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Experiencia y Pobreza (1933)


Walter Benjamin
En nuestros libros de cuentos está la fábula del anciano que en su
lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Sólo
tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo cuando llega el otoño,
la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el
padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad. Mientras crecíamos nos
predicaban experiencias parejas en son de amenaza o
para sosegarnos: «Este jovencito quiere intervenir. Ya irás aprendiendo». Sabíamos muy
bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes. En términos
breves, con la autoridad de la edad, en proverbios; prolijamente, con
locuacidad, en historias; a veces como una narración de países extraños, junto a la
chimenea, ante hijos y nietos. ¿Pero dónde ha quedado todo eso? ¿Quién encuentra hoy
gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras
perdurables que se transmiten como un anillo de generación a generación? ¿A quién le
sirve hoy de ayuda un proverbio? ¿Quién intentará habérselas con la juventud
apoyándose en la experiencia?
La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y
precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una. de las experiencias más
atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro como parece. Entonces se
pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino
más pobres en cuanto a experiencia comunicable. Y lo que diez años después se derramó
en la avalancha de libros sobre la guerra era todo menos experiencia que mana de boca a
oído. No, raro no era. Porque jamás ha habido experiencias, tan desmentidas como las
estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las
morales por el tirano. Una generación que había ido a la
escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que
todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de
explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano.
Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese
enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de
ideas que se dio entre la gente ?o mas bien
que se les vino encima? al reanimarse la astrolog?a y la sabidur?a yoga, la Christian Science y la
quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la
escolástica y el espiritismo. Porque además no es un reanimarse auténtico, sino una
galvanización lo que tuvo lugar. Se impone pensar en los magníficos cuadros de Ensor en
los que los duendes llenan las calles de las grandes ciudades: horteras disfrazados de
carnaval, máscaras desfiguradas, empolvadas de harina, con coronas de oropel sobre las
frentes, deambulan imprevisibles a lo largo de las callejuelas. Quizás esos cuadros sean
sobre todo una copia del renacimiento caótico y horripilante en el que tantos ponen sus
esperanzas. Pero desde luego está clarísimo: la pobreza de nuestra experiencia no es
sino una parte de la gran pobreza que ha cobrado rostro de nuevo y tan exacto y perfilado
como el de los mendigos en la Edad Media. ¿Para qué valen los bienes de la educación si
no nos une a ellos la experiencia? Y adónde conduce simularla o solaparla es algo que la
espantosa malla híbrida de estilos y cosmovisiones en el siglo pasado nos ha mostrado con
tanta claridad que debemos tener por honroso confesar nuestra pobreza. Sí, confesémoslo:
la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las
de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie.
¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un concepto
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nuevo, positivo de barbarie. ¿Adónde le lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Le


lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a
construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra. Entre los grandes
creadores siempre ha habido implacables que lo primero que han hecho es tabula rasa. Porque querían tener
mesa para dibujar, porque fueron constructores. Un constructor fue
Descartes que por de pronto no quiso tener para toda su filosofía nada más que una
única certeza: «Pienso, luego existo». Y de ella partió. También Einstein ha sido un
constructor al que de repente de todo el ancho mundo de la física sólo le interesó una
mínima discrepancia entre las ecuaciones de Newton y las experiencias de la astronomía.
Y este mismo empezar desde el principio lo han tenido presente los artistas al atenerse a
las matemáticas y construir, como los cubistas, el mundo con formas estereométricas.
Paul Klee, por ejemplo, se ha apoyado en los ingenieros. Sus figuras se diría que han
sido proyectadas en el tablero y que obedecen, como un buen auto obedece hasta en la
carrocería sobre todo a las necesidades del motor, sobre todo a lo interno en la
expresión de sus gestos. A lo interno más que a la interioridad: que es lo que las hace bárbaras.
Hace largo tiempo que las mejores cabezas han empezado aquí y allá a
hacer versos a estas cosas. Total falta de ilusión sobre la época y sin embargo una
confesión sin reticencias en su favor: es característico. Da lo mismo que el poeta Bert
Brecht constate que el comunismo ao es un justo reparto de la riqueza, sino de la pobreza,
o que el precursor de la arquitectura moderna, Adolf Loos, explique: «Escribo,
únicamente para hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen
en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo». Un artista tan
intrincado como el pintor Paul Klee y otro tan programático como Loos, ambos rechazan la
imagen tradicional, solemne, noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas del
pasado, para volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién nacido en
los pañales sucios de esta época. Nadie le ha saludado más risueña, más alegremente
que Paul Scheerbart. En sus novelas, que de lejos parecen como de Jules Verne, se ha
interesado Scheerbart (a diferencia de Verne que hace viajar por el espacio en los más
fantásticos vehículos a pequeños rentistas ingleses o franceses), por cómo nuestros
telescopios, nuestros aviones y cohetes convierten al hombre de antaño en una criatura
nueva digna de atención y respeto. Por cierto que esas criaturas hablan ya en una lengua
enteramente distinta. Y lo decisivo en ella es un trazo caprichosamente constructivo, esto
es contrapuesto al orgánico. Resulta inconfundible en el lenguaje de las personas o más
bien de las gentes de Scheerbart; ya que rechazan la semejanza entre los hombres
?principio fundamental del humanismo. Incluso en sus nombres propios: Peka, Labu, Sofanti,
así se llaman las gentes en el libro que tiene como título el nombre de su héroe:
«Lesabendio». También los rusos gustan dar a sus hijos nombres «deshumanízados»: los
llaman «Octubre» según el mes de la revolución, o «Pjatiletka» según el plan
quinquenal, o «Awischim» según una sociedad de líneas aéreas. No se trata de una
renovación técnica del lenguaje, sino de su movilización al servicio de la lucha o del
trabajo; en cualquier caso al servicio de la modificación de la realidad y no de su
descripción.
Volvamos a Scheerbart: concede gran importancia a que sus gentes ?y a
ejemplo suyo sus conciudadanos habiten en alojamientos adecuados a su clase: en casas de
vidrio, desplazables, msviles, tal y como entretanto las han construido Loos y Le
Corbusier. No en vano el vidrio es un material duro y liso en el que nada se mantiene
firme. Tambi?n es frío y sobrio. Las cosas de vidrio no tienen «aura». El vidrio es el enemigo número uno del
misterio. También es enemigo de la
posesión. André Gide, gran escritor, ha dicho: «cada cosa que quiero poseer, se me
vuelve opaca». ¿Gentes como Scheerbart sueñan tal vez con edificaciones de vidrio
porque son confesores de una nueva pobreza? Pero quizás diga más una comparación que la
teoría. Si entramos en un cuarto burgués de los años ochenta la impresión más fuerte
será, por muy acogedor que parezca, la de que nada tenemos que buscar en él. Nada
tenemos que buscar en él, porque no hay en él un solo rincón en el que el morador no
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haya dejado su huella: chucherías en los estantes, velillos sobre los sofás, visillos en
las ventanas, rejillas ante la chimenea. Una hermosa frase de Brecht nos ayudará a
seguir, a seguir lejos: «Borra las huellas», dice el estribillo en el primer poema del
«Libro de lectura para los habitantes de la ciudad». Pero en este cuarto burgués se ha hecho costumbre el
comportamiento opuesto. Y viceversa, el «intérieur» obliga al que lo
habita a aceptar un número altísimo de costumbres, costumbres que desde luego se ajustan
más al interior en el que vive que a él mismo. Esto lo entiende todo aquel que conozca
la actitud en que caían los moradores de esos aposentos afelpados cuando algo se enredaba
en el gobierno doméstico. Incluso su manera de enfadarse (animosidad que paulatinamente
comienza a desaparecer y que podían poner en juego con todo virtuosismo) era sobre todo
la reacción de un hombre al que le borran «las huellas de sus días sobre esta tierra».
Cosa que han llevado a cabo Scheerbart con su vidrio y el grupo «Bauhaus» con su acero:
han creado espacios en los que resulta difícil dejar huellas. «Después de lo dicho», explica Scheerbart veinte
años ha, «podemos hablar de una cultura del vidrio. El nuevo
ambiente de vidrio transformará por completo al hombre. Y sólo nos queda desear que esta
nueva cultura no halle excesivos enemigos».
Pobreza de la experiencia: no hay que entenderla como si los hombres
añorasen una experiencia nueva. No; añoran liberarse de las experiencias, añoran un
mundo entorno en el que puedan hacer que su pobreza, la externa y por último también la
interna, cobre vigencia tan clara, tan limpiamente que salga de ella algo decoroso. No
siempre son ignorantes o inexpertos. Con frecuencia es posible decir todo lo contrario: lo
han «devorado» todo, «la cultura» y «el hombre», y están sobresaturados y cansados.
Nadie se siente tan concernido como ellos por las palabras de Scheerbart: «Estáis todos
tan cansados, pero sólo porque no habéis concentrado todos vuestros pensamientos en un
plan enteramente simple y enteramente grandioso». Al cansancio le sigue el sueño, y no
es raro por tanto que el ensueño indemnice de la tristeza y del cansancio del día y que
muestre realizada esa existencia enteramente simple, pero enteramente grandiosa para la
que faltan fuerzas en la vigilia. La existencia del ratón Micky es ese ensueño de los
hombres actuales. Es una existencia llena de prodigios que no sólo superan los prodigios técnicos, sino que
se ríen de ellos. Ya que lo más notable de ellos es que proceden
todos sin maquinaria, improvisados, del cuerpo del ratón Micky, del de sus compañeros y
sus perseguidores, o de los muebles más cotidianos, igual que si saliesen de un árbol,
de las nubes o del océano. Naturaleza y técnica, primitivismo y confort van aquí a una,
y ante los ojos de las gentes, fatigadas por las complicaciones sin fin de cada día y
cuya meta vital no emerge sino como lejanísimo punto de fuga en una perspectiva infinita
de medios, aparece redentora una existencia que en cada giro se basta a sí misma del modo
más simple a la par que más confortable, y en la cual un auto no pesa más que un
sombrero de paja y la fruta en el árbol se redondea tan deprisa como la barquilla de un
globo. Pero mantengamos ahora distancia, retrocedamos.
Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de
la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por
cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo «actual».
La crisis económica está a las puertas y tras ella, como una sombra, la guerra
inminente. Aguantar es hoy cosa de los pocos poderosos que, Dios lo sabe, son menos
humanos que muchos; en el mayor de los casos son más bárbaros, pero no de la manera
buena. Los demás en cambio tienen que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco. Lo
hacen a una con los hombres que desde el fondo consideran lo nuevo como cosa suya y lo
fundamentan en atisbos y renuncia. En sus edificaciones, en sus imágenes y en sus
historias la humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y lo que
resulta primordial, lo hace riéndose. Tal vez esta risa suene a algo bárbaro. Bien
está. Que cada uno ceda a ratos un poco de humanidad a esa masa que un día se la
devolverá con intereses, incluso con interés compuesto.

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