales (especialmente las que determinan la
publicación y distribución de sus libros en la Ciudad de México) que llegan a ser tan
difíciles de cruzar como las fronteras geográficas e idiomáticas que hay entre México y
los Estados Unidos. De hecho, algunos de estos escritores han logrado cruzar estas
fronteras editoriales, lo cual los distingue de los escritores de la Ciudad de México, en
cuya escritura se encuentra más bien un cruce de las fronteras genéricas.

Por otra parte, es interesante señalar que últimamente ha habido un extraordinario


interés editorial por el cuento mexicano en el país y en el extranjero, hasta el grado de
haberse publicado más antologías durante los últimos diez años (en el periodo 1985-
1994) que durante los cincuenta años anteriores, tanto en el país como en el extranjero,
en traducción a diversas lenguas.

También durante este periodo, a pesar de la crisis editorial mexicana, se ha llegado a


publicar más de cuatrocientos títulos anuales de libros de cuento. Ello señala, sin duda,
la situación de un género que, tal vez más difícil que la novela y tan experimental como
la poesía, es el mejor indicador de la vitalidad imaginativa de nuestro lenguaje literario.

El nuevo cuento mexicano, además de continuar las tradiciones del relato regional y del
relato psicologista, dominantes en las tres décadas anteriores, también es
apreciablemente lúdico y experimental. En sus variantes menos ortodoxas, se trata de
una escritura que juega con las fronteras entre el relato tradicional y otros géneros en
prosa, especialmente el ensayo, la viñeta y la crónica. Al hacerlo, emplea el humor
como arma de desmitificación y la ironía como estrategia crítica.

Al alternar el erotismo, la imaginación y la memoria de la historia inmediata con la


reflexión sobre la escritura, el testimonio de nuestras jornadas urbanas y el registro de
los terremotos íntimos y colectivos, en estos relatos se nutren simultáneamente la
capacidad de asombro y la capacidad de indignación de sus lectores.

Bibliografía

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