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Pero Lola no solo le deposita cariño a su novio; también a su casa de citas, que hoy cuenta con

más de treinta y tres trabajadores, o como ella las llama, “las LeSueur de la Calle 15”, haciendo
referencia a la actriz y modelo estadounidense, que alternó tales oficios con el de la
prostitución. La casa, que se yergue como un gigantesco árbol en medio de pequeños
arbustos, tiene cuatro pisos grades, espaciosos, aclimatados con aire acondicionado e
inciensos. En el primero, funciona un bar nocturno, donde la bebida alcohólica predilecta por
“los visitantes” es la cerveza. En el segundo y en el tercero, que están conformados por varias
habitaciones también amplias, adornadas con exóticas pinturas que representan escenas
fálicas de todo tipo, con las que, según Lola, los visitantes se suelen “estimular”. Aunque no sé
con exactitud a que hace referencia con la palabra “estimular”, dejo que Lola siga hablando,
pues solo hasta ese momento comprendo lo mucho que le gusta charlar. “las habitaciones,
cariño, son grandes, hermosas, en las que se respira un aire fragante, y en las que, además, se
siente una particular sensación de calma y beatitud, como si tener sexo fuera el último don
que Dios nos hubiera dado”. Entonces, me río y ella, mostrándome unos dientes blancos,
alienados a la perfección, también se ríe. Y, por último, que es similar al primer, pues allí
también funciona un bar, aunque más pequeño,

Sin embargo, en el pasado no todo fue risas para Lola.

A las afueras del aeropuerto de Acapulco, ya libre de las incomodas y afelpadas sillas del avión,
vi, como me lo había vaticinado Antonio, el “primer muerto”.

Detrás de las hojas de los higuerones, levantados sobre el camino de piedra de la entrada a la
finca, la luz de sol, aún de un amarillo muy suave, tierno, se cuela hasta llegar al solar, ubicado
ante la puerta de la casa, cuyos ocupantes, seguramente, estarían disfrutando de un sueño
ameno, después de pasar gran parte de la noche bebiendo y escuchando boleros, genero
predilecto por mi padre. Sí, todos duermen, pues, pese a mis intentos por aguzar el oído, no
escucho el menor ruido que indique movimientos, salvo, claro, las pesadas respiraciones de
quienes duermen. Así que me levanté rápidamente, abriendo las ventanas de mi cuarto para
que entrara la matinal brisa, cargada de un tibio aroma a pasto recién cortado y boñiga de
vaca.

Una simple razón fue la que me motivó a que yo me levantara temprano. Antes de que
organizaran la reunión, a eso de las siete de la noche, estábamos sentados en el balcón del
segundo piso Camila, mi prima, mayor que yo por dos años, y yo. Pese a que la timidez que
cada uno sentía por el otro a veces imponía barreras sobre nuestras discusiones, es día
charlamos, reímos, e incluso peleamos como viejos amigos, como si nos conociéramos de toda
la vida. Hubo un momento en que ella, lanzando una carcajada que resonó por toda la finca
(de hecho, las gallinas, escondidas en el galpón, comenzaron a cacarear estrepitosamente), se
acercó y me abrazó fuertemente, como si no me quisiera soltarme.

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